Subido por Juan Altamar

Historia y Ciencia Politica (1)

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Historia y ciencia política
Luis Alberto de la Garza
Facultad de Ciencias
Políticas y Sociales, u n a m .
La historia política es psicológica, e ignora los
condicionamientos; es elitista e incluso biográfica, e
ignora la sociedad global y las masas que la compo­
nen; es cualitativa e ignora lo serial; enfoca lo particu­
lar e ignora la comparación; es narrativa e ignora el
análisis; es idealista e ignora lo material; es ideológica
y no tiene conciencia de serlo; es parcial y no lo sabe
tampoco; se apega al consciente e ignora el incons­
ciente; es puntual e ignora la larga duración; en una
palabra, pues esta palabra lo resume todo en la jerga
de los historiadores es acontecimental.1
Esta larga cita refleja, de acuerdo con el historiador francés Jacques
Julliard, las consideraciones que todavía a principios de los años
setenta prevalecían sobre la historia política. Los ataques, como puede
observarse, son casi lapidarios y se hacían en nombre de una concep­
ción histórica que se pensaba nueva y mucho más emparentada con las
ciencias sociales que con la vieja Clío, hermana del arte y de la
literatura.
En muchos sentidos aquella crítica no podría ser compartida hoy
día a causa del desarrollo de la propia historia política, pero sobre todo
por los cambios de la propia realidad que le abren a aquélla una
posibilidad de vitalidad insospechada.
La acelerada transformación de la realidad en los últimos años del
segundo milenio ha llevado a una serie de reconsideraciones sobre
todo aquello que tanto la historia como las ciencias sociales habían
dicho sobre esa realidad. En el caso específico del tema que trataré de
ahondar, es decir, en el de la relación entre historia y ciencia política,
puedo repetir aquello que señala M. Finley: “Del cambio es lo que
trata naturalmente la historia política; el análisis final, el cambio en un
aspecto u otro era a la vez el objetivo y la consecuencia de los
desacuerdos y conflictos políticos” .2
No se trata de un retorno a lo político por moda o por agotamiento
de otras problemáticas, sino de una vuelta a preguntas clásicas de
ambas disciplinas ante una realidad que exige inventar continuamente
en la misma medida en que cambian las condiciones de la propia
realidad, y por lo tanto en donde lo imprevisto hace añicos el intento
reduccionista de los modelos esquemáticos de interpretación atemporal.
La modernidad, como proyecto permanente de transformación, se
encuentra ligada de manera indisoluble al nacimiento de la ciencia
política. El estudio de la política es un fenómeno surgido en la
antigüedad clásica, mientras que el de lo político, como renacimiento
—real o ficticio no importa para nuestros fines— de la capacidad
humana de planear, hacer o deshacer su destino, ocuparse de la
organización general de un conjunto social expresado en estados “en
los que las decisiones vinculantes se consiguen después de discutir,
argumentar y finalmente votar”,3 es un producto de la época moderna.
Maquiavelo y Hobbes —señala Farneti— 4 pertenecen al mismo perio­
do epistemológico de desarrollo de la ciencia política como conciencia
de la realidad política: representan la afirmación más rigurosa y radical
de lo político-estatal como forma insustituible de organización de la
sociedad civil, o sea de la convivencia ordenada. La realidad que
expresan es exactamente aquella del Estado Moderno”.
Conviene establecer de entrada una distinción de la relación entre
historia y política en la antigüedad y el mundo moderno. En otro
trabajo5 he tratado de plantear esta estrecha unidad entre ambas y me
tomaré la libertad de sintetizar aquí algunos de los planteamientos
hechos en aquél.
La historia y la política se aceptan generalmente como una inven­
ción de los griegos y su paternidad no ha sido cuestionada; sin
embargo, no se dio en el mundo antiguo una reflexión política a partir
de la historia, a pesar de que ésta enfocaría a lo político como tema
fundamental de estudio.
Con ello quiero destacar que si historia y política están
indisolublemente ligadas a la sociedad griega clásica, no se desarrolló
en ésta la sistematización del estudio de lo político relacionado con la
historia. Es decir, la historia desde Herodoto tuvo la pretensión global
de explicar el movimiento de los hombres, por lo cual el cambio de la
sociedad y sus rivalidades se convirtieron en el tema fundamental de
los historiadores; los cuales, sin embargo, —dice Finley— “escribie­
ron la historia del quehacer político, que no es lo mismo que la
política” .
Por su parte, aquéllos que intentaron la reflexión sistemática sobre
la política lo hicieron de manera ahistórica, pues su interés consistía en
la construcción de un modelo o proyecto social ideal que manifestaba
la falta de comprensión o aceptación de las pugnas sociales y por lo
tanto del panorama cambiante de la historia y de la política.
El estudio de la política no fue entonces fundamentado en la
descripción del mundo cambiante que presentaban los historiadores;
cuya disciplina no fue del agrado de los filósofos. Así, los primeros
teóricos de la política basaron la elaboración de sus estudios en la
metafísica, epistemología, psicología y ética, con el objeto de pensar
un modelo perfecto de sociedad, que no partía del análisis histórico.
La intención de la historia y de la política encontró desde aquella
época su primer tropiezo, y éste señala y anticipa la incapacidad del
mundo clásico para transformar su proyecto social.
A partir del renacimiento las formas de concepción de la realidad,
del hombre y de la sociedad, son arrastradas hacia el cambio; las
razones de éste llevaron a muchos pensadores a buscar sus causas en
un intento por comprender su dinámica, su carácter móvil.
Esta nueva idea de sentido y porvenir —heredada de la concepción
cristiana— se tradujo en el problema de la realización del hombre y de
su historia, pero ¿cuál es el sentido?, y ¿a dónde se dirige el porvenir?,
las preguntas son eminentemente políticas en cuanto apuntan a un
proyecto social.6
La formación del Estado, empresa colectiva titánica, nueva y dotada de
potencia social y moral en sí, está en la práctica política construida por
Maquiavelo y se justifica por sí misma, sin recurrir, como en el
pasado, a un sistema metapolítico de normas y principios, ya que
ningún sistema metapolítico puede realizar una unidad colectiva nueva
como el Estado.7
Es entonces, a partir de estas consideraciones, que podemos
afirmar el cambio de la relación entre historia y política, pues desde
Maquiavelo la ciencia política hace de la historia la dimensión privile­
giada de su estudio. La recuperación de la política —como acción
humana colectiva— significó un gigantesco trabajo de repensar el
mundo; para ello fue de gran ayuda la observación del pasado como
una forma de deslegitimar el pasado inmediato y al mismo tiempo de
legitimar el proyecto de transformación del presente.
No es asunto de este trabajo el de hacer un seguimiento de las
viscisitudes de las ciencias histórica y política, mucho menos de
presentar los avatares de la “mala fama” de la historia política que
señalaba al iniciar la ponencia en la cita de Julliard.
Una y otra disciplina han pasado por graves procesos de identidad,
de tal manera que podemos extender a la ciencia política la afirmación
de E. H. Carr8 acerca de que fue tanto el tiempo que se pasaron los
historiadores discutiendo si la historia era o no una ciencia, que se
olvidaron de hacer historia,.
Un sentido claro de ambas ciencias debe ser el de su propia
superación, lo cual implica una capacidad creativa, un reto a la
imaginación para volver a discutir —en una época de transformaciones
profundas— sobre los fines mismos del proyecto histórico, cuya
práctica es política por necesidad.
Intentemos entonces enfocar el análisis en una doble perspectiva, la
primera de un uso y abuso de la historia y de la ciencia política
transformadas en actividades académicas en autoexilio universitario o
vulgarizadas a través de los medios masivos con objeto de avalar una
determinada realidad presente. Una segunda propositiva de carácter
metodológico de fusión disciplinaria o interdisciplinaria, pues ante la
dificultad de explicar de manera satisfactoria los cambios que están
ocurriendo es necesario analizar con otros enfoques las transformacio­
nes de dicha realidad.
En la primera perspectiva tanto la historia como la ciencia política
han desarrollado un proceso de desvinculación con la práctica, e
incluso se ha llegado a plantear el fin de la historia y de las ideologías.9
La modernidad entendida desde su origen como un proyecto social de
novedad y cambio permanente que apunta a un futuro deseable
objetivamente, ha tratado de transformarse en un modelo acabado, en
una verdad única que liquida simultáneamente la historicidad y la
necesaria reflexión teórica de la praxis política.
La proliferación de la llamada “historia mercancía” despolitizante
y antihistórica se ha servido de los medios de comunicación masiva
para trivializar el conocimiento de la historia.
Se trata de un pretendido y ambicioso proyecto (cuyos fundamentos
teóricos se encuentran enraizados en la idea de verdad positivista) de
conocimiento total en donde cualquier hecho es historia, y por lo
mismo carece de interés el ordenar o jerarquizar el proceso histórico
dado que vale lo mismo en esta perspectiva la crisis económica de
1929, la relación incestuosa de los Borgia, la revolución francesa o el
número de biberones que tomó J. F. Kennedy. Ello necesariamente
desemboca en la renuncia al sentido del conocimiento histórico en el
cual los hechos cobran forma a partir de una previa comprensión
teórica de la realidad.10
En el caso de la ciencia política, podemos señalar que el proceso se
ha dado más por el interés en lo pequeño, lo asible, que recuerda aquel
viejo culto por el dato.
Aquello que más me inquieta —dice Sartori—11 retrocediendo con la
memoria y haciendo la confrontación entre los años cincuenta y los
años ochenta, es la desaparición de los “grandes” , de los grandes
autores. En los años en los cuales leía mucho y escribía poco (en lugar
de escribir mucho y leer poco como me ha sucedido al envejecer)
existían sin sombra de duda, autores obligados que en verdad eran
“grandes” , frente a un panorama que hoy se ofrece gris e
impresionantemente plano.
La reflexión teórica, basada en el estudio de la realidad de su
tiempo, fue la característica que hizo del análisis político una discipli­
na autónoma, desde Maquiavelo, Hobbes y Bodino hasta Kant, Hegel,
Marx o Weber. El llamado fin de las ideologías, muchas veces
confundido con una ignorancia limitada, ha producido entre otras
cosas un olvido relativo de la formación teórica y, lo que es más grave,
de la producción teórica que da cuenta de las prácticas políticas de la
sociedad actual.
De acuerdo con el mismo Sartori, ello se debe a dos razones
fundamentales, por una parte el fenómeno denominado como la
industria de la cultura ha hecho del conocimiento una producción en
serie, siempre ávido —como la historia mercancía— de “novedades” ,
acorde con las exigencias del mercado. Esto se encuentra por supuesto
en una práctica social del conocimiento y de la educación —que a
riesgo de parecer demodé se encuentran históricamente condiciona­
das—, y que exigen no solamente materiales novedosos, sino una
parcialización ad infinitum y una expentitis galopante en la competen­
cia académica y profesional.
La crítica a la formación excesivamente teórica de algunos momen­
tos en la formación del científico político es válida sin lugar a dudas
—como puede serlo la de un historiador preocupado únicamente en la
teoría de la historia de manera exclusiva—, pero ello no es más que un
defecto de la enseñanza que liquida la historicidad de las teorías. Éstas
—como ya se señalaba— se' basaron en el estudio de la problemática
concreta de su tiempo y solamente de ella podían obtener los elementos
para la abstracción teórica, que es la única que nos permite darle
coherencia al flujo de los acontecimientos y comprenderlos como algo
más que simples hechos curiosos.
Resultado de un error de enseñanza, las teorías no pueden, sin
embargo, justificar un empirismo a ultranza apoyado en los últimos
años por la “revolución tecnológica” de la computación, que permite
disponer de impresionantes bancos de datos que hubieran sido incapa­
ces de pensar siquiera los más febriles positivistas.
Después de tanta teoría sin investigación era normal, y hasta saludable,
privilegiar la investigación —la adquisición de datos— como caracte-
rística distintiva de las ciencias del hombre. Sólo que en la fase del
“empirismo crudo” los datos se han comido a la teoría. 12
Lo anterior es igualmente válido para la historia en la cual la
computadora ha transformado muchas formas de trabajo y apoyado
ciertas formas del quehacer histórico.
El problema, a mí modo de ver, no tiene en el fondo la finalidad de
discutir si es o no válida la utilización de estos medios en el quehacer
de la historia y de la ciencia política, sino el de plantearse el sentido
profundo de sus fines, ¿qué preguntas deben hacerse ambas discipli­
nas?, ¿a quiénes sirve, y a quiénes interesa?, ¿es todo tipo de dato algo
que vale la pena recopilar para explicar la realidad?
Así como el historiador del pasado se enfrenta a un sinnúmero de
hechos, datos, sucesos, acontecimientos, y en igual cantidad de
archivos, testimonios, reliquias, vestigios, etc.; el científico político
se ve agobiado por enormes cantidades de datos aunque la sofisticación
de los medios hace de su trabajo una tarea que parece titánica.
Cabría preguntarse, sin embargo, si esto es realmente un problema
actual o un problema que enfrenta todo investigador de la realidad
social con independencia del periodo que estudia y de la época en que
lo estudia. Es pues más un problema gnoseológico que un problema de
m etodología, o simplemente técnico, que inclusive plantea
“especificidades” en las diversas disciplinas.
¿Cuántos datos requirió Maquiavelo para la elaboración de El
Príncipe?, ¿podemos abordar el proceso de la sucesión presidencial en
México a pesar del desconocimiento de los profundos mecanismos del
dedazo?, ¿no le escapó a Ranke ningún archivo para su historia del
papado?, ¿serán confiables las historias económicas coloniales a pesar
de ignorar los flujos reales de intercambio vía contrabando? En esta
perspectiva podemos terminar esta parte afirmando que incluso este
tipo de preguntas resultan políticas.
La segunda perspectiva a la que hacía referencia páginas atrás
requiere de entrada una propuesta recogida de Sartori en el sentido de
que no hay buenos tiempos perdidos o de que nuestras disciplinas
vayan de mal en peor y por ello necesitan transformarse.
Han pasado —al menos eso espero— los tiempos del dogmatismo
teórico, cuando se afirmaba que si la realidad no se comportaba como
decía la teoría, ¡peor para la realidad!
Entre los dos extremos criticados —dice Sartori—
[...] la ciencia de estricta observancia positivista, cuantitativa por un
lado, y la no-ciencia ideologizante y filosofante por el otro, existe
siempre un filón intermedio ajeno de ambos excesos que ha trabajado y
continúa trabajando con seriedad y provecho. 15
Para esta segunda perspectiva recojo algunos elementos ya plantea­
dos en otro trabajo sobre la historia política como posibilidad de
historia total, desarrollados por una doble pertenencia formativa en la
historia y en la ciencia política.14
Como señalaba Julliard, la
I... ] renovación de la historia política se hará, —está haciéndose— en
contacto con la ciencia política, disciplina todavía joven y vacilante,
pero en plena expansión, y de la que el historiador no puede ya ignorar
las investigaciones, como no puede desinteresarse de los logros de la
economía política, de la demografía, de la lingüística o del psicoanáli­
sis. 15
En el trabajo referido se trataba de aprovechar el viejo anhelo
recogido por Marc Bloch y Lucien Febvre, quienes aspiraban a
romper con la compartimentación del conocimiento y fundamentar una
ciencia global del hombre.16
El campo en el que —de acuerdo con ese trabajo— se presenta una
posibilidad de tratar el problema de la totalidad histórica en la
investigación concreta, es precisamente en el de la historia política. La
preocupación de ésta, como hemos afirmado anteriormente, ha sido
básicamente la de explicar el cambio, la lucha por el poder del Estado,
la crisis y transformación de la sociedad.
Se trataba, por tanto, de lo que hoy los historiadores y politólogos
llamarían “análisis coyuntural” . Si bien es cierto que la coyuntura
significa el momento más estrecho del análisis desde la perspectiva
temporal, en otro sentido se convierte en el punto de confluencia en el
cual se combinan los elementos estructurales de largo plazo, que se
traducen en la posibilidad o realización de cambios significativos o de
avances cualitativos en el proceso del devenir social.
Esta combinación o conjugación de elementos hace necesario el
manejo de los múltiples y contradictorios factores que se presentan en
el proceso histórico; la jerarquización de las causas de este proceso y
el conocimiento de situaciones pasadas y presentes que explican o dan
sentido a esa coyuntura, pues es aquí donde se combinan primordial­
mente teoría y análisis concreto.
En la coyuntura resulta más claro el valor de la situación política en
la medida en que se trata de la zona más perceptible de la totalidad
histórica. Es ahí donde mejor afloran las contradicciones y permite,
por lo tanto, un método de exposición que sea total, mientras que la
estructura necesariamente lleva a un sistema de exposición por cajonera.
Desde el punto de vista del método de investigación se presentan
dos posiciones: la interdisciplinariedad —hasta ahora sumatoria de
puntos de vista trabajados al interior de distintas disciplinas— o una
visión globalizante que supere la simple sumatoria, lo cual implica
rediscutir el nivel de las prioridades, de elección de hechos que
consideremos más explicativos que otros por su mayor potencial
informativo. Se trata pues, —como ya señalaba Sartori— de salvar los
momentos de la pura teorización y de la inocencia empírica, para
arribar a su concatenación.
Tanto en la historia como en la ciencia política, el problema de la
totalidad se plantea a nivel teórico, pero se resuelve a nivel histórico.
Los cambios acelerados en el mundo en general y en nuestro país en
particular, nos llevan a esa pregunta básica de cómo hacer operativa
esta abstracción a los efectos del conocimiento de una realidad, en
donde de manera consciente los hombres puedan decidir su destino.
Tal vez la historia política es la única que puede desafiar, hoy en
día, en la investigación concreta, el carácter total de la realidad, y por
ende, del método de estudio de dicha realidad.
NOTAS:
1. Jacques Julliard, “La política”, en Hacer la historia, Barcelona, Laia, 1979, 3 vols.
2. El nacimiento de la política, Barcelona, Crítica, 1986, p. 82.
3. Ibid., p. 73.
4. “Dimensiones de la ciencia política”, en Teoría política, v. 1, núm. 2, Turín, 1985, pp. 75115, traducción de César Cansino y Víctor Alarcón.
5. “Historia y política: ¿Matrimonio sin divorcio?”, en Estudios políticos, nueva época, v. 6,
núm. 4, México, octubre-diciembre 1987, pp. 4-16.
6. Ver Jean Chesnaux, ¿Hacemos tabla rasa del pasado ?, México, Siglo XXI, 1976.
7. Farneti, op. cit., p. 18.
8.
es fa historia?, Barcelona, Seix Barral, 1978, (Ciencias Humanas, 245).
9. Para la desvinculación teórico-práctica véase el libro de Perry Anderson, Consideraciones
sobre el marxismo occidental, Madrid, Siglo XXI, 1976. Sobre el fin de la historia y de las
ideologías el controvertido artículo de Francis Fukuyama.
10. Trabajos muy interesantes en esta necesidad de partir de una previa comprensión teórica de
la realidad son el ya citado de E. H. Carr, que da sentido a su historia de la Rusia soviética.
Entre otros muchos títulos, historiadores ingleses han realizado estupendas aportaciones,
véase Perry Anderson, El Estado absolutista, México, Siglo XXI, 1979; Christhofer Hill,
Los orígenes intelectuales de la revolución inglesa; E. P. Thompson, Tradición, revuelta y
conciencia de clase, Barcelona, Crítica, 1980, así como su polémico libro La miseria de la
teoría, Barcelona, Crítica, 1981.
11. “¿A dónde va la ciencia política?”, traducción de César Cansino, de próxima aparición en
la revista Estudios políticos.
12. Ibid
13. Ibid.
14. Luis Alberto de la Garza y Noemí Hervitz, “De las ciencias sociales a la ciencia de la
sociedad”, en Revista mexicana de ciencias políticas y sociales, núm. 126.
15. Julliard, op. cit., p. 244.
16. Ello a pesar de que ambos autores hicieron la crítica a la historia política de origen
positivista, que a mi modo de ver era más a una forma de abordarla que a la historia política
como tal, que sirvió para fundamentar su rechazo en el desarrollo de la escuela de los
Annales.
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