Subido por tobias garrido

El concepto del cine - Angel Faretta (Colección teoría estética nº 1) (Spanish Edition)

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ÁNGEL FARETTA
El concepto del cine
Tercera edición. Corregida y Ampliada
Faretta, Ángel
El concepto del cine : tercera edición, aumentada y corregida / Ángel Faretta. - 1a ed - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2517-8
1. Ensayo. I. Título.
CDD 791.43
© 2018, Djaen Ediciones
© 2021, ASL Ediciones
E-mail: asalallena@asalallena.com.ar
www.asalallena.com.ar
1.a edición: enero de 2019
2.a edición: agosto de 2019
3.a edición: abril de 2021
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño gráfico de la tapa y de las páginas interiores puede ser reproducida,
almacenada o transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, sea este electrónico, mecánico, grabación, digitalización,
fotocopia o cualquier otro sin la previa autorización escrita de la Editorial. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y
25.446 de la República Argentina.
Dirección editorial: José Luis De Lorenzo
Edición: Mariano Agrello / Javiera Gutiérrez
Corrección: Pablo Valle
Diseño de tapa: Fabio Villalba / Adrián Goldfrid
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
www.autoresdeargentina.com
info@autoresdeargentina.com
Índice
Prólogo a la primera edición
Prólogo a la segunda edición
Prólogo a la tercera edición
PRIMERA PARTE DEFINICIONES TEÓRICAS
I - Ajuste de cuentas con el renacimiento y el romanticismo
II - Decisionismo. Fuera de campo. Principio de simetría. Eje vertical
III - Fuera de campo. Principio de simetría. Eje vertical (continuación)
IV - Tríada retórica: índice, ícono, símbolo
V - Fuera de campo y símbolo: su relación
VI - El cine como dixie: Griffith y sus antecedentes. Poe. Melville
VII - Mito. Mención de la parodia. Kitsch. Kasparhauserización
VIII - Cine y cinematógrafo. El problema de la alegoría
IX - Trifuncionalidad y función adánica
X - Reino de la transparencia. Ecumene y territorialidad. Elemento
austrohúngaro
XI - Lo barroco. Continuación y continuidad. El potlatch
XII - El cine como revolución anacrónica
XIII - Autoconciencia
XIV - Autoconciencia: la marca de Caín
XV - Autoconciencia: la cura
XVI - Autoconciencia: segunda parte
XVII - Formas del entender y del desentender
XVIII - La persistencia motriz
XIX - Lo simbólico
XX - Lo simbólico, la apercepción
XXI - El cine como ricorso
XXII - La construcción ideativa como ideograma
XXIII - El cine como sistema de representación primaria
SEGUNDA PARTE ANEXOS
I - La galaxia Griffith
II - Allende y aquende en el thriller
III - Biósfera y noósfera en el cine
IV - Alter mundus y limes
V - Limes, marcas y extramuros
VI - Citizen Kane, un film meduseo
VII - Sobre el terror, lo fantástico y la Clase B
TERCERA PARTE RESOLUCIONES FORMALES
I - Los tres elementos heurísticos fundamentales
II - La tríada retórico-expresiva. Índice-ícono-símbolo
III - Narración y representación: puesta en escena
IV - Recapitulación. Fuera de campo. Función y sentido
V - Recapitulación. Principio de simetría. Función y sentido
VI - Recapitulación. Eje vertical. Función y sentido
PARALIPÓMENA
AXIOMAS Y POSTULADOS
CONCEPTOS FUNDAMENTALES
NOTAS
LISTA DE FILMS CITADOS
ÁNGEL FARETTA
Sinopsis
Para Alicia.
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
Como la publicación completa de nuestra Teoría del cine se viene
postergando por diferentes razones, es por ello que hemos intentado resumirla
en un pequeño volumen, a manera de un epítome, para sintetizar,
adelantándolas, muchas de las conclusiones a las que fuimos llegando a lo
largo de los años. Nos adelantamos también a cumplir con el pedido de
algunos –pocos– amigos y discípulos que deseaban tener, desde bastante
tiempo atrás, siquiera las conclusiones de nuestra teoría. El que ahora
intentemos cumplir con los requerimientos de tales no quiere decir, ni
remotamente, que hayamos caído en la ilusión de la influencia que este
escrito pueda tener en cuanto a la tendencia y dirección que las cosas van
tomando en el mundo, o que pueda contribuir en alguna medida a modificar
tal dirección. Lejos de ello. Menos aún debe interpretarse la redacción de este
escrito como algún tipo de supuesta obligación que el hombre de letras
(categoría que, por cierto, y es parte de esta teoría, el cine se ha encargado de
pulverizar...) o el intelectual –en el sentido de pensador que hace públicas
mediante la edición de textos sus ideas– debe tener con la supuesta tradición
del humanismo occidental. A quien así se haga algún tipo de ilusión, debe
advertírsele que comete un terrible error, error que casi con seguridad la
lectura de este escrito no contribuirá a disipar sino a incrementar
angustiosamente.
Lo redactamos y nos resignamos a su publicación en la medida en que
creemos poder circunscribir, cuasi a la perfección, los limitados y hasta
irónicos alcances que un texto como el presente puede tener. Puede
imaginárselo como una contribución –de suyo por demás restringida– a paliar
la confusión que algunos puedan tener en este momento con respecto a las
causas últimas y fundamentales.
Ciertamente, el grado de achicamiento, aplastamiento y materialización a
que ha llegado la tarea –o supuesta tarea– del pensar y el poetizar en nuestra
época, alcanza a ojos vista niveles de una bajeza, ramplonería y pérdida de
los más elementales bordes de racionalidad y hasta –si queremos– de
conciencia y decoro, desbordando hacia oscuras fuentes de las que pretendió
o creyó emerger en algún momento. Como ello es así y no cesará por mucho,
muchísimo, tiempo, no es en balde mantener una discreta pero, insistimos,
también muy irónica situación de conservación, aun en el plano de la letra,
cosa que en gran medida el contenido filosófico de este tratado refuta o da
como ya imposible. A esta paradoja atiende el que nos resignemos a su
publicación y hasta a su prologado.
Todo el escrito comprendido bajo el título de El concepto del cine tiene, y
no intenta ocultarlo en lo más mínimo, un carácter subrayadamente polémico.
Cada uno de sus corolarios, como también cada uno de sus axiomas y
postulados, ha sido redactado teniendo –o imaginando tener– en cuenta otros
que se le oponen necesariamente. En nuestra época de creciente
despolitización enmascarada, so capa de embutir todo en lo económico,
cuando por cierto no es más que otra fase del no pensar y/o del
indecisionismo político, un texto como éste deberá ser visto como una franca
anomalía. Anomalía que, desde luego, el cine o el pensar del cine no hace
más que afirmar y subrayar.
El que la llamada función intelectual, acuñada más o menos como
subproducto de la mentalidad renacentista, y puesta en troquelada circulación
industrial a partir de fines del siglo XIX europeo, haya caído en la última
fase, la de su declinación definitiva –y la de su solidificación material–, no
debe ser novedad para nadie que mantenga sus facultades críticas más o
menos activas. Lo que sí puede resultar extraño es el diagnóstico
genealógico-simbólico de tal estado de cosas. Muchos han visto o intuido
este declinar como una confirmación de sus estrechas visiones reduccionistas.
Tales visiones fueron un aliciente y un acicate para precipitar,
irresponsablemente, ese declive. Por el contrario, algunos otros sectores, más
impensadamente optimistas o progresistas, suponen que tal estado de cosas
lleva a una superación en la cual, definitivamente, lo técnico tomaría la posta,
el relevo en la tarea del pensar en Occidente y luego en el planeta entero.
Estos últimos no parecen tener presente que la técnica en cuanto ciencia
aplicada no es más que otra forma del dispensar aplicado, y por eso cae en el
grosero círculo vicioso de postular como superación lo que no es otra cosa
más que una franca “puesta al revés” de todo aquello que, tradicionalmente,
puede imaginarse como pensamiento.
En esto, el primero de los grupos mencionados actúa con una más clara,
aunque cínica, conciencia de su error. No le pide otra cosa al mundo que
permitirle tomar y hacerse cargo del recambio de una paradójica forma de la
actividad bufonesca. Aunque no pueda ni deba descartarse que en sus
bufonerías se oculte un sesgo de estricta befa “soplada” desde afuera.
De tal forma, este texto es de carácter polémico, ya que no pretende
convivir, en sentido limbal, con otras postulaciones que se le oponen o
intentan oponérsele. Tal estado de pólemos no guarda ni quiere guardar
ninguna relación, siquiera de vecindad, con el estado de coloquio
interminable que las agotadas actividades intelectuales humanísticas quieren
simular mantener. Es decir: al igual que su símil parlamentario, hacer
coincidir en una suerte de grotesco y fabuloso limbo laico aquello que por su
mismo peso y función no pueden concebirse si no es en tono y en función
exclusivamente polémicos. Quien empieza por excluir el juicio final termina
por excluir toda toma de decisión, aun en el plano de la supuesta
cotidianeidad estética. Quien no decide por el telos, por el esjáton, termina
por no decidir por una línea, un punto de fuga, un matiz, una tonalidad –ni
hablar de algo como “gusto”–. Quien comienza por postular que las
comparaciones son odiosas (id est incorrectas) acaba por olvidar que en
estética sólo hay comparaciones... Quien prefiere excluir la pérdida del
paraíso como causa prima de todo, termina por llevarnos al infierno de la
indecisión o del escamoteo moral.
Digamos que el cine excluye ese tipo de modalidades, aunque en lo que
hoy es la actividad del cine lato sensu –que ya no es el hacer y el pensar en
cine– casi no sucede otra cosa.
Como todas las teorías anteriores sobre otras formas del pensar y el
poetizar, nuestra teoría del cine es un fruto tardío, el producto casi de
invernadero de una época en declive y que está a punto ciertamente de asistir
también a la desaparición de tal forma del pensar y el poetizar. De ser esto
posible, cabe recordar: no existe ni puede existir ninguna otra forma o manera
que quepa imaginar como reemplazo, y menos aún como superación dentro
del orden estético. Si el cine fracasa, desvía, agota o concluye su misión, no
existe absolutamente ninguna otra forma que pueda reemplazarlo o tomar
siquiera la posta. Repetimos: dentro del campo de aquello que todavía se
llama “lo estético”.
Por cierto, esto último no significa necesariamente que lo estético sea algo
primordial para el mantenimiento, conservación ni menos aún para la
superación de un determinado, o parte de un determinado, estado de cosas. El
cine per se niega esa misma posibilidad. Tras el cine, de haber ese “tras”, no
hay ricorso posible, ya que su ser en el universo del pensar y el poetizar ha
agotado todos los corsi posibles. Esto debe ser aceptado apodícticamente para
poder entender el texto que sigue y del cual este pre-texto intenta suplir las
funciones de la figura mítica del Prólogo, mensajero que todo parecía saberlo
y actuaba en consecuencia.
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
No sabemos si también diez años “no es nada”, parafraseando nuestro tango
favorito, pero marca, en todo caso, un nexo causal a esta segunda edición de
El concepto del cine.
Se trataba y se trata de poner en circulación nuestra teoría del cine y del
arte en general, o de ésta a través de aquél; y es también una filosofía de la
historia, así como una teología política. El que estemos frente a un lugar en
donde la historia parece volver a empezar de cero cada década, levantando
los restos inermes de desechos oníricos anteriores, saldos y retazos políticos
para ensamblarlos a capricho, hace más que necesaria esta puesta en claro de
nuestros objetivos.
Siguieron a El concepto del cine otros cuatro libros que obraron de
consuno con éste y fundamental, porque contiene los fundamentos teóricos.
Así Espíritu de simetría actúa de prolegómena, Cinco films argentinos
recorre nuestra propia particularidad cinematográfica, y La cosa en cine se
extiende más detenidamente en la praxis desde su exacto origen, así como en
motivos y figuras.
En medio de ellos, La pasión manda comienza a extender la serie teórica
hacia otros campos y manifestaciones anímico-espirituales como el
melodrama, lo trágico y lo sagrado.
Están terminadas una Poética y una Fantástica. En marcha tenemos una
hermenéutica general trazada en tres secciones: lírica, simbólica y fantástica.
Con éstos, más otros libros como Dominio eminente, más alguna
paralipómena de ensayos, tendremos una filosofía e historia de las formas y
una estética general.
Esto dicho aquí, entre nosotros, parece un gesto desmedido dado el estado
de pobreza en que ha caído la actividad intelectual, la mera enseñanza y hasta
la balbuceante instrucción escolar, reflejo desde luego que especular de
nuestro declive como nación.
Hace ya años hemos llamado a la Argentina “el ciclotrón de Occidente”.
Así como este artefacto precipita condiciones subatómicas para su
observación, nuestro país parece adelantarse con precipitación a condensar
hasta paródicamente ciertas condiciones y manifestaciones de Occidente. De
manera paradójica o providencial, esto puede servir como contrapartida de un
trance existencial que lleve a teorías y posturas filosóficas como las nuestras.
También, desde luego, nuestros conceptos pueden extenderse a los
campos históricos y anímico-espirituales de las llamadas alguna vez “historia
de las ideas”, “filosofía de la historia” o, más recientemente, de la “historia
del imaginario”, puesto que el concepto del cine es más abarcador, completo
y complejo que estudiar las chifladuras de un provinciano fronterizo, así
como escritos y “construcciones” estrafalarias, hobbies de fin de semana y
deseos privados de todo tenor, tomándoselos sin más, y sin ningún tipo de
escrutinio hermenéutico, como la muestra perfecta y cristalina de todo un
dilatado período histórico de una nación, grupo étnico o de una construcción
histórico-política.
La historia del imaginario, pese a los esfuerzos de Phillipe Ariès, se ha
vuelto más que nada la historia de lo atrabiliario.
Así, seguir utilizando en países al borde de la disolución, como es la
Argentina, términos como “izquierda” y “derecha” es comparable a jugar a
los soldaditos en medio de la batalla de Waterloo o a la batalla naval en
medio de Lepanto.
Esta edición contiene –además de las correcciones del caso– cinco
apéndices que intentan explicitar en forma más extensa determinados
conceptos teóricos con exempli gratia, así como incorporar algunos otros.
Pero ya está la pica en Flandes, y el Rubicón quedó atrás hace años. En todo
caso, en este El concepto del cine se tiene una tópica, una simbólica, así
como una política y una ética. Seguramente algo más nutritivo que seguir
fregando con neorrealismo, con nuevas olas siempre viejas de infantilismo,
así como rastrear films precarios rodados en comarcas absurdas, y
seguramente algo mucho más útil que la única vez –al parecer– que Walter
Benjamin pisara una sala de cine sin sacar ningún provecho de tal visita.
Buenos Aires, en el quinto centenario
del nacimiento de Santa Teresa de Ávila.
PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN
En esta tercera edición de El concepto del cine, además de las correcciones
del caso, hemos sumado una extensa sección ya editada como primera parte
de nuestro libro La cosa en cine. Motivos y figuras. Amigos, discípulos,
lectores nos han indicado que, con la suma de estos textos, la parte
estrictamente teórica de El concepto del cine gana en claridad por su
desarrollo más extenso, así como por su precisa aplicación.
Aquí se revisan, se recapitulan, los tres elementos heurísticos
fundamentales de nuestra teoría: fuera de campo, principio de simetría y eje
vertical, así como también la tríada retórico-expresiva de índice, ícono y
símbolo, aplicándolos a un temprano film de Griffith, A Corner in Wheat
(1909) que, junto al contemporáneo The Lonely Villa, ya muestran in toto la
manera operativa de lo que hemos llamado “el concepto del cine”.
La misma praxis se extiende luego a la escena inicial de Rope, de Alfred
Hitchcock.
También se han agregado dos apéndices a la segunda parte. El primero,
sobre Citizen Kane como film meduseo, corrige en buena medida las
puntualizaciones sobre este film que habíamos desarrollado en las primeras
dos ediciones del libro. De allí lo de meduseo. Tempranamente petrificante.
Algo nacido para el museo. No es el único, desde luego. Pero pocos como
éste han tenido una circulación y una comprensión más equívocas. Sobre
todo porque en su puesta vetusta, cuanto en su ética limitada, se –así cabe
decirlo ahora– “tropieza” con la autoconciencia del concepto del cine.
El segundo adelanta algunos temas, motivos y figuras sobre la Clase B, lo
fantástico y el terror. Temas que serán desarrollados extensamente en
Dominio eminente. Teoría de la Clase B y de la cultura tradicional en
diáspora desde el “otoño de la edad media”, próximo a ser editado.
Luego hemos sumado una paralipómena, que consta de una serie de
apuntes y epigramas, aforismos y definiciones, impresiones y sugestiones, y
también algunas citas de autores que nos han guiado en nuestro pensamiento,
en su enorme mayoría tomadas de nuestros diarios. También sumamos, en lo
que hemos llamado “el cuaternario dramático”, algunos adelantos de
conceptos desarrollados en libros aún inéditos.
Desearíamos que esta sección fuera leída como el recorrido paralelo, si
queremos más privado, al que es invitado el lector. La cocina o el taller que
es hora de mostrar, tras haber departido en un largo coloquio en la sala
principal.
Se ha arribado a un momento de anulación espiritual de tal magnitud que
se intenta esgrimir como una ofensa personal el que se discrepe con los
“gustos” de una cada vez más creciente cantidad de recién llegados, o más
bien empujados a la cultura, las artes y lo estético en general, porque este
goce momentáneo les ha sido inoculado de apuro, como remedio desesperado
de un frente de batalla perdido de antemano.
A tanto ha llegado el error y el terror, siempre gemelo de aquél, que
empieza a extenderse el empleo del término –que no concepto– de “estética”
para definir sobre todo el modo visual (casi siempre decorados y escenografía
o vestuario) de un film, pero también de una obra de teatro, una novela, una
canción. Así se dice “la estética del director Z es…”, o “ese film X muestra
una estética tal o cual”.
Es un trastrocamiento total del paso primero de todo entendimiento
referido al arte. Puesto que la estética es precisamente el modo de entender la
obra de arte. Un film, pero también un poema, una novela, una obra de teatro,
una canción –tiempo atrás, una pintura o una escultura–, no tienen una
estética sino un estilo; o carencia de éste. Y el juicio correspondiente a ese tal
o cual estilo es lo que se llama “estética”.
Así “estilo” viene del griego stilo, columna. Y “estética” de aesthesis, lo
sensible, lo referido a los sentidos. Es decir que, al contemplar una formasoporte-columna –esto es, un estilo–, buscamos en nuestra sensibilidad –pero
tanto en nuestra piel como en nuestro intelecto–entender, comprender aquello
que, soportado por esa forma material, ha conseguido hacer en nuestra
sensibilidad, que busca –o a veces busca–, traducir en conceptos esa
“vivencia” (“Erlebnis”) dada en lo anímico-espiritual, pero que también actúa
sobre los sentidos físicos.
Son varias veces ya. Pero tal vez sea posible intentar aclararlo una vez
más. Cuando escribimos y publicamos una crítica extensa o breve sobre
diversas formas, motivos y figuras, ya sean poéticas o representativas, y tanto
de tono severo como jocoso, intentamos probarla con argumentos. Lo cual no
quiere decir que cada quien siga en sus trece si le satisface tal cantante,
poesía, film, novela, director de cine, titiritero, payador ocasional, practicante
del bricolaje, o también tales o cuales comidas, paisajes, vinos, o lo que
fuere.
Desde luego, sería redundante a estas alturas aclarar que nuestras
intervenciones críticas se desprenden de las teorías y conceptos expuestos en
nuestros libros y nuestros seminarios, muchos de los cuales figuran
completos en las “redes”.
Teorías y conceptos que creemos acertados, porque si no lo creyéramos
así, seríamos tan sólo una farsa más. Lo cual no quiere decir que son de
aceptación obligatoria.
Pero repetimos: no intervenimos en los placeres y goces estéticos ajenos.
Somos liberales, pero en el sentido tradicional, “medieval”, de la palabra. Un
hombre libre que sólo busca, pero también que sólo puede tener relaciones
con personas libres. Una persona libre es quien oye argumentos y, si tiene
otros en sentido contrario, debe saber exponerlos. Y no hacer pucheros
porque le han invadido su sala de juegos.
Hace tiempo que sostenemos que la conversación en interiores completará
el giro posible de la tradición anímico-espiritual nacida del coloquio
platónico, de un espacio –ya que no ecumene– que dudamos si todavía
podemos llamar Occidente o tradición europea. Porque desde los cuatro
puntos de su irradiación anímico-espiritual se la intenta tachar, olvidar,
desfigurar, como temiendo a algo que ha surgido de su propio fondo
espiritual. ¿La libertad? Sí, ese infortunio.
Si ese giro completo desembocará necesaria o hasta fatalmente en el
círculo cerrado de la “barbarie del intelecto” –según Giambattista Vico–, o
ante el umbral del “punto Omega”, que no se quiere cruzar –según Teilhard
de Chardin–, es imposible de asegurar, pero también de negar.
Sí debemos señalar esto con una figura o emblema, un símil que, como
tantos, se debe a Edgar Poe. Nos vemos escribiendo en estos años como si
estuviéramos junto a un muro que fuera parte de las murallas de una ciudad
otrora segura y hoy a punto de caer. Lo que no conseguimos determinar con
precisión es dónde estamos escribiendo, si del lado interno o externo de esa
muralla de la ciudad a punto de caer.
Preferiríamos estar adentro. Porque, como nos dijo alguna vez una querida
amiga, “ya no hay afuera, tan sólo intemperie”.
Quiero agradecer una vez más a Javiera Gutiérrez por la lectura y
revisión, así como por sus siempre acertadas observaciones y sugerencias
sobre este texto.
Vaya también mi gratitud para Mariano Agrello por su ayuda en esta
tercera edición.
Buenos Aires, 1 de septiembre de 2020.
Inicio del calendario bizantino
y día en que fuera creado el mundo,
según el Imperio romano de Oriente.
PRIMERA PARTE
DEFINICIONES TEÓRICAS
I
Ajuste de cuentas con el renacimiento
y el romanticismo
El cine es un ajuste de cuentas con el renacimiento y el romanticismo. Ajusta
sus cuentas con el primero, en tanto el cine se constituye como una toma de
distancia con respecto al nudo de sentido anudado en ese período en cuanto a
la obra de arte como autonomía humana, forma autárquica, especiosa o
utópica del pensar y el poetizar. Y ajusta sus cuentas con el romanticismo, en
cuanto una vez separado de la autarquía y especiosidad renacentista se niega,
paralelamente, a una tecnificación de la/su diferencia con sus item anejos de
martirología laica de “únicos y singulares”. Es decir, se niega también a
recaer en una suerte de romanticismo de la era técnica.
En cuanto al renacimiento, debemos tener presente para entender el cómo
del ajuste de cuentas del cine para con él, que es durante ese período que se
articula lo que denominaremos una alegorización del mundo. Definimos esto
como un processus que arranca como una de las consecuencias del
renacimiento que, a partir de la invención de la imprenta, emprende una
suerte de ilustración paralela de la letra y del sentido, otorgando a lo
simbólico un también creciente estadio intermedio, subsidiario, que se fue
traduciendo de más en más como “ilustración”. Tal ilustración dio lugar,
paralelamente, a una secesión, fragmentación o atomización del material
llamado –a partir de ese momento– “clásico”; tal fragmentación actúa desde
entonces tanto en el nivel de conservación como en el de recepción del orden
clásico.
Corolario
Porque lo clásico –o aquello que se entiende por tal– no es lo tradicional.
Aunque a veces puede formar parte de ello.
Esta alegorización del mundo se constituyó, desde ese momento, como la
intermediaria entre el saber antiguo, de origen griego y “pagano”, reputado
como único e imperecedero, y una actualidad desde la cual emprender la
fragmentación, fruición y, en lo posible, distribución de ese material afamado
como antiguo y noble. Es decir, se fragmentó, como un avatar dionisíaco, el
corpus de una cultura, llamada a un tiempo “pagana” y clásica, so capa de
analizarla, curarla y guardarla. Como, según sabemos, los restos de esa
cultura que pasaron a Occidente por esos años (un Occidente reducido, desde
luego, a las repúblicas de Venecia y Florencia), tras la caída de Bizancio,
fueron exclusivamente librescos –letra sin representación–, puede entenderse,
y así definirse, el renacimiento como una suerte de ilustración retrospectiva
de aquello que sólo había reaparecido como letra.
Todo ello dio lugar a un complejo sistema instrumental donde comenzó a
anudarse la trama en la cual, o mediante la cual, símbolo y alegoría se
convirtieron en sinónimos, o casi. Debemos tener presente que la voluntad
plástica del renacimiento operó, por un lado, hacia un mundus por demás ya
estratificado en cuanto a su capacidad simbólica, el cristiano; y, por el otro,
especuló con otro mundus al que intuyó o más bien recreó: el “pagano”,
griego o clásico. Con lo cual se recayó en la alegoría, puesto que el
espectador contemporáneo (primer sujeto occidental que puede denominarse
así) no tenía una relación clara y transparente de pasaje de la primera a la
segunda historia, como sí la tenía con aquella obra plástica que operaba con
el mundo cristiano. Pero no con aquella que especulaba con el orden
“pagano”. Allí, el pasaje de una primera a una segunda historia se tornaba
imposible; con lo que empieza a articularse ese sentido entre adivinatorio,
especulativo y, si queremos, también lúdico, que la alegoría va tomando por
esos años.
Corolario
Esa alegorización del mundo, entonces, tuvo su vertiente ilustrativa,
humanista, pero –y atención– también su vertiente lúdico-subjetiva; es a
partir de esta última que comienza a inscribirse o a postularse el status
autónomo de la esfera estética.
Ab initio el renacimiento tuvo un elemento bifronte que, a partir de allí,
comenzó a mostrarse como humanismo occidental in toto. Por un lado, una
faz museística que mira hacia el pasado y, por el otro, una faz prometeica que
mira hacia el futuro.
El romanticismo, que fue un fenómeno intrínsecamente alemán –como el
renacimiento fue un fenómeno intrínsecamente italiano–,1 puede decirse que
trastrocó una de las fases del nudo jánico articulado por el renacimiento,
haciendo que la faz que miraba hacia el pasado lo hiciera con relación a un
pasado que el renacimiento miraba como superado en gran medida, es decir,
el mundo de la “edad media”.
Pero en este mirar nostálgico hacia un pasado abolido, el romanticismo
acuña esa mezcla entre las esferas estética y religiosa que es su elemento
constitutivo. Siendo entonces el romanticismo confusión entre lo estético y lo
religioso, este movimiento hizo que, paradójicamente, la función autónoma
del arte, a la que venía a combatir,2 se volviera todavía más autónoma,
gestándose a partir de entonces la situación de tecnificación de la diferencia.
El romanticismo puede definirse como esa situación de anhelo, Stimmung,
que siente bien, que describe bien el sentimiento de secesión y duplicidad del
temprano hombre de la naciente modernidad –con sus correlatos de
sonambulismo, Doppelgänger y fragmentación– pero que luego no es capaz o
no puede decidir, imaginar o concebir las condiciones operativas para
cambiar o modificar tal estado de cosas. Ese indecisionismo es aquel que da
lugar, y muy tempranamente también, a la tecnificación de la diferencia que
definiremos como el estado alternativo a la reificación en la modernidad
donde, para no tomar la naturaleza como destino, la opción y reacción
correspondiente se hace pública, pidiéndose paralelamente al poder que dé
cabida o “tolere” tal estado de singularidad. El romanticismo no sólo crea el
dominio de la tecnificación de la diferencia, sino también a su figura, al
portador, al feros, al sujeto que porta tal diferencia, el “único y singular”.3
N. B.: Debemos entender que el “único” y la diferencia tecnificada
intentan sui generis abolir o separarse del estado deliberativo o coloquio
infinito instaurado por la modernidad. Pero fatalmente reifican su situación,
tornándose coartada del estado de cosas que intentan abolir.
II
Decisionismo.
Fuera de campo. Principio de simetría.
Eje vertical
El cine es entonces el primer arte decisionista de la modernidad. Si la
modernidad se caracteriza por el estado de deliberación permanente, por el
limbo de un coloquio infinito que nunca decide nada,4 el cine se asume y
postula como una forma del pensar y el poetizar que decide continuamente.
Y en este decidir es también el primer arte de la modernidad que tiene y
sostiene a limine una relación clara y polémica con respecto al poder,
concepto vuelto lábil o meramente especulativo –o tema de conversación
infinita de interiores...– que el cine hace regresar, sostenidamente, al estado
operativo. Definiremos aquí poder como la capacidad de engendrar valores
colectivos. Como la objetivación temporal de ciertos deseos, o de sus formas,
en un determinado espacio que los contiene, reflejado o yuxtapuesto a
determinada geografía dada como troquel o composición de lugar. También:
calibración o purga de esa voluntad disuelta –solve– en la voluntad general o
colectiva que se sabe o se nos aparece como representamen de una fuerza
superior a la nuestra y donde nuestra apetencia descansa, mediante la cura de
las representaciones plurales –coagula–.
Este decidir continuamente puede resumirse bajo el acápite ¿cómo sigue?
Puesto que, cuando aparece, las artes anteriores al cine habían optado (o
habían sido empujadas a), paralelamente al momento histórico de la
articulación de la llamada “modernidad”, por una de las dos actitudes del
nudo jánico acuñado o, en todo caso, aventurado en el renacimiento: la faz
museística, embalsamadora, que momificaba un pasado abolido,
traduciéndolo en disfrute privado y de interiores, o la faz prometeica, que
asumía formas partisanas, tornándose parte de los varios nihilismos
articulados para (y desde) ese entonces.
Para la concreción de ese nudo de sentido, para ese troquelado, al parecer
fijo, de formas y tareas, la modernidad contó con un elemento fundamental:
la fotografía. Ésta creó un nuevo patrón de lo real y lo verosímil: el clisé;
siendo que cosas como real y verosímil eran por demás lábiles, borrosas e
imprecisas cuando la aparición del paradigma fotográfico. Pero la fotografía
no sólo fue por demás útil y necesaria para el troquelado de la modernidad,
en cuanto a una de sus funciones instrumentales, sino que alcanzó luego una
suerte de status radicalmente autónomo. Nos referimos al encuadre, a la
concreción de un espacio rectangular, apaisado, que simétricamente creó tres
modelos visibles: la ilustración periodística, la tarjeta postal y el escenario
teatral. Es contra y sobre ellos tres, privilegiadamente, que el creador del
cine, D. W. Griffith, dirige sus baterías.
Griffith crea tres conceptos o elementos que son a la vez5 heurísticos y
estéticos –siendo también polémicos–. Digamos que Griffith tiene como tarea
fundamental, ab initio, la de desviar o separarse del modelo fotográficoteatral heredado de la ya acuñada modernidad,6 tarea que fue impensable para
el tándem constituido por Lumière y Méliès, quienes (a pesar de aquellos que
aún intentan diferenciarlos desde un punto de vista teñido de eurocentrismo
nostálgico) prosiguieron, in toto, con la tarea de la continuidad fotográficoteatral, preocupándose tan sólo en “polemizar” instrumentalmente con el
modo de realidad o verosímil con el cual trabajarían.
Teniendo esto presente, Griffith trasforma radicalmente el espacio
fotográfico-teatral como modelo o paradigma del distribucionismo burgués7
creando, como decimos, tres elementos heurísticos que son, a la vez,
elementos formales y estéticos. Ellos son: el fuera de campo, el principio de
simetría y el eje vertical.
Si todo lo concebible era lo representable para la mentalidad de la
burguesía liberal positivista, esa representación era aquélla reproducible por
la técnica: el Mundo reconvertido (o “traducido”) en clisé. Lo verosímil (es
decir, lo parecido a la verdad) impera como modelo de lo real.
El rectángulo del marco fotográfico se traslada simétricamente al visor de
la cámara y a su proyección en una superficie plana: la pantalla que
reproduce la vida tal cual es (Lumière) o la vida tal cual no es (Méliès). El
cinematógrafo, entonces, es creado como medio de eternizar lo real, y lo real
es el mundo de los Lumière. El imperativo del progreso indefinido del
liberalismo llega a su culminación: ese mundo “construido”, “fabricado”,
puede reproducirse, proyectarse, “eternizarse”, hacer que circule como
mercancía-modelo de intercambio por todo el mundo “conocido”. La
burguesía liberal-positivista asiste a su apoteosis; no sólo progresa
indefinidamente, más aún: conserva, eterniza la imagen especular de ese
mundo paradigmático.
N. B.: Con lo cual, se apropia sotto voce –y so capa de un prometeísmo
romántico-burgués– del concepto de creatio ex nihilo, con el que venía
arrastrando una soterrada y subterránea polémica esa misma mentalidad
burguesa, ya en el poder. Porque toda disputa política e ideológica es en la
modernidad –y como sabemos– un problema teológico mal planteado o
irresuelto. Y es, concretamente, desde un punto de vista teológico –y muy
preciso– cómo el operar de Griffith articula su respuesta polémica al hacer de
la mentalidad liberal, aunque amparándose en un “hacer” dentro de las
coordenadas de lo técnico-industrial. En resumen: Griffith se dio cuenta de
que (y cómo) había que desviar la máquina, en cuanto a su uso como
cinematógrafo, de su continuidad fotográfico-teatral, para llevarla a otros
fines de representación, pero sin poner en cuestión el elemento maquinal,
técnico, sino su uso y su operar. Con ello eliminó, liquidó y superó –por
cierto como plus de tal proceder– una casi centenaria pugna anarquista con la
máquina que había desembocado, para la época de la invención del cine, en
un estadio ya nihilista: porque nihilismo y movilización total son las dos
fases del Jano de la modernidad contemporánea.
Evitando, de paso, caer en la tierra de nadie de la mera negación alla
Méliès, cuya razón de ser, si así puede llamársela de manera paradójicopolémica, consistió en una acuñación o actualización –afín a los tiempos– del
irrealismo mágico, de lo maravilloso tecnificado, la contracara sentimental de
la misma mentalidad liberal-burguesa. Con esta operación disolutiva, los
restos errantes del último romanticismo se reconvertían, vaciados de todo su
sentido, en ilusionismo mecanicista, en féerie o cuento de hadas para la era de
la técnica.8
La situación imaginaria para cuando Griffith crea el cine hacia 1908 era la
siguiente: fuera de ese rectángulo que el cinematógrafo de Lumière-Méliès
postulaba como continuidad sin saltos del espacio fotográfico-teatral, no
había nada. La cámara tomavistas, inmóvil en el centro geométrico del
rectángulo, no se mueve, no se desplaza, sino que contribuye a garantizar la
fijeza de un mundo inmutable –tanto en lo real como en lo irreal–. Para ello,
una estrategia: no seguir el movimiento fuera del cuadro, del rectángulo que
legitima lo “real” y engendra sucesiva y vicariamente lo i-rreal. La cámara de
los hermanos Lumière no sigue lateralmente a sus obreros, simplemente
controla y “testifica” que todos han abandonado la fábrica y que las puertas
se cierran; más allá no hay otra cosa, no existe un “más allá”.9
En resumen, estamos en la misma situación imaginaria (esta situación
imaginaria es o puede ser, también, ricorso) del europeo de 1492: si se
navega hacia el Occidente, los temerarios viajeros caerán en las garras de
monstruos y quimeras fabulosos, los mismos producidos por “los sueños de
la razón”.
Para el europeo de fines del siglo XV, el mundo se agotaba en el
rectángulo del mapa; simétrica y exactamente, cuatro siglos después, fuera
del rectángulo de la cámara-proyector-pantalla, se agota el mundo de lo realreproducible.
Griffith necesita, en principio, eliminar el concepto de non sequitur
mental que el espectador-condicionado-europeo tenía con respecto al “más
allá” del rectángulo que proyectaba sobre la pantalla del cinematógrafo el
mismo ideario, la misma mentalidad que la del rectángulo del encuadre
teatral-fotográfico. Es decir, necesita eliminar la supuesta no continuidad más
allá del marco de la representación, pero sin abolir ni cuestionar
paralelamente la articulación en cuanto a lo técnico-industrial de la invención
del cinematógrafo. En suma, debe crear alguna tekné –o concebir un
ricorso10 que pueda ser traducido fáctica e inmediatamente en técnica– que
posibilite la continuidad del espacio de encuadre y proyección instaurada por
los Lumière-Méliès, pero sin modificar la técnica de rodaje y proyección
instalada como modelo. Se debe desviar la máquina de sus fines, sin
cuestionar su uso, en cuanto máquina.
Para ello Griffith inventa el fuera de campo: la continuidad de la acción y
de la trama de aquello que se relata11 con situaciones que se extienden más
allá del marco de representación, sin modificarlo en cuanto a la superficie de
las cosas. Mediante el fuera de campo –que implica el desglose de la acción,
el seccionar el ilusionismo espacio-temporal de la representación liberal
burguesa y el religar lo visto, actuado hacia otra, posible, dimensión–, logra
que la acción y el relato se continúen en la mente del espectador –liberando a
éste de su ya centenaria pasividad–, haciendo que la continuidad de la acción
y del sucederse de las acciones no contradigan la superficie de proyección
instalada. El fuera de campo griffithiano no cuestiona, pasa por alto el
troquelado de la recepción mediante el diagrama rectangular como
consecución de lo fotográfico-teatral, pero sí cuestiona radicalmente el status
de recepción mental del espectador, haciendo que el non sequitur del
paradigma anterior se anule mentalmente, y recreando, a su vez, una
continuidad –que para ese entonces se creía definitivamente abolida– entre el
estado de creación y el estado de recepción.
Al fuera de campo le sigue12 la creación del principio de simetría. Con él,
Griffith contribuye a incrementar el reemplazo de la ilusión fotográficoteatral con una suerte de segunda continuidad a la previamente conquistada
con el fuera de campo. El principio de simetría es el de repetición de un
elemento formal, icónico, gráfico o dialogístico que al aparecer –p. e.– por
segunda vez, se torna diferente, sin perder de todas formas su condición
anterior. Mediante esta diferencia, además, accedemos al pasaje de relación
entre el índice, el ícono y el símbolo.
Con ello Griffith consigue, por un lado, reforzar su separación y
alejamiento del ilusionismo fotográfico-teatral y, por el otro, restaurar y aun
religar el cine con el plano del operar simbólico que en lo plástico
representativo venía arrastrando tras de sí la antes apuntada confusión, y
hasta el intento de tornar meros sinónimos la alegoría y el símbolo. Con el
principio de simetría, Griffith decide de una vez y para siempre la adscripción
del cine al campo de lo simbólico, pero con el plus de poder, por primera vez
–después de varios siglos–, graficarlo en su diferencia operante con respecto
a la alegoría, que queda caracterizada a partir de entonces como un defecto
esencial de la imaginación.
Por último –repetimos, en sentido de nuestro proceder analítico–, Griffith
acuña el eje vertical. Este eje es el de la irrupción o de la reaparición de lo
trágico, o de lo “otro”, si queremos. Es aquel que muestra otra cosa que la
historia y el tiempo y que cruza a éste –precisamente–, oponiéndole el
devenir. A partir de allí, sólo en el obrar de los autores de films se encuentra
el eje vertical. Siendo su ausencia indicio por demás claro de que aquello que
intenta presentarse como “cine” no es otra cosa que una excrecencia
parasitaria, lastre, o un elemento incluso paródico del operar estético anterior,
en tanto se resuelve, negativamente, por el refugio en una interioridad
museística, donde se quiere, además, hacer pasar por –o transmutar
perversamente en– esencias aquello que no son más que contingencias.
Corolario
El cine crea no sólo su especificidad como forma, sino también como
entendimiento; Griffith no se limita a crear el cine, sino que también crea al
espectador de cine.
III
Fuera de campo. Principio de simetría.
Eje vertical (continuación)
Con el fuera de campo, el principio de simetría y el eje vertical, Griffith
funda las bases retóricas con las cuales, y mediante las cuales, el cine se
separa del operar del ilusionismo teatral-fotográfico del idealismo ahora
vuelto positivismo; pero una vez concretada esta secesión o línea de
demarcación, lleva su tarea a juzgar, a ajustar las cuentas con el origen
genealógico de esa dirección de sentido que habría llevado a tal estado de
cosas, como así también a ajustar las cuentas con la forma intermedia que
trató, temprana aunque de manera confusa cuando no ambigua, de evitar su
perfeccionamiento autárquico por la modernidad, es decir, con el
romanticismo.
Una vez delimitada su línea de acción y de secesión a los fines de la
modernidad, el cine comienza a articular un juicio genealógico a las formas
anteriores del pensar y el poetizar, eligiendo subrayadamente para ello dos
períodos: aquel en que se postuló por primera vez un accionar autónomo de la
esfera estética, y aquel que, siglos después, intentó modificar, detener y aun
desviar esta postulación autárquica antes de que arribara hasta sus últimas
consecuencias, el romanticismo.
Corolario
En este punto, podríamos decir también que el cine prosiguió, mediante otros
medios, con la política del barroco. (N. B.: Pero esto se verá más adelante).
El fuera de campo posibilitó o dio lugar a una fragmentación del espacio
ya canónico del idealismo burgués reconvertido en espacio de representación
fotográfico-teatral-positivista; como también dio cabida a la participación
activa o reconversión del espectador moderno que tal vez –y sin tal vez–,
después de siglos, participaba plena y simultáneamente de la tarea de la
creación estética.13
El principio de simetría trajo aparejada la tarea de cimentar la
fragmentación del espacio del idealismo burgués, que venía llevando a cabo
el fuera de campo,14 incorporando el concepto de no azar, de intencionalidad
en el operar del cine. Mediante la repetición de algunos determinados y
puntuales elementos de la puesta en escena, el espectador era conciente de la
absoluta no arbitrariedad, de la intencionalidad del hacer del cine, y también
este principio de repetición y diferenciación daba lugar a la tarea simbólica
que volvía por cierto a ser co-llevada (soportada) por el espectador. Lo
simbólico retomaba sus fueros originarios, remontando toda la corriente de
equiparación, sin más, con la alegoría. El símbolo volvió a ser una
contraseña, un re-unir o religar hacia delante, volviéndolo a oponer, no sólo
en el plano etimológico sino también en el hermenéutico, al diábolo, aquello
que separa, que desune. La díada de oposición símbolo/diábolo vuelve a ser
operante y productiva, a ojos vista.
El eje vertical, finalmente, extrema la secesión con la técnica del
positivismo de manera todavía más franca, física podríamos decir. No sólo el
eje vertical hace que el cine se separe polémicamente de toda una práctica de
idealismo y positivismo liberal, sino que también rompe con la horizontalidad
de cierta práctica de lectura, de ilustración y hasta de conocimiento del
mundo que era muy anterior a esta mentalidad.15 Con la irrupción física,
mostrable, de planos, de elementos verticales, el cine rompió después de
siglos con ese hábito de la horizontalización que había vuelto o tornado
irreconocibles conceptos (¡y vivencias!) tales como trágico y tragedia.16
IV
Tríada retórica: índice, ícono, símbolo
En aquello que podríamos aproximar a una retórica del cine –siendo éste el
único posible término de definición, o categoría, tomado de las taxonomías
anteriores, que podría trasladarse a nuestro concepto del cine–, hay tres
movimientos, que forman a veces una tríada consecutiva, que se articulan en
el continuum diegético del film para organizar tanto espacial como
temporalmente su sentido, y coadyuvan por lo demás a marcar como
correlato formal el principio de simetría ya descripto.
Nos referimos al índice, el ícono y el símbolo.17
El índice es el signo en cuanto a mera información de sentido reconocible
en la diégesis o fábula.
El ícono es el signo en cuanto a su reconocimiento de un status propio
dentro de un determinado contexto diegético. Es el momento –a veces muy
difícil de reconocer o aprehender– del pasaje del índice al símbolo.
El símbolo es el signo que muestra una parte suponiendo o recordando al
espectador la posesión de la otra mitad, cuya unión da lugar a la aparición de
un sentido que une, mediante puente, la diégesis con el fuera de campo. Es el
signo en cuanto a su reconocimiento de un estado propio y de dador de un
sentido reconocible o recordable, exclusivamente en y mediante la puesta en
escena.
El índice, puede decirse, es la materia prima, punto de partida, soporte o
cosa inerte que el autor de films toma para la composición de lugar (id est la
diégesis) y con los que edificará ese mundo ficticio o espacio de
representación donde se instalará el espacio propio o situación particular de la
obra (su configuratio); allí ya puede hablarse de ícono. Para arribar luego a
ese otro sentido, el tradicional –traído por– con el cual su acción se reabsorbe
en lo universal (símbolo) pero pasando, de-gradándose antes en, y por lo
particular –ductus–, la mano que porta el estilo, el gesto, la forma reconocible
por la que hablamos de un autor, para ser nuevamente subsumido en lo
universal.
Ejemplificaremos con el caso más perfecto de todos, pero recordando que
no siempre es así de cumplido y acabado, simétrico y sincronizado en todos
los films, aun en los del propio autor que tomaremos como exempli.
En La ventana indiscreta, tenemos esta tríada retórica desarrollada a la
perfección, pautándose además en la fábula sus diversas mutaciones formales
con magistral división de tiempos y espacios. Diríamos que la fábula es el
hecho objetivo en oposición a su resolución psicológica.
La cámara fotográfica, con su variada suplementa, es primero, en la
escena-prólogo –al comienzo exacto del film–, mostración indicial,
precisamente, de la conditio real, histórica, de su héroe. Se nos dice: estamos
en la casa de un fotógrafo. Luego, al ser desplazado, perversamente, este útil
de su uso habitual, cuando comienza a espiar –y mediante su empleo– a sus
vecinos, subrayadamente a uno de ellos, la cámara fotográfica ya es ícono,
imagen particular de una determinada situación diegética y sobre todo de un
determinado personaje que la usa para un fin particular y no usual, aunque
“apenas” separada de su uso convencional.
Finalmente, la máquina, ahora provista de un flash, es utilizada como
arma contra las fuerzas criminales, oscuras, demoníacas, que el mismo héroe
ha desatado. El útil se convierte entonces en instrumento de ataque y defensa,
siendo su uso desplazado a lo heurístico, es decir, se ha hallado, súbitamente,
un uso radicalmente diferente del habitual. La máquina y su flash, al ser
disparados en la oscuridad de la habitación, se muestran como un instrumento
limitado y brevemente efectivo, lanzado contra las fuerzas de lo oscuro que
han invadido la esfera privada del héroe debido a su accionar.18
A tener en cuenta. El objeto, el soporte, el útil material, no ha mutado en
ninguna de sus tres manifestaciones. Sigue siendo lo mismo, objetiva y
materialmente. Esa es, entonces, la ley de circulación interna que postulamos
para la base o la figura en el tapiz que organiza la trama narrativo-simbólica
de un film. Cuando, por el contrario, el objeto, útil e incluso feros, es tomado
al azar, inventado19 en el momento en que se lo necesita, sacándolo
literalmente de la manga, el film se vuelve y se convierte en una ceremonia
mágica, cuanto en un insulto a la inteligencia. Ese escamoteo de magia de
salón, ese arrojar tierra a los ojos del espectador, es también lo que definimos
aquí como lo alegórico.
V
Fuera de campo y símbolo: su relación
Junto a la tríada retórica que da lugar –a la manera de un correlato
objetivo–20 al ductus, la mano estilística del autor, y que conduce al símbolo
mediante la fábula, a lo simbólico puede arribarse también por el fuera de
campo, siendo éste una forma más –aparte de la que cumple axiológicamente,
descripta más arriba como forma inventada por Griffith, para su separación
de lo fotográfico o de lo fotográfico teatral– de acceso a lo simbólico.
Éstos son los fuera de campo, que pueden llamarse y dividirse como: 1)
que se desprenden de la diégesis; 2) que se desprenden de la puesta en
escena.
Los fuera de campo que se desprenden de la diégesis se subdividen en: a)
mundo diegético que se excluye a lo largo de todo el film. Ejemplos: “la
calle” en La soga de Hitchcock o en Grupo de familia de Visconti; los
Estados Unidos hacia 1968, en Apocalypse Now de Coppola; b) mundos
diegéticos que se excluyen sólo durante parcelas o segmentos del film.
Ejemplos: la “identidad” de Madelaine a partir de la última parte de Vértigo
de Hitchcock; y c) mundo diegético que pugna por un juego dialéctico de
inclusión-exclusión a lo largo de todo el film (para algunos) y en parcelas del
film (para otros). El mejor ejemplo posible: “la señora Bates” en Psycho.
Los fuera de campo que se desprenden de la puesta en escena se
subdividen en: iconográficos, iconológicos y analógicos. Definiremos antes
la puesta en escena como aquello mediante lo cual se cuenta un film. Lo que,
a través de repetición intencionada (principio de simetría) se vuelve estilo,
haciendo posible reconocer el ductus del autor. Lo que no puede relatarse ni
comprenderse sin la visión del film. Lo que da lugar al mundus.
Iconográficos: imágenes que “saltan a la vista” y que se oponen,
polémicamente, en la continuidad del relato. Ejemplos: los estilos de
decoración del departamento del profesor en Grupo de familia y el de aquel
que alquilan sus invasores; los laboratorios y consultorios médicos, opuestos
a la arquitectura e interiores eclesiásticos, en El exorcista de William
Friedkin.
Iconológicos: imágenes que se configuran como oposiciones y
complementos en cuanto se piensan separándose de lo representado. El mejor
ejemplo: Rosebud, en Citizen Kane de Welles. Cuando se descubre qué
“cosa” es, se quema –exclusivamente ante nuestros ojos– el soporte material
(la imagen es la última del film) y debe pensarse y entenderse
retrospectivamente.
Otro ejemplo de carácter diferente: las puertas, ventanas y vigas de la
ciudadela, e incluso los barridos practicados entre una escena y otra, en forma
perfectamente triangular, en Beyond the Time Barrier de Edgar G. Ulmer.
Donde la perfecta insistencia de la figura geométrica –dada con el pretexto de
construcción de una diégesis desarrollada en el futuro– muestra, separándose
de lo representado, el carácter triangular de las relaciones que se establecen
entre los diferentes personajes principales del film.
Llamamos analogía al procedimiento que hace posible acceder al plano
simbólico, entendido siempre según las ideas de puente y contraseña.
Los fuera de campo analógicos pueden subdividirse en: a) literalidad
usual: el útil u objeto soporte se mantiene igual a lo largo de toda la acción
representada, a lo que sabemos y conocemos fenomenológicamente sobre él,
pero un segundo plano de manifestación –a la manera de una epifanía– se une
al primero. Joan Crawford cubriendo con su mano el revólver de Scott Brady
en Johnny Guitar de Nicholas Ray; la cantimplora que se intercambian (y
cómo se la intercambian) los viajeros durante una pausa del viaje en La
diligencia de John Ford; b) literalidad heurística: un “nuevo” uso del objeto
se des-cubre en un momento del relato como “invención”. Ejemplos: la ya
citada cámara fotográfica con flash en La ventana indiscreta, in fine; la astilla
de madera que la novia del héroe le alcanza y que éste arroja de inmediato al
fuego en The General, de Keaton, alimenta la caldera, gracias a lo cual huyen
ambos del ejército yanqui durante la Guerra Civil; los pomos de óleo amarillo
en el ataque epiléptico que sufre el Van Gogh de Sed de vivir de Minnelli; c)
literalidad trascendida: la imagen fílmica sin abandonar el uso habitual del
signo lo enrarece. Ejemplo: la tableta digestiva que disuelve el héroe de Taxi
Driver de Scorsese y que termina en un plano detalle en el interior del vaso,
con el sonido en off de la disolución en burbujas sobre el sonido ambiente del
bar, que va también disolviéndose; d) literalidad trascendente: la literalidad
del uso se “sostiene” en un uso ritual anterior.21 Ejemplos: la sombra que se
“convierte” en un monja en el final de Vértigo; el montaje alternado entre la
ceremonia del bautismo católico y las expediciones punitivas de los Corleone
en El padrino de Coppola; la aceptación de la fruta que le ofrecen al padre
Nazario, in fine, en Nazarín de Buñuel; la T inicial del apellido Tucker, en el
film homónimo de Coppola, que es elevada “como” una cruz.
Todas ellas son analogías y no alegorías. Llaves, es decir claves, que
abren determinadas puertas, las que, si el espectador no consigue abrir –por
no saber o no conocer todavía su existencia posible, virtual o imaginaria–,
por lo menos no son llaves que cierran puertas falsas que se erigen
innecesariamente y que, por supuesto, dan al vacío.
Además. Mediante este resuelto control operativo, se liquidan todas las
disoluciones románticas practicadas a lo largo del siglo XIX, logrando así
establecer nuevamente una relación precisa, desprovista de subjetividades
limbales o escarceos místicos fuera de la regularidad, entre los estadios
especulativo y operativo. Estadios que la neutralización liberal y su correlato
estético, el coloquio infinito romántico, la conversación interminable, habían
diluido primero, divorciándolas luego, para finalmente volcarse hacia la
primacía inflacionaria de la primera esfera, a la que, con toda una serie de
coartadas líricas, se hacía pasar por todavía operativa. Es en esta fase en la
que también podemos caracterizar como pérdida del oficio o decaer del oficio
en lo oficioso y en la oficiosidad,22 donde las lucubraciones más livianas, las
ligerezas más aderezadas, y todo lo fluido parecen tomar el relevo de lo
decisorio, que se instala la última etapa de la disolución romántico-moderna
de la esfera estética. Haciendo de ésta un compartimiento de la vida privada,
incluso en el nivel de hacedores y fruidores, los cuales pasan a ser, sin más,
coleccionistas hasta de emociones y aun de sensaciones. Allí también es
cuando aparece la necesaria correlatividad entre el museo y la buhardilla, y
entre el atelier vanguardista y el templo laico donde se colecciona,
seccionándolo y catalogándolo, el pasado, al que se etiqueta confusamente de
“clásico”. Con el romanticismo, la buhardilla y el atelier han tomado el poder
de la esfera estética en la medida en que la burguesía, a punto de convertirse
en democracia de masas, necesita que las renovaciones generacionales, los
cíclicos jóvenes, se crean una sana, justa, y hasta revolucionaria oposición a
lo que ven, o les hacen ver, fantasmalmente, como anquilosado en lo
museístico.
Es que el museo y el sótano bohemio se necesitan mutuamente, y de tal
modo fueron orquestados por la burguesía, ya definitivamente en el poder
(salvo en el Imperio austrohúngaro), para disolver en seudo esencias
subjetivistas toda forma de concreción; es decir, cuando la especulación se
ancla a una metafísica, y no a sus variados y cambiantes sucedáneos que,
además, simulan que no lo son, siendo siempre posturas metafísicas que se
ignoran.
VI
El cine como dixie: Griffith y sus
antecedentes.
Poe. Melville
El cine clásico de Hollywood no es yanqui, es dixie. Dentro de la
territorialidad histórica, imaginaria y legendaria norteamericana, el cine se
nos aparece como el summun y la síntesis de la tradición del Sur
norteamericano.
Desde Griffith y Buster Keaton hasta Forrest Gump, pasando por Lo que
el viento se llevó, al cine clásico de Hollywood siempre se lo imaginó desde
lo dixie, desde el Sur.
Esta tradición trae aparejada, necesariamente, una toma de distancia, una
reacción con respecto a los imperativos de la apropiación de y por la técnica y
del estado de movilización general de la modernidad liberal.
Es por esa reacción, precisamente, que el cine clásico de Hollywood es
una forma orgánica del pensar y el poetizar inasimilable a –y por– la
mentalidad liberal.
A la apropiación de y por la técnica opone una imaginación mítica.
A la movilización general opone la reinstauración del status del héroe.
N. B.: Es posible que el cine no haya empezado con un carácter universal,
pero es seguro que terminó como tal.
El cine fue aquello que pudo ser creado por Griffith, y en América, en la
medida en que se dio una situación de un doble desplazamiento histórico,
interna y externamente. Como americano, Griffith se hallaba por ese entonces
en la situación de fuera del “reino del espíritu” a la que lo había sometido el
dictum de su padre europeo; algo ajeno a sus intereses, un ente monstruoso,
nocturno, una suerte de aventura de su voluntad de poder, algo entre
teratológico y fantástico, un ente incatalogable, fuera de toda proporción,
medida y canon. Lo americano se sintió un hijo bastardo y deforme. Una
criatura pesadillesca de los sueños de la razón. Tal apéndice pesadillesco y
nocturno de la patriarcal Europa se sintió tempranamente desheredado,
abandonado a su suerte y a un destino que, para decirlo con timidez, se
presentaba desolador.
Pero en el ricorso más pleno, franco y visible que se ha dado a partir de la
modernidad, esa América innecesaria, u-tópica, fuera de lugar, creó la
herramienta que más radical y contundentemente juzgaría en forma definitiva
a esa Europa exaltada, embriagada de razón y de nihilismo.
Es indudable, llegados a este punto, que el cine y Griffith continuaron y
extremaron la tarea iniciada más de medio siglo antes por otro americano y
sureño, Edgar Poe. Pero con una diferencia, entendida la cual puede
comprenderse analógicamente el segundo de los desplazamientos
mencionados más arriba, el interno. Como sureño, y derrotado en la historia
cuando la Guerra Civil (1861-1865) norteamericana en la que los estados de
la Confederación fueron vencidos al enfrentarse con el Norte yanqui, Griffith
extremó, llevó al límite su condición de desplazado: tanto en el campo
externo, internacional, como en el interno y nacional. Como americano, hijo
bastardo, fuera de lugar a los fines de la razón europea; como sureño, como
dixie, un derrotado, un desplazado interno, alguien que reproducía,
reduplicados internamente, su carácter y condición de ente anacrónico,
impensable, algo fuera de lugar... como el cine.
Volviendo a Poe, él ensaya y conquista ese lugar negado; también lo
inventa, y esa invención –creemos– proyecta una imagen especular, doble: el
abismo y el encierro, el lugar abierto y el lugar cerrado, el vértigo y la
claustrofobia. Se recuerda con insistencia la obsesión de Poe por el “entierro
prematuro”, por el “emparedamiento”, el pozo y el péndulo, y la ciénaga que
se traga –literalmente– la casa de Usher y a sus habitantes. Pero se olvida su
simétrico avatar: el escalofrío por el paisaje, el terror a los espacios abiertos y
desconocidos (el mar en Gordon Pym, en el Relato encontrado en una
botella; el Maelström...); la llanura que rodea la casa de los Usher no es
menos temible que la mansión. Este doble terror muestra claramente cómo
ese mártir-catalizador que fue Poe resolvió imaginariamente esa situación de
desvalimiento del joven americano frente a Europa: la convirtió en metáfora,
desvío.
Con Herman Melville, el sueño, el breve interregno utópico calvinista se
hunde junto a los tripulantes del Pequod, cuyo capitán Ahab ha revelado la
fase nihilista en la que ha ingresado el espíritu de pionerismo de cuño
puritano. Éste se ha vuelto pura disolución, desembocando en la nada, en lo
blanco e indiferenciado –como el color de la ballena– de una movilización
total, donde los variados marinos –en calidad de razas, credos y
procedencias– que tripulan la nave sirven sólo como coartada para los fines
subjetivistas extremos de Ahab. Pero para ello debe simular proseguir,
siquiera intermitentemente, con los fines épico-pioneros del primer
capitalismo aventurero –en su fase calvinista-puritana–, haciendo de sus
marinos, y a lo largo del viaje y de la acción del relato, sucesivamente:
objetos de una paga, de un salario racional y convenido de antemano; luego
recompensados por un plus (el doblón de oro) mántico religioso; y,
finalmente, e in extremis, pasivas víctimas vicarias de la obsesión nihilista de
Ahab, y en cuyo apocalíptico final puede verse con claridad cómo las fases
utópica, pionera y puritana rozan lo demoníaco al completar, urobóricamente,
el círculo vicioso de su propio demonismo latente. Recuérdese que Ismael –al
igual que el narrador sin nombre de Usher– sólo sobrevive “para contar el
cuento”.
Tenemos, entonces, que hacia los primeros años del siglo XX Griffith
tenía despejado el terreno imaginario en el cual sus antecesores23 trabajaron
metafóricamente: la asimilación del espacio abierto, la incorporación
simbólica del territorio llamado América, ese lugar que no existe, ese “no hay
tal lugar” que nombra la Utopía. Ese lugar es entonces el de El nacimiento de
una nación y del cine; pesadillesco procedimiento narrativo-representativo
que se desprendió de su lastre técnico, el cinematógrafo, culminación
positivista de lo “real” europeo. El lugar del hijo fue entonces conseguido y
concebido como una trágica aceptación de su otredad, de su carácter de otra
cosa.
Excurso sobre Moby Dick
Se ha sometido, por lo general, a Moby Dick24 a todas las disoluciones y
neutralizaciones practicadas desde hace un siglo y medio por el liberalismo,
ya entregado a la postrera etapa de la movilización total. De este modo, sus
ricas vetas esotéricas, como así también sus fermentos simbólicos y
operativos se vieron expuestos con largueza a los ácidos disolventes de los
lirismos más inoperantes. Si bien no podemos extendernos sobre el tema en
este lugar, bástenos con considerar cómo esa configuratio que hemos trazado
anteriormente se refracta en el segundo y absoluto momento de la
autoconciencia del cine que es Apocalypse Now, cuando Ahab, transmutado
en Kurtz, ha logrado, en su postrer y lunar faz del romanticismo reaccionario,
articular la absoluta vampirizacion de sus acólitos, llevándolos de regreso no
tan sólo al corazón de la tinieblas, como mentaba el texto base conradiano
(1902), sino también a la pura carnavalización neopagana. En forma
simétrica, Willard, ese avatar ismaeliano, pero en estado de regreso
decisionista, puede ejecutar (lo), por un lado, la ambigua orden que ambas
partes le han dado, y, por el otro rechazar in extremis el trono nihilista de un
regreso o instalación permanente en la fase más oscura, extrema y posible de
la disolución.
Obviamente la nave, la lancha en la que Willard remonta el río para
cumplir con su doble misión,25 es una suerte de imagen compuesta (además
del texto base de Conrad) por: el emblema de la nave de los locos medieval y
el Pequod melvilliano, drástica e irónicamente invertido en sus posiciones de
jerarquía y situación; pero regresando –y esto es un absoluto del inteligir– al
estadio tradicional ritual. Nos explicaremos, a riesgo de dilatar este escrito.
La lancha en la que navegan Willard y su reacia tripulación, que lo
rechaza en diferentes formas, es también la imagen tradicional de la Iglesia
como nave,26 que el héroe expresa como omisión polémica en uno de los
excursus cómicos del relato. Cuando desciende con Chef a buscar “mangos
para hacer una salsa” y el tigre se les arroja encima, provocando el caos, el
desorden y la carnavalización absoluta (también jerárquica), Willard
comenta: “nunca abandones el maldito barco” (como le indicará luego Jack a
Rose en Titanic), mostrando con esta nueva configuratio o topos que no hay
escapes, desvíos o angostaciones lírico-románticas traducidas en un
rousseaunismo en retirada. En consecuencia, es en la nave donde se alcanzará
la salvación, o siquiera la revelación, pero no abandonándola. Ya que, si la
apropiación técnica contemporánea ha usurpado su imagen tradicional de
Ecclesia como reunión y cobijo, no será precisamente escapando de ella hacia
un desvío naturalista, o hacia el regreso a un imposible orden natural (cosa
que sí sueña conseguir Kurtz) como se arribará, de hacérselo, a la revelación
final: lo apocalíptico.
Pero la nave le sirve a Coppola para mayores y casi inagotables
configuraciones. Sin extendernos o tratarlas in extenso, tenemos la nave
como lugar y soporte del viaje alquímico iniciático, incluida la faz que los
alquimistas llamaban el “lastimar la nave”, visible en nuestro caso cuando la
lluvia de flechas y lanzas parecen roerla. Además, en un proceso de intraconfiguración, la lancha se transforma en las diferentes naves o soportes
náuticos y sus anejos de ríos y navegaciones, como también se atiene al topos
de “la muerte por agua”, todos los cuales llevan a recuperar productivamente
la simbólica de La tierra baldía eliotiana.27 Y de igual forma incorporar –
refractándola– la leyenda o ciclo artúrico, tomada como base por el propio
Eliot para su poema.
Por eso, este segundo y absoluto momento de la autoconciencia del cine
es aquel que se resuelve en lo que denominamos obra-extensa-grave o ficción
dogmática. Otros ejemplos: la saga de El padrino, El exorcista, Sorcerer, La
última ola, Terminator, Titanic, En la boca del miedo, Misión a Marte,
Femme Fatale...
VII
Mito. Mención de la parodia. Kitsch.
Kasparhauserización
El cine es la forma contemporánea del pensar y el poetizar que religa de
manera más radical con el mito. Ese religar con el mito es un recurso, en
sentido viquiano. Mediante este recurso el mito se actualiza siendo, por un
lado –y paradójicamente– llevado frente al tribunal de la historia; y, por el
otro, el mito se resguarda y preserva (se cura) como forma operativa. Todo lo
cual requiere algunas precisiones.
La invención del cine coincide con la época en la que reaflora el problema
del mito,28 tanto en la investigación erudita como en aquella llamada de
“campo”, aquí con ribetes más cercanos a las prácticas canonizadas de la
modernidad. Desde los terrenos de la poesía, la ciencia, la antropología e
inclusive la teología, el mito como problema, tema e incluso como palabra, es
vuelto a poner en circulación. El análisis de tales corrientes no correrá por
nuestra cuenta, al menos aquí. Basta con decir que, sin entrar directamente en
la disputa, cosa a la que, especialmente en su etapa inicial, siempre supo
evitar, el cine tomó partido de inmediato por inscribir su hacer y operar en
esa recuperación del mito; típica por otro lado de cierta mentalidad
contemporánea que, insatisfecha, agobiada y cercada por la camisa de fuerza,
por la cadena de la razón ya vuelta nihilismo y movilización total, recurrió (o
se refugió en, muchas otras veces) al mito y a lo mítico como un elemento de
amparo, cobijo y cura a sus diversas situaciones imaginarias o a sus
diferentes idearios.
Pero en medio de ese estallido o regreso –nuestra época podría
caracterizarse también como aquella de “los regresos”–, el cine en su operar
privilegió como elemento fundamental el unir o, si queremos, el volver
paralelos lo mítico y el hecho por el cual el mito se hace presente, i. e. el rito,
y emparentarlo desde el comienzo con la puesta en escena. Podríamos
argumentar aquí, y como breve excurso, que el mito reapareció fatalmente en
el cine –a limine– como correlato de su organización formal, es decir que, al
postular el principio de simetría y el eje vertical, tal y cual hemos visto, el
cine se dio de bruces con el elemento mítico que debía sostener ese tipo de
formas retóricas, y que, sin el mito, se hubieran tornado en unas formas
inertes más de la mera innovación técnica, de esa avidez de novedades
constitutiva de nuestra época que oculta y desoculta sin ninguna medida.29
La puesta en escena es, mutatis mutandis, el ritual del mito. O también, la
puesta en escena es el ritual del mito traducido mediante símbolos.30 Pero, y
además: el cine acepta el estado de caída del mito en la modernidad; a tal
estado de caída lo llamaremos “babelización de lo mítico”.
En este aceptar el estado de caída de lo mítico, la babelización de lo
mítico se torna la forma de cura y custodia posible del mito, evitándose así la
caída en lo paródico.
Aquí podría preguntarse: ¿qué es lo paródico? Lo paródico es el responder
perverso al status problemático de la obra de arte.
Es un arrojar irresponsable por la borda toda la conciencia y aun la
autoconciencia que se fue adquiriendo del operar estético y del pensar y el
poetizar todo, subsumiendo su dialéctica histórico-espiritual bajo lo lúdico, lo
virtual y lo azaroso. La pérdida, opacamiento o, si queremos, trastrocamiento
de la autoconciencia aparece cuando ésta se hace presente simétricamente en
el mundo del pensar y el poetizar, siendo la parodia y lo paródico como el
lado oscuro o la faz oscura –el lado siniestro– del reino de la autoconciencia.
Llegados a este punto, no debe confundirse lo apuntado más arriba sobre
lo paródico con formas o recursos que intentan, sui generis, soportar, desviar
o, incluso, tolerar el kitsch de la vida contemporánea y las formas de
producción standard de la sociedad técnico-industrial. Expedientes tales
como el camp –aunque siempre mal definido, banalizado incluso– fueron
(porque debe hablarse de ello como formas estratégicas pasadas) en su
momento tácticas, que si bien por demás lábiles, no gobernables
canónicamente, y por momentos inaprensibles, intentaron, en la medida de
sus posibilidades, minar el cada vez más abroquelado, compacto, momento
de materialización de la producción de lo estético y aun lo “suntuario” en la
modernidad. El camp puede definirse también como uno de los últimos, sino
el último estadio o avatar de la ironía romántica. Pero en este estadio se tiene
presente, en su base de constitución, el origen técnico-mecánico de sus
producciones y representaciones. Es una ironía discreta, otoñal, un poco
poltrona y, sobre todo, carente de ilusiones; mientras que la romántica, tout
court, no era más que una enorme, gigantesca gravidez de ilusiones.
Si la ironía no crece, se vuelve parodia.
Tampoco debe confundirse lo paródico con una forma o noción que puede
asemejársele –aceptado– en más de un punto, como es el caso de la
positividad inerte, que es una vía de acceso en sentido perverso hacia las
obras del pensar y el poetizar del pasado, haciendo que la positividad virtual
de aquellas transmute o, peor aún, permute su fruibilidad o goce posible
aceptando unas leyes de circulación e intercambio que tales formas niegan en
su hacer y en su hacerse, en su operar.
N. B.: Siendo la positividad virtual lo asequible al mundo del
contemplador o fruidor sin intermediación jerarquizada.31
En cuanto al kitsch, ya que lo hemos mencionado con respecto a su
relación con el camp como recurso, debe tenerse en cuenta lo siguiente. Tal
concepto, articulado especialmente por su primer, mayor y principal teórico,
Hermann Broch, fue acuñado y puesto en circulación teniendo presente,
como paradigma o forma visible-ejemplar y polémica, el modelo de la Viena
habsbúrgica en su etapa final o, si queremos, en su decadencia. Por lo tanto,
los emblemas y las relaciones polémicas establecidas con ello por Broch
fueron articuladas, y su perspectiva es comprensible y productiva, en tanto y
en cuanto se quiera tener presente que la forma a la cual este autor denomina
“arte de tendencia” se inscribe polémicamente, como decimos, teniendo
siempre presente un modelo anterior de tradición humanístico-renacentista
viable como modelo o forma canónica en cuanto a la Europa de ese período,
teniendo como eje la Viena finisecular. Pero su traslado sin más –v. g.– a la
Norteamérica contemporánea, sin guardar los correspondientes e
imprescindibles matices en su transporte, atendiendo especialmente a los ejes
de, y por ejemplo, el desarrollo de la sociedad técnico-industrial; modelos de
comportamiento deducidos de esa forma de producción en cuanto a las clases
sociales y sus diferentes formas de acceso y fruición a los llamados valores
altos o bellos del pasado; y, especialmente, diferencias en cuanto a la
estratificación de paradigmas o modelos de mímesis y a sus relaciones
respectivas de “alto” y “bajo”. Sin tener en cuenta todos estos elementos,
decimos, el traslado sin más del concepto de kitsch a la sociedad
norteamericana contemporánea ha sido seguramente una de las
extrapolaciones que más contribuyeron de suyo a lastrar el reconocimiento de
la situación conceptual temprana en la que se inscribió el cine.
Por cierto, el mismo Broch se trasladó personalmente a los Estados
Unidos, sin que sepamos modificara, tan siquiera en parte, sus conceptos y
definiciones de carácter tanto polémico como axiomático, teniendo en cuenta
las condiciones de posibilidad norteamericanas. Más aún, el concepto de
kitsch brochiano sirvió como coartada para sumarlo al todavía más confuso,
arbitrario y, por cierto, híbrido “arte de masas”, con lo cual cierto marxismo
universitario en retirada se abroqueló para disfrutar sus rentas y pensionados
en el “Gran hotel del abismo”.32
A partir de allí, la vulgata sociológica volcó un resentimiento ya
puramente nihilista hacia cualquier forma cultural que se escapara de los
recintos museísticos del corral europeo. Al resentimiento se agregó, años
después, un curioso y malhadado interés que adobaba el dato sociológico con
el indeterminismo cultural: cuando la razón europea sufre sus cíclicos
colapsos de decepción y decaimiento anímico (que son en realidad el
reconocimiento sui generis de su estado de indecisión impotente), articula
una paradójica terapéutica basada en el exotismo reconvertido. Si el primer
exotismo fue la contrapartida problemática de un estadio imperialista de
algunos ámbitos europeos (en especial los casos franceses e ingleses) en su
doble vertiente de nostalgia por la barbarie y pionerismo vicario, el segundo
exotismo, tras la última guerra mundial, se dedicó a reproponer la palabra
europea como dadora de sentido a lo “intuitivo” americano: el jazz, la
historieta, el tango, la guerrilla urbana y aun el “realismo mágico” fueron,
según los casos, sus entremeses de distraccionismo vicario. Puntualmente, le
llegó el turno al cine clásico de Hollywood.
A este situarse paradójico lo denominamos: kasparhauserización; siendo
el procedimiento típico de la cultura europea a partir de la modernidad,
mediante el cual intenta ser el rétor de lo americano, el guía o dador de
palabra a lo supuestamente atávico, inconciente o “primitivo” americano.
Este procedimiento es, a su vez, todavía más característico de cierta tendencia
de la cultura francesa.
La liquidación de las últimas ilusiones del humanismo europeo se tornó,
desde los años cincuenta del siglo XX, en una suerte de coleccionismo
sociológico donde el aditamento estético sólo era reconocido en la medida en
que fuera sumergido en las aguas bautismales purificatorias de la retórica
europea. Retórica ésta que había sufrido un extremo proceso de liquidación
de sus ilusiones conservacionistas cuando, en los años comprendidos entre
ambas guerras mundiales, algunos de los últimos exponentes críticamente
lúcidos y productivos de la tradición humanista habían mostrado hasta el
hartazgo la cortedad de tales ilusiones prospectivas.33
De esa manera, mientras Europa se sumergía en los “brutalismos”,
“tachismos”, “absurdos” y “existencialismos” à la page, que formaban la
panoplia y las tareas recreativas favoritas del “Gran hotel del abismo”, un
vicario interés por lo “americano” fue llamado a sazonar tales desajustes de la
razón burguesa; razón que, en su instrumentalidad, ya se había tornado
movilización general. Fue entonces, durante ese momento de confusa y
procelosa “recuperación” retórica europea de lo americano, cuando en el cine
se produjo la autoconciencia. Pero esto debe ser tratado in extenso más
adelante.
VIII
Cine y cinematógrafo. El problema de la
alegoría
El cine nace al separarse del cinematógrafo. Llamaremos cinematógrafo a la
técnica mecánico-industrial patentada por los hermanos Lumière. Esta técnica
se postuló como la apoteosis del saber liberal, laico, positivista, al intentar
eternizar una forma de vida que se vive y se propone, urbi et orbi, como única
y deseable.
El cine nace –con Griffith– al separarse, concientemente, de tal pretensión
de eternidad limbal desviando la técnica y lo técnico de sus propósitos y fines
mediante el recurso a lo mítico. Como este recurso mítico es, in nuce,
“relato”, “historia”, “ficción”, en el primer nivel de su operar Griffith funda
el cine como mythos; pero, una vez operado ese instrumento, debe crear la
forma de sostener y soportar tal recurso con una práctica que unifique
imaginariamente tales mitologemas. Para ello recurre a un logos compuesto
por planos, campo y fuera de campo, principio de simetría, eje vertical, et al.,
que con-figuran así una lógica que contiene –y soporta– al mito y lo mítico.34
El cinematógrafo es, y sigue siendo, toda toma de algo anterior que se
quiere preservar para una eternidad museística. El cinematógrafo es aquel que
se obstina en filmar y reproducir elementos teatrales y novelísticos; con el
plus (que en realidad es un minus) de no juzgarlos en cuanto a su continuidad
y, especialmente, a sus condiciones de posibilidad. Lo cataloga, lo
embalsama todo como seudo esencias no problemáticas y continúa como si...
nada. Culmina de este modo el largo suicidio del historicismo europeo en el
lecho de Procusto del enciclopedismo.
El cinematógrafo como falso cine, como cine “al revés”, recae
inevitablemente en la alegoría; porque lo alegórico es siempre una forma
falsa del representar, y también del preguntar demandante.35
Definiremos la alegoría como acertijo visual –y a veces visual-sonoro–
que se muestra como totalidad al espectador, quedándole a éste solamente la
posibilidad de entenderlo fuera del contexto del film. También, como defecto
esencial de la imaginación que intenta corregir lo mal imaginado con una
noción explicativa tomada de una forma anterior o preexistente.
Por cierto, el cine hereda el problema de la alegoría de la tradición de las
artes plásticas, especialmente en cuanto a lo que, y como hemos visto,
arranca como cuestión a partir del renacimiento, cuando se procede a iniciar
la alegorización del mundo y en cuanto se inicia un doble movimiento de
“ilustración”, uno de los cuales intentaba recrear –nunca mejor usado este
término– los valores plásticos griegos, que se reputaban como perfectos,
cuando en realidad se trató de adivinarlos a partir de los textos que narraban,
mentaban o explicaban los mitologemas que tal plástica intentó poner en
escena. Podría decirse que con esa situación o nudo de sentido arranca el
problema de la alegoría que hereda oscuramente –como todo lo que hereda–
la modernidad.36
No se trata de un mero asunto etimológico ni erudito; la relación y
diferencia entre símbolo y alegoría es fundamentalmente polémica. En tal
relación diferencial se enfrentan no sólo dos formas retóricas u operativas,
sino también dos formas de ver y entender el mundo; y cuya confusión entre
ambas ha sido y sigue siendo una de las cuestiones fundamentales que debe
resolverse para entender la idea de continuidad, si no la de tradición. Esta
confusión no fue para nada inocente sino, por el contrario, algo plenamente
orquestado; y es precisamente en la tarea de desarticular tal confusión que el
cine se ha mostrado subrayadamente feliz y operativo.
En el complejo de significaciones que se cruzan dentro de lo que
convenimos en llamar renacimiento, la básica contradicción de su situación
imaginaria es la siguiente: el choque, la pugna –siquiera soterrada, siempre
presente– entre el elemento cristiano y el elemento “pagano”. El primero, al
expresar una imagen-relato en los diferentes temas y motivos de la pintura y
escultura de tal período, no respondía a una necesidad de “decir algo de otra
manera”; ya que un Descendimiento de la Cruz o una Madonna no se
proponían expresar, ni menos aún mostrar, que eso era así pero de otra
manera: tales temas y motivos no eran mensajes a ser leídos, y mucho
menos37 acertijos a ser descifrados a posteriori; desde luego, tampoco
emblemas para uso moral que retomaban una tradición icónica precristiana.
Todas esas imágenes tenían, por un lado, una intermediación jerarquizada,
jerarquía dada por el lugar de presentación de los cuadros, frescos y grupos
escultóricos, y dada también por la manifestación de legibilidad que una
institución organizaba simultáneamente para su recepción, es decir, la Iglesia.
Esta doble vertiente jerárquica daba lugar –y daba un lugar– para que la obra
en cuestión fuera recibida por la comunidad y, en caso de que hubiera una
interpretación a fortiori o siquiera un plus de significación que debía ser
entendido “en parte secreta”, la misma institución legitimaba tal lectura
vertical. Conviene aclarar en este punto que, admitiendo sin más la existencia
de un nivel esotérico en tales pintores –cosa que nosotros seríamos los
últimos en negar–, como es por demás notorio en los casos de artistas como
Piero della Francesca y su cifra áurea, y los célebres y debatidos “nudos” de
Durero, aun así, la recepción esotérica estaba jerarquizada –lo cual es obvio
decir– por simétricas estructuras que provenían de la misma institución
mediante formas y “técnicas” que, por su carácter, no pueden ser tratadas en
este lugar.38 La recepción en sus elementos de legibilidad exotérica y
esotérica estaba jerarquizada, no habiendo un a priori de mensaje cifrado, un
“digo de otra manera” y de carácter arbitrario, que es el elemento constitutivo
de la alegoría.
En la segunda vertiente imaginaria del renacimiento, la “pagana”, es
donde aparece el elemento alegórico per se:39 el mensaje cifrado que
utilizaba los patrones icónicos, no del arte plástico griego, del cual no se
conocía casi ningún ejemplo, sino de los elementos míticos vueltos literarios
y representados como “códigos” tras su lectura. Siendo que, además, en la
recepción originaria del mundo griego por parte de las jerarquías
renacentistas se dio desde el vamos una curiosa paradoja: los elementos
dialécticos, exotéricos, solares y apolíneos se mezclaron, sin solución de
continuidad, con los elementos mistagógicos, esotéricos, lunares y
dionisíacos. No sólo los diálogos platónicos sino también el canon de Hermes
Trismegisto; no sólo Homero sino también el pitagorismo vuelto literatura de
Apuleyo; no sólo la tragedia ática sino también los restos y fragmentos de la
hímnica de carácter mistérico y propiciatorio. Toda esa simultaneidad de
recepción, por otro lado severamente adulterada en cuanto a su origen
tradicional –como es el caso del canon de Trismegisto,40 por ejemplo–, dio
lugar a que el renacimiento fuera también el primer estadio del sincretismo de
los tiempos modernos.41
Este sincretismo hizo posibles nacientes “preocupaciones” ya del todo
modernas, en el sentido “técnico” de la palabra, y el comienzo simultáneo de
lo que se llamó “humanismo”.
Excurso
Esto último es lo que sucede con el trabajo de Walter Benjamin El origen del
drama barroco alemán. En el que, desde el propio título castellano,
comienzan sus equívocos y desventuras. Siendo en el original Trauerspiel, es
decir, drama fúnebre o luctuoso, aunque Spiel es juego en el sentido de ludus
o, contemporáneamente, de performance; cosa que, estamos de acuerdo, era
imposible para el traductor castellano tener presente, salvo haciendo una
larga y penosa perífrasis en su traducción. Pero ello lleva precisamente a las
subsecuentes ambigüedades que el texto de por sí ofrece.
El autor toma una parcela de las artes –las teatrales– y luego una forma
por demás particular y acotada de ellas, como el dichoso Trauerspiel barroco,
y ¡alemán!, y sin tener presente la diferencia establecida por Schopenhauer
entre alegoría y símbolo, también equívoca pero muy productiva en cuanto a
separar taxativamente la alegoría en las artes plástico-representativas y en las
literarias.
Por nuestra parte, distinguimos lo siguiente: seguimos a Schopenhauer en
cuanto a su taxativa separación entre la alegoría plástico-representativa, a la
que juzgamos como un error sin más, de la literaria, donde la alegoría tiene
su razón de ser. Pero con este plus: en literatura, en poética, símbolo y
alegoría se convierten casi en sinónimos. Pero en las artes figurablesrepresentativas, son opuestos absolutos.
Schopenhauer parece no entender, en el parágrafo 50 de su obra capital,
una, a la vez, más importante diferencia –raigal y anterior– entre símbolo y
alegoría como oposiciones absolutas, y hace de ambos términos no un
binomio sino una mera variante de un mismo compuesto. En esto Goethe
(citado también por Benjamin) tiene razón, pero –¡a su vez!– sin tener
presente la contemporánea distinción schopenhaueriana entre poética y
plástica. Benjamin parece intentar oponerse a ambos, pero no toma en
mientes la distinción entre artes representativas y poéticas, con el agravante
de tomar como tesis general polémica lo que sólo podría ser aplicable al más
que acotado y ya casi parroquial Trauerspiel, cosa en la que le hubiera sido
de utilidad el poder estar al tanto del concepto de potlatch, que los jesuitas
descubrieron en sus misiones y que fue el gradiente secreto y hasta esotérico
de tales excesos gráficos y sintácticos.
Nosotros partimos entonces de: 1) arrancar sustentándonos en el concepto
tradicional de oposición entre símbolo y alegoría, que no tiene en cuenta lo
particular, id est el género, sino lo universal; 2) aceptar la lectura
schopenhaueriana de la diferencia entre alegoría plástica y alegoría literaria;
3) rechazar de plano el intento de recuperación del método alegórico de
Benjamin cifrado en el Trauerspiel y desde allí trasladarlo apologéticamente
a toda cosa estética, y no. Y, sobre todo, 4) utilizar este nuevo concepto o
definición polémica como analogía ejemplar de lo radicalmente diferente que
es todo elemento estético-filosófico anterior al cine, una vez que es
reexaminado dentro de su propio concepto.
Es decir, el concepto del cine hereda toda la problematicidad inherente a
la relación símbolo-alegoría, pero la reenvía a su status tradicional al
objetivar, superándolas, todas las formulaciones anteriores, sean polémicas o
no, que se acuñaron y postularon al respecto. Volviendo a repetir que en este
tema o topos ejemplar y fundamental el concepto del cine procede de idéntico
modo en relación con situaciones o binomios polémicos anteriores a su
aparición y desenvolvimiento. Exempli gratia: clásico-romántico.
Tenemos entonces que, en su sentido etimológico (allos agoreio, “decir
otra cosa”, o “con términos propios de otro”), alegoría es la representación
convencional y “literaria” de una intención solamente moral o psicológica, y
que es también aquello que puede designarse como “abstracciones
personificadas”, y va de suyo que esto es precisamente todo lo opuesto al
símbolo y al simbolismo.
En un sentido más especulativo y/o funcional, puede afirmarse que el
símbolo es una imagen concreta de algo que no se ve. Alegoría es, en cambio,
una imagen concreta de un concepto abstracto.
Todas estas definiciones (y algunas otras que podrían sumarse) deben,
repetimos, ser acondicionadas tras el paso por esa aduana simbólica que fue y
sigue siendo el cine. Recordemos que en la caverna de Platón nacemos
esclavos, y en la de Griffith nacemos libres.
Corolario
La parodia es la indeterminación. Y la alegoría didáctica, la rígida
predeterminación. Ambas excluyen la libertad del sujeto espectador, en la
medida en que la primera, al no formalizarse en un punto de vista o una
regularidad axiológica, hace de aquél un mero adivinador de arbitrariedades.
Por el contrario –aunque simétricamente–, la alegoría didáctica obliga al
espectador (y al lector, claro está) a que primeramente ubique en un casillero
mental lo que a continuación verá, no como mera sucesión arbitraria como en
la parodia, sino como sucesión rígida de ilustraciones de una perspectiva
preconcebida.
IX
Trifuncionalidad y función adánica
De la trifuncionalidad del imaginario indoeuropeo, el cine pone el acento
privilegiadamente en la segunda función, el héroe, administrador de la fuerza,
colocando la primera –soberanía– y la tercera –producción– “fuera de
campo”.42
Héroe es la forma de la pregunta y del preguntar en el cine. En el camino
del preguntar, el héroe es quien re-nombra o re-signa al mundo que lo rodea;
porque en el cine el héroe es quien posee la capacidad de re-signación. Este
preguntar resignado es la tarea del héroe en el cine.
Al optar por lo heroico, el cine optó por el símbolo en oposición a la
alegoría, puesto que lo alegórico es lo antiheroico en la medida en que
descree, pone en duda o cuestión la función adánica;43 siendo la función
adánica el porqué de la función del pensar y el poetizar.
Diríamos entonces que la modernidad suspende el juicio final en cuanto a
lo político, suspende la función adánica en cuanto al pensar y el poetizar, y
suspende el concepto de pecado original en cuanto a lo ético –o, mejor dicho,
en cuando al fundamento de lo ético–. Estas tres “suspensiones” actúan como
acicate al concepto de suspenso que el cine hitchcoquiano ha puesto
subrayadamente en circulación. El suspenso suspende las tres suspensiones
de la modernidad. En cuanto a la primera, dejaremos por el momento su
dilucidación. En cuanto a la segunda, al reintroducir mediante la diégesis (v.
g. “policial”), la intriga, el enigma, la busca de un sentido, en suma, el
preguntar –por– algo. Y en cuanto a la tercera, al actuar polémicamente
contra los supuestos “técnicos” y los sentidos retórico-discursivos de las
formas que niegan el pecado original y privilegian los reduccionismos
económico y sexual, en relación con las formas retóricas del periodismo y
derivados.
Lo heroico, en cuanto adánico, en cuanto a re-signar, es siempre lo
opuesto a lo alegórico y a lo paródico. Podríamos afirmar: para darse o de-
signarse, rebajándose, como alegoría, lo heroico se tecnifica mediante la
moraleja, o se petrifica mediante la intervención del elemento meduseo
debido a su reconocimiento temprano. Tal petrificación temprana lleva,
finalmente, a su inversión paródica. La parodia es la inversión de la angustia
en el mundo técnico. Si la angustia angosta, achicando y volviendo física o
haciendo regresar, reduplicadas en lo material, las limitaciones de “la avidez
de novedades”, la parodia subsume perversamente ese vacío, ese angostar el
camino del preguntar por el cual se llega o puede atisbarse la re-signación
heroica, ahogando tal apertura mediante la técnica del multiplicar lo no
comprendido.
Autoconciencia y parodia son las determinaciones diestra y siniestra del
fin de lo estético. Ya que el fin de lo estético coincide con el fin (en cuanto a
finitud y finalidad) del cine.
El signo meduseo, como decimos, es un signo que mediante un temprano
reconocimiento anula en paralelo el camino que lleva a la autoconciencia.
Puede decirse también que el signo meduseo es la cara oscura y temprana de
la etapa autoconciente. Siendo el sujeto que padece tal signo un
contemporáneo tempranamente conciente de aquello que se está haciendo
pero que, por temor, cortedad o limitaciones de su inteligir –o todo ello
sumado– petrifica también de manera muy temprana sus posibilidades.
Limitándose a un representar en consonancia con aquellos más dotados del
hacer autoconciente, pero mimetizándose tan sólo en su superficie, atmósfera
mental y representativa, aunque careciendo, en paralelo, de aquello sustancial
que lleva el saber que se sabe.
La teoría de la trifuncionalidad en la mentalidad indoeuropea –acuñada
por Georges Dumézil– postula un arcaico origen común a tal mentalidad o
forma imaginaria, que dividió sus funciones en tres grupos o capas que
representaron respectivamente: la administración de lo sagrado y la
soberanía; la función de la fuerza física, “utilizada principalmente para el
combate”, y la de la fecundidad o de la producción lato sensu. Dumézil
formuló esta teoría teniendo presentes los textos originarios comunes a estos
pueblos, desde el Mahabharata hindú a la historia romana “arcaica” de Tito
Livio.
Esta forma o mentalidad trifuncional, que el propio autor da (como tantas
otras cosas “redescubiertas” de manera afín...) como perdida en lo que suele
llamarse “el otoño de la edad media” y comienzos del renacimiento, recurrió
en el concepto y en el hacer del cine.
Hemos subrayado y definido el especial cuidado que el cine tuvo desde su
origen en postular la función heroica en relación con la adánica: el preguntar
y el resignar originarios.
Luego, en su despliegue, y al llegar a su primera articulación clásica
(exactamente a mediados de los años treinta), reaparece en la casi y hasta el
momento exclusiva primacía de la segunda función, una refracción en
dirección hacia la primera y en relación con la función del héroe como
creador de civilización. Especialmente en el western –siendo éste la forma
epónima, es decir la que traduce el estado épico o heroico como ricorso– que,
como “género”, debió llevar necesariamente a relacionar al héroe con una
posibilidad de afrontar la primera función en su doble vertiente, sacerdotal y
soberana.
Ejemplo de ello es La diligencia (1939), donde además de culminar la
primera articulación del momento clásico y donde la función adánica ya es
traducida absolutamente en lo heroico, demanda en su hacer y despliegue las
referencias polémicamente puestas in absentia de la función primera y
anterior, y en su doble vertiente de lo sagrado y lo soberano.
Puede decirse también que la tercera función, aquélla de la producción y
la fertilidad, tuvo en el concepto del cine un temprano correlato en la propia
actividad del autor de films que, además, en su operar, tuvo la ventaja
anticipada de que su creador visible e indiscutible fuera el autor necesario y
“productor” de esa articulación del reino de lo estético que se formuló según
las condiciones de posibilidad de la propia modernidad: lo público-masivo.
N. B.: Esto es algo a tener en cuenta –y subrayadamente– para toda
polémica fecunda y productiva en relación con el hacer y el concepto del
cine: el que también aceptara las condiciones, no sólo de producción en lo
técnico-industrial y de realización industrial, en lo económico, sino que
incluso aceptó el desocultar público de su temprano operar; mientras todas las
demás formas estéticas anteriores optaban en paralelo por el regreso a “lo
secreto”, cuando en realidad lo que hacían no era otra cosa que sumergirse en
los sótanos y en los bajos fondos.
En su arribo temprano a la autoconciencia,44 el concepto del cine operó en
una dirección que fue casi unidireccionalidad en su primera –y apresurada–
manifestación (Citizen Kane, 1941), en relación con un privilegiar exclusivo
de la tercera función, la del productor-como-hacedor. Haciendo así que el
hacer del cine, su pro-ducción, fuera puesto en dudosa primacía sobre su
concepto; y vemos también cómo, en esa precoz manifestación, la segunda
función es puesta en un segundo plano (quien pregunta y demanda está fuera
de campo y es irrelevante a lo largo de todo el film), y nada menos que la
primera en su doble vertiente, soberana y sacerdotal, se da como imposible y
se liquida subsumiéndola dentro de una opacidad museística (in fine).
Lo único que importa, entonces, es el mostrar “visible” del hacerse. Y no
la busca adánica, y menos aún, la coronación de lo real-sacerdotal.
Podría señalarse que en la forma producción se da una pugna, choque o
cruce entre sus dos componentes: aquel que extrae, pro, en el sentido de un
provenir o, si queremos inducir, al más raigal de “producere”, llevar,
conducir, pero como plena función de mando y soberanía. Al recurrir,
entonces, la trifuncionalidad operativa en el concepto del cine, es dable
pensar y deducir en consecuencia que ese nudo de sentido, arrastrado y
neutralizado por la modernidad liberal, se desanudara polémicamente en el
hacer del cine.
Es precisamente en esa superación normativa que la segunda y definitiva
etapa de la autoconciencia del cine –la que llamamos autoconciencia
absoluta– se diera a la tarea de postular en sus diégesis la trifuncionalidad en
pleno, como funciones y acciones de su contenido también absoluto. Y una
vez que la trifuncionalidad reaparece en escena como ágon –representada y
puesta en escena en su tríada respectiva–, el “autor” de films comienza a
fundirse en la totalidad de su obra, reabsorbiéndose simultáneamente en un
hacer y en un operar que elimina los últimos restos de autonomía en sentido
tardorromántico, para consustanciarse en una plena aceptación de su proceder autoconciente.
Lo que lleva –para resumir– a la recuperación absoluta de la
trifuncionalidad, en esa coronación de la autoconciencia que circula desde El
padrino hasta Apocalypse Now.
N. B.: Si bastara señalar un análogon de temporalidad concreta, véase el
título puesto al segundo tomo de la obra Mito y epopeya de, tan luego,
Georges Dumézil: Un héroe, un brujo, un rey (1971), y aplíquesela al último
de los films citados precedentemente. Nos permitiremos desarrollar, in
extenso, tal relación en otro lugar.
En esta analogía temporal quisiéramos subrayar el habitual decisionismo
del cine al poner en escena, efectivamente, aquello que se trata y recurre, y no
perderse en una nebulosa de difusa filología que deja al lector sepultado bajo
una catarata de etimologías que apenas pueden seguirse y que, de seguirse,
pueden ser refutadas (y así lo vienen siendo en un limbo inacabable) por otros
“especialistas” hasta el día del juicio.
De la misma manera, nos permitimos indicar otra analogía temporal. En
este caso particularmente útil y señera, y hasta con carácter de una
preeminencia ineluctable. Nos referimos a señalar y a meditar las fechas
respectivas de los films de Fritz Lang, Metrópolis y Spione, de 1927 y 1928
respectivamente, con la publicación original de dos escritos de Ernst Jünger:
El trabajador, de 1932, y La movilización total, de 1930.
Aclaramos que no se trata aquí de un mero distinguir y puntualizar
simples antecedentes, fuentes y pionerismos que el cine, por cierto, no
necesita. Pero sí –en todo caso– evitar que se sigan ignorando con tozuda
pertinacia tales relaciones de, ¿cómo decirlo?, preeminencia y centralidad en
su operar, y no seguir creyéndolo o imaginándolo como de secundariedad en
relación con lo escrito. Sino más bien –y como puede constatarse con rotunda
facilidad– lo contrario.
X
Reino de la transparencia.
Ecumene y territorialidad.
Elemento austrohúngaro
El reino de la transparencia es la etapa del cine comprendida entre comienzos
del sonoro hasta la aparición de la autoconciencia; es la etapa en la cual se
troquelan exhaustivamente los géneros como efectos de transparencia
diegética y cuando se establece, además, el pacto simbólico entre hacedores y
espectadores.
Transparencia es la situación, pacto simbólico o recurso mediante el cual
el cine, especialmente en el período clásico, legisló y gobernó el acceso
primario a los films, haciendo visible, mediante la acuñación de géneros, la
legibilidad del cine.
Para ello, y también en su etapa clásica, el cine debió mediar entre su fatal
y creciente tendencia ecuménica, con aquello que podemos denominar, en
este lugar, encrucijada territorial.45
¿Qué es ecumene? Es una zona de pertenencia anterior que se dio, o se
recuerda, como universalidad, acotando en su perímetro determinada
tradición a partir de una resolución histórica y geográfica. En su recordar/se –
siquiera– como universalidad, esta definición de la ecumene se da –y se
resuelve– en sentido polémico.
Para el inscribirse del cine como ecumene, fue de axial importancia la
recuperación del elemento austrohúngaro. Mejor dicho: para dar lugar a su
carácter de ecumene, el cine cruzó la conservación de una, o primera,
territorialidad –Griffith–, con la continuidad de una segunda territorialidad
que, al cruzarse con la primera, dio lugar a su forma ecuménica.
El elemento austrohúngaro es una forma de continuidad territorial del cine
que apareció organizada desde su comienzo. Esta territorialidad es asimilable
o entendible debido tanto a la cantidad de autores de films de ese origen, a las
diégesis acuñadas, como también a determinado punto de vista histórico o
formal. Puede postularse que este elemento es una temprana idea de
decadencia en el cine, así como una continuación de lo barroco –o de la
política de lo barroco– por otros medios.
Si el cine es un ajuste de cuentas con el renacimiento y el romanticismo,
es indudable que por ello deviene –nolens volens– forma, tendencia o política
de lo barroco. Esto puede y debe deslindarse de las siguientes maneras:
genealógica, formal, política y espiritual.
En su temprana acuñación como forma industrial, los comienzos de los
grandes estudios, es por demás obvia la presencia de un elemento económico,
cultural, político y, por sobre todo, espiritual, originario del recientemente
derrotado –en lo bélico– Imperio austrohúngaro. Esa presencia fue la que
llevó a una forma que, cruzándose con la tarea pionera de Griffith, se resolvió
en ecumene. Sin este temprano sesgo austrohúngaro, la tarea pionera de
Griffith hubiera finalizado, sin más, como otra muestra de esos genios
solitarios de los cuales se envanece ambiguamente la cultura liberal
norteamericana,46 la que parece prohijarlos por un lado, y emplearlos como
coartada simbólica por el otro, para de esa manera proseguir con sus fines de
ocupación material, intentando subrayar el carácter de “utopismo permitido”
o rentado que tiene y puede seguir teniendo el emblema del “único y
singular”, pero adaptado a las condiciones de posibilidad americanas.47
Una paradoja: si bien Griffith al crear el cine crea, sin solución de
continuidad, las posibilidades del mayor ajuste de cuentas practicado hasta
entonces con el renacimiento y el romanticismo, en cuanto a persona singular
hubiera sido –de manera involuntaria– recuperado maliciosamente como otro
personaje pos renacentista y pos-romántico más, difuminándose con ello su
carácter marcada y subrayadamente opuesto a tales coartadas distractivas,
típicas de la mentalidad liberal. Para ello, el cruce temprano con el elemento
austrohúngaro (que terminó desplazándolo) fue de radical importancia, y
mediante la creación de los llamados “grandes estudios”, se ideó la forma
visible, pública, “material” y también simbólica, de llevar a cabo la tarea
ecuménica para la cual el cine creado por Griffith estaba fatalmente
destinado, pero que sin ese elemento austrohúngaro que la cobijara, que la
curara, cabe48 su tradición y su aura espiritual, se habría derramado en las
aguas indiferenciadas del utopismo de la era técnica y vuelto algo similar a la
navegación aérea, la luz eléctrica, y un largo etcétera innecesario de
enumerar. Brevemente: Griffith, su invención, habría perdido su carácter de
radical diferencia con respecto a lo hecho por un –v. g.– Henry Ford o un
Thomas Edison, adicionándosele además el plus de romanticismo tardío, por
otro lado tan conspicuo como en los casos de, entre tantos, Charles Ives o
Frank Lloyd Wright.
Es fundamental, para lo que llevamos dicho, remarcar lo siguiente. Desde
la perspectiva en la cual nos ubicamos, debe entenderse que la modernidad
liberal no sólo crea las condiciones de posibilidad para que emerja
determinada mentalidad sino también, y simultáneamente, las condiciones de
posibilidad para ser entendida... y hasta para ser puesta en cuestión. La
modernidad liberal crea su esfera y su propia contraesfera, plantea el
problema y simultáneamente su resolución teórica desde otro campo,
supuestamente... Por ello es que términos como “salto”, “excepción”,
“providencia”, por no hablar de “milagro”, son radicalmente no sólo negados
sino también –y más bien– ocultados, haciendo que, simétricamente, su
declarado y supuesto adversario en el plano de lo concreto herede sin más tal
perspectiva crasamente material.49
En la esfera de lo estético, esta bipolaridad perversa, esta doble faz jánica
invertida, se viene acuñando desde el humanismo renacentista mediante el
tornar autónoma la esfera del arte. Puede decirse que este despliegue tuvo dos
pliegues o flexiones, uno de los cuales, el romanticismo, ya fue analizado por
nosotros, y el otro, anterior en el tiempo, aunque atemporal en lo formal, el
barroco, puede ser considerado ahora.
Excurso: lo barroco, el potlatch
En su tecnificada dialéctica de progreso y reacción, la modernidad liberal fue
ocultando, en su operar, el carácter de artificio, de facto, de hecho, de la
creación estética. Paradójicamente, mientras más crecía y se intensificaban
monstruosamente la movilización total y el desencadenamiento de los últimos
elementos prometeicos aún virtuales, la modernidad técnico-industrial
incrementaba la operación del ocultamiento de lo artificioso del arte, de lo
facto, de lo mano-facturado, de lo “a la mano” del hecho y del acontecer
estético. Este idealismo de los fines y groserísimo materialismo de los medios
llevó a esa dialéctica cenagosa que mencionábamos.50 En el momento de
apoteosis aparente, de celebración perpetua, casi de impetración con carácter
universal de tal mentalidad, irrumpe el cine. Pero obsérvese que el momento
de la irrupción del cine es también aquel en el cual la mentalidad de la
modernidad liberal tiene sitiado en lo político territorial al Imperio
austrohúngaro, y en lo taxonómico o axiológico, al concepto del barroco y de
lo barroco.51
Tales simetrías pueden llevarse más lejos. En el momento en que la
mentalidad liberal se preparaba para el asalto definitivo a las fuerzas que en
el plano de lo ecuménico formal, i. e. el Imperio, se le oponían, y a la
celebración de su apoteosis emblematizada como la boda entre la razón
instrumental y el nihilismo moral, en ese momento que coincidirá con la
eliminación del Imperio austrohúngaro como portador, como feros visible de
otra vía, de una modernidad no liberal lato sensu, es, entonces, cuando lo
barroco desemboca en el cine; primero como forma y luego como política.
Esto puede simetrizarse mediante el paso de la invención de Griffith a la
creación de los grandes estudios.
Definiremos el barroco y lo barroco, en este punto, como la conciencia en
el hacer, en el pensar y el poetizar, de su carácter irreductible de cosa hecha,
de artificio, de “ser a la mano”, de ficción, de eslabón y no de cadena, de
escalón y no de escalera, de sombra de verdad y no de verdad.52
El barroco es la conciencia, en el plano de la materia, de la natura
naturata, del carácter irredimiblemente bajo, caído, insuficiente, que tiene la
labor humana, aun la mejor encaminada en el plano de las creaciones del
pensar y el poetizar. Es la toma de conciencia, en el plano de lo material, del
carácter imperecedero de nuestro estado de caída. El irredimible estado de
alejamiento y secesión de la naturaleza como totalidad (en tanto Kosmos y no
Mundus...).
Como se recordará, “barocco”, barrueco et al. fueron variantes
introducidas desde el portugués a los demás idiomas neolatinos, por los
navegantes de aquel origen que, en contacto con el extremo Oriente, definían
de tal modo a las perlas imperfectamente terminadas, inacabadas, no del todo
“orientadas”, es decir barruecas,53 a medio hacer, imperfectas.
Esta conciencia de la irredimible separación entre el reino de la naturaleza
animal, aun en el grado más pasivo que pudiera imaginarse, como en la ostra
por cierto,54 que por “azar” suspende una función reproductiva o por “error”
vuelve una función biológica en una materia ficticia y suntuaria, como es la
perla, fue tomada a limine por los integrantes de la recién fundada Compañía
de Jesús.
Barroco, contrarreforma, jesuitismo son símiles temporales, pero son
también, y sobre todo, análogos simbólicos, forma mentis, para un
determinado operar en el cual el cine tendrá un carácter fundamental.
En el cine, lo facto como continuación de lo barroco es “lo hecho” en
tanto mostración de lo artificial y ficticio. Es el mostrar autoconciente de qué
parte de “hecho” tiene el arte en la modernidad y –contrastándolo desde el
cine en sentido polémico– el status de facto-del-arte opuesto al artefacto que
se fue adueñando de las formas –especialmente plásticas– anteriores.
De allí puede extraerse el siguiente colofón: en la última etapa de la
autoconciencia, el cine tiene que gastar porque se gasta.
N. B.: Aquí puede y debe subrayarse el carácter sospechoso de las
demandas que se le hacen al cine en cuanto a que sea “realista” y a que no
exagere en cuanto a los “gastos” de producción y demás. Demandas emitidas
por aquellos que no pueden permitirse tales gastos, si es que se ha
comprendido esta noción de gasto emparentada con el potlatch.
XI
Lo barroco. Continuación y continuidad.
El potlatch
¿Qué es el barroco? ¿Cómo podemos definirlo? Se trata del último estilo
ecuménico y con pretensiones universales acuñado por la mentalidad
europea.
También, como un eje polémico o tercera posición entre los fines o
ideales renacentistas, ya en retirada frente a la reforma e, intuyendo el
romanticismo por venir, como una reacción a lo engendrado por el
renacimiento en cuanto al surgimiento de la autonomía de la esfera estética;
lo barroco procede adelantándose a sus fines pero discrepando en cuanto a
sus medios, que dieron lugar –como se ha dicho– a la confusión,
yuxtaposición y hasta indiferenciación entre las esferas estética y religiosa.
El cine, el concepto del cine, hereda, de forma oblicua primero y
directamente después, la política del barroco, comprendiendo desde el vamos
la virtualidad de que dispone para alcanzar, al menos por sus medios, la
ambición de universalidad perdida o eclipsada, de manera al parecer
definitiva, tras el fracaso del romanticismo reconvertido en diferencia
tecnificada o en simple martirologio laico, elemento éste por demás afín a la
faz sentimental de la mentalidad burguesa.
Lo barroco puede definirse también como aquello que, diferenciando
problemáticamente sus medios de sus fines, sin embargo, los une en un
punto.
En sus fines, el barroco opera mediante la extensión del concepto de
totalidad, incorporando en su hacer formas, figuras, “mitologemas” en rigor,
que no habían sido conocidos por la mentalidad europea, que a lo sumo, y
tras la revolución renacentista, había tenido un breve estallido de
conocimiento de “la fuente griega” que, además, se daba como única,
perfecta e irrepetible. El barroco, entonces, es el primero en comprender qué
significan tales “otras” formas perdidas u olvidadas55 y en disponer,
simultáneamente, de un reservorio de tales elementos, figuras y motivos.
Enfrentándose por primera vez en la historia occidental –que se creía también
la única o la única “en la historia”– con exempli e idearios, tanto plásticos
como lingüísticos, que daban lugar a formas de representación y de
imaginación que debían ser asimiladas críticamente a la Revelación. Entre
todos esos elementos, pocos han sido tan radicalmente diferenciadores como
el denominado potlatch o desgaste ritualizado, que fue, como se verá, el
medio privilegiado del hacer barroco.
Una de las capas arcaicas o, si queremos, formas culturales “perdidas” que
los jesuitas hallaron en sus viajes y misiones por los mundos recién
descubiertos, fue el concepto de exceso sacrificial desplegado a todo lo largo
de la vida de los pueblos y de las civilizaciones arcaicas.56 Siglos antes que la
antropología moderna se topara con tal concepto –que durante décadas
malentendió como un mero resto fósil o una superstición primitiva–, los
hombres de la Compañía de Jesús comprendieron de inmediato que se trataba
de un elemento fundante,57 precisamente por arcaico –in illo tempore– de la
cultura más originaria. Mucho antes que ciertos investigadores variaran el eje
de las llamadas culturas primitivas, pasando a valorar como algo originario y
hondante lo que había sido tomado por atrasado y supersticioso, los jesuitas
no sólo comprendieron, magistral y tempranamente, cuál era su significado y
su función,58 sino que también procedieron, en paralelo, a incorporarlo como
forma heurística del proceder, sobre todo estético pero no exclusivamente,
que estaban fomentando y dirigiendo como estilo –y política– universal. Lo
que se denominó “gran estilo”.
De allí que lo que luego se conocería como potlatch fuera utilizado e
incorporado en el temprano hacer y política barrocos, entendiéndolo como un
elemento que había permanecido intacto en las civilizaciones extraeuropeas,
sobre todo en las llamadas –cosa que continuó hasta apenas ayer–
“primitivas”. Pero en su comprensión de tal elemento o figura antropológica
agregaron, críticamente, un elemento propio, cristiano. Al desgaste
ritualizado, al exceso como forma del pensar ritualizado, le sumaron o, más
bien, lo recondujeron a formar parte de la economía y la simbólica teológica
cristiana.
Si la meta, la ambición del hombre renacentista, era una plena –y ya clara
y distinta– homologación de la creación humana como imitatio Dei, los
jesuitas, mediante el descubrimiento del concepto de potlatch, limitaron tal
ilusoria perfectibilidad, recurriendo a una paradójica práctica sacrificial en la
cual el exceso, lo inacabado, lo móvil, lo indeterminado y lo turbulento
servían para confesar la imposibilidad de tal perfecta y humanamente
alcanzable imitatio Dei soñada en ese período. Excediéndose tanto en el
tema, en la diégesis, como también en la forma, el proceder barroco
reintrodujo la idea, el concepto, de limitación humana, mediante el tornar
excesivos los medios empleados para tamaña y paradójica re-ritualización de
la esfera estética.
Si lo dicho fue así en cuanto a la forma y a la técnica, en cuanto a los
temas y motivos se hizo un más que subrayado hincapié en el martirio, la
muerte y todo aquello que puede emblematizarse como memento mori.
A la quietud, serenidad, fijeza, centralidad renacentista, se opuso (pero
hay oposiciones que son también continuidades) una permanente inquietud,
una turbulencia y movilidad; la centralidad fue reemplazada o, en todo caso,
subsumida en la forma en espiral, en el torbellino donde cielo, tierra e
inframundo parecen –pero sólo parecen– confundirse en un espiralado
turbión, en un Maelström, en un vórtice centrífugo.
Paralelamente, el tema “pagano” o, si queremos, mítico-griego, se
mantuvo, pero haciendo también hincapié en los topoi relacionados con lo
monstruoso, lo infra o radicalmente no humano, lo –si queremos emplear un
anacronismo productivo– fantástico.
Tanto en las diégesis cristianas como en las greco-paganas, el acento se
trasladó entonces a aquello que de alguna manera intuyó o que aparece ya en
el Miguel Ángel tardío, la terribilità, como la llamaron sus contemporáneos.
Cuando el mundo terreno comienza a expandirse al igual que el celeste o
extramundano, y cuando ese aparente infinito –que no es otra cosa que lo
indeterminado, aunque empiezan a ser “confundidos”– llena de pavor y dudas
a algunos contemporáneos,59 allí el proceder barroco recupera de manera
polémica tales figuras, dándoles una representación posible, curándolas
mediante el exceso, como habían aprendido o redescubierto en las llamadas
culturas arcaicas, donde la Revelación no había tenido lugar de manera
completa.
Si trasladamos mediante ricorso los item tratados más arriba a nuestro
concepto del cine, puede verse con claridad cómo en su hacer y desde
temprano éste incorporó el potlatch mediante un contundente desgaste, un
lujo y exceso ritualizado que también desde muy temprano fue piedra de
toque –¡y de escándalo!– en cuanto a sus propósitos y función.
El cine nació dentro de las condiciones –ya explicitadas– del capitalismo
liberal tardío trasladado a América del Norte. El que se dio de bruces
tempranamente con una interna diferencial proveniente del Sur luego
derrotado en la Guerra Civil. En lo cultural, esta interna fue la que, individual
y genialmente (Griffith) creó el cine, articulando así la primera respuesta
polémica que alimentó su concepto: lo dixie.
Esta primera respuesta se sumó y relacionó con un también temprano
elemento austrohúngaro, pero en doble diáspora (católica y judía) que, al
organizar los llamados “grandes estudios”, articuló esta segunda fase
diferencial de los imperativos liberales absolutos del territorio donde se había
insertado y creado este concepto; fase que terminó absorbiendo y
desplazando a la primera –y a Griffith en particular–. Aunque sin abandonar
jamás el elemento dixie hondante, creado por éste, y ya incorporado
definitivamente en su hacer.
Cuando esta segunda fase se quedó con el hacer del cine, y en su operar
continuó con la política del barroco por otros medios, fue como realización
efectiva de su hacer, que se diera –entre otros elementos que son constitutivos
de la teoría que exponemos– a retomar la práctica del potlatch, al que hemos
postulado como componente fundamental del barroco como gran estilo (y
último estilo ecuménico) en su época histórica –siglo XVII– hasta su
culminación europea y su propia decadencia: el Imperio austrohúngaro.
Hemos definido el potlatch como el procedimiento –descubierto por los
hombres de la Compañía de Jesús en sus viajes y misiones– por el cual la
Providencia se ocupa en la práctica ritual de mostrar, a través del desgaste y
el exceso formal, la imposible imitatio Dei en las culturas en las que no se
había dado la Revelación definitiva, id est, míticas. Fue como ricorso –luego
y por Vico– que tal procedimiento se viera incorporado a una teleología de la
historia que no por nada se llamó efectivamente Scienza Nuova.
En el concepto del cine, este mostrar mediante un exceso formal la
imposible imitatio Dei que se había trasladado teoréticamente in toto desde la
plena y efectiva realización del que llamaremos “barroco histórico europeo”,
se resolvió gracias al inmediato elemento formal que el hacer del cine tenía
desde el vamos a su disposición: la sobredimensión mimética. Con esto, el
autor de films, y el hacer del cine todo, confesaban su operar dentro de la
tradición barroca, la que precisamente se caracterizaba –y así lo seguiría
haciendo– como una conciencia de la radical limitación de la creación
humana frente a la divina, y esta conciencia desgarrada, esta escisión raigal,
era vista, contrario sensu, como una firma, una signatura verticalmente
aceptada de la limitada dimensión humana.
A ello puede y debe asignársele aquí la más estricta traducción y
continuidad del elemento trágico en el mundo cristiano.60
Mediante este desgaste, este lujo, el concepto del cine declaraba su doble
articulación: a un momento histórico preciso y a su intención absoluta de
continuar –de este lado de las cosas y de la historia– con la tradición del
“gran estilo”. A ello le era raigal, inherente y constitutivo ese elemento
potlatch que por cierto tan rápidamente se afincó y manifestó en el hacer del
cine.
Mediante una sobredimensión mimética, el autor confesaba que, por la
paradójica perfección del logro técnico de la forma eficiente del cine, se
mostraba la aneja limitación del hacer humano frente a la Providencia. Con
ello quedaba hecho de manera absoluta el ajuste de cuentas con el
renacimiento y el consiguiente titanismo romántico resultante.
En esa paradójica exhibición de un exceso y de una perfección técnica, el
cine confesaba su imperfecta participación en la Creación.
La con seguridad más famosa escena de toda la historia del cine –nos
referimos a la secuencia de la ducha en Psycho– no es más que puro
potlatch.61
XII
El cine como revolución anacrónica
Uno de los elementos fundamentales en cuanto a la diferencia del cine con las
formas del pensar y el poetizar anteriores, ya que –según pensamos– ninguna
puede darse en un después, esa diferencia axial, decimos, es que en el
despliegue del cine los períodos, maniere o ciclos, se dieron, se desarrollaron
y hasta se agotaron en un lapso muy breve de años: años que, sin embargo,
marcan una diferencia también axial entre el tiempo y el tempo del cine.
El cine, entonces, 1) es la forma del pensar y el poetizar donde las figuras
y las determinaciones –o si queremos las estructuras– anteriores se refractan
y compactan en un despliegue en el tiempo ostensiblemente breve en relación
con aquéllas; y 2) en ese tiempo crea –dialécticamente– un tempo, o una
duración, simétricamente amplia, vasta, en cuanto a su campo de acción
imaginario. Podemos decirlo también de esta manera: el cine se extiende o se
dilata en un plano horizontal muy breve de tiempo, pero a la vez se despliega
en un plano vertical por demás vasto y abarcador en cuanto a su situación
imaginaria (no ideal sino sobre-humana, en sentido dantesco). De allí puede
deducirse que las lecturas críticas sobre el cine se vieron limitadas –de
manera casi “necesaria”– por la forzosa, o a veces forzada, pretensión de leer
en el tiempo sus saltos formales, cayendo en una suerte de alienación por la
cronología o en una fetichización de lo nuevo, cuando el cine, precisamente,
no se limitó a un exclusivo instalarse en el tiempo como cronología –con sus
hitos respectivos–, sino que, “encajándose” en él, logró un vasto despliegue
de y en el plano de la verticalidad imaginaria.
Otro problema. Aparte de lo dicho, el cine creó o planteó desde el vamos
otra cuestión hermenéutica: su vinculación radical con el poder o con las
posibilidades de poder dentro de la modernidad. Esto que llamamos
capacidad decisionista del cine hizo que también las lecturas críticas se
efectuaran desde una situación asimétrica, a partir de la cual los simples
cronistas, pero incluso los críticos e historiadores, intentaban –vanamente–
reducir el despliegue del cine a sus respectivos lugares de “decisión”; y como
éstos no sólo eran por demás reducidos sino, y también, crecientemente
menguantes, tal situación de lectura alcanzó la mayor parte de las veces a
articular una estructura de ambigua positividad inerte: como –para decirlo
con una imagen mítica– si un historiador actual, provisto de todas las
herramientas de indecisionismo de la modernidad, quisiera analizar las
conquistas de Alejandro o de César; incluso las de Bonaparte. Ese hipotético
historiador moderno, llevado por un viaje en el tiempo a la contemporaneidad
de aquéllos, trataría de reducir a su medida –y con sus famosos “vectores”–
aquello que sólo era despliegue de un poder dado en la marcha inexorable de
la historia. Mediante la anterior hipótesis de ficción, se puede extraer el
siguiente corolario: el cine es una forma genialmente anacrónica del pensar y
el poetizar de Occidente. Decimos “genial” en la medida en que apareció
cuando las condiciones de Occidente no podían “pensar” virtualmente el
nacimiento de un fenómeno tan complejo en su despliegue, al que se intentó
negar de manera sistemática, o reducir a un burdo estado deliberativo,
sumiéndolo en la misma esfera privada de la impotencia en la cual se
encontraban sumidos –y desde mucho tiempo atrás– casi todos sus lectores
periodísticos.
Este complejo carácter anacrónico del cine hizo también que se tratara de
reubicarlo dentro de las perspectivas de –por ejemplo– “vanguardia” y
“experimentación”,62 que se daban como fatales en los despliegues de las
estructuras anteriores –y ya agotadas– del pensar y el poetizar, como es el
caso de las “artes plásticas”. Es, visto de manera retrospectiva, grotesco
observar cómo las primeras preceptivas –o esbozos de tales– del cine
intentaron pensar tempranamente una forma tan “insólita” desde los campos
de las disputas deliberativas de las artes plásticas –hacia 1920-1930,
aproximadamente–. Dándose la paradójica situación de que aquellos primeros
“lectores de cine” pretendieron una suerte de ambigua recuperación plásticoformal sobre la base de retomar elementos (como perspectiva, iluminación,
chiaroscuro alla Rembrandt) que la pintura contemporánea negaba
sistemática –y fanáticamente– desde hacía varias décadas atrás. De esa
manera, el cine intentó ser desde muy temprano capturado y enredilado
dentro del andador nostálgico de algunos críticos que quisieron tutelar su
naciente despliegue como si fuera una suerte de ingenuo “buen salvaje”,
anárquicamente “genial”, al que había que encarrilar dentro de las sendas de
una supuesta “tradición”; tradición de la cual los mismos lectores críticos
habían perdido hasta la más remota huella.
Es a esto a lo que denominamos kasparhauserización63 del cine: extraído
primero de las oscuridades de un pasado que se creía abolido; mostrado como
fenómeno de feria; intentado “educar” luego en las preceptivas de una inercia
especulativa e indecisionista; para finalmente, y por su carácter de
“irrecuperable”, ser asesinado o hecho des-aparecer entre gallos y
medianoche.
Esta kasparhauserización del cine fue y es, cíclicamente, el intento
abrumador de una “crítica” que en su conciencia desdichada no consigue
abrevar, siquiera en forma tentativa, en el salto hacia un des-esperar, hacia
una “angustia” que podría hacerla “saltar” hacia el estadio ético.
Más aún: como el cine hizo su aparición con Griffith ya dotado de una
situación de reinserción dentro del estadio religioso,64 el segundo intento de
la crítica contemporánea fue (hacia 1945-1950) pretender recapturar al cine
dentro de una eticidad menguada y aguada que intentó encarrilarlo, ahora,
dentro de una moral práctica irrisoria y tardo-humanista.
En estos últimos años, finalmente, la tercera articulación de este error
metodológico pasa por la pretensión de reciclaje nostálgico del cine,
reduciéndolo a un mero coleccionismo, por el que se buscaría materializar
(solidificar, en sentido esotérico) la virtualidad de este arte, tornándolo una
confusa apetencia de afichismo o creando un nuevo avatar del papeleo
irresponsable.
XIII
Autoconciencia
Dentro de lo que llevamos dicho, debe subrayarse también la prematura
aparición de la autoconciencia en el cine. Esta autoconciencia, como
veremos, logró dialécticamente una situación de férreo dominio, en cuanto al
despliegue de su hacer, pero también, y problemáticamente (status inherente
a la autoconciencia), logró una precoz aura o atmósfera de decadencia.
Porque, recuérdese, autoconciencia y decadencia van, fatalmente, de la mano.
En el despliegue del hacer humano, y en el despliegue del hacer humano
en cuanto al pensar y el poetizar más que en ningún otro, aparece fatalmente
la autoconciencia. Liminarmente, autoconciencia es saber que se sabe y este
saber, entonces, se topa, se da de bruces con la necesidad de tornarse o
hacerse historia, ser mundo.
No otra cosa, mutatis mutandis, aconteció con las formas anteriores del
pensar y el poetizar.
En todas estas estructuras autoconcientes vemos, primero: la necesidad
aneja a esas formas de ser mundo, parte de la historia; y segundo: un
agotamiento paralelo de tales formas o estructuras que devienen a partir de
entonces estructuras problemáticas, o se vuelven conciencia desgarrada en
aquellos contemporáneos que deben –o intentan– asimilarlas en sus
respectivos qué-haceres de esfera privada.
Es por demás evidente, dando unos pocos ejemplos, cómo con el diálogo
platónico o con las obras musicales de Verdi-Wagner, la filosofía griega (o
posiblemente ateniense) y la ópera europea decaen como formas rozando
prácticamente su propia extinción. Es por otro lado a todas luces obvio que
tanto Platón como Wagner intentaron ostensiblemente ser mundo o historia.
Las problemáticas y laberínticas relaciones del primero con los tiranos de
Siracusa –Dioniso padre e hijo– o con la polis ateniense, y los conflictivos
tejemanejes del segundo con el rey Ludwig de Baviera65 son notorios a este
respecto. Dante, cambiando lo que haya que cambiar, no hizo otra cosa a lo
largo de su vida que participar del mundo, de la historia del Estado florentino
y de su relación con el Imperio, y su Commedia fue declaradamente una de
las formas, maniere o vías de acceso a tal posibilidad decisionista.
Cuando la aparición del cine –como ricorso–, las formas anteriores habían
entrado en un ocaso deliberativo tan vasto en sus proporciones, que la mayor
parte de los estudiosos “humanistas” tomaron esta nueva forma del pensar y
el poetizar como a un atrevido advenedizo que se colaba brutalmente en los
mullidos refugios de una interioridad erudita, o como a un bárbaro americano
que ponía sus botas embarradas sobre el ordenado secretaire del filólogo
europeo con su fichero de simétrica perfección. Hoy sabemos que no fue, y
que no es así. Ni joven advenedizo ni bárbaro americano, sino la fatal reaparición cíclica de una apetencia ordenadora, que en su titanismo escalaba
cíclicamente un Olimpo o Valhalla mohoso por contumaz y polvoriento por
deliberativo.
El cine fue el acontecer de un avatar titánico, pero ni en un Olimpo ni en
un Valhalla europeos; menos aún en un paraíso laico occidental. El cine fue
la irrupción de lo titánico en un limbo de cultura europea que ya no decidía
nada porque había vendido mucho tiempo atrás su progenitura por un plato
de lentejas (todo lo especiosamente adobado que se quiera), o se había
refugiado en el purgatorio secular de producción “periódica” de la cultura. La
aparición de ese gigante o titán americano, todavía embarrado del limo
originario en y con el cual el padre-europeo lo había engendrado (o creía
haberlo engendrado como “hijo natural”), en busca de su derecho a los lares
paternos, creó ese conflicto o nudo de sentido del que Occidente todavía no
se ha despertado en su no asimilación de tal fenómeno. Ya que a América
siempre se la soñó, imaginó o re-creó fantasmalmente desde lo europeo,
como a un hijo bastardo creado entre las urgencias de una Europa pletórica de
vitalidad vicaria.
Como titanes emblemáticos de tal despliegue, tenemos a tres autores de
films que exceden también esta categoría: Griffith, Welles y Coppola. Los
tres exceden o desplazan las categorizaciones puras de artistas centrales,
laterales o excéntricos, participando en paralelo de cada una de tales
categorías y definiciones, o yuxtaponiéndolas a piacere en sus respectivos
despliegues. Porque aquello que llamamos analógicamente “titanismo” del
cine desemboca fatalmente en el God-Father, en el Dios-Padre coppoliano,
por haberse iniciado como El nacimiento de una nación y abrevado a mitad
de su recorrido o periplo en el imposible Citizen Kane wellesiano: un
ciudadano que es o se piensa como Kan y tiene simétricamente la marca de
Caín.
XIV
Autoconciencia: la marca de Caín
¿Qué es Citizen Kane? Es el temprano saber que se sabe, declarado por la
opera prima de un director de cine. Director de cine que, y por primera vez,
viene munido de características inusuales hasta ese entonces. Primero, Welles
es una figura pública de la cultura y hasta de la chismografía
norteamericanas: niño prodigio, recitador precoz de Shakespeare, director de
teatro de sesgo “vanguardista”, propalador de emisiones radiofónicas
apocalípticas, enfant terrible, etc., etc. Segundo, Welles es el primero
también en hacerse proyectar (y luego declararlo) films anteriores: desde
Griffith hasta La diligencia. En esta actitud tenemos el fundar operante de la
autoconciencia. Partirá a sabiendas del cine anterior, legitimando
paralelamente el status de clásico de dicho cine. Ya que clásico es aquello
que da, que dona clase, pero ese donar debe ser legitimado por aquel que
demanda.66
En su diégesis, Citizen Kane es el primer film en incorporar de modo
transparente el cine como elemento del hacer cine.67 Tras el prólogo, la
carrera de su protagonista nos es dada como noticieros fraguados por el
mismo Welles. El protagonista absoluto –Foster Kane– es interpretado por el
mismo director que, en forma ostensible, va mutando a lo largo de todo el
film en sus diferentes etapas vitales y de simulacro, aun como octogenario,
representado por un autor-actor de veinticuatro años. Este juego de máscaras
lleva hasta sus últimas posibilidades lúdicas –pero también metafísicas–
cierta capacidad hasta entonces más o menos velada del cine: la de
alimentarse vicariamente de lo inerte o de lo muerto para proyectarlo en vida,
sobre la pantalla.
También como diégesis, Citizen Kane es la mostración extremada
(“mostración extremada” puede ser otra definición de autoconciencia) de las
formas y estructuras estilísticas anteriores en el despliegue del cine. Ni el
relato acronológico, ni la profundidad de campo, ni el uso “expresionista” del
decorado, de la banda sonora y del score fueron inventados por Welles, sino
extremados. Los primeros planos o planos detalle de subrayada exposición –a
la manera de flashes– parecen estallar68 sobre la conciencia retrospectiva del
espectador, al cual –y sí por primera vez– ya no se le pide, sino que se le
exige que recuerde y ordene planos de obras anteriores que hicieron posible o
dieron lugar a tal estallido de significación. El decorado parece “describirse”
a sí mismo, regodeándose muchas veces en autorreferirse a su propia
grandiosidad artificiosa. Hay también una notoria fruición de anacronismo
decorativo en el film; como un mostrar ingenuo de la propia carpintería y
atrezzo como objetos vanos y hasta inertes de una ficción que parece no
poder con-tenerlos. Es en ese nivel, por cierto, donde la categoría de barroco
puede utilizarse con precisión. Si barroco es la espiralada tensión de un
principio que parece no tener fin, y que intenta limitar con el infinito, tal es la
figura que preside operativamente el despliegue de este film; y el enigma de
Rosebud es su móvil simbólico.
Si con Citizen Kane arribamos entonces a un temprano saber que se sabe,
en castellano este saber puede también nombrarse como el saber qué se sabe,
y el emblema móvil de Rosebud es la objetivación de esa pregunta.
En la escena final, vemos a los operarios y changadores de una suerte de
catálogo neblinoso y polvoriento que intentarán fichar los atributos de un
mundo abolido; esos operarios parecen transmutarse en el equipo técnico de
un film que da por concluido el rodaje. Entre los objetos inútiles –por
inclasificables y no mensurables–69 se arroja a una caldera un pequeño trineo
de madera; cuando los hombres se alejan, la cámara, acercándose hasta
alcanzar el primer, y luego primerísimo plano detalle, nos muestra la palabra
Rosebud grabada sobre su menguante superficie. El objeto de investigación,
el móvil de la busca, es finalmente sólo conocido por el espectador, y en el
momento del conocer su soporte material, se quema, destruyéndose de
manera simultánea. El cine, en ese preciso, exacto momento, declara que sabe
(y sabe qué sabe) pero la meta de su demandar queda a cargo del espectador.
Con la autoconciencia, entonces, aparece también la cura del espectador.
XV
Autoconciencia: la cura
Esta cura, este hacerse cargo, marca un radical punto de inflexión en el
despliegue del cine. A partir de ese punto, marca o nudo, se despliegan y
multiplican los finales de cura. Out of the Past de Jacques Tourneur, All
About Eve de Mankiewicz, Rear Window y Vértigo de Hitchcock muestran en
sus escenas finales de manera ejemplar lo que llevamos dicho. El cine, a
partir de la autoconciencia, desemboca en la cura del espectador que debe –si
quiere– hacerse cargo, cargar simbólicamente con la apertura que se ha
operado en su saber o en su sentido70 del saber. Este operar de apertura desvela una resolución imaginaria, cosa que, si el cine se demandó en su hacer
desde el comienzo, arriba o desemboca mediante la autoconciencia a esa
posibilidad soñada, intuida o atisbada por Novalis71 de una ciencia de lo
imaginario, llamada “la fantástica”. El cine se convierte a partir de entonces
en el lugar –porque da lugar y un lugar a des-velar– donde, partiendo de una
muy precisa delimitación del des-ocultar, se abreva para así dirigirse hacia
una meta que limita con el final de la proyección fílmica. A partir de la
quema de Rosebud, del feros material, al espectador le es exigido –y de
manera creciente– un hacerse cargo, un curar, que es custodia de aquello que
sabe para él. Ese ÉL es punto de reunión o cobijo de una comunidad que debe
re-pensarse como totalidad decisionista, id est, ecumene.
Ese ÉL del espectador lo llamaremos el quia72 del cine y es el que, en su
cura/custodia del sentido final del film, debe hacerse cargo de la clásica
pregunta “¿Qué pasó después?”.73 Cómo no exigir/se ese demandar con el
final –digamos– de All About Eve o Psycho o, más próxima a nosotros –
aunque tan sólo en el tiempo– y en el segundo nivel de articulación de lo
autoconciente, con los finales de La conversación y de Carrie. Ese demandar
que opera como apertura de un saber que, antes de Citizen Kane, el cine
pareció o simuló querer sólo para sí, se abre a partir de entonces al saber del
espectador; porque Citizen Kane funda también la “cinefilia”, pero la funda
como una positividad virtual de cura que no se reconoce o no se acepta como
cura/custodia sino como cura-coleccionista. En resumen: la “cinefilia” nace
de un responder ingenuo a la pregunta que se funda con Citizen Kane y se
refunda con El padrino.
A partir de la dicotomía apuntada entre cura/custodia y cura-coleccionista,
se despliegan los recursos de las direcciones de sentido de los autores de
films que aparecen a partir de los años sesenta, aproximadamente. Quienes de
manera inequívoca deben resolver su anterior estado de “cinefilia” en el cine.
Lo cual hace –y como veremos en otro lugar– que se intente partir y operar
desde una transparencia anterior –dada como cita– o de una tabula rasa que
busca, como re-curso, una transparencia que parece partir de cero. Jean-Pierre
Melville y Eric Rohmer –dentro del cine francés, v. g.– pueden ser emblemas
precisos de tales respectivas posiciones.
El Welles posterior a Welles o Welles como Orson. Cuenta la leyenda –
leyenda que el propio interesado se encargó de propagar– que el curioso y
“único” nombre de Orson se le ocurrió –en sentido heurístico– a su madre,
Beatrice Ives, como variante en inglés de Orsini, poderosa familia central en
el renacimiento italiano de la cual la dama pretendía descender. Los antiguos
decían que el nombre es destino, profecía –nomen omen–, y en ese nombrar,
que era también un destinar, acuñaban un sintético emblema de la vida futura,
como un horóscopo gramatical que, en su taquigrafía semántica, delimitaba
un periplo que el nombrado de marras debía cumplir en su vida adulta. Pocos,
según creemos, habrán acatado ese deseo maternal como Orson Welles, que
orquestó su vida posterior a Kane como un Orsini o un Borgia en el exilio. Si
para Hitchcock llegar a los grandes estudios de Hollywood era ingresar por
enormes puertas “que como templos se abrían para recibirnos”, para Welles,
la expulsión, la nueva expulsión de ese paraíso terrenal, marcó sus andanzas a
lo largo del resto de su vida.
Dante en Ravena y Orson en Europa. Un tejido, un tapiz de quejas,
exabruptos, confusas declaraciones y desmentidas, estafas y notorias mentiras
pueblan la vida wellesiana tras Citizen Kane. Su obra posterior,
buscadamente fragmentaria, es una suerte de parerga y paralipómena a su
primer film. Apoyándose en Shakespeare o en su inventado Arkadin que
acuña la fábula –ahora clásica– del escorpión y la rana. La más larga fila de
obras inéditas, a medio terminar, frustradas, trabadas, desaparecidas,
semiapócrifas y hasta soñadas o inventadas, ayudan a configurar la caída de
un gran hombre –rol que siempre jugó con fruición–74. Aquel Orsini se
convirtió en este Orson, oso doméstico de una voluntad de poder sin corte.
Porque si Welles siempre coqueteó equívocamente con la desgracia, en su
largo flirteo con el infortunio jamás olvidó algo –que sí pareció ignorar la
corte de enanos adulones de la que se rodeó–: “El poder desgasta sólo a los
que no lo tienen”. Y ese poder lo siguieron teniendo –y detentando–, a lo
largo de casi toda la vida de Welles, los grandes estudios, cuyas puertas se
habían cerrado, simétricamente, tras sus enormes espaldas…
Porque también con Citizen Kane se anudó por primera vez este dilema: si
la autoconciencia quiere inexorablemente ser historia, mundo, para ello
necesitaba objetivarse en algo material e históricamente constituido; así como
la ostra necesita el grano de arena para transmutarlo en perla; y esa perla
imperfecta que es emblema hondante del barroco habla a las claras de que ese
sutil matiz de imperfección, de incompletud, es la grieta por la que se cuela el
posterior despliegue del cine. Porque si Citizen Kane en su temprana, juvenil,
imprudente, precoz autoconciencia, hubiera logrado ser historia, el seguir del
cine no hubiera tenido sentido. Pero ésa es otra historia.
XVI
Autoconciencia: segunda parte
La autoconciencia es el momento de un arte o forma del pensar y el poetizar
en el cual se sabe que se sabe, y se sabe qué se sabe: este saber implica un
matiz necesario de agotamiento o declive, en la medida en que esa forma
intenta ser parte del mundo, hacerse historia.
Al momento de la fundación del cine por Griffith, le sigue un casi
inmediato momento de reconocimiento o, si queremos, canonización dentro y
fuera de la territorialidad norteamericana. A ello corresponden las obras de
Von Sternberg y Keaton, y las de Lang y Murnau en el mundo europeo.
Tras ello, el reino de la transparencia, cuya década ejemplar es la del
treinta, donde el troquelado de formas se establece simétricamente a la
elaboración de un pacto simbólico entre hacedores y espectadores a cargo de
los grandes estudios, que serían –desde esta perspectiva– la cara visible o
política del hacer del cine.
Tal reino de la transparencia tiene un pliegue, quiebre o inflexión, hacia
1941, con el surgimiento de una temprana autoconciencia en el cine dada por
Citizen Kane.
Esta apurada, precoz autoconciencia fue utilizada de inmediato por la
estrategia de negación del cine, que ya se había ideado como recurso
distractivo ab ovo, pero modificándola en su contenido táctico. Es decir que
la primera maniobra de simulación distractiva se basaba, en lo fundamental,
en emparentar el cine –in toto– con las llamadas “artes populares” con el
“kitsch” en un centro supuestamente imparcial, y con el “arte de masas”
corriéndose hacia la izquierda. Pero todas estas estrategias negando u
ocultando el carácter de radical diferencia que tenía el cine, precisamente por
el salto sintético adelantado que había producido en las formas del pensar y el
poetizar desplegadas hasta ese momento, en especial –y esto ha sido su
enorme virtud y, por otro lado, su “talón de Aquiles”– al lograr eludir –
ajustando las cuentas de paso– el martirologio laico instaurado con y a partir
del romanticismo. Diríamos: ese martirologio laico no fue buscado en forma
efectiva o conciente por los propios románticos, cuanto por el ya por demás
organizado, y en el poder, mundo liberal burgués que, con el pretexto de
curarlo museísticamente, procedió a desmembrarlo en un ala conservacionista
–como venía practicando con creces con el llamado mundo “clásico”–, y una
segunda ala, sentimental, reemplazando la conciencia espiritual –ya bastante
flotante, admitámoslo– por un mero y horizontalizado reino de los
sentimientos.75
Para decirlo de otra manera: la modernidad liberal burguesa tiene y
mantiene una doble relación perversa con el romanticismo o, más bien, con
las prosecusiones o tentativas neorrománticas. Cuando la fase solar está en
camino del religamiento con los datos o fuentes tradicionales, recurre,
precipitándola, a la fase lunar del romanticismo: a todos aquellos elementos
bajos, caídos, a todas las influencias errantes y carnavalescas para detener el
camino de regreso de la fase solar; es decir, cuando el romanticismo
justamente está a punto de convertirse en otra cosa.76
El cine, y desde su nacimiento con Griffith, evitó, eludiéndola, esta
dicotomía levantada como un trompe l’oeil o, a lo sumo, mascarón de proa
por el mismo poder contra el que se pretendía combatir. Pero la aparición
prematura de una autoconciencia temprana –y por ende inmadura– del cine
con Citizen Kane, hizo que a partir de allí la modernidad liberal optara por
acuñar una segunda estrategia: la recuperación romántica de ese film,
reciclando, o más bien embalsamando para ello los idiotismos de “artista
maldito”, “incomprendido”, “genio solitario”, “adelantado a su tiempo”, y
toda la oxidada panoplia de la doxa pos romántica.
En esto fincaría, precisamente, una política romántica, en ese recuperar
dirigido, en esta estrategia de simulación. Y tal vez no en la busca como tal.
Su autor, por cierto, contribuyó todo lo alegre e impunemente que pueda
imaginarse a esa estrategia de simulación. Reduplicó casi hasta el absurdo su
propia seudo leyenda vicaria,77 llevando hasta el límite del ridículo los
costados y situaciones más trillados con respecto a tal doxa. Más aún: incluso
acuñó, y de manera absoluta y literalmente contemporánea, su propia
parodia.78
Tanto su “decir” como su dicho, tanto su contenido como su forma, si
preferimos, se prestó muellemente a ese nuevo avatar de la estrategia de
simulación y negación del cine. Por un lado, al privilegiar, tornándolas
absolutas y tempranamente autónomas, las esferas del hacer técnico y, por el
otro, multiplicando también –en un furor casi neoprimitivo– las distorsiones y
efectos fotográficos de los cuales el cine, desde los primeros films de Griffith,
intentó, y consiguió en gran parte, huir como de la peste.
A esta carnavalesca autonomización de lo técnico-fotográfico, Citizen
Kane sumó un mundus y un ethos de temprana decadencia y estagnación,
reemplazando, en todo caso, el indecisionismo por el imposibilismo. Es decir,
al estado de limbo discutidor de la modernidad liberal burguesa, este film le
sumó o yuxtapuso –pero desde el mismo sistema, forma u organismo que
había, en gran medida, ido socavando y hasta eliminando el limbo
permanente– esta suerte de mina de espoleta retardada en que terminó
convirtiéndose el film, y en aquello que (mediante la acuñación de la
“cinefilia”), como coartada, necesitaban los que sólo tomaron –o se
resignaron a tomar– el cine como un bálsamo esteticista más, como un nuevo
y técnico avatar del sentimentalismo utópico o del arte como consuelo
intramundano.
XVII
Formas del entender y del desentender
Una vez efectuada la autoconciencia, aunque de manera apresurada y
neorromántica, podemos decir que al espectador le cabe una tarea
demandante a la que denominamos el quia del espectador, que se define
como el desocultar demandante que aparece –prematuramente– tras la
temprana autoconciencia del cine. Este quia da lugar, por otro lado, a la
aparición de la situación de cura; es “el Espíritu en tanto libertad, objetividad
y conciencia de sí”.79 Pero atención, la aparición de la situación de cura, que
es el cuidado ya autoconciente del operar del cine se refractó, ab initio, en
cura/custodia y cura-coleccionista.
La cura/custodia es el cuidado que lleva a un pensar del cine a cargo del
quia del espectador.
Mientras que la cura-coleccionista es el decaer del preguntar que lleva a la
“cinefilia” como diferencia tecnificada.
La “cinefilia” es la actitud de un responder ingenuo a la pregunta por el
cine que se funda con Citizen Kane y se refunda con El padrino.
La “cinefilia” es también el último esteticismo de la era técnica.
XVIII
La persistencia motriz
El cine posee, además de la persistencia retiniana (limitación constitutiva del
ojo humano por el cual es posible el “movimiento” fílmico per se,
técnicamente hablando), una segunda persistencia, pero utilizada sui generis
por el cine como arte. Nos referimos a lo que, por ahora, llamaremos
persistencia motriz y que sería una rémora,80 atavismo o forma míticogenética que nuestro cuerpo mantendría en estado latente desde sus remotos
orígenes, en los cuales todo movimiento era a su vez expresión y contenido,
vida vivida y significación, al igual que cierta antropología ha llegado a
postular que al comienzo –in illo tempore– sonido, gesto y movimiento eran
lo mismo.81 Expresión y sentido a un mismo tiempo; luego –a la manera del
potlatch– algún gesto o movimiento corporal se separó como exceso de su
función dual representativa-significativa y de allí la danza; seguidamente un
sonido o un grupo de tales corrieron la misma suerte, y de allí el canto, y así
en más.
De allí también que fueran condiciones sine qua non a partir del
romanticismo –¿y, posiblemente, desde el barroco más estricto?– los anhelos
e intentos por regresar a una posición o puesta en escena ritual de las obras
que habían adquirido su status de autonomía desde el llamado renacimiento.
A fines del siglo XIX y comienzos del XX regresó, reduplicado
autoconcientemente, tal intento de vuelta a los orígenes de la integridad ritual
del arte, mediante las formas desprendidas, canónica o casi canónicamente,
del wagnerianismo: como el simbolismo francés, los intentos de retraducción
del teatro Noh japonés por autores como Yeats y Claudel, la reintroducción
del autosacramental –Murder in the Cathedral– por Eliot, la ceremonia
“pagana” exorcizada que finca La consagración de la primavera de
Stravinsky y un largo etcétera que puede extenderse perfectamente a los
campos de la pintura, la escultura, arquitectura, la danza (los Ballets Rusos,
Isadora Duncan, Karl Jooss et al.), como también a factores de la vida
cotidiana vueltos consecuentemente autónomos luego del renacimiento, como
la actividad política y demás.
Pero, como de costumbre, fue el arte del cine aquel que sotto voce se hizo
cargo de esa tarea o, en todo caso, la desplegó más drásticamente que las
otras y cansadas (¡cuando no enfermas!) artes anteriores, que no podían dar
nada más de sí, salvo como suplementa o ventilación asistida. Por el
contrario, el cine, comprendiendo ab ovo que su origen técnico-fáctico se
debía a una debilidad o cortedad de la visión humana, elevó
exponencialmente, pero en modo autoconciente, tal imposibilidad, mediante
el empleo ex profeso de una segunda persistencia, aquella que hemos
denominado motriz o, quizás, “táxica”. Con ella pasaron a representarse y a
vivirse, en simultáneo, pensamientos y conceptos que volvían a ser recibidos
como acciones y movimientos puramente físicos. O como conceptos
intelectuales traducidos en acciones. Es posible, también, que la naciente y
triunfante “filosofía” pragmática norteamericana, que de suyo no fue más que
chapucería o confusión en los campos estrictamente filosóficos de la
gnoseología, la estética y, sobre todo, de la ciencia política y sociológica (con
los resultados nefastos, hoy fácilmente reconocibles en la mentalidad
político-económica norteamericana), haya actuado, y por contraria suerte,
como un paradójico acicate en cuanto a la intuición de la sobre-existencia de
la persistencia motriz como atavismo del inteligir humano.
O, en todo caso, fue el genio de Griffith y de sus inmediatos
continuadores aquellos que dieron pábulo a extraer, de las desordenadas y
contradictorias especulaciones de los pragmatistas, las consecuencias que son
motivo de estas líneas. Intuyeron que el ser contemporáneo podía entender, y
sobre todo situarse, de forma y manera tradicional o arcaica, al sentir viendo
y moviéndose a un tiempo, mediante la técnica de traducir en acciones físicas
los conceptos y nociones intelectuales y abstractos o, si queremos, traducir en
acciones físicas las ideas, arquetipos o universales.
De tal forma, la persistencia motriz formaría una tríada junto al eje
vertical y al potlatch del proceder mítico del arte del cine. Haciendo hincapié
sucesivamente en la irrupción de una otredad en la continuidad físico-espacial
(eje vertical); al desgastar, por exceso, y en forma conciente, parte de su
hacer en un desperdicio ritualizado que confiesa, en paralelo, la imposibilidad
de la imitatio Dei (potlatch); y, finalmente, al hacernos partícipes de manera
física, participativo-activa, allí donde lo emotivo y lo racional se funden –
solidificándose– en una permanencia o latencia ideal (persistencia motriz).
Con todo ello, el cine logró reubicar al espectador contemporáneo, ya
desmembrado en sus diferentes autonomías que decían poder satisfacerse
separadamente –estética, ética, política y religiosa– en una unidad (todo lo
temporal, precaria, y hasta leve que se quiera, pero unidad al fin...) donde el
pensar-representando se volvía simultáneamente un re-conocer imperativo, y
donde las meras acciones traducían a escala ordenamientos que las demás
herramientas retórico-estilísticas del cine religaban con lo mítico y lo trágico:
el uso del símbolo et al.
XIX
Lo simbólico
Lo alegórico humaniza –o así pretende– lo inhumano, pero trasladándolo a
una Neverland;82 lo simbólico transhumaniza lo humano,83 en cuanto
histórico-temporal, pero accediendo, aceptando, ese estado de caída, dando
cabida o refugio, no escape.
Esto sirve como base para una discusión, sensata pero absolutamente
polémica, incluso agónica, sobre los pocos –pero atendibles– intentos de
retorcer o de cambiar el eje de las relaciones símbolo/alegoría, haciendo de
esta última lo que es, tradicionalmente, el símbolo;84 o, de manera un tanto
más compleja y confusa, yuxtaponiendo sin más un uso particular de la
alegoría con la alegoría plástica y/o la alegoría tout court.85 De todas formas,
ambas posiciones toman por accidental lo que es esencial, confundiendo
clásico y, peor aún, neoclásico con tradicional.
Lo simbólico puede entenderse también como el ricorso viquiano, como
el etymon espiritual de Leo Spitzer,86 o como nuestro eje vertical en el cine.
Son formas, distintas fases y manifestaciones de lo eterno, de la unidad
divina en el arte y en las formas del pensamiento, dicho lato sensu. Lo
alegórico, por el contrario, es lo efímero, lo accidental, aun lo casual, que
intenta pasar por eterno o, de igual y equívoca forma, como lo “rebelde”, lo
“revolucionario”, lo “contestatario” o lo “trasgresor” –en orden decreciente
de insignificancia distractiva–.
También lo alegórico neutraliza, interiorizando el contenido mediante el
recurso del “había una vez”, que no es sino el contrario del hic et nunc, pero
llevado a lo eterno del proceder simbólico: del hic et nunc al in illo tempore.
El símbolo tiene, simultánea y sucesivamente, tres niveles o haces
direccionales en su despliegue. El haz temporal, del cual parte y a partir del
cual se acuña; luego, un haz diegético que se relaciona con los feros, es decir
los portadores de la acción o de la continuidad en el momento de su
troquelado; finalmente, y por sobre todo, un haz que se despliega,
acrecentándose y actualizándose, en el tiempo. Es, por cierto, la presencia de
este tercer factor, la que conduce a la obra genial o clásica, dicho en sentido
estricto.
El primer haz es aquello que el simbolizar toma del tiempo histórico, aun
en su sentido más craso, id est anecdótico; es aquel que puede reconocerse y
relacionarse con los hechos históricos o anecdóticos de los cuales parte. En
segundo término, el simbolizar se aposenta y se troquela, modelándose en
determinados sujetos portadores del status de ficción, los que, mediante su
decir y desplegar le dan, fijándolo, un sentido puntual que se relaciona ya no
con el aquí del tiempo histórico, sino con el aquí del tiempo diegético. En
este segundo haz, que se despliega el tomar para sí del arte y, puntualmente
en el cine, el poner en escena aquello que se ha tomado –o levantado– de la
historia. Y como tercer haz, o despliegue, el simbolizar se desplaza,
enancándose en el tiempo para tornarse atemporal, imagen plástica de la
eternidad, parafraseando a Platón.87
En el monólogo de Hamlet (III, 1, vv. 56-90) tenemos, v. g., representados
los tres estadios de lo simbólico, desglosados de la siguiente manera.
Primero: el dudar del monólogo referido a las dubitaciones del rey James
Stuart, quien hereda el trono de Inglaterra en situación polar con respecto a su
madre, la asesinada reina María, su fe católica y demás.88 Segundo: esas
dudas sobre el hacer o no, el actuar o no, son las de un personaje, que ya es el
príncipe Hamlet de tal y cual obra; y tercero: el ser o no ser monologante,
desplegándose plásticamente en el tiempo, adquiere la estatura temporal que
se le da en el momento de su lectura o representación, actualizándose.
Los estadios y etapas anteriores se relacionan con los tres momentos del
pasaje simbolizador o principio de simetría: índice, ícono y símbolo.
Correspondiendo, analógicamente, al índice el trazo anecdótico
convencional; al ícono, su fijación en determinado punto de vista o
composición de lugar (v. g. éste y no otro); y, por último, al símbolo, la
superación de ambas instancias anteriores en un tercer estadio o avatar que
reúne a los dos previos dándoles una significación preexistente –en todo
sentido– a su terrenalización o manifestación mundana. Siendo el índice su
caída o manifestación temporal, y el ícono su manifestación espacial.
El símbolo es, entonces, una recuperación de lo eterno en el hacer
mundano, su última ratio y su telos. Como colofón puede agregarse que el
eclipse, oscurecimiento, confusión e, incluso, pérdida de tal grado teleológico
sigue la marcha del arte en la modernidad.
N. B.: Fíjese que en el ejemplo que damos, que podría multiplicarse, y por
la paradoja del transcurrir estético, pero sólo por eso, la relación triádica es
perfectamente inversa. En Hamlet, el punto de partida simbólico, que para
sus contemporáneos era más reconocible como situación diegética, es el más
complejo para el lector o espectador actual, cada vez más alejado de aquel
histórico-temporáneo; siendo para éste lo atemporal más asequible, al
desprenderse de su envoltura temporal-histórica, y siempre con el segundo
haz en el centro inmóvil de la situación o puesta en escena.
El símbolo enlaza, sintetizándolas, las tres situaciones del transcurrir
temporal haciéndolas estéticas (id est sensibles), asimilables al mismo ámbito
de experiencia, y participa sin confusión de sus respectivas esferas: lo
temporal anecdótico, la situación diegética, y la atemporalidad o, mejor, la
sucesión actualizadora. En el cine, cuanto más logrado está el símbolo, más
se ha extendido su despliegue en los diferentes materiales e instancias puestos
en acción operativa. Es decir: no es algo sólo reconocible/traducible, un
análogon, acuñado en base a lo plástico-fotográfico, ni a lo sonoro, y ni
siquiera a la yuxtaposición de ambas esferas. Implica la actuación, el fuera de
campo, hondante y fundamental para el interpretar simbólico,89 ya que en el
cine las cosas no suceden-actúan en el momento puro –de ser ello posible de
cuantificar o estratificar– de nuestro sightseeing, de nuestro efímero vermirando, sino en tanto y en cuanto éste juega su relación con un continuum
de las acciones que se implican en el momento de aquello que vemosmirando.90
Contemporáneamente, al símbolo lo acecha un nuevo peligro o se lo
intenta cercar a partir de lo que podemos denominar aquí “materialización del
símbolo”. Se trata de que una forma no sea negada en su historicidad, como
hacía el positivismo del siglo XIX o comienzos del XX, sino negada
mediante la carnavalización indiferenciada, al ser arrojada a un cambalache o
bric-à-brac donde se pierde caóticamente entre formas o matrices industriales
que, por la obsolescencia de la producción capitalista, se tornan adorno u
ornamentos epicenos; de igual modo, en la pintura de un siglo a esta parte, se
pierde una espiral, una esfera o una figura estelar entre la nada abstracta o el
mundo “al revés” del sub-realismo.
Excurso: abstracción y carnaval
Abstracción y carnaval, dos caras de lo mismo. En la primera se pierde o se
desfigura lo espacial; en el segundo, lo histórico.
Lo abstracto mantiene el laberinto como problema, pero lo proclama un
problema insoluble sumiéndolo en la ininteligibilidad; el carnaval, o más bien
lo circense, complica el laberinto en lo temporal, haciéndolo un juego
interminable, donde el espectador se pierde mediante el rebajamiento de las
“pruebas” (i. e. ritos) a unas rutinas pasivas, un ludus desformalizado por la
saturación de los elementos caídos en concurso. Por ejemplo: las “pruebas” o
peor aún “gracias” simultáneas a que se entregan en un mismo espacio,
circus, simios y delfines. Neutralizando a los primeros, mediante la
recuperación sentimental de lo feo y diabólico, e infantilizando a los
segundos, haciéndolos perder o desfigurar su carácter mántico-soteriológico y
su situación de cura en relación con la niñez.
XX
Lo simbólico, la apercepción
Leibniz define la apercepción distinguiéndola de la pura y simple percepción,
siendo esta última “el estado interior de la mónada cuando representa las
cosas externas”, y la apercepción como “la conciencia o conocimiento
reflexivo de ese estado interior”.91 Ésta, que podría también llamarse la
autoconciencia del percibir, y que obviamente es un intento barroco de
traducir
contemporáneamente
la
anamnesis
platónica,
como
“recuerdo=conocimiento”, se aplica de manera perfecta y puntual al proceso
de reconocimiento, múltiple aunque inmediato, que ejerce el símbolo en el
cine, representado según nuestra definición.
La apercepción simbólica en el cine sintetiza, en nuestra teoría, todo
aquello que puede resumirse como el pensar del cine, ya que, más que una
“gramática” o un “lenguaje” –siempre definiciones tentativas cuando no
ambiguas y hasta oscuras–, la revolución del cine consistió en un pensar
mediante la creación, como se ha dicho, de la “fantástica” soñada y apuntada
en el fragmento de Novalis. Pero curando a esta fantástica de todas las
neblinosas rebarbas y excrecencias románticas, mediante ese inteligir
anterior, racional pero no materialista, espiritual pero no místico. Con lo cual
se comprueba también, y oblicuamente, cómo el barroco fue la cura, la
corrección a la esfera autónoma del arte nacida con el renacimiento, casi dos
siglos antes de la aparición del romanticismo histórico; y cómo –
adelantándose también a los deslices de este movimiento, que confundió lo
estético con lo religioso– logró mantener en el acto del conocer algún grado
de eficacia en el deslindar lo inteligible como racional y también espiritual,
pero evitando el escollo simétrico de recaer en cualquier tipo de misticismo
privado.
Pero en esta apercepción el cine incorporó, siguiendo la política barroca,
formas, estilos, elementos degradados de la cultura industrial capitalista,
asimilándolos sin ninguna pretensión de sub-realismo o apología del absurdo,
sino como una aceptación del estado de caída, resignándolos, de la misma
manera que la tarea de su feros ejemplar, el héroe, es la re-signación. Con
esta recuperación barroca del desecho industrial, del standard, de la matriz
producida en serie, el cine pudo reafirmar su conciencia decisoria, tanto en
los planos de la representación y de la recepción como en los de una política
del espíritu que no se refugiaba en una marfileña torre inhabitable, ni
tampoco en un sótano o subterráneo sucesiva y complementariamente
inhóspito.
Es obvio que esta forma de apercepción con sustento práctico estaba in
nuce en el cinematógrafo de los Lumière. Pero lo estaba como reproducción
mecánica de un factor psicológico, así como se encontraba también en forma
práctica el elemento documental en los primeros films rodados en Europa.
Pero precisamente por ello, y como sucedió con los otros elementos, fue el
cine, fue Griffith, quien a esta capacidad de utilización mecánica, de
heurística técnica, le dio un soporte o, mejor dicho, un fundamento
tradicional. Ya que en el acto de apercibir el espectador comprendía –
paralelamente a su acto del reconocer mecanicista-psicológico– un sentido
que el cine, al expresarse mediante el símbolo, no lo hacía en base a un mero
juego de estímulo-respuesta92 sino como el reconocer mediante otra fase
actuante en el proceso, es decir el enlazar tal y cual representación, que se
veía y reconocía en cuanto a su funcionamiento, pero relacionándola, por
analogía, con un elemento arquetípico. En la apercepción del cine no se
reconoce sólo el estímulo físico o el proceso mecánico-biológico de su
representación sino también, y en simultáneo, un conocer actuante que
actualiza aquello que vemos representado en otro plano de significación: no
conocemos por conocer sino por aquello que debe ser conocido.
Así como Griffith desvió al cine del uso reproductivo documental de los
Lumière, así como lo desvió del uso lúdico circense de Méliès, desvió
asimismo al cine de su uso puramente instrumental, como herramienta de
laboratorio, haciendo del acto de representación un acto de conocimiento,
pero no en el mero plano empírico. Sino para que, a partir de las apariencias,
éstas fueran reconducidas al paraíso perdido de los arquetipos –para usar la
bella frase de Mircea Eliade–.
Para completarlo con el parágrafo antes citado de Leibniz: “... esta última
[la apercepción] no es dada a todas las almas, ni siempre a la misma alma”.
Podría agregarse aquí, y a manera de escolio: el símbolo es la razón
suficiente del cine. Ya que “... nada sucede sin que le sea posible, a quien
conozca suficientemente las cosas, dar una razón que baste para determinar
por qué es así y no de otro modo”.93
Esta apercepción, a la que el cine induce de manera, ¿cómo diremos?,
¿voluntaria? ¿fatal?, o mejor, ¿una voluntad tomada como fatalidad?, es
posible en tanto y en cuanto el cine entrega la percepción de manera fáctica,
como un don. A esta donación el espectador la percibe como elemental,
concreta, ya que sus percepciones físico-espaciales son miméticas-completas
y no son dadas bajo ninguna mediación –como sucede en el acto de lectura,
en el cual la mediación se da recurriendo a la imaginación, que el cine provee
fácticamente como dato, o don–. Por carecer de esta mediación, y dando la
percepción como fatal (dando por hecha la donación), el espectador es
llevado a la apercepción forzando, o más bien desafiando, a su inteligencia a
que dé sentido a lo que ve y sigue como hechos factibles y miméticos. De este
modo, dando importancia a aquello que nosotros llamamos “segunda
historia”, el espectador puede, una vez entendida ésta, pasar a comprender,94
si quiere, cómo aquello que se le había dado fácticamente era una donación
del autor, es decir, a través de la segunda historia, siquiera en estado de
intuición, alcanza a comprender cómo la primera historia estaba organizada –
puesta en escena– para que se apercibiera de esta segunda. En resumen: el
entendimiento de la segunda historia, la simbólica, es aquel que hace
comprender al espectador la organización hondante de la primera; o: por el
entendimiento del símbolo repensamos cómo se ha simbolizado, cómo se lo
ha puesto en escena, mediante la primera historia, para que esta percepción
que tomamos como fáctico-instrumental haya sido organizada de tal forma
que, llegando a la comprensión del segundo estadio –el simbólico
aperceptivo–, alcancemos a inteligir la organización no casual, sino causal de
la puesta en escena. Pareciera que un film cuanto más perfecto es nos hace
acceder primero al entendimiento puro y luego a aquellos elementos que –una
vez descompuestos– forman o apuntalan el acto del entender.
Los actos del entender nos son dados en el cine como conceptos
deducidos o desglosados en forma de símbolos, y éstos, a su vez, reposan,
descansan, en la tríada que constituyen, forman, con el ícono y el índice
anteriores. Esta tríada lleva en su actuar hacia un cuarto término puesto fuera
de campo –“el saber del cuatro”, como lo denomina la Cábala–, que es el
entendimiento eficiente, particular, privado-subjetivo, desglosado o
soportado, a su vez, por la tríada anterior formada por índice-ícono-símbolo.
En el cine tomamos como voluntarios aquellos actos del inteligir que son
portados por el símbolo, y éste reposa su hacer en los dos elementos
anteriores, que forman a su vez un binomio –por lo general muy difícil de
separar en su acción– que se pone en escena como composición de lugar,
marco o referencia diegética en su punto de partida.
La persistencia motriz es el excipiente que aglomera, compacta
formalmente la tríada y la remite al entender particular, que la toma como
acto de volición en sentido subjetivo. Esta subjetividad, cabe recordar, fue
inflada, mimada, y llevada hasta las últimas consecuencias por el
romanticismo histórico alemán, como curiosa y paradójica forma del intento
de religar el arte a lo trascendente y lo metafísico; pero perdiéndose en el
camino de regreso, en la hinchazón y en la inflación de una actividad del yo
vuelta casi ultima ratio e instancia justificadora, que terminó –por contraria
suerte– en desmelenar y complicar todavía más el status de autonomía de lo
estético, llevándoselo a seccionar y parcelar en un acto puro del
entendimiento, y en un acto casi también puro del inteligir divino. Con lo
cual la autonomía de la esfera estética era reduplicada en una metafísica
privada.
Corolario
Por eso, cuando en nuestra teoría hablamos de autoconciencia, empleamos el
término en el sentido de aquello que el hombre, en su conciencia escindida
por su separación de lo divino, puede alcanzar y vislumbrar, mediante lo
estético o el entendimiento estético, del Espíritu Absoluto. Pero negamos
radicalmente que el hombre pueda ser, o lograr ser, ese mismo espíritu. Sólo
alcanza a rozarlo, a intuirlo, a través de la autoconciencia tal cual como la
hemos definido.
De esta manera, la autoconciencia sería una forma o emanación de la
Gracia, que se da traducida (o escindida) y revelada en términos estéticos.
XXI
El cine como ricorso
Así como el genio puede resumirse en cuatro características, o tres que se
sintetizan, resolviéndose en un cuarto elemento: capacidad sintética,
apetencia universal, tendencia a llevar el factor azar a cero y, finalmente, un
elemento vático, profético o, si queremos, de apertura, puerta abierta hacia lo
eterno e infinito (“en tanto que es el mismo, la Eternidad lo cambia...”), estas
virtudes debieron, a cierta altura del desarrollo del concepto del cine, aceptar
en su despliegue y en su hacer la incorporación de un material serial;
standards que fueran o se constituyeran en soportes de expresión.
Aquello que puede definirse como barbarie tecnológica o barbarie de la
sociedad industrial incrementó, produciéndolos en serie, los soportes u
objetos de uso –y de abuso– de su movilización total. El autor de films,
llegado a esa etapa de saturación de los continentes, tuvo que optar por
privilegiar los contenidos obviando, saltando por encima, o simplemente
alzándose de hombros en cuanto a los soportes y cayendo o recayendo de tal
suerte en un elitismo de retirada, refugiándose para ello en una esfera privada
que perdiera todo contacto con el hacer humano –sea como mundo material,
mundo histórico o mundo del trabajo– y ubicar, a su obra en un limbo más
puro y bello pero igual de inoperante; o –por el contrario– aceptar el estado
de caída de lo bello en formas y objetos industrialmente degradados y,
tomándolos como soportes, resignarlos en cuanto a su significación y
trascendencia. Este segundo camino fue el elegido por algunos autores de
films de esta última etapa, la de la autoconciencia –como postulado a la vez
agónico cuanto polémico– de sus obras.
O ante el bello y tierno desengaño de lo serial y lo uniforme, de lo banal y
standard, oponer un esteticismo que privara a su operar del carácter
bajamente especulativo de sus soportes materiales, o aceptar agónicamente
ese estado de caída y hasta de anomia de las formas para transportarlas al
único nivel operativo posible. El cine optó por esta segunda vía,
arriesgándose a ser confundido por los esteticistas de retaguardia como una
parte más, e indiferenciada, de esa misma uniformidad y extensión horizontal
de la producción industrial.
Al indecisionismo en lo político se corresponde el esteticismo en lo
artístico y el panteísmo en lo religioso. El no determinar o definir al enemigo
en lo político, también lleva a no determinar el valor funcional en lo estético,
y, por último, a desrealizar la esfera de lo trascendente en una virtualidad
inmanente, a la que se carga en forma vaga de una atmósfera de misticismo
laico. La sociedad industrial, mediante la estrategia de la movilización total,
puso en un callejón sin salida a las formas seudo clásicas, enfrentándolas a la
falsa disyuntiva de salvar los restos del naufragio de una libertad nominal,
una belleza estéril y museística, y una divinización de la naturaleza tomada
como objeto abstracto de fruición mística, o perder su status de puridad
estética. No fue capaz de recuperar algo de su valor, bajando a la liza donde
se desarrolla o puede jugarse todavía el elemento agónico, sin perder su
sentido polémico; tarea que sí fue emprendida por el cine. Al ágon sin
pólemos puede sumárselo sin más a las formas nihilistas contemporáneas que,
refugiadas en el “Gran hotel del abismo”, se entregaron a todos los
“absurdos” y “existencialismos” como interiorizaciones lúdicas de una
diferencia tecnificada.
Quien no decide su otredad es devorado por ésta... y, si no, es petrificado
prematuramente mediante los signos meduseos. Siendo éstos los que
paralizan
determinadas
potencialidades
mediante
el
temprano
reconocimiento, convirtiendo en positividad inerte aquello que era, hasta ese
momento, positividad virtual.
El cine, más que un “lenguaje” o, peor aún, una “sintaxis”, es una
construcción ideativa, una serie de formas y elementos que erigen una
dimensión fantástica en la que se objetivan unos y se subjetivan otros de los
componentes de este lado de las cosas. Pero en ese proceso de construcción
ideativa (no ideal, atención) se sintetizan, crítica y polémicamente, las formas
de construcción anteriores. El cine es, entonces, una crítica polémica de las
construcciones imaginarias anteriores. Actúa como una aduana simbólica en
relación con el pasado estético.
Si el cine no es ni un lenguaje ni una sintaxis, no es tampoco una técnica,
en el sentido de apropiación mecánica de lo real, natural o físico. No es ni
una instrumentalización del lenguaje articulado ni menos todavía una
proyección inconciente o sonda psicológica.
La definición de construcción ideativa apuntada aquí puede servir como
base para una posible definición de su forma o causa material concreta, de su
intencionalidad formal que es, en todo caso, la que se aproximaría a ser
aparejada con una retórica lato sensu.
Por lo tanto, el cine no es una extensión fotográfica del teatro o de lo
teatral; ni tampoco una permanente fuente de fotografía en movimiento que
secciona la continuidad espacio-temporal para separarse de vaya uno a saber
qué fantasma de eterno teatral; ni tampoco un código de charadas visuales; ni
un puzzle, un criptograma, o una mímica fotográfica. De allí que, en el
concepto del cine, se abarquen de manera perfectamente no contradictoria las
obras de –v. g.– Alfred Hitchcock y de Luchino Visconti.95 No es en base a
unas categorías pre-cine que se lo pueda juzgar, pero tampoco sumirlo en una
autonomía o autarquía expresiva, en un caos de posibilismo anárquico –
cercano a la trampa tendida a las otras artes por “lo experimental”–, cosa
contra la cual fue acuñado el concepto del cine.
El cine no es, entonces, una mímica ni una gimnástica técnico-fotográfica,
ni una continuidad del diálogo teatral registrado por una máquina tomavistas
en movimiento. Es una construcción ideativa –o fantástica– que selecciona y
sintetiza al hacerlo los pródromos o supuestos de los que partieron –o se cree
que partieron– las artes y disciplinas anteriores. Es una póiesis (i. e. un poder
de hacer) y una tekné, pero vueltas a unir al final de los tiempos estéticos. Así
como se dice que la modernidad nace o tiene su acta de nacimiento al separar
la póiesis de la tekné, el cine vuelve a religar ambos términos al final de la
modernidad, o cuando ésta ha agotado su movilización total, bordeando de
esta manera –al extremar su autorrealización– su propia extinción, siendo el
cine el curador de este proceso de autofagocitamiento finalista; y siendo
nuestro lenguaje deficitario para describirlo.
Más sobre el ricorso viquiano. Así como soñamos repetidamente con la
vuelta a algunas de nuestras situaciones del pasado, siendo y no siendo los
mismos que fuimos, como los actores en el sueño, así el ricorso. Como un
posible y providencial reaparecer de ciertos elementos de nuestro acontecer
pretérito pero compuestos, editados o barajados en diferente manera;
extraídos, podríamos decir, del círculo o de la esfera del sólo y mero repetir
del pasado en bruto –a la manera estoica...– que desde el presente hace que
nos traslademos a ese pasado presentificado, y comprobemos cuánta de
nuestra experiencia es –o se ha convertido en– sabiduría.
A todos nos es dada la experiencia. Nadie, menos en nuestra época, carece
de ella, e incluso la afirma a voz en cuello como un patrimonio incólume,
infungible e inagotable. Nadie quiere ni podría carecer de ella. Aun algunos
que la viven como una insoportable carga o lastre; como un lastre mecánico
que no los deja en paz –ni entablar la paz– con el presente. Pero pocas de esas
experiencias pueden convertirse, traducirse en sabiduría. Para ello, el ricorso.
Que, apareciendo como un simple ricordo –un memento–, recurre, sin
reconocer que lo hace, a lo más bajo, elemental y caído de nuestra vivencia,
como son los recuerdos –el “inutile infinito”, como los calificó Ungaretti–; y
en ese aparente repetir, que en realidad es ricorso para quien reconoce o
puede reconocer su status providencial (pues lo providencial, podría decirse,
es que ese él determinado lo re-conozca), se trueca el torrente inerte y
material de la experiencia en el oro sutil de la sabiduría, cual verdadera
operación alquímica que se precie: no como mera transmutación material sino
espiritual.
Excurso: fracaso de lo teatral como rito
El teatro, en el siglo pasado, terminó por desfigurarse hasta desaparecer. Lo
que se mantiene con ese nombre –por razones de política cultural, estatal o
privada– es un símil, por demás elemental cuando no paródico. En la medida
en que las obras, más o menos “clásicas” o “realistas” (o como quieran
llamarse), no pudieron sostener por mucho tiempo la contradicción entre un
espacio y un público con los cuales era imposible lograr ningún tipo de
epifanía o trascendencia, en la medida en que, además, las obras
representadas hablaban de o mostraban un mundus medio en el que, por más
que se desgañitaran y se movieran todo tipo de hilos sentimentales, o
político-sentimentales, todo chocaba contra la propia representación que a su
vez mostraba –o más bien exhibía– el público asistente.
Cuando se quiso –primero por el expresionismo, luego por Artaud, y
finalmente por la línea comprendida de Beckett a Grotowski– retornar a
cierta ritualidad o función mistérica del teatro, el mismo espacio terminó por
tragarse y diluir esas pretensiones entre las cuatro paredes de un topos que
continuó siendo una mezcla de salón de fiestas, hangar y museo. Y donde,
por otra parte, el público asistente a tales “otras” representaciones se sentía
doblemente incómodo, y con razón, ya que desde el escenario (o su
reemplazo por sucedáneos de túmulos o de altares sacrificiales) se lo quería
encarrilar hacia experiencias místicas vagas, en base a destemplados alaridos,
gente reptando o rumiando insensateces, trucos de luces y toda la parafernalia
técnica que, cuanto más se la usaba para “regresar”, todavía más
lastimosamente exhibía su anclaje en lo cotidiano, maquinal, contemporáneo.
El cine evitó desde el vamos semejante pretensión. Conservando o
recuperando para sí, y en todo caso, una suerte de topos interior, ad intra, un
espacio o mundus hecho a pesar y, sobre todo, por encima de lo contingente
edilicio. Cuando no, exhibiendo con impudicia –en la forma de levantar o
decorar las salas de proyección– tales lugares como meros receptáculos
epicenos o anónimos, ramplonamente suntuosos, falsamente arcaicos o
estilizadamente ascéticos, como una suerte de concesión material, de soporte
o tarima para tales funciones. Donde lo ritual, apagadas las luces y
desvanecido el panorama edilicio que apenas era soportado por algunos
pocos y miserables minutos de espera, verdaderamente era convocado. Como
si, al contrario, el contorno moderno o contemporáneo no fuera una especie
de incentivo o acicate paradójico que, al borrarse con el comienzo de la
proyección del film, no hacía más que remarcar el ingreso a esa otra
dimensión, zona o mundo al que el cine hacía referencia. Dejándonos en
nuestra propia esfera –aunque con otras mónadas sentadas junto y alrededor
de nosotros–, a solas, recortados o encuadrados en una suerte de viñeta
interior en la que éramos enclaustrados, encerrados. Como una privación en
una celda en la oscuridad por un par de horas, en las cuales se nos hacía
ingresar a ese otro espacio.
Según Eliade, el llamado “primitivo” o, más bien, el sujeto perteneciente
al orden de las sociedades tradicionales, no reconoce una diferencia o
polarización entre personal-impersonal, y sobre todo corpóreo o incorpóreo,
sino sólo entre lo real y lo no existente; pero, a la vez, “todo lo que puede ser
pensado, soñado o ideado, existe”. Es por demás obvio –se haya tenido en
cuenta hasta ahora o no– que el cine cumplió en ese ricercar, en ese
recuperar o actualizar tal sensación, un rol fundamental como estimulador de
tal estado cuasi paramnético, como también actualizador –ricorso– de tales
manifestaciones. Obviando, saltando por encima de la museificación del
espacio exterior y del edificio teatral, pudo reedificar una suerte de espacio
interior –de fano– en el cual recuperar, poniendo simultáneamente en escena
no sólo potenciaciones de la imaginación, sino también su adecuado marco
ritual, todo enmarcado, a la vez, de una imperecedera capacidad mántica.
XXII
La construcción ideativa como ideograma
Resumiendo, puede decirse que el cine es una construcción ideativa, dirigida
(id est ejecutada) por una sola persona; que participa tanto del poema, como
del relato y del epos. Que comprende en su desarrollo las partes formales de
fuera de campo, principio de simetría y eje vertical. Simbólico y no alegórico
en cuanto a la representación. Donde la actuación es sólo una parte de la
puesta en escena; y donde todo lo técnico-maquinal está subordinado a lo
expresivo.
Es una composición en la cual todas las formas o elementos de las artes
anteriores (plástica, poética, musical) derivan o se le subordinan según
tiempo y medida de uso, pero donde también son juzgadas en cuanto a su
actualización, o dicho en otros términos: donde su actualización es juicio.
Esa construcción ideativa de nuestra definición ab initio puede
aproximarse a lo que Plotino escribe acerca de los egipcios y sus figuras: “Y
así respecto a las cosas que quieren mostrar con sabiduría, no se sirven de
tipos de letras que desenvuelven en discursos y en proposiciones,
representando a la vez sonidos y palabras, sino que dibujan imágenes, cada
una de las cuales se refiere a una cosa distinta. Estas imágenes son grabadas
en los templos para dar a conocer el detalle de cada cosa, de modo que cada
uno de los signos constituye una ciencia y una sabiduría, una cosa
aprehendida de una vez y no algo parecido a un pensamiento o una
deliberación. De esta sabiduría conjunta proviene a continuación una imagen
que se desenvuelve en otra cosa y que aparece formulada en el decurso de un
pensamiento que descubre las causas por las que las cosas son, todo lo cual
hace que se admire la belleza de lo que así está dispuesto. Quien conozca
estas cosas tiene que mostrar su admiración ante una sabiduría que sin poseer
las causas por las que los seres son lo que son, pone realmente estas causas al
descubierto, para todos aquellos que proceden según ella. Si, pues, se nos
descubre una belleza así, mostrándose tal como debe ser apenas con esfuerzo
reflexivo, o sin que en absoluto apelemos a él, será necesario que esta belleza
exista antes que toda reflexión; lo que puede aplicarse al universo –y
entendamos lo que yo quiero decir con respecto a un ejemplo único y grande,
que se adapta a todos los demás”.96
Esta disposición (“sabiduría conjunta”) de la que “proviene a continuación
una imagen” y que luego y simultáneamente “se desenvuelve en otra cosa”
es, creemos, un resumen y un precipitado en el cual y con el cual condensar
cómo opera el todo del cine.
No la imagen. En tanto que simple mímesis o luego ícono puesto frente a
nuestros ojos (y que en ese aspecto depende, pecado original, de lo
fotográfico). Ni la música que las acompaña, en caso de haberla. Ni la
actuación, en sentido de representación teatral (¿mímesis psicológica?) del o
los actores, en caso de haberlos en ese instante. Ni los elementos también
miméticos traducidos en términos fotográficos que reproducen los
componentes de una mesa –v. g.– de escritorio. Esos papeles, esa carpeta, ese
tal o cual tintero, y todo lo demás, no son signos que reproducen “solamente”
una virtualidad especular, en relación directa con nuestra capacidad de
percepción y de relación –reconocimiento– de las cosas puestas frente a
nosotros. Ni ello, tampoco, en relación con una simple analogía temporal,
sino todo ese conjunto actuando simultáneamente para representar y narrar, a
un tiempo, un mundo que se hace frente a nuestros ojos y que, en su
contemplación, participa activamente de su desciframiento.
Para una cultura o, más bien, una etapa de la cultura en la cual se ha
reducido el entendimiento, o lo que pasa por tal, a “tipos de letras que se
desenvuelven en discursos y en proposiciones, representando a la vez sonidos
y palabras” –que es aquello a lo que el hombre occidental, en la etapa
conocida por modernidad, se fue acostumbrado y reduciendo con ello su
reconocimiento “objetivo” de las cosas–, es evidente que, cuando esto es
reemplazado, reintegrándoselo a “imágenes cada una de las cuales se refieren
a cosa distinta”, el salto o giro gnoseológico es tan inconmensurable en
relación con el diapasón de la época –que se quiere como instrumental y
pragmática– que el fenómeno se da como perteneciendo a lo tardorromántico
o se lo quiere sumar a lo abierto y desocultado.
Pero como el concepto del cine en su hacer y operar es, y desde su
constitución formal (circa 1908), el mayor liquidador de las ilusiones
tardorrománticas y, a la vez, el juez más implacable de las ilusiones del
progreso indefinido y rectilíneo, su carácter “anómalo” debe ser o intentar ser
recuperado como posibilismo abstracto, “expresión libre”, último eslabón de
la cadena del deshacer moderno.
Parece ser, entonces, que fue por ese operar, ese oficiar con las imágenes
poniendo el factor humano en juego, ateniéndose a lo histórico diegético y no
renunciando a lo trascendente y lo tradicional, pero aceptando, re-signando/se
al estado de caída de lo simbólico y lo mítico, aunque no a su desplegar
metafísico, que el cine, a diferencia de las artes anteriores que se refugiaron
en el limbo de la indecisión abstracta y carnavalesca, o en la ironía de la
esfera privada, pudo enfrentar ciertas características del mundo moderno que
se creían unidireccionales.97
XXIII
El cine como sistema de representación
primaria
En el sistema secundario, como bien ha sido definido en forma estructural
nuestra época,98 es de suyo evidente que todas las formas de representación –
tanto aquellas que hereda del pasado como aquellas que ha acuñado de
manera propia y según sus propias necesidades– mantienen un mismo grado
de secundariedad.
La propia representación fue adquiriendo, con el pasaje de los tiempos
modernos, un tufillo y un aura de psicologismo y mentalismo casi exclusivo,
más y por encima de aquello que sigue denotando su propia etimología:
volver a presentar algo. Pero también contrajo, en su modo visible de
presentaciones públicas y actos civiles, el anejo de rito y ritual, pero en tanto
y en cuanto ceremonia cuyos pasos han sido fijados –en su trazado– de
antemano.
De tal manera, en esa contradicción binaria o de carácter híbrido que
adquiere el concepto de representación, es obvio también cómo las funciones
civiles y deportivas –éstas, muy especialmente– adquieren o han adquirido
asimismo su carácter de re-presentaciones secundarias.
Es evidente, para aquel que haya sido dotado y que pueda sostener todavía
la heredad de cierta y mínima capacidad hermenéutica, que toda figuración,
mostrada y presentada con la creciente difusión inmediata de la última
modernidad (ya no a través de medios de difusión, sino de difusión
simultánea y planetaria “en tiempo real”), que toda ceremonia deportiva, toda
transmisión en directo de hechos sociales, políticos, bélicos, y demás,
guardan aún su correspondencia simbólica, o mediante símbolo, con una
segunda historia de significación reservada y arcana. De allí se deriva en
forma grotesca el llamado saber “leer entre líneas” el periódico matutino (al
que Hegel saludaba como la inmersión necesaria en la realidad de todos los
días para el burgués), que se ha convertido en un lugar común de la tarea
hermenéutica epicena del pequeño burgués impotente, política y
económicamente, y que vive en un estado de permanente abulia cínica.
De la misma forma, toda representación adquiere, per fas et nefas, un
carácter de secundariedad. En todo encuentro de la selección de fútbol de
cada país –por ejemplo–, es evidente que en su performance no se juega
solamente el resultado y la copa, trofeo o puntaje que la hagan adquirente de
tal o cual premio, torneo o campeonato, sino que siempre guardan y
conservan el rol de representación de un país, patria o nación. Pero lo hacen y
lo representan secundariamente. Así, el sufriente y único y solitario
(prisionero de su unicidad) espectador es el encargado de agregar al voleo sus
erráticas analogías –o sombra de tales– de contenidos bélicos, patrióticos y
tradicionales, todas en apurado montón.
El espectador de tales representaciones secundarias oscila, mental y
anímicamente, entre la consecución-seguimiento de las reglas deportivas,
establecidas de antemano, con una segunda historia, o deseo, que se proyecta
más allá de las situaciones y simulacra que en ese momento se encuentran en
actividad lúdica y sólo presentativa. Los deseos y anhelos de cualquier
espectador de una de tales actividades secundarias se hallan asimétricamente
urdidos en relación con la presentación que se viene ejecutando.
Teniendo presente, para lo que llevamos dicho, el plus problemático del
constante rebajamiento de lo lúdico en mera puerilidad, lo que hace que las
relaciones ya desgastadas por su uso desritualizado en la temprana
modernidad devengan, una vez instrumentalizadas por los medios masivos de
repetición, en meras rutinas que simulan doblemente una fijeza canónica.99
Pero la tal secundariedad de esas representaciones no sólo no refiere a los
acontecimientos deportivos o fastos civiles (v. g. un desfile), sino que
también actúa retrospectivamente en relación con aquellas que fueron –o
pudieron ser– primarias en un pasado aún cercano. Es así como lo teatral, lato
sensu, cuando no lo trágico y su consecución histórica particular, lo
operístico, han adquirido ya el status y forman parte de las representaciones
secundarias. El hecho teatral ha sido subsumido desde mediados del siglo
XIX en una presentación, donde el modus ponens del “hecho social”, dado en
lo vestimentario, “las habladurías”, el encuentro con conocidos y la
exhibición para desconocidos, forman parte de la actividad principal, primero
en igual y luego en mucho mayor medida que aquello que se está
representando (con sus actos y entreactos, esperas y entremeses) en el
escenario, teatral u operístico.100 Ni hablar de los paseos y recorridas por
museos que contienen pinturas y esculturas ya catalogadas –numeradas y
hasta interpretadas– cuando no es el propio edificio, la calle, y la ciudad toda,
los que son recorridos museísticamente y con el mismo y pleno concepto de
secundariedad.
El cine, su concepto –según lo expresamos aquí–, es (y sigue siendo de
alguna forma) el único y último sistema de representación primaria que le
resta al mundo de las formas que se quieren todavía públicas y universales.
Es notorio que en la representación fílmica somos partícipes de deseos y
anhelos, objetivos que son también, y en simultáneo, lo que se representa
como ficción, trama y peripecia; además miméticamente par y completa
frente a nosotros. Demos un ejemplo: es seguro que en Titanic, mientras
asistimos a la proyección del film, nuestros deseos primarios son satisfechos
y simétricamente reduplicados (re-presentados) por las acciones miméticas
que vemos presentadas “prima facie” ante nuestros ojos, que son llevados,
por el contrario –y a fortiori–, a buscar por encima de esa contemplación
primaria la segunda, histórica y simbólica, con respecto a la primera.
Deseamos que Jack y Rose se salven mientras vemos la mímesis completa de
sus intentos agónicos de salvación. Cuando nuestra razón, mediante el
sentimiento, es satisfecha y saciada, emprendemos el camino de regreso a la
casa paterna de la razón geométrica; y allí somos doblemente satisfechos por
la compresión de “cómo” y mediante “qué” elementos formales se nos ha
hecho partícipes de tal experiencia sensible, estética.101
Si ello es así –como pensamos y sostenemos–, el cine, como forma única
y última de un sistema de representación primaria, ejerce un excepcional
ajuste de cuentas, también, en relación con el dueto de tensa e indecisa
polémica contemporánea entre lo ritual y lo crematístico, y entre lo
fundamental y lo secundario.
Así como nuestros deseos –civiles, políticos, aun religiosos– pasan a un
segundo plano en las formas de representación secundarias antes descriptas y
puntualizadas, donde nuestros anhelos y hasta fantasías deben sobrevolar por
encima de un décor y marco dentro del cual se ejecutan acciones falsamente
ritualizadas (allí cabe, strictu sensu, la diferencia entre ludus/juego y rta/rito),
en el cine, tales deseos y apetencias pasan a un primer plano declarando(nos)
sus anhelos y atributos al verse identificados con las acciones “primarias” que
vemos ejecutadas frente a nuestros ojos. Acciones que, recuérdese, podemos
compartir –y comparar– en un punto casi absoluto con todos nuestros
semejantes en el plano, repetimos, de las acciones, situaciones y peripecias
primariamente miméticas. Mientras que, en las representaciones secundarias,
nuestros anhelos –concientes o flotantes– son aquellos que deben invadir y
usurpar un marco de normas arbitrarias –pero fijas– para su posible
actualidad, con el excipiente de nuestra libertad, que vicariamente intenta
ejercer su realización. Teniendo presente que dichos anhelos son
incomparables e intransferibles a –y con– los deseos ajenos.
El cine, como forma de representación primaria, declara nuestras
intenciones y aclara nuestros deseos, favoreciendo en simultáneo el
desocultar cuáles son también los deseos espacio-temporales de una misma
comunidad. En ellos se funda, como hemos dicho, nuestra definición del
poder.
En las representaciones secundarias, son sus normas y códigos de
performance los únicos que deben tenerse en cuenta para toda efectiva,
aunque fantasiosa, proyección-realización. Mientras que en el cine (cuando
cumple los elementos que componen el concepto desarrollado aquí) somos
copartícipes de la concreción de nuestros anhelos y demandas en simultáneo
transcurrir con las representaciones miméticas. Podría decirse aquí que, en el
concepto del cine, las reglas de su efectividad son descubiertas a posteriori
de su concreción emocional e intelectual. Cuando éstas son satisfechas como
postulados, tanto del corazón como de la razón, sólo entonces nos dirigimos
hacia su elucidación formal y hacia la comprensión de sus reglas operativas e
instrumentales. Nadie se emociona y comprende de consuno su emoción por
la perfección “técnica” de un plano secuencia, ni por un fundido encadenado.
Tampoco por la resolución efectiva de un principio de simetría o de un eje
vertical. Pero cuando la razón y la emoción –o la geometría y la fineza– se
ven saciadas, ambas, de común acuerdo, van hacia la fuente originaria de su
operatividad. Y allí el cine, el concepto del cine, satisface también el
postulado de la razón práctica que desea conocer la función y la estructura
que ha llevado a ese resultado. Todo lo contrario de los sistemas que
llamamos de representación secundaria (y que tienden a invadirlo todo,
incluso el reino más subjetivo posible de los afectos y los sentimientos
particulares), donde en vano buscaremos justificar la emoción o la razón –
intuitiva o silogística– que nos ha llevado a ver, en un partido de fútbol, un
encuentro de box o un acto cívico, “algo” que las propias y ostensibles reglas
de operación de tales figuraciones repetidas no tienen bajo ningún concepto,
cuando no lo niegan de facto. Y allí el juego entre la voluntad y la
representación concluye por erigir el tinglado más alienante y enajenador que
pueda imaginarse.
El cine ha sido el encargado de desmontar esas cavernas platónicas en
funcionamiento continuado y con recursos estandarizados. No nos ha
redimido –como ya hemos demostrado– de la realidad física, sino de la
realidad fotográfica. Más aún: haciéndonos reconocer, en su propia
naturaleza y función, la realidad física, nos la ha hecho volver a aceptar
como soporte de operaciones de una muy diferente naturaleza. Pero sin cuya
colaboración material –¿sustancial?– no pueden emprenderse tales
operaciones, salvo como vuelos autónomos e imposibles a
transmundanidades mágicas, o naufragando en sectas privadas. Ni Ícaro ni
Roderick Usher.
El cine es el punto perfectamente intermedio entre el realismo mágico y la
parodia.
Excurso final: tópico y clisé
El cine es el redentor de la realidad fotográfica.102 Para ello recurre a lo
tópico, a la repetición anagógica enfrentándose al clisé, y lo hace de manera
única y perfecta ya que, en su hacer especulativo, en su creación como mero
resorte positivo-iluminista, el cinematógrafo fue simplemente concebido
como una extensión del paradigma fotográfico cuyo soporte es, precisamente,
el clisé. En el concepto del cine, este soporte fue desviado –por Griffith y en
su constitución formal, circa 1908– de su mero carácter de reproductor de lo
visible fotográfico en movimiento, para reconducirlo a lo trágico y a lo
absoluto trascendente; en lo que hemos denominado negación de los fines
pero aceptación de los medios, o desvío de los medios de los fines para los
cuales había sido inventado; y como este desvío se practicó operativamente,
sin ninguna actitud romántica anti-técnica sino enfrentándose con el útil, esto
permitió que, ab ovo, el hacer del cine apareciera munido concretamente con
esta posibilidad de acceder o recapturar –ricorso– al topos por encima del
clisé.
Admitiendo sin más que este item polémico es aquel que creó, crea y
seguirá creando los mayores malos entendidos (muchos de ellos fomentados
por aquello que niega o enfrenta el concepto del cine...) para su estado de
recepción; puesto que el público posible, y renovadamente posible del cine es
esa clase media semiletrada que setenta años atrás ya Eliot daba como
imposible, o como una muy problemática receptora de su poesía:
... creo que el poeta prefiere naturalmente dirigirse a un público lo más amplio y heterogéneo
posible, y que son el semieducado y el mal educado más que el ineducado, quienes
obstaculizan su camino: de mí mismo diré que desearía un público que no supiese leer ni
escribir.103
Una de las tesis fundamentales –si no la tesis– que pretenden demostrar
estos estudios, consiste en que el cine recorrió a su manera –sintética y
concentrada–, en poco menos de un siglo, todos los episodios del estadio
estético de Occidente, y que a éste le llevó bastante más de dos milenios
atravesar. A esa síntesis y recorrido –que Hegel daba por concluido en el
primer tercio del siglo XIX–, le faltaban dos cosas: América y el cine. De este
modo, tanto aquella como historia, y éste como arte y despliegue final del
pensar y el poetizar occidental –y posiblemente universal: pero esto sólo
puede adelantarse especulativamente...–, se desarrollaron en un lapso que no
llegó al siglo numérico para recorrer y superar lo desplegado a lo largo de
dos, y hasta posiblemente tres, milenios de historia y de civilización.
Hoy que contemplamos –siquiera algunos pocos concientemente– cómo
ambas cosas terminan –Occidente y su Última Tule y eslabón simbólico–,
asistimos al fin, como finalidad, pero también como meta, de lo que hemos
llamado el concepto del cine. Al juzgar y al resumir en modo ejemplar todo
lo ideado y soñado desde la épica homérica y la caverna platónica, hasta lo
que muchos consideran su estricto reverso, cuando no lisa y llana inversión
formal y moral, la llamada revolución industrial, el cine se constituye en el
vehículo y en el excipiente universal del último ricorso. Más allá habrá otra
historia –drásticamente diversa a todas aquellas que fueron concebidas,
soñadas, deliradas incluso, hasta ahora–, o revelación.
Ésta es –finalmente– la suspensión hitchoquiana a la primera suspensión
de la modernidad; la que habíamos dejado en suspenso más arriba.
SEGUNDA PARTE
ANEXOS
A la auténtica crítica le corresponde la capacidad de crear de por sí el producto a
criticar. El gusto juzga únicamente de manera negativa.
NOVALIS, FRAGMENTOS
I
La galaxia Griffith
1
Ya al comienzo mismo de su despliegue, en 1909 y en un film de apenas algo
más de diez minutos llamado The Lonely Villa, Griffith incorpora
dramáticamente en su diégesis el teléfono y el automóvil. Pero no son
mostrados de manera neutral o decorativa sino crítica, dramáticamente. Son
“cosas” que en segundos pueden dejar de operar y aumentar el terror de su
puesta fuera de servicio.
Es que el cine implica, en el hacer estético, la incorporación temprana del
útil técnico mediante el cual la expresión adquiere el correspondiente grado
adecuado a su contemporaneidad: la técnica y su útil hacen del cine y de su
concepto algo drásticamente actual o, mejor dicho, actualizan el elemento
espiritual-estético. Mediante su parte técnica, el cine vuelve expresión
estética y manifestación espiritual ese devenir técnico sin rumbo. Por eso el
cine es un darle rumbo y sentido, camino-método al devenir técnico.
Lo técnico sin el cine –como al parecer intenta ser ahora– es sólo
instantaneidad del efecto –sobre todo en lo que a reproducción transmisión
refiere– o, en todo caso, hace de la reproducción una simple transmisión.
Algo que incluso Marshall McLuhan no llegó a prever o, más bien, a
describir. La mera información escrita, visual, o escrita y visual al mismo
tiempo, no atraviesa ni es atravesada previa o simultáneamente por ningún
factor salvo el de la rapidez que le otorga su propio dispositivo de emisión.
Por eso el cine dejó en ascuas –y es posible que ya sea tarde para revertir
tal cosa– tanto al propalador de la unidireccionalidad técnica y la
movilización total como al lánguido defensor en retirada de un regreso a las
fuentes cuyas vertientes se habían secado. Así, puede verse al cine como el
factor humano –en cuanto sensibilidad, aesthesis– dentro de la movilización
total, pero recuperando o luchando por el control maquinal dentro de su
mismo centro de producción. Tanto en cuanto a fabricación del útil como a
creador de sentido. O podría decirse así: al luchar por el control o por una
parte del control y el dominio del útil técnico luchó también por el orden de
las representaciones y los significados.
Como sabemos, gran parte de la literatura y el arte contemporáneos, por el
contrario, se embutían en forma autista en la delectación morosa de su
autonomía, la que confundían con independencia. Claro que esta autonomía
era paradójicamente conquistada al precio de des-realizar el elemento técnico
en su sentido de apropiación industrial por la traducción o retraducción
imposible de tekné por técnica.
Puede seguirse y pautarse la movilización total del siglo XX por las dos
posguerras mundiales. En la segunda y casi exacta mitad del siglo, lo técnicoindustrial se volvió dispositivo doméstico. Fue el momento del circuito
eléctrico y poco después del artefacto portátil cargado a baterías descartables.
Fue cuando radio, televisor y docenas de electrodomésticos se volvieron
formas “a la mano” de ese despliegue técnico que ya no podía distanciarse
mediante la urdimbre industrial y la usina fabril puestas al margen de las
ciudades. Lo técnico se volvió dispositivo, conexión, cable, enchufe, perilla,
dial, tecla. En esa segunda mitad del siglo pasado fue cuando el concepto del
cine se volvió todavía más operativo en su dramatización contemporánea; así
el teléfono, el ascensor, la radio y luego la televisión, y la propia luz eléctrica
accesible a la mano mediante perillas, fueron y se los obligó a formar parte de
esa diégesis dramática.
Tanto el interior doméstico como ese otro interior apendicular del
doméstico conformado por el automóvil fueron sometidos a una inmediata
incorporación dramática. Incorporación que elude, por cierto, toda
neutralidad. Todo dispositivo técnico no sólo fue desplazado a un uso
metafórico y simbólico sino que también fue puesto bajo caución crítica. Las
otras artes y casi todos sus otros exponentes parecían, ya desde medio siglo
atrás, moverse en un limbo lírico destecnificado de facto, como quien buscara
fabricar una isla utópica y un locus amoenus a fuerza de palabras.
En eso –como en tantas cosas– el cine se mantuvo incólume. Salió al
ruedo técnico provisto de su propio ser técnico originario. No lo ocultó con
floripondios. No se amedrentó invocando deshumanizaciones y cosas
semejantes. Se decidió a existir desde su propio comienzo con esta regla: que
se debe o se debería vivir de acuerdo con lo que se sabe. Puesto que, como
escribiera Vico, “sólo se conoce aquello que se hace”.
2
Griffith sumó al cine todo aquello relacionado con cierta cultura del margen o
puesta al margen. Folletín, Grand-Guignol, circo, varieté, cabaret y todo lo
oral y gráfico epiceno que, primero como sureño y luego como cómico de la
legua, conoció de primera mano.
Es leyenda que su primera aparición cerca del apenas ayer patentado
cinematógrafo fue para vender, debido a sus necesidades crónicas por la
diaria pitanza, una adaptación del melodrama Tosca de Victorien Sardou, que
poco antes Puccini había convertido en una ópera. No vendió el incipiente
script pero sí logró ser contratado como actor para uno de esos cortos de un
par de minutos de duración, estáticos y teatrales. Porque el cinematógrafo era
sólo un medio fotográfico para continuar con las rutinas teatrales. Luego, un
azar o intervención de la Providencia hizo que, al faltar un director al rodaje,
se hiciera cargo de dirigir Las aventuras de Dollie. Semanas después, con A
Corner in Wheat y The Lonely Villa, había nacido el cine completo, como
una Palas Atenea surgida de su cabeza.
Desde entonces –y siempre– Griffith marcó su predilección por la cultura
puesta al margen, la que hemos llamado “cultura tradicional en diáspora
desde el otoño de la edad media”. Lo hizo de todas las maneras posibles. En
The Lonely Villa tomó un Grand-Guignol de André De Lorde titulado Au
telephone y lo adaptó junto a Mack Sennett, que también se hizo cargo de
uno de los roles.
En su prieta trama, de apenas diez minutos de metraje, Griffith emplea
visiblemente el teléfono y el automóvil inventados y, sobre todo, puestos en
circulación apenas ayer. Pero en su puesta en escena y dramatización ambas
cosas se muestran muy limitadas en sus posibilidades. Ambas son puestas
fuera de uso por su propia –podría decirse así– existencia maquinal. El corte
de los hilos en un caso y un desperfecto mecánico en el otro.
Tanto, que el agobiado pater familias, que poco antes de ese “corte” ha
sabido que su mujer y sus tres hijas están rodeadas en su propia casa por
bandidos dispuestos a todo, termina saliendo al rescate ayudado por unos
vecinos en una carreta. ¿Y dónde se encuentra esta carreta? Junto a las carpas
de un circo. Parecería que la metáfora hondante del concepto del cine no
pudiera quedar más clara desde su propio origen y salida al mundo. El cine
incorporará el útil técnico en sus diégesis sin ningún gemido tardorromántico
ni temor a la deshumanización y demás. Pero esa incorporación diegética no
se hará sin una paralela caución crítica que también mostrará temprana y
paralelamente sus limitaciones, incluso su dependencia cotidiana. Sabrá
incorporar el medio técnico y sus respectivos fondos de ser operativos en lo
cotidiano, pero sumándoles su puesta en crisis en cuanto a cosa mecánica.
Es que por un lado el cine se identificará como nacido en medio de la
misma movilización total que ha dado lugar al teléfono y al automóvil, así
como, por esos mismos años, a la aeronavegación y la telecomunicación
inalámbrica. Pero por el otro sabe también que “corre” con la ventaja
diferencial de su continuidad tradicional. Tanto el Grand-Guignol, usado
como base para su guión, como esa intervención de un circo y un móvil
perteneciente a su vecindad que auxiliará al protagonista cuando el móvil
mecánico lo deje en apuros, son las marcas que Griffith manifiesta en forma
hondante de su origen y hasta doble origen.
Así que no se trata ni de batallar en retaguardia –como se hiciera décadas
atrás– para rastrear influencias y sendas perdidas en comics y thrillers
teatrales que Griffith utilizó para atribuirse una gloria solitaria. Menos pensar
que su genio fue sólo de carácter técnico –nada menos–, un hábil fotógrafo y
hombre de teatro que se le ocurrió caprichosamente mover la cámara o
seccionar el relato en planos, pero que más allá de eso quedó “pegado” al
melodrama y al folletín anterior. Porque no es lo mismo elegir continuidad y
tradición que quedar pegado. Pero tampoco se deben rastrear supuestas
fuentes olvidadas cuando Griffith las señaló de todas las maneras posibles
desde sus más tempranos films. Precisamente es esa capacidad de dejar con
un palmo de narices tanto al que rastrea fuentes que han sido bebidas como a
aquel que se queda tan sólo haciendo la apología del vaso confeccionado por
el sediento para beber de esa fuente, la que todavía –me temo– conforma el
escándalo de Griffith. Ni el quedarse paralizado en el folklore ni haberse
paralizado todavía más, embobado por alguna paparrucha mecánica. No fue
ni un cultor de yuyos y nombres toponímicos, ni un sonso embobado por
tuercas y poleas.
II
Allende y aquende en el thriller
Aquello que generalmente se conoce como “thriller” lo emplearemos a
continuación como forma epónima del concepto del cine, y así puede
dividirse en tres modos: “fantástico”, “criminal” y “melodrama”.
En todos ellos su eje diegético es la irrupción del alter mundus. Del
allende, lo otro y ajeno por excelencia.
Allende, del latín “illinc”: “de allá, “más allá”, “de la parte de allá”.
El allende puede ser seductor, amenazador, invasor o convergente.
En el thriller y en sus tres formas, para que pueda pasarse a un alter
mundus, o allende, debe existir previamente un aquende, un más acá.
Aquende, del latín “eccum inde”: “de acá”, “de la parte de acá”.
El aquende es el máximo común denominador del punto de vista histórico
y de situación (aun existencial) exigible en que se halla o del que parte su
autor, o con pretensión de tal. Para ello debe volverse a tal situación en
diégesis, luego a ésta en puesta en escena. Si a la situación –o circunstancia–
se la consigue poner en escena, tenemos ya a un autor.
El aquende participa del status histórico, social, profesional, así como del
sexual y confesional del héroe o del feros: portador del hecho de ficción que
pasa a ponerse en escena.
Este aquende en sus tres modos de representación presenta algún vacío,
hueco, enigma, falta, pecado, olvido, etc., signo o cosa que se convierte en la
llave (clave) de ingreso al alter mundus.
En el fantástico, el alter mundus es monstruoso, patológico, híbrido o
alieno. Puede manifestarse también como un compuesto de algunas de esas
formas e incluso de todas.
En el thriller criminal, el allende es lo secreto-material. Esqueleto en el
armario, carta robada, herencia, huellas, pistas restos, fragmentos. Huecos y
recovecos. Puertas e identidades falsas; si existe lo patológico aquí es como
meta del hallazgo o del seguimiento previo de lo secreto-material.
En el melodrama, el allende es el cabaret, night club, boîte o centro de
diversión nocturna. Aquí lo es, puesto que tal allende es algo todavía no fijo;
es un algo indeterminado entre uno y otro mundo. Es decir, lo nocturno,
festivo, orgiástico no se ha desprendido o diferenciado del todo (como en el
fantástico) del mundo del más acá y del aquende. Todavía participa de
ambos. Es en parte público y en parte privado, es un lugar visible, aunque
algo camuflado, fuera de lugar o de extramuros pero con una ritualidad
(danza, bebidas, juegos de azar) que no se determina ni se representa como
alteridad polar, como en el fantástico.
Puede ser también, y según las diégesis, taberna portuaria o de
extramuros, así como participar de algunas formas circenses. Lo prostibulario
participa aquí de lo “circense”.
En el thriller criminal, el enigma que habita en el alter mundus es todavía
–y también– intramundano. Es decir, el mundus-aquende y el mundus-allende
se encuentran dentro de la misma determinación histórico-material. Su nexo
es la ley o lo legal, no la justicia.
En el fantástico, el allende es monstruoso, por lo general un híbrido de lo
humano con lo animal; una ausencia o “cosa”; algo en parte abolido y muerto
y en parte no (vampiro, zombi); puede ser también una extrema polaridad, un
allende extraterreno: criatura invasora habitante fuera del espacio terrestre.
Los tres tipos ejemplares del thriller pueden, a su vez, combinarse de este
modo:
Fantástico-melodramático: El regreso de la mujer pantera, Los pájaros,
Retrato de Jennie.
Criminal-melodrama: Nora Prentiss, Mildred Pierce, Ruby Gentry.
Criminal-fantástico: El exorcista, The Pyx, La séptima víctima.
Criminal-melodrama-fantástico: Kiss Me Deadly, Nightmare Alley.
Decíamos que la otredad puede ser seductora, amenazante, invasora o
convergente.
Es seductora cuando la otredad es lo demoníaco o lo demónico, como en
La sombra de una duda o Contacto en Francia.
Una variante es la amenaza virtual. Que sepamos, fue creada dentro del
fantástico argentino. Quiroga (“El vampiro”); Bioy (La invención de Morel);
luego, The Truman Show.
El allende es amenazante cuando la seducción fracasa o cuando
directamente no es intentada por la otredad. Aliens.
Es invasor cuando se trata de un híbrido biológico que se instala polémica
y bélicamente en el aquende. La guerra de los mundos, Los usurpadores de
cuerpos.
En el modo melodrama, este carácter invasivo se formaliza mediante la
imitación de un original, sea persona, situación familiar, status social. Nacida
para el mal, La malvada.
El allende es convergente cuando la otredad en principio hostil o polémica
respecto al aquende se torna o se vuelve una parte que completa cierto hueco,
carencia, falta o necesidad del feros del aquende. Así los motivos centrales de
las obras de Hitchcock y Howard Hawks. Verbigracia: Los 39 escalones, Los
pájaros, Sólo los ángeles tienen alas, Río Bravo, et al.
Obviamos tratar en este lugar el porqué el allende es, en estas obras,
representado por lo femenino.
III
Biósfera y noósfera en el cine
En la filosofía de Teilhard de Chardin aparecen dos conceptos fundamentales,
“biósfera” y “noósfera”. El primero refiere a la esfera, a la parte de la
creación que se expande o manifiesta en sentido físico, vital; pero vital en
sentido palpable, corporal, y –sin ningún temor a infringir nada– es también
la materia o la materia viviente; puesto que en Teilhard hay un bergsonismo
atemperado o modificado por la teología.
Esta biósfera que se expande, que evoluciona pero no al azar sino por una
necesidad teledirigida –como una flecha en el tiempo– cuya meta es el punto
Omega, crea, mediante re-flexión (podría ser también “internalización”) de la
materia, un grado de orden y complejidad mayor que da lugar a la aparición
de la noósfera, la esfera del pensamiento (de “nous”, “conocimiento”,
“saber”, etcétera).
Así, esas dos esferas alcanzan o pueden llegar a alcanzar un tercer estadio
o esfera que engloba las dos anteriores, llamada convergencia. Es cuando la
parte vital, material, biológica, física, se encuentra, se ve a sí misma, se
desdobla en una re-flexión de una mayor complejidad, dada la simultánea
mayor complejidad biológica alcanzada. Es donde lo interior y lo exterior
consiguen situar el fenómeno humano, diferenciándolo definitivamente de las
taxonomías positivistas.
Ya hemos hablado en otro lugar de la simultaneidad del surgimiento del
concepto del cine y el pensamiento de Teilhard de Chardin, posiblemente
debido a la fuente intelectual común de la cultura jesuítica. Barroco,
contrarreforma, “potlatch”, exceso ritualizado, y hasta la misma invención de
la linterna mágica por hombres de la Compañía.
Pero se trata aquí de algo más; de un aire de familia epocal y que a
principios del siglo pasado encabezó la reacción contra la dictadura del
mundo laico-liberal-capitalista y su brazo pedagógico, el positivismo. Por
todos los medios –poéticos, etnológicos, teatrales, musicales, operísticos, et
al.– se buscó retomar la senda del mito y de sus manifestaciones –
mitologemas– como soportes o correlatos objetivos de las diferentes
expresiones estéticas. De ese modo, la expresión estética volvía a mostrar su
pertenencia a una determinada tradición, de la que participaba plenamente
oponiéndose a la expresión arbitraria, azarosa, caprichosa, repentista. Una
pugna que, por cierto, prosigue hasta el día de hoy, se sepa o no que se está
en ella, y hasta a veces ¡ignorándose a qué bando se pertenece!
Cabe aclarar que “biósfera” y “noósfera” no son términos acuñados por
Teilhard. El término “biósfera” fue acuñado por Eduard Suess, y “noósfera”
por el geólogo soviético Vladimir Vernadsky. Pero sí se debe a Teilhard el
dar a tales términos la función de nombrar unos conceptos muy diferentes.
Típico también, desde Baudelaire, el reformular o desplazar nombres ajenos
para un uso diverso y que tiende a una dirección polémicamente contraria.
Tales como dandy, spleen y hasta la modificación de modern en modernité.
Algo después se tiene la transformación de “ideología”, palabra acuñada por
Destutt de Tracy y transformada por Marx también en sentido polémico.
Lo que une el concepto del cine y la filosofía de Teilhard –además de lo
ya apuntado– es la sostenida voluntad de sobrenaturalizar la naturaleza o de
ver en ella el sostén de otras cosas y de ser el sustrato de operaciones de otro
orden. Es el “trashumanar” de Dante, pero no en el sentido de un
romanticismo seudo titánico o fáustico, sino de ver y de poder llevar a toda
cosa natural, física, material, a ser el soporte de una otra cosa. Así, de lo más
simple a lo más complejo vemos cómo en el cine, cuando se trata de un
auténtico autor, todo elemento material, cada cosa así como cada signo que la
representa se vuelven practicables de sentidos sobrenaturales, sin perder por
ello su “cosidad”; su status de cosa natural, física, material. Es nuestro pasaje
del índice al ícono y de éste finalmente al símbolo.
Decíamos de ese mayor grado complejidad-reflexión –en el sentido
también de Teilhard– cuando se alcanza en el concepto del cine esa
convergencia entre las acciones pertenecientes a la biósfera y de consuno su
reflexión sobre ellas y pertenecientes a la noósfera.
Veamos una escena, un par de tomas en rigor de toda una secuencia, de un
film ejemplar y que ilumina –creemos que a la perfección– lo que llevamos
dicho.
Se trata de un par de planos casi al comienzo de El padrino, cuando
Michele visita a su padre herido e internado en un hospital. Por cierto, esta
secuencia completa es una de las más perfectas, rotundas, complejas y
onmiabarcativas de toda la historia del cine; y del arte en general, claro está.
Puesto que –seamos francos– salvo algunas expresiones escritas, lo que
sobrevive de las anteriores prácticas son hobbies rentados o infantilismos
fomentados por el sistema global del poscapitalismo para entretener a la
pequeña burguesía en estado estético permanente.
Michele, tras ir comprendiendo la trampa que se le ha tendido a su padre,
entiende/acepta en el mismo instante que es el elegido, el heredero, y que no
puede ni debe rechazar tal herencia. Una vez que logra modificar la
disposición de la internación de su padre en el hospital, cambiándolo de
habitación, junto a Enzo –un noble panadero ya devoto de los Corleone–
finge a las puertas del hospital que ambos son dos guardaespaldas armados
que custodian el lugar. Así lo hacen y disuaden a unos sicarios que llegan
hasta la entrada del hospital en un automóvil. Tras lograr el cometido, Enzo,
con sus manos muy temblorosas, saca un cigarrillo que luego intenta
encender –con un encendedor Zippo de sonora tapa metálica–, y aquí las
manos ya le tiemblan tanto que Michele le enciende el cigarrillo y luego, al
cerrar la tapa del encendedor, contempla sus manos (corte a primer plano) y
ve –y nosotros con él– que no le tiemblan en absoluto.
Es allí donde la esfera de la biósfera se encuentra en convergencia con la
noósfera. A la acción física le sigue de inmediato la compresión/ reflexión de
tal acción física. Desde luego que aquí, y siendo esto también una
construcción mitopoética como es el cine, este acto sellará definitivamente el
destino de aquel en quien se da esta convergencia entre la esfera biológica
vital y la de la intelección anímico-espiritual. Como hemos dicho en otro
lugar, el cine “no nos ha redimido de la realidad física (…) sino de la realidad
fotográfica. Más aún: haciéndonos re-conocer en su propia naturaleza y
función la realidad física, nos la ha hecho volver a aceptar como soporte de
operaciones de muy diferente naturaleza”.
Ésta es precisamente una zona fundamental de las que comprende el
concepto del cine. Haber logrado también la convergencia de re-tomar la
tradición mitopoética tradicional con los descubrimientos de la biología y de
la etología.
IV
Alter mundus y limes
El alter mundus es el mundo otro y opuesto por excelencia en las diégesis
fantásticas y de terror. La terra incognita. Si bien tales mundos participan de
lo geográfico, apuntan más bien a territorios mentales y sobre todo
espirituales que se oponen al aquí y ahora diegético en el cual emergen
algunas de sus manifestaciones.
El alter mundus también puede ser o intentar ser una creación total o
totalizadora del propio autor, como sucede en los alteri mundi de Kafka,
incluida su América; en la novela de Alfred Kubin La otra parte; en el
“Tlön” de Borges, aunque aquí no pasa de lo especulativo; o en La ciudad de
Mario Levrero. Un antecedente olvidado durante un tiempo, y por fortuna
desde hace décadas vuelto a poner en circulación, es la novela La ciudad
vampiro de Paul Feval.
La “fortaleza Bastiani” de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzatti,
claro está que participa del alter mundus de la fantástica. Cierto que aquí se
tiene en parte la continuidad de lo habsbúrgico mitteleuropeo como alter
mundus sumado o actualizado a cierta deshistorización y desterritorialización
de esta alteridad geográfica anterior. Algo que no fuera seguido en la versión
para cine de este relato debida a Valerino Zurlini, donde –tal vez
inevitablemente– se muestran signos, banderas, estandartes y demás referidos
claramente al Imperio austrohúngaro.
El alter mundus puede tomar características inesperadas, y aquí sí
plenamente fantásticas, como en el universo bis que observa y padece el
protagonista de La invención de Morel. La incorporación temprana del cine
como parte de la diégesis fantástica corrió también tempranamente en la
imaginación argentina. Los relatos de Horacio Quiroga “El vampiro” y “El
puritano”, publicados en el tomo Más allá (1934), y un lustro después la
nouvelle de Bioy Casares dan testimonio de ello. Así fue que la fantástica
argentina alcanzó en poco tiempo un lugar más que central en esta corriente
imaginaria de la modernidad. Y sería otro relato de Quiroga incluido en el
mismo volumen –“Su ausencia”– el que diera lugar también al primer film
argentino que incursiona decididamente en lo fantástico: Los verdes paraísos,
de Carlos Hugo Christensen. Aquí, del alter mundus –que porteñamente está
al cruzar la calle– el héroe trae no una flor como prueba de su pasaje, sino un
libro –El cielo abierto– escrito totalmente en ese “otro lado”.
En Morel el alter mundus es la filmación de un día que pretende ser
eterno, con lo cual su autor parece –nolens volens– remitir a la utopía
positivista de los propios hermanos Lumière, que inventaron el
cinematógrafo como ersatz de eternidad, una eternidad laica, técnica y
autocelebratoria. Pero es precisamente el protagonista quien fuerza –incluso
hasta llegar a su propia inmolación– a desviar ese día eterno y perpetuo
mediante su intrusión en tal universo fílmico, aunque en un mundo diegético
paralelo al de la invención de Morel. Y con una diferencia: su intromisión allí
es parte de lo intencional. Precisamente en esa intencionalidad de estar junto
a la ¿ficticia o real? Faustina se efectúa –en el exiguo tramo de esta historia–
el mismo pasaje del cine al cinematógrafo.
Así que tenemos también un alter mundus fabricado, facticio, creado a
nuestros propios ojos como un simulacro mimético de lo real. En el dueto de
relatos de Horacio Quiroga ya estaba todo esto, pero no como antecedente o
mera intuición primera, ni nada que se le parezca; sino como imagen
totalizadora de esta relación fantástica en donde el alter mundus refiere al
cine como creación de un mundo bis o paralelo. Borges completará esto a su
manera con el relato-ensayo “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.
Bioy, por su parte, intentará, con esa repetida tozudez de segunda novela,
luego de un gran logro con la primera, extremar el quid o motto de La
invención de Morel multiplicando esta situación fantástica de manera
inflacionaria en Plan de evasión.
El alter mundus será luego directamente delirado, proyectado
mentalmente por el protagonista de Rosaura a la diez de Marco Denevi y la
versión de Mario Soffici para el cine. Obra que puede tanto corresponder a lo
que llamamos fantástico atenuado, como al relato policial y a la fantasía
viciosa. De allí su indeclinable grandeza, el que varíe y participe sin más de
varios registros, no decidiéndose plenamente por ninguno, pero tampoco
incursionando en ellos a simple título de mera curiosidad u ociosidad estética.
V
Limes, marcas y extramuros
Son en el epos fantástico, pero también en el policial, tanto narrativo como
cinematográfico, esas fronteras imprecisas, lugares intermedios, de paso,
donde algo concluye y otra cosa comienza. Se dan, desde luego, en lo
narrativo-figurativo trazado como frontera y límite pero, según costumbre,
simbolizan el intermedio, el pasaje o pasadizo, también el callejón, la pausa o
la detención para el Homo viator y para el recién llegado.
En la poética del tango argentino es el arrabal, nombre evidentemente más
poético que catastral (como el “callejón” de Manzi, absurdamente criticado
por Borges); en ciertos films es el punto donde termina la masa urbana para
desadensarse en las primeras estribaciones agrestes o deshabitadas.
Por ejemplo, en la diégesis del western es locus classicus el límite entre el
campo abierto, la llanura o meseta y las primeras estribaciones del pueblo
habitado al que ingresa el héroe, por lo general desconocido hasta entonces
allí. También la marca en donde lo otro acecha e intenta invadir, como en la
ejemplar Río Bravo (1959) de Howard Hawks.
Generalmente, este topos está marcado o señalado por la presencia de
corrales, establos, cubos de alfalfa y, sobre todo, por la herrería y la
correspondiente fragua.
Es el barrio bajo en el epos policial, y el mismo, pero algo más extrañado
en su contorno y topografía, en el epos fantástico. Puertos, muelles, postes
restantes, callejones sin salida, desvíos, estaciones de trenes, galpones,
empalmes abandonados, terrenos baldíos y demás son objetivaciones
privilegiadas de tales loci. También los lugares intermedios de las casas y
edificios, pasillos, corredores, sótanos y altillos, rellanos de escaleras y, sobre
todo, de escaleras de servicio.
Al final de un epos fílmico que seguía deliberadamente la diégesis y ritmo
de la crónica diaria, en su sentido más realista-objetivo, se deriva en su exacta
escena final hacia lo fantástico; precisamente mediante el uso de una
recorrida por un laberinto formado por los desechos de una casa o fábrica
donde abundan, en medio del fango y los escombros, los restos de sus
instalaciones.
En Contacto en Francia de William Friedkin, el mundo fijo, estable,
construido en lo material-tectónico aunque inestable en lo moral-legal, se
torna o se trueca súbitamente en una desconstrucción, en un caos de lo que
fuera tectónico con aquello que parece querer regresar a lo informe y hasta a
lo inmaterial anterior. No es que el desierto entre en la ciudad, sino que el
fango originario desborda en lo material en ruinas.
Este autor extremará esta alteridad en otra de sus obras cumbres, la que
por fortuna comienza a merecer la altura que algunos siempre le hemos
reconocido. En Sorcerer (1977) se da el limes como paso a otro terreno
oscuro, feraz, desconstruido/derruido, y que le permite a su magistral disegno
de puesta servirle también como pasaje directo al alter mundus.
Friedkin repetirá esto, aunque de modo oblicuo y ocasional, en un
momento de Jade, cuando la persecución automovilística desemboque en un
muelle donde parece concluir no sólo la persecución sino también todo el
mundo representado en la diégesis, hasta con sus propios límites humanos
sobreviviendo entre tales lugares.
Como decimos, la cercanía de puertos donde culminan barrios bajos y el
consiguiente olor a pescado es locus classicus del limes en las ficciones de
Lovecraft, más allá de sus obsesiones personales que, como siempre sucede
con éstas, son muy fáciles de analizar en cuanto a lo subjetivo psicológico,
donde por lo general se detiene y queda petrificada cierta crítica que sólo
parece reflejarse así y especularmente en su mera condición biológica…
En los relatos de Raymond Chandler, y sobre todo de Ross Macdonald,
ciertos perímetros extremos de sus locaciones actúan como marcos simétricos
de la ubicación moral, social, de la conditio incluso existencial de ciertos
personajes puestos al margen o que buscaron ponerse al margen.
La quema de basuras en El sueño de los héroes actúa en esta novela
argentina del mismo modo. Zonas intermedias, de paso, de combustión, como
aquí donde se quema algo anterior, tanto una etapa vital como desechos
urbanos.
Como simbólica alquímica, el marco o marca, el limes y borde es el punto
más extremo de la nigredo o puesta en negro, primer y fundamental pasaje de
la operación alquímica y comienzo del viaje como periplo simbólico. De allí
la presencia de la herrería y su consiguiente fragua en el limes classicus del
western.
Finalmente, otro limes fundamental del disegno del concepto del cine es
el del “carnival”, mezcla de circo, feria de fenómenos y rarezas, con algo de
esoterismo epiceno y de burdel. Como vemos al comienzo de Flamingo Road
de Michael Curtiz. O en la argentina El rufián de Daniel Tinayre.
VI
Citizen Kane, un film meduseo
Comenzamos con Eliot: “… el río es un fuerte dios huraño, sin domar,
intratable / útil, poco de fiar (...) después todo un problema con el que se
enfrenta el constructor de puentes / Una vez resuelto el problema ese dios
pardo queda casi olvidado”.1
Esto se puede aplicar a Orson Welles. Surge como un torrente de vanidad
y talento, pero también de improbidad y megalomanía en el momento en que
el cine de Hollywood está alcanzando su acmé, y cuando Estados Unidos se
apresta a entrar en la Segunda Guerra Mundial. Una guerra que Hollywood
ganará por lo menos en un cincuenta por ciento.
El ciudadano apareció entonces, y como bien puede verse ahora, no como
un film estilísticamente adelantado sino como un film tardíamente
expresionista, pero sonoro y con diálogos. De allí que hace visibles y hasta
precipita ciertas maneras del primer cine, no sólo alemán sino también del
propio Griffith y de King Vidor, hasta volverlas maniera. El manierismo en
la figuración estética llama la atención del espectador no avisado porque la
horma se regodea en ella misma. En pintura, el trazo de un Beccafumi se hace
más macizo y ostensible que el de un Rafael; y el flamenco Patinir, cuyas
rocas parecen bloques de metal, se hace más comprensible al ojo salvaje que
aquél suavizado por la temperancia de Van Eyck. El clave bien temperado no
será nunca tan bien recibido por todos como el barroco decadente en camino
al rococó.
Citizen Kane, con sus grandes angulares, sus luces cenitales, su empleo
casi dodecafónico del sonido y su profusión de espejos, chimeneas abisales y
cacatúas chillando en primerísimo primer plano, intenta llamar la atención de
quien entonces, y aún hoy, piensa que el cine es un álbum de distorsiones
ópticas y sonoras.
Otra cosa fácil de observar en este film-problema, que como signo
meduseo paraliza tempranamente el entendimiento de cosas mucho más
complejas, es que las partes que lo componen se exhiben en soledad
expresiva. Así la banda sonora, el montaje, la fotografía, la actuación, los
diálogos que conforman el guión corren cada uno por su propio andarivel.
Lo que se cuenta como fábula es elemental, pero a eso se lo maquilla con
toda serie de postizos, tanto de truca como de encuadres. Un plano oblicuo
puede ser muy interesante, pero una y hasta dos docenas de ellos en un solo
film son una lata.
Una toma en picado con la cámara puesta al ras del suelo, y tomando las
figuras desde ese ángulo, puede ser necesaria para la expresión. Pero dejar la
cámara en ese punto durante diez minutos para regodearse en ello, no.
Así, en Citizen Kane, Gregg Toland experimenta con la fotografía; el
joven Bernard Hermann –aún no educado por Hitchcock– revisa la música
moderna sumando Stravinsky y Schönberg –para horror de ambos–; Herman
Mankiewicz nos da a conocer su contundente sapiencia sobre la política
norteamericana y occidental; Mark Robson y Robert Wise practican toda
serie de malabarismos de montaje, y cada actor del grupo teatral Mercury
ensaya diversos modos de maquillajes, acentos fraudulentos y expresiones
faciales. Y si hemos de creerles a sus Memoirs,2 John Houseman se encarga
de organizar, como un CEO del cine de estudios, todos estos talentos en
estado de anarquía solipsista mientras el enorme Orson se la pasa devorando
ostras y partiquinas.
Pero como hemos dicho en la primera edición de El concepto del cine,
esta inflada película, más allá de la posterior farsa bicontinental que armó
Welles con su propia leyenda de artista maudit, con la que engañó a bobos y
aprendices de estetas, es también otra cosa. Muy otra cosa.
Funda, se da de bruces con la temprana autoconciencia del cine que, en
nuestros términos, es “el saber que se sabe y el saber qué se sabe”.
Paralelamente a su regodeo rococó, Citizen Kane delata de manera
imprudente, inmadura, pero también fascinante –¿acaso la propia Medusa no
fascinaba con su mirada?– el qué y el porqué del cine y del cine de
Hollywood, y también delata que son una y la misma cosa.
En la escena final, Citizen Kane afirma sin cortapisas que el cine es un
lugar, un método donde se descubren cosas que sólo existen para el
espectador. Así el dichoso Rosebud, que le es revelado sólo al espectador en
el exacto final, mientras el excipiente material se va destruyendo.
El lado oscuro o patético vino después. La fuga sin fin, la venta de humo,
la falaz aura de incomprendido por una serie de supuestos filisteos, los films
inconclusos debido a su desidia o a su bulimia asfixiante.
La autoconciencia definitiva llegaría con las cimas coppolianas, y una vez
que Willard-Coppola se sacó de encima a Kurtz-Welles. Aquí se traza el
puente que cruza a ese primer río autoconciente.
Pero Orson todavía acecha como una lamia estética, o como una esfinge
de lo espiritual, en las encrucijadas, en busca de devorar al joven todavía en
estado de “cinefilia” aguda, para cargarlo con las cadenas del peor
tardorromanticismo.
Comenzamos con Eliot, terminamos con Moris: “Siempre estás en artista
y te hacés el genio. / Cultivás tu aire ausente y despreocupado. / Pero tu fama
te tiene muy preocupado”.3
VII
Sobre el terror, lo fantástico y la Clase B
El cine de terror se, o lo han convertido algunos entusiastas no muy dotados
de capacidad crítica en una suerte de forma o modo de expresión más a cargo
de los espectadores que del propio film y hasta de sus realizadores. Se busca
ensayar, o directamente parlotear, más que en términos estéticos, en términos
biológicos, por ejemplo, cuánta “adrenalina” provoca este u otro film.
Posiblemente pueda asistirse en poco tiempo a que el espectador de cine
sea conectado a un simple y pequeño aparato –seguramente de origen chino–,
que controlaría, en paralelo a la proyección del film, los sutilísimos cambios
en su registro cerebral.
Desde luego, este “terror” parece ser el último refugio de algo tan vetusto
como la “cinefilia”. Algo que, tras determinados films desde hace cuatro o
más décadas a esta parte, sería comparable a seguir coleccionando
estampillas en la Florencia de los Médici. El anacronismo es deliberado, por
las dudas…
Esta actitud, más que retrógrada, que lo es, es también de gran interés
político, y ni hablar teológico. Dejemos el último punto, ya que hemos
abundado en tal relación. Aunque no sería nada malo insistir alguna otra vez
en él.
Para quien ha seguido nuestros ensayos teóricos –no decimos estar de
acuerdo, decimos “seguido”–, es obvio de toda obviedad que la creación de
un modo de representación y de presentación conocido como “horror” o
“terror” nace de consuno a la articulación de algo llamado Clase B.
La Clase B fue un modo doble de producción, tanto en sentido económico
como de producción de sentido. Concluido el afianzamiento de los grandes
estudios, a comienzos del “sonoro”, lograda su toma de poder cultural dentro
del mundo “wasp” mediante las grandes producciones –que llamaremos
“A”–, se vio la posibilidad de insertar todavía más elementos polémicos que
los disponibles en el terreno anterior. Terreno en el que ya habían conseguido
insertar polémicamente al concepto del cine en el devenir de las artes. Sin
importarles un ardite –de allí su genio político– en medirse con objeciones
sociológicas, o de las políticas que para entonces se creían “progresistas”.
Así, fue que la “Clase B” buscó rastrear y reubicar ciertos temas y
motivos aún más polémicos que aquéllos ya puestos en escena por el cine
anterior (“A”).
El Hollywood clásico tuvo, entre tantas otras virtudes, la de ser un
excelente lector. ¿Y qué cosa es eso, lato sensu? Ignorar las etiquetas y
categorías editoriales y periodísticas. Así no “rescató”, sino que puso en su
verdadero lugar a autores como Poe, Mary Shelley, Bram Stoker y un
afortunado etcétera.
Pero no sólo leyó y entendió sus recursos estilísticos, sino que también fue
hacia lo mitopoético, y allí dio sabiamente con su contenido políticofilosófico, lo que apuntaló esa cuña para sostener más firmemente otra visión
del mundo en polémica radical con el mundo liberal-protestante.
Sin abundar ni extendernos aquí, redescubrió el elemento mítico y
simbólico de lo referido a lo sagrado. Desde luego que esto ya era buscado en
paralelo por el Eliot de La tierra baldía, el Joyce de Ulises, y antes todavía
por el Stravinsky de La consagración de la primavera.
Desde luego que sí. Pero el cine, por su concepto de acción, producción y
re-presentación, logró de inmediato tener, simultáneamente a su producción,
un público afín, educado o reeducado en paralelo por el cine. Obviamente no
tenía tiempo para tonterías de coleccionismo, trivia o pavadas semejantes.
El Hollywood clásico consiguió de inmediato tener un público, unos
asistentes con una visión simétrica a la visión de los hacedores de cine.
Algo que se había perdido desde la política barroca. Y algo a lo que, sobre
todo, se intentó y en buena se consiguió borrar, tachar, más aún degradar por
el liberalismo, al buscar reducirlo al cerco estrecho de lo “atrasado”,
“oscuro”, “reaccionario”, “primitivo”, “infantil” y –llegado el caso–
“popular”.
Como es sabido, cuando se obtiene el poder, que es decisión, los pequeños
aunque vocingleros escollos no se tienen en cuenta.
Por eso mismo, Hollywood se dio a crear esta forma de producción de
doble sentido llamada Clase B. Desde luego, y adelantándonos a ciertas
demandas, el film “B” no fue sólo de tema o motivo de “terror” u “horror”; o
–mejor dicho– de modo fantástico. Hubo policiales, comedias, westerns, y
hasta musicales de tenor B.
Claro que fue el modo fantástico el que tuvo llegada más inmediata al
espectador, y debido luego a ese sabio entendimiento binario que tuvo el
Hollywood clásico, hizo que se pusiera el subrayado privilegiado en tal modo
de acción y de re-presentación.
Esto duró y luego continuó hasta hoy en las condiciones de posibilidad de
tiempo y espacios históricos. Los grandes estudios, dirigidos verticalmente
por familias y asociados, desaparecieron (circa 1965-1968); lo cual dio lugar
a la autoconciencia de los primeros años setenta. Ésta llevó a su culminación
absoluta el concepto del cine. Incluida la Clase B fantástica (Carpenter).
Desde luego, al concepto del cine se lo intenta desfigurar ahora mediante
la inflación, como ocurre con el dinero, para desvalorizar la representación.
Así, el exceso de circulación de billetes hace que su serialización no
represente el valor de lo que supuestamente presenta. De tal modo, a la
producción inflacionaria del plus estético, inherente al ser humano y en
disputa permanente con su parte biológico-económica, se la intenta degradar
del mismo modo que al papel moneda.
Para esto, para esta inflación, se necesitan dos cosas. Que a la
puerilización de los medios le siga de inmediato la puerilización de sus fines.
Esto último necesita de la banalización –mediante inflación– del
sentimiento estético traducido en crítica. Que antes que nada es poner límite
al entendimiento. Es decir, no acumular sensaciones, imágenes, sonidos y
demás sin hacerlas pasar por el filtro del razonamiento. Que desde luego
puede prescindir de fórmulas o metalenguajes para encarar la crítica.
El llevar una formación o expresión anímico-espiritual, sobre todo a partir
del triunfo o “cerebralización” incluso de la mentalidad liberal, a su
reducción de mera mercancía de intercambio, es hacerle el juego y hasta
participar parasitariamente de tal instrumentalización ya casi planetaria.
Las “filias” son peligrosas y auto vampíricas cuando no se tiene también
una filosofía. Que tampoco es emplear un metalenguaje condicionado
previamente.
No sólo el cine; lo fantástico en general había logrado ser casi hasta ayer
la Última Tule; casi la única fortaleza en pie del pensar y el poetizar más
extremo y sutil para enfrentar a la mentalidad liberal pos capitalista, ya
“global”.
Ahora padece la banalización e inflación de su producción y de sus
sentidos. Y así crece el afiche, el parloteo, el “se dice” y “la avidez de
novedades”.
Incluso esta “puesta al revés” se muestra ya en su fase más oscura, cuando
ha logrado anteriormente la fase de puerilización. Es decir, la fase de la
oscuridad total.4
Así los hijos de padres ateos entran en éxtasis oyendo cosas como Black
Sabbath.
TERCERA PARTE
RESOLUCIONES FORMALES
El orden de las ideas debe proceder según el orden de las cosas.
G. B. VICO, CIENCIA NUEVA, LXIV, 238
Se intentará demostrar, mediante ejemplos, el funcionamiento práctico de los
elementos formales por los cuales el cine es cine y no un híbrido de cosas
anteriores. Elementos ya explicitados de manera teorética –aunque
necesariamente en forma muy reducida, en cuanto a ejemplos– en la primera
parte de este libro; aunque centrándonos aquí en un solo film.
Se tratará entonces de extender todavía más –y mediante puntuales
ejemplos– la comprensión tanto de los tres elementos heurísticos
fundamentales –fuera de campo, principio de simetría y eje vertical– así
como de los que forman su tríada retórico-expresiva: índice, ícono y símbolo.
También se intentará hacer compresible, mediante más ejemplos, la
oposición fundamental entre símbolo y alegoría.
Ya es canónico, o debería serlo, que el lector tiene que ayudar al escritor
en su tarea. En este libro deberá trabajar más que nunca, y posiblemente de
un modo nuevo y diferente, ya que intentamos mostrar y demostrar lo más
didácticamente que se pueda el funcionamiento práctico de categorías hasta
ahora explicitadas por nosotros de manera sintética y conceptual.
Aquí se tendrá la praxis de tal teoría. Por lo mismo, los términos a
emplearse y, sobre todo, la propia forma de expresarlos, tendrán en buena
medida un carácter experimental o tentativo. Entonces habrán de abundar los
dos puntos, los paréntesis, los guiones y las barras que se hacen aquí más que
nunca necesarios. Así como las repeticiones, sobre todo del verbo “ver” en
diferentes tiempos. Pero será también un maratón de palabras
entrecomilladas. Esas comillas originarias son, por cierto, el concepto del
cine aplicado sobre la “realidad” fotográfica, de la cual el cine es su redentor.
De allí la dificultad de redimir ahora tan sólo con palabras lo que el cine ya
ha hecho con imágenes.
I
Los tres elementos heurísticos
fundamentales
Los elementos heurísticos son aquellas invenciones y hallazgos que fueron
creados y luego desarrollados por Griffith para diferenciar de manera puntual
y orgánica al cine y su concepto del teatro y de lo teatral, así como de lo
teatral en segundo grado, como el cinematógrafo de Lumière-Méliès.
Durante ese período –1895-1908– el rectángulo de la pantalla de
proyección reproducía no sólo geométrica sino también mentalmente el
escenario teatral y el espacio apaisado de la fotografía periodística o de la
“artística” conocida como postal. Tanto en su reproducción de lo “real” –
Lumière– como de lo “irreal” o lo mágico –Méliès–, la cámara se encargaba
de archivar “algo” desarrollado en un espacio reducido a lo teatral, donde el
más allá no existía, así como ninguna continuidad con otra cosa.
Es indudable que se trataba de algo más que de una postura técnica; pero
de las implicancias ideológicas o mejor dicho anímico-espirituales de
Lumière-Méliès en relación con Griffith nos hemos explayado creemos que
suficientemente en la primera parte de este libro, así que aquí nos
centraremos más que nada en lo formal-operativo.
Griffith necesitaba ab ovo diferenciar el cine de lo teatral-cinematográfico
y para eso crea-inventa tres elementos heurísticos.1 Los llamamos así porque
son tanto invenciones técnicas como hallazgos estéticos. Desde allí toda cosa
que pretende ser innovación o cambio técnico en el cine debe ser
simultáneamente hallazgo estético; de no ser así, no sólo no es nada, sino que
es mucho para nada. Por ejemplo, el uso inflacionario del “efecto especial”.
No se trata tan sólo de que el cine sea narrativo –a diferencia del
cinematógrafo–, cosa ya existente in nuce en Méliès y hasta en un Lumière, si
narrar significa crear y transmitir situaciones de ficción. Pero esta
narratividad debía adquirir en el cine una explicitación propia, crear sus
propios elementos de continuidad y de representación, a diferencia de
registrar la pochade familiar de Lumière –por ejemplo, El regador regado– o
el pase de manos mágico de Méliès –como El viaje a la Luna y demás–.
No se trata de ficción sino de los elementos formales que vuelven esa
ficción algo particular y no dependiente de los elementos anteriores que
representaban modo sui.
Nótese que el mismo Méliès, cuando intentó abandonar lo feérico-mágico
como “tema” y dedicarse a “mostrar” lo actual-histórico y hasta en sentido
político partisano –como en su El caso Dreyfuss–, continuó utilizando el
modo teatral empleando toda su carpintería habitual: olas de papel maché
movidas manualmente, decorados y fondos planos y pintados, etcétera. Así
que no se trataba solamente de narrar o no narrar sino del modo en que lo
narrativo –novela– y lo representativo –teatro– convergieran productivamente
en una tercera posición superadora de ambas instancias anteriores.
El primer elemento que encuentra-crea Griffith es el fuera de campo.
También, y una vez más, la secuencia cronológica que haremos a
continuación son conceptualizaciones de operaciones hechas por Griffith, sin
que haya ocurrido necesariamente esta sucesión temporal que corre por
nuestra cuenta; así como los propios nombres de –por ejemplo– fuera de
campo o, más adelante, eje vertical.
Obvio que no. Aunque por los tiempos de lectura que corren no es en
vano esta aclaración en otro momento inútil. Sería como creer que la historia
esperara los conceptos posteriores del historiador o que la existencia crasa
aguardara a su Kierkegaard para darse cuenta de que atraviesa tres estadios
posibles en su transcurso.
Un maravilloso dibujo cómico mostraba a dos labriegos sentados en
medio del campo. Uno le dice al otro: “¿Sabés que hoy al mediodía termina
la edad media?” Del mismo modo –repetimos– debe proceder el lector no
imaginando a Griffith –por nuestra parte, lo imaginamos con un buen vaso de
bourbon a su lado– esperando por la sucesión que emprenderemos a
continuación, así como por los propios nombres y conceptos que
desarrollaremos aquí. Así como no imaginamos a Masaccio esperando en un
limbo hasta que Bernard Berenson llame al modo empleado en su pintura
“aumento de la tactilidad”.
Tenemos que Griffith necesita primero diferenciar aquello que se propone
narrar-representar de los modos empleados por el teatro y lo teatral. No sólo
del teatro burgués y de interiores sino también del itinerante con funámbulos,
magia blanca y actos de circo. Podría decirse que en esto acepta el grado de
“realidad” fotográfica de Lumière pero no su plegamiento mental a ésta, ya
que no se trata de tomarla tal cual para reproducirla sino de operar con ella
para transformarla. Pero a su vez, esta trans-formación no podía recaer en el
callejón sin salida de un refugio en lo mágico ni en lo maravilloso, lo feérico
y demás.
Vemos cómo aquí Griffith se encuentra exactamente en la misma
disyuntiva de E. T. A. Hoffmann antes de crear con “El hombre de la arena”
(circa 1818) el relato fantástico moderno. Tiene lo real-enciclopédico, por un
lado –a lo que se opone– y, por el otro, la falsa salida de muchos de sus
contemporáneos –como los hermanos Grimm o Tieck con sus hadas, sus
gatos con botas y demás fumisterías mágicas–. Allí crea el relato fantástico
con base histórico-material-realista.
No otra cosa, pero mucho más compleja, es lo que hace Griffith. El grado
de mayor complejidad es dado aquí por el despliegue extremo de la técnica
luego de producidas la revolución industrial y la consiguiente movilización
total.
Griffith necesita luego –una vez asegurada con el fuera de campo la
diferenciación básica del concepto del cine con lo teatral– hacer ver que esa
diferencia no es azarosa sino conciente, más bien que está siendo conducida
–autos– por un autor. Llevada por. Un ductus, una mano dúctil que firma o
está presente estilísticamente en cada cosa del continuum narrativorepresentativo. Una auto-ridad. Puesto que ahí tenemos el quid o intríngulis
fundamental: cómo lograr que los modos anteriores heredados por un lado de
lo narrativo y por el otro de lo representativo no tengan prioridad o
mantengan algún tipo de hegemonía uno sobre el otro. Con el plus –que
puede ser un minus– de que lo representativo depende aquí de lo fotográfico
en movimiento.
Allí acuña entonces el principio de simetría. Con él se tratará de dar y
hacer ver un ostensible ritmo, tempo, así como crear una espacialidad propia
del concepto del cine. Este principio es el que sumará al “anterior” fuera de
campo para amalgamar todavía más la separación del cine de lo fotográfico y
lo teatral, así como servirá para emprender su camino polémico contra la
“ilustración”.
El principio de simetría será entonces la marca, el rasgo estilístico
fundamental, o mejor, será el medio por el cual podrá circular ese y esos
rasgos estilísticos y marcas fundamentales. La simetría, además de otorgar
clásicamente el equilibrio formal –sin más, la belleza–, será el principio que
servirá como canal para hacer circular estos rasgos y marcas que darán lugar
–mediante símbolos– al mundo espiritual y al ideario de un autor. Siendo esto
último aquello que lo vuelve autor. Puesto que no se lo es poniendo mojones
y puntos de repérage a cada rato sin nada que expresar de lo espiritual, pero
tampoco con un espíritu que sopla donde quiere pero que no es capaz de
organizar sus propios suspiros.
Sería como si el principio de simetría mediante ritmo, tempo y repetición
“llamara la atención” a quien lo ve para señalarle que por ahí habrán de
circular y navegar las señales de estilo soportadas o amalgamadas
materialmente por símbolos.
Porque aquí no se trata de invocar trances ni de propalar suspiros, palabras
sublimes o vocativos, ni de huidas a prados y bosques mágicos donde se
refugia supuestamente el espíritu lejos del mundanal ruido, sino de aceptar lo
crasamente material para su sobrenaturalización. Con esto –ya que estamos–
es que el concepto del cine ajusta en forma puntual las cuentas con el
romanticismo.
Es curioso –¿curioso?– que por esos mismos años, en su Auvernia natal,
quien sería después el padre Teilhard de Chardin descubriría, jugando en su
casa paterna, esta posibilidad latente en toda cosa –piedra, madera, y demás–
de lo sobrenatural o de ser sobrenaturalizada.
El tercer elemento heurístico hallado por Griffith para que el concepto del
cine se diferencie en su hacer y operar de lo teatral y de lo teatral-fotográfico
es el eje vertical.
Una vez hallados los dos primeros elementos que logran articular una
diferencia visible con la representación teatral, la teatral-pictórica –como de
cierto neoclasicismo pictórico en poco anterior al cine– y la fotográfica,
mediante el fuera de campo y el principio de simetría, Griffith necesitaba un
tercer elemento que volviera a esa diferencia, diferencia polémica y no tan
sólo instrumental.
O –si queremos– este tercer elemento heurístico buscado quizás para
acentuar esa diferencia formal con lo anterior lo llevó también a esa
diferencia polémica. Así, la continuidad espacial-teatral, pero también la
escritura –al menos occidental– y hasta la performance deportiva habían
articulado ya por entonces lo que podríamos llamar aquí tiranía de lo
horizontal y de la horizontalidad.
Por cierto, esta horizontalización devenía como necesaria consecuencia
del feroz secularismo sostenido por la mentalidad liberal-burguesa ya
arrojada a la movilización total. En donde hasta sus últimas coartadas tardohumanísticas quedaron desenmascaradas y pulverizadas por esa misma
desneutralización de la naturaleza, e incluso la de los espacios ya no sólo
marítimos sino también aéreos, y que llevarían a su acabose en la Primera
Guerra Civil Mundial.
Esta mentalidad secular intenta apoyarse en dos basamentos o en dos
supuestos de tal: una postura drásticamente antitrágica y antiheroica. O
podría decirse que es la misma lógica de la secularización la que la lleva a esa
negación de lo trágico y de lo heroico.2 De allí la horizontalización del hacer
y el devenir humanos, y la misma terrenalización de lo transmundano,
primero como jardín y Edén impresionista y luego como infierno
concentracionario infrarrealista. Fíjese que el cine y su concepto aparecen
tras el “impresionismo” y contemporáneamente a la abstracción en pintura ya
en camino hacia el “infrarrealismo”.
Ahí es cuando Griffith articula su tercer elemento heurístico del concepto
del cine: el eje vertical, que completa la drástica y radical separación del
hacer y el operar (el operar incluye aquí el ver) del cine en relación con lo
teatral y lo fotográfico-teatral mediante la irrupción de un plano, una toma, un
elemento vertical que corta o “cruza” la horizontalidad fotográfico-teatral del
cinematógrafo Lumière-Méliès.
Con eso Griffith completa este quia, esta cualidad propia del cine y su
concepto.
Pero, al hacerlo, Griffith da necesariamente con lo trágico y lo heroico,
díada que lo hace extremar también en forma necesaria su oposición ya in
nuce, y dada en lo fáctico-histórico, con respecto a los imperativos
unidireccionales y horizontales de la mentalidad liberal-burguesa. Digamos
que, si su ser histórico como descendiente de dixie lo hace o lo hacía ya antes
de dar con el cine un necesario oponente de dicha mentalidad, fue su haceroperativo aquello que lo llevara a conocer y a saber el porqué de ese sentir.
Posiblemente con Griffith se hace más cierto que nunca el dictum viquiano de
que el hombre sólo conoce aquello que hace. Con este escolio: mediante el
hacer sabe y comprende aquello que hasta ese momento sólo sentía o debía
sentir como herencia.
El eje vertical, entonces, buscado para completar la tríada de elementos
diferenciadores del cine con lo teatral dio lugar a un plus: el de anudar la
narración-representación del cine a lo trágico y lo heroico, es decir a lo
trascendente. Cosa –la trascendencia– que el concepto del cine ya había
alcanzado –como se ha visto poco antes– con el principio de simetría al poder
sobrenaturalizar lo material y hasta lo material serial.
Pero será con este tercer elemento, el eje vertical, que lo heurístico halle
su fundamento en lo directamente metafísico.
Permitiéndonos recordar, claro, que metafísico es, estrictamente hablando,
conocimiento operativo de los datos tradicionales. Y no –como se intenta
hacer creer desde hace unos dos siglos, sobre todo por parte del mundo
germánico– tinieblas, neblinas, palabras cruzadas, alpinismo místico y
jerigonza expresiva. De nuevo: es saber operar los datos tradicionales.
Cuando Griffith –por ejemplo– no sólo halla-sino-que-opera la tríada
ejemplar, hace más metafísica que todo el idealismo alemán junto. De allí que
llamamos al cine una “revolución anacrónica”.
II
La tríada retórico-expresiva. Índice-íconosímbolo
La tríada retórico-expresiva ejemplar del concepto del cine está formada por
el índice, el ícono y el símbolo.
Como ya se ha dicho, empleamos esta tríada tal como aparece nombrada
en la obra semiótica de C. S. Peirce, aunque –y como repetimos una vez más–
dándole un empleo muy diferente. Intentamos que estos términos vuelvan a
su sentido tradicional y operativo luego de haber sido empleados desviados
en forma especulativa –pragmáticamente– de su sentido original.3
La tríada ejemplar son tres momentos o movimientos, o tal vez tres
momentos que forman un movimiento y que se articulan en el continuum
diegético del film para organizar tanto espacial como temporalmente su
sentido y coadyuvan, por lo demás, a marcar como correlato el principio de
simetría ya descrito.
Cada uno de los tres componentes de la tríada son separadamente signos y
señales, es decir, cosas que están en lugar de otras.
El índice es el signo en cuanto a mera información de sentido que puede
reconocerse en la diégesis o fábula. Son los indicadores más simples que
señalan el uso habitual de las cosas materiales, físicas, naturales. El mismo
dedo índice, y su función habitual –al menos en Occidente–, son, no tan
paradójicamente como podría pensarse, el exemplum más sencillo y gráfico
del índice empleado como señal o primera parte de la tríada.
En el cine, son índices aquellos elementos convencionales que forman y
conforman el entorno habitual y diegético de la fábula que pasa a
desarrollarse a continuación. Implican también la información primaria y
materia prima necesarias sobre los que se sostendrá todo el movimiento
formado por los pasos siguientes del ícono y del símbolo. Es el aquí y el
ahora o “la composición de lugar”, como los llamó San Ignacio de Loyola en
sus Ejercicios espirituales.
Los índices son los sostenes y soportes que levantarán el armazón
diegético primero y temprano del continuum fílmico. De allí que debe
resolverse lo más tempranamente que se pueda en un film la configuración
indicial, puesto que, si no, todo el resto que viene a continuación, sin estos
ordenadores previos que son los índices, son meros sentimientos caóticos,
opiniones confusas, doxa baja, pasiones históricas y demás detritus.
El ícono es el signo en cuanto su reconocimiento de un status propio
dentro de un determinado contexto diegético. Es el puente, el paso, el nexo
entre el índice y el símbolo. Es cuando la cosa-objeto que ha sido
anteriormente empleada como índice y parte de una composición de lugar
habita –puede decirse así– en un lugar propio que lo vuelve un ícono, siendo
éste la extensión imaginaria de tal mundo previamente configurado como
composición de lugar.
Cuando la cosa –objeto, color, temperatura, voz, tic– reaparece por
segunda vez, siendo siempre en forma material el índice que fue y que
seguirá siendo y en busca a enlazarse con otra cosa –símbolo–, es ya ícono:
parte constitutiva, propiedad, matiz, cualidad de un mundo diegético propio y
o de quienes habitan ese mundus. Y también: el mundus de un film se
compone o se organiza sobre la base de estos diferentes íconos, son sus
puntos de apoyo y los que van desplegando el continuum diegético. Señalan y
hasta cartografían –por decirlo así– el espacio de ficción y sus reglas de
comportamiento para que los que allí entremos lo hagamos o podamos
hacerlo con cierta familiaridad, pero sabiendo de su carácter ficticio. Con esto
se consigue, además, un muy efectivo distanciamiento.
El ícono es un atributo de la cosa que se nos ha aparecido antes como
índice. Es el temperamento o la temperatura que manifiestan o toman las
personas y las cosas anteriormente aparecidas como índices, i. e. indicando
algo.
De allí que el pasaje del índice al símbolo sea muchas veces tan difícil de
ubicar y definir, puesto que muchos objetos y cosas pasan o intentan pasar sin
solución de continuidad al status siguiente de ícono. Pero al no conseguirlo
arman un híbrido que no conduce al símbolo y se emparenta ya con lo
alegórico.
El ícono sería entonces la solución de continuidad del trayecto
comprendido entre el índice y el símbolo.
Podría decirse aquí que muchas veces se corre el riesgo de que, si este
eslabón entre índice e ícono se intenta forjar demasiado próximo uno del otro,
o se lo intenta articular de forma muy cercana, eso puede llevar sin más a la
alegoría. Cuando el índice que marca la composición de lugar es desplazado,
sin mediar espacio diegético, a un status particular, de tan particular corre el
riesgo de volverse abstracto o de tornarse una abstracción personificada o una
abstracción objetivada. Máxime cuando el cine dispone de medios como los
musicales, fotográficos, “especiales” y demás que pueden llevar a esos
índices mundanos a ser elevados falsamente a un empíreo simbólico pero
que, al carecer de auténtico aire y fiato, se desinflan y caen al vacío como
globos infantiles. Es que no se ha pasado antes a buscar la ventilación asistida
que ofrece el ícono.
En Taxi Driver, por ejemplo, la primera marcación del vehículo de
transporte urbano conocido como “taxi”, y nada menos que al comienzo de
un film que tiene esa palabra en su título, se inicia bien. Pero luego –casi de
inmediato– al hacérselo tan, pero tan “cosa aparte” –con humo, música
rimbombante y tomas “llamativas” de todo tipo–, se lo vuelve, antes que un
ícono –y menos un símbolo, claro–, una mera abstracción personificada. Ya
que aquí el espectador ha sido no inducido sino obligado, directamente
arrojado de narices a aceptarlo en forma mental como una correspondencia
obligatoria de lugar de encierro y como emblema de soledad y aislamiento.
No es una alegoría pero está muy cerca de serlo.
Para ser todavía más claros. En Rope (La soga), la primera aparición de la
cosa-soga casi sucesiva a los títulos de crédito –donde, como en el ejemplo
anterior, aparece la misma palabra– se nos muestra como índice en un uso
insólito –aunque muy concreto–, lo que hará que su segunda aparición –ya
icónica– resulte perfectamente admisible tanto intelectual como
emocionalmente al mostrarse como marca de la acción anterior. Claro que no
por eso su autor la subraya musicalmente mediante estrépitos ni la encierra en
una viñeta irreal o mágica separada del continuum diegético mediante
cortinas de humo y cosas semejantes.
Andrei Tarkovski hará directamente levitar a sus personajes con música
de Bach como fondo y con palomas blancas atravesando la pantalla en
cámara lenta, ya con total impunidad y no menos impudicia.
Ícono es también la elección de actores. Que es, fue y debería ser algo
fundamental para tener resuelta in nuce parte de la puesta en escena. Puesto
que los atributos físicos de los actores forman parte del material icónico sobre
los que se erigirá buena parte de la diégesis. Digamos aquí, de paso, que un
actor es un atributo, una proyección icónica de ciertas cualidades físicofotogénicas dispuestas para que el autor –de serlo– las ponga en escena.
Lana Turner es y será siempre una serie de atributos propios
indeclinables. Pero ese maravilloso patrimonio icónico mostrenco será algo
muy diferente en manos de un Douglas Sirk que de un David Miller.
Por supuesto que de esta iconicidad –o de su falta– en los actores podrían
y deberían sacarse toda serie de corolarios histórico-espirituales, cosa que
aquí no pueden hacerse.
Símbolo es el signo que muestra una parte suponiendo o recordando al
espectador la posesión de la otra mitad, cuya unión da lugar a la aparición de
un sentido que une –como mediante un puente– la diégesis con el fuera de
campo.
O: el fuera de campo es el canal por donde circula el símbolo. El fuera de
campo abre, cava el canal para la circulación simbólica.
Decimos que el símbolo es también el signo en cuanto a su
reconocimiento de un status propio y de dador de un sentido reconocible o
recordable exclusivamente en y mediante la puesta en escena.
El símbolo es lo que une –syn– y arroja/lleva/tira –ballein– hacia delante.
Por ejemplo, la escultura conocida como El discóbolo de Mirón no
representa, o no representa tan sólo, a un atleta compitiendo sino a un
portador –feros– del símbolo. Esa completud, redondez, circularidad que en
buenas manos lleva hacia un adelante o un más allá.
De allí la perfecta circularidad de los films más logrados y perfectos que
son, como suele decirse, “redondos”. Esta redondez y completud marca o
más bien sella –firma– de manera definitiva las obras más perfectas.
Las obras más perfectas pueden dividirse en ficciones dogmáticas y en
obras-extensas graves. A veces son ambas cosas. En su etapa autoconciente,
son casi siempre ambas cosas. O: la autoconciencia es lo extenso y grave
actuando ya –inexorablemente– como ficción dogmática.
El símbolo depende de los dos elementos triádicos anteriores –pero en
especial del índice– para que pueda operar como tal. O mejor: depende
materialmente del índice y dramáticamente del ícono.
La introducción de una imagen que pretenda alcanzar el status de símbolo
sin haber sido antes presentada como índice lleva sin más a la alegoría. Y qué
es la alegoría sino “instrucciones de empleo adheridas sobre el objeto”,
siendo –y por el contrario– que “los símbolos crecen, pertenecen a la misma
carne de la obra, y le son inseparables. El símbolo despierta presagios; la
palabra no puede más que explicar”, como dijera J. J. Bachofen.
Lo que este autor llama “instrucción de empleo adherida al objeto” se
aplica perfectamente a la imagen fílmica cuando nos indica
unidireccionalmente cómo debemos entenderla, es decir, emplearla
mentalmente. Así el automóvil-taxímetro de Taxi Driver subrayado de toda
manera posible, y ni qué hablar de las múltiples levitaciones y trances seudo
místicos de Tarkovski donde el fondo sonoro de Bach “instruye” –¡todavía
más!– sobre el uso de semejantes magias fotográficas.4
Así todo Bergman. Quien en uno de sus primeros films5 ya era capaz de lo
que sigue. Vemos a una mujer después de que su ocasional amante de una
noche la deje. Va hasta el espejo del botiquín del baño, dibuja sucintamente
con su rouge una cara con una mueca triste, y encima escribe a continuación
la palabra “sola”.
Todas estas cosas son instrucciones de empleo, marbetes de uso para la
comprensión de lo que ya se ve, siendo también tautologías y –ya que
estamos– son sin más insultos a la inteligencia.
No importa que la alegoría sea construida sobre la base de un material alto
–Bach– o un muy bajo –inscripción con rouge en un espejo–, puesto que a lo
alegórico le es indiferente tal cosa. A la trituradora alegórica le es indiferente
que se la alimente con lomo o con bofe.
Si al decir de Bachofen: “Por el símbolo se puede aunar lo más dispar en
una impresión general unificada”, con la alegoría sucede lo contrario, se
disocia la impresión general y se la divide en parcelas mentales estancas.
Debe dejarse siquiera apuntado aquí lo curioso que resultaría –de no
mediar el entendimiento de las cosas– que ciertas personas que se declaran
igualitarias y partidarias de todo tipo de libre acceso a todo y de igualdad en
lo político, sean luego fanáticas partidarias de obras –literarias, teatrales,
pictóricas, fílmicas– totalmente alegóricas, así como por lo general también
lo son sus propios autores, obras que –como ha quedado establecido– no
hacen otra cosa que dividir y separar.
En esto, Griffith es también –y una vez más– la marca diferencial y el
límite preciso. Es obvio que si con Lumière se vaciaba el mundo, o mejor
dicho el mundo todo existía para ser vaciado en un marco fotográfico,6 para
Méliès existía a los fines de ser vuelto ostensible alegoría, como lo es la
magia blanca. Es con Griffith que, estableciendo el marco propio mediante su
tríada heurística y deslindando los pasos triádicos con los que el cine y su
concepto se mueven y expresan dentro de ese marco propio, surge
necesariamente lo simbólico.
Puesto que con la imagen en movimiento se da o puede darse más que
nunca aquello de que “El símbolo es la única expresión posible de lo
simbolizado, es decir del significado con aquello que significa”.7 Para darse o
volver a dar, puesto que el cine es la revolución y la conservación, el
progreso y el regreso –el ricorso–, tenía que roturarse el campo, abrirse el
surco y separar al grano simbólico de la cizaña alegórico- romántica, así
como volver fértil el propio terreno tras la sequedad positivista.
Es con la tríada heurística y con la expresiva actuando de consuno que se
abre el campo posible para la reintroducción de lo simbólico. No otra cosa
deseaban los diferentes “simbolismos” poéticos un poco anteriores a la
aparición del cine. Claro está que lo buscaban cortando todos los puentes con
el lector, así como refugiándose en precarias y más que ilusorias torres de
marfil. Una vez más recuerda esta situación algo apuntado por Teilhard: “El
culto tan propugnado todavía hoy del goce y de la perfección cerrados
responde ya en nada a nuestros ideales de constructores y de conquistadores.
A lo que se nos debe invitar es al ataque de un cielo. Porque en cualquier
otro caso, deponemos las armas”.8
Porque para que lo simbólico opere con todo rigor necesita de lo que
hemos llamado “estado de transparencia”. Puesto que en “La percepción
simbólica opera una transmutación de los datos inmediatos (sensibles,
literales), los vuelve transparentes. Sin esta transparencia resulta imposible
pasar de un plano a otro”.9 Se necesita entonces de estos datos sensiblesliterales –que nosotros denominamos índices e íconos– para que en su
transparencia –cosa objetiva-material histórica– pueda transmutarse en esa
otra cosa que es el símbolo, pero sin dejar de ser y de actuar como lo que es
material y objetivamente.
Los símbolos, su factor constante, son los que enlazan al cine y a su
concepto con el mito y con lo mítico, puesto que su aparición visible y
operativa –por dramática– hace que necesariamente cada uno de ellos y
varios de ellos, formando una serie diegética, reproduzcan algún mitologema.
Esto es, una variante mítica “siempre vuelta a visitar”, al decir de Karl
Kérenyi.
Pero esto deberá verse y tratarse por separado.
III
Narración y representación: puesta en
escena
Definidos y rastreados genealógicamente los tres elementos heurísticos
fundamentales, así como la tríada retórica, y avanzando sobre la oposición
entre símbolo y alegoría del concepto del cine, veamos cómo funcionan
concretamente, cada uno y en conjunto, en uno de los films primeros de
Griffith, en donde el empleo de todos ellos puede comprobarse con absoluta
claridad.
Se trata de A Corner in Wheat, de 1909.
Para ello primero desglosaremos este film en los planos que lo componen.
Emplearemos izquierda y derecha en sentido del espectador.
1. Plano general de un exterior a la luz del día. Vemos a un hombre
agachado sobre una bolsa de arpillera. A su izquierda, una mujer, y a su
derecha, algo más atrás, otro hombre y una chica. El hombre recoge en sus
manos y deja caer una y otra vez, lentamente, granos o semillas de la bolsa.
Luego se levanta, carga la bolsa al hombro, le indica algo a su mujer y sale de
campo en dirección oblicua-izquierda y tras él –en la misma dirección– lo
hace el otro hombre.
2. Corte a otro plano general –long shot–, donde vemos avanzar desde el
punto más lejano hasta cerca de la cámara a los dos mismos hombres
sembrando semillas que sacan de las bolsas y tiran sobre el surco arado.
Detrás vemos que los siguen dos caballos tirados por un tercer hombre que
arrastra un arado y que completa la marcha. Los dos sembradores abandonan
el campo a la izquierda y, sin corte, reaparecen en el campo, pero yendo
ahora en sentido contrario y siempre sembrando. Aparecen luego los caballos
y el tercer hombre con un arado abriendo el surco.
Una vez que los caballos y el hombre tras el arado dan también el giro
completo y se los ve internarse hacia el punto desde donde arrancó el plano,
se produce un corte.
3. Intertítulo: “The Wheat King. Engineering the Great Corner” (“El rey
del trigo. La elaboración del gran rincón”).
4. Plano general-interior de una oficina. Sobre el lado izquierdo, sentado
junto a un secreter, vemos a un hombre que habla por teléfono. Detrás y de
pie, otros cuatro que forman un coro y parecen estar encadenados, casi
fundidos unos con otros. Llevan anotadores en la mano e intercambian
nerviosamente datos y cifras con quien está sentado. El primero de ellos se
acerca al que está sentado, y éste, al verse interrumpido, le hace un gesto
imperativo y desdeñoso con la mano para que se calle.
Luego se pone de pie, pita un cigarro, y con la mano izquierda hace un
gesto de “hecho” o “muy bien”, que luego repetirán los deportistas ante –por
ejemplo– un golpe afortunado. Detrás, el cuarteto de aduladores se muestra
obsequioso. Uno por uno y por riguroso turno se acercan al hombre con el
cigarro, intercambian algo, y salen del campo hacia el fondo y por el lado
derecho.
Al hacer esta salida sucesiva, vemos que junto a la puerta –y siempre de
espaldas– hay un mayordomo inmóvil junto al dintel.
Nótese ya aquí la primera serie de simetrías-oposiciones. Exterior-interior,
campo-ciudad, los primeros abandonando campo por izquierda/primer plano,
los segundos por derecha/último plano.
5. Intertítulo: “In the wheat pit. The final threshing” (“En la fosa del
trigo. La última trilla”).
6. Plano general de una multitud en la bolsa de valores. Hombres gritando,
corriendo de un lado al otro, desaforados y con papeles en la mano. Parecen
luchar entre sí. En el medio se destaca un hombre que arroja visiblemente una
moneda al aire y luego se retira hacia el fondo. Entra al lugar aquel a quien
hemos visto sentado en el teléfono rodeado de corifeos en la escena anterior.
Cuando entra, todos los presentes se arrojan presurosos sobre él. Luego, al
retirarse, un hombre sobre el extremo derecho se desvanece y cae redondo al
suelo.
7. Intertítulo: “His answer to a ruin’s man plea ‘get in the pit where I got
it’” (“Su respuesta a la súplica de un hombre en ruinas: ‘Métete en la fosa
donde lo tengo’”).
8. Volvemos a las oficinas del hombre caracterizado como “rey del
grano”. Las mutuas felicitaciones son interrumpidas por la llegada del
hombre arruinado por la especulación a quien vimos en la escena anterior. Lo
vemos suplicar y ser rápidamente echado de allí. Sale por derecha/fondo.
9. Intertítulo: “The gold of the wheat” (“El oro del trigo”).
10. Un suntuoso banquete visto en plano general. Vemos entrar por
derecha al “rey del grano”, vestido ahora de frac, y hacer un brindis.
11. Intertítulo: “The chaff of the wheat” (“La paja del trigo”).
12. Plano general de una panadería. Detrás del mostrador, un vendedor, y
a su lado se ve un cartel que dice: “Owing to advance of price of flour the
usual 5 cloaf will be 10 c”. (“Debido al aumento del precio de la harina, el
precio habitual de 5 c la hogaza pasa a 10 c”).
Sucesivamente, pasan un hombre que compra una hogaza de pan y luego
una mujer joven que se lleva otra: ambos son informados del aumento por el
vendedor que, señalándoles el cartel, les reclama los cinco centavos restantes.
Ambos lo pagan. Luego aparece una mujer mayor acompañada de una nena
y, al no poder pagar el nuevo precio, se retira del lugar llorando.
En este plano, Griffith mantiene al fondo del campo –background– una
segunda vendedora detrás de un segundo mostrador y a sus respectivos
clientes mientras sucede lo que acabamos de narrar. “Duplica” la escena que
se ve en primer plano. Para intensificar esta duplicidad (y de la situación toda
y “ya” en marcha), pone en escena, sobre el segundo mostrador, otro cartel.
Éste dice: “Don’t blame us. The rise in wheat is responsable” (“No nos
culpe. La suba del precio del trigo es la responsable”).
13. Nuevo plano general del banquete. Se ve al “king of wheat” fumando
un cigarro.
14. De nuevo en la panadería. Una toma en plano general fijo, pero no
congelado, muestra una larga fila de pobres y famélicos mirando el pan.
15. De nuevo el banquete. Plano general pero dividido en dos partes;
como fondo, la mesa y los comensales. En primer plano, “el rey del trigo”
conversando y riendo con tres mujeres. Luego los cuatro salen hacia la
derecha y a fondo de plano, y después comienzan a hacerlo los demás
invitados.
16. Volvemos al plano número 1. Pero con la mujer del sembrador y su
hija puestas sobre el costado derecho y a la entrada de su cabaña. Ambas
miran fuera de campo hacia la izquierda donde, en el plano anterior (1),
hemos visto a ambos hombres salir en esa dirección. La mujer levanta su
brazo y señala horizontalmente en esa dirección. Luego vemos entrar en
campo a ambos sembradores con gestos cabizbajos. La mujer se levanta y
muestra sus manos abiertas, a lo que el “hombre principal” le responde con el
mismo gesto. Luego ella mueve la cabeza a los costados y el hombre
responde con el mismo gesto otra vez. Ella baja la cabeza y el hombre mira
hacia otro lado, el izquierdo. Al fondo, el otro hombre entra lentamente en la
cabaña y queda mitad en campo y mitad fuera en relación con el marco de la
puerta.
17. Intertítulo: “The high price cuts down the Bread Fund” (“El alto
precio reduce el Fondo del Pan”).
18. De vuelta a la panadería. Comienza como un “tableau vivant” al igual
que en el plano 14, pero aquí toma vida. La fila de indigentes se apresta a
recibir sus panes, pero tan sólo cinco de ellos lo consiguen ya que no quedan
más, según indica el dueño del local. Vemos que el segundo mostrador no
tiene a nadie detrás, así como también el estante está completamente vacío.
19. Intertítulo: “A visit to the elevators” (“Una visita a los elevadores”).
20. Llegan a la oficina del “rey del trigo” algunas mujeres muy
emperifolladas que charlan con él y luego salen todos juntos hacia la derecha.
21. Plano general de un elevador de granos. Vemos allí a un operario y
luego, subiendo por una escalera a la izquierda, otro seguido por los
visitantes. Vemos en el suelo una soga hecha un ovillo.
22. Corte a plano medio al interior del silo y con el grano cayendo
verticalmente desde la derecha.
23. Corte de nuevo al plano 21. Entre los visitantes la mujer principal
señala con su brazo hacia abajo y a la derecha el fondo del silo, puesto ahora
–plano 22– fuera de campo. Las mujeres y demás visitantes se retiran guiados
por un obrero hacia el fondo, donde se perciben otras instalaciones. Por la
escalera sube un empleado con un telegrama que entrega al propietario.
24. Primer plano (o “plano detalle”) del telegrama. “Mr. W. J. Hammond.
Dear Sir you have control of entire market of the world. Yesterday added 4
million to your fortune. Sincerely (una firma a mano) Accountant” (“Sr. W. J.
Hammond. De mi consideración, usted controla la totalidad del mercado
mundial. Ayer su fortuna aumentó en 4 millones. Cordialmente [una firma a
mano] Contador”).
25. Gesto de satisfacción del dueño. Mientras, los visitantes se retiran por
el fondo y el mensajero por la escalera por donde ha traído el telegrama.
Luego, el “rey del trigo” haciendo otro gesto de triunfo, pierde su equilibrio y
cae al foso.
26. Corte a plano del interior del silo con el hombre cayendo y el grano
cayendo sobre él.
27. Plano de la panadería. Con el mostrador vacío y los panes en un
estante a espaldas del propietario. Éste conversa con un policía uniformado
que luego sale hacia la derecha.
Entran varias personas o, mejor dicho, primero un hombre que hace luego
señas a los demás. Aparece entonces una multitud compuesta por hombres,
mujeres y niños, todos pobremente vestidos, y que le reclaman por el pan
agresivamente al panadero. Reaparece por otro lado el policía y comienzan
los golpes. Luego entra un segundo policía también de uniforme. Continúa la
pelea.
28. Nuevo plano del interior del silo con el grano que está ya sepultando a
su propietario. El plano se mantiene hasta ver una mano que sobresale y que
finalmente es cubierta por el grano que sigue cayendo.
29. Parte superior del elevador. Sin nadie. O “plano vacío”. Se ve la soga
en el piso. Luego aparece el primer operario desde el fondo. Detrás, los
visitantes al lugar. Luego éstos bajan por la escalera por la cual subieran al
lugar. El operario les indica con un gesto que tengan cuidado al bajar.
Por cierto: los operarios llevan ropas claras, a diferencia de las ropas
oscuras de los visitantes al elevador.
30. Oficina del empresario. Vemos a los visitantes regresar de su visita al
elevador. Luego, alarmados, notan la ausencia del propietario. Presurosos,
salen por la derecha hacia el fondo del plano.
31. Elevador. Vemos que tres operarios, ayudándose con la soga, están
sacando el cuerpo del propietario del interior del silo. Llegan los anteriores
visitantes. Una mujer –posiblemente su esposa– pregunta a otro de los
presentes que sostiene el cuerpo, y éste le indica con un gesto que ha muerto.
La mujer cae verticalmente de rodillas.
32. El mismo plano 2, pero ahora tan sólo un hombre que siembra y
avanza desde el fondo hasta una relativa cercanía a cámara. Mira la tierra
deteniéndose un poco, luego gira –sin salir de campo–, y de espaldas lo
vemos alejarse, siempre sembrando, mientras la imagen funde lentamente a
negro.
A Corner in Wheat tiene una duración de poco más de catorce minutos
incluyendo los títulos de presentación y los del final. El film está basado en
una novela de Frank Norris –The Pit–, un autor muerto prematuramente y que
junto con Stephen Crane y Jack London formaban ya para ese entonces una
conspicua trilogía de narradores del primer realismo norteamericano.
Vemos aquí cómo Griffith ya al comienzo de su film relaciona dos
mundos mediante un fuera de campo, y así tanto el mundo de los chacareros
empobrecidos, el de las oficinas y dependencias del especulador, así como
ese tercer lugar que es la panadería –mundo intermedio entre ambos– se
relacionan/diferencian con rotunda claridad.
Tenemos ya establecido el fuera de campo en las dos primeras tomas. El
primero, con el par de sembradores saliendo rumbo a su trabajo, y el
segundo, cuando los vemos trabajar la tierra. Luego, en el plano 16, la vuelta
de ambos –y en el mismo lugar y situación del plano 1– pero primero
anticipada o “preparada” con la mujer y la chica esperando y mirando fuera
de campo en dirección izquierda, por el cual los hemos visto salir al
comienzo.
También puede verse cómo la dirección de la salida de los sembradores en
ambos planos –2 y 32– es siempre por la izquierda, y la del “rey del trigo”,
sus empleados, y luego sus visitantes, es siempre por la derecha; planos: 4, 8,
15, 20 y 30.
Pero también es por derecha la salida del “rey del trigo” y de sus invitadas
en el banquete (15).
Las salidas de campo de las tomas de la panadería son todas por derecha,
pero en dirección “hacia delante” (foreground), en primer plano casi “a
cámara”, mientras que las del rey del grano y los suyos es por el fondo del
plano (background). Tenemos que Griffith diferencia, mejor dicho, crea una
diferencia espacial entre los tres mundos representados mediante las salidas y
los fuera de campo que practica en cada una de ellas. Chacareros a la
izquierda. Empresario y corifeos, derecha y al fondo del campo. Clientes de
panadería y luego policía que los reprimen por derecha, pero en primer plano.
En inglés se dice “foreground” al primer plano de la escena (en sentido
teatral), pero habría que diferenciar ya aquí este “primer plano” tomado del
“stage”, escenario teatral, de aquel del plano de cine conocido luego como
“close-up”. Puesto que además tenemos un primer plano como uno de los tres
o cuatro diferentes pero sustanciales encuadres del cine: primer plano, medio
y general. Se nos ocurre campo delantero.
El tratamiento del espacio en la toma fílmica está dividido en tres campos:
cercano o delantero, medio y fondo. Así como son tres las divisiones básicas
del corte o seccionamiento espacial: primer plano, medio y general. Tantos
los tres primeros como los otros tres son pasibles de fuera de campo.
Todos los fuera de campo de los chacareros hacia la izquierda se
relacionan con el lugar del cultivo. Los del “rey del trigo”, hacia la derecha,
relacionan el espacio de la oficina con la bolsa y con el elevador de granos.
En el propio espacio de la oficina (8), cuando el “rey del trigo” expulsa al
accionista al que ha fundido previamente en la bolsa, éste sale en la misma
dirección. Con esto se marca la pertenencia –si bien ahora problemática– de
este personaje al mismo “mundo” y “lugar” de quien ahora lo ha llevado a la
ruina
El banquete (10, 13, 15). En el segundo de estos planos se sale de ese
lugar también en la misma exacta dirección fondo-derecha que en las
respectivas salidas de las oficinas del “rey del trigo”.
Las direcciones y situaciones de la puesta de cine implican ordenamientos
espaciales que son también referenciales a las situaciones dramáticas y
particulares de los personajes de la diégesis.
En segundo lugar, estas direcciones marcan, es decir hacen propio,
vuelven propiedad ese mundo diegético que se va organizando frente al
espectador.
La mujer del chacarero señala con su brazo hacia la izquierda –el campo
sembrado– y la mujer del agiotista hacia derecha y un tanto hacia abajo, el
fondo del silo –donde luego quedará sepultado su propio marido–.
El agiotista hace dos gestos de triunfo con la mano. Uno (4) al recibir la
suba de valores en su oficina. El segundo (25), cuando lee el telegrama que le
informa que ha ganado millones. Este segundo gesto de fervor es el que
provoca su caída al foso del silo.
Aquí tenemos una simetría simple pero dramáticamente contundente y
propia, de propiedad del cine y de su concepto. El fatum clásico es ordenado,
organizado frente a nosotros.
Antes, el acaparador le había dicho al accionista arruinado “Get in the pit
where I got it”. Griffith se muestra ya habilísimo para sobrellevar la falta de
diálogo sonoro haciendo que el intertítulo con lo expresado por un personaje
se enlace o se relacione simétricamente con una acción luego representada,
ésta de carácter irónico.
Las frases, primero mediante el empleo de intertítulos y luego dichas por
los actores, tienen en el cine una propia simetría enunciativa que despliega su
particular principio de simetría. Su uso puede ser trágico, pero también in fine
cómico, irónico o ambiguo.
La soga. La vemos por primera vez sobre la base del elevador (21) y
luego, siempre en el mismo sitio (29), en ambas como “cosa” del lugar.
Luego la vemos empleada para un uso desplazado (31), nada menos que sacar
el cuerpo inerte del especulador del fondo del silo donde ha muerto sepultado
por su propio grano acaparado.
Veamos esto: en el plano 21 está la descripción del lugar y allí vemos una
soga como cosa posible de estar –índice– en un elevador de granos. Luego la
vemos (29) siempre en el mismo lugar, pero con nosotros ya sabiendo que
por el foso cayó el propietario y viendo a los visitantes regresar de la visita
guiada hasta donde se encuentra la soga –y nosotros–. Aquí la cosa-soga, que
desde luego es la misma y está en el mismo lugar, adquiere otro status
particular, es parte de lugar que ya no es sólo el índice o parte tan sólo del
índice de un elevador de granos: la soga ya es ícono puesto que es una imago
particular que se corresponde a un universo contenido en algo llamado A
Corner in Wheat.
Pero esto no sería nada si no alcanzara su status siguiente, cuando
finalmente (31) veamos la misma soga, pero ahora empleada por tres
operarios para extraer el cuerpo sin vida del propietario del foso adonde fue
sepultado por su propio grano.
Esta toma –además– comienza in media res, se pasa a ella con la acción
en la mitad, haciéndose. Del mismo modo triádico será empleado el teléfono
en The Lonely Villa.
La primera vez/toma de una cosa u objeto indica, es índice. La segunda
marca un lugar o una cualidad propios y es ícono. La tercera finalmente
enlaza y lleva a un sentido que el fuera de campo sostiene: símbolo. Aquí, en
A Corner in Wheat, de no tenerse el cuerpo sin vida del agiotista puesto fuera
de campo (29) no tendríamos nada, ni soga-ícono ni luego, y menos todavía,
símbolo. Y fíjese que el uso desplazado o no habitual de la soga lleva/menta
también la acción de colgar como castigo; así como quien ha especulado con
mercancías es ahora arrastrado como una de ellas.
Ya que estamos, lo mismo hará Hitchcock con el empleo de ese mismo
objeto en su film Rope. Éste es el fuera de campo semántico.
Con el mismo elevador, luego el foso y el grano cayendo en dos planos
sucesivos sobre el cuerpo del acaparador, tenemos un primer uso –ya
ejemplar– del eje vertical. La irrupción de otra cosa: destino, fatalidad,
providencia. Sin duda “algo más” que cruza lo horizontal. El eje vertical es
una modificación al status de conocimiento de lo que se vio con anterioridad.
No se tiene eje vertical con una simple toma donde aparezca una escalera,
un ascensor, silo o aeroplano, sino luego de que, tras su empleo o su paso por
allí, haya una modificación o pueda haber una modificación de lo que
venimos viendo hasta ese preciso momento.
En este film, varios de los gestos en la actuación de los intérpretes son
todavía aquéllos dependientes del teatro de la época, y todavía faltan –por
ejemplo– Lillian Gish, Mae Marsh, Robert Harron y Richard Barthelmess,
con quienes se tendrá la actuación de cine ya separada también de lo teatral.
Pero Griffith no tenía todavía nada a cambio de los gestos y los modos
teatrales contemporáneos; sí una organización del espacio mediante cortes,
planos, simetrías y ejes verticales absolutamente única. Y sobre todo la
relación dramática que aquí apenas se vale de intertítulos sólo clasificatorios
y sin que ninguno de ellos intente reemplazar lo que la relación de las
imágenes puede expresar por sí misma.
Sin duda esto no guarda ninguna relación, salvo la polémica, con lo hecho
por Lumière y seguidores, pero tampoco con Méliès.
Es posible discutir hasta el Juicio Final si los “documentalistas de
Brighton” llegaron al primer plano antes que Griffith, o si el tal Promio y su
paseo en lancha por Venecia para tomar vistas de la ciudad por encargo de les
frères Lumière ya es un travelling. Lo que es seguro es que no existe nada
comparable a estos primeros y primerísimos films de Griffith en cuanto a
construcción orgánica.
Si bien es cierto que su contemporáneo Edwin S. Porter se adelanta en
algo en cuanto a desarrollar la continuidad diegética con su Vida de un
bombero norteamericano y su Asalto al tren (1902-03), no sabe –a su vez–
cómo continuar con estas cosas descubiertas, como puede verse con rotunda
claridad en la siguiente La cabaña del tío Tom, con sus escenarios y telones
pintados y sus trucos crudamente teatrales. En todo caso, Porter es el primero
que padeció el “signo meduseo” en relación con el cine. Ya que se petrificó
por haber llegado demasiado prematuramente a un lugar.
Puede verse también que, aquí y en tantos otros de estos primeros films,
Griffith busca parte de su inspiración para ciertas situaciones en cuadros más
o menos contemporáneos. Las escenas contenidas en los planos 2 y 32
pueden deber parte de su inspiración al conocido cuadro de Millet El
Ángelus. Así como, por ejemplo, y poco después, una de las actrices de su
casting –Kate Bruce–, que interpretará a la madre griffithiana par excellence,
hará recordar muchas veces al célebre retrato de su madre que pintó Whistler.
Pero véase cómo Griffith jamás busca reproducir el motivo o el modo del
cuadro sino que lo emplea como soporte. A diferencia, claro, de cosas como
El asesinato del duque de Guisa con su marco teatral y sus cuadros históricos
y que intentó fundar en Francia nada menos que el llamado film d’art; art de
musée, por cierto...10
Luego, en El nacimiento de una nación y en Intolerancia habrá tomas
completas donde se buscará reproducir –citando las fuentes además– ciertos
cuadros que ilustraban con anterioridad determinados episodios históricos
que aparecen en ambos films.
Por su parte, Intolerancia se terminará con una alegoría sin más –y hasta
extramundana– que tendrá lugar luego de terminada la ficción dramática,
además de estar todo su decurso pautado por la imagen de “la madre que
mece la cuna”. Esto no debe obviarse, claro. Pero téngase presente que,
inmediatamente después de esto, será el propio Griffith el que habrá de no
sólo eliminar sino también dejar atrás tales cosas. Que no es lo mismo.
Superación no es mera supresión. Como puede verse por ejemplo en
Pimpollos rotos y en Way Down East, su obra maestra absoluta.
La obra de Griffith, desde Las aventuras de Dollie hasta The
Struggle,11 despliega una parábola que puede seguirse con absoluta claridad.
Como harán tantos autores antes y después. Como Velázquez, que al decir de
Élie Faure no pintaba en sus últimos cuadros las personas ni las cosas sino el
vacío entre ellas; como hará luego Hitchcock a partir de Marnie; o Borges en
sus últimos relatos; todos ellos, al final de sus obras, parecen desmontar,
des/armar el modo, la trama o el hilo conductor del tapiz que han tejido con
los años. Haciendo así visible la ya clásica paradoja de Hokusai sobre el
dibujo.
Claro que, en este recorrido ya señero y posiblemente inmemorial, la obra
de Griffith cumple también con otra diferencia: la parábola desde la sencillez
originaria y “primitiva” puede completarse con un regreso a eso originario;
donde el concepto del cine vuelve a su punto cero y muestra, y sobre todo
demuestra, cómo también en este fin está su principio…
IV
Recapitulación.
Fuera de campo. Función y sentido
Componen el concepto de fuera de campo todos aquellos elementos, sean
diegéticos o formales, que se extienden más allá del campo visual de la
pantalla y en sus respectivas continuidades completan la visión total de un
film.
También el fuera de campo es el recurso heurístico mediante el cual el
cine se separa de manera polémica de la fotografía o de lo fotográficocondicionado, tanto como extensión de lo teatral como, tiempo después, de lo
televisivo.
En tercer lugar, el fuera de campo es el recurso mediante el cual aparece
lo simbólico en el cine, siendo por lo tanto el vehículo o feros del símbolo.
El fuera de campo es el elemento fundamental de la tríada heurística del
concepto del cine compuesta además por el principio de simetría y el eje
vertical.
Mediante su empleo se extiende, prolonga y se crea una continuidad –y
contigüidad– de lo que sucede o se representa en el espacio de proyección
fílmico, relacionándolo con un antes y un después de aquello que se ve en ese
momento. De ahí que, en el cine, cuando cumple su concepto, nunca se ve
sólo lo que vemos en el momento en que lo vemos.
Con eso, la esencia del cine –si podemos expresarnos así–, su quia, su qué
y su cómo, nos son dados de consuno.
El fuera de campo es también el canal mediante el cual circula lo
simbólico del cine, siendo el principio de simetría el fluido o excipiente que
permite tal circulación o por el que es condensado material y espacialmente el
símbolo.
En los films más notables, el empleo del fuera de campo12 no se establece
a partir de un solo campo de reflexión o refracción, sino que son varios que
actúan en conjunto y en simultáneo, dando por eso una mayor extensión
expresivo-representativa al film en el que circulan, puesto que –además–
tienden a lo circular.
Veamos el comienzo de Rope. Seguiremos empleando izquierda y derecha
en sentido del espectador.
Tenemos el plano general de una calle. Destaquemos por ahora lo
siguiente. Vemos pasar a una mujer de derecha-izquierda llevando un
“típico” cochecito con un bebé. Una vez que ha terminado de pasar, aparecen
dos de los credits principales, y tras ello, Rope en color rojo; luego, siempre
con el plano general en picado de esta calle, el resto de los credits.
A continuación, un travelling que, partiendo desde la calle, se continúa
hasta un balcón-terraza y hasta llegar frente a una ventana cerrada en donde
se detiene. Allí se oye un alarido y luego –mediante un corte– ingresamos a
un interior en penumbras y con el primer plano de un hombre que está siendo
estrangulado con una soga por unas manos enguantadas.
La cámara, al pasar en travelling de la calle al interior, atraviesa antes un
“campo vacío” sobre el balcón-terraza donde hay una suerte de pedregullo (o
“zona árida”) y luego se detiene sobre la ventana cerrada. Una vez ahí se oye
en off un alarido que en el plano siguiente “sabremos” que es el que poco
antes dio la víctima del estrangulamiento.
Al “abrirse el campo” pasamos al plano medio y vemos a dos hombres a
los costados del muerto. Uno –a izquierda– que tira todavía de la soga y el
otro –a derecha– que lo tiene aprisionado entre sus brazos.
Ambos llevan guantes.
Tenemos entonces calle-balcón/seco-ventana cerrada en una secuencia
móvil sin cortes conocida como travelling. Luego, el primer plano del
asesinato por estrangulamiento ya descrito. De inmediato seguirá, primero, la
auscultación del corazón del cuerpo de la víctima por el hombre que está a su
derecha, luego la acción de depositar/esconder el cuerpo ya sin vida dentro de
un arcón donde quedará hasta poco antes de la conclusión del film. Al
finalizar esta acción, ambos jadean.
Con el modo “/” –como en el anterior “depositar/esconder”– intentamos a
veces hacer gráfico el doble y a veces triple campo semántico-simbólico que
alcanzan el cine y su concepto cuando nos ponen estrictamente en suspenso,
ya que suspende la habitual unidireccionalidad de juicio de todo lo que
vemos a diario y normalmente. En cambio, en el concepto del cine –como en
la secuencia citada– podemos oscilar, dudar, variar, permutar el verbo, puesto
que esto que vemos es tanto un depositar como un ocultar.
Una acción vista en el cine no es sólo eso que vemos habitualmente
reproducido en la fotografía, de ahí también el carácter de “redentor” que
tiene el cine del clisé fotográfico.
En Rope, el fuera de campo principal es la calle. Fuera de campo que –
como se ha dicho– constituye uno que se desprende de la diégesis a lo largo
de todo el film. Esto es: la calle estará fuera de campo a lo largo de todo el
film, y ese constituirá el otro lugar, el alter mundus por excelencia del film.
Podemos continuar ahora como sigue.
Este fuera de campo se completará –de manera circular– hacia el final,
con la entrada en campo de “la calle”, luego de los tres disparos hechos al
aire por Rupert, tras lo que el fuera de campo principal entrará en el campo
mantenido a lo largo de todo el film, el interior del departamento.
Este fuera de campo originario que entra en campo se hace mediante
voces “anónimas” que se oyen “aquí” comentando el que suponen puede
haber sido el origen de los disparos. Sabemos que –paradójicamente– aquí
tales tres disparos han sido de alarma y desahogo, y no de muerte y crimen.
Que el verdadero crimen fue mudo, salvo el breve alarido que oímos –sólo
nosotros– al comienzo exacto del film. Un alarido y una voz “sin cuerpo”.
Veamos ahora la sucesión circular completa de todo el film.
Exterior-calle de la que salimos/abandonamos para circular hasta un
exterior calle puesto fuera de campo y que entra sonoramente al interior en el
que permanecimos desde aquel primer fuera de campo.
Un grito que oímos emitido fuera de campo y tres disparos que vimos
disparar pero que oyó también “la calle”, cuyos comentarios verbales
comienzan a entrar en el interior.
Aquí “la calle” no es sólo espacio material del trazado urbano, sino
también lo anónimo, la multitud, “la mayoría silenciosa”, la opinión pública.
En “medio” de ambos fuera de campo de “la calle”, el segundo fuera de
campo principal con el cuerpo de la víctima en el arcón a lo largo de casi todo
el film, cuya colocación allí hemos visto y cuyo des-cubrimiento por Rupert
vemos in fine mediante otro fuera de campo. En rigor, “vemos” no el
hallazgo sino la reacción por el hallazgo en los gestos de la cara de Rupert.
Cabe apuntar que el gran experimento de Rope no consistió sólo en las
ocho tomas continuas de diez minutos cada una (además de la tomatravelling de un minuto con la que se abre el film), sino –y sobre todo– en
volver absolutamente cine una obra de teatro ya escrita y representada con
anterioridad.
Repasemos la secuencia otra vez. Dejamos la calle en fuera de campo y
atravesamos un balcón-terraza-“seco” hasta detenernos sobre una ventana
cerrada detrás de donde oímos un alarido fuera de campo. Al entrar en este
campo donde se produjo el alarido, vemos el cuerpo casi inerte –sin voz
puesto que su ser en el mundo será tan sólo la voz de un breve alarido– de la
víctima que –sabremos luego– se llamaba David.
Es decir que lo único que oímos y sabremos y, sobre todo, conoceremos
de este David será su último aliento.
Luego vemos la auscultación del corazón –por quien sabremos luego se
llama Brandon– del recientemente estrangulado, asesinado por una soga en
las manos de quien luego sabremos se llama Phillip. Al poner la mano sobre
su corazón, vemos sesgadamente un trozo de tirador sobre la camisa del
muerto. A una señal/orden de Brandon a Phillip, éste levanta la tapa del arcón
y ambos lo depositan en su interior, cayendo luego sobre la tapa ya cerrada y
jadeando.
Es mediante esta relación-sucesión mediatizada por el fuera de campo que
se arriba a lo simbólico. Fíjese que cuando tal sucesión no es cumplida se
tropieza con lo alegórico o –según los casos todavía decrecientes– con lo
paródico. Hay un trayecto, un transcurso entre aquello que se omite o mejor
dicho se elige omitir con la simetría basada en esta primera omisión,
polémica o no.
El concepto del cine es la forma mediadora entre el elemento fácticohistórico-material y el supra-temporal. O, si queremos, es aquel que enlaza el
devenir horizontal con lo vertical espiritual.
Nota sobre el gerundio
Para describir el concepto del cine, parecería que la forma verbal gerundio
fuera fundamental. Si el gerundio es “la forma invariable que denota acción o
estados durativos” y “no indica por sí solo tiempo determinado”, además de
poder expresar “un hecho coexistente o inmediatamente anterior al denotado
por el verbo que acompaña”, el hacer del cine remite a dicha forma.
V
Recapitulación.
Principio de simetría. Función y sentido
Se trata de la repetición intencionada de un elemento formal –icónico,
gráfico, sonoro o dialógico– que, al reaparecer, por ejemplo, una segunda vez
en la puesta en escena, se vuelve diferente, sin perder de todas formas su
condición anterior. Por esta diferencia accedemos al pasaje del índice al
símbolo.
La cosa que se repite sigue siendo materialmente la misma (índice) pero
ya en esta segunda vez tendrá una mutación en su status de significación sin
perder el primero y material. Este segundo status es ya el símbolo, aunque
anteriormente puede darse un paso previo entre índice y símbolo al que
denominamos ícono.
Este principio de simetría, además de ser el vehículo o excipiente que
lleva y porta a lo simbólico, fue acuñado en su origen como la segunda marca
diferencial del cine con respecto al cinematógrafo, así como de la
representación teatral de la que éste intentó ser tan sólo un copiador pasivo.
Con el principio de simetría tenemos, vemos, la intencionalidad del autor
o es ello lo que hace de su director un autor, alguien que lleva, porta, mueve y
conduce la puesta en escena, no siendo –claro está– conducido por ella.
El principio de simetría parecería querer plegar las cosas materiales, los
objetos y el mundo fenomenológico todo a una voluntad de ser conocidos,
pero sin negar o evitar que permanezcan tal cual en su carácter material y de
uso habitual e instrumental. Al dar a estos objetos y cosas un carácter diverso
del que manifiestan hasta ese momento y para el cual fueron fabricados y
confeccionados, es que el concepto del cine se enlaza con el empleo
tradicional de las cosas y de los objetos materiales. Vuelve a cada cosa
material un útil, y al mismo útil o herramienta le otorga una segunda
naturaleza.
El cine emplea al mundo de lo hecho y de lo fabricado –incluso
serialmente– como soporte de muy otras operaciones. Digamos que obliga a
tales cosas materiales y seriales a ser soportes de operaciones de otro tenor,
pero sin desfigurarlas de su condición óntico-material. Ya que estamos, esta
desfiguración de lo natural-material constituye el más puro kitsch.
El cine no da ni otorga nobleza a las cosas y a los objetos que
necesariamente no lo tienen en o por su origen de fabricación serial, pero las
obliga a ser trascendidas, las obliga –podría decirse– a ser algo más, pero sin
dejar de aceptar su condición de caídas en la crasa materialidad.
Veamos nuevamente Rope, donde el principio de simetría, como tantas
otras veces, principia en el mismo título. El asunto, claro está, es sostenerlo
luego en la continuidad de toda la puesta en escena.
¿Cuántas veces vemos la cosa-soga? Primero, cuando es empleada por
Phillip para estrangular a David. Luego, colgando del arcón donde se ha
depositado el cadáver. Cierto que aquí primero la vemos nosotros y luego un
aterrorizado Phillip. A continuación, cuando la saca de allí un jocoso
Brandon que la toma y la hace girar en la mano hasta depositarla en un cajón
de la cocina. Luego, cuando la vemos aparecer sujetando la pila de libros
(primeras ediciones) que Brandon le obsequia al padre de David.
Tras ello, cuando Rupert la saca de su propio bolsillo y se la muestra a
ambos asesinos, y –finalmente– tirada en el suelo cuando Rupert la deja caer
al dirigirse a luchar “mano a mano” con Phillip por la posesión del revólver y
al hacerlo éste le hiera la mano a aquél.
Podría decirse aquí que los dos ejes principales de circulación de simetrías
actúan casi de consuno ya que son la soga y las manos.
Vayamos a las oposiciones binarias. Calle-interior. Grito póstumo-jadeo
de los dos asesinos. Primero, el encierro en el interior del departamento, y
segundo, el del cadáver de David dentro del arcón sobre el cual se pondrán
candelabros, luego las viandas para un sarao, finalmente unos libros.
Veamos esta otra sucesión. Calle sin sonidos, luego balcón terraza,
completamente “mudo”, luego ventana cerrada y –en fuera de campo–
alarido. Una vez en el interior se tiene campo=resultado de ese alarido con el
cuerpo ya exangüe de David luego de ser estrangulado.
Las manos como simetría. Un par “ejecuta”,13 ahora con un trozo de soga,
otro ausculta el corazón de la víctima y ordena poner el cuerpo en el interior
del arcón. Luego éste se sacará sus propios guantes, así como sacará los de su
doble que “se dejará hacer pasivamente”.
N. B. Veamos con mayor detenimiento esto último, cuando señalamos por
nuestra parte que vemos aquí “su doble”. ¿Están ya dados todos los pasos del
entendimiento formal de la breve secuencia anterior, para que allí nos
precipitemos sin más a referirnos a un término exterior, como “mítico”, a una
breve estructura de significación que supuestamente no la reclama?
Claro que el cine, al ser un continuum, puesto que todo análisis supone la
obra completa ya vista y revista, implica que se tiene un entendimiento de su
operar en doble sentido. Lo primero completa lo que sigue y el fin se da
circularmente con el principio. La música antes, la poesía épica primero, y
trágica luego, y hasta a veces después la propia prosa novelística
decimonónica, intentaron muchas veces lograr per fas et nefas esta
circularidad.
Entonces, es la puesta en escena la que mediante este tránsito de fuera de
campo y de simetría lleva, más que remite, a ese fuera de campo míticosimbólico, o a ese reservorio sin necesitar pasar antes o detenerse en el
empalme de su reconstrucción libresca citatoria en busca de ayuda para
proseguir su marcha hacia el símbolo.
El fuera de campo y su relación con la simetría arriban necesariamente a
su implicación simbólica pero yendo al fondo, al Grund mítico del símbolo
sin tener que detenerse antes en las postas o en los empalmes de las
acuñaciones simbólicas anteriores.
El mitologema del doble, aquí en Rope se da por representaciones de
binariedad fáctica elemental –físico-anatómicas– sin parar mientes
previamente en sus performances simbólico-culturales anteriores. El
espectador ve dobles o series de dos y de tres –ya que éste es “un dos
problemático”– llevado por la transparencia y continuidad de la narraciónrepresentación, sin necesidad de tener que detenerse en los empalmes
previos. Postas que –por otro lado– venían actuando en las artes anteriores
que recurrían a tales intentos de resolución como fatales divisores de la
atención, retardadores y elementos distractivos del sentido que quería
buscarse. Así los recursos a lo mítico de la ópera wagneriana –por ejemplo– y
un largo etcétera; incluso los de aquellos que, a posteriori, intentaron
correcciones a esta dirección como Hermann Broch y su novela La muerte de
Virgilio, por ejemplo.
O sea que el cine completa, arriba finalmente a ese telos, a ese objetivo
buscado por ciertas artes anteriores cuyas prácticas respectivas tendían
–ballein– a reunir –syn– el lazo entre logos y mito. Pero que para eso
debieron –por las técnicas y los materiales empleados en esa tarea– referir a
un paso previo o mitologema previamente cristalizado en forma de emblema
y hasta vuelto ya alegoría.
Volvamos a Rope.
Aquí el mitologema del doble es primariamente comunicado mediante la
simple binariedad de dos hombres que actúan en conjunto, y es potenciada
por este tercero –y medio o “en el medio” problemático– que es rápidamente
eliminado y de inmediato “tapado”. Su concreción fáctica frente a nuestros
ojos. Claro está que será a partir de ese momento que esa serie de simetrías
sobre lo doble y lo dúplice correrán por cuenta de un autor actuando en una
puesta en escena.
Así como luego habrá un elemento tercero –Rupert– que estará en el
medio y se opondrá a ambos hasta el final; incluso espacialmente.
Esta terceridad o tercer elemento en “medio” de otros dos se dará a lo
largo de toda la puesta en escena del film. Terminando exactamente con un
tres-triple-triángulo: tres disparos, tres sillas, dos de frente, junto al piano, y
una de espaldas a “nosotros” y frente a los “dos” donde se sienta Rupert. Y
una triangularidad total con la figura que forman Phillip, en el extremo
izquierdo junto al piano, Brandon al lado del bar portátil, y Rupert de
espaldas a nosotros.
Todo el film es un triángulo, un juego de manos, una soga que cambia de
posición y de uso, dos fuera de campo absolutos –calle y arcón– y algunos
fuera de campo parciales.
Ya la particular relación física entre Brandon y Phillip se establece a
continuación del ocultamiento del cuerpo de David y se nos da mediante
continuidades y simetrías, una vez establecidos los dos fuera de campo en
relación con la diégesis completa: la calle y el arcón.
Vemos entonces que Brandon le quita los guantes a un Phillip que se deja
hacer pasivo. Este “dejarse hacer” de Phillip por Brandon se continúa a lo
largo de toda la puesta en escena: órdenes de que haga esto y aquello, la voz
de éste diciendo o explicando aquello que un Phillip al borde del balbuceo o
directamente sin palabras no puede decir; incluso aquél llega a abofetearlo.
Si regresamos nuevamente a la primera toma, vemos que también en el
plano general de la calle aparece un policía deteniendo a un automóvil para
ayudar a cruzar a dos niños. Más atrás –sobre la vereda–, un hombre solo y,
caminando y en sentido opuesto, una pareja hombre-mujer.
Se adelanta así, prologalmente, lo doble y dúplice con un tercer término
en medio, así como ese otro término de un personaje solitario y un parpareja.14 Vemos entonces que esta primera toma y plano secuencia mediante
travelling no sólo sirve para crear y articular el gran fuera de campo total
diegético de Rope, sino también para adelantar prologalmente elementos
como el triángulo, el doble, y el doble con un tercer término opuesto o
antitético en medio; así como la marcha en solitario de un solo hombre.
Repasemos. Tenemos un plano general de una calle vista en picado, desde
lo alto, altura que es la del mismo piso al que ingresaremos poco después.
Una mujer lleva un cochecito con un bebé en dirección izquierda. Luego
comienza un travelling –también hacia la izquierda–, donde vemos un policía
de uniforme que detiene a un automóvil para que dos chicos puedan cruzar la
calle. Más allá, un hombre caminando y, yendo en sentido contrario, una
pareja. Luego la cámara prosigue moviéndose lateralmente, siempre hacia la
izquierda, y allí vemos un balcón-terraza completamente vacío y luego una
ventana cerrada. Al detenerse allí el travelling, se oye fuera de campo un
alarido humano. En su interior y en primer plano y luego en plano medio,
vemos a un hombre que está siendo estrangulado con una soga por alguien
situado a su izquierda y con otro a su derecha que está inmovilizándolo.
El cuerpo será poco después depositado, ya inerte, en el interior de un
arcón.
Vemos cómo en las primeras tomas de Rope el autor establece no sólo los
dos principales fuera de campo diegéticos de todo el film –calle y arcón–,
sino que además los emplea para articular los motivos y figuras que actuarán
como bajo continuo o matrices de las que surgirán sus diversas variantes.
Doble, triángulo, el marchar en soledad, el vacío o lo vacío, lo cerrado, las
manos, la soga y hasta algunas de sus variantes por contigüidad, como los
tiradores de la víctima.
El fuera de campo entonces pone en marcha, activa podríamos decir, la
gran otredad o alter mundus del film, así como establece el canal de
circulación de los elementos simbólicos, cuyo excipiente o vehículo será el
principio de simetría.
Veamos ahora y una vez más el principio de simetría en relación con las
manos. Las del asesino estrangulando a David, enguantadas como las de
Brandon, quien sostiene a la víctima y luego le ausculta el corazón para
comprobar si está muerto. Luego15 haciendo girar el trozo de cuerda. Siguen
las de éste abriendo una botella de champagne, aunque “reemplazado” en la
tarea por Phillip que la “completa”, ¿nuevamente? Luego encendiendo las
velas del “altar” que improvisa sobre el arcón y donde se le ocurre disponer
las viandas del party. A continuación, la mano de Phillip herida por una copa
cuando llega a la fiesta la tía de David, a quien confunde con Kenneth.
La mención de las manos de Phillip –en fuera de campo/relato–, cuando
se cuenta de su “afición” a estrangular pollos. Luego, las de éste tocando el
piano, y después examinadas por la “lectora de manos” que le augura que
“ellas lo volverán famoso”.
Las manos de Rupert examinando y haciendo funcionar el metrónomo.
Luego vistas en primer plano cuando le dan por error un sombrero ajeno,
“más chico”, y donde ve en su “interior” las iniciales D. K., pertenecientes a
David, lo que hace sospechar a aquél de su “ausencia” en el party. Su mano
herida por el revólver cuando lucha por su posesión con Phillip. Las manos
abriendo la ventana y disparando por tres veces al aire. In fine, su mano
puesta horizontalmente sobre el arcón.
VI
Recapitulación. Eje vertical.
Función y sentido
El eje vertical completa la tríada de elementos heurísticos fundamentales
creados y hallados por Griffith para separarse del espacio de representación
teatral y derivado de lo teatral, así como del verosímil fotográfico, que ya
para ese entonces se intentaba hacerlo pasar por el único paradigma posible
de lo real.
El eje vertical consiste en la irrupción de un elemento –cosa, toma,
encuadre, objeto–, así como del empleo de un signo de construcción
arquitectónico (escalera, piso superior), o de un aparato mecánico (avión,
helicóptero) que al irrumpir en el continuum diegético del film produce o da
lugar, además de su separación de la proximidad con la representación teatral,
a otra cosa. Muestra la irrupción en la diégesis en marcha de algo diferente,
que cruza a lo horizontal-histórico.
El eje vertical enlaza y despliega esa “otra cosa” tanto en sentido de
información y representación como de manifestación. Es decir, tenemos eje
vertical cuando luego, inmediatamente después, o por medio de un elemento
vertical cruzando el horizontal, el status de conocimiento de lo que se venía
viendo y sabiendo hasta ese entonces sufre una modificación siquiera
mínima, pero sí modificación.
Además, el eje vertical es el excipiente mediante el cual el autor
manifiesta su pertenencia a lo trágico. Siendo esto simplemente16 la creencia
en la limitación de las acciones humanas: incluidas las históricas, las técnicas,
y ni hablar de las propias artes. En cuanto haya esa limitación y se crea en
ellas, tenemos lo trágico; y podría decirse que la señal de esa limitación o su
lítote es el eje vertical.
Volviendo al plano de representación, se tiene que mediante el eje
vertical, además de la profundidad de campo –ínsita al cine y como puede
verse ya en la primera toma de A Corner in Wheat–, se organiza la que podría
denominarse aquí ubicuidad diegética. Eso que hemos llamado en otro lugar
“mímesis completa” y que no refiere sólo al realismo en cuanto
reproductibilidad de las cosas sino también a esa “espacialización” completa
de la representación que hace que estemos a un tiempo dentro de una esfera o
situación monádica –dentro de lo que vemos–, pero y también que ese mismo
eje vertical nos recuerda –¿o despierta?– que estamos en ella mediante un
“afuera” que lo hace posible.
Las reproducciones intentadas por cierta pintura posterior al cine de esta
simultaneidad –como los garabatos de Escher– no hacen otra cosa que
potenciar esta cualidad monádica del cine. Por el contrario, cabe apuntar que
ciertos elementos del temprano futurismo italiano muestran cómo algunos de
esos pintores –Carrá, Severini, Boccioni– intentaron dar a sus cuadros una
completud de visión que, desde luego, el cine y Griffith ya habían logrado
superada toda “pictoricidad”.
Así habría estadios miméticos desde el grafismo hasta el cine, pasando
por la perspectiva plana, el punto de fuga, la perspectiva en tercera dimensión
y luego la tactilidad. Finalmente, la completud monádica o la ubicuidad
diegética del cine y su concepto.
Tomamos la denominación “eje vertical” de un valioso trabajo sobre lo
trágico de Jan Kott, El manjar de los dioses.17 Allí precisamente en su primer
capítulo –“El eje vertical o las ambigüedades de Prometeo”– se recuerda esta
tripartición expresada verticalmente entre el Cielo o mundo de los dioses, el
terreno de los hombres, y el infrahumano o Hades, que tenía presente la
representación trágica. Por supuesto que allí se hacía mención a que “La
estructura vertical del mundo con sus funciones, símbolos y destino
definidos, el arriba y el abajo es uno de los arquetipos universales más
duraderos”, y puntualmente a Mircea Eliade:18 “El infierno, el centro de la
tierra y la puerta del cielo están así situados sobre un mismo eje, y el paso de
una región cósmica a la otra se efectúa sobre ese eje”. También: “Para los
cristianos el Gólgota se hallaba en el centro de mundo, pero era la cima de la
montaña cósmica y a un mismo tiempo el lugar donde Adán fue creado y
enterrado”.
Esta verticalidad opuesta y/o complementaria a la horizontalidad ha sido
hondante en la representación griega y luego en la cristiana. Puede verse o
seguirse con toda sencillez de Dante a Calderón, pasando por Shakespeare,
así como en toda la pintura renacentista y barroca. Más que presente también
en la ópera y su puesta en escena, y subrayadamente en el intento de “obra de
arte total” debido a Wagner.
Ahora bien, la pintura –luego de Goya y Delacroix–, así como el teatro
burgués, y ni hablar de la novela correspondiente, pierden de vista esta
tripartición estructural, así como estos dos ejes de representación, poniendo
exclusivamente el subrayado en lo horizontal.
No así en las artes y prácticas corridas y/o puestas al margen. De todo
aquello que hemos llamado “diáspora de las formas tradicionales errantes
desde el otoño de la edad media”. Pero todas ellas no contaban o dejaron de
hacerlo en “lo central”. Esta corriente que, por ejemplo, literariamente puede
seguirse con toda facilidad desde Hoffmann y Poe hasta Bram Stoker, es
aquella que precisamente el cine y su concepto continúan, superan, y sobre
todo vuelven a hacer central y operativa.
O también es ahora –luego de entendido el concepto del cine– que obras
como las de Hoffmann, Mary Shelley, Poe, Stoker y un larguísimo etcétera
pueden comprenderse. Aquí más que nunca cabe aquello de que todo genio
crea sus propios antecedentes. Claro que aquí no es sólo un genio individual
o varios –que los hay–, sino toda una forma, un despliegue, podría decirse
que toda una deriva logra –al derivarse mediante cada vez mayor
“complejidad-conciencia”– mostrar y hacer entender sus propios
antecedentes…
Y todo esto con el consiguiente desconcierto del caso que manifestaron
desde entonces la pintura y la música “centrales”, a las que no les quedó más
remedio que diluirse y auto-abolirse mediante la busca desesperada de la
pureza tectónica de sus materiales visuales y sonoros. Los cuales –notas,
tonos, colores, figuras geométricas– intentaron alcanzar una pureza que no
fue otra cosa que puritanismo extremo. Un puritanismo de ingenieros.
Una consecuencia lógica –al decir de Hans Sedlmayr–, dentro de esta
mentalidad puritana, fue la de perseguir este carácter autotélico luego de
conseguir la autonomía. Claro que –y para seguir con este autor– para ello
pagaron el precio de que muchos cuadros contemporáneos puedan colgarse
tanto en uno u otro sentido, al no tenerse ni un “arriba” ni un “abajo”
delimitados.
Esta recuperación y operatividad plena del arriba-abajo se debe también al
cine y a su concepto, y su modo de manifestación es el eje vertical. Pero aquí
esta relación no se recupera sólo en sentido espacial-geométrico, sino
también dramática y simbólicamente; es decir, de un modo plenamente
operativo.
En Rope el propio comienzo del film –ya descrito en sus otros item– es
todo un eje vertical, puesto que remata con el estrangulamiento de David y
rematará in fine con los tres disparos que Rupert da hacia la calle en sentido
vertical. Y tras ello se oyen en fuera de campo los comentarios “corales” de
la calle (“¿qué pasó?”, etc.) que “suben” hacia el piso en el que estamos
situados.
El propio revelamiento del crimen y su cuerpo lo “vemos” fuera de campo
y eje vertical simultáneamente, cuando Rupert abre la tapa del arcón que
cubre por segundos casi todo el espacio de representación.
Recordemos una vez más que el infortunado David lleva tiradores que
suman al propio disegno de la soga su paralela verticalidad.
PARALIPÓMENA
En el dilema entre sistema y aforismo no queda más que una solución: no perder
de vista el fenómeno y examinar los criterios de los problemas que surgen
continuamente, provocados por situaciones nuevas y tumultuosas. De este modo se
suma un conocimiento a otro, y se van formando una serie de corolarios.
CARL SCHMITT, EL CONCEPTO DE LO POLÍTICO
En un documental, la puesta en escena es el montaje.
En el documental, el cine se retro-trae a la fotografía.
El cine comenzó compartiendo los sentimientos del romanticismo, pero
sin renunciar a lo técnico.
El símbolo es propio de una obra, que es su casa natal; luego se dispersa
por el mundo histórico, después alcanza el cielo de los universales, para
regresar, fina y finalmente, a la casa primera, ya transformado en experiencia.
Al mito le resta una sola tarea y hasta una responsabilidad: mostrar,
indicar, en su tozuda permanencia, la inalterable, iluminadora perspicacia del
camino hacia la trascendencia. Es como una profecía tardía de lo que se ha
cumplido.
La parodia es ponerse por encima del material tratado, cuando en realidad
se está por debajo.
Perverso es repetir como estéticos aquellos pasos, gestos y acciones que
nos repelieron como éticos.
El pasado nos queda en gran parte traducido como representación. El cine,
nuestros films más amados –y por ende comprendidos–, forman la mayor
parte de esa traducción.
Cada copia tendrá su propia y exclusiva revelación.
Toda cotidianeidad debe transmutarse en otra cosa al llevarse como
Diario, así como toda realidad debe servir para dar lugar a otra cosa, en el
cine.
En el melodrama, el sexo no importa, sino sus consecuencias.
Hitchcock es el Alma con actores conocidos.
¿Qué es un artista mayor? Aquel que puede traducir y/o expresar haciendo
uso de su propio material retórico y de la mayor cantidad de experiencia y
mundus, en el sentido clásico del término. Mayor es también el más logrado
equilibrio entre los medios retóricos y el mundo de la experiencia que se
quiere comunicar; experiencia que es histórica, simbólica, anímica y aun
metafísica. Cuando se pasa, se abarca y se equilibra a la vez el pasaje de una
a otra, sin solución de continuidad entre esas cuatro esferas, y se utiliza para
eso el recurso, forma o motivo retórico más acorde o necesario. Tenemos
también allí un elemento para juzgar y re-conocer al artista mayor.
Artista menor es el que transmite, recortándola, una experiencia aislada, o
que en todo caso mantiene un desequilibrio, pero “armónico”, entre las cuatro
esferas apuntadas. Dicho en otros términos, es el que subraya, privilegia o
puede manejar sólo una o dos de esas esferas, sin poder hacer presentes o
manejar sostenida y simultáneamente las otras. Verbigratia: el privilegiar o
subrayar la esfera histórica y la simbólica, pero sin poder manejar
paralelamente, y de manera simultánea, la anímica o espiritual y, sobre todo,
la metafísica.
¿Y el artista lateral? Es el que recorta, o más bien des-cubre, una zona o
forma de la experiencia –en cualquiera de las cuatro esferas–, mostrando en
su despliegue alguna manera hasta entonces impensada, no acuñada o
troquelada de la retórica ad hoc o correspondiente a esa experiencia. Puede
sinonimizarse aquí al artista lateral con el excéntrico o extravagante.
“Una significación trivial puede darse en una representación sublime y al
contrario. Semejante falta de adecuación entre representación y significación
constituye uno de los típicos medios con los que trabajan la caricatura y la
parodia, pues entre una determinada representación y sus significaciones
existen relaciones objetivas perfectamente determinadas, y ya sabemos que la
coordinación no es siempre discrecional” (Hans Sedlmayr).
Es por demás importante apuntar que hacia los años veinte, si no antes, en
la mentalidad de cierta clase media ilustrada yanqui, el término “puritanismo”
ya había sido sinonimizado sin más con represión sexual, hipocresía,
quitándosele todo contenido o correlato económico. Ese seudo o ersatz de
puritanismo fue el que después se trasladó in toto hacia las redacciones
periodísticas de todo el mundo, y comenzó a formar parte de la vulgata
progresista sobre la mentalidad norteamericana en general y luego, y tras
cartón, sobre el cine de Hollywood en particular, cuando por cierto era y
sigue siendo todo lo contrario: un ajuste de cuentas con el puritanismo pero
visto en su faz no “psicológica” o material –es decir progresista–, sino en su
carácter no solamente ético, sino también estrictamente teológico.
Esto ya es por demás notorio en Way Down East (1920) de Griffith. El
cine para ese entonces regresaba o recurría, en sentido viquiano, a una visión
teológica de la historia y, subsidiariamente, de sus fenómenos políticos y
económicos. Ya que, si la Historia es subsumida en la Teología, sus
subproductos –como la economía, por ejemplo– quedan absorbidos en lo
teológico.
La fotografía, aun aquélla en movimiento, se desplaza en sentido contrario
al del interés y el disfrute de nuestra vida.
En todo relato, en todo film, que cada imagen, cada cosa, cada uno de los
elementos presentes signifique. Y si no, que aunque sea no a-signifique.
Si lo que sostenemos es cierto, esto es, que al llegar el concepto del cine a
su fin –como meta y término– le devuelve al logos su verdadero lugar
abandonado milenios atrás –al menos en Occidente, haciéndole visible,
mediante su hacer, y por casi una centuria, lo mítico y lo asequible a su
representación–, entonces la palabra estará más que nada justificada mediante
la escritura de un Diario, ya que no sería posible llevar un Diario mediante la
imagen fílmica. Los intentos al respecto es mejor olvidarlos por su pueril
vanidad y lamentable descontrol.
El mundo se ha vuelto un mal film que se proyecta en continuado, y es
entonces cuando a la palabra y a la escritura les es devuelto su privilegio.
Pero sólo entonces. Quien no haya podido, y sobre todo sabido, atravesar este
largo pero históricamente breve corredor edificado por el cine, quedará más
absorto y a la deriva que nunca; náufrago de una letra que hace tiempo se
hundió en el mar de lo público y lo caprichoso.
De nuevo sobre los actores de estos años. ¿No será al fin y al cabo que el
material de base es deleznable?
En el cine no hay apologías o diatribas, tan sólo punto de vista.
El cine representa cosas que hasta entonces estaban sólo presentadas.
El cine no es la consolación de la filosofía sino su consumación.
En cuanto el cine comenzó a poder hablar, dejó de necesitar a
Shakespeare para hacerse su puro igual.
No es el reconocimiento o por el reconocimiento de un material literario o
artístico, en general anterior, que debe juzgarse una obra de cine. A lo sumo,
y de aparecer la huella de una obra –por ejemplo, literaria– anterior al film, lo
que debe juzgarse es la disposición, a manera de una “lectura”, que se ha
hecho de ella.
Recuérdese que el cine no es la originalidad del descubrimiento, sino la
habilidad del juicio de lo hecho por artes y por pensamientos anteriores a su
hacer.
El cine no actúa como medio de pase o rutina de charadas donde tiene que
adivinarse la cita puntual o la procedencia de un material literario, forma
teatral o incluso pensamiento anterior a su proceder. No es descubriendo –a la
manera de tantos puzzles y acertijos– la figura que se repite, o las cinco
diferencias entre un dibujo y el otro. Tampoco una línea dentada de puntos, ni
un laberinto de papel al que hay que recorrer con un lápiz para llegar a una
simple resolución numerada. Nada de eso. El cine no edita solamente su
material impreso, fílmico, para lograr un sentido estructural y narrativo. Edita
también –si parte o tiene en cuenta una forma o tipología– un mundo literario
anterior a su hacer, y también una filosofía, doctrina, o lo que fuere,
preexistentes; compagina en su hacer un montaje entre sus diversos aspectos.
En esa segunda o primera edición –según se mire– es donde se resuelve su
proceder.
El cine no existe en su concepto para ser un depósito de aquello que
hemos aprendido en la vida leyendo, viviendo, siendo sujetos históricos. No
es un dispositivo donde cuelgan las palabras, los gestos, las frases y las ideas
anteriores. No cuentan para él los destinos culturales individuales, ni las
formas de anhelo y deseo de superación cultural en el plano propiamente
individual, ni le interesan todos los exámenes que hemos pasado con éxito,
especialmente aquellos que nos han tenido a nosotros mismos como
examinadores.
Hay que aceptar que el cine no es un conjunto derivado de trazados
culturales, donde se ilustra a manera de viñeta lo que hemos levantado de
apuro o con mucha paciencia del arte anterior a su proceder. Es su ilación, su
trazado crítico-imaginario el que nos da la clave, o más bien la pista para
intentar seguir su procedimiento.
Para el cine, es del todo indiferente nuestra disposición alta o baja, y sobre
todo media, en relación con el entendimiento, el cuidado, la inclusión
cotidiana del arte anterior, muy especialmente del literario-narrativo, que
parece ser la Última Tule, el último escollo que debe sortear el candidato al
entendimiento de su concepto y su hacer.
Recordar siquiera para una addenda o paralipómena: el elemento
austrohúngaro, cuando se estanca en la nostalgia o cosa así, pasa, degenera de
lo decadente hacia la pastelería; por ejemplo, La ronda de Ophüls.
La película, el film documental, consiste en una segunda memoria y a
veces es incluso la primera de muchos de nosotros. El problema es que una
parte de sus imágenes, secuencias, secciones, caras y situaciones sólo pueden
ser compartidas por aquellos que han visto las mismas copias; mientras que
los recuerdos, que carecen de trascripción documental, participan de una
memoria particular, flotante, dispuesta a ser recuperada por pocos, y estos
pocos asumen a veces el carácter de iniciados.
Nuestra pereza vuelve alegóricas las obras del pasado, aun el inmediato.
Nuestro descubrimiento y comprensión definitiva del satori del zen,
cuando inútilmente habíamos intentado entenderlo mediante la lectura de los
varios tomos de Suzuki. En la escena casi final de Vida de O Haru, mujer
galante, de Kenji Mizoguchi, la protagonista es alquilada por un maestro
religioso del Shinto que la utiliza para mostrarles a sus discípulos cómo
termina una vida de vicios. Entre otras cosas despectivas, la trata de “gata
vieja”, a lo que la mujer responde mimando con manos y uñas, e imitando
con la boca, el maullar agresivo del animal.
Allí comprendimos tempranamente cuál era el dichoso significado del
satori y anoche, al explicárselo a nuestros alumnos, alcanzamos a comprender
también su radical diferencia con la epifanía católica. Aquél procede por el
absurdo, para mostrar y hasta demostrar la inanidad de toda realidad lógica y
vida material e histórica. La ilusión. Mientras que la epifanía católica y su
imago mirabilis, la epifanía de los Reyes Magos, mediante o a través del
mismo o similar procedimiento material –la inversión de un orden lógico–,
desea mostrar y sobre todo de-mostrar la palpable, lógica, carnal, y sobre
todo real existencia del nacimiento del Salvador.
En el satori, la inversión o paradoja material –se insulta como gata y se
responde tomando y mimando algunos atributos del animal–, así como en la
epifanía –nacimiento del Rey del mundo, visita de otros reyes,
reconocimiento guía celestial-estelar para encontrar al mismo monarca entre
bueyes, estiércol, asnos y campesinos–, se opera, en principio, mediante un
mismo trastrocamiento del orden natural, pero para arribar a muy diferentes
significados. En el satori, mostrar la irrealidad del mundo, la fugacidad, la
opacidad, la ilusión, y hasta la maldad de todo lo existente. En la epifanía, la
absoluta realidad terrena, histórica, de la Creación y su culminación en la
Encarnación. Por ende, también su carnalidad y su perfección, siendo no
nuestros sentidos los que la confunden o se ilusionan con ella, sino nuestra
libertad y nuestro arbitrio que, en lucha con lo pecaminoso, no alcanza a ser
parte de tamaña, absoluta, irradicable realidad plena.
A modo de corolario, puede recordarse que quien no elige bien a sus
aliados reduplica la indefinición con respecto a sus enemigos.
La admiración por lo que nos sobrepasa en desarrollo técnico y en todo lo
relativo a despliegue de producción –dicho en sentido lato– incorpora en su
pasividad admirativa todo lo superado por esa misma técnica, en cuanto ella
es la faz material de una trasmutación que la utiliza para fines muy diversos –
literalmente opuestos– de aquellos para los que fue concebida. Así, esa forma
de entusiasmo en relación con el cine resulta de las más nefastas que puedan
imaginarse. Ya que al no entendimiento de su concepto se añade el propio
padecer de una determinada situación histórica, sea como ciudadano, como
diletante o como candidato a un permanente examen de oposiciones en el
tribunal de lo estético.
La “teoría del autor” fue la mayor victoria pírrica de la historia de las
ideas. Paradójica victoria, como la del general griego, ya que sin ninguna
duda se ha ganado la batalla, en tanto y en cuanto cualquier don o doña nadie
pone al comienzo de su celuloide impreso, sin importarle un ardite lo demás,
“un film de”.
Pero batalla perdida o ganada dudosamente, a costa de toda serie de bajas,
dado que se quiere extender el concepto a toda persona que ahora, en algo
vago y vastamente llamado “cine independiente”, pretende imponer su propio
capricho y lo llama “personalidad” y hasta “independencia”.
Por nuestra parte, proponemos una “teoría del autor restringida”,
limitándonos primero a desarrollar los estilos sobre la base de sus despliegues
más universales, tanto como creadores de formas cuanto de mundus y ethos
representados en esos estilos; es decir, por su carácter extenso y no intenso,
dado que en eso, como en tantas cosas, el cine prosiguió con el despliegue del
pensar y el poetizar anteriores, aunque escrutándolos previamente en su
aduana simbólica.
Incluimos en esta tarea a los “autores menores”; así como a los autores
“laterales”, “excéntricos”, “de una sola obra”, y demás.
En nuestra teoría del autor restringida prima la participación de los
llamados “grandes autores” en una política; pero no sólo como autores de
obras estéticas –lo cual sería absurdo e inoperantemente tardorromántico–,
sino en sentido político, concreto, histórico, amplio y certero, y sobre todo
decisionista de la palabra. Ya que no hay política auténtica que no defina a su
enemigo.
Los puntos de condensación de una ficción cualquiera, propalada
visualmente, alcanzan un grado de repetición que amenaza, con su inercia
particular, la propia inercia del espectador.
Lo que intentamos demostrar es que, así como todos los conceptos
políticos son verdades teológicas secularizadas, los descubrimientos de las así
llamadas “ciencias sociales” son hierofanías reducidas a fenómenos
meramente seculares. Con la diferencia de que aquí los jesuitas se
adelantaron en descubrirlas como tales: estrictamente como cosas sacras. Y
luego, las así llamadas “antropología”, “etnología”, “sociología” y demás
dieron tardíamente con tales hechos, pero reducidos mediante las anteojeras
positivistas.
Entonces: los hechos sociológicos y antropológicos son hierofanías
secularizadas y reducidas a fenómenos.
Así “magia”, “animismo”, etc., no son más que reducciones positivistas
de hechos sacros que escapan ya absolutamente a la comprensión de tal
mentalidad “científica”. Mentalidad que no es más que una de las caras de la
secularización.
Una posible excepción: el mismo potlatch, al menos en el escrito de
Marcel Mauss, siendo él también una excepción dentro del naciente y
siempre confuso campo de las “ciencias sociales”.
En rigor de verdad, nuestras teorías no apuntan a negar el factor
psicológico ni menos aún el económico en las acciones humanas, incluidas
las estéticas y las del pensar y el poetizar en general. Sólo que creemos,
estamos convencidos de que, para que el entendimiento de estos factores
tenga algún tipo de utilidad práctica, las investigaciones en ambos campos
deben ser subsumidas en el pensamiento filosófico y tradicional, metafísico.
El problema –debemos aceptarlo– es que esa filosofía no puede ser
brindada, desde hace mucho tiempo a esta parte, por el filósofo profesional o
universitario, como lo llamó Schopenhauer hacia el comienzo de este
momento de separación o neutralización de la filosofía.
Además, esa filosofía, esa teología, incluso esa metafísica, no pueden
extraerse de un pensar de clan o de clericatura, y menos con seguir
masticando solamente las cláusulas de los medievales; aunque, por supuesto,
éstas son uno de los puntos de partida.
Pero los cimientos deben seguir intentando sostener algún edificio, y tal
no puede construirse con los ladrillos y soportes de un filosofar que tiene una
noción muy poco concreta, incluso biológica y etológica del hombre –y de la
mujer, atención– a partir de la revolución industrial. Que –repetimos una vez
más– no modificó tan sólo la relación laboral del hombre occidental, sino
también su marco externo y su propia interioridad, trastocando todas sus
relaciones, incluidas las familiares y las sociales, que mantenía estables
seguramente desde miles de años atrás.
Solamente por haber insistido en sostener el uso de las imágenes como
soporte de otras operaciones superiores –operaciones que no dependían de la
“calidad” material de tales imágenes–, sólo por eso a la cultura y la tradición
católicas se le debe lo fundamental del concepto del cine.
Mediante los géneros, el cine no se especializó sino que se espacializó.
Si se quiere llevar, trasladar, transportar un elemento cultural ajeno hasta
el terreno propio del cine, se debe proceder mediante una adaptación, una
naturalización que tiene mucho de injerto y de trasplante. Debemos cuidar
que el cuerpo del cine no rechace al organismo extraño.
También sería como ingresar un elemento ajeno, extranjero, proveniente
de otro territorio que debe ser naturalizado, y conseguir su carta de
ciudadanía para que no se vuelva un extranjero indeseable.
Fundamental de subrayar. El cine y su concepto lograron muy
tempranamente hacer ese gobierno, empleo o dominio de lo técnico por el
pensar y el poetizar tradicionales. Así se logró –mucho antes y sobre todo
más que los a veces cacareados intentos de tanto historiador, filósofo, teórico
de la cultura en general– equilibrar la expansión maquinal-industrial
enlazándola a los elementos tradicionales, raigales y asentados en nuestra
cultura.
Sin ir más lejos, lo que pide o pone casi como motto de todo su trabajo y
casi al final de su vida Philippe Ariès: no negarse u oponerse a la técnica pero
sí a la ideología o visión del mundo que se intenta desprender de ella. Eso fue
no sólo lo efectivamente anticipado sino también lo plenamente logrado por
el cine y su concepto desde el propio Griffith.
La situación actual del cine hecho en Hollywood puede compararse,
mutatis mutandis, con la situación de la pintura en Italia durante o a partir del
siglo XVIII. Luego de su trecento, quattrocento y cinquecento brillantes –y
que abarcan la propia invención de la pintura occidental–, su momento
clásico, su desarrollo con atisbos ya manieristas, que tiene un barroco
también ejemplar con derivados ya decadentes o meramente retóricos, aviene
un neo-clasicismo nulo, falto de técnica, repetidor de tópicos y bastante
turbio en cuanto a contenido.
Así, compactado en décadas, tenemos el cine hecho en Hollywood.
Primero un trecento con Griffith, desde luego, Keaton, y posiblemente
alguien más. Luego un quattrocento con los autores de tercera y cuarta
década, en especial los del veinte, con las obras primeras de Von Sternberg y
King Vidor. Luego un clasicismo pleno con los estudios y las grandes obras
del primer período sonoro: Ford, Hawks, el primer Hitchcock de Hollywood.
Viene la autoconciencia temprana y prematura, y tenemos un barroco que se
extiende a lo largo básicamente de todos los años cincuenta: Minnelli, Mann,
Boetticher. Llega la autoconciencia –tras una primera decadencia–, a fines de
esa década y mitad o buena parte de la siguiente, con Coppola, DePalma y
Friedkin, y luego Carpenter y Cameron.
Tras ésta y definitiva autoconciencia, la decadencia ya meramente técnica
y un estilo oficial y neo-clásico de los directores surgidos hacia los ochenta y
sobre todo los noventa.
Desde luego, es mucho más cómodo para la tranquilidad mental que no
espiritual el suponer que –por ejemplo– los mejores films del cine clásico de
Hollywood fueron hechos por directores que saboteaban en cuanto podían el
poder de los dueños de los grandes estudios, y no imaginar o llegar a concebir
que los films se hicieron con su anuencia.
Lo primero deriva en un seudo anarquismo poltrón, cómodo y llevadero
que los exime de toda cautela crítica, cuanto de todo esfuerzo anímico y
espiritual. Lo segundo, en cambio, los arrojaría sin más y de bruces contra su
propia impotencia, su inopia, su crasa insignificancia espiritual, su sola
condición de numeral-biológico.
Así procede el nihilista enmascarado –y no muy bien– de anarquista o
“lírico”, y así se eximen todos ellos de tomar decisiones.
El ejemplo dado sobre Hollywood es como la Última Tule y ratio de este
desrazonar histórico, puesto que lleva más de dos siglos a toda marcha
automatizando todo pensamiento historicista, con sus licuados de activos, su
limbo permanente, su asustado tapar apurado toda cosa dudosa o
inconveniente para volver a diluirla en una tardorromántica negación o
reducción sentimental de todo aquello que significa auténtico poder. Iglesia
incluida, ¡cómo no!
Así como la forma del cuento alla Chéjov degenera en el modo
periodístico anecdótico de Maupassant, así sucede en el cine con tantos
modos, formas, maneras y troqueles de autores clásicos y autoconcientes
cuando lo toma o retoma el director pos-autoconciente
El período posterior o inmediatamente posterior a la autoconciencia de
una forma del pensar y el poetizar, ¿no será estricta decadencia?
Sin poner en el papel lo dicho antes verbalmente sobre nuestras
impresiones y aun juicios sobre determinadas obras estéticas –sobre todo de
cine–, corremos el riesgo de no afinar nuestras impresiones, así como
también de no llevar el entendimiento hasta su verdadera meta.
Para comunicar lo transmundano e inefable, mostrar lo sacro y lo
tremendum, o para dar alguna evidencia sensible y trazar alguna huella
estética de lo sagrado y de la permanencia de lo mítico, ¿el único camino
posible fue afrontar los senderos de lo fantástico, ya para entonces bastante
invadidos de la cizaña de lo mágico, rodeados de los pantanos del surrealismo
y hasta desfigurados sus caminos reales por la fronda de la ciencia-ficción?
¿Fue y sigue siendo así? Parecería que sí.
Habría entonces en el concepto del cine como una suerte de anomalía o
contradicción en relación con todas las otras grandes formas estéticas que
representaron una determinada época. Tragedia y filosofía, y la Atenas de
Pericles; la gran pintura italiana del así llamado renacimiento y las ciudades
estado. ¿Qué más? El “siglo de oro” y el Imperio de los Austria. El barroco
como último gran estilo europeo ecuménico, y el “imperio jesuítico”.
En el concepto del cine faltó a la cita la forma de poder político acorde
con su despliegue, ¿o este despliegue se realizó en sentido contrario e inverso
al político?
En Hitchcock tenemos siempre el enunciado paralelo del proceso del
conocimiento y la simultánea exhibición del concepto del cine como similar y
par del mismo método gnoseológico.
Toda compresión extensiva de un film implica un fuera de campo.
Forman el cuaternario dramático todos aquellos personajes que toman o
no toman determinaciones funcionales a la sucesión y el desarrollo de la
trama. No importa el espacio temporal que ocupen en la puesta en escena.
Son corales todos aquellos que forman o informan a los cuatro actuantes
dramáticos plenos y determinantes de la acción principal, ya sea
aconsejándolos, actuando de figuras oraculares o de alazones complicadores.
Forman el personaje flotante, fantasmal o entre dos mundos, todas
aquellas figuras que guardan relaciones apendiculares con uno o dos de los
componentes del cuarteto, o que se tornan in fine resoluciones y
transformaciones operativas en relación con la desaparición de una de
aquéllas pertenecientes al primer grupo. Este quinto elemento sería también
como una figura base y combinable, un rol latente o fermento que actuaría
como catalizador de las relaciones entre los que forman el cuaternario.
Por qué no ver –además– el dichoso “código de producción” de
Hollywood como una suerte de auto-sangría que el mismo cine y su concepto
se hicieron tempranamente para encauzar sus energías, que parecían poco
antes querer desbordarse en cualquier dirección, y que parecían también más
a punto de hincharse que de expandirse.
En estas últimas décadas, qué bien le hubiera venido a alguien como
Scorsese filmar bajo un semejante código de producción.
El cine fue cine en tanto y en cuanto se obstinó en ser sólo eso: cine. Fue
ayudado en esa tarea, como recuerdo permanente y memento, por el estado
de transparencia adoptado por los diferentes creadores, lo que se conoce
todavía como “género”. Con todo eso llegó, se dio casi de bruces con el
problema ontológico metafísico por excelencia, y encima llevado a lo
práctico. Cómo se es fatalmente lo que se es. Que libertad, deber y libre
albedrío se alcanzan y se cumplen en cuanto se sabe que todo ser es y quiere
permanecer en su propia esencia.
Así el cine quiso, sobre todo, conocerse a sí mismo. Quiso también, y
paralelamente, no buscar ganar nada si con eso perdía su alma; es decir, como
sabemos ahora –hasta por el ADN–, no perder lo que uno es desde su
concepción: algo único y que no puede ser otra cosa.
Autoconciencia es tener presente cada cosa hecha hasta ese momento en
el cual se actúa, entendiéndose aquí por acción toda forma ostensible de
pensamiento, aun las pasivas y reflexivas, así como toda señal emitida en
dirección a un hacer histórico y todo movimiento efectivo que implica
decisión. Pensar es decidirse en cuanto al pasado, pero no como melancolía
ni menos como nostalgia, sino como continuidad-entendimiento. Digamos
así: en la continuidad-crítica se da el pensamiento.
No es que el término clásico de tradición no baste y se lo intente
reemplazar por autoconciencia. No es el caso, o al menos no es nuestro caso.
Se trata de obtener resultados pensantes en relación con todos aquellos que
no pueden ya no entender sino percibir, gustar incluso el término tradición, y
para ello se lo dota del artefacto verbal-imagen de autoconciencia.
La realidad se achica, se comprime y no se extiende ya, como decía el
célebre primer párrafo del relato de Bioy Casares “El perjurio de la nieve”. Es
una realidad transportable, hecha de fragmentos varios, e incluso en algunos
puntos contradictorios, pero contradictorios en un tiempo pasado que apenas
se recuerda.
Sin duda, todo lo que es imagen o reproducción de la imagen humana y de
su medio ambiente, desde las primeras fotografías hasta las imágenes
transmitidas en forma televisiva o por medio de computadoras y de pequeños
teléfonos celulares, es algo espantoso. Todas y cada una de ellas con una
excepción: el cine. Puede verse ahora, calibrando un antes y un después, qué
providencial, milagroso y excepcional fue el cine si lo comparamos con el
uso anterior y posterior de la reproducción de imágenes primero fijas, luego
en movimiento y ahora en algo así como en movimiento continuo.
¿Redentor de la realidad fotográfica? ¡Ya redentor de toda imagen en
movimiento!
No se trata de tomar a priori adjetivos derivados de términos como
“filosofía”, “poesía”, y ni qué hablar de “sagrado”, para luego ir a mendigar a
ilustradores fílmicos de tales adjetivaciones. Levitaciones en cámara lenta.
Música de Bach como fondo. Contemplaciones interminables de arbolitos y
pajaritos. Nada de eso. Eso es pasivo, servil y cobarde.
Es donde lo sagrado, por ejemplo, sigue reclamando por sus fueros y el
artista, en este caso de cine, sabe reconfigurarlo sin la ayuda de museos,
discotecas y sentencias de padres de la Iglesia o de místicos varios de los
cuales el espectador no tiene la menor idea y le suenan a cosas apolilladas.
Porque lo sagrado no queda abroquelado en manifestaciones anteriores,
como la mariposa fija por ser atravesada con un alfiler que la seudo eterniza
en un cuadrado de corcho.
No. No se puede buscar lo sagrado en Tarkovski con sus algas en
primeros planos, ni sus palomitas en cámara lenta; ni en Bresson con sus
burros alegóricos, ni en media docena de fotógrafos iraníes chapuceando con
arbolitos de cerezas, y donde la jalea resultante es la tontería pretenciosa de
su misticismo fotográfico.
Es donde se juega eso, se pone en escena dramáticamente, donde no se
tiene certeza; donde todo es suspendido, como en Hitchcock, Rossellini,
Minnelli y Visconti. Como, y para extendernos, en Ozu o en Mizoguchi.
No en catalogar éxtasis adocenados y conformistas que habitan desde
hace décadas en el museo de cera de la creencia momificada de antemano.
Más radicalmente todavía: en Friedkin, Coppola, DePalma, Carpenter,
Cameron, es donde lo sagrado puede manifestarse.
No en la poltrona complacencia de divagadores de espiritualismos vagos,
borrosos y difusos que no toman decisión alguna.
Porque lo sagrado es, ciertamente, la otredad absoluta. Pero para el artista
religioso esa otredad no puede permanecer en las tinieblas comodonas de la
duda lujosa; apta solamente para balbucear bobadas en los festivales.
Cine y filosofía
Es un error total, mayúsculo, directamente un disparate, que para intentar
siquiera trazar una relación entre ambas cosas y disciplinas, se le pegotee a un
film, o a la obra de un autor determinado, tal o cual filósofo. Eso es no
entender de filosofía ni de cine.
Muy por el contrario. Se debe extraer una filosofía posible desde el propio
cine. Puesto que el cine y su concepto son los que han llevado a su
culminación toda la filosofía anterior.
Cuando se consigue extraer una filosofía a partir de la obra de arte, como
por ejemplo cine, es cuando se ha llegado a una teoría. Allí el crítico se
vuelve teórico y entonces su responsabilidad es doble. Toda filosofía, si no es
también teoría del arte, no es filosofía. Pero también toda teoría del arte
implica una filosofía, pero como totalidad. Lo espiritual y lo político; lo ético
y lo estético; lo teológico-metafísico, o no; y en este caso, qué se tiene a
cambio.
Todos estos sentidos no pueden encerrarse en compartimentos, ni moverse
en andariveles separados.
Intentar filosofar sobre el cine aplicando un modo filosófico anterior es
obligarlo a retroceder a la guarida cultural a la que se lo quiso enviar desde su
creación por Griffith. Y que desde ese mismo momento consiguió, con todo
éxito, no sólo eludir, sino directamente tomar el control y la primacía en la
toma del poder cultural. Desde luego que esto fue logrado por su concepto o
creó tal concepto, durante el período clásico de Hollywood, y mediante una
paralela toma del poder en sentido total, es decir económico y político.
Si esto finalizó –por lo que fuere y no viene al caso aquí–, su meta fue
lograda de manera absoluta. Porque supo desde el vamos el poder que tendría
y sobre todo que mantendría en el tiempo. Por dos razones. Primera:
supervivencia material de su soporte. Y segunda: que su mediatización no
sólo sería accesible económicamente, sino que lo sería cada vez más.
Como lo muestra el acopio más que sencillo que toda persona singular
puede hacer de sus copias y de su visión diaria, y además con cada vez
mejores condiciones de visibilidad.
Desde luego, y como decíamos en un artículo –hoy incluido en Espíritu de
simetría–, se procedió y se sigue procediendo ya de manera global a intentar
mantenerlo fuera del juego cultural, o a empujarlo a un nuevo cubil cultural
inventado para tal fin.
Dos métodos para ello. Primero se intentó lateralizar o secundarizar su
existencia de concepto, mediante la invención lisa y llana de un “cine-arte”,
sobre todo europeo, para contrarrestar su poderío cultural.
Precisamente esto es cierto de manera paradójica. Porque, cuando se dice
“cine-arte”, refiere a un “cine” totalmente parásito que vive a expensas de las
manifestaciones estéticas anteriores. Así un cinematógrafo –y no cine–, que
no hace otra cosa que mediar fotográficamente motivos y figuras teatrales,
sobre todo plásticas y pictóricas; o que sólo es el excipiente fotográfico,
pasivo y servil, de ilustraciones de novelas; novelas que ya no se leen,
siquiera por obligación educativa.
El segundo método, y ahora en plena vigencia, es proceder mediante la
técnica de la inflación de su valor. Como sucede en economía, la inflación es
el exceso de material en circulación, que a mayor cantidad circulante pierde
en paralelo su valor real; en la medida en que el nominal abunda: no crece
sino que se “infla”.
Por todo ello, y algunas cosas más, el crítico de cine –como el literario–
está, debe estar, más aún debe sentirse cargado de una responsabilidad como
seguramente jamás antes la tuvo. Sobre todo a partir de este siglo y medio
sino más, con la puesta en marcha de la movilización total vuelta ahora
ocupación global del espacio.
La crítica de cine y la crítica literaria son las únicas que todavía trabajan
con un material vivo, sobre todo históricamente. Las críticas de las artes
anteriores son ensayos de historia del arte o de filosofía. Lo cual está perfecto
que así sea. Salvo que se considere “crítica” las loas escritas para catálogos
de muestras de galeristas para vender mercancía pictórica o plástica carente
de todo valor; salvo el monetario inventado como inversión; o para las
contratapas de discos: aunque ya ni siquiera eso; sino para guías
indiferenciadas del contenido musical de plataformas de uso doméstico.
Pero por ello mismo es imposible una crítica, siquiera una breve, de un
film o de una obra literaria contemporánea, sea cual fuere su medio de
conocimiento, soporte o plataforma, sin una concreta formación en estética y
en aquello que todavía puede denominarse “ciencias del espíritu”. Sin ello, el
“crítico” es tan sólo un subastador más, y un componedor de catálogos para
las cada vez más numerosas plataformas caseras que exhiben films, series,
híbridos y refritos de ambas cosas y en confuso montón; o un ayo servil de
“ferias del libro”, editoriales y librerías.
Lo cual no quiere decir que no sea una forma honesta de ganarse la vida.
Pero que no pase de ahí.
La tarea del publicista es seguramente discutible en cuanto a ética, pero en
todo caso no puede evitarse o prescindirse de ella en la industria en general.
Un automóvil, un hotel de lujo, una botella de vino o de una bebida
espirituosa de añosas cosechas, hasta un paisaje, no pueden moverse dentro
del mercado sin ese servicial y servil agregado de alabanzas escritas a
destajo.
La industria visual ahora doméstica y al alcance de la computadora, al
parecer, tampoco. ¿Qué podemos hacer? Sólo una cosa. Mantener, mejor
dicho acentuar cada vez más la diferencia entre el trabajo crítico y la tarea
publicitaria. Este acentuar refiere también a un afinar, aguzar el estilo y el
estilo de las ideas. Sobre todo, dirigidas a un público aún en barbecho, como
es el adolescente y juvenil. Que es desde luego el blanco al cual se dispara
con múltiple y repetida artillería, y al que cada vez más se lo tiene como
objeto, que no sujeto, de la producción visual cibernética. Nunca mejor
llamadas “redes”; lo cual no se debe tan sólo a cinismo, sino ya a puro
sadismo. Que, debe recordarse, es no sólo volver al otro en objeto, sino
hacerle creer, convencerlo de que su destino de objeto es el único posible
para su disfrute.
Creemos que se desprende de lo anterior que una de las pocas, pero
creemos también que eficientes, herramientas disponibles para siquiera paliar
el desastre del aplanamiento global de la información audiovisual, es el ariete
de la cultura. Pero cultura no en un sentido museístico y pasivo, sino activo y
crítico. Para lo cual ninguna obra del pasado –sobre todo inmediato, es decir
de los últimos cinco siglos, o poco más–, debe tener ninguna patente de
corso, ni ningún pase diplomático o salvoconducto que la haga inmune e
intocable para su puesta en cuestión: sea crítica, histórica, política, y todo eso
en conjunto; es decir lo espiritual.
El status problemático de la obra de arte refiere en principio a su pugna
con todo lo relativo a lo biológico y lo económico. Pues el hecho estético está
y hasta nace de esta pugna con ambos hechos del hacer y el padecer
humanos.
Esto no es, como tantas inferencias y conceptos estéticos, algo que sucede
sólo a partir de la modernidad: sino un hecho permanente. No sólo por el ente
que es el hombre nacido en medio de lo biológico y económico.
El arte se propone como un modelo permanente con una “garantía
vertical” –al decir de Cristina Campo– hacia la Idea, es decir, hacia todo lo
que trasciende la deriva meramente biológica y económica.
Pero aquí viene lo centralmente problemático del status de la obra de arte.
Status nacido a partir de la modernidad, al no tener Occidente ya una creencia
común. Su no relación inmediata, física, histórica, y hasta muchas veces
espiritual con los receptores, sean lectores y/o espectadores.
Como sea. La parodia se desentiende perversamente de este status
problemático. Pero no mediante una superación de ascesis espiritual, catarsis
religiosa o sumersión en lo sagrado. Sino con un irresponsable, egoísta, y por
eso perverso –porque sabe de su intención– alzamiento de hombros de su
responsabilidad. Hasta de la responsabilidad de haber sido educado por un
estado.
El pasado es el tiempo verbal y temporal dramático por excelencia.
Porque todo drama, desde la propia tragedia ática y de allí en más, mueve sus
resortes dramáticos por algo sucedido en el pasado. Siendo el presente el
tiempo de la puesta en escena.
Claro que el futuro acecha detrás de bambalinas o en el fuera de campo
del cine.
La resolución en presente de un hecho pasado se intenta pensar y
representar sólo en vistas a un futuro. Más bien, ese futuro es futuro posible
en la medida en que durante este presente agónico se solucione, o se haga
siquiera la paz por separado con ese tiempo anterior.
“En los templos deshabitados, habitan demonios” (Ernst Jünger).
Y en las fiestas vaciadas de su sentido originario, lo que se extraña de
ellas, regresa como lo extraño.
Todo lo clásico sin una tradición operativa se vuelve primero antiguo, y
luego tétrico.
El motivo de la casa embrujada, o poblada de fantasmas, es su
representación estética. Desde lo fantástico-romántico hasta hoy. Aunque en
este hoy es posible –y temible– que sólo permanezca el miedo físico y no el
metafísico. Lo cual ya sería ese “horror-horror” que balbucea Kurtz en su
agonía.
Lo sublime sería entonces una mezcla inextricable del asombro originario
y de regreso al caos, con una apertura hacia algo atemporal, pero en un marco
contemporáneo; contemporáneo a partir de la revolución industrial; un marco
que parece desdecir, y hasta negar esa apertura.
Es cuando el sentimiento se abre a algo aparentemente olvidado. O más
bien es sorprendido, casi empujado, por una reacción anímico-espiritual que
se traduce en lo físico de la persona; y si el cuerpo y la palabra no pueden
acceder a tal manifestación, la propia naturaleza lo reemplaza o traduce
mediante algunas de sus manifestaciones: lluvias, tormentas, relámpagos,
abismos, inundaciones, naufragios et al.
A eso necesariamente momentáneo, fugaz, sucede la caída melancólica.
Ese “humor negro” surge desde los fondos del ser: porque extraña algo que se
le ha vuelto extraño.
Estamos atrasados, pero con relación al pasado.
El símbolo, una vez opacado por polémica extrema entre dos formas de
una anterior unidad, se vuelve, en uno de los bandos, alegoría, que aquí
también significa abstracción, o mejor dicho reducción polémica.
Generalmente es el sector escindido de la anterior totalidad el que rebaja
este simbolismo anterior en alegoría.
Busca reducirlo a una función tan sólo instrumental.
Ninguna coartada “mística”, aun de impronta ortodoxamente religiosa,
sirve para ilustrar trances, elevaciones de un alma particular con la divinidad.
El cine es algo caído dentro de la división taxativa efectuada hace ya dos
siglos y que Baudelaire llamara “modernité”. Ésta no implica el
embobamiento por el progreso técnico, pero tampoco otorga el pasaporte para
escaparse a bosques furtivos, a torres de marfil de uso exclusivo, ni a
concebir falanges de misticismo particular.
Es, como todas las otras artes, un estado de re-caída, por lo tanto
melancólico en cuanto al ser en el mundo. Ser, rodeado de objetos y de
producciones tanto superfluas como obsolescentes.
El cepillarlas con una cobertura o enchapado neo-clásico, que incluye el
onirismo académico, es la peor de las trampas estéticas cuanto de las
falsedades anímico-espirituales.
Desde luego también es una huida de la concretud histórico-política. Y
ésta no debe ser empleada a su vez como coartada para desentenderse del
mundo de las cosas, en cuanto re-presentaciones y re-configuraciones.
El apuro “contenidista”, el pobrismo fotográfico, aun invocado por las
mejores y comprensibles razones fuera del campo del pensar y poetizar, es la
coartada y moneda falsa simétrica a la huida a bosques particulares y a la
ensoñación onanista.
El cine es una narración-representación. Es decir, cuenta, desarrolla un
epos compuesto de peripecias, y al mismo tiempo busca una re-presentación,
es decir un volver a presentar lo visto en el cotidie.
Este re-presentar debe tener como fin no re-crear, cosa imposible per se –
aun visto desde un punto de vista meramente materialista–, sino re-configurar
el mundo de las cosas a ser representadas; es decir, volverlas figuras del
discurso. Que aquí es puesta en escena de las cosas que antes o en simultáneo
son mostradas como soportes del relato.
Todo soporte material, dialógico, musical et al., no puede ser pasivo
porque se recaería en el reino de los medios y no en el de los fines. El medio
es o construcción divina o del hacer humano en su conquista de ese medio y
que puede ser también destrucción de la fisis o natura.
Recuérdese que ya el empleo de la cámara, cualquiera sea su medio o
composición material, al igual que cuando se toma la palabra expresiva y no
comunicativa, el lápiz para el trazo inexistente hasta ese entonces temporal, la
notación musical que refiere en el papel a un determinado sonido no existente
aún, y así sucesivamente, parte de lo real en cuanto presentación, pero no se
permanece allí en cuanto re-presentación.
La facturación de imágenes individual, autárquicamente “bellas”, por una
aproximación pictórica, aunque ahora abunda también el diseño industrial o
meramente fotográfico, no es cine.
Si uno advierte una imagen o varias que son autárquicamente interesantes
per se, no se está frente una obra de cine que requiere un continuum
narrativo-representativo.
El continuum narrativo puede referirse a un hecho mínimo, trivial o
sublime y fuera de lo normal. Eso no importa. Ir hasta la esquina o ir al
planeta Marte pueden ser bases narrativas para el cine y su concepto. El tema
es que ese trayecto sea pautado, ritmado por relaciones que el cine sólo puede
hacer. Y sobre todo transformar mediante simetrías que en su repetición
intencionada –ritual– cambian la perspectiva de las cosas vistas y actuadas,
mediante esa repetición intencionada.
Eso sí, dejando a las cosas, objetos, seres, materiales, lugares, físicamente
iguales a como se los ha encontrado antes de efectuar esa primera
transformación o reconfiguración metamórfica.
En un relato logrado, también las declaraciones o comentarios editoriales
(“statements”) de consuno con acciones reflejas tomadas de lo real-objetivomaterial del marco del relato pueden convertirse en símbolos. Éstos son los
que a su vez apuntalan la historia en marcha hacia vetas arquetípicas que
hacen que el lector –como el espectador– se sume a la marea indiferenciada
de lo humano.
Puesto que ¿para qué sirve el arte, así como el ritual –que por milenios
fueron lo mismo–, sino para hacer olvidar, suspender, dejar en suspenso
sobre todo la pena de la individuación? La recaída melancólica en el reino de
los fines particulares.
Estas operaciones expresivo-representativas guardan en forma atávica el
sentido de esos gestos y acciones repetidas con intención –es decir
ritualizadas–, y que al perder el factor constante de su operatividad por “el
intervalo perdido” producido en la movilización total, guardan o logran
guardar, sin embargo, el fondo común de sus acciones representadas.
De allí que el símbolo es la forma eficiente de presentificar o de conservar
todo aquello que la crasa necesidad material, inducida por la revolución
industrial, mediante la puesta en marcha de la díada insaciable de novedadobsolescencia, no hace más que incrementar, produciendo y propalando a
diario cientos de alegorías, como la publicidad de sus productos.
El símbolo funciona allí como el hiato, el cruce vertical dentro de la
horizontalidad, para reafirmarnos en una otredad, en un algo más, plus,
noción de valor extraña que se presentifica mediante el símbolo.
La ignorancia, el mero desconocimiento de las obras del pasado, así como
de la propia historia, no se solucionan o se eluden con la pirueta verbal de la
bravata posada, ni con las coartadas de la petulancia patotera y de vulgaridad
militante, las que apenas pueden ocultar malamente el provincialismo de
quien así se exhibe como un mero turista ocasional en el país del arte y del
pensamiento.
Cuestiones de método
“Para ser probable, una interpretación debe justificar solidariamente todas
las características importantes de un caso, incluso las más originales”
(Georges Dumézil).
En un film y en toda cosa sobre todo estética a ser interpretada, debe verse
una estructura, pero ésta debe ser pensada como una totalidad que significa a
partir de símbolos que enlazan con la económica (la primera historia). De
igual modo que en la narrativa, la dramática y la lírica, y en el cine que es
todo eso, más plástica, mímica y un largo etcétera.
Cuando se interpreta una parte de su trama y puesta en escena, ésta debe
estar justificada, es decir sostenida por alguna de las otras partes que le son
solidarias.
Si en Titanic cuando el capitán –que ya se nos ha indicado que no
capitanea nada, sino que capitanea el capital–, al saber del choque con el
iceberg y del próximo hundimiento, entra en pánico y pide “traigan a un
carpintero”, no importa si la frase fue dicha realmente en lo que llamamos
“historia”, sino el empleo que le da el autor –alguien que conduce– en
relación con otros elementos.
Si –como aquí sostenemos– esa nave mundo, nave de los locos, no lleva a
Dios, y es deliberadamente absurdo que el capitán –más allá de su ataque de
pánico– pida a un carpintero para una nave que no es de madera (pero sí se
relaciona con “el madero” como se verá in fine) y entonces recurra en su
locura –que siempre tiene método– al oficio terreno de Jesucristo.
Si tiramos esto como lapsus, como capricho, lo que fuere, abstrayéndonos
de la totalidad significante del resto de la puesta en escena, todo ello ni
siquiera serían fuegos artificiales.
Ahora bien, si se trata o se relaciona con alguien no esperado, colado en la
nave, que sufre tortura en una suerte de axis mundi variante de la cruz, que
sacrifica su vida para darla a otra persona. Que en la escena de la invitación a
primera clase, cuando come pan y vino, los presentes a la mesa –aparte de su
persona– son doce, ahí la interpretación circula por los canales adecuados.
Como ha dicho Konrad Lorenz: “… cuando estudiamos las múltiples
acciones recíprocas cuya totalidad compone la función de un sistema
semejante, las partes menos alterables aparecen con mayor frecuencia como
causas y muy raras veces como efecto”.
N. B.: No es que aquí estamos sosteniendo que Jack es Jesucristo sin más;
sí que es una “figura crística”, un personaje cargado de una icónica y
simbólica crística. ¿Acaso alguien dudaría que una persona singular que
sacrifica su vida por los demás, lo sepa o no, configura una “imitación de
Cristo”?
La forma clásica, al llegar a su autoconciencia, la pasa mal, porque se
siente tironeada entre dos formas (mundos) que la reclaman. A la forma
neoclásica le va peor; puesto que ya se cree afincada en una territorialidad
anímica propia.
Desde Homero el heroísmo es la transcripción física de cualidades
espirituales y de movimientos anímicos. Toda acción, cuando está sostenida
en un dato tradicional, es un símbolo que emplea el movimiento físico para
expresar relaciones metafísicas.
La lucha, el pólemos, la acción física representada en movimientos, lucha,
escondites, afrontar escollos naturales o materiales, el duelo, la pelea, la
escaramuza, la guerra franca e incluso la pugna verbal, son manifestaciones
del ágon que es lo general del vivir, o la vida misma...
Al faltar la música del coro, la ópera incluyó el propio, y el cine la banda
de sonido o acompañamiento musical para reafirmar estas acciones físicas y
de movimientos
La comedia musical o el musical hace de estos movimientos pasos de
danza y de canto; y cuando es sólo comedia, pasos de situaciones y
caracteres, como en el así llamado vaudeville.
Élite no debe ser confundido con clase social, en el sentido angosto y
acotado que ha tomado luego de la revolución industrial, sino en el de grupo
que crea, mediante determinadas significaciones, una cohesión interna,
sumada a la conservación de una parte siquiera de las formas de expresión
operativas tradicionales.
El que no tenga conciencia absoluta de la proveniencia de esa parcela
tradicional, sino que muchas veces sostenga de manera intuitiva-mimética o
por medio de la repetición táxica más que de sus efectivas significaciones, no
importa.
Lo que importa desde “el otoño de la edad media” es que tales grupos y
sus cabezas visibles –que surgen indefectiblemente en tales grupos–
conozcan la forma de volver o tornar operativos a tales fermentos y hasta los
mismos supérstites tradicionales.
Más que nunca funciona aquí el pars pro toto, la parte por el todo. Tan
sólo una época de disolución absoluta –visible ya hasta en las capas
geológicas que estallan drásticamente en forma creciente–, que ha inventado
algo como la publicidad e intenta o pretende volverlo todo público, puede
llegar a ignorar todo ese recurrir y transcurrir de los datos tradicionales, los
que son traducidos –es decir fijados– en “cultura” y “arte” según tiempo y
lugar y condiciones de posibilidad necesarias.
Traducciones a las que para colmo cree y hace creer muchas veces como
de carácter espontáneo, intuitivo, anónimo, y todo ello sumado bajo el
marbete de “popular”.
La gente, cada vez más gente, quiere pasar directamente a la cultura
saltando por encima de la cortesía, la urbanidad y hasta de los simples buenos
modales. Cree que “lo culto” existe en una suerte de palacio de invierno o
Bastilla siempre lista para tomar, y que para ello no hace falta parar mientes
en cuántas carnicerías y tropelías cometer.
Cuando finalmente, tras la caótica masacre, penetran en sus dependencias,
se pierden en ellas y ni siquiera pueden orientarse por las cosas colgadas en
las paredes, mediante los libros en las bibliotecas, y ni siquiera por un jarrón
o una ménsula.
¿Qué hacen entonces? Comienzan a demoler sistemáticamente el interior
del lugar. Claro que, como aquí no ha quedado nadie vivo, ni guía ni
mayordomo, la deben emprender con las prendas estéticas, a las que, si no
pueden destruir –algo les dice que no les conviene–, se lanzan a desfigurar.
Como el que se cree todo un rebelde porque le pinta unos bigotes con
carbonilla a la Mona Lisa o a un busto de mármol con una figura clásica.
El mecanismo se termina primero gastando, y luego finalmente se quiebra
de tanto uso. Del mismo modo que el mecanismo llevado, o mejor dicho
regresando al empleo humano, termina haciéndolo aquí mediante la
repetición. Ésta es estilística, o tal vez y mejor dicho retórica, y refiere a lo
moral en lo subjetivo y en lo civil, a lo estético en lo exterior o en lo dirigido
hacia las cosas, y en lo físico o cuidado de sí en relación con la salud
corporal.
A veces es posible que las tres formas de repetición que agotan el
mecanismo humano estén o vengan ya interrelacionadas desde la misma
noche de los tiempos. Y así también términos como torsión, tensión,
intensidad, altura, anticlímax –aquí ni hablar porque se mantiene en su
estricta etimología– y similares referirían a acciones primigenias de “taxia”
originaria. Donde lenguaje era todavía un todo indistinto en el que lo mímico,
lo gestual, lo anatómico se unían o, mejor dicho, no se habían separado de lo
psíquico, lo mental y lo funcional.
Mecanismo hoy que comprendemos por su funcionamiento maquinal;
pero esto lleva comprobaciones técnicas de usos anteriores y que persisten en
la anímico-espiritual. Al comprobarse esto, vemos que términos como
“mecanismo” y demás son traducciones contemporáneas de actos, y sobre
todo de acciones muy anteriores en el tiempo.
Tal, por cierto, la base de una hermenéutica completa o totalizadora.
La parodia es el festín de la impotencia.
Se grita creyendo que se ríe, se sufre creyendo que se burla, se ojea por
sobre el hombro cultural el logro estético surgido por transmisión tradicional,
y al no podérselo, no sólo igualar sino ya tan siquiera comprender en forma
superficial –determinada palabra, nota o vínculo de referencia–, se pasa a un
frenético tartamudeo con lo poco que se ha podido pescar al vuelo, y se
confunde así la voluntad de estilo con el capricho.
El parodista no puede parar mientes en poner en cautela crítica lo que ha
entrevisto por sobre el hombro cultural de su época. Puesto que esta cautela y
tiempo forman parte de la misma expresión y del todo cultural que se atisba
de reojo y apuro.
Como valor ya no estético sino moral, la parodia remite a la cobardía de
quien escupe en el suelo de un lugar que no puede habitar porque ya no sabe
cómo pedir ser incluido allí.
La parodia es la última mueca de la impotencia por una revolución que
nunca fue, y que vendría provista de una guillotina horizontal, sobre todo en
lo referente a cultura, ya que no a inteligencia.
Claro que inteligencia no es tampoco furor mimético que se malgasta en
la mera mueca exterior.
Parodia es intentar alimentarse de sobras, pero de sobras de las que se
desconoce de qué plato o preparación fueron y restan sobrantes.
Si la sintaxis es mala o nula, si de estilo no se sabe nada, si apenas se
consigue dibujar una casita o un monigote, si se tiene un oído sordo como
una tapia para toda mínima melodía, si se es incapaz de pergeñar una trama
siquiera muy simple, un esquicio o cosa semejante, si no se sabe componer
un soneto o una sonata, tocar dos compases en el piano o escribir una frase
entera sin errores de construcción, puede, debe mejor dicho y urgentemente,
sumarse a la vanguardia y a la ruptura, y al anti esto y aquello.
El cine fue por medio siglo un oasis seguro, porque era también un oasis
cercado, vallado, interiormente muy organizado.
Luego, el desbande, el ataque que acabó con este locus amoenus, y
entonces, si no se sabe filmar dos planos seguidos, súmese también a la
vanguardia donde pasará inadvertido su nulo ingenio y todavía menor talento.
Auden sobre Byron: “No podía inventar nada, sólo recordar”. Cuánto se
aplica hoy a tantos directores de cine.
Mímesis es la capacidad de reducir a mínimos pasos gestuales y
corporales una acción física, sumada a un contenido anímico-espiritual o
psíquico.
La mímesis se basa en la selección de rasgos corporales y gestos faciales
para reproducir a escala contenidos anímicos llevados a cabo por
individualidades buscando una síntesis general de éstos.
Un problema estético fundamental, y cada vez más urgente: no confundir
el complejo concepto del grotesco con el simple mal gusto.
“… contra la desafortunada confusión del símbolo con la alegoría. La
alegoría es una representación más o menos artificial de generalidades y
abstracciones perfectamente cognoscibles y expresables por otras vías.
El símbolo es la única expresión posible de lo simbolizado, es decir del
significado con aquello que simboliza. Nunca se descifra por completo.
La operación simbólica opera una transmutación de los datos inmediatos
(sensibles, literales), los vuelve transparentes. Sin esta transparencia resulta
imposible pasar de un plano al otro” (Henry Corbin, Historia de la filosofía
islámica).
“Porque en esencia la función del arte, al imponer a la realidad ordinaria
un orden creíble, provocando así la percepción de un orden ‘en’ la realidad,
consiste en llevarnos a la serenidad, la calma y la reconciliación, y en
dejarnos después, como dejó Virgilio a Dante, para que prosigamos rumbo a
esa región en donde el guía ya no puede servirnos” (T. S. Eliot, Poesía y
drama).
“Si necesitamos el arte sólo si y porque nos gusta, y debemos ser buenos,
sólo porque nos gusta ser buenos, el arte y la moral se convierten en meras
cuestiones de gusto y nada puede objetarse si decimos que no nos interesa el
arte porque no nos gusta, o que no tenemos ningún motivo para ser buenos
porque preferimos ser malos” (Ananda Coomaraswamy, La filosofía cristiana
y oriental del arte).
“Según se ve, el símbolo era un signo visible de una realidad superior que
por su intermedio se hacía inteligible” (P. Alfredo Saénz S. J.).
“Mítico es todo lo imaginado en lo que participa tu vida. En lo mítico
cada objeto recibe un doble sentido, que es también su sentido contrario. (…)
Por eso en lo mítico todo está equilibrado” (Hugo von Hoffmannsthal, El
libro de los amigos).
“El símbolo aporta en la actualidad experiencia de los valores y de los
acontecimientos transpersonales que el individuo no era capaz de aprehender
conciente y voluntariamente. Gracias al símbolo, la vida psíquica no es ni
insípida, ni mediocre, ni estéril. Aquellos mismos que no pueden sospechar la
metafísica y la teología enterradas en su imaginación y sus nostalgias, gozan
–‘inconcientemente’–, sin embargo, de una vida psíquica rica y significativa”
(Mircea Eliade, Diario, 14 de enero, 1959).
“El mito no es historia ocurrida en un tiempo anterior; es realidad
intemporal que se reitera en la historia” (Ernst Jünger, La emboscadura).
AXIOMAS Y POSTULADOS
1. El cine es un ajuste de cuentas con el renacimiento y el romanticismo.
A: Ajusta las cuentas con el primero, en tanto el cine se constituye
como una toma de distancia con respecto al nudo de sentido, anudado
en ese período, de la obra de arte como autonomía humana, forma
autárquica, especiosa o utópica del pensar y el poetizar.
B: Y ajusta las cuentas con el romanticismo, en cuanto, una vez
separado de la autarquía y especiosidad renacentista, se niega
paralelamente a una tecnificación de la/su diferencia, con sus item
anejos de martirología laica y de “únicos y singulares”.
2. El cine es el primer y único arte decisionista de la modernidad.
A: Si la modernidad se caracteriza por un estado de deliberación
permanente, por el limbo de un coloquio infinito que nunca decide nada,
el cine se asume como una forma del pensar y el poetizar que decide
continuamente.
B: Este decidir continuo puede resumirse bajo el acápite ¿cómo sigue?
C: Y como todo decisionismo, se relaciona ineludiblemente con una
concepción clara y taxativa del poder…
3. El cine, por su carácter de arte decisionista, es la primera y única
forma del pensar y el poetizar en la modernidad con una conciencia y
voluntad clara del poder.
A: En tal operar fue de importancia liminar, axial, la organización de los
grandes estudios.
B: Los grandes estudios organizaron un troquelado de formas, dando
con ello lugar a los “géneros”.
C: Los géneros sirvieron para acuñar el estado de transparencia.
D: La transparencia necesitó, para su cura, del establecimiento de un
pacto simbólico entre los hacedores y la comunidad; tal pacto simbólico
es el conocido vulgarmente por “código de producción”.
4. El cine clásico de Hollywood no es yanqui, es dixie.
A: Dentro de la territorialidad histórica e imaginaria norteamericana, el
cine se nos aparece como el summun y la síntesis de la tradición del sur
norteamericano. Desde Griffith y Buster Keaton, pasando por Lo que el
viento se llevó, hasta The Long Riders o Forrest Gump, al cine
norteamericano siempre se lo imaginó desde lo dixie.
B: Esta tradición trae aparejada, necesariamente, una toma de distancia,
una reacción, con respecto a los imperativos de la aproximación de y
por la técnica y del estado de movilización general de la modernidad
liberal.
C: Por esa reacción el cine norteamericano –especialmente en su etapa
clásica– es una forma orgánica del pensar y el poetizar inasimilable a y
por la mentalidad liberal.
D: A la apropiación de y por la técnica opone una imaginación mítica.
E: A la movilización general opone la reinstauración del status o figura
del héroe.
4 bis. Al elemento o corriente dixie se le cruzó, muy tempranamente, un
elemento austrohúngaro.
A: El elemento dixie, constitutivo de la creación del cine, se encontró,
una vez organizado como estructura formal y como sentido operativo,
cruzado con el elemento austrohúngaro, también en diáspora política y
territorial, que terminó organizándolo en forma definitiva y acabó por
desplazar al propio Griffith.
B: Sin esta intervención del elemento austrohúngaro, la invención de
Griffith se hubiera recuperado –y cosificado museística y
tempranamente– como un avatar más del “único y singular”.
C: La toma del poder por los grandes estudios significó la herramienta
necesaria e imprescindible para la acuñación de los movimientos,
motivos y figuras que posibilitaron y llevaron a la rápida ecumenicidad
del cine.
5. El cine es la forma contemporánea del pensar y el poetizar que religa
de manera más radical con el mito.
A: Este religar con el mito es re-curso.
B: Mediante este re-curso, el mito se actualiza, siendo, por un lado –y
paradójicamente–, llevado de alguna manera frente al tribunal de la
Historia y, por el otro, el mito se resguarda y preserva (se cura) como
forma operativa.
6. En el cine, la forma operativa del mito se despliega como puesta en
escena.
A: Si “el mito es la exégesis del símbolo” (Bachofen), el cine es la
vivencia del símbolo a través de una repetición señalada y dirigida
mediante una puesta en escena.
B: La puesta en escena es la que marca la inscripción del símbolo y lo
simbólico en el reino de los vivos, y no desciende al reino de los
muertos, habitantes del inferos-museo.
7. La puesta en escena es, mutatis mutandis, el ritual del mito.
A: Rito (de ritah o rta, según las transcripciones más viables) es el
modelo visible –e invisible– del Cosmos y de su reflejo y, sobre todo,
conformidad en la naturaleza.
B: Esta puesta en escena es posible mediante el símbolo que, bajo este
aspecto, cabe definir como el vehículo, o aun el excipiente, por medio
del cual un mito, en cuanto a relato del origen u originario, se precipita
diferenciándose, disolviéndose, sin perder por ello su esencial identidad.
C: Identidad y diferencia se anulan o se excluyen en el plano –o en
algún plano– de la realización.
D: Disolución –solve– es aquello a lo que llamamos relato o trama, en
tanto y en cuanto haya elegido ser actualizada, mediante su
rebajamiento intencionado dadas las posibilidades del entender.
E: Este rebajar intencionado es lo que “aún” puede rastrearse –ya que
no pensarse– como “género”.
F: En el segundo momento – el absoluto– de la autoconciencia, el
género sólo es una huella, un rastro.
8. Pero también: el cine acepta el estado de caída de lo mítico y, mediante
la babelización de lo mítico, se torna la forma de cura/custodia posible
sobre el mito, evitándose de tal forma la caída en lo paródico.
A: Esta babelización de lo mítico implica, no un arrojarse
impremeditado al caos y lo inferior sino –y por el contrario– una
conciencia de sí, una conciencia desgarrada del estado de radical
separación de los fines últimos, cuyos restos quedaron dispersos en la
fosa que rodea a Babel.
9. De la trifuncionalidad del imaginario indoeuropeo (Dumézil), el cine
pone el acento privilegiadamente en la segunda función (el héroe),
colocando la primera y la tercera “fuera de campo”.
A: Héroe es la forma de la pregunta y del preguntar en el cine.
B: En el camino del preguntar, el héroe es quien re-nombra y resigna al
mundo que lo rodea, porque en el cine el héroe es quien posee la
capacidad de re-signación.
C: Este preguntar re-signado es la tarea del héroe en el cine.
N. B.: La tríada anterior forma la función adánica.
D: En la autoconciencia, en su segundo y absoluto momento,
reaparecen, explícitamente, las otras dos funciones que habían sido
puestas fuera de campo: cf. la saga de El padrino, Apocalypse Now, El
exorcista, Titanic, Vampiros, Sobreviven, Misión a Marte, Femme
Fatale; esto da lugar, a su vez, a la ficción dogmática.
10. El cine nace al separarse del cinematógrafo.
A: Llamamos cinematógrafo a la técnica mecánico-industrial patentada
por los hermanos Lumière. Esta técnica se postuló como la apoteosis del
saber laico, liberal, positivista, al intentar “eternizar” una forma de vida
que se vive y proclama como única y deseable de ser reproducida, e
instrumentalmente “eternizable”.
B: El cine nace –con Griffith– al separarse de tal pretensión de
eternidad limbal, desviando la técnica y lo técnico de sus propósitos y
fines, mediante el re-curso a lo mítico.
C: Como este re-curso mítico es, in nuce, “relato”, “historia”, “ficción”,
en el primer nivel de su operar Griffith funda el cine como relato, como
mythos, pero, una vez operado este sentido, debe crear la forma de
sostener y soportar tal re-curso, con una práctica que unifique
imaginariamente tales mitologemas; para ello recurre a un logos
compuesto por: división diegética en planos, campo y fuera de campo,
principio de simetría, ejes de construcción –vertical y horizontal– et al.,
que configuran así una lógica que contiene –y soporta– al mito y a lo
mítico.
10 bis. Este re-curso, este recurrir al mito y a lo mítico, llevó,
necesariamente, a inscribir el hacer del cine dentro de la esfera de lo
trágico.
A: Este enfrentarse con, este inscribirse en la esfera de lo trágico, puede
denominarse también como la segunda forma o articulación del
decisionismo del cine.
B: Mediante lo trágico, la desrealización latente del mundo liberal se
desoculta y se muestra el abismo de su fondo nihilista, que intenta –o
intentó– ocultar cíclicamente con los disfraces de lo utópico, lo exótico,
lo lúdico e, in extremis, la movilización total.
11. El cinematógrafo es y sigue siendo toda toma de algo anterior que se
quiere preservar para una eternidad museística.
A: El cinematógrafo es aquel que se obstina en filmar y reproducir
elementos teatrales y novelísticos, dados como totalidad ilusionista en
un marco pictórico o decorativo.
B: El cinematógrafo, como falso cine, recae inevitablemente en la
alegoría, porque lo alegórico es siempre una forma falsa del imaginar,
del representar, y también del preguntar demandante.
12. El cine es una revolución anacrónica.
A: Recordando que etimológicamente an-acrónico significa “fuera del
tiempo habitual”, pero no tan sólo en el sentido del pasado, o de lo
pasado, sino también en el sentido de algo muy alejado, tendido hacia el
futuro.
B: Revolución es, ab ovo, un giro completo que lleva al punto de
partida.
12 bis. Tras el cine no puede haber otra forma del pensar y el poetizar,
siendo éste el último avatar del estadio estético que puede permitirse, al
menos el mundo occidental.
CONCEPTOS FUNDAMENTALES
Glosario
ALEGORÍA: Acertijo visual –y a veces visual-sonoro– que se muestra
como una totalidad al espectador, quedándole a éste solamente la posibilidad
de entenderlo fuera del contexto del film. También: defecto esencial de la
imaginación que intenta corregir lo mal imaginado o concebido con una
noción explicativa tomada de una forma anterior o preexistente.
ALEGORIZACIÓN DEL MUNDO: Processus que arranca como una de
las consecuencias del renacimiento, a partir de la invención de la imprenta, y
que emprende –al menos en Occidente– una suerte de ilustración paralela de
la letra y del sentido, otorgando a lo simbólico un también creciente estado
intermedio, que se fue traduciendo de más en más como “ilustración”. Tal
“ilustración” dio lugar, paralelamente, a una secesión, fragmentación o
atomización del material llamado –a partir de ese momento– “clásico”; tal
fragmentación actúa, desde entonces, tanto en el nivel de conservación como
en el de recepción del orden clásico.
AUSTROHÚNGARO (LO/ELEMENTO): Forma de continuidad territorial
del cine que apareció ya organizada, casi desde el comienzo de su operar.
Esta territorialidad es asimilable o entendible debido tanto a la cantidad de
autores de films de ese origen como a las diégesis acuñadas, como también a
determinado punto de vista histórico o formal. Puede postularse que este
elemento es una temprana idea de decadencia en el cine, así como una
continuación de lo barroco, o de la política de lo barroco, por otros medios.
AUTOCONCIENCIA: Momento de un arte o forma del pensar y el poetizar
en el cual “se sabe que se sabe” y “se sabe qué se sabe”; este saber implica un
matiz necesario de agotamiento o declive, en la medida en que esa forma
intenta ser parte del mundo, hacerse historia.
AUTOCONCIENTE/LO: El separarse de su objeto en el hacer, para que el
espectador sepa del hacer en el hacerse. Pensar que pensamos, en el momento
que pensamos.
CAMP: Estrategia contemporánea de tolerar o, mejor dicho, desviar –en la
manera de lo posible– al kitsch de la vida moderna y de las formas de
producción standard o producidas en serie de la modernidad. Último avatar
de la ironía romántica.
CINEFILIA: Actitud de un responder ingenuo a la pregunta por el cine que
se funda con Citizen Kane y se refunda con El padrino.
N. B.: El último esteticismo de la época técnica.
COMEDIA: Cura por la irracionalidad.
CURA: Cuidado del demandar ya autoconciente del operar del cine. Esa cura
se refractó ab initio en cura/custodia y cura-coleccionista.
CURA-COLECCIONISTA: Decaer del preguntar que lleva a la “cinefilia”
como diferencia tecnificada.
CURA/CUSTODIA: Cuidado que lleva a un pensar del cine a cargo del quia
del espectador.
DECADENCIA/DECADENTE: Complemento imprescindible de la
autoconciencia. Es aquella forma de la autoconciencia que se encastilla en la
conservación de un determinado estilo de esfera privada, poniendo una
distancia irónica, y también cínica, con el mundo puertas afuera.
N. B.: Categoría exclusivamente occidental.
DECISIONISMO: Suspensión del estado deliberativo típico de la
mentalidad romántico-liberal, mediante la postulación, en el pensar y el
poetizar, de aquello que debe hacerse y en especial conservarse de lo anterior.
El decisionismo es la zona del cine donde el arte y el poder se muestran
plenamente integrados.
DIÉGESIS: El estado o punto de partida de la ficción en el cine, en la
medida en que postula un “aquí y ahora” con todas sus implicancias laterales.
También un “cuadro de situación” o “composición de lugar” de un
determinado marco o acotamiento a partir del cual se despliega la ficción.
Toda diégesis crea su propio verosímil desde el que se postula –o no– un
mundus (v.).
DIFERENCIA TECNIFICADA: Estado alternativo a la reificación en la
modernidad, en el que, para no tomar a la naturaleza como destino, la opción
y reacción correspondiente se hace pública, pidiéndose paralelamente al
poder que dé cabida o “tolere” tal estado de singularidad (v. ÚNICO).
DRAMA: Seguimiento o prosecución de una diégesis y de una fábula por la
cura de la racionalidad.
DUCTUS: La mano que porta (Feros) el estilo del autor.
ECUMENE: Zona de pertenencia anterior que se dio, o se re-cuerda, como
universalidad, acotando en su perímetro determinada tradición a partir de una
resolución histórica y geográfica. (v. TERRITORIALIDAD).
EJE HORIZONTAL: Es el de la fábula, de la historia, de aquello que se
cuenta, del tiempo, en suma. En todo film hay eje horizontal.
EJE VERTICAL: Es el eje de la irrupción o de la reaparición de lo trágico o
de lo “otro”, si queremos. Aquel que muestra otra cosa que la historia y el
tiempo, y que cruza a éste –precisamente– oponiéndole el devenir. Sólo en
las obras de autores de films se encuentra el eje vertical.
EL QUIA DEL CINE: El desocultar demandante que aparece –
prematuramente– tras la temprana autoconciencia del cine. Es donde el
Espíritu es tal o se manifiesta como tal, “en tanto libertad, objetividad y
conciencia de sí”. Este quia da lugar, por otro lado, a la aparición de la
situación de cura.
EPIFANÍA: Manifestación de lo sagrado o de lo trascendente, y donde a
quien se le manifiesta no se le presenta en un todo acorde con aquello que
esperaba, en tanto y en cuanto continuidad de las relaciones anteriores y
habituales.
ESCAPE AL FUTURO: Recurso del cine para postular resoluciones
imaginarias, adelantándose diegéticamente a una posibilidad virtual dada
como ficción. También: el complemento simétrico del recurso mítico. Y
además: el recurso mediante el cual el cine fue haciendo ciertas correcciones
a su método, ganándole de mano a las posibles objeciones que se le
plantearon o se le plantean desde fuera de su territorialidad.
ESTADO DE FACTO: En el cine, el estado de facto es el estado de
recepción.
ESTADO DELIBERATIVO: Estado típico de la mentalidad románticoliberal que instaura un coloquio infinito, un limbo inacabable que nunca
resuelve nada. Este estado también puede pensarse, o concebirse, como una
indiferenciación, confusión, aun superposición y hasta inversión de las
esferas estética y religiosa.
ETHOS: Convención diegética del mundo representado en un film. Escala de
valores existente en esa diégesis.
FÁBULA: Aquello que se cuenta en un film. También: el argumento o el
guión en cuanto se puede narrar a otra persona sin la visión del film (v.
PUESTA EN ESCENA).
FACTA/FACTO: Lo “hecho” en tanto mostración de lo artificial y ficticio.
La mostración autoconciente de qué parte de “hecho” tiene el arte en la
modernidad y, contrarrestándolo con el cine, el status de facto-del-arte
opuesto al arte-facto que se fue adueñando de las formas –especialmente
plásticas– anteriores.
N. B.: En la autoconciencia, el cine tiene que gastar porque se gasta.
FEROS: Tomado del griego fero: portador, el que lleva o sostiene. La
usamos como la unidad del fuera de campo que hace posible la aparición de
un símbolo.
FICCIÓN DOGMÁTICA: Es la obra donde la totalidad de un ethos
comprende un mundus o lleva hacia él. Ficción mediante la cual se sintetiza
una territorialidad, polémicamente en relación con cierta genealogía que la da
como agotada o terminada, y que tiende, en su hacer y representar, a la
totalidad ecuménica.
FINAL FELIZ PROBLEMÁTICO: Disyuntiva polémica que acentúa el
status problemático de la obra de arte. Al completar o resumir sintéticamente
el devenir dramático, separa al espectador del orden ideal-estético para
reenviarlo a su propio mundo de valores y decisiones que permanecen
abiertos, pero con el plus de la experiencia.
FORMA-EXTENSA-GRAVE: Aquella obra que, por su capacidad de
organizar en un todo autoconciente una forma o visión del mundo, puede
considerarse modelo o resumen del pensar y el poetizar de una época. Se
piensa: 1) una forma del pensar y el poetizar que contenga e implique en su
despliegue y desarrollo; 2) de forma extensa, es decir, con la suficiente
duración en el tiempo y el espacio, y que por ello mismo abarque la mayor
cantidad de elementos tanto históricos como suprahistóricos, desplegándolos
en su hacer; 3) en tono grave, con el ritmo y la retórica “de peso”, que
implique a su vez la carga (grá/vido) que lleva en su seno de futuras
potencialidades.
Extenso también en el sentido lógico, de aquello que está contenido en una
idea bajo el aspecto de cantidad.
FORMA PROBLEMÁTICA: Llamamos problemática a una forma que
parte y deviene de una estructuración formal anterior pero que, al llevarla al
límite de sus posibilidades o al contaminársela con una diégesis excéntrica de
tal estructura anterior, crea un nuevo estadio de representación heurística que
intenta devenir nueva estructura.
FUERA DE CAMPO: Aquellos elementos, ya sean diegéticos o formales,
que se extienden más allá del campo visual de la pantalla y en sus respectivas
continuidades completan la visión total de un film. También: recurso básico
mediante el cual el cine se separa de lo fotográfico o de lo fotográficocondicionado, tanto como extensión de lo teatral como, tiempo después, de lo
televisivo. En tercer lugar: el recurso mediante el cual aparece lo simbólico
en el cine, siendo por lo tanto el vehículo o feros del símbolo.
FUNCIÓN ADÁNICA: La función del héroe en el cine. La de buscar y, en
lo posible, volver a dar sentido, re-signar, las cosas con las que se tropieza en
su busca.
ÍCONO: Es el signo en cuanto a su reconocimiento de un status propio
dentro de un determinado contexto. Es el momento, a veces muy difícil de
reconocer o aprehender, del pasaje del índice al símbolo.
ÍNDICE: Es el signo en cuanto mera información de sentido reconocible en
la diégesis o fábula.
IN-FORME: Es todo aquello que se queda o permanece en un transcurrir
expectante o indecisorio con respecto a un allende signado, sostenido o
portado (feros) por un aquende que se ha formalizado.
INTERIORIDAD O ESFERA PRIVADA: Un topos que fue, o que se
recuerda, como mundus.
IRONÍA: Toma de distancia con el material tratado.
KASPARHAUSERIZACIÓN: Procedimiento típico de la cultura europea a
partir de la modernidad, mediante el cual intentar ser el rétor de lo
americano, el guía o dador de palabra a lo supuestamente atávico, inconciente
o “primitivo” americano. Este procedimiento es, a su vez, más
subrayadamente característico de cierta tendencia de la cultura francesa.
KITSCH: Falta, ausencia o carencia de sustrato mítico en un logos.
Reemplazo, substitución perversa de la tradición por el plagio, pero
modificando en su re-facción el grund o mundus que le es acorde, incluso
funcionalmente.
LOGOS: Relatos o formas del discurso que, si bien son de inmediato y
trasparente reconocimiento, el cine adaptó de formas literarias preexistentes,
utilizándolas de manera sui generis (v. TOPOI).
MUNDUS: El universo o zona fuera de campo de la diégesis.
NÁUFRAGOS DE LA LETRA: El pensar libresco sin conciencia del cine.
OMISIÓN POLÉMICA: Criba o prueba de pasaje por la cual se hace pasar
al espectador, haciendo en un punto coincidir su doxa con la de algún
exponente o feros de la acción fílmica pero que luego, al interpretarse o
comprenderse su función simbólica, contradice, cuestiona o somete a juicio
esa misma doxa.
PARIDAD MIMÉTICA: Es la mímesis que se corresponde a los sujetos de
la ficción.
PARODIA: El responder perverso al status problemático de la obra de arte.
Achatamiento del com-prender, anudándoselo a lo in-formal.
POSITIVIDAD INERTE: Situación típica de la modernidad; vía de acceso
en sentido perverso hacia las obras del pensar y el poetizar del pasado,
haciendo que la positividad virtual de aquéllas se transmute o que –y más
aún– permute su fruibilidad o goce posible aceptando unas leyes de
circulación e intercambio que tales formas niegan en su hacer y en su
hacerse; en su operar.
POSITIVIDAD VIRTUAL: El aura; pero también: lo asequible al mundo
del contemplador o fruidor sin intermediación desjerarquizada.
POTLATCH: Sacrificio conciente, desperdicio ritualizado o gasto excesivo
en el arte, y en el cine en particular, que da a entender o postula, a través del
uso formal de una sobre-funcionalidad, el rol de imitatio Dei del autor de
films, confesando, paralelamente y mediante un paradójico desgaste, la
invariable limitación humana. Cerco estilístico y ritual a la parodia (v.).
PREGUNTAR PROBLEMÁTICO: Lo que torna visible o desoculta cosas
que el preguntar de la estructura anterior no tuvo en cuenta en su hacer.
PRINCIPIO DE SIMETRÍA: Es el principio de repetición de un elemento
formal, icónico, gráfico o dialogístico que al re-aparecer –p. e. por segunda
vez– se torna diferente, no perdiendo de todas formas su conditio anterior.
Por esta diferencia accedemos al pasaje del índice al símbolo.
PUESTA EN ESCENA: Aquello mediante lo cual se cuenta un film.
Aquello que, mediante repetición intencionada (principio de simetría), se
vuelve estilo, haciendo posible reconocer el ductus del autor. Lo que no
puede relatarse sin la visión del film. Lo que da lugar al mundus (v.)
REINO DE LA TRANSPARENCIA: Etapa del cine comprendida entre los
comienzos del sonoro y la aparición de la autoconciencia; etapa en la cual se
troquelan exhaustivamente los géneros como efectos de transparencia
diegéticas y cuando se establece, además, el pacto simbólico entre hacedores
y espectadores.
RESIGNAR: Hacer del héroe.
RICERCAR: Diáspora, errancia, camino de prueba tras la expulsión del
Paraíso. Riesgo, tentación o prueba en la que se juega el perderse
definitivamente “para el Espíritu” y ser “ganado para el Mundo”. Forma del
espiralar.
Negación de la invención como puro hallazgo y casualidad.
Término que preferimos –o nos permitimos proponer para referirnos– para
busca y círculo hermenéutico.
ROMANTICISMO: Confusión, yuxtaposición, aun contaminación, de las
esferas estética y religiosa. Pero dada esta condición como actitud subjetiva e
individual. Cuando se manifiesta como grupo, clase, nación, estado, clan,
partido, se le llama “estado deliberativo” (v.).
SIGNO MEDUSEO: Signo de temprano reconocimiento que paraliza ciertas
virtualidades tornándolas positividad inerte (v.). Un lastre en el despliegue
del hacer. Petrificación del mito.
SÍMBOLO: Signo que muestra una parte suponiendo o recordando al
espectador la posesión de la otra mitad, cuya unión da lugar a la aparición de
un sentido que une, mediante puente, la diégesis con el fuera de campo. Es el
signo en cuanto a su reconocimiento de un status propio y de dador de un
sentido reconocible y recordable exclusivamente en, y por, la puesta en
escena (v.).
SOBREDIMENSIÓN MIMÉTICA: Traducción y adaptación –en el hacer
del cine del cine– del potlatch (v.).
SUCESIÓN ACTUALIZADORA: Posibilidad latente, in nuce, de la
instancia de la acuñación del símbolo. Es aquella función que puede ser
actualizada por encima de su puesta en escena y sus feros, y, especialmente,
por encima de su ocasionar anecdótico.
TERRITORIALIDAD: Zona de propiedad anímica o espiritual que la
historia reflejó, ocasionalmente, en un determinado estamento jurídicopolítico. (v. ECUMENE).
TOPOI: Lugares o zonas diegéticas de inmediato y transparente
reconocimiento.
TRAGEDIA/TRÁGICO: Comprensión o postulación, ricercar, del estado
limitado –o en permanente fuga y agotamiento– del factor humano, sea como
historia, saber o nomos. Límite comprensible de exclusión del accionar
humano.
TRANSPARENCIA: Situación, pacto simbólico, recurso mediante el cual el
cine, especialmente en el período clásico, legisló y gobernó el acceso
primario de los films, haciendo visible, mediante la acuñación de géneros, su
legibilidad.
ÚNICO: Subproducto del romanticismo. Romanticismo de la era técnica. Es
el feros de la diferencia tecnificada (v.).
N. B.: Debemos entender que el “único” y la “diferencia tecnificada” intentan
sui generis abolir o separarse del estado deliberativo o coloquio infinito. Pero
fatalmente reifican su situación, tornándose coartada del estado de cosas que
intentan abolir.
VICARIO/LO: Es la alienación en la esfera privada.
NOTAS
Definiciones teóricas
1. Es decir que ambos fenómenos nacieron en territorios fragmentados y
que llegaron tarde a la modernidad. Por cierto, los términos
“renacimiento” y “romanticismo” son de origen francés. (Véase
Kasparhauserización).
2. Aquí nos toca discrepar con una postura puesta en circulación por Carl
Schmitt en su Romanticismo político. Creemos que, aunque
políticamente inermes y fantasiosos, los románticos, especialmente los
alemanes, buscaron articular una primera y temprana respuesta a los
imperativos de la naciente modernidad. Sin extendernos en demasía –
aunque no sin dejar de señalar su fundamental importancia–, creemos
que lo postulado, por ejemplo, por Novalis en La cristiandad o Europa,
es algo considerable, muy considerablemente mayor –y superior– que los
“ocasionales” barruntos o caprichos filosófico-teológicos de los allí
escrutados Friedrich Schlegel y, sobre todo, Adam Müller.
Por cierto que esta crítica ya fue lanzada en el momento de la
publicación de su libro: el que tratara –como los nombrados– a
personajes secundarios y hasta terciarios del romanticismo. Pero
agregaremos lo siguiente: a los románticos –o a algunos de ellos–, en
todo caso, les tocó imaginar, ¿proféticamente?, cuáles habrían de ser
ciertas condiciones mentales, psíquicas, incluso “corporales” del hombre
moderno ya en plena gestación. Claro que sin tener en paralelo una
efectividad en sus realizaciones instrumentales. Como sí ocurría –y tan
sólo– en la Inglaterra contemporánea.
Siendo así, lo “imaginado” por Novalis y Hoffmann no es ninguna
minucia. ¡Muy lejos de ello!
Cf. Carl Schmitt, Romanticismo Politico, Milán, 1968. Trad. Carlo Galli.
(Hay traducción castellana).
Nota de la tercera edición. Hoy ya no pensamos que Friedrich Schlegel
sea una figura menor ni secundaria del romanticismo alemán. Tan sólo
con escritos como Fragmentos del Lyceum. Sobre filosofía y Diálogo
sobre la poesía, es una de las figuras fundamentales del romanticismo
alemán en su vertiente crítico-filosófica. Señalo aquí solamente textos
traducidos al castellano. Véase Poesía y filosofía, Alianza, Madrid, 1994.
3. El Roderick Usher de Poe es uno de los primeros epítomes simbólicos
de tal “atmósfera mental”.
4. Y el artista provee el entretenimiento para esa nada en espera (stand by).
5. En ese “a la vez” está la clave de cierta central tarea del cine.
6. Puede verse entonces la modernidad como la concreción o
materialización de una de las posibilidades latentes en el fenómeno
renacentista.
7. Distribucionismo a su vez dividido en uno teórico con respecto al
pasado vuelto fruición, y otro práctico de acumulación material, en
relación con el presente económico.
8. Siendo también uno de los abuelos del “realismo mágico”.
9. Ni físico ni, menos aún, metafísico.
10. Más que concebir un ricorso, ver en el cine el propio ricorso.
11. Por cierto, Griffith decide, en la falsa disputa Lumière-Méliès, inscribir
sin más al cine como medio narrativo y no reproductivo o, más bien,
reproductivo en segunda instancia.
12. El estado sucesivo de los elementos de su creación es necesario en este
lugar para pensarlos, pero no se desprende de allí que Griffith haya
seguido el mismo orden o cronología; porque en el genio hay una
simultaneidad, una intuición irreductible, en último término, a períodos
temporales.
13. Sin remontarnos a la Antigüedad griega ni a la “edad media” cristiana,
cabe pensar en algo similar a lo que todavía era posible en cierto teatro o
pintura de la última época renacentista, ya barroca. Ejemplarmente
Shakespeare, pero también Calderón.
14. De nuevo: caemos intencionadamente, por razones de comodidad
expositiva, en la temporalidad sucesiva.
15. Cuyas huellas podemos rastrear, sin demasiado esfuerzo, aun en la
Grecia “clásica”.
16. “En los términos de Hans Freyer y utilizando sus conceptos tal como
aparecen en su Teoría de la época actual, podríamos decir que pertenece
a la esencia de lo trágico no permitir su inclusión en un sistema
secundario; al igual que “un sistema secundario es un ámbito de reglas
de juego que excluyen la irrupción de acontecimientos trágicos que, en la
medida que son percibidos, suponen una perturbación”. (Carl Schmitt,
Hamlet o Hécuba, Pre-Textos, Universidad de Murcia, 1993).
17. Tomamos el nombre de esta tríada de la obra semiótica de Charles S.
Peirce, pero dándole una muy otra interpretación, como es obvio. Sin
embargo, su nomenclatura triádica básica, que es ésta, nos sigue
pareciendo nominalmente acertada. Véase Obra lógico-semiótica,
Taurus, Madrid, 1987.
18. Decimos –¡y vemos!– lanzado, siendo éste el etymon espiritual de
símbolo, precisamente. Syn-ballein: lanzar, arrojar en conjunto, unir y
tirar. Por cierto, de ballein aparece proyectil, útil que se arroja.
Consúltese, además, la figura –por demás conocida– del discóbolo.
El que Hitchcock en este epítome ejemplar de nuestra tríada pueda
llevarnos hasta la posibilidad de ricercar el origen tanto en palabra como
en imagen y sentido del símbolo, sin separarse autónomamente en
ninguna de sus partes integrantes, nos muestra –por si hiciera falta– el
carácter absoluta y perfectamente genial de este autor.
Sería infinito proseguir con nuestros análisis al respecto. Téngase
presente tan sólo que el héroe (por el carácter técnico-material del útil)
debe cerrar los ojos a su percusión. Y también que el arrojar, el tirar, en
sentido exclusivamente físico, es ejecutado sobre el héroe, lo que
terminará invalidándolo por segunda vez.
19. Serendipity en lugar de lo heurístico.
20. Recordemos la definición dada por Eliot del correlato objetivo como:
“El único modo de expresar una emoción en forma de arte es
encontrando un ‘correlato objetivo’; en otras palabras, un grupo de
objetos, una situación, una cadena de acontecimientos que sean la
fórmula de esa emoción particular; tales que, cuando los hechos
externos, que deben terminar en una experiencia sensoria, son dados, la
emoción es evocada de inmediato”. Definición dada en su ensayo sobre
Hamlet (1919). Véase Los poetas metafísicos y otros ensayos de teatro y
religión, Emecé, Buenos Aires, 1944.
21. El rito puede definirse como la puesta en acto de un símbolo. Es la
acción, la ejecución de un gesto, un movimiento, operados en función de
su apertura significativa. Siendo la apertura lo puramente humano, y lo
significativo lo dado mediante revelación no-humana.
N. B.: Por cierto, eso es estrictamente lo que significa, en sánscrito, el
término karma: acción ritual. Y no los impropios cuanto estúpidos
reduccionismos a “destino”, “suerte, “chance” que muestran con toda
claridad el estado mental a que ha quedado reducido gran parte de
Occidente.
22. Hay un perfecto momento al comienzo de Psycho, cuando Norman
Bates intenta hacer un juego de palabras tartamudeante, que puede
traducirse literalmente al castellano de este modo: “Comer en una oficina
es muy oficioso”. Es obvio que los dones del protagonista han sido
pervertidos y usurpados, id est demonizados, por su oficiosidad. Cuando
Marion le pregunta por sus aves disecadas, responde: “Es un hobby”.
Esto sería, entonces, el último estadio del decaer del oficio oficiante en
la oficiosidad, para terminar en el hobby. Recordemos también que todos
necesitamos estar “ocupados”.
23. Por cierto, habría que hacer un largo excurso, que nos llevaría muy
lejos de las intenciones de este escrito, sobre, por ejemplo, Mark Twain,
Hawthorne, desde luego Henry James, y el siempre olvidado Stephen
Crane.
24. Por no hablar de su otra obra, que sigue sometida al purgatorio de lo
interesante.
25. Nótese cómo en gran parte del periplo en la lancha se pasa de la
ironización del topos dominante de Moby Dick a la situación o imago
típica del relato “Benito Cereno”.
26. Topos llevado hasta sus últimas consecuencias en Titanic de James
Cameron.
27. Téngase en cuenta que –como decíamos en relación con el útil/soporte
de estas transfiguraciones en Rear Window, o sea la cámara fotográfica y
anexos– aquí la lancha sigue siendo indicial e icónicamente la misma.
Recordemos a Mallarmé en su soneto a Poe: “Tel qu’en lui-même enfin
l’eternité le change”, “Tal que en Sí mismo al fin la Eternidad lo
cambia”.
28. En esto existe un antecedente en la generación que dio lugar al
romanticismo alemán, Herder et al. Y en la que, de alguna forma, lo
continuó: Bachofen, Görres, Creuzer…
Sería extensísima la bibliografía al respecto; para no extendernos,
recomendaríamos las obras de Mircea Eliade, con quien está en deuda
nuestra propia teoría.
29. Aquí nos permitimos parafrasear el conocido fragmento 30 de
Heráclito, con una imagen o dictum heideggeriano, también –según
creemos– muy conocido.
30. “El mito es la exégesis del símbolo” (Bachofen).
31. Esto podría tener cierta relación con “el aura” de Walter Benjamin.
Pero cabe acotar que el empleo de este término, cuanto su aplicación
digamos estética por este autor, siempre nos han parecido más que
equívocos. Y a esto han contribuido todavía más algunos de sus
declarados discípulos. Puesto que, dicho brevemente, no hay ni siquiera
nostalgia en Benjamin por esta pérdida; más bien celebración. Cosa que
parece no terminar de entenderse.
32. “Es un hotel provisto de todo el confort moderno, suspendido a orillas
de un abismo, situado entre la calidad de la cocina y las distracciones
artísticas, lo que no hace sino aumentar los placeres que encuentran los
pensionistas de ese confort refinado”. Véase El asalto a la razón,
Grijalbo, México, 1958.
Por cierto, en sus dependencias, Lukács había instalado a los varios
absurdos, náuseas y existencialismos contemporáneos, como también a
sus más o menos ex discípulos de la así llamada “escuela de Frankfurt”.
33. Una excepción admirable, Johan Huizinga: “En este punto debemos
decir algo acerca del cine. Se le acusa de muchos males: excitación de
instintos malsanos, fomento de la criminalidad, corrupción del gusto,
cultivo atolondrado de la sed de placeres.
Frente a todo esto puede sostenerse, empero, que la película, mucho más
que la literatura escrita, mantiene en el arte las antiguas y populares
normas de un principio moral. La película es un factor moral
conservador. Exige, si no la recompensa de la virtud, al menos la
compasión de sus dolores. Si justifica al bribón, en seguida disminuye
ese sentimiento con algún elemento cómico o sentimental de sacrificio
por amor. Para sus héroes pide simpatía conmovida y luego los
recompensa con un feliz remate, efecto final imprescindible de todo
verdadero romanticismo. En suma, la película glorifica una moral sólida
y popular, inquebrantada por dudas filosóficas o de otros linajes.
Pero ese interés viene determinado por la demanda del público, mucho
más que por los peligros de la censura cinematográfica. Cabe, pues,
sacar como conclusión que ese código moral de las películas
corresponde a las exigencias de la conciencia popular. Esto es
importante, por cuanto prueba que el desarraigo de las ideas morales no
ha introducido en el fondo grandes cambios en la función del
sentimiento moral público. Pronto veremos hasta qué punto esto
corresponde a la realidad”. Conferencia dictada en Bruselas en marzo
de 1935, e incluida en el volumen “Entre las sombras del mañana”,
Revista de Occidente, Madrid, 1936 (pp. 139-40).
Los subrayados son nuestros. Es interesante que gran parte de lo
subrayado atiende, incluso temporalmente, a comprender el por entonces
recién dictado “código Hays”; cosa que todavía hoy aun los propios
“historiadores” norteamericanos se niegan a entender.
N. B.: Es interesante también remarcar cómo, por aquel tiempo (1935),
el holandés metodista Huizinga utilizaba “romántico” no sólo en sentido
exclusivamente positivo, sino también en relación analógica con
“popular”, “moral” y con –nada menos– “final feliz”. Esto es ya algo
inviable. Y no lo apuntamos con regocijo.
34. “Si como tenemos una lógica, tuviéramos también una fantástica,
estaría inventado el arte de la invención...”. Novalis, Fragmentos (según
la numeración original, el 989). Schriften Ed. Paul Kluckhohn, Leipzig,
O. J. Vol. 3.
35. Lo alegórico es también lo antiheroico, como se verá.
36. En el parágrafo 50 de El mundo como voluntad y representación,
Schopenhauer da una definición de la alegoría que se ha vuelto clásica,
diciendo que: “... no puede ser que se reduzca la obra de arte a ser la
expresión francamente premeditada, de una noción, que es el caso de la
alegoría”. El problema es que más adelante el autor no hace las
necesarias aclaraciones entre lo alegórico y lo simbólico –típico de cierto
romanticismo–, y opone a lo alegórico lo que llama, lisa y llanamente,
“estético”.
Cabe agregar que, para el sistema de este autor, basado en el binomio,
precisamente, de “voluntad y representación”, tal diferencia era
irrelevante, ya que todo representar que no diluía, atenuaba o vencía a su
voluntad omnívora y dominante, era negativo. Y lo que él llamaba
“estético” era el vencer definitivo de ese querer, y conducía a la ataraxia,
a la que confundió, además, con el nirvana búdico.
Pero in nuce su “expresión premeditada de una noción” para lo alegórico
sigue siendo perfectamente válida cuanto productiva, si se toman los
suficientes recaudos. Por ejemplo, su contemporáneo y paisano Goethe
ya había sorteado en gran parte ese riesgo cuando, allí sí, diferencia la
alegoría del símbolo diciendo: “Hay una gran diferencia entre el hecho
de que el poeta busque lo particular con vistas a lo general y el hecho de
que vea lo general en lo particular. De aquel primer modo procede la
alegoría, donde lo particular sólo cuenta como instancia, como ejemplo
de lo general; pero la naturaleza de la poesía consiste propiamente en
este otro último modo, que expresa algo particular sin pensar en lo
general o sin referirse a ello. Pues quien capta vivo algo particular,
obtiene con ello al mismo tiempo lo general, sin darse cuenta o dándose
cuenta sólo más tarde” (Máximas y reflexiones).
N. B.: Veamos cómo la cláusula final, que hemos subrayado, podría
resolver perfectamente –de ser necesario– el repetido latiguillo cuanto
idiotismo de: “Pero fulano ¿era conciente de eso cuando escribió, pintó,
filmó, danzó, silbó, canturreó, tal y cual cosa...?”
Decimos: podría resolver y de ser necesario, porque sostenemos por
nuestra parte que, en el hacer del cine, sus artistas y autores mayores han
procedido operativa y no especulativamente. Pero eso era algo que los
románticos de todo tipo –aun los opuestos entre sí– no podían concebir.
De allí nuestra primera definición polémica: el cine es un ajuste de
cuentas…
37. Para pensar en los patrones axiológicos de Schopenhauer, según
explicamos en la nota anterior.
38. Bástenos con mencionar la institución, todavía por demás “viva” de las
“fiestas carnavalescas”. Véase Rene Guénon, “Sobre ciertas fiestas
carnavalescas”, incluido en el volumen Símbolos fundamentales de la
ciencia sagrada, Eudeba, Buenos Aires 1969.
39. Éste es el único que tiene presente Schopenhauer en su análisis.
40. Lorenzo el Magnífico, por ejemplo, “suspende” el trabajo de su
protegido Marsilio Ficino, quien se halla en plena tarea de traducir las
obras de Platón, para que se dedique al Corpus Hermeticum.
41. Mucho de ese sincretismo incidió en el tema del “descubrimiento” de
América, o, para decirlo en los términos que venimos utilizando, en
cuanto a la recepción de América por Europa. Para no extendernos en
este punto, ténganse en cuenta los nombres míticos, algunos acuñados en
los ciclos épicos medievales, y luego vueltos figuras y cifras: v. g.
California, Patagonia y, como sabemos, Argentina.
42. Aunque debe puntualizarse –como se verá más adelante– que, en el
cine de la autoconciencia en su –por ahora– última etapa, ya no es tan
así.
43. Cuando no la invierte, directamente.
N. B.: lo que llamamos la función adánica es, mutatis mutandis, la poética,
y es cifra, también, de “la marca de Caín”. La palabra alemana Dichtung
es lamentablemente más efectiva para nombrar lo que decimos que las
castellanas “poeta” o “poético”; en cuanto Dichter refiere a su originario
griego de póiesis, hacer-crear-pro/ducir. Aceptémoslo: la marca de Caín
lleva a la dispersión babélica.
44. Más que de temprana, en rigor de verdad, deberíamos hablar de
apresurada e imprudente.
45. Podría trazarse aquí un paralelo entre aislacionismo e
intervencionismo, tomando como símil la historia contemporánea
norteamericana.
46. Esto puede ejemplificarse analógicamente, pensando en personalidades
como el músico Charles Ives, el pintor Edward Hopper, el arquitecto
Frank Lloyd Wright, y el “diseñador total” Buckminster Fuller. Pero,
también, téngase presente al Tucker de Coppola y su interacción con el
histórico –y simbólico– Howard Hughes.
47. Entre nosotros, por ejemplo, existe la costumbre de levantar túmulos
nostálgico-ejemplares a inventores como Juan Vucetich, Ladislao Biro,
Luis Agote, y el anónimo creador del transporte colectivo, como
pioneros, y únicos y singulares. Lástima que falle o falte una simétrica
correlación en la actividad puramente intelectual, que, especialmente en
las últimas décadas, no es más que un trasegar pasivo de jergas
traducidas de otras que no son más que jergas en sus lenguas originales.
Parece que a la soberbia científico-técnica se corresponde una paradójica
cortedad de pensamiento puro, teórico. Sobre esta dicotomía hemos
ensayado en La traducción de la melancolía. La poética del tango
argentino como forma lírica de la modernidad, ASL, Buenos Aires,
2020.
48. Esta casi olvidada preposición castellana fue reflotada por José Gaos en
su heroica traducción de Ser y tiempo de Heidegger, FCE México. Allí la
utiliza en el sentido de “junto a”.
49. De allí que, por ejemplo, la obra de Vico siga, mutatis mutandis, sin
entenderse, o entendiéndose “al revés”.
50. Habría que recordar, nuevamente, a Roderick Usher.
51. En un punto extremo de condensación, incluso histórica (1902), de esta
tendencia barroca como forma mentis, tenemos la Carta de Lord
Chandos de Hugo von Hoffmannsthal, donde se lee: “No; las palabras
abstractas, de las que forzosamente se debe valer la lengua para emitir
cualquier juicio, se me desmenuzaban en la boca como hongos
podridos...” (Alba, Barcelona, 2010).
52. Exempli gratia: los planos de la capilla de Turín que fueron dibujados,
de rodillas, por Guarino Guarini.
53. Es decir, la perla que no es redonda.
54. Fósil metafórico de lo aburrido y tedioso.
55. Y cuánto se relacionaban con las griegas, además.
56. Que, recuérdese, no diferencian un tiempo o hecho sacro de uno
profano.
57. Fundante debería ser, en castellano, hondante; ya que ésa sería su
verdadera forma adverbial traída de profundus, y la sinonimación entre
el fundus, lo hondo, el cavar para levantar algo nuevo y el excavar para
rastrear algo perdido. Del fundus se cercaba el mundus. Pero en el siglo
XVI, según Corominas, se le dio la forma con f, “que tenía la ventaja de
poder distinguirlo del adjetivo hondo”. Como bien se ve, hay “ventajas”
que mejor evitar. Pero, en resumen, en vez de un neologismo como
fundante, proponemos emplear más bien un veterologismo como
hondante. Cosa que haremos a partir de ahora.
58. Pero, a diferencia de la corriente llamada “funcionalista” en
antropología, no divorciándola de su sentido.
59. Clásicamente Pascal, el acérrimo enemigo –tan luego– de los jesuitas.
60. Tema que, desde luego, debería tratarse in extenso en otro lugar;
aunque de entenderse lo dicho anteriormente se evitarían los ya
centenarios galimatías sobre las relaciones –o no– entre lo trágico y lo
cristiano.
61. Es lo que se tradujo epicenamente en la temprana expresión acuñada en
Hollywood de que un film era algo “bigger than life”.
62. ¡Y ahora independiente!
63. El film de Werner Herzog El enigma de Kaspar Hauser (1975) trata, a
su manera, algo de lo que aquí analizamos.
64. Cosa decisoriamente transparente en esa summa griffithiana que es
Way Down East (1920).
65. Personaje central del film homónimo de Luchino Visconti (1972).
66. Clase, da clase, en el sentido de que clasifica; y en ese clasificar se
ordena la experiencia anterior; como en los conocidos versos de Eliot:
“We had the experience but missed the meaning, / and approach to the
meaning restores the experience” (Four Quartets. The Dry Salvages, II.
3).
67. No del cine como elemento diegético del transcurrir de un film, cosa ya
evidente, por ejemplo, en Stella Dallas (1937) de King Vidor.
En un temprano film de Griffith, Those Awful Hats (Esos espantosos
sombreros, 1909), la acción, de apenas algo más de un minuto o dos, se
desarrolla en una sala de cine, donde unas señoras no dejan ver la
proyección de un film, debido a lo que menta el título. Cabe agregar que
la proyección fílmica es mostrada simultáneamente, por Griffith, y ya en
aquel entonces.
68. V. g. la bola de cristal con la cabaña nevada en su interior; la cacatúa
que tensa sus alas y grazna, al abandonar la segunda señora Kane el
palacio de Xanadú.
69. O por no poder ser vueltos mercancía de cambio.
70. Sentido: como significado tanto como dirección.
71. Cf. supra.
72. Voz latina utilizada por Dante en Purgatorio, 3, 37 (“State contenti,
umana genti, al quia”) para expresar la causa más próxima de las cosas,
las solas cognoscibles por el hombre, en contraposición a aquéllas,
remotas, últimas, que el hombre no puede descubrir.
Quare y quia eran partículas, una interrogativa y la otra de respuesta,
usadas en las antiguas escuelas medievales. Dante sostenía que la
beatitud consiste en conjugar el intelecto posible con el agente, y
conocer las cosas divinas.
El padre Liberatore dice en su Lógica que los antiguos filósofos
llamaban demostración del quia a aquélla dicha a posteriori, es decir, la
que del efecto demuestra la causa o razón.
Para todo ello, véase la edición de la Commedia de Giuseppe Campi,
Turín, 1891, que incluye un índice de términos (1893).
73. Hitchcock, que no dudaba en recurrir, cuando lo creía necesario, a un
“jesuitismo” extremado, dijo en una oportunidad: “Todos me preguntan
qué se supone que le pasa a James Stewart tras el final de Vértigo. Lo
más probable es que comenzara a hacerle el amor a la monja”.
74. Ese largo período de errante simulacra incluye desde un avatar del
demonio, según Graham Greene (El tercer hombre) hasta –¡por fin!– a
uno de los Borgia, en El príncipe de los zorros.
75. Entre nosotros el tango es así llevado y traído, creando una doble faz de
entendimiento, según convenga, de acuerdo con las circunstancias
históricas o anímicas que no terminan por resolverse, en suma, decidirse.
Éste es uno de los motivos que nos han llevado a la escritura de nuestro
La traducción de la melancolía. La poética del tango argentino como
forma lírica de la modernidad. ASL, Buenos Aires, 2020.
76. El nudo de sentido preciso sobre esto lo constituye el ensayo de
Novalis La Cristiandad o Europa, trabajo de los últimos momentos de su
vida (1799), que fuera expresamente rechazado para su publicación por
el “clásico” Goethe. Allí, con toda claridad, es cuando el ex romántico
de Goethe se traviste en el neoclásico que toma la posta museística u
opta por su vertiente “conservadora”, porque el romanticismo regresa a
lo tradicional y no prosigue con sus deliberaciones limbales y sus
esteticismos de mística doméstica.
N. B.: En el personaje de Kurtz, Coppola ha resumido polémicamente casi
dos siglos de esta tendencia entre los elementos solares y lunares de todo
romanticismo, acuñando, de paso, su transfigurar autoconciente.
77. Se trata aquí de un elemento raigal de nuestra época –pero que
lamentablemente debe ser tratado por separado–: el de las leyendas
creadas por el otro y creídas por uno mismo.
78. John Huston.
79. Max Scheler.
80. El tema es iconográficamente vastísimo. Bástenos con apuntar aquí
que, en relación con el delfín, animal mántico por excelencia (de él
deriva la ciudad oracular de Delfos), actúa en consonancia y
complementariedad simbólica el pez llamado rémora. Cuando aquél se
hace viejo y le flaquea la vista, se pega a él un pequeño pez, la rémora, y
lo conduce.
Se observará –según un método que se habrá hecho ya habitual aquí–
que en la jerga o en las habladurías contemporáneas rémora tiene el
sentido “común” de ¡lastre!
81. Un ejemplo: “Históricamente el verso nace con la danza. Es danza de
palabras, danza de sonidos de la voz. Los nombres arcaicos que designan
el verso y la música y la danza son, en su origen, comunes a los tres:
Areito entre los indígenas de Santo Domingo o Coro entre los griegos,
son nombres indivisos del baile con el canto (...).
Así el verso al nacer, no se modela sobre la onda inagotable de la charla
libre, sino de los giros parcos de la danza.
(...) El baile es quien dictó a la música su compás. Y en él arraiga la
profusa vegetación de las leyes rítmicas que el Occidente hizo culminar,
como en finales, supremas, abrumadoras flores de invernadero, en las
rosas centifolias de la sonata, el cuarteto y la sinfonía. Después, la
influencia de los ritmos danzantes...”
(Pedro Henríquez Ureña, “En busca del verso puro”, en Estudios de
versificación española, Universidad de Buenos Aires, 1961).
82. Podría cruelmente compararse su proceder a un transporte de basura
orgánica o nuclear a un terreno alejado, o tierra de nadie…
83. Véase Dante, Paraíso, I, 70.
84. Véase nota 36.
85. Véase nota 36.
86. Término acuñado por la estilística de Leo Spitzer para definir la
correlación de una vivencia (Erlebnis) con su manifestación poética. En
palabras de Pierre Guiraud: “Dicho principio de cohesión interna
constituye lo que Spitzer denomina su ‘etymon espiritual’, ‘el común
denominador’ de todos los detalles de la obra que los motiva y explica”.
Véase La estilística, Nova, Buenos Aires, 1956 (p. 85).
87. “El tiempo es la imagen móvil de la Eternidad”. Timeo, 37 d.
88. Véase el estudio de Carl Schmitt, ya citado, Hamlet o Hécuba.
89. Es decir: el preguntar qué está pasando fuera de campo mientras está
siendo aquello que es, viéndolo…
90. “El tiempo acabará alguna vez sumergiéndose en la Eternidad”
(Romano Guardini, Dominio de Dios y libertad del hombre. Pequeña
suma teológica, Madrid, 1963).
91. Nuevo sistema de la naturaleza y de la gracia, Parágrafo 4.
Véase Tratados fundamentales (Primera serie), Buenos Aires, 1939.
Trad. Vicente P. Quintero.
92. Siendo esto lo que buscaba cierta temprana técnica del cine soviético,
con sus recetas o traducciones conductistas-pavlovianas.
93. Ibidem, parágrafo 7.
94. Como en todo rito de pasaje, se pasa con lo que se trae. En palabras de
Santo Tomás de Aquino: “Quidquid recipitur ad modus recipientis
recipitur” (“Lo que se recibe es recibido al modo del que lo recibe”).
95. O, más contemporáneamente, Claude Sautet y John Carpenter.
96. Plotino, Enéadas V, 6, 6, Aguilar, Buenos Aires, 1966. Trad. José
Antonio Míguez.
97. Y que hoy han alcanzado el status de “globales”; o así se intenta hacer
creer.
98. Hans Freyer, Teoría de la época actual, FCE México,1958.
99. “La cultura moderna apenas si se juega, y cuando parece que juega, su
juego es falso” (J. Huizinga, Homo Ludens, Emecé, Buenos Aires,
1968).
100. La ópera no es más, desde medio siglo a esta parte, que una
representación secundaria en donde importa sólo el estado acústico de
voz de los cantantes, cuanto del estado de fama pública y social del que
gozan en determinado momento como “divos” –calificativo del cual
huelga hacer comentarios–, muy por encima de lo ejecutado
musicalmente y, más todavía, de lo representado teatralmente.
101. “Toda representación ha de ser simbólica o conmovedora” (Novalis,
Fragmentos).
102. ¡Y no de la realidad física! Simple atisbo tardo romántico de Siegfried
Kracauer.
103. T. S. Eliot, Función de la poesía y función de la crítica. Seix Barral,
Barcelona, 1968. Conclusión. Conferencia dictada el 31 de marzo de
1933.Por cierto, poco más adelante Eliot imagina cuál sería el medio
ideal para la poesía y el arte en general: “Pero le gustaría ser algo
parecido a un empresario de espectáculos populares, devanar sus
personales pensamientos tras una máscara trágica o cómica, y llevar los
placeres de la poesía no sólo a un público más amplio sino,
colectivamente, a más amplios grupos de gentes. Imagino que excitar el
placer colectivo procura una sensación de cumplimiento, compensación
inmediata de las penas que cuesta convertir la sangre en tinta. Tal cual
las cosas están, y fundamentalmente estarán siempre así, la poesía no es
una carrera sino un juego de tontos. No hay poeta honrado que se sienta
absolutamente seguro del valor permanente de su obra: acaso haya
desperdiciado su tiempo y echado a perder su vida para nada. Tanto
mejor entonces, si tiene al menos la satisfacción de desempeñar en la
sociedad un papel tan digno como el actor de variedades. La creación
teatral, además por las exigencias técnicas y las limitaciones que impone
al autor, obligado a fijar durante determinado espacio de tiempo la
atención de un numeroso grupo de gentes no preparadas y no demasiado
perspicaces, por los problemas que constantemente han de resolverse,
basta para mantener la mente conciente del poeta plenamente ocupada,
como la del pintor en la manipulación de sus útiles. Si además de sujetar
la atención de una multitud durante ese espacio de tiempo el autor ha
realizado una obra que es verdadera poesía, miel sobre hojuelas”.
Obviamente, aquello que para esa fecha Eliot confiaba que podía hacerse
en el medio teatral (y que él luego hizo) ya estaba siendo realizado por el
cine.
Anexos
1. “Four Quartets”, III: “The Dry salvages”. “… the river / is a strong,
brown god-sullen, untamed and intractable, / Patient to some degree, at
first recognised as a frontier; / Useful, untrustworthy, as a conveyor of
commerce; / Then only a problem confronting the builder of bridges. /
The problem once solved, the brown god is almost forgotten”.
2. Run Through, Simon & Schuster, Nueva York, 1972.
3. “Pato trabaja en una carnicería” (Moris. Treinta minutos de vida, L.P.,
Mandioca, 1966).
4. Algo que hemos tratado en forma narrativa en nuestra novela Tempestad
y asalto (Sudamericana, Buenos Aires, 2009).
Resoluciones formales
1. De euriskein, hallar, encontrar; de allí, por ejemplo, “eureka”: “lo
encontré”.
2. Aquí “lo santo”, lo sagrado, es sólo una forma –todo lo extrema o
sublime que se quiera– de lo heroico.
3. Curioso o no tanto, y seguramente para investigar, es la aparición por
aquel tiempo –segunda mitad del siglo XIX, primeras décadas del
veinte– de ciertos investigadores algo fluctuantes en los campos del
saber o de las ciencias en las que se movían y hasta ayudaron a crear –
como Peirce, Mauss, etc.– que parecían tener o mantener cierta
capacidad de relación o de saber relacionarse con lo metafísico, pero
“algo” en ellos hizo que estas permanencias o latencias quedaran
frustradas o petrificadas meduseamente.
Por ejemplo, Peirce. Se menciona siempre su mal carácter, incluso sus
crisis nerviosas y demás, que le impidieron en buena medida seguir en su
Harvard casi natal una carrera “regular”. Habría que investigar esas
crisis y esos malos caracteres, y hasta esos malos hábitos muchas veces,
como la huella de lo tradicional que pugnaba por manifestarse en medio
de tanto pragmatismo y humanismo liberal.
También, y ya en un grado alarmante, la relación Freud-Jung
corresponde a esa veta. Lamentablemente aquí sólo podemos dejarlo
apuntado.
4. El que algunos católicos prefieran estas crudas alegorías a las obras de
Hitchcock habla a las claras del estado de cosas en que se encuentran no
sólo el entendimiento y la comprensión estéticos sino el propio
catolicismo.
5. Puerto (Hamnstad, 1948).
6. Intentando con esto hacer materialmente lo contrario del dictum de
Mallarmé de que toda “la Creación existe para acabar en un libro”.
7. Henri Corbin en su Historia de la filosofía islámica (Siglo XXI, pp.
339-40).
8. Véase Teilhard de Chardin. Los subrayados son del propio autor. Por
nuestra parte, subrayaríamos “constructores y conquistadores”.
9. Henri Corbin, l. c.
10. Podría decirse que desde ese entonces hasta ahora siempre se intenta
hacer y rehacer una vez más El asesinato del duque de Guisa (1897). Sea
como vanguardia, trasgresión, revolución, alternativo, lo que fuere, Se
trata siempre de intentar –desesperada cuanto absurdamente– negar que
Griffith y su herencia han existido.
11. ¿No es bajo este punto de vista que un film como éste, más que una
obra de fatiga o de vejez, es, por el contrario, y también anticipadamente,
una obra de lo que luego se llamaría “forma mínima”? Ciertamente, los
grandes creadores de formas tienden en su madurez a la simplificación.
Así de Hokusai a Bioy Casares pasando por Velázquez, y así en el cine
de un europeo, el Dreyer de su último film, Gertrud (1964). Todas obras
mayoritariamente catalogadas de productos de la “vejez”, la “fatiga”, o
debidas a los achaques de sus respectivos autores.
Por qué no pensar, en cambio, que se trata de simplificaciones de boato
técnico y de reducciones muy maduras de artificios mecánicos. Porque
toda forma estético-espiritual tiende a tornarse mecánica, y todo estilo en
mecanismo. Tal vez también, como resumen de una obra, el autor quiera
mostrarnos más lentamente y hasta en reversa cómo ha procedido a lo
largo de su creación. Así como se simplifican los detalles o se habla
mucho más lentamente a quien se desea educar o reeducar de cero.
12. Notables lo son por su plena realización, precisamente. Lo notable es
aquello que alcanza su grado más perfecto de realización, y ésta denota
su factura.
A veces la obra alcanza un grado de fusión tan estrecho entre su factura
y su sentido, que no pueden verse con facilidad el modo y el método de
su composición. Porque lo evidente unilateral –técnico o de contenido–
es siempre mucho más sencillo de aprehender, porque allí no interviene
nuestro intelecto sino nuestra aprehensión sensible.
Cuántos golpes bajos técnicos y fotográficos deja pasar el espectador o
el lector más atento cuando se cree muy atento a los mismos golpes
propinados en forma de contenido sentimental o directamente político,
cuando se lo está golpeando tan bajamente con saltos de sintaxis,
balbuceos, confusión de tiempos verbales, y si no con luces, encuadres,
movimientos ostentosos, todos ellos inútiles.
Ni hablar de las grandes actuaciones, que son por lo general desbordes
incontrolables del así llamado histrionismo que la mímesis fotográfica no
hace otra cosa que llevar hasta límites teratológicos.
13. Habría que señalar lo que hemos llamado el fuera de campo semántico
que tiene y mantiene cada idioma. Aquí el “to play” es tanto la acción
de tocar el piano –actividad de Phillip, a quien veremos
“practicar/ensayar”– como la de ejecutar una acción y también la de
jugar, no sólo como ludus sino también como histrio, interpretar un rol.
14. Recuérdese el plano medio de la mano de Norman Bates oscilando
entre tres redondeles numerados 1-2-3 “colgados” del tablero de entrada
al motel en Psycho.
15. Saltaremos para comodidad del lector los usos habituales como meros
índices de las manos: encender cigarrillos, saludarse, servir copas y
platos, abrir y cerrar picaportes, etc. Claro que serán los usos no tan
habituales los que harán volver a aquellos otros habituales “extraños”.
Hágase la prueba con éste y otros tantos films una vez comprendido el
concepto del principio de simetría.
16. El “simplemente”, que tal vez debería ir entrecomillado, refiere aquí a
que eso es todo lo trágico. Y no los galimatías facturados una vez más
por el idealismo alemán y aláteres, donde se retorcían las mentes y la
sintaxis para mostrar Dios sabrá qué cualidad germánica en sus
Antígonas y Edipos así como, y para remachar una y otra vez que luego
de los griegos, o más bien de los atenienses, no puede haber tragedia ni
sentido de lo trágico.
Aceptando nuestra definición –que creemos correcta– se superan
productivamente aquellas neblinas y tinieblas expresivas. De ahí que no
sólo siguen siendo trágicos Shakespeare o Calderón sino también
Griffith, Alfred Hitchcock y Francis Ford Coppola.
17. The Eating of the Gods. Traducción castellana: El manjar de los dioses,
Era, México, 1970.
18. El mito del eterno retorno e. o. 1949. Varias traducciones al castellano.
LISTA DE FILMS CITADOS
(Por orden de mención)
A Corner in Wheat (Un rincón en el trigo. D. W. Griffith, 1909)
The Lonely Villa (La villa solitaria. D. W. Griffith, 1909)
Citizen Kane (El ciudadano. Orson Welles, 1941)
Rope (La soga. Alfred Hitchcock, 1948)
Rear Window (La ventana indiscreta. Alfred Hitchcock, 1954)
Gruppo di famiglia in un interno (Grupo de familia. Luchino Visconti, 1975)
Apocalypse Now (Idem. Francis Ford Coppola, 1979)
Vertigo (Vértigo. Alfred Hitchcock, 1958)
Psycho (Psicosis. Alfred Hitchcock, 1960)
The Exorcist (El exorcista. William Friedkin, 1973)
Beyond the Time Barrier (Más allá de la barrera del tiempo. Edgar G. Ulmer,
1960)
Johnny Guitar (Mujer pasional. Nicholas Ray, 1954)
Stagecoach (La diligencia. John Ford, 1939)
The General (El maquinista de La General. Buster Keaton, 1926)
Lust for Life (Sed de vivir. Vincente Minnelli, 1956)
Taxi Driver (Idem. Martin Scorsese, 1976)
The Godfather (El padrino. Francis Ford Coppola, 1972)
Nazarín (Luis Buñuel, 1959)
Tucker: The Man and his Dream (Tucker: un hombre y su sueño. Francis
Ford Coppola, 1988)
Forrest Gump (Idem. Robert Zemeckis, 1994)
Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó. Victor Fleming, 1939)
Titanic (Idem. James Cameron, 1997)
Sorcerer (Idem. William Friedkin, 1977)
The Last Wave (La última ola. Peter Weir, 1977)
Terminator (Idem. James Cameron, 1984)
In the Mouth of Madness (En la boca del miedo. John Carpenter, 1994)
Mission to Mars (Misión a Marte. Brian DePalma, 2000)
Femme Fatale (Idem. Brian DePalma, 2002)
Metropolis (Metrópolis. Fritz Lang, 1927)
Spione (Espías. Friz Lang, 1928)
Out of the Past (Retorno al pasado. Jacques Tourneur, 1947)
All about Eve (La malvada. Joseph L. Mankiewicz, 1950)
The Adventures of Dollie (Las aventuras de Dollie. D. W. Griffith, 1908)
The Curse of the Cat People (El regreso de la mujer pantera. Robert Wise y
Gunther V. Fritsch, 1944)
The Birds (Los pájaros. Alfred Hitchcock, 1963)
Portrait of Jennie (Retrato de Jennie. William Dieterle, 1948)
Mildred Pierce (El suplicio de una madre. Michael Curtiz, 1945)
Nora Prentiss (Idem. Vincent Sherman, 1947)
Ruby Gentry (Idem. King Vidor, 1952)
The Pyx (Mi negocio es el placer. Harvey Hart, 1973)
The 7th Victim (La séptima víctima. Mark Robson, 1943)
Kiss Me Deadly (Bésame mortalmente. Robert Aldrich,1955)
Nightmare Alley (El callejón de las almas perdidas. Edmund Goulding,
1947)
Shadow of a Doubt (La sombra de una duda. Alfred Hitchcock, 1943)
The French Connection (Contacto en Francia. William Friedkin, 1971)
The Truman Show (Idem. Peter Weir, 1998)
Aliens (Idem. James Cameron, 1986)
The War of the Worlds (La guerra de los mundos. Byron Haskin, 1953)
Invasion of Body Snatchers (Los usurpadores de cuerpos. Don Siegel, 1956)
Born to Be Bad (Nacida para el mal. Nicholas Ray, 1950)
The 39 Steps (Los 39 escalones. Alfred Hitchcock, 1935)
Only Angels Have Wings (Sólo los ángeles tienen alas. Howard Hawks,
1939)
Rio Bravo (Río Bravo. Howard Hawks, 1959)
Los verdes paraísos (Carlos Hugo Christensen, 1947)
Rosaura a las diez (Mario Soffici, 1958)
Jade (Idem. William Friedkin, 1995)
Flamingo Road (Idem. Michael Curtiz, 1949)
El rufián (Daniel Tinayre, 1960)
L’arroseur arrosé (El regador regado. Lumiére, 1895)
Le voyage dans la lune (El viaje a la Luna. Georges Méliès, 1902)
L’affaire Dreyfus (El caso Dreyfus. Georges Méliès, 1899)
Life of an American Fireman (Vida de un bombero norteamericano. Edwin S.
Porter, 1903)
The Great Train Robbery (El gran asalto al tren. Edwin S. Porter, 1903)
Uncle Tom’s Cabin (La cabaña del tío Tom. Edwin S. Porter, 1903)
L’assasinat du Duc de Guise (El asesinato del Duque de Guisa. Georges
Hatot y Alexandre Promio, para los Lumière, 1897)
The Birth of a Nation (El nacimiento de una nación. D. W. Griffith, 1915)
Intolerance (Intolerancia. D. W. Griffith, 1916)
Broken Blossoms (Pimpollos rotos. D. W. Griffith, 1919)
Way Down East (Las dos tormentas. D. W. Griffith, 1920)
The Struggle (La lucha. D. W. Griffith, 1931)
Saikaku Ichidai Onna (Vida de O Haru, mujer galante. Kenji Mizoguchi,
1952)
Stella Dallas (Idem. King Vidor, 1937)
Those Awful Hats (Esos espantosos sombreros. D. W. Griffith, 1909)
Gertrud (Idem. Carl T. Dreyer, 1964)
ÁNGEL FARETTA
Nacido en Buenos Aires el 21 de abril -aniversario de la fundación de Roma de 1953.
Escritor, teórico del arte y docente.
En la actualidad, sigue desarrollando su obra crítica y teórica sobre el arte
en seminarios particulares, así como su obra literaria de narrativa, poesía y
diarios.
Ha publicado Datos tradicionales (poemas, 1993), El saber del cuatro
(relatos, 2005), El concepto del cine (2005, segunda edición 2018, tercera
edición 2021), Espíritu de simetría. Escritos de Faretta en Fierro 1984-1991
(2008), Tempestad y asalto (novela, 2009), La pasión manda. De la
condición y representación melodramáticas (2009), Cinco films argentinos
(2012), La cosa en cine. Motivos y figuras (2013), Viajeros que huyen
(novela, 2016), Más allá del olvido. Una historia crítica del cine fantástico
argentino (escrito junto a Melina Cherro y Diego Ávalos, 2019), Premio 3º
Concurso Nacional y Federal de Estudios sobre Cine Argentino - Biblioteca
ENERC / INCAA, Hitchcock en obra (2019, tercera edición 2021) y La
traducción de la melancolía. La poética del tango argentino como forma
lírica de la modernidad (2020).
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SINOPSIS
El Concepto del cine es un ensayo del teórico, narrador y poeta Ángel
Faretta. En él se desarrolla una teoría completa del pensar y el poetizar del
cine. Faretta aborda tanto los aspectos formales como los históricos y
simbólicos que hacen posible comprender qué es un film y cuál es el lugar
del cine en el pensamiento del siglo veinte.
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