SAN AGUSTÍN: LA INTIMIDAD COMO CAMINO AL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD Fernando Vidal , Lima 2021 2 SAN AGUSTÍN: LA INTIMIDAD COMO CAMINO AL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD 1. Introducción Pocos autores han sido objeto de estudio y, principalmente, de admiración, como Agustín de Hipona. Destacar con rigor y sistematicidad algún aspecto del genio intelectual y espiritual de este preclaro representante del cristianismo africano de los s. IV y V excede largamente las posibilidades de este texto. El objetivo de estos párrafos se limitará simplemente a señalar lo que consideramos una característica original del santo obispo: cómo la dimensión más profundamente humana —más existencial, podríamos decir, transponiendo por varios siglos ese concepto— constituye al mismo tiempo el objeto y el sujeto de su reflexión. Y de tal ejercicio extrae consecuencias de alcance y valor universal. En ese sentido, recorrer no apenas su propia trayectoria intelectual e histórica sino, principalmente, los recodos más hondos de su propia intimidad, se convierte en un camino seguro para la Verdad que anhela encontrar. Para mostrar esta característica —que, ciertamente, está presente en todo su pensamiento— tomaremos como referencia fundamental algunos pasajes de las Confesiones. Antes, apenas con un afán didáctico, haremos referencia a los modos como se abordó el fenómeno humano en el período clásico que, en alguna medida, puede considerarse como antecedente de nuestro autor. Finalmente, propondremos un par de ideas a manera de conclusiones susceptibles de desarrollos ulteriores. 2. El fenómeno humano en el período clásico Toda forma de pensamiento y de arte, y las muchas en que ambas se funden, nace en última instancia de la sensibilidad frente a lo humano. Desde la experiencia de la propia contingencia hasta la proyección de los ideales y el afán de trascendencia, pasando por las dudas, interrogantes, pasiones y temores: todo constituye un insumo fundamental que lleva a elaborar preguntas, crear nuevas expresiones, formular modelos o arquetipos, y también superarlos. Así ha ocurrido con la literatura desde sus más tempranas expresiones. En un recorrido forzosamente esquemático y simple de algunas características más saltantes como se abordó el fenómeno humano en el período clásico podríamos mencionar, en primer lugar, la figura del héroe homérico. Trátese de un “simple” hombre, como también de un semidios o de un dios —siempre antropomorfizado—, junto con un ideal de coraje, sagacidad y destreza para la guerra, destaca en él la pasión. El amor y el odio, la venganza o el afán de justicia, los celos y envidias son las motivaciones más poderosas de sus hazañas, permitiendo trazar un cuadro de notable riqueza psicológica (ver Zecchin de Fasano). Al mismo tiempo, gestas como la de Odiseo en el arduo retorno a su amada Ítaca; o la de Eneas en busca de un nuevo comienzo tras la caída de Troya ponen de manifiesto el afán por superar la adversidad (ver Picasso Muñoz; Lozovan), que constituye un dinamismo eminentemente humano. 3 Ese mismo afán muestra sus límites en la tragedia, donde el destino indefectible pone en evidencia la experiencia de la contingencia humana, con un claro trasfondo moral1. Ese mismo carácter moral y, en cierta medida, pedagógico asume en el caso de la comedia, además, un sentido de crítica social (ver Rauschenberg). En todas estas expresiones emerge, bajo diversos aspectos, la experiencia sensible y en alguna medida lógica y representativa de lo humano. Pero, observamos, se hace presente siempre como objeto, como fruto de una observación o experiencia que en sí misma no nos resulta accesible. El punto focal, por así decirlo, resulta siempre externo al narrador y, en consecuencia, al lector. 3. El itinerario agustiniano Agustín es un buscador de la verdad. Ese fue el motor de su conversión a la fe cristiana que lo condujo al bautismo y al ministerio episcopal. De ese itinerario hizo el centro de su pensamiento y de su enseñanza. Agustín nos ha legado varias descripciones del camino de su conversión. Es evidente que se siente impulsado repetidamente a contarnos lo que fue el cambio grande y dichoso ocurrido en su vida: que encontró finalmente la verdad, aquella verdad que ardientemente anhelaba su corazón desde el primer contacto con ella en la lectura del Hortensius de Cicerón (…) La descripción clásica es y sigue siendo, claro está, la de las Confesiones. La cual, por sí sola, proporciona material suficiente para mostrar el proceso interno del camino seguido por Agustín hasta el cristianismo y la Iglesia. (Ratzinger, p. 60) Ese “proceso interno” pasa por una conciencia muy lúcida que le permite penetrar con singular claridad en los recodos más complejos y hondos de sí mismo. A diferencia de lo que observamos antes con respecto al período clásico, el “punto focal” en Agustín no es una experiencia objetivada cuyo sujeto es radicalmente distinto de quien la describe o de quien reflexiona sobre ella; sino que es una referencia totalmente interior y personal. Él es, a la vez, el sujeto y el objeto de su reflexión, de su camino a la verdad. Esta constatación nos lleva a concluir con Fitzgerald que «Agustín es el fundador de la tradición específicamente occidental de la interioridad» (p. 739). En opinión de uno de los mayores especialistas sobre el Hiponense, el P. Victorino Capánaga OSA, esa capacidad de mirar y admirarse frente a la propia interioridad es la fuente de la que mana el conocimiento profundo del ser humano que sella el pensamiento agustiniano. A los ojos de San Agustín, siempre se ha presentado el hombre como un enigma y grande milagro: magnum miraculum. Su antropología se halla penetrada de admiración, de extrañeza de sí mismo. Cuando en las Confesiones se hace esta apasionada pregunta: 1 «El lector contemporáneo no debe perder de vista tampoco el carácter esencialmente didáctico de toda la literatura clásica griega y muy especialmente, del teatro (…) Así, la tragedia una vez llegada a su esplendor, alcanza fuerza normativa para los contemporáneos, estimula los impulsos más nobles, se sitúa en el centro de la vida pública y se hace expresión del orden espiritual y estatal» (Badillo, Nota preliminar, xi). 4 ¿Qué soy yo, pues, Dios mío, y qué esta mi naturaleza?, lo hace movido por una urgencia y sed de conocimiento del misterio humano. Las cuestiones centrales de la filosofía agustiniana se trenzan a la del hombre. (Obras de San Agustín p. 64) Siempre según el mismo autor (Capánaga, Agustín de Hipona p. 15), esa mirada fue decisiva también en la dimensión intelectual del recorrido personal de Agustín, concretamente, en su polémica contra los maniqueos: «Uno de los principios que emplea es el testimonio de la propia conciencia, la intuición y observación de los movimientos interiores y de su origen. Se trata de una aplicación del método de la interioridad». Algunos pasajes de las Confesiones nos permitirán corroborar estas afirmaciones bajo diversos aspectos. El primero de ellos, tomado de las primeras líneas de esta obra y, seguramente, de los más ampliamente citados, es el que ofrece la clave fundamental de la experiencia agustiniana: «nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (I, 1, 1). Esa inquietud lo impulsa a buscar infatigablemente la verdad y, en ella, el sosiego; pero, más aún, es en el descubrimiento de la huella de Dios como fuente última de esa inquietud y esa necesidad interior donde radica el núcleo fundamental de su itinerario de conversión y de todo su pensamiento. La búsqueda de la verdad que emprendiera desde su juventud no estuvo exenta de ilusiones y engaños. De ello fue adquiriendo una conciencia cada vez más lúcida, que lo lleva a reconocer, por ejemplo: «Durante este espacio de tiempo de nueve años —desde los diecinueve de mi edad hasta los veintiocho—fuimos seducidos y seductores, engañados y engañadores (Tim 2,3-13), según la diversidad de nuestros apetitos». Pero esa conciencia no se reduce a la propia conducta, sino que se amplía y profundiza en el conocimiento de sus motivaciones «persiguiendo el aura de la gloria popular», «la intemperancia de la concupiscencia»; e, inclusive, abarca sus propias luchas internas: «deseando mucho purificarme de semejantes inmundicias» (IV, 1, 1). Se trata de la honda y dolorosa experiencia de la tentación: Clamaba violentamente mi corazón contra todas estas imaginaciones mías y me esforzaba por ahuyentar como con un golpe de mano aquel enjambre de inmundicia que revoloteaba en torno a mi mente, y que apenas disperso, en un abrir y cerrar de ojos, volvía a formarse de nuevo para caer en tropel sobre mi vista y anublarla (VII, 1, 1) Un aspecto medular del itinerario del Hiponense es el descubrimiento progresivo de la presencia —a veces elocuente, a veces silenciosa— de Dios en el centro de toda su experiencia. ¡Esperanza mía desde la juventud! ¿Dónde estabas para mí o a qué lugar te habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me había creado y diferenciado de los cuadrúpedos y hecho más sabio que las aves del cielo? Mas yo caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, ¡oh, Dios de mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del mar, y desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad. (VI, 1, 1) 5 ¡Qué miserable era yo entonces y cómo obraste conmigo para que sintiese mi miseria en aquel día en que (…) respiraba anheloso mi corazón con tales preocupaciones y se consumía con fiebres de pensamientos insanos. (VI, 6, 9) Yo me hacía cada vez más miserable y tú te acercabas más a mí. Ya estaba presente tu diestra para arrancarme del cieno de mis vicios y lavarme, y yo no lo sabía. Mas nada había que me apartase del profundo abismo de los deleites carnales como el miedo de la muerte y tu juicio futuro, que jamás se apartó de mi pecho a través de las varias opiniones que seguí. (VI, 16, 26) Vale la pena rescatar también, siquiera brevemente, cómo Agustín «con un método más sólido y racional de observación e investigación fue conquistando “la evidencia de la responsabilidad personal, que fue una de las convicciones más fecundas y prácticas del pensamiento agustiniano que le hizo ser el teólogo del arrepentimiento”» (Capánaga, Agustín de Hipona p. 15). Se aprecia en él una lucidez notable respecto a los movimientos de su voluntad y una admirable honestidad con respecto a su responsabilidad personal en sus opciones morales Porque levantábame hacia tu luz el ver tan claro que tenía voluntad como que vivía; y así, cuando quería o no quería alguna cosa, estaba certísimo de que era yo y no otro el que quería o no quería. (VII, 3, 5) Y, de igual modo, también con respecto a las decisiones fundamentales de su vida Cuando yo deliberaba sobre consagrarme al servicio del Señor, Dios mío, conforme hacía ya mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo; y aunque este destrozo se hacía en verdad contra mi deseo, no mostraba, sin embargo, la naturaleza de una voluntad extraña, sino la pena de la mía. Y por eso no era yo ya el que lo obraba, sino el pecado que habitaba en mí, como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán. (VIII, 10, 22) Así, en un recorrido interior no exento de vacilaciones y dificultades, va avanzando en el conocimiento de sí mismo guiado por Dios. Ello se convertirá en fuente de fundamentales intuiciones espirituales y, en última instancia, del conocimiento de la verdad anhelada. Y, amonestado de aquí a volver a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti; y púdelo hacer porque tú te hiciste mi ayuda. Entré y vi con el ojo de mi alma, comoquiera que él fuese, sobre el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no esta vulgar y visible a toda carne ni otra cuasi del mismo género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy distinta de todas éstas. (…) Tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí; y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: Manjar soy de grandes: 6 crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí. (VII, 10, 16) 4. Dos detalles de un enorme legado Quisiéramos terminar señalando dos detalles, a manera de humilde cosecha de este pequeño trabajo. Por un lado, destacar cómo en la obra del santo obispo aparecen con nitidez experiencias espirituales que serán categorizadas y sistematizadas siglos después. Así, por ejemplo, lo que principalmente San Juan de la Cruz y la tradición carmelitana llaman la noche oscura y que el P. Capánaga identifica claramente en el Hiponense. Agustín se vio envuelto como en una noche oscura del espíritu, en que las ansiedades, las dudas, la inseguridad de la vida, el temor a la muerte y el juicio divino, el problema del mal y el de ser de Dios, a quien no podía concebir por impedírselo las categorías materialistas con que trabajaba, le sumieron en un estado febril, que le hacían, como a un enfermo, revolverse en la cama, sin poder hallar el descanso deseado (Capánaga, Agustín de Hipona p. 20) Algo semejante podría afirmarse respecto al discernimiento de espíritus que es uno de los ejes fundamentales de los Ejercicios Espirituales ignacianos; en particular, las «reglas para en alguna manera sentir y cognoscer las varias mociones que en la anima se causan: las buenas para rescibir y las malas para lanzar; y son más propias para la primera semana» (San Ignacio de Loyola, 313). Como hemos podido ver, Agustín es un auténtico maestro en el arte de conocer los movimientos de su interioridad y, a través de ellos, la acción del «buen y el mal espíritu». Algunas expresiones de las Confesiones se acercan mucho a lo que San Ignacio propondrá en sus reglas. Ni consideraba yo, miserable, de qué fuente me venía el que, siendo estas cosas feas, sintiese yo gran dulzura en tratarlas con los amigos, y que, según el modo de pensar de entonces, no podía ser bienaventurado sin ellas, por más grande que fuese la abundancia de deleites carnales. (VI, 16, 26) Finalmente, realzar la vigencia de Agustín como hombre profundamente inquieto, buscador abierto a los movimientos de su intimidad —y, en ese sentido, podríamos decir, “adelantado” de la psicodinámica, aunque muy distante de todo autoanálisis hipercontemplativo y narcisisita—, que supo encontrar a Dios en lo hondo de sí mismo. Todo ello hace de él un hombre moderno en el sentido más propio de la palabra que, precisamente por eso, no pasa de moda. Fernando Vidal Castellanos Mayo 2021 7 Referencias bibliográficas Badillo, Pedro E. La tragedia griega: estudios sobre la tragedia, Esquilo, Sófocles, Eurípides y la estructura dramática de las obras incluidas. La Editorial, UPR, 2004. Capánaga, Victorino. Agustín de Hipona: maestro de la conversión cristiana. Biblioteca de Autores Cristianos, 1974. ---. San Agustín. Obras Completas - Introducción general y primeros escritos. Biblioteca de Autores Cristianos, 1979. Fitzgerald, Allan, et al. Diccionario de San Agustín: San Agustín a través del tiempo. Monte Carmelo, 2001. Lozovan, Eugenio. «Laus Romae». Románica, 1969. Picasso Muñoz, Julio. Sic notus Ulixes? Universidad Católica Sedes Sapientiae, 2009. Ratzinger, Joseph. Pueblo y casa de Dios: en la docrtina de san Augustín sobre la iglesia. 2012. Open WorldCat, http://www.digitaliapublishing.com/a/33758/. Rauschenberg, Nicholas Dieter Berdaguer. «Liminalidad como teatralidad: de Esquilo a Aristófanes». ANTARES: Letras e Humanidades, vol. 8, n.o 16, 2016, pp. 98-125. San Agustín. Las Confesiones. Biblioteca de Autores Cristianos, 1979. San Ignacio de Loyola. Ejercicios espirituales. Editorial Sal Terrae, 1995. Zecchin de Fasano, Graciela Cristina. «Temor y compasión en los poemas homéricos». Synthesis, vol. 9, 2002.