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Elizabeth Duke - Tentación Salvaje

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Tentación salvaje
Elizabeth Duke
Tentación salvaje (1993)
Título Original: Wild temptation (1992)
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Julia 583
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Bram Wild y Mia James
Argumento:
El jefe de Mia James, el rico y arrogante Bram Wild, le prestaba demasiada
atención. Bram tenía la fama legendaria de donjuán… y de ser incapaz de
sentir una emoción profunda o sincera. Mia se consideraba inmune a los
malévolos encantos de ese hombre y estaba más que contenta con la
compañía y el cariño de su prometido, Richard.
Entonces, ¿por qué no podía dejar de pensar en Bram?
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Capítulo 1
Mia jugaba con su argolla de compromiso, preguntándose cuánto más la haría
esperar Bram Wild. Apenas lograba escuchar el timbre profundo de una voz
masculina en su oficina particular, así que supuso que el señor Wild debía estar
entrevistando a otro solicitante. Suspiró. Si ya había pasado tanto tiempo, ¿qué
esperanza le quedaba a ella?
«Si hoy no lo consigo», reflexionó encogiéndose de hombros, «me ahorraré la
molestia de decírselo a Richard. Ha dejado en claro que no quiere que busque otro
trabajo, ni siquiera uno temporal, puesto que nos casaremos dentro de poco. Y quizá
tenga razón. Tal vez deba gozar de mi recién adquirida libertad, mientras dure…»
Empezó a golpear contra la alfombra con la planta del pie. Era sólo que… ese
trabajo parecía muy interesante… y poco usual… Un cambio a todo lo que había
hecho antes. Y únicamente duraría dos meses. Representaría el tipo de reto que
necesitaba antes de sentar cabeza.
—¡Sobre mi cadáver! —rugió una voz desde el interior de la oficina; las
palabras rasgaron el aire como si no existiera una pared que lo impidiera. Mia
contempló a la señora Loft, la secretaria vestida de manera impecable, que estaba
sentada entre ella y la puerta de Bram Wild. Por un momento sus miradas se
encontraron; después, las dos desviaron la vista, por prudencia.
Pobre solicitante, se compadeció Mia y saltó cuando el teléfono sobre el
escritorio de la señora Loft sonó. Se puso tensa, mientras se removía en su silla.
—Oh, hola, Russ. Lo siento, pero el señor Wild sigue hablando por teléfono —el
tono de la secretaria era enérgico y eficiente, aunque no agresivo—. Después tiene
una entrevista… Sí, de acuerdo, se lo diré.
Mia se hundió en su asiento. Así que… Bram Wild no estaba entrevistando a
nadie. ¡Todo ese tiempo estuvo pegado al teléfono! No supo si sentirse aliviada o
descontrolada.
Apretó los labios y lanzó una mirada en dirección a la puerta cerrada de la
oficina. Maldito hombre… ¿ignoraba que lo esperaba? ¿No le importaba respetar la
hora de sus citas?
Un silencio palpable reinó en la oficina. ¿Significaba eso que al fin había
terminado de hablar? Mia respiró, espió esperanzada a la secretaria y recibió una
negativa casi imperceptible de la rubia cabeza de la señora Loft.
Entonces, la calma que reinaba se desbarató con una explosión.
—¡Maldito imbécil! ¿Para qué demonios crees que te pago? ¡Arréglalo,
estúpido! ¡Arréglalo o puedes irte al…!
La señora Loft habló entonces, de prisa, y su disculpa sofocó el resto de los
insultos:
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—El señor Wild no tolera a los ineptos —le confió, y agregó con lealtad—: Pero
si usted hace bien su trabajo, es un jefe maravilloso.
Los ojos de color café, debajo de las pestañas con maquillaje, se dulcificaron,
notó Mia y se preguntó, con un leve cinismo, si la señora Loft, a pesar del hecho de
estar casada, no se habría enamorado de Bram Wild, al igual que las otras mujeres
que él había abandonado con el correr de los años.
«Gracias al cielo, yo jamás estaré en esa lista», pensó Mia, tocando el solitario de
su argolla con un suspiro de alivio.
Sonó el timbre del intercomunicador y Bev Loft contestó de inmediato.
—¿Sí, señor Wild? Correcto, señor Wild —la secretaria le hizo una seña a Mia—.
Puede entrar. El señor Wild la atenderá ahora.
Mia aspiró con los labios entreabiertos, mientras se levantaba de la silla.
«Entraré en la cueva del león», pensó. «Parece que está de pésimo humor. ¡Justo
como no se debe de hacer una entrevista!»
Se detuvo ante la puerta y pasó saliva. ¿Por qué no se puso algo más elegante
que ese vestido deslavado? ¿Por qué no se soltó el cabello para que protegiera el
óvalo de su cara, en lugar de estirarlo en ese confinado y poco imaginativo moño,
que hacía destacar sus facciones, de manera que cada una de sus expresiones
quedaría al descubierto para que ese hombre irritado las escudriñara? ¿Por qué no…?
Sofocó un suspiro, abrió la puerta y entró.
Bram Wild estaba sentado ante un enorme escritorio de caoba, frente a un
ventanal, desde el cual se divisaba el puente del puerto de Sydney. Por un segundo
observó al desconocido, pues tenía la cabeza inclinada sobre unos papeles que
estudiaba. ¿Su solicitud? ¿O quizá una carta de la agencia? Sintió una punzada de
irritación al comprobar que apenas empezaba a leer sus documentos ¿No pudo
hojearlos antes de llamarla?
Su cabello oscuro atrapaba los rayos de sol del atardecer y Mia descubrió unos
hilos de plata en la densa negrura. Estaba despeinado, como si no hubiera tenido
tiempo de cepillarse el cabello, o, recordó la furia del empresario momentos antes,
como si hubiera metido los dedos entre los mechones. El cabello se rizaba sobre las
orejas y el cuello de la camisa, de un modo que sugería que necesitaba un corte.
Richard, reflexionó, jamás habría permitido que su cabello creciera de esa forma…
No consideraba apropiado tener una apariencia descuidada en el mundo de los
negocios. Pero, quizá, cuando alguien se volvía un millonario del calibre de Bram
Wild, no necesitaba preocuparse por la apariencia.
No podía ver su cara, por la manera en que tenía inclinada la cabeza, pero su
tez mostraba un saludable bronceado, que debió adquirir con el sol concluyó, pues
Bram Wild tenía fama de divertirse tanto como trabajaba. Y Sidney era un gran
parque de diversiones, si uno se lo proponía. Tenía la manga derecha enrollada y la
mano notó, con cierta sorpresa, escayolada. ¿Qué le sucedió para que…?
—Señorita James, ¿ya vio lo suficiente?
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Mia se sobresaltó, sintiéndose culpable. Y luego frunció el ceño, ¡Él ni siquiera
se había molestado en alzar la vista! La joven avanzó un paso, con agresividad y
apretando los dientes. ¿Qué esperaba ese hombre que hiciera mientras él se tomaba
su tiempo evaluando la presencia de una posible empleada? ¿Girar los pulgares y
contemplar el vacío?
—Entendí que estaba dispuesto a entrevistarme —dijo, con lo que su madre
llamaba «el susurro». Mia poseía voz baja y bien modulada, que rara vez alzaba, aun
cuando estuviera molesta. En esos momentos, se volvía un susurro amenazador.
Ante ese tono, Bram Wild levantó la cabeza. Los ojos de ambos se unieron por
un momento, los de ella de un frío gris verdoso, los de él de un intenso azul y, por un
instante, Mia descubrió en sus profundidades algo que la sobresaltó; una emoción
muy semejante al dolor. Como si en ese instante los sentimientos de ese hombre
hubieran quedado al desnudo. Y luego esa expresión desapareció para ser
reemplazada por un gesto de tan ácido desprecio que la chica se preguntó si no se
había equivocado al interpretar esa mirada.
¿Algo que leyó en la solicitud provocó esa censura? ¿O ella misma la causó?
Él clavó los ojos en el rostro de la joven hasta incomodarla, luego parpadeó y
recorrió el delgado cuerpo femenino. No intentó ponerse de pie u ofrecerle asiento.
Frunció sus pobladas cejas y apretó los labios en una línea dura. ¿Trataba de cubrir
ese momento fugaz en que bajó sus defensas, considerándolo una debilidad, o
intentaba convencerse de que nunca había ocurrido? ¿O siempre se comportaba con
tanta agresividad con las entrevistadas? ¿O con todos? ¡Ya había oído cómo trataba a
quien lo irritaba! ¡Formidable!
—No soy un hombre con quien sea fácil trabajar —ladró Bram Wild—. Si
colaborar bajo presión o recibir regaños la preocupa, mejor váyase en este instante.
Un estremecimiento recorrió a Mia, pero no se amilanó. Evocó las palabras de la
señora Loft. «Si usted hace bien su trabajo, es un jefe maravilloso».
—¿Pretende perder un posible chofer, señor Wild? —preguntó, helada. El
desprecio evidente con que la bañaba la confundía tanto como la mirada de dolor
que descubrió segundos antes, pero quizá debía disculparlo. No se sentía bien. Había
perdido su licencia de conducir y se había fracturado un brazo. Eso debía frustrar a
un hombre tan activo en su vida profesional y privada como Bram Wild.
Mia tuvo la satisfacción de verlo titubear. Sin comentario, Bram Wild al fin se
levantó de la silla, pero no hizo el intento de darle la mano. Aunque realmente no
hubiera podido, ¡estaba cubierta de escayola! Lo revisó con rapidez, evaluando la
camisa exclusiva, la corbata de seda azul y el pantalón de pana gris. La ropa le
sentaba bien y una gracia animal nata, sugería que estaría bien con cualquier cosa
que usara, aun en calzoncillos deshilachados, si acaso poseía algo parecido. Era alto,
para mirarlo a los ojos ella tenía que alzarla vista. Reflejaba poder en la amplitud de
sus hombros y energía en su estructura atlética.
Aún sin hablar, él levantó la mano izquierda y le indicó uno de los sillones
frente al escritorio. Se sentó al mismo tiempo que ella.
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Cuando se expresó de nuevo, el desprecio de sus ojos disminuyó, sin embargo,
su tono todavía era agresivo.
—¿Por qué una joven como usted, una talentosa secretaria según todos
proclaman, quiere trabajar de chofer durante dos meses?
Entrecerró los ojos al pronunciar esas palabras y torció la boca un poco. De
repente ella comprendió y la indignación la sulfuró. ¿No pensaba que… acaso tenía
miedo de…? Aspiró, decidida a conservar la calma. Suponía que no podía culparlo
del todo. Ser un superrico, superelegible y superguapo soltero justificaba que lo
invadieran esos temores, pobre tipo… El temor de que cada mujer del orbe lo
persiguiera. Pero, ¡no esta mujer! Mia alzó la mano izquierda, con toda intención,
para quitarse un mechón imaginario de la mejilla, permitiendo que la argolla de
compromiso brillara a la luz del atardecer.
—Supongo que la argolla indica que está comprometida para casarse —no
suavizó su tono de voz, pero le inyectó una inflexión inquisitiva—: ¿Ya fijaron la
fecha de la boda?
—Planeamos casarnos en tres meses a partir de hoy —aunque si conseguía ese
trabajo, no tendría mucho tiempo para preparar la ceremonia. Sintió una punzada de
culpabilidad. ¿Qué diría Richard? ¿Y su madre? ¿Y su suegra? ¿Por qué estaba tan
ansiosa de obtener ese empleo temporal? ¿Para no pensar en su matrimonio?
Ese pensamiento la obligó a contener el aliento.
—¿No necesita tiempo para preparar esas cosas? —preguntó él con una
marcada ironía. Desde luego, «esas cosas»; boda, casamiento, comprometerse de por
vida con una persona, no entraban en sus planes o en su forma de pensar.
—La madre de mi prometido ofreció dar la recepción nupcial en su casa —se
encogió de hombros—. Nos casaremos en el jardín, en una ceremonia…
La atajó acribillándola con otra afirmación:
—Entiendo que por el momento no trabaja —los detalles de la boda no le
interesaban.
—Correcto. Mi jefe de varios años se retiró y decidí renunciar, en lugar de
convertirme en la secretaria de otro de los ejecutivos, poco tiempo antes de… mi
boda. Mi prometido no quiere que trabaje después que nos casemos —le explicó y
agregó de prisa—: Está ansioso por formar una familia tan pronto como podamos.
Verá, él fue hijo único…
—Por favor, no entremos en los detalles del árbol genealógico de su prometido.
Así que, ¿podría empezar de inmediato? Me refiero a trabajar conmigo, no a tener
hijos.
¿Bromeaba? Le echó un vistazo, pero no pudo interpretar su expresión.
—Pues sí… supongo que podría —Dios del cielo, ¿pensaba ofrecerle el puesto?
—¿Tiene licencia para conducir?
—Sí.
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—¿Infracciones de tránsito?
—Ninguna —«a diferencia de usted», pensó ocultando la ironía que se pintaba
en sus ojos. ¿Quería el trabajo o no?
—¿De qué manera se evalúa como chofer?¿En el tráfico, de noche, en las
emergencias? —la bombardeaba a preguntas.
—Soy un excelente chofer —respondió, levantando la barbilla—. No me frustro
en los congestionamientos de tránsito. No me invade el pánico, me gusta conducir y
jamás me he visto envuelta en un accidente.
—¡Admirable! Espero que se dé cuenta de que no sólo me interesa conseguir un
chofer por un par de meses. También busco un asistente personal. Alguien con
habilidades secretariales. En particular, taquigrafía y buena ortografía. Alguien en
quien pueda confiar con los ojos cerrados.
—La agencia me lo explicó.
—Tiene muchas recomendaciones, considerando que acaba de cumplir
veintidós años —añadió, después de consultar el curriculum de la chica. Una nota
reflexiva se filtró en su voz. Quizá, calculó Mia, su edad fuera un obstáculo. Él debía
estar entre los treinta y cinco y los cuarenta. Acaso buscaba a alguien mayor, más
maduro, con más experiencia.
Mientras leía las hojas, Bram Wild le dio la oportunidad a Mia de estudiar su
rostro. Interesante, aunque no hermoso, admitió Mia. Exudaba vitalidad, inteligencia,
arrogancia, autoridad, quizá hasta un fino sentido del humor… todo ello sumergido
en un lujurioso magnetismo animal.
Cuando la miró, sorprendiéndola, supo con un sobresalto que esos expresivos
ojos azules eran el más poderoso atractivo de ese hombre. Llamarían la atención, en
especial la atención femenina, dondequiera que él fuera.
Y, según todas las indicaciones, ¡la recibía a manos llenas! Recordó lo que Joy su
amiga del colegio, quien trabajaba en la agencia de colocaciones, dijo sobre el
magnate:
—Las mujeres lo tratan de cazar sin cesar… Aceptémoslo, Mia, es un buen
partido. Aunque él no quiere que lo pesquen. Se ha creado fama de que las ama para
luego abandonarlas. Pero tú, al menos, tienes a Richard para que te proteja. Su
cercanía te hará menos susceptible al potente encanto de Wild.
—No te preocupes —había replicado Mia—, esa clase de tipos me deja fría. No
necesito la protección de Richard, ni la de nadie.
Pero ahora, de pronto, al mirar de frente a Bram Wild, le encantó tener una
argolla de compromiso en el dedo. Lo necesitara o no, le daba una sensación de
seguridad.
Él la observaba de una manera extraña y ella, al captarlo, compuso sus facciones
esperando no revelar sus pensamientos.
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Cuando el industrial habló de nuevo, con voz tajante y la misma insolencia de
antes, a Mia le pareció que realmente había leído sus pensamientos, pero que
deseaba comunicarle que no debía temer de él:
—Busco a alguien con un poco de inteligencia… un oyente astuto que pueda
organizar sus pensamientos con rapidez y eficiencia. Alguien que sea mi mano
derecha durante dos meses, dentro y fuera de la oficina. Alguien discreto, puntual y
de mi entera confianza —agregó con decisión y levantó una ceja de manera
inquisitiva. La chica, pasó saliva y asintió.
—Y… —contempló melancólico la escayola—, alguien con la fuerza suficiente
para cargar bultos y maletines cuando se requiera —estudió la frágil figura de la
joven—. Viajaremos a varias partes… Un día aquí, dos allá. ¿Su prometido se
opondría a ello?
Desde luego que se opondría, pero sería su trabajo… sólo un trabajo temporal…
—Si es parte de mi trabajo, no lo hará —afirmó, esperando que Richard no la
desmintiera algún día. Pero no, claro que no, pensó con lealtad. Su prometido era un
hombre demasiado suave para pelearse por un simple detalle y, además, no era
posesivo… Lo absorbían a tal grado sus propios intereses que no podía frenar los de
ella.
—Perfecto —sus facciones no se dulcificaron—. Y, ¿cargar maletas y portafolios
no representara un problema?
Respondió a su mirada inquisitiva con dificultad, consciente de que el corazón
le golpeaba el pecho. Realmente, jamás esperó que esa entrevista llegara tan lejos. No
tenía experiencia como chofer, o con jefes con la mano escayolada y, desde el
momento en que entró en la oficina de Bram Wild, se preguntó qué locura la impulsó
a solicitar ese empleo en lugar de un puesto de secretaria que, con sus
recomendaciones, no habría tenido dificultad en encontrar. Y, sin embargo, estaba
allí; estaban allí, discutiendo detalles insignificantes como el peso del equipaje…
Pasó saliva antes de contestar:
—Soy más fuerte de lo que parezco —le aseguró—. Y estoy en buenas
condiciones físicas.
—¿En serio? —eso pareció distraerlo—. ¿Qué hace? ¿Corre? ¿Se dedica a los
deportes?
—Tomo clases de aerobics dos veces por semana. Es todo.
—¿No practica un deporte al aire libre? —se mofó—. ¿Tenis, natación, veleo?
—No… no de modo constante —respondió.
—Entonces, ¿qué hace los fines de semana, por el amor del cielo?
La joven se mordió un labio. Sus fines de semana le parecerían aburridos a
morir a un hombre como Bram Wild. Iba al mercado, limpiaba el apartamento,
visitaba a su madre, tocaba el piano para que Richard practicara las canciones que
cantaba en el coro, vagabundeaba por las tiendas en compañía de su novio.
—No mucho —admitió, con tono travieso.
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—¿Ha veleado? ¿Usted o su prometido?
—Jamás.
—¡Qué lástima!
Ante esa cortante respuesta, Mia recordó haber leído que Bram Wild era un
navegante experimentado. Por el momento, con la mano escayolada, le costaría
mucho trabajo… más bien, le resultaría imposible velear.
Suspiró. Sí; era una lástima que a Richard no le gustara velear. De hecho, odiaba
los deportes. Si no estaba trabajando en su oficina, o revisando la contabilidad de la
empresa, en casa, siempre tenía la cabeza metida en su álbum de estampillas, su
colección de monedas o en sus catálogos antiguos. Era un gran coleccionista y
además, practicaba las canciones del coro. No le quedaba tiempo para mucho más.
Ni siquiera para dedicárselo a ella. Si no lo acompañara en el piano o lo siguiera en
sus excursiones para aumentar sus colecciones, casi nunca lo vería.
—Siempre quise aprender a velear —barbotó, sorprendiéndose a sí misma.
—¿En serio? —preguntó con un brillo en los ojos, como si estuviera muy
divertido o como si calculara algo, rectificó Mia. Bram Wild ocultaba sus emociones,
su lado humano, si acaso tenía uno, demasiado bien—. Pues, ya veremos lo que
podamos hacer —comentó el magnate y se frotó la mejilla con la mano sana. Mia
clavó la vista en esos largos y ágiles dedos, manchados por los oscuros vellos. Manos
bien formadas, sensitivas, pensó, que encerraban la promesa de una gran suavidad…
¿Suavidad? ¿En Bram Wild? ¡Le parecía inconcebible! Desvió la mirada con rapidez.
—No me he vuelto un inútil —decidió, abrupto—, a pesar de este maldito
impedimento —golpeó contra la escayola con la mano. Por alguna razón la chica se
ruborizó—. Si acepta el trabajo, ¿se da cuenta de que vivirá en mi casa el tiempo que
dure el contrato? —adoptó de nuevo el tono brusco de un negociante—. Tendrá su
propio apartamento en el piso superior, desde luego, con acceso privado, si desea
usarlo, desde el exterior. La señora Tibbits, mi ama de llaves, también vive allí, igual
que mi jardinero y guardaespaldas, Alf Jennings, quien duerme en el sótano. Así que
ellos cuidarán de su honor, si tal cosa le preocupa. Ahora… ¿implicaría eso un
problema?
—¿Vivir allí? —su pulso brincó. ¿Pensaba que vivía con Richard? ¿Que su novio
se sulfuraría si se mudaba a otro lado durante dos meses? Levantó la barbilla—: No,
ningún problema. Comparto un apartamento con Diana —subrayó el nombre de su
amiga—, quien espera la visita de su hermana. Estoy segura de que les agradará
pasar cierto tiempo a solas.
—Podrá recibir las visitas que quiera —agregó impasible. ¿Aún pensaba en
Richard? ¿Le insinuaba que tal vez no dejarían de verse por completo?—. Cuando yo
no la necesite, desde luego.
Mia tragó en seco, retorciéndose las manos sobre el regazo. En otras palabras,
estaría bajo las órdenes de Bram Wild día y noche. ¡Y el pobre de Richard debería
conformarse con el tiempo en que su jefe no la necesitara! «Mia James, ya sabías todo
eso cuando solicitaste el empleo. O lo tomas o lo dejas. Aquí no hay medias tintas».
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—Entiendo —afirmó, consciente de una extraña excitación que aumentaba en
su interior. Cometía una locura siguiendo ese impulso… o por lo menos así opinarían
su madre y Richard. Nunca la entenderían. Tratarían de convencerla de su error, si se
presentaba la ocasión. Pero, ¿cuándo tendría otra oportunidad de cometer locuras o
de ser impulsiva? ¡Jamás, como la esposa de Richard y madre de sus hijos! Cinco si él
se salía con la suya. No sabía si estaba preparada para ser madre. Veintidós años le
parecía ser demasiado joven y tres meses para la boda… ¡demasiado cerca!
Apretó los dedos. ¿Era natural ese nerviosismo, esas dudas que la asaltaban, esa
certeza de que, si no hacía algo nuevo, radical y diferente, la vida, la juventud, la
libertad, el entusiasmo, la dejarían atrás?
—¿Puede empezar mañana?
—Usted… —contuvo el aliento—, ¿no desea ver cómo conduzco antes de
contratarme?
—Puede llevarme a mi casa en unos minutos. Mi auto está abajo, en el
estacionamiento. Si ambos sobrevivimos, queda contratada. ¿Dónde dejó su coche?
—Vine en autobús —se oyó contestar, atontada—. Pensé que quizá no
encontraría un lugar para…
La interrumpió, sin interesarse en sus problemas de estacionamiento.
—Después que me deje, se llevará mi auto a su apartamento, lo llenará con las
cosas que crea necesarias y lo regresará hoy por la noche o mañana a primera hora. Si
su prometido quiere ver el sitio al que se mudará, puede acompañarla, desde luego
—Mia descubrió un brillo burlón en sus ojos, y otro de… ¿reto?
La chica se mordió un labio, deseando saber con exactitud qué esperaba de ella.
Pero creía adivinarlo. Como estaba comprometida, suponía que dormía con
Richard… si no todas las noches, por lo menos algunas. ¡Si supiera!
Su mente se concentró en circunstancias más prácticas.
—¿Me confiará su coche? —preguntó azorada. ¿Qué clase de vehículo tenía?
Uno deportivo, apostaba. ¿Un Ferrari? ¿Un Porsche? No se asombraría al
comprobarlo, pues recordaba la frecuencia con que lo multaban por exceso de
velocidad. ¡Tantas que al fin perdió su licencia! ¿Qué sentiría conduciendo un
Ferrari? ¡Algo diferente de su pequeño y tranquilo Honda!
Bram se levantó de su asiento, sin una sonrisa, con la mirada dura. Se acabaron
las cortesías, pensó Mia.
—Vamos —le dijo con un tono abrupto, casi agresivo—, bajaremos al
estacionamiento —al pasar por la oficina de la señora Loft se detuvo para informarle
a la secretaria—: La señorita James me llevará a casa, Bev. Dígale a Russ que me fui.
Puede llamarme, si quiere.
—Sí, señor Wild —Mia captó el gesto de sorpresa de la secretaria. ¿Acaso no
esperaba que consiguiera ese trabajo? Pues, tampoco ella.
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—Conduce bien —comentó Bram, operando el control remoto para abrir la
enorme puerta de la cochera.
—Gracias, señor Wild —Mia agradeció la felicitación escondiendo una sonrisa
irónica, al estacionar el flamante BMW gris en el sitio exacto que él le indicó. A pesar
de que no era el coche deportivo que ella imaginó, le pareció un sueño sentarse al
volante de ese auto. Respondía a la menor presión del acelerador y resultaba fácil
comprender por qué se rompían los límites de velocidad, aunque no con la
exageración de Bram Wild. Según él, viajaba a velocidades ridículas, hasta que su
suerte falló…
—Entre y conozca mi casa, de una vez —la invitó Bram, cortante. Mia lo miró
con rapidez, preguntándose si había tenido un mal día o si siempre trataba así a sus
empleados. Sin embargo, no le pareció que se dirigía a Bev Loft con despotismo.
¿Sólo las nuevas empleadas lo irritaban? ¿O sólo ella?, pensó, resentida.
Detrás del muro, que separaba la casa de la calle, el escenario casi le quitó la
respiración, con sus aromáticos rosales dorados y púrpura, y una pequeña cascada
que caía hasta una piscina. Más allá distinguió una cancha de tenis y, en lontananza,
el puerto de Sydney.
—¡Es hermoso! —exclamó, de manera involuntaria. Algo salido de Lo que el
viento se llevó; una mansión colonial de dos pisos, con columnas señoriales y amplios
pórticos—. ¿La compró…?
—Cuando la compré estaba en ruinas —torció la boca—. Y el jardín era una
selva. Yo renové la casa, diseñé los prados y le devolví su antigua grandeza o, por lo
menos, traté.
—¡Debió tardarse años!
Él la miró y su gesto borró el entusiasmo de la joven. Había amargura en su
mirada.
—El tiempo no significa nada si lo impulsan a uno anhelos poderosos. Entre.
Mia se mordió un labio y caminó tras él. ¿A qué anhelos se refería? ¿A la
necesidad de mostrarle a todo el mundo lo que Bram Wild podía hacer? ¿A la
intención de gastar su dinero en algo que perdurara y que al mismo tiempo fuera
una sólida inversión para el futuro? ¿A la urgencia de crear un sueño? De alguna
manera, dudaba que fuera algo tan simple y romántico.
Su anfitrión apretó un botón y un momento después una voz de mujer crujió
por el intercomunicador.
Después, una dama robusta, de edad indeterminada y cabello canoso abrió la
puerta.
—Mi ama de llaves, la señora Tibbits —la presentó Bram, sin ceremonias—. La
señorita James será mi chofer y asistente, Tibby. ¿Quiere enseñarle su apartamento
mientras hago una llamada? Oh, y déle una copia de las llaves, por favor.
Al mencionar las llaves, Mia le tendió las del auto, pero él no intentó tomarlas.
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—Guárdelas. Las necesitará para ir a recoger sus cosas. Yo tengo otras. Avíseme
cuando regrese.
—¿Desea que lo lleve a alguna parte esta noche, señor Wild? —preguntó para
saber a qué atenerse. Estaban parados en un vestíbulo de paredes blancas y techo alto
que daban la impresión de luminosidad y amplitud.
—No, cenaré en casa. A las ocho, si quiere acompañarme. La señora Tibbits
siempre prepara cantidades enormes de comida. Vístase como se sienta más cómoda
—agregó con indiferencia—. No me tardaré mucho en cenar… espero varias
llamadas y debo leer unos papeles. Pero si prefiere acompañar a su novio, no
importa. No la necesitaré esta noche.
No era la invitación más amable que había recibido Mia, sin embargo, la
sorprendió. Durante el tiempo que trabajara para él, ¿esperaba que compartieran
todas las comidas? ¿Sólo mientras se adaptaba al nuevo apartamento? Necesitaría ir
al mercado…
—Sería más fácil si comiéramos juntos, pero si prefiere hacerlo en su habitación
o tener invitados, la señora Tibbits se encargará de servirla. Encontrará algunas
provisiones en su alacena… Té, café, esa clase de cosas.
—Gracias, señor Wild —repuso, como niña bien educada. ¡Parecía que ese
hombre había pensado en todo!
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Capítulo 2
—¿Su prometido no quiso pasar la velada con usted?
—No vi a Richard —admitió, aguijoneada por el tono sarcástico de Bram
Wild—. Ya se había ido a practicar en el coro —le explicó con su suave y melodiosa
voz, que ocultaba su irritación—. Decidí volver para acomodar mis cosas y le hablaré
más tarde… si me lo permite —agregó con dulzura.
—Llame todo lo que quiera —se había puesto una camisa de cuello abierto y un
pantalón de mezclilla que destacaban su agresividad masculina aún más que el traje
formal que usaba con tanto aplomo en la oficina—. ¿Tuvo problemas con el coche? —
preguntó y le sirvió vino con la mano izquierda, sin derramar ni una gota.
—Ninguno. Me encanta conducirlo.
—Perfecto. ¿Encontró todo lo que necesita en sus habitaciones? —la nota irónica
aún se filtraba en su voz, picando la susceptibilidad de la chica. ¿Esperaba que le
lamiera los pies para demostrarle su gratitud por darle trabajo? ¿O sólo se
comportaba con su sarcasmo habitual? Se preguntó si alguna vez llegaría a conocer a
ese hombre… si le permitiría que lo conociera. O si ella deseaba hacerlo.
Lo miró un rato. ¿Todo lo que necesitaba? ¡Hablaba con diplomacia! El
apartamento parecía la suite de lujo de un hotel de cinco estrellas, con dos
dormitorios matrimoniales, cada uno con baño privado, una espaciosa estancia y una
cocina funcional. Se preguntó a quién asignaba Bram esas habitaciones. A una
sucesión de amantes, concluyó Mia con cinismo.
—Todo —replicó al fin. «Y no piense que añadirá mi nombre a su lista de
conquistas, señor Wild», prometió para sí.
Por primera vez vio que un brillo travieso iluminaba las pupilas azules, como si
Bram hubiera adivinado sus pensamientos.
—Me agrada que así sea —se mofó—. Resulta muy cómodo tener un
apartamento extra en la casa —declaró. Apuesto a que sí, decidió Mia con un bufido
de sorna, sólo para sorprenderse con lo que él añadió—: Mi hermana Hope y su
familia con frecuencia lo usan cuando vienen a Sydney. Viven en las Montañas
Azules, pero actualmente viajan por el extranjero. Y, en raras ocasiones mi padre y
mi madrastra vienen de la campiña para pasar uno o dos días aquí. Detestan la
ciudad y sólo me visitan cuando es indispensable.
Al menos ese hombre tenía una familia. Eso lo hacía más humano, en cierto
modo.
—¡Dios, qué día tan infernal! —Bram se pasó los dedos por los cabellos. Se
peinó, notó Mia, pero si ese gesto era un hábito, no la maravillaba que su cabello
siempre estuviera alborotado.
—Debe ser estupendo descansar en un lugar como este al volver a casa —
aventuró, a la expectativa de lo que él haría ahora que estaba relajado… ¡quizá hasta
dejaría de molestarla!
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—Es como si estuviera de vacaciones cada vez que cruzo la puerta —le confesó.
A Mia se le hizo un nudo en la garganta. No esperaba recibir una respuesta tan
reveladora. O que su voz pudiera cambiar, de pronto, con tanto dramatismo. Sin su
tono abrasivo su voz adquiría modulaciones ricas y profundas, tornándola en una
voz atractiva.
La joven asintió. A un hombre tan ocupado como él, ¡seguramente le gustaba
regresar a su hogar! Pero, ¿no se sentía solo sin una esposa o una familia? ¿O lo
satisfacía que las mujeres entraran y salieran de su vida… mujeres que podía tomar o
descartar a su antojo?
La señora Tibbits los distrajo al llevarles dos tazones llenos de sopa de
guisantes. No cenaban en el comedor formal, pues Bram le confió que prefería la
tibieza del estudio, contiguo a la cocina, y decorado con colores claros.
—¿Vio a su amiga Diana? —preguntó Bram, tan pronto como la señora Tibbits
desapareció por la puerta.
—Sí y no hay problema, señor Wild, acerca de que me mude aquí por un
tiempo. Diana cree que su hermana se quedará en Sydney varias semanas —Diana
consideró ese nuevo trabajo una «maravilla» y la apoyó en todo.
—Si vamos a cenar juntos con frecuencia y a no perdernos de vista durante dos
meses, creo que deberíamos tutearnos… por lo menos fuera de la oficina —se burló,
en un tono más irónico que amable—. Yo me llamo Bram y tú Mia, ¿verdad?
Ella volvió a asentir. Bram debió leer su nombre en su solicitud de empleo. Al
inclinar la cabeza para comer, Mia se preguntó qué otras formalidades descartaría,
ahora que vivirían bajo el mismo techo. No intentaría nada, concluyó. No la llevó a
su casa con un propósito indecente. La necesitaba. Necesitaba su ayuda, su
experiencia. Sería un tonto si la antagonizaba.
—Mia… —repitió el nombre despacio—. Un nombre poco común. Italiano,
creo. No pareces italiana y James es un apellido inglés.
—Mi padre lo escogió —titubeó, con la cuchara en la mano, inmovilizándose de
pronto. Luego se oyó agregar, fría—: Le gustaba todo lo italiano.
—Mia… —repitió de nuevo, contemplándola con los párpados entrecerrados—.
El nombre te sienta bien.
Mia no contestó. Su mente corría hacia el pasado. Debía tener diez años cuando
aprendió que Mia significaba «mía». Una cruel ironía… pues no fue de su padre por
largo tiempo. Dos breves años. Después, adiós, Mia. Sintió una punzada de
amargura. Una amargura aún latente al cabo de tanto tiempo. Desde luego, su madre
mantenía viva esa herida de mil maneras sutiles, pues no podía perdonar ni olvidar.
—¿Tus padres viven en Sydney? —le preguntó Bram en ese momento.
Mia lo observó. ¿Realmente estaba interesado o sólo proseguía con una charla
intrascendente? Sospechaba que la última opción se acercaba más a la verdad y que
si entraba en muchos detalles lo aburriría y la interrumpiría.
—Mi madre vive aquí. Mi padre murió cuando yo tenía dieciséis años…
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No necesitaba explicarle que fue su padrastro el que murió cuando ella tenía esa
edad. Martin James se había comportado como un padre con ella y por esa razón Mia
adoptó su apellido, James. Su verdadero padre vivía en el extranjero, con su nueva
familia. La única familia que le importó o reconoció.
—¿Hermanas? ¿Hermanos?
—Un hermano menor. Paul —su medio hermano, que estaba loco por las
computadoras—. Ahora se encuentra en un campamento del colegio.
—¿Le contaste a tu madre que tienes un nuevo empleo?
—Todavía no… —Mia se sonrojó—. Hoy juega bridge. La llamaré más tarde,
después que hable con Richard.
—Pareces un poco aprensiva al respecto —comentó Bram—. ¿Tu prometido no
desea que sigas trabajando?
—Ni siquiera se lo he comentado —su rubor aumentó—. No… no pensaba
conseguir este empleo, ¿sabes?
Esperaba que allí lo dejara, pero él insistió con rudeza:
—¿Tienes miedo de decírselo? ¿Crees que se oponga? ¿Qué harás sí eso sucede?
¿Obedecerlo o renunciar?
—Claro que no —golpeó con la cuchara contra el plato—. Y no se opondrá.
—Si te equivocas, ¿te rebelarás? —la estudiaba con el ceño fruncido—. ¿O
cederás?
Mia contuvo el aliento. Así que de eso se trataba. Bram quería asegurarse de
que seguiría en su puesto.
—Richard no reacciona así —le aseguró—. Es un hombre tranquilo y razonable.
Aunque no le guste la idea, jamás me obligaría a renunciar. En especial ahora que ya
empecé a trabajar.
—Pero, ¿habría tratado de convencerte si se lo hubieras dicho antes?
—Oh, no… —se mordió un labio, sopesando la pregunta—. No lo creo. No lo
habría logrado —se corrigió con una rápida sonrisa.
—¿Así que tu prometido no te domina? ¿Puedes tomar tus propias decisiones y
llevarlas a cabo?
Mia observó a su anfitrión, confundida por la pasión en su voz y su intensa
mirada. ¿Quería que le asegurara que permanecería a su lado? Sí, eso debía ser. No
deseaba seguir entrevistando candidatas.
—Claro que puedo —afirmó, levantando la barbilla—. Y, desde luego que
Richard no me domina —ese pensamiento la hizo sonreír de nuevo, esta vez de
manera más abierta. Él se relajó un poco, aunque bastante sorprendido. ¿Por qué? La
invadió el resentimiento. ¿La consideraba un títere sin voluntad para hacer valer sus
derechos ante su futuro esposo? ¡Pues, ya vería de lo que era capaz!
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—¿Quieres conocerlo? —lo retó—. Le pediré que venga. Esta noche —agregó,
sin cautela. «Y después que nos dejes a solas, Bram Wild, puedes entretenerte
calculando si lo invitaré a que pase la noche conmigo o no. Nunca lo sabrás. A menos
que espíes para ver quién entra y quién sale de tu propiedad».
—Como quieras —comentó, indiferente, y ya no agregó más al respecto.
Mientras saboreaban el guiso de carnero, de la señora Tibbits, Bram le explicó a Mia
que también tenía negocios de plantaciones de trigo y molinos de almidón en Nueva
Gales del Sur, además de enormes bodegas en Nueva Zelanda y los Estados Unidos
de Norteamérica. ¡Un imperio inmenso! Mia se mareó. Y Bram Wild lo construyó de
la nada. No la maravillaba que lo tacharan de ser un trabajador obsesivo, ni de que
jugara sus cartas con rapidez y eficiencia… ¡no le quedaba tiempo para jugar de otra
manera!
—¡Rayos! —él maldijo al mismo tiempo que se oía un ruido de cristal contra
cristal. Bram, al intentar servirle más vino, había golpeado la botella contra el borde
de la copa—. ¿La rompí? —gruñó—. Todavía no domino el arte de usar mi mano
izquierda —contempló la escayola. Sólo tenía libres el pulgar y la punta de los dedos,
lo cual no debía servirle de mucho, decidió Mia, aunque trataba de usarlos cada vez
que podía. Era fácil comprender su frustración.
—No, no pasó nada —lo consoló, examinando la copa—. Y no me sirvas más
vino —le rogó.
—¿Quieres estar lúcida para justificar tu nuevo empleo ante tu amante? —se
mofó, retándola con la mirada.
—No necesito justificarme y tampoco es mi… —cerró la boca furiosa y se
sonrojó hasta la raíz del cabello. Maldición, pensó, ¿qué he hecho? Ahora lo sabe.
—¿No es tu… amante? —de repente una sonrisa brilló en los ojos de Bram. Pero
desapareció bajo una expresión cínica, que ahondó las líneas de sus mejillas—. No
creí que existieran todavía esas viejas mojigaterías —casi lo afirmó con desprecio.
Mia seguía molesta por barbotar la verdad y por un momento olvidó que
hablaba con su jefe:
—Oh, ¿qué sabe un hombre como tú de la moral y los valores tradicionales? —
indagó—. Un hombre con la experiencia que tú tienes… con mujeres fáciles y
mundanas…
Ante el brillo de rabia que iluminó las pupilas de Bram, la chica se llevó la
mano al cuello.
—Oh, así que sabes todo acerca de mí, ¿verdad? —siseó—. ¿Qué has
descubierto de mi vida privada, jovencita? ¿Y de dónde sacaste la información? Yo
no la divulgo a los cuatro vientos. Me niego a conceder entrevistas personales y
tampoco permito que me fotografíen, a menos que se relacione con algo de mi
negocio. Así que lo que oíste sobre mí o sobre mis mujeres no salió de mi boca y sólo
se trata de una simple y parcial especulación.
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Mia se asombró de que se sulfurara tanto por los rumores que corrían. Bram
debía suponer que un hombre de su posición siempre era la comidilla de los ociosos.
Un soltero, rico e influyente, con una mansión cerca del puerto…
—Lo siento —se disculpó Mia en voz baja. Se recobró y agregó con osadía, para
disminuir la incomodidad del momento—: ¿Implicas que lo que he escuchado de las
hermosas mujeres que te rodean es puro invento?
Hubo un silencio palpable durante el cual Bram entrecerró los párpados con
expresión sombría.
—¡Cree lo que se te antoje! —exclamó, con un desprecio evidente—. ¡Me
importa un comino! Si la manera en que vivo descontrola tu delicada sensibilidad,
me asombra que quieras trabajar para mí.
—La manera en que viva no me incumbe, señor Wild —afirmó con tanta
suavidad que él frunció el ceño tal vez porque estaba furioso. Sin importarle el
humor de su jefe, continuó—: Es soltero y tiene libertad absoluta para hacer lo que
quiera… con quien quiera. Y, mientras trabaje con usted, trataré de no inmiscuirme
en sus asuntos.
Bram le cubrió una mano y Mia emitió un quejido de dolor, pues él usó la
diestra, cubierta de escayola.
—Maldición… ¿te lastimé, Mia? —gruñó y se apartó de la chica.
—No, no me lastimó —lo contempló, hipnotizada por el hecho de que ahora la
acariciaba con su mano sana. Su contacto era suave, justo como supuso. Pero su
lengua no lo era tanto:
—¿Así que… tratarás de no inmiscuirte en mis asuntos? ¡Demonios, eres el
colmo de la corrección! Te sugiero que en el futuro, Mia, te concentres en tu trabajo y
dejes de preocuparte por mi vida privada, para que ésta permanezca como yo
quiero… privada.
—Sí, señor Wild.
Mia dio un salto cuando él golpeó con el puño sobre la mesa, esta vez con la
mano sana.
—Por el amor del cielo, Mia, ¿tienes que llamarme «señor Wild»? ¿No puedes
aceptar un regaño?
—Sí, Bram —respondió de inmediato y, por increíble que parezca, casi sonrió.
¿Era posible que ese ogro tuviera un aspecto humano? No muy segura de que su
anfitrión compartiera su sentido del humor, recobró la compostura—. ¿Cómo te
rompiste la mano? —preguntó, curiosa y ansiosa por cambiar de tema—. ¿Chocaste
por exceso de…? —titubeó para no recibir un regaño de nuevo.
—¿De velocidad? —terminó su jefe, en tono burlón—. Fue más folklórico; le di
un puñetazo a alguien.
Mia sofocó una exclamación. Parecía lo suficientemente agresivo y rudo como
para pelearse, pero un hombre de su distinción no… pasó saliva sin saber qué decir.
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—Te desconcerté —en lugar de mostrarse arrepentido la miraba con censura,
como si ella y no él, tuviera la culpa del accidente—. ¿Perteneces a esa clase de
personas que piensan que no hay justificación para golpear a alguien… no importa
cuál sea la provocación?
—Hay mejores maneras de discutir —argumentó seca.
—Oh, ¿crees en lo de poner la otra mejilla? —inquirió en tono despectivo—.
¡Qué admirable!
baja.
—Creo que las palabras son más efectivas que la fuerza —replicó Mia en voz
—Sí. Pues ese imbécil no estaba dispuesto a escucharme.
—¿Te golpeó él primero? —Mia solía rodearse de personas amables y
razonables y le costaba trabajo aceptar que dos hombres adultos pelearan, en
cualquier circunstancia.
—Siento desilusionarte, pero no, no lo hizo. Mira, dejémoslo allí, ¿sí? Te
agradará saber que no sufrirás la indignidad de acompañarme al juzgado —agregó
con pesado sarcasmo.
—¿Quieres decir que lo compraste? —Mia casi se ahoga al darse cuenta de lo
que preguntó. ¡Oh, no, había metido la pata! Ahora la despediría. Pero antes le
retorcería el cuello.
Parecía que esa idea lo tentaba en grado sumo.
Siguió un silencio agobiante. Casi se marchita ante el gesto de indignación de
Bram, pero mantuvo la barbilla en alto y le sostuvo la mirada.
—Discúlpame —dijo al fin.
La fulminó durante un segundo más, luego dejó de fruncir el ceño y se rió. ¡Se
rió! Una carcajada que carecía de rencor o resentimiento.
—Eres demasiado atrevida —comentó—. Lo cual me sorprende —a medida que
el rostro de Mia se relajaba, el de él se oscurecía. Su sonrisa desapareció como si
jamás hubiera existido y le advirtió—: Sólo que no esperes salirte con la tuya con
demasiada frecuencia.
—No, señor Wild —se pasó la lengua por los labios.
—Maldición del infierno, Mia, ¿vas a repetir ese gimiente «señor Wild» cada
vez que ladre? —agitó la escayola bajo la nariz de la chica, con disgusto—. Debí
decirte que me ocurrió un accidente mientras veleaba o que me caí por la escalera por
borracho. ¿Eso te habría parecido más aceptable?
—Prefiero oír la verdad —susurró—. Si voy a vivir y a trabajar contigo, Bram
Wild, durante dos meses, quiero saber con qué clase de hombre trabajo y vivo.
—¿En serio? —indagó, con los párpados entrecerrados—. Pues, quizá la historia
que te conté sea verdad y quizá no —y agregó para picarla—: Tal vez la inventé para
catalogar tu reacción.
—¿Con qué fin? —inquirió, abriendo enormes los ojos.
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—Sí, ¿con qué fin? —descartó la pregunta con un ademán y rugió—: Señora
Tibbits, ¿nos va a servir el postre o no?
Mia se quedó sin averiguar cómo se había roto la mano, pero descubrió algo:
Bram Wild era un hombre de complejas y poderosas emociones, así como de
pasiones explosivas. Nadie desearía provocarlo sin razón, a menos que estuviera
dispuesto a combatir el fuego con el luego. Y ella, joven e inexperta, protegida por su
familia y, a últimas fechas por un novio suave y amante, no tenía mucha práctica en
esas lides.
—No hablas en serio. ¿Conseguiste otro trabajo? —Richard parecía más confuso
que molesto—. Pero, ¿por qué, Mia?
—Me gusta mantenerme ocupada —contestó, de forma vaga.
—Creí que los planes de la boda abarcaban todo tu tiempo libre.
—No, no tanto —pasó saliva—. Me encargaré de los últimos detalles cuando
termine con esto.
—¿Estás segura de que se trata de un trabajo temporal? ¿Qué pasará si Bram
Wild te ofrece un contrato permanente después que recupere la licencia para
conducir?
—Una vez que le quiten la escayola, ya no me necesitará. A los dos nos
conviene esta situación.
—¿Cuándo empiezas? —refunfuñó Richard.
—Ya empecé —exhaló la chica—. Esta tarde. Recogí mis cosas y… Desde luego,
debo vivir en la casa de mi jefe —no le dio oportunidad de intervenir—: Deberías ver
mi nuevo apartamento, Richard. ¡Es divino! Puedes venir a visitarme cuando se te
antoje, si no estoy trabajando. ¿Por qué no vienes ahora mismo? Bra… el señor Wild
me lo sugirió.
—Es un poco tarde, ¿no te parece? Mejor mañana. No tengo ensayo en el coro y
podría llegar a una hora razonable.
—Richard, ¡apenas son las diez!
—¿Apenas? Tengo que presentarme en la oficina a las siete de la mañana para
preparar una reunión.
—Traté de llamarte antes. Casi siempre llegas a tu casa a las nueve. ¿En dónde
estabas?
—Llevé a Jenny Smith a su casa. Su auto estaba descompuesto.
—Oh… Jenny —la regordeta y miope Jenny Smith. Una chica dulzona,
reconoció Mia, pero sin los elementos necesarios para considerarla una rival. Aun si
fuera celosa, que no lo era—. ¿Así que no vendrás? —indagó, preguntándose por qué
no le importaba mucho. Quizá porque su día fue largo y cansado, física y
emocionalmente, y sabía que necesitaba dormir.
—¿Te molestaría que lo dejáramos para mañana?
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—No —respondió con sinceridad—. Pero no estoy segura de que mañana no
trabaje. Todo depende de… Del señor Wild. Mejor espera a que yo te llame.
—De acuerdo. Aquí estaré. Buenas noches, amor.
—Buenas noches… querido Richard.
Se despertó con sobresalto. ¿Quién hacía ese escándalo? ¡Era medianoche!
Se dio cuenta de que llamaban a su puerta. No a la del apartamento, sino a la de
su dormitorio. Se apoyó sobre un codo, parpadeando en la oscuridad, demasiado
adormilada para entender lo que sucedía. Los ladrones no llaman antes de entrar,
¿verdad?
—¡Mia, por el amor del cielo, levántate! Soy yo… Bram.
Se le secó la garganta. ¿Qué hacía Bram Wild ante su puerta, a medianoche?
—¿Qué sucede? —graznó, cubriéndose con la sábana hasta la barbilla.
—Es hora de que te levantes. Ponte tu pantalón de mezclilla y tu suéter…
vamos a montar.
—¿Quieres que te lleve a algún lado… a medianoche?
—Ya amaneció y sí, quiero que me lleves al parque. Allí montaremos a caballo.
Te revitalizará el ejercicio.
—Nunca he montado a caballo —gimió.
—Siempre hay una primera vez. No te pasará nada. Yo te ayudaré con lo
necesario.
—¡Te rompiste la mano! ¿Cómo podrás controlar dos caballos?
—Me las arreglaré de algún modo. Nos encontraremos en la cochera en diez
minutos.
Mia gruñó y se bajó de la cama. Ella se metió en ese lío… Ahora estaba bajo las
órdenes de Bram Wild de día y de noche. Debió suponer que se levantaba muy
temprano. Pero ¡eso de exigir que lo acompañara a sus escapadas matinales!… ¡Sería
culpa de él si se caía del caballo y se mataba!
Jamás lo habría creído, pero le agradó esa experiencia. Una suave neblina
dorada bañaba el parque mientras ambos recorrían, de lado a lado, un sendero
arbolado. Y no tuvo miedo porque el caballo que montó estaba acostumbrado a los
jinetes novatos… además de que Bram la vigilaba sin cesar.
Los rayos del sol se filtraban por entre los viejos robles ingleses y los cánticos de
una docena de aves quebraban el silencio matinal.
—Allá está un tordo amarillo —indicó Bram, de pronto, mirando hacia las
ramas—, y… sí, si te fijas con atención, descubrirás un par de petirrojos —identificó
otras aves a medida que avanzaban. A Mia le sorprendía que ese hombre, quien
trabajaba y se divertía en exceso, se hubiera tomado el tiempo necesario para
estudiar a las aves.
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—Quizá tu reputación con respecto a ciertas pollitas ha sido exagerada —
bromeó Mia y se volvió a mirarlo con osadía.
—Y quizá tú deberías recordar un antiguo proverbio, Mia —por un momento la
chica notó un brillo divertido en sus pupilas, antes que se convirtieran en hielo—. «Si
el río suena, agua lleva».
Mia contuvo el aliento. Eso parecía una advertencia. ¿Una advertencia? Se tocó
el cuello, confusa. No lo decía de manera personal, ¿verdad? No… sólo quería ser
franco con ella… Dejar que conociera la verdad detrás de los rumores que circulaban
sobre sus mujeres y su peligrosa fama de donjuán. Y, sin embargo, había algo en el
modo en que la miraba, algo casi cruel en la manera en que curvaba la boca.
De repente la chica fue consciente de su rostro, pálido como sábana, sin
maquillaje, y de su cabello recogido en una cola de caballo. Debía parecerle
demasiado sencilla, poco elegante y poco atractiva, a ese hombre magnético que con
sólo chasquear los dedos tenía a las mujeres más deseables del país a sus pies.
Entonces, ¿por qué la miraba de esa… de esa…?
Se volvió deseando no haber mencionado su fama de mujeriego. ¡Las aves eran
un tópico menos conflictivo!
—¡Oh, allí hay otro reyezuelo! —exclamó Mia, señalando a una avecilla azul
que saltaba sobre el césped.
—Aprendes con rapidez —la felicitó Bram y la chica tuvo la impresión de que
sus palabras encerraban un doble sentido—. ¿Tienes hambre? —le preguntó él
cuando regresaron los caballos alquilados. Sus ojos parecieron adquirir un tono de
azul intenso con la luz matinal y Mia sintió que algo le cerraba la garganta.
—Me muero de hambre —admitió y apartó la vista. Tal vez tuvo razón en
lanzarle esa advertencia, decidió, con inquietud. Contempló su argolla de
compromiso y evocó a Richard. ¡El querido, dulce y poco arriesgado Richard! Se
preguntó si le gustaría montar en el parque. Lo consideraría una locura. Lo mismo
que ella, antes que Bram le demostrara su error.
—Entonces, llévame a casa —ordenó, imperioso—. La señora Tibbits nos estará
esperando con el desayuno listo.
—¡Sí, amo! —asintió y le sonrió, sin percatarse del nuevo brillo en sus propios
ojos, ni del suave rubor en sus mejillas. Se preguntó por qué no había montado a
caballo antes. Después de todo, aspirar el aire fresco del amanecer la hacía sentirse
dispuesta a cualquier cosa.
Bram clavó la vista en su rostro y la chica corrigió ese pensamiento. Bueno… ¡a
casi cualquier cosa!
El sol inundaba la habitación donde cenaron la noche anterior. Se sentaron a la
mesa redonda, servida con vasos de zumo de naranja y panecillos recién salidos del
horno.
—Espero que no seas de esas personas que hablan sin cesar durante el
desayuno —gruñó Bram cuando tomó asiento—. Porque yo leeré el periódico —y,
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tomando uno de los diarios que la señora Tibbits dejó en una pila, escondió la cabeza
tras las dos hojas desplegadas.
Mia aceptó esa disposición. «Este es el Bram Wild que conozco… cortante,
abrasivo, rudo. Supongo que se arrepiente de esos momentos amables que pasamos
en el parque porque teme que suponga que le gusto… o, peor, que pretenda
pescarlo».
Esa conclusión la hizo resoplar con desprecio.
El periódico crujió de forma amenazadora y el rostro irritado de Bram apareció.
—¿Dijiste algo, Mia? —preguntó de un modo tan intimidante como su
expresión.
«Si cree que me meteré en mi madriguera está muy equivocado. ¿Qué no puede
comportarse de una manera civilizada ni en el desayuno?».
—¿Te ayudo a ponerle mantequilla a la tostada? —indagó con dulzura.
—Gracias, puedo hacerlo solo —refunfuñó y, con un suspiro de impaciencia,
dejó a un lado el periódico. Mia no saboreó esa pequeña victoria porque cuando
Bram habló, se refirió a Richard:
—¿Tu… novio te visitó anoche? —inquirió de mal humor—. Oh, no me mires
así, Mia, no te he espiado. Tu prometido me da la impresión de ser un joven tímido
que se quedaría en la puerta, la primera vez. Si me equivoco y usó la escalera
posterior para subir a tu balcón, discúlpame —se mofó, retándola con la mirada.
—No, no vino… era demasiado tarde —replicó en un susurro.
—¿Demasiado tarde para un beso de buenas noches? —ahora la flagelaba con
su voz—. ¿Qué clase de molusco es tu prometido?
—Un hombre decente, honorable, tierno y maravilloso —respondió, acalorada.
—¿Así que no le importó que pospusieras los preparativos de tu boda para
cuidar de mí?
A Mia no le gustó la manera en que lo expresó, pero decidió conservar la calma.
Presentía que Bram la irritaba deliberadamente.
—Richard es un hombre muy comprensivo —explicó, seca—. Estamos de
acuerdo en todo —bueno, casi en todo, pensó, queriendo ser sincera consigo misma,
si no con Bram Wild.
—¡Qué aburrido! —exclamó Bram, cortante—. En fin, no importa, mientras seas
feliz con un molusco como amante… Lo siento, como novio —se corrigió, insolente—
. ¿Te comunicaste con tu madre? ¿Cómo lo tomó?
—Pues, ella… —titubeó. No podía decirle que a su madre le agradó que su hija
viviera en casa de su jefe, pues mentiría. ¡La pobre se quedó helada!
—¿Piensa que su hijita se volvió loca? —sugirió Bram con una extraña nota en
la voz—. ¿Ya se enteró de mi pésima reputación y te aconsejó que aseguraras tu
puerta de noche? Por lo visto no lo hiciste anoche. Pude llegar hasta tu dormitorio sin
ningún obstáculo.
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—Porque nunca pensé que sería necesario poner un candado —repuso Mia—.
Pero hoy lo haré.
—Oh, no te molestes. ¿Acaso te amenacé de alguna forma? ¿Entré en tu
habitación? —se burlaba de ella, concluyó Mia irritada. ¡Ese hombre era un
monstruo!—. Llamé a la puerta de la sala —le informó—, pero no me oíste. Así que
tuve que entrar y despertarte o todavía dormirías como un nene.
Mia sonrió, no pudo evitarlo. ¡Bram tenía razón!
—¿Irás a la oficina esta mañana? —inquirió, cambiando de tema por prudencia.
No quería pensar en su madre, en ese momento, en la boda o en Richard. Sólo quería
conocer sus nuevas obligaciones y gozar con su trabajo. ¡Si Bram se lo permitía!
—Sí… por un rato. Y luego iremos a Wollongong a una reunión.
—Oh —Wollongong estaba en la costa, a una hora de Sydney. Bram tenía un
molino de almidón y una oficina allí, recordó. Le agradaría ese viaje.
—Mejor sube a vestirte, Mia —le pidió Bram y abrió el periódico de nuevo—.
Quiero salir en media hora.
La chica huyó, sintiéndose culpable por no permitirle leer el diario. Él también
debería prepararse para trabajar en su oficina y ni siquiera había terminado de hojear
el periódico. Tenía mucho que aprender de la vida que compartían, decidió Mia.
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Capítulo 3
Bev Loft miró con curiosidad cuando entraron juntos en la oficina. Apuesto a
que no se lo esperaba, pensó Mia, traviesa. Bev debía conocer, más que la mayoría de
las personas, a la fiera para quien trabajaba.
—Buenos, Bev —saludó Bram con energía—. ¿Llegaron esos papeles?
—Sí, señor Wild, están en su oficina, con la correspondencia.
—¿Los leíste?
—Sí, señor Wild, excepto las cartas privadas.
Bram agitó las manos, exasperado.
—Por el amor del cielo, Bev, ¿cuántas veces debo repetírtelo? Puedes abrir todas
las cartas. Sería mucho más fácil para mí si lo hicieras —le puso la escayola bajo la
nariz para recordárselo—. ¡Sólo me envían invitaciones o solicitudes de dinero! —un
brillo mordaz iluminó sus ojos—. ¡Las cartas de amor no las dirigen a mi oficina!
Bev lo observó por debajo de sus pestañas cubiertas de rimel; Bram soltó una
carcajada y ladró:
—Presenta a Mia con el personal, mientras yo reviso la correspondencia. En
diez minutos quiero que estés de vuelta, Mia —giró sobre sus talones y desapareció
en su oficina, cerrando la puerta tras de él.
La calma llegó después de la tormenta, aunque el aire todavía vibraba con la
presencia de Bram.
—Así es él —resumió Bev, con una sonrisa pícara—. Ya te acostumbrarás. Hasta
ahora… ¿has sobrevivido?
—Hasta el momento —Mia correspondió a esa sonrisa. Gracias al cielo, no
había necesidad de entrar en detalles.
—Ladra, pero no muerde —aseguró Bev—. Aunque a veces me aterra —
admitió—, en especial cuando merezco sus regaños. Sin embargo, lo considero un
jefe excelente, siempre y cuando estés dispuesta a trabajar duro y a obedecer al
instante. Si lo estás… el premio merece la pena.
¿Premio? Estudió a la secretaria de cerca. ¿Qué implicaba? ¿Que ella… que
él…? ¡No quería saberlo!
—Sí. ¿No crees que debemos apresurarnos?
—¿Acaso le tienes miedo? —Bev parecía divertida.
—¡Claro que no! —Mia se mordió un labio y arrugó el ceño. Decidió tomar al
toro por los cuernos—: Bev… ayer te sorprendió que consiguiera el trabajo; ¿puedo
preguntarte por qué? ¿Por que crees que no sabré cómo manejarlo? Me refiero al
señor Wild, desde luego. He trabajado con personas muy exigentes, ¿sabes?, aunque
ninguna como el señor Wild —agregó entre dientes.
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—No es eso —replicó Bev, dudosa y se encogió de hombros.
—Entonces, ¿qué es?
—Oh, bueno… no te pareces a la clase de mujeres que escoge para que trabajen
con él —añadió de prisa, mientras los ojos de Mia lanzaban centellas verdes.
—¿En qué sentido soy diferente? —indagó, con engañosa suavidad.
—Bueno… eres muy joven, para empezar —suspiró—. Das una impresión de
frescura, de fragilidad… toda ojos, delgada como un junco y con un cutis perfecto.
Nuestro jefe elige ayudantes de más edad, con experiencia y fuertes. Mujeres que han
vivido; que han visto y hecho de todo. Más duras, como yo —opinó, dulcificando sus
palabras con una sonrisa torcida.
—Soy más dura de lo que parezco —repuso Mia—. No dejaré que me pisotee, te
lo aseguro.
—Te felicito. Ahora te presentaré al resto del equipo. Cuando dice diez
minutos, significa diez minutos.
Mia asintió y siguió a Bev en su recorrido por las demás oficinas. Las personas
que conoció parecían amables y le dieron una bienvenida afectuosa. Mia tuvo la
impresión de que formaban un grupo coherente, trabajador y dedicado, leal a Bram,
que hacía bromas agradables acerca de la manera en que el jefe explotaba a sus
esclavos.
—Sólo falta que conozcas a Russ Masters —señaló Bev, al regresar a la oficina
de Bram—. No ha llegado aún. Tiene una cita con el señor Wild a las diez. Quizás
entonces te lo presente. Russ es gerente y administra la empresa cuando el señor
Wild se ausenta. Empezó a trabajar con el jefe desde el principio, cuando sólo poseía
un molino de almidón.
Bev abrió la puerta de la oficina de Bram.
—Adentro y… buena suerte.
—Gracias —sonrió Mia, preguntándose por qué, si Bram prefería mujeres de
más edad y experiencia, había escogido a una chica de veintidós años.
A las diez en punto, un llamado a la puerta los hizo levantar la vista de los
papeles que revisaban.
—Buenos días —saludó el recién llegado.
—Ah, Russ, entra —Bram hizo un ademán con su mano sana—. Te presento a
mi nuevo chofer y ayudante, Mia James. Mia, Russ Masters, mi director general. Y
también el mejor ejecutivo que se puede conseguir. Le encanta organizar eventos… ¡y
asistir a ellos! Más que a mí. Así que tengo suerte de que trabaje para esta empresa.
¡Alabanzas muy halagadoras, considerando que provenían de Bram Wild! Si así
trataba a sus empleados, pensó Mia, no la sorprendía que le fueran leales.
—Encantado de conocerte, Mia —Russ le tendió la diestra.
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—Lo mismo digo —saludó Mia. Russ tenía una sonrisa contagiosa y un trato
agradable. La chica comprendió que aumentara el prestigio de la compañía en las
reuniones sociales.
Por un momento descubrió en la mirada de Russ la misma curiosidad que en
los ojos de Bev.
—Tenemos muchos eventos divertidos —comentó Bram, a espaldas de la
chica—, y yo asisto a algunos. Pero me ausento del país con frecuencia y prefiero
entretenerme en otras cosas.
Por ejemplo, perseguir a las mujeres, agregó Mia para sus adentros.
—Ahora, Russ, con respecto a ese negocio con los italianos… —se apoyó contra
el respaldo de la silla.
—¿Quiere que tome nota? —indagó Mia, incierta.
—No hay necesidad. Sólo me gustaría comentar… algunas ideas con Russ. ¿Me
puedes hacer un favor?
—Desde luego, señor Wild.
—Regresa a mi casa y recoge una canasta que la señora Tibbits nos preparó. No
quiero perder tiempo deteniéndonos a comer camino a Wollongong. Lo haremos en
el coche. No tardes —siseó.
—No, señor Wild —declaró. Russ le lanzó una sonrisa alentadora al pasar ella a
su lado. ¿Creía que necesitaba que la alentaran? Quizás había atestiguado la manera
en que su jefe trataba a otras jóvenes empleadas y suponía que Mia requería de cierto
apoyo moral.
La chica suspiró al escapar, esperando no darse por vencida.
—No te molestará comer mientras conduces, ¿verdad? —preguntó Bram
beligerante, retándola a que protestara.
—Sólo traemos emparedados. Estoy segura de que me las arreglaré —contestó,
seca. La mejor forma de tratar a Bram era mantener una indiferencia indestructible.
No resultaba fácil. Sentía que la quemaba con los ojos, haciendo que los vellos
de la piel se le erizaran.
—Nos detendremos a estirar las piernas, mientras bebemos el café —agregó,
con menos dureza—. Pero debemos llegar al molino a las dos.
—Sí, señor Wild —ya sabía que la reunión se iniciaría a las dos y que debería
tomar notas.
—Me llamo Bram fuera de la oficina, ¿recuerdas? —parecía irritado—.
¿Tutearme te causa problemas? —le recalcaba que no se trataba de algo personal,
sino de sentido común.
—Claro que no… Bram.
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Él la observaba. Esa mirada la incomodaba, pero evitó demostrarlo con un
supremo esfuerzo de voluntad. No permitiría que ese hombre la intimidara, igual
que a otras jóvenes, en el pasado. ¿Por qué la escogió a ella, de entre las mujeres que
tenía a su disposición, si era el tipo de muchacha que prefería no tratar?
La charla no fue un dilema, pues apenas terminaron de comer los emparedados
y el pastel de plátano que la señora Tibbits horneó, Bram tomó el teléfono del auto y
empezó a hacer llamadas. Terminó la tercera con un «Vira a la izquierda» y, cuando
Mia lo obedeció, le explicó, cortante:
—Beberemos el café en el mirador del monte Bulli. Merece la pena que veas ese
paraje.
Se le acercó al tiempo que tomaban una curva pronunciada y Mia captó el
aroma a limpio, a hombre, que exudaba. Diferente del penetrante olor de la colonia
de Richard. La chica se ruborizó, sintiéndose desleal a su novio.
Cuando, segundos después, hizo que el auto se detuviera, Mia abrió la puerta y
bajo, contenta de estirar las piernas… ¿o acaso de alejarse de Bram?
La vista era espectacular. La mirada deslumbrada de la joven recorrió la enorme
curva de la costa, las playas doradas y el pálido cielo de un azul de porcelana.
Mia se apoyó contra el barandal para observar a dos halcones. Esperaba que los
ojos de Bram siguieran la misma dirección que los suyos pero, cuando se volvió para
sacar el termo de la canasta, descubrió que él no admiraba el paisaje sino a ella. Un
pequeño choque eléctrico la recorrió. Era como si la taladrara, como si buscara algo.
Temblorosa, Mia le sirvió café. Después empezó a beber el suyo, despacio,
contemplando a su jefe por encima del borde del tarro.
—Tienes unos ojos hermosísimos —comentó al fin, de un modo directo, más
que adulador—. Ojos que cambian —agregó pensativo—. Ayer, en mi oficina, eran
tan grises como un mar invernal; hoy los veo verdes, como los de un gato.
—Sí, parece que cambian de color —concedió Mia, tras recuperar la voz con
gran esfuerzo—. Creo que… depende de la ropa que use o si estoy en interiores o
exteriores —expresó. Ahora no había nada admirativo en ese escrutinio, decidió la
chica con creciente angustia. De hecho, Bram tenía el ceño fruncido con expresión
sombría. Nerviosa, bebió el resto del café.
—¿Por qué siempre te recoges el cabello? —indagó irritado y apuró su café—.
¿Nunca te lo sueltas?
—Así es más cómodo —replicó, quitándole el tarro. A su madre le gustaba ese
peinado, de moño, lo mismo que a Richard. Su madre, en particular, odiaba ver esa
melena suelta, despeinada y sin control. Todo lo que no estuviera bajo control olía a
inestabilidad, en opinión de su madre.
—Es demasiado hermoso para que lo apreses de ese modo —gruñó Bram y la
dureza de su voz convirtió en crítica el halago—. Deberías soltártelo… dejarlo que
fluya… que viva… que atrape la luz. En este momento, iluminado por el sol, refleja
una gama de colores… naranja quemado, oro, cobre, bermellón… se semeja a un
ocaso tropical. Deberías vanagloriarte de tu cabello.
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Mia se ruborizó. Hablaba el conquistador de mujeres, pensó con desmayo,
tratando de que no la afectaran esas alabanzas. Sin duda se burlaba de ella, pues sus
cumplidos extravagantes le quitaron el habla.
—Te incomodan los piropos, ¿verdad, Mía? —preguntó después de una pausa
y curvó los labios—. ¿A tu madre nunca le deslumbró la belleza de su hija, con esa
cabellera roja y esos ojos que cambian de color? —al preguntarlo alzó la mano sana
para sentir la textura del cabello con la punta de los dedos. Por un instante, Mia
pensó, alarmada, que desataría el moño y que el cabello le caería en cascada hasta los
hombros. Pero si él tuvo esa intención, debió arrepentirse. Esa leve caricia terminó,
dejando a Mia sin aliento.
—¿Mi madre? —trató de sonreír. ¿Su madre deslumbrada por la belleza de su
hija? ¡Cualquier día! Su madre no creía en alabanzas, ni en los halagos; temió que las
palabras ociosas desquiciaran a una joven y la metieran en todo tipo de problemas. Y
tenía razón para pensar así. ¿No se dejó seducir por las mentiras apasionadas del
hombre que la enamoró… con desastrosas consecuencias?—. Mi madre considera
que otras cualidades son más importantes que la belleza —respondió encogiéndose
de hombros, luego se inclinó para guardar los tarros en la canasta—. La belleza sale
del alma, dice. Y no te vanaglorias de poseerla.
—Actúas como una niña modelo —se burló Bram y cuando la joven se
enderezó, clavó sus pupilas en la blusa de cuello cerrado. El gesto de su boca se
acercaba a la crueldad. ¿Algo mas que el deseo de irritarla, lo aguijoneaba?, se
preguntó Mia, entrecerrando los ojos.
No… ese hombre gozaba rebajando a personas como ella y su madre. ¿Y qué
más se podía esperar de alguien como Bram Wild, cuya ideas, moral y perspectiva de
la vida eran opuestas a las que a ella le inculcaron?
—Más bien como una hija amorosa —lo corrigió, fría—. Nadie me obliga a ser
como soy.
El modo en que Bram arqueó las cejas sugirió que a él no lo convencía esa
afirmación. Maldito hombre, lo insultó en silencio, furiosa. Pero Bram no había
terminado de atormentarla aún. Antes que ella pudiera impedirlo, pescó su mano
izquierda y la levantó para que los rayos del sol hicieran brillar el diamante.
—¿Alguna vez él te susurra un piropo?
Mia alzó la barbilla, tratando de no pensar en el efecto que ese contacto ejercía
sobre su piel.
—¿Te refieres a Richard? Él… —se imaginó el rostro de Richard. Del querido,
dulce y nada complicado Richard. No necesitaba alabarla. Sabía que la amaba.
¡Quería casarse con ella! De cualquier modo, no era su estilo decir piropos.
Apartó la mano de un tirón. ¿Qué demonios hacía parada allí, permitiéndole a
ese donjuán, a su jefe, que le tomara la mano, le acariciara el cabello y la mirara a los
ojos? ¿Se había vuelto loca?
—Debemos irnos —le recordó, tensa.
—¿Huyes, Mia? —sus ojos brillaron con cinismo.
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—Desde luego que no. Pero si quieres llegar al molino a las dos…
—Me inclino ante tus disposiciones, Mia —expresó en un tono obsequioso que
provocó que la chica se atragantara. ¡El día que ese arrogante cediera ante alguien lo
canonizarían!
De regreso al auto Mia se dio cuenta de que las piernas le temblaban. La
reacción… Tensa, se preguntó por qué la inquietaba a tal grado un hombre que no
era Richard.
Suspiró, confusa. ¡Bram Wild era tan diferente de cualquier hombre que
conocía! ¡Nunca antes se topó con alguien tan… tan imprevisible… tan enervante…!
Sintió una súbita ansiedad por la sólida, segura y poco complicada presencia de
Richard. Sabía dónde estaba parada con él. Sabía lo que podía esperar de su novio y
de ella misma. Una muchacha jamás se sentiría segura y a salvo con un hombre como
Bram Wild. Siempre titubearía, cuestionaría y dudaría de su posición, ignorando si él
cambiaría de un minuto a otro.
—Umm… ¿regresaremos a la ciudad a tiempo para cenar? —preguntó, de
forma tentativa. Pasaría la velada con Richard, decidió. ¡Hasta tocaría el piano si se lo
pedía!
—No lo creo —respondió, lacónico—. Mis colegas de Wollongong querrán que
los acompañe a cenar. Lo cual significa que tú te quedarás también. ¿Alguna
objeción? —escuchó la nota sarcástica y evitó mirarlo para no mostrar su desilusión.
«Te recuerda, Mia, que estás bajo sus órdenes… día y noche. Durante dos meses
pondrás sus necesidades, deseos y caprichos antes que los tuyos y los de Richard. Así
que no merece la pena rebelarte. Aceptaste este trabajo con los ojos abiertos».
—Ninguna —afirmó, seca.
—¿Ansiosa de ver al novio? —se burló—. Una noche lejos de él y ya lo extrañas.
¡Conmovedor! ¿Por qué no lo llamas? —la invitó abrupto—. Dile cuánto te hace falta.
Que jamás se acuse a Bram Wild de separar a dos amantes… a dos futuros amantes
se corrigió, picándole el orgullo—. Adelante, Mia. Apuesto a que le fascinará oír tu
voz.
—Nunca llamo a Richard de mi trabajo —repuso, con las mejillas arreboladas—
. No… no sin una buena razón —¡maldición! ¿Por qué tartamudeaba?
—¿El amor no es una razón suficiente? ¿No se le entibiarán las fibras del
corazón al saber que lo extrañas? —percibió el pesado sarcasmo en su voz y no se
sorprendió. ¿Qué sabía un hombre como Bram Wild del amor? ¿Del verdadero
amor? Mia mantuvo los ojos fijos en el camino, con expresión pétrea.
—Quizás esté con un cliente… prefiero no hacerlo —Richard odiaría que le
llamaran a la oficina para saludarlo, para decirle «te extraño». Se avergonzaría y ella
más, sabiendo que Bram Wild la escuchaba.
—Como quieras —descartó el tema. Pero la chica siguió consciente de que tenía
la vista clavada en su perfil, pensativo: ¿Qué pensaba? se preguntó, apretando el
volante. ¡Quizá sería mejor no saberlo!
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Ya era tarde al regresar a Sydney, demasiado tarde para llamar a Richard. ¿La
extrañaba?, reflexionó mientras se deslizaba bajo las frescas sábanas de lino. Se
consolaría, suspiró, con sus colecciones y su trabajo. Richard no era el tipo de hombre
que se quedaba sin hacer nada, sollozando. Y eso le agradaba a ella. Le agradaba, se
repitió, recostándose sobre la espalda. Agradecía tener un novio comprensivo,
paciente y bien adaptado. Un hombre que no era posesivo, celoso o exigente. No
había muchas mujeres tan afortunadas como ella.
De cualquier modo, lo vería a la mañana siguiente. Era sábado y Bram le dijo
que le daría el día libre para hacer lo que se le antojara. Llamaría a Richard antes que
nada.
El timbre del teléfono la despertó. Tentó a ciegas para encender la lámpara.
Consultó su reloj… ¡apenas las seis! ¿Quién la llamaba a esa hora? ¿En sábado?
—Mia, ponte la bata y baja… ahora, ¡en este instante!
Bram Wild. Debió adivinarlo. ¿Quería que montaran a caballo antes que tomara
su día de descanso? Pero le ordenó que se pusiera la bata, no que se vistiera. Y
parecía ansioso… e inquieto.
—¿Qué sucede? —musitó—. ¿Hay un incendio?
—De cierto modo. Baja ahora o será demasiado tarde. Encontrarás una bata de
toalla en el baño. ¡Por el amor del cielo, Mia, apúrate! Estoy en la terraza.
—Está bien… ya voy —con el corazón acelerado, parpadeando para
despertarse, Mia saltó de la cama y se tambaleó hasta el baño. Se puso la bata sobre el
pijama, sin siquiera mirarse al espejo. Bram parecía muy insistente… y no negó un
incendio. Mejor lo obedecería y se apresuraría.
Voló por la escalera y en el vestíbulo encontró la puerta abierta. Había un
incendio. «¡Oh, no!», pensó, acongojada. «¡Bram no puede perder esta casa! Significa
demasiado para él».
Salió a la terraza, con los ojos muy abiertos por el susto… Sólo para chocar
contra los brazos de Bram Wild.
Por un segundo él la estrechó, rodeándola con su fuerza de acero y, en ese breve
lapso, su rostro bronceado estuvo muy cerca del de ella. Tenía el cabello húmedo y
despeinado, como si no lo hubiera cepillado después de darse un baño. Olía a una
loción sutil y a hombre.
Ya estaba vestido, notó Mia, temblando un poco en sus brazos, consciente de
que su piel se quemaba a través de la toalla. Esos brazos, pensó mareada, jamás
permitirían que una mujer cayera o se lastimara.
Entonces, con un movimiento abrupto que le arrancó una exclamación, Bram la
soltó, y casi la empujó para apartarla. Ella sintió un profundo alivio, porque ya no la
abrazaba, mezclado con la extraña sensación de que acababa de perder el más
vibrante contacto que había experimentado en la vida.
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—Te pedí que te apresuraras, pero no deseaba asustarte —bromeó, con los ojos
brillantes—. Quería que vieras el amanecer… esta mañana es un espectáculo
maravilloso. Nadie debería perdérselo —se volvió mientras hablaba y ella, con un
esfuerzo, apartó la vista para fijarla en el horizonte. La garganta se le cerraba.
—Oh… es… es… —no encontraba las palabras adecuadas. Había visto
amaneceres bellos antes, pero nunca uno como éste, nunca uno que encendiera el
cielo con esa luminosidad y nunca, nunca, con esa emoción intensa. Las lágrimas le
anegaron los ojos, mientras muchas sensaciones, aún no definidas, la estrujaban.
—Tienes la mirada de alguien que acaba de experimentar una experiencia
sublime, Mia.
La joven pasó saliva al percatarse de que él la observaba de nuevo. ¿Se burlaba
de ella? Su voz carecía de un tono burlón, pero jamás se podía estar seguro con Bram
Wild.
Se sonrojó. ¿Por qué la afectaba tanto ese amanecer en particular? ¿Por qué lo
juzgaba tan hermoso que deseaba llorar? Cualquiera diría que veía un amanecer por
primera vez en la vida.
—No haces esto con mucha frecuencia, ¿verdad, Mia? —preguntó Bram con
suavidad.
—¿Qué? —inquirió, a la defensiva.
—Tomar tiempo para beber las bellezas de la naturaleza. ¿Tú y tu… tú y
Richard no sienten la necesidad de compartir estas experiencias sublimes?
Mia lo estudió de pronto. Ahora sí se burlaba de ella. Conocía a Bram Wild lo
suficiente como para saber qué tenía en mente cuando hablaba de compartir una
experiencia sublime. ¡Se refería a algo mucho más apegado a la tierra que contemplar
un amanecer! El color invadió sus mejillas.
—Me pareces muy atractiva con esa bata —comentó él imperturbable—. Y me
gusta tu cabello suelto y despeinado, así. Te ves diferente… más deliciosa, de hecho.
Deberías usarlo de ese modo con mayor frecuencia.
—Ni… ni siquiera tuve tiempo de peinarlo. Me… me pareció que me llamabas
con urgencia… —¡oh, cielos, la hacía tartamudear de nuevo con toda intención para
divertirse! ¡Y lo lograba; maldito!
—Iré a bañarme —anunció, retrocediendo—, y después… —añadió a
propósito—: me gustaría llamar a Richard, si me lo permites.
—No necesitas pedir permiso. Oh, y hablando de Richard… —levantó un
dedo—, tengo dos boletos extra para el teatro, esta noche. Los invito a acompañarme.
Cenaremos algo en el restaurante del teatro.
Mia vaciló ante la puerta abierta. ¿Le lanzaba una orden imperial? Desde luego
que sí, pensó impaciente. Querría que lo llevara al teatro y luego a su casa. Entonces,
¿por qué no ver la función al mismo tiempo, además de cenar? Lo consideró un ángel
por incluir a Richard. Hacía un siglo que no iban al teatro.
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—Muy amable —suspiró, educada—. Se lo preguntaré a Richard. Si está libre, le
encantará… A ambos nos encantará aceptar tu invitación.
—¿Irías sin él? —bromeó, retándola.
—Estoy segura de que me acompañará —replicó, evadiendo la pregunta—. Sé
que el coro no se presenta esta noche, pero quizá tengan que ensayar. Han estado
ensayando horas extra porque preparan una gira en Pascua.
—¿Richard se ausentará en Pascua? —indagó Bram con languidez.
Mia contuvo el aliento. Quizá no debió decírselo. Quizá le habría dado unos
días de vacaciones si pensara que ella los quería pasar con su novio. Asintió en
silencio, dándose de puntapiés en la imaginación.
—Pues… —Bram se frotó la barbilla—… quizá todo sea para bien. Porque
quiero que me lleves a la casa de mi hermana en las Montañas Azules a pasar la
Pascua. Me agrada enterarme de que no mantendré a dos jóvenes… amantes
separados.
Mia notó la pausa reveladora y sus ojos brillaron con hostilidad reprimida. Ese
hombre nunca perdía la oportunidad de restregarle en la cara el hecho de que
Richard y ella no fueran amantes aún. Para él, esa moral anticuada era algo digno de
burla. Un tipo como Bram Wild no lo pensaría dos veces… antes de meterse en la
cama con una mujer. Amándola o no.
Carecía de principios y por esa razón ella lo despreciaba.
—Te diré si iremos al teatro contigo, tan pronto como pueda —dijo, entre
dientes—. Discúlpame.
—La señora Tibbits nos servirá el desayuno en la terraza —le informó—. A
menos que prefieras desayunar con Richard…
—Quizá lo haga —respondió, irritada por ese tono irónico. No importaba con
quién desayunara esa mañana, no sería con Wild Bram. Que lo acompañara su
periódico. Ella… ¡ciertamente no!
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Capítulo 4
—Richard, tengo el día libre, ¿Qué estás haciendo?
—¡Mia! Apenas me pescaste. Estaba a punto de ir a casa de mi padre para
ayudarlo a levantar la nueva pérgola. Una de las muchas cosas que mamá quiere que
hagamos antes de la boda. ¿Por qué no me llamaste anoche? Te esperé durante horas
—Richard se esforzaba por mantener una actitud razonable, notó Mia, pero no pudo
impedir que un cierto reproche se filtrara en su voz.
—Tuve que llevar a Bram a Wollongong y no regresamos sino hasta tarde.
—Así que… ahora lo llamas Bram —la acusó y el reproche se acentuó.
—Todos lo llaman así fuera de la oficina, Ric —le aclaró y aspiró
profundamente—. ¿Y hoy por la noche, que harás? —inyectó entusiasmo en su
sugerencia, preguntándose por qué se sintió obligada a hacerlo.
—¿También te dio la noche libre? ¿La noche del sábado? —Richard parecía
sorprendido.
—Pues, más o menos. Tengo que llevarlo al teatro. Pero nos invitó. Tiene dos
entradas extra.
—Prefiero la sinfonía o el cine. ¿No podemos zafarnos del compromiso? ¿Por
qué no lo dejas y lo recoges más tarde? Iremos a ver esa nueva película de ese tipo
gracioso… ¿cómo se llama?
—Iremos otro día —por lo general Mia jamás se oponía a los deseos de Richard.
Le gustaban las comedias divertidas, pero esa vez se obstinó—: Quiero ir al teatro,
Ric. Nunca vemos una buena obra quiero decir, nada serio. Siempre nos
conformamos con cosas ligeras, aventuras, chistes…
—Vamos a conciertos, a la ópera… eso es serio.
—Sí, pero no hacemos algo diferente, como escuchar jazz, o ver una comedia
musical o una película extranjera.
—Nunca te quejaste antes. Pensé que te gustaba lo que hacíamos.
—Me gusta. Sólo que hay otros espectáculos… —se detuvo para suspirar—. Ric,
fue muy cortés al invitamos, también cenaremos con él —luego agregó, tratando de
persuadirlo—: Te dará la oportunidad de conocerlo.
Él respondió con un gruñido, pero cedió.
—Tú ganas; iremos. Sabes que haría cualquier cosa por ti. Pero, que no se
vuelva una costumbre, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —se sintió muy complacida, aunque sin saber por qué. Esperaba
no arrepentirse por arrastrar a Richard al teatro, a ver una tragedia, sin duda. Ni por
tener que soportar a Bram Wild durante la cena, comprobando que consideraba a
Richard un molusco. ¿Acaso podían llevarse bien? ¡Eran muy diferentes!
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«Cuando conozca a Richard», pensó con lealtad, «Bram se dará cuenta de que es
una persona encantadora. Richard cae bien a todos».
—Entonces, nos veremos esta noche —propuso, cálida—. Te llamaré más tarde
para confirmar los detalles. Hasta luego.
Al bajar a la terraza para despedirse de Bram, lo encontró doblando el
periódico.
—Le avisé a la señora Tibbits —afirmó Mia, a la defensiva—, que desayunaré
con Diana, mi compañera de apartamento, y con su hermana. Después, visitaré a mi
madre.
—¿No verás a tu… prometido?
—Hasta la noche. Está… ocupado —no entró en más detalles—. ¿A qué hora
quieres que regrese?
—A las seis. La cena que ofrecen en el restaurante del teatro se sirve media hora
más tarde —respondió, cortante—. ¿Tú y tu novio pasarán la velada conmigo? —su
mirada parecía sombría y remota. Indiferente.
Mia se lamió el labio inferior. Empezaba a preguntarse por qué aceptó esa
invitación. Pero se oyó contestar:
—Sí, gracias… nos encantará —esperaba que mejorara el humor de Bram para
esa noche.
—Te llevarás mi auto, desde luego —se levantó, dejando el periódico sobre la
mesa.
—Planeaba tomar el autobús para recoger mi propio coche.
—Llévate el mío —era una orden. Nada de discusiones, le advertía.
—Muy bien. Que tengas un buen día —declaró con dulzura y se volvió sin
esperar a ver cómo lo afectaba esa despedida.
Momentos después daba marcha atrás para sacar el auto de Bram de la cochera.
Al llegar a la calle, otro auto se estacionaba y Russ Masters, el gerente general de
Bram, bajó del vehículo para saludarla. Como de costumbre, sonreía.
—Buenos días, Mia. Tienes el día libre, ¿eh? —inquirió. Al asentir, Mia se dio
cuenta de que la contemplaba—. Cielos, Mia, te pareces tanto a… —se detuvo y su
sonrisa titubeó.
—¿A quién? —preguntó mirándolo.
Él calló, tratando de decidir si debía confesárselo o no.
—A Natasha —señaló al fin y la estudió, como si adivinara que ya había oído
ese nombre—. Hoy te pareces aún más a ella, con el cabello recogido.
Mia se tocó la cabellera. Después de bañarse, decidió peinarse de moño para
desafiar a Bram. Sólo que se lo dividió en dos, al estilo de las madonas medievales.
—¿Quién es Natasha? —indagó, precavida.
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—¿Quieres decir que no lo sabes? —cuando ella negó con la cabeza, Russ apretó
los labios—. Pues… creo que nada tiene de malo que te lo explique. Te enterarás
tarde o temprano y mejor que yo te lo comente a que lo descubras por un chismoso.
Bram se iba a casar con Natasha, el amor de su vida.
Mia sintió que algo le revoloteaba en el estómago.
—¿Insinúas que… murió?
—No —la voz de Russ se endureció—. Lo engañó. Se escapó tres días antes de
la boda y se casó con otro. Un viejo amigo de la niñez. Se mudaron a Melbourne
después de la boda. Ese escándalo causó una conmoción por aquel entonces.
A la chica se le puso la carne de gallina.
—¡Qué terrible para él!
—Sí, terrible. No creo que se haya recuperado, aunque jamás lo menciona —
agregó—. Ni siquiera a mí. Por eso sé que le dolió. Desde luego, pasó hace tiempo.
Muchos años. Ha tenido un montón de mujeres desde esa época. Pero todas
diferentes de Natasha y ninguna duró.
—¿Cómo era ella? —preguntó Mia y descubrió que le costaba trabajo respirar.
—Como el aire fresco; joven, tibia, dulce… Delgada, con un hermoso rostro. Se
parecía mucho a ti, Mia: como de marfil, estructura ósea delicada, ojos claros. Pero
creo recordar que los suyos eran azules, no verdes.
Mia se sonrojó. Presintió que había algo extraño en todo eso…
—Hasta su voz… —sonrió Russ—, tan suave y modulada como la tuya.
Siempre se peinaba el cabello igual que tú ahora. Era de un color rojizo también,
ahora que lo pienso, aunque de un tono más pálido.
—¿Así que la conociste… en persona? —pasó saliva al preguntarlo.
—Empecé a trabajar con Bram poco después que se comprometieron —
prosiguió—. Iba a ser su testigo en la boda.
—¿Bev también conoció a Natasha? —indagó, despacio.
—No —respondió Russ, sorprendido—; no había entrado en la compañía. Pero
escuchó rumores… que no han cesado a lo largo de los años. Ya sabes cómo es esto.
Todos dan sus teorías acerca de lo que pasó y exponen sus razones.
—¿Y… por qué pasó? —inquirió de forma tentativa.
—Sólo Bram y Natasha pueden contestarlo —retrocedió un poco—. Te lo repito,
Bram nunca lo menciona. La mayoría de las personas opina que Natasha lo engañó
porque el otro le ofrecía más. Acababa de heredar los millones de su padre… una
fortuna en petroquímicos.
Mía asimiló la información durante unos segundos.
—¿Y hubo otro motivo? —aventuró, aunque sabía que no debía preguntarlo,
pero quería enterarse de lo que se decía de su jefe. Quizá la ayudara a comprender a
Bram un poco.
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—Algunos sugirieron que Bram la perseguía para quitarle su dinero y que ella
lo abandonó justo a tiempo —Russ emitió un bufido para demostrar lo que pensaba
de esa idea—. Natasha provenía de una familia de la alta sociedad, con un apellido
de alcurnia y esa clase de cosas. Casándose, Bram habría obtenido dinero y posición
social de un solo golpe. Bram apenas empezaba a destacar en los negocios y su
familia vivía en el campo.
—Pero, ¿tú crees?…
—¡Por supuesto que no! Todo es un chisme. Bram amaba a esa chica. No creo
que la haya olvidado aún. No puedes culparlo de descartar el matrimonio o de
mostrarse cínico con respecto a las mujeres. Desde Natasha no ha permitido que
ninguna se le acerque demasiado.
—¿Tú también opinas que Natasha engañó a Bram por que el otro le ofreció
más dinero?
—Nunca me dio la impresión de que fuera una mercenaria —se encogió de
hombros—. Sin embargo, lo demás no tiene sentido. Irónico, ¿verdad? Bram vale
ahora más que su rival. Se ha convertido en un gran partido, aunque no quiere que lo
pesquen. Tampoco pregona lo que tiene, ni trata de ser el centro de atracción…
prefiere dejar que sus logros hablen por sí mismos.
—Me pregunto si alguna vez ella se arrepintió —reflexionó Mia en voz alta,
mirando a la distancia.
—¿Natasha? —Russ volvió a encogerse de hombros—. Según lo que he sabido,
ella y su esposo son muy felices. Tienen un par de niños. Quizá la juzgo con
demasiada dureza. Ella fue novia de ese tipo desde niña, antes de conocer a Bram…
Acaso decidió que lo amaba, después de todo.
—¿Y Bram… aceptó esa decisión? —a Mia le costaba trabajo imaginar a un
hombre como Bram Wild renunciando a la mujer a la que amaba sin luchar.
—Bram no acepta nada con humildad. Pero no tenía opción. Natasha se fue.
Huyó y se casó con su rival. Sólo le dejó una nota. Desde luego, algunas personas
dicen…
Mia esperó, pero Russ se retractó de inmediato de su indiscreción y tosió:
—Mira, la gente dirá cualquier cosa sobre lo sucedido, ¡No creerías los rumores
que surgieron por aquel entonces! Eran descabellados, ridículos…
Mia preguntó por curiosidad:
—¿No actuó Bram de alguna forma para sofocarlos?
—Nadie los publicó en los diarios. Y no se puede impedir que las personas
hablen. De cualquier modo, Bram salió del país justo después de lo que sucedió.
Vivió en América durante un par de años, dejándome a mí a cargo de la empresa.
Entonces, sólo poseía un molino. Regresó millonario al país. Y, desde ese momento,
no ha cesado de expandirse y de enriquecerse.
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Un hombre obsesionado, decidió Mia. Eso explicaría «las poderosas
ansiedades» que lo motivaban; la urgencia, la necesidad de demostrarle a la mujer a
la que amó lo que perdió y quizá de vanagloriarse ante el mundo de su éxito.
¿Esas razones todavía lo impulsaban? Seguía agrandando su imperio. Se
hablaba de la nueva inversión en Italia. La necesidad de superarse, más y más, ¿se
había vuelto una obsesión?
¿O aún amaba a Natasha y lo aguijoneaba el orgullo de probarle que era mejor
que nadie, aun cuando ella estaba bien casada y vivía en otro estado? ¿Esperaba, a
pesar de todo, que un día ella?…
La conmovió el dolor de Bram, pero suprimió esa emoción adivinando que él
no desearía su lástima, ni la de nadie. No pertenecía a esa clase de hombres.
—Mejor me voy —sugirió, sintiéndose desleal por hablar de Bram a sus
espaldas. ¡Tampoco él lo toleraría!
—Y yo mejor me voy a hablar con Bram —Russ se enderezó—. Tenemos
asuntos que tratar y luego lo llevaré a velear. Quiere sacar el barco. Mi esposa está de
viaje con los niños, así que cambiaré de rutina. Hoy prefiero navegar a ver a mi hijo
jugar rugby.
—Parece divertido —Mia sofocó el impulso de acompañarlos para velear por
primera vez… sentir el viento entre sus cabellos y gozar con otra nueva experiencia.
¿Si no hubiera hecho planes para visitar a Diana y a su madre, la habría invitado
Bram?
Suspiró. Quizá no. No querría tenerla a su lado cuando no la necesitara. Sobre
todo, por su parecido con Natasha, la muchacha que lo traicionó.
Sin embargo, si Mia le recordaba a Natasha, ese doloroso período de su vida,
¿por qué le ofreció el empleo? ¿Significaba que al fin la había olvidado? ¿O?… Mia se
mordió un labio cuando se le ocurrió otra siniestra posibilidad. ¿Qué tal si Bram, de
una manera torcida, descubría el rostro de Natasha cada vez que la miraba a ella?
Cada vez que la regañaba y la humillaba, ¿no se desquitaba de Natasha, la mujer que
lo abandonó? Ciertos hombres obtenían una satisfacción sádica al imaginar a sus pies
a la mujer que despreciaban.
¡No, eso era enfermizo! Descartó la idea tachándola de ridícula. De seguro Bram
no podía ser tan insensible, tan torcido. Se estaba volviendo paranoica. Apostaba a
que él no encontraba parecido alguno entre las dos. O quizá ya no le afectaba, pues
de lo contrario no le hubiera ofrecido el empleo.
Pero, a pesar de sí misma, sintió que un pequeño estremecimiento de duda la
recorría.
Sentía los ojos de Bram clavados en su espalda al agitar la mano para saludar a
Richard, en el vestíbulo del teatro, donde quedaron de encontrarse. Mia avanzó y
levantó la cara para que su novio la besara. Por un momento insensato deseó que
Richard extendiera los brazos y la estrechara como un loco apasionado. Pero desde
luego no lo hizo. Se contentó con inclinar la cabeza y rozarle la mejilla con los labios.
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Nunca demostraba sus emociones en público. Ni en privado. Hacía mucho que Mia
había aprendido a restringir su exuberancia natural cuando estaba con él, así como
en presencia de su propia madre.
—Te soltaste el cabello —observó Richard, en un tono acusador.
—Te pareces a mamá —comentó con ligereza—. Me considera una coqueta
cuando me peino así.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—¡Oh, Ric! Me cansa estirarlo, es todo —no tenía intención de explicarle la
verdadera razón. En especial, con Bram Wild revoloteando a su alrededor.
La mirada de Richard se fijó en el empresario.
—¿No vas a presentarnos?
—Sí, desde luego —al volverse para cumplir con esa formalidad, notó que los
dos hombres se medían. Richard, reservado y secamente cortés, con su inmaculado
traje oscuro y su sobria corbata; Bram a sus anchas con su chaqueta de ante y
pantalón de color claro, más bronceado que nunca después de pasar el día veleando
y el cabello despeinado rizándose sobre el cuello de la camisa.
Mia empezaba a acostumbrarse a verlo así. Le iba bien, reconoció para su
propia sorpresa. Alborotado e indómito, igual que él. Trató de imaginar el cabello de
Richard del mismo modo y no pudo; esa noche, como de costumbre, cada cabello de
su rubia cabeza lo tenía en su lugar. Se preguntó qué pasaría si lo acariciara con los
dedos. Richard volvería a peinarse; odiaba estar desarreglado.
—¿Lista para cenar? —preguntó Bram y ella parpadeó para prestarle atención.
Ya ante la mesa, Mia logró maniobrar para sentarse frente a Richard. Sabía que
de esa manera se sentiría más cómoda. Su novio le proporcionaba la solidez y la
confianza que requería. Bram Wild, en cambio, le inspiraba un sinfín de otros
sentimientos, más no solidez y confianza.
Al menos el humor de Bram había mejorado, observó aliviada. Se preguntó si se
debía al ejercicio que había hecho al velear o si se relacionaba con la manera en que
ella se peinaba esa noche. Se soltó el cabello con toda intención porque no quería
recordarle a Natasha.
—¿Alguien quiere pedir yabbies? —inquirió Bram, mientras revisaban la minuta.
Su voz, reflexionó Mia, era muy atrayente cuando no gritaba o ironizaba… profunda,
vibrante y sensual, con cierta nota misteriosa en ciertas sílabas.
—Yo —se asombró a sí misma al aceptar—. Nunca los he probado.
—Uno debe probar de todo —comentó Bram, en broma—. ¿Richard?
—Prefiero el pescado —Richard no corría riesgos cuando se trataba de comida.
«Cuando se trata de cualquier cosa», se corrigió Mia, con un leve suspiro.
Empezó a comparar la voz de Richard con la de Bram. Su novio poseía un
timbre agradable, lo cual no era sorprendente para alguien que cantaba en un coro,
pero carecía de una entonación profunda o conmovedora. Sin embargo, jamás la
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usaba para expresar insolencias o sarcasmos y siempre resultaba grato escucharlo.
¿No pesaba más eso en última instancia?, se preguntó con lealtad.
A pesar de todo, no fue una velada desagradable. Bram se desvivió por
complacerlos. Podía hablar de cualquier tema y, si alguno no les interesaba lo
cambiaba con diplomacia. Una o dos veces Richard indagó acerca de los negocios del
magnate y Bram respondió con franqueza y sin presunción; pero cuando el novio de
Mia trató de inmiscuirse en los aspectos personales de la vida del millonario, éste
desvió la charla hacia otro tema.
Mia se dio cuenta, después de un rato, que lejos de mostrarse agresivo, como de
costumbre, bombardeando a Richard con preguntas humillantes, Bram se propuso
no antagonizarlo, demostrando que podía ser encantador. Ella notó que Richard se
relajaba a tal grado que, para el final de la cena, Bram había logrado extraerle
bastante información… acerca de su trabajo de contador, de su amor por la música,
sus colecciones y, sin duda, también sobre su personalidad.
«Bram no antagoniza a Richard porque no quiere perder a su nuevo chofer»,
concluyó la chica con cierto resentimiento. «Todavía duda de mí», se sulfuró. «Cree
que no me opondré a Ric si me pide que renuncie».
—Una tragedia estrujante —comentó Bram cuando emergieron del teatro—.
¿Qué te pareció? —le preguntó a Mia.
—Brillante —la obra fue toda una experiencia para la joven. Pero adivinaba que
a Richard le había disgustado, aunque se guardó sus críticas, permaneciendo con los
labios cerrados y asintiendo en silencio de cuando en cuando, mientras su novia y
Bram barbotaban alabanzas acerca de la actuación, el poder de la historia y la belleza
de los escenarios.
—Beberemos un café en mi casa —señaló Bram, guiándolos hasta el auto—.
Nos acompañarás, ¿verdad, Richard? Así verás dónde vive Mia. Ya sabes que puedes
visitarla cada vez que sea… conveniente.
Mia se volvió a Richard, pero no logró mirarlo a los ojos. Se preguntó si su
prometido sabía que Bram implicaba «cuando fuera conveniente para él, no para
ellos».
—Gracias —aceptó Richard—. Si me das tu dirección, los seguiré en mi coche.
Mia se mordió un labio. ¡Qué formal y almidonado se oía! Así había actuado
durante toda la velada. ¿O siempre actuaba de ese modo y ella nunca lo había
notado?
—¿Quieres decir que jamás le preguntaste a Mia en dónde vive? —los ojos
azules de Bram taladraron a Richard.
—Tengo una vaga idea —ahora Richard parecía incómodo—. Me dio su
número de teléfono.
—¡Vaya!, entonces, es todo lo que importa, ¿verdad? —concluyó Bram, apenas
velando el sarcasmo en su voz.
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—¡Que hermoso piano! —la delgada cara de Richard se iluminó al entrar en la
espaciosa sala de Bram—. Mia, ¿ya lo tocaste?
—Claro que no —se sonrojó la chica—. Nunca antes estuve aquí —¿acaso
olvidaba Richard que sólo era el chofer de Bram? ¿Una asistente temporal?
—Desde luego —Richard se mortificó un poco—. Bueno… ¿tú tocas? —le
preguntó a Bram.
—Por desgracia, no. Pero aliento a mis huéspedes a que lo hagan. Por favor —
invitó a Richard—. Podrías cantar también.
Richard no pareció captar la ironía del anfitrión, igual que no captó su sarcasmo
anterior.
—Mia es la pianista, no yo. Pero me agradará cantar para que me escuches.
—Ric, Bram no quiere… —empezó Mia.
—Oh, desde luego que sí. Por favor… te lo ruego —Bram ya se había hundido
en uno de los sillones de suave cuero—. Estoy seguro de que forman un… dúo
perfecto.
Richard caminó hacia el piano, arrastrando a una renuente Mia.
—Cantemos La donna é mobile de la ópera Rigoletto —sugirió—. Le gusta a la
mayoría de las personas y no es muy difícil de tocar… ¿o sí? —era consciente de que
ella no había practicado en varios días.
—No, no es difícil —corroboró Mia y sofocó un leve suspiro. Tampoco
resultaba muy interesante tocarla. De hecho, la juzgaba aburrida. Como la mayoría
de los acompañamientos de Richard. Sin embargo, se sentó y tocó, obediente. La
interpretación de Richard fue, como siempre, impecable. Su voz, más lírica que
potente, poseía un timbre afinado, agradable al oído. «En pequeñas dosis», sugirió
una vocecilla caprichosa.
Cuando la canción terminó, Bram aplaudió con entusiasmo, golpeando el sofá
con la mano sana.
—¡Bravo! —rugió—. Posees una magnífica voz, Richard. Pero Mia, apenas te oí.
¿Por qué no tocas otra pieza?
—Oh, no, yo…
—Por favor —insistió y pareció una orden en lugar de una súplica.
—Hazlo —le pidió Richard al ver que titubeaba, aunque lo dijo sin mucho
entusiasmo. No la consideraba una pianista, sólo su acompañante, puesto que no
llenaba sus meticulosos requerimientos. Por esa razón la chica prefería tocar cuando
nadie la escuchaba. Entonces no le preocupaban unos cuantos errores—. Toca esa
dulce piececita de Debussy —sugirió su novio.
Algo se rebeló dentro de Mia. ¡Algunas veces Richard la trataba con insufrible
condescendencia! Estuvo a punto de negarse a tocar; pero ahora, empujada por una
rebeldía interna, resolvió ejecutar una apasionada polonesa de Chopin.
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Se lanzó de lleno, tocando con pasión y entrega, olvidando que Richard y Bram
la escuchaban. Como resultado, se sorprendió a sí misma al concluir la pieza sin error
o titubeo.
Al morir el acorde final reinó el silencio. Mia lanzó una mirada a su alrededor,
vio el rostro sonrojado de Richard y adivinó que lo había desconcertado. Siempre se
sentía incómodo ante una demostración apasionada… igual que la madre de ella. Su
progenitura suponía que el salvajismo del padre salía a flote en la hija.
No miró a Bram. ¿También lo sorprendió? De ningún modo, pensó sarcástica.
Bram no era la clase de hombre que se desconcertaba con facilidad, mucho menos
¡por escuchar una pieza musical!
—¡Una ejecución magnífica, Mia! —la rica voz del anfitrión rompió el silencio y
no pudo agregar otra palabra porque la señora Tibbits escogió ese momento para
llevarles el café—. Richard, ¿quieres un oporto? —preguntó, levantándose de su
asiento.
—No, gracias, Bram. Voy a conducir.
—¿Por qué no regresas a casa por la mañana? —propuso el magnate, con
ligereza—. Estoy seguro de que a Mia le encantará que te quedes con ella.
Mia le lanzó una mirada virulenta al mismo tiempo que Richard tartamudeaba
de prisa:
un…
—Gracias, pero… —apuró su café—… ya es hora de… de que me vaya. Ha sido
—Oh, entonces, ¿no quieres ver el apartamento de Mia antes de despedirte? —
indagó Bram—. Aunque sea para comprobar que está sana y salva en mi casa. De
cualquier modo, deben morirse de ganas por estar a solas —sus ojos azules brillaron
bajo las cejas demoníacas y Mia casi se ahoga con el café. ¡Era un monstruo! Sabía
muy bien que ellos… que Richard… que los dos habían decidido esperar a casarse
antes de…
—Estoy seguro de que el apartamento de Mia es tan apropiado como el resto de
la casa —lo tranquilizó Richard, presuroso, casi tropezándose al ponerse de pie—. Lo
revisaré en otra ocasión, quizá… cuando no sea tan tarde.
Mia sofocó un suspiro. Al menos pudo subir a echar una ojeada. Fingir siquiera,
que eran amantes. Pero desde luego Richard jamás haría eso. Siempre se comportaba
con rigidez, propiedad y cordura. No sólo estaba decidido a que ella llegara virgen al
matrimonio, sino también a que el mundo lo comprobara.
Algunas veces Mia se preguntaba por qué cedía ante los caprichos de Richard.
Sin embargo, en el fondo de su alma lo sabía. No sólo la detenía él, sino que
comprendía que lo sacudiría hasta la médula de los huesos si lo envolvía en un
abrazo apasionado y lujurioso. Además, también estaba su madre; esa mujer que
jamás se repuso de la vergüenza de embarazarse a los dieciocho años o de saber que
el padre de Mia no se habría casado con ella si no lo hubieran presionado los padres
de ésta. Ver a su hija caer en el mismo pozo la devastaría, aun si ambos contrayentes
deseaban ese matrimonio.
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—Te acompaño a la puerta, Richard —declaró Mia, con un suspiro.
—¿Por qué no vamos a velear mañana? —propuso Bram, deteniéndolos con esa
invitación.
—Tú… ¿puedes velear con una mano escayolada? —parpadeó Richard.
—No lo hice tan mal con la ayuda de Russ —replicó el anfitrión, torciendo un
poco la boca—. Mañana, si están dispuestos a prestarme un par de manos, guiaré el
velero sin problema.
—¡Oh, Ric, vamos a velear! —el delicado rostro de Mia brilló ante la idea.
Pero Richard ya negaba con la cabeza, con expresión desconsolada. Con falso
desconsuelo, sospechó la joven.
—Tengo ensayo con el coro por la tarde… y por la mañana planeaba asistir a un
remate de antigüedades. Esperaba que me acompañaras —le rogó a Mia con la
mirada.
La chica se mordió un labio. Bram guardaba silencio. ¿Ansiaba que ella eligiera
lo que deseaba hacer? En el pasado se habría plegado a las exigencias de Richard con
tal de estar juntos. Pero maldición… ¿por qué no podía velear por una vez en la
vida? Su novio no la extrañaría, estaría muy ocupado examinando las polvorientas
antigüedades y, por la tarde, asistiría al ensayo del coro y la dejaría sola.
—Ric… —aspiró—, Bram me necesitará para ayudarle con el velero.
—No te preocupes por mí —intervino su jefe—. Hay muchos a quienes les
encantaría pasar el día veleando.
—Pero yo quiero ir —asentó Mia, levantando la barbilla.
—Bueno… ¿por qué no? —suspiró Richard—. Quizá podríamos vernos por la
tarde… —volvió la cabeza hacia Bram, interrogándolo.
—Lo siento. Salimos para Melbourne mañana por la mañana —le informó—.
Tengo una reunión el lunes —mientras Mia digería esa información, Bram
continuó—: Mira, Richard, ¿por qué no veleas con nosotros? Te dejaré en el muelle a
tiempo para que vayas a ensayar.
Mia aplaudió en silencio. ¡Qué magnífica solución!, pensó. Hubiera abrazado a
Bram para felicitarlo.
Pero Richard negó con la cabeza.
—Gracias, Bram, pero no quiero perderme esa subasta. Tú ve, Mia, si lo deseas.
Te veré cuando… cuando podamos —terminó, torpe.
La muchacha no intentó hacerlo cambiar de opinión. Sabía que Richard odiaba
velear y que estaría mucho más contento entre las antigüedades.
—Te acompaño al coche —lo tomó del brazo—. Buenas noches, Bram. Fue una
velada agradable —la mayor parte del tiempo.
—Regresa y bébete un oporto conmigo —sugirió Bram con malicia y ella lo
fulminó con la mirada. ¿Qué pretendía? ¿Encelar a Richard?
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—Te veré mañana —replicó Mia con firmeza y arrastró a su novio fuera del
salón.
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Capítulo 5
—¡Oh, Bram, esto es maravilloso! —Mia le ofreció la cara al viento, con una
incontrolable sonrisa en los labios—. Jamás imaginé que velear fuera tan divertido.
No pudieron tener un día mejor para navegar. Soplaba la brisa y había
suficientes nubes para cubrir el cálido sol de marzo.
—¿Quieres decir que jamás habías veleado? ¿En serio? —el viento transportó
las palabras de Bram, desde el timón. «Parece un pirata», pensó Mia, «con su camisa
abierta, el torso bronceado y las piernas en compás». Aun la escayola aumentaba la
ilusión de esa imagen, pues semejaba un trofeo de guerra ganado en una sangrienta
batalla.
—¡Nunca! —gritó. Eso era un deleite.
—Qué lástima que a tu novio no le guste el mar —comentó Bram.
Aún estrujada por la euforia, Mia contestó sin reflexionar:
—A Richard no le agradan las actividades físicas —deseó haber usado otras
palabras cuando notó que Bram fruncía los labios. ¡Sabía la clase de actividad física
que se conjuró en la fértil mente de ese macho!
—¿Tienes hambre? —preguntó Bram y la chica agradeció que cambiara de
tema. Ni siquiera había pensado en comer, a pesar de que pasaron la mañana
veleando. Se divertía demasiado, aun las veces en que Bram tiraba de sus propios
cabellos y la insultaba, lanzando maldiciones que ella jamás había oído. Mia pronto
comprendió que giraba el timón de manera incorrecta, se equivocaba al tirar de una
cuerda o se interponía en el camino de su jefe, dándole un justo motivo de enfado.
—Mucha —respondió al percatarse de que tenía hambre. ¡De hecho, se moría
de hambre!
Bram guió la nave hacia una bahía tranquila, rodeada de acantilados arenosos y
ella lo ayudó a bajar las velas y echar el ancla. Los únicos sonidos eran el trinar de las
aves y el ruido de las olas al acariciar los costados de la embarcación. Bram le ordenó
a Mia que buscara la hielera que les preparó la señora Tibbits.
—Comeremos en cubierta. Un día de campo al sol es mucho más agradable que
estar encerrados allá abajo. Sugiero que te pongas un sombrero —agregó, notando el
bronceado de las mejillas de la chica. Un bronceado muy favorecedor, decidió.
—Lo haré —concordó, aliviada de no tener que compartir el espacio confinado
del camarote, con él. «No me da miedo estar cerca de Bram», se dijo mientras bajaba
por la escalerilla. Sólo que allí, en la cabina, él podía volver a comportarse con su
acostumbrada arrogancia y a ella le gustaba más la alegría de Bram al aire libre.
Cuando emergió con la hielera y un sombrero de ala ancha puesto, Bram
comentó, satisfecho:
—Para alguien tan frágil e indefensa, me has ayudado mucho a bordo.
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Mia acomodó la hielera sobre la cubierta, inclinando la cabeza para ocultar su
rubor. ¡Viniendo de Bram, ésa era una gran felicitación!
—Te dije que soy más fuerte de lo que parezco —replicó, pero se sentía muy
halagada en su interior. Había hecho su máximo esfuerzo esa mañana, saltando para
obedecer a Bram, tratando de cooperar en todo, en ese extraño mundo de cuerdas y
velas. Le agradaba saber que, a pesar de haber cometido varios errores, Bram
consideraba que había hecho un buen trabajo.
Al empezar a escarbar en la hielera, la sombra de Bram cayó sobre ella,
estremeciéndola de excitación. La chica lo contempló alzando las pestañas, que eran
bastante oscuras para una pelirroja, y sintió que otro temblor la recorría al mirarlo a
los ojos.
—Tus pupilas brillan como esmeraldas, Mia —sonreía con burla; pero, aparte
de eso, su expresión era inescrutable.
Mia pasó saliva antes de hablar. No quería que Bram concluyera que él
provocaba el brillo en sus ojos verdes, porque no era cierto…
—No recuerdo la última vez que fui de día de campo —se oyó barbotar y
apartó la vista.
—A Richard no le gustan las actividades al aire libre —sentenció Bram.
La joven se sonrojó, lanzándose a defender a Richard como si de ello
dependiera su vida.
—Los días de campo no atraen a toda la gente. Muchos odian el viento, las
moscas y la calidez del sol…
—Pero, ¿a ti no te molestan?
—Pues no… forman parte de la diversión.
—No siempre te diviertes con tu novio, ¿verdad, Mia?
—Hacemos muchas cosas —replicó, evadiendo una respuesta directa.
—¿Cosas que tú quieres hacer o que él propone?
—Los dos —contestó, casi escupiendo la frase. Luego añadió—: Voy a mi clase
de aerobics sin Richard, con frecuencia llevo a mi madre al campo sin Richard, salgo
con mis amigas sin… —dejó que su voz se desvaneciera. ¡Oh, Dios, qué aburrido
debía parecerle todo eso al inquieto Bram Wild!
—Fantástico —comentó, confirmando lo que la chica pensaba—. Yo diría que te
estás perdiendo de mucho, Mia —le rozó un brazo al inclinarse para sacar algo de la
hielera, sin esperar la respuesta de su empleada. De cualquier modo, ¿qué respuesta
podía darle? ¡Empezaba a estar de acuerdo con él!—. Debes probar el excelente paté
de la señora Tibbits —le aconsejó, extrayéndolo de la hielera—. Y, por favor, sirve el
vino.
Ella asintió y accedió. Comieron el delicioso festín de carnes frías, verduras
crudas y huevos a la diabla, mientras charlaban. Mia empezaba a relajarse de nuevo
cuando Bram echó todo a perder.
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—¿Por qué te casas con él, Mia?
La joven casi se ahoga al tragar un pedazo de pan. Sintió que la taladraba con
los ojos y la respuesta obvia: «porque lo amo», murió en sus labios. Bram Wild no se
conformaría con vaguedades, aunque fueran ciertas. Tendría que contestarle algo
más específico.
—¿Intentas conquistar la corona del martirio? —le urgió.
—Claro que no —respondió, echándole las migajas de pan a las gaviotas—.
Richard es un hombre maravilloso y se convertirá en un excelente esposo —sé
específica, se regañó impaciente. Buscó las palabras precisas para describirla—: No
tiene ni un gramo de malicia; es bueno, responsable, inspira confianza…
—¿Eso es lo que quieres? —la atajó Bram, torciendo la boca—. No mencionas el
amor, la pasión o el deseo.
—Lo amo —exclamó, empezando a meter los restos de la comida en la hielera
para evitar verlo a los ojos.
—Pero no con pasión o entusiasmo.
Ella se puso de pie. No sabía cómo responder con sinceridad a esa afirmación.
Su madre siempre le había aconsejado que no confiara en la pasión… que no
duraba… que sólo conducía al dolor y a la desilusión. Pero algunas veces ella
dudaba…
—¿Qué te hace pensarlo? —indagó Mia, sacudiéndose las migajas de la ropa.
—Te he visto con él, ¿recuerdas? Podía haber sido tu hermano o tu hermana por
la emoción que se demostraban.
—No mostramos nuestros sentimientos en público —lo atacó, con las mejillas
encendidas.
—¿No? —se levantó, intimidándola con su estatura—. No temiste mostrar tus
sentimientos a través de la música, anoche. Reflejaste más pasión con la polonesa de
Chopin que con tu novio, al que no habías visto en dos días.
—Es… diferente —protestó—. Richard y yo… no nos gusta exhibirnos en
público. Lo cual no significa que no nos amemos con profundidad.
—¿En serio? —sus ojos le hurgaban el alma—. No creo que Richard sea
diferente, aun en la intimidad de tu dormitorio… si alguna vez ha entrado en él, lo
cual lo dudo. Un hombre así… no cambiará, Mia, aunque se case contigo. Siempre
será un molusco egoísta, sin fuego, sin calor. Pero pienso que tú sí vibras y sientes.
¿Por qué no lo comprobamos?
La chica no tuvo tiempo de reaccionar. Antes que se moviera, él la atrapó. Con
el brazo escayolado la rodeó de los hombros, moldeándola a su cuerpo; con la otra
mano le acarició la melena, dejando caer el sombrero al suelo. Luego la hizo levantar
la cara para acercar la boca hasta sus carnosos labios.
Todo sucedió con tanta rapidez que Mia no pudo resistirse, doblándose bajo ese
asalto. Fue un beso explosivo y seductor, la lengua de Bram se hundía en la húmeda
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suavidad de la boca de la joven, obligándola a entreabrir los labios, dominándola con
tanta maestría que apenas la dejaba respirar.
Mia:
Ella aspiró y él retrocedió un poco, para susurrar contra los adoloridos labios de
—¿Alguna vez te besó así? —y la besó de nuevo, violando su boca como el
pirata que le recordó antes, impidiéndole moverse. Le soltó los cabellos y después
trató de desabrocharle la blusa.
De alguna parte, desde lo más profundo de su ser, Mia sintió que respondía;
una sensación jamás experimentada con Richard, y pensó: «¡No!» Comenzó a luchar
con el corazón agitado y la sangre hirviente. Pero carecía de fuerza, sus piernas
parecían haberse convertido en agua y una exquisita languidez la invadió, una nueva
emoción la taladró y ya no pudo luchar contra ese hombre.
—¿O te tocó así? —deslizó una mano sobre la blusa, rozándole la sedosa curva
del seno, sobre el sostén de encaje, hasta sentir el pezón endurecerse. Con los dedos
lo rodeó y Mia experimentó un delicioso cosquilleo que despertaba en las puntas de
sus senos, bajo esas caricias que resquebrajaban el letargo en que se sumía. Arqueó la
espalda por instinto y nuevos temblores le recorrieron el cuerpo.
Como si su voz perteneciera a otra persona, Mia dejó escapar un suave gemido
y eso pareció actuar de señal. Al oírlo, Bram retrocedió, apartando la mano como si
se quemara y se alejó de su compañera.
—¡Allí lo tienes! —había un triunfo primitivo en esa declaración y una velada
oscuridad en sus pupilas al retroceder y murmurar—: Te lo he probado… —sus
labios se curvaron con crueldad para darle a entender sin la menor duda, que ese
beso sólo había sido una demostración y que no debía tomarlo como algo personal.
—¿Cómo… cómo te atreves? —jadeó, demasiado tarde. Las piernas se le
doblaban, ahora que Bram ya no la sostenía. Se dejó caer sobre una banca, con el
pecho agitado y las mejillas arreboladas, tratando de ocultar ese torbellino de
emociones detrás de una irritada indignación. El enfado y la ira resultaban más
fáciles de manejar que las emociones que él despertaba.
Bram actuó igual que si no la hubiera oído.
—Baja la hielera al camarote y regresa para que sostengas el timón por un rato
—ordenó por encima del hombro, empezando a levar el ancla—. Apenas tenemos
tiempo de regresar a casa, hacer el equipaje y llegar al aeropuerto.
Durante el resto de la travesía Bram se dedicó a gritarle órdenes; sin embargo,
el trayecto por la bahía calmó los destrozados nervios de la joven. Al atracar Mia
logró mirarlo a la cara sin temblar, mientras él anunciaba, abrupto:
—Cenaré con alguien esta noche… así que no te necesitaré sino hasta la reunión
de mañana.
Con una amiga, sin duda… Mia atribuyó la constricción de su garganta al
desprecio. ¡Como si necesitara refregarle sus conquistas en la cara! Era consciente de
que el beso que le dio nada significaba; sólo sirvió para desprestigiar a Richard y
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para humillarla, pues ese hombre, su jefe, no soportaba que alguien fuera feliz
después de la traición de Natasha.
Al acabar de reflexionar, una sospecha se filtró en su mente. Natasha vivía en
Melbourne. ¿Era ella la amiga con quien Bram planeaba cenar? ¿Había logrado
introducirla de nuevo en su vida? ¿En secreto, a espaldas del marido? ¿Esperaba… se
esmeraba en destruir el matrimonio de Natasha? Mia se llevó la mano al cuello. Y si
tal era su intención, ¿qué lo impulsaba? ¿Amor? ¿O… venganza? ¿Bram aún deseaba
a Natasha… o quería reconquistarla para abandonarla, como ella lo hizo una vez?…
«Sería implacable», decidió Mia. «No tolera ver que alguien viva una vida feliz
y estable. Por esa razón trata de separamos a Richard y a mí».
«Pues no lo logrará», prometió, apretando los puños. «¡Amo a Richard y me
casaré con él! ¡Me casaré!».
Se dio cuenta de que temblaba y empezó a girar su anillo de compromiso
alrededor del dedo, como si tocándolo se aproximara a Richard para encontrar cierta
paz.
Bram Wild era un malvado, concluyó y escapó a su dormitorio para hacer el
equipaje. La visión que ese hombre tenía de la vida y el amor la había distorsionado
la traición de Natasha. Y ahora… Mia ¡lo consideraba capaz de cualquiera cosa!
En el vuelo a Melbourne, Bram extrajo unos papeles de su portafolios e ignoró a
Mia durante la hora que duró el trayecto, rechazando el ofrecimiento de una bebida
con un murmullo de: «No quieres nada, ¿verdad? Cenaremos al llegar».
Mia negó con la cabeza y se dedicó a mirar por la ventana, contenta de que el
cielo estuviera tan despejado que le permitiera observar el paisaje a sus pies. Sólo
cuando el avión descendió para aterrizar, la chica se puso tensa y se aferró a los
brazos del asiento.
—¿No estás acostumbrada a volar? —Bram se volvió hacia ella, adivinando su
nerviosismo.
—No lo he hecho con frecuencia —admitió—. Sólo me molesta el aterrizaje.
Mientras estoy en el aire, no me preocupo.
De repente, Bram le cubrió una mano con la suya para que sintiera el calor que
emanaba de su piel. Un espasmo la sacudió ante ese contacto, recorriéndole el cuerpo
con mil sensaciones. Mia descubrió que no podía moverse, que no podía hablar.
—No pasa nada —la tranquilizó, atribuyendo su reacción al miedo al
aterrizaje—. Muchas personas sienten lo mismo que tú. ¿Has viajado al extranjero,
Mia? —ella sabía que trataba de distraerla con la charla, pero Mia era demasiado
consciente de la sensación de esa mano sobre la suya para negarse a seguirle el juego.
—Un… un par de veces —afirmó, luchando por controlar la voz.
—¿Has estado en Europa? ¿En América? —captó la sorpresa que reflejaban las
preguntas de Bram y se ruborizó.
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—En Nueva Zelanda y en Fiji —respondió.
—¿Nada más?
Mia asintió, apretando la boca.
—Oh, Mia —no lo miró, pero apostaba que movía la cabeza, incrédulo—. ¡Hay
tanto que no has hecho, que no has visto!
—Me queda tiempo —replicó, alzando la barbilla. Pero ¿le quedaba?, la
aguijoneó una vocecilla. ¿Qué tiempo tendría si se casaba con Richard y empezaba a
formar una familia de inmediato? Pasarían años antes que ella y Richard viajaran al
extranjero… si acaso lo persuadía para que emprendieran esa aventura. Hasta ese
momento, a él no le atraía viajar fuera de Australia.
—¿Te acompañó Richard a esos viajes? —indagó Bram.
—Fui a Fiji con Diana y a Nueva Zelanda con mi madre y con mi hermano Paul.
—No con Richard —concluyó, irónico.
—No.
Un ligero golpe en las ruedas del avión anunció que habían aterrizado. Mia se
dio cuenta de que la mano de Bram aún cubría la suya y, sonrojada, la apartó.
Cuando el avión se detuvo ella aún sentía que su piel ardía en el lugar en que él
la tocó. Increíble, pero cierto.
No hablaron camino a la ciudad. Bram reservó dos habitaciones contiguas en el
Hyatt y ambos se separaron poco después. No volvió a verlo sino hasta la hora del
desayuno. Él no mencionó dónde estuvo la noche anterior y ella, desde luego,
tampoco se lo preguntó.
Regresaron a la oficina de Sydney por la tarde y a Mia le costó trabajo creer que
tomaba dictado como si nunca hubiera salido de allí. No se sentía cansada; al
contrario, se sentía más despierta, más alerta, más viva que en muchos años.
Richard lo notó esa noche, cuando Mia fue a verlo. Primero había dejado a
Bram en una función privada. Debería recogerlo a las once.
—Tengo una hora libre antes de ir al ensayo del coro —le informó Richard
cuando ella lo llamó—. Practicaremos cada noche hasta que salgamos de gira, el
jueves. ¿Por qué no compras una pizza por el camino? Yo prepararé la ensalada.
Mientras comían pizza y ensalada, Richard comentó:
—Hoy no brilla tu cabello… brillas tú.
—Me bronceé ayer, en el mar.
—No, es algo más —apretó los labios—. Ese hombre… Bram Wild… ¿No trató
de?… no ha hecho nada, ¿verdad?
—¿Trató de?… —¡Oh, Dios! ¿Se notaba?
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—Escuché ciertas historias extrañas acerca de él, Mia. Es un mujeriego…
considera a las mujeres como juguetes. Las usa y las deja… del mismo modo que su
novia lo dejó… a un paso del altar.
—Cielos. Has estado investigando.
—Porque eres mi futura esposa, Mia. Por lo tanto, estoy ansioso de conocer al
hombre para quien trabajas. Y ahora, habiendo salido con él…
—¿Sí?
—No me inspira confianza, Mia —confesó, frunciendo el ceño—. Hay una
inquietud, un salvajismo a su alrededor. Y, cuando suelta el encanto que fluye de él,
bueno… ¡hasta a mi me conquistó! También es rico, poderoso… y soltero. A una
mujer podría resultarle irresistible.
—Sólo trabajo para él, Richard, nada más —¿nada? Evocó los besos
apasionados del día anterior y se mareó. No, pensó, luchando por actuar con
sensatez y evaluar la cruda realidad. Lo que sucedió no contaba, nada significaba.
Había sido una demostración, no una invitación. Mejor olvidar lo sucedido, borrarlo
de la memoria… para siempre.
—Te amo, Richard —asentó—. Estamos comprometidos para casarnos. Y Bram
lo sabe. Así que no debes preocuparte —deseó que su voz pareciera más convincente.
—Pues qué mala suerte que deba ausentarme por unos días —replicó Richard,
sombrío. Le tomó una mano par encima de la mesa. Era la primera vez que mostraba
cierta tristeza por separarse de ella. ¿Quizá porque por primera vez se sentía
inseguro de su novia?
—Ric, has estado preparando esta gira con el coro durante semanas… —no
podía sentirse celoso, ¿verdad? Jamás demostró esa emoción antes. ¿Lucharía por
conservarla a su lado, si pensaba que tenía un rival?
—Eso fue antes que todo esto pasara —apartó la mano con un suspiro—.
Presiento que te perderé, Mia. No eres la misma chica que conocí.
—Oh, Ric, claro que sí. Sólo porque últimamente he hecho cosas diferentes, no
significa que yo sea distinta —¿no?, ¿estaría dispuesta a prometerlo?
—Siempre supe a qué atenerme —se quejó—. Ahora lo ignoro. Ni siquiera nos
gustan las mismas actividades, tampoco deseamos lo mismo. Solías ser feliz sólo con
estar a mi lado…
Una punzada de desilusión la aguijoneó. No pensaba en ella, en lo que podía
sentir… sólo pensaba en sí mismo, en cómo le afectaba ese nuevo estilo de vida.
Dolida, barbotó:
—Tal vez descubrí que hay algo más en la vida que seguirte como un cachorro
todo el tiempo —apenas lo dijo contuvo el aliento, azorada. ¿Qué mosca le picó? ¡Ella
y Richard jamás peleaban!
—Él tiene la culpa, ¿eh? —observó con amargura—. Te volvió loca con su
mansión y sus millones. Ya no te contentas con las cosas simples de todos los días…
¡ahora quieres saborear una existencia de altos vuelos!
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—¡Oh, Ric, no es cierto! El dinero y las posesiones no cuentan —¿qué podía ser
más simple que montar a caballo en el parque y velear en el puerto?—. Ric, no
discutamos. Te irás en unos días y…
Él la contempló por encima de la mesa, tenso.
—¿Qué harás tú en la semana de Pascua? —por primera vez se molestaba en
preguntarlo.
—Bram quiere que lo lleve a las Montañas Azules —respondió, soltando el
aliento—. Su hermana vive allá —al mencionarlo, recordó algo. ¿No dijo Bram que su
hermana viajaba por el extranjero? ¿Había vuelto? ¿Qué planeaba Bram?
Una punzada de pánico la traspasó y reaccionó sin pensar. Empujó hacia atrás
la silla y se echó sobre Richard, tirando de él para ponerlo de pie.
—Ric, te extrañaré —exhaló, con una leve nota de histeria en la voz. «No pasará
nada», se tranquilizó. «Amo a Richard y él me ama y vamos a casamos tan pronto
como termine mi trabajo. No importa lo que diga o haga Bram Wild; nada cambiará
nuestra decisión».
Richard se sorprendió cuando su novia le enlazó el cuello, abrazándola con
precaución, como si no estuviese seguro de lo que ella pretendía. Mia se puso de
puntillas, con los ojos brillando por la confusión de sus emociones y levantó el rostro
hacia él.
—¡Bésame, Ric!
—Pero es…
—¡Bésame!
Mia le oprimió la nuca con los dedos para que acercara la cabeza. Afiebrada,
apretó sus labios contra los de él, exigiendo una respuesta, hasta que al fin su boca se
movió, acariciándola, y sus brazos la estrujaron. Mia se obligó a entreabrir los labios,
al mismo tiempo que su cuerpo se pegaba al de Richard, del modo qué recordaba
haberlo hecho con Bram Wild, tratando de experimentar sensaciones semejantes a
aquellas en brazos de ese hombre.
¡No sintió nada! Sólo fue consciente de los movimientos de la boca de Richard,
húmeda y tibia, casi torpe, incapaz de provocar la menor respuesta en ella. Lo abrazó
con más violencia, desesperada, pero Richard emitió un gruñido de protesta cuando
la apartó.
—Mia, ¿qué te sucede?
El timbre de la puerta sonó y Richard levantó la cabeza, sonrojándose al romper
el abrazo.
—Debe ser Jenny —se pasó el dorso de la mano por los labios y se alisó el
cabello—. Dijo que me recogería. Nos pareció tonto llevar dos coches, puesto que
pasa por aquí —¿descubrió un leve alivio en los ojos de Richard cuando éste se
volvió? ¿Y qué otras emociones sentía y trataba de ocultar? ¿Vergüenza? ¿Asco?
¿Desconcierto? Lo que fuera, no parecía pasión ni deseó… ni siquiera frustración por
haber sido interrumpido.
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Una extraña resignación invadió a Mia al seguirlo a la puerta.
Cuando recogió a Bram, éste no notó que Mia estaba más callada que de
costumbre.
La chica captó que el aliento de su jefe olía a alcohol, pero pronto se tranquilizó.
El licor sólo lo volvía más amable, más suave.
Así que cuando él la invitó a beber una copa en la terraza, ella aceptó, diciendo
que después de relajarse dormiría mejor.
—¡Huele esas rosas! —respiró Bram, mientras se sentaban en la terraza,
iluminada por la luna—. ¿Alguna vez trataste de contar las estrellas, Mia?
—Nunca… —admitió, con una risita nerviosa. No estaba de humor para
bromas, ni para cuidar de un jefe borracho. Tenía que pensar en asuntos más
importantes. ¡En su futuro, por ejemplo! Contempló el magnífico cielo de la noche y
los millares de estrellas centelleantes y sofocó una queja.
—El domingo habrá luna llena —la voz de Bram retumbó en el silencio.
—Oh, sí… para Pascua —no habló con entusiasmo. Se sentía deprimida,
nerviosa, con la mente en un torbellino. ¿Qué haría con Richard? ¿Tampoco él sintió
nada cuando la besó? ¿Por qué jamás le inspiró más que sentimientos castos y no la
pasión que la sacudió en brazos de Bram? ¿Por qué no logró despertar el deseo de
Richard? ¿Todo lo que su novio le pedía era compañerismo, lealtad, un tibio afecto?
Pero ella quería algo más, ¡Mucho más!
—Estás muy callada, Mia.
Se sobresaltó y miró a su alrededor, para descubrir que Bram la contemplaba.
La tensión la invadió y la tranquilizó que su anfitrión no hubiera encendido ninguna
de las luces del exterior. La luna, aunque brillante, emitía una luz más suave, menos
reveladora.
—Estoy un poco cansada —musitó, tratando de mantener la voz firme—. Ha
sido un día muy largo.
—¿Y una noche tormentosa? —la retó con un susurro—. Apuesto a que tú y tu
prometido querían desquitarse por el tiempo que han estado separados, ¿hmm?
Espero que no te hayas desilusionado.
Sus ironías la desquiciaron. La tensión contenida explotó:
—¡Maldito seas, Bram Wild! —gritó, poniéndose de pie—. No descansarás sino
hasta que nos separes, ¿verdad? Pues, déjame decirte… si crees que ese beso tuyo me
volverá en contra de Richard, te equivocas por completo. Te odio y te detesto, Bram
Wild, y a todos los hombres iguales a ti.
Lo atacaba a ciegas, sin saber lo que afirmaba, deseando borrar esa sonrisa de
su cara para demostrarle que él nada significaba para ella y que jamás lo haría.
—No eres más que un patán y un donjuán, sin emociones verdaderas. Si
supones que deseo que Richard sea como tú, debes estar loco.
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Sofocando un sollozo, arrojó el vaso, sin importarle que se estrellara contra el
suelo. Corrió frente a él y huyó por la puerta abierta, cerrándola al pasar.
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Capítulo 6
Cuando Mia llegó a su habitación, las lágrimas corrían por sus mejillas. Se
arrepentía de su exabrupto y también lloraba por la pérdida inminente de su empleo
por culpa de la imperdonable majadería que había cometido.
¡Bram jamás la perdonaría! ¿Cómo se atrevió a decir lo que dijo? ¡Y en especial a
un hombre que había bebido en exceso durante la velada! ¿Cómo afectaría el licor la
reacción de Bram? Lo volvería más violento, sin duda.
Gimiendo se echó sobre la cama, con los hombros sacudidos por profundos
sollozos.
No supo cuánto tiempo permaneció así, pero al fin se arrastra hasta el baño
para lavarse la cara con agua fría. Después se puso un ligero camisón de seda que la
hacía sentirse etérea y fresca, además que la sensualidad de la tela acariciaba su piel
acalorada y la ayudaba a tranquilizarse.
Pero ese efecto sólo duró un momento. Mia saltó al oír que alguien llamaba a la
puerta. Parecía que el ruido provenía de…
La joven corrió a la sala, cuya puerta daba al balcón. Como sospechaba, el
sonido provenía de ese sitio.
—¿Quién… quién es? —murmuró, casi sin respirar.
—Yo… Bram —no gritó, más bien habló con un susurro urgente. Por supuesto,
pues no quería despertar a la señora Tibbits.
Un espasmo de miedo la sacudió. ¿Qué hacía Bram allí? ¿Qué planeaba hacer?
¿Torcerle el cuello? ¿Lanzarla a la calle?
—¿Qué… qué quieres? —preguntó asustada.
—Permíteme entrar, maldita sea. ¡Me dejaste afuera!
Se llevó la mano a la boca. ¡Desde luego! Cerró la puerta después de entrar,
pero…
—¿No tienes llaves? ¿En donde está Alf? —graznó, mientras el latido de su
corazón la ensordecía.
—Le di la noche libre a Alf. Y si tuviera una llave, la usaría. ¡Por el amor del
cielo, Mia, déjame entrar! No quiero molestar a Tibby.
¿Qué remedio le quedaba?
—Está bien —pasó saliva, abrió la puerta y retrocedió de un salto cuando él
entró.
Bram se detuvo, recorriéndola con una mirada ardiente, volviéndola consciente
de que sólo la cubría un trocito de seda. Apretaba la mandíbula como si contara hasta
diez para no sacudirla como peral o algo peor. Ella alzó los brazos desnudos para
protegerse.
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—¡Por Dios, Mia, deja de encogerte! ¿De qué tienes miedo… de que te golpee?
—Golpeaste a otra persona —le recordó, clavando la vista en la escayola.
Bram maldijo en un murmullo y musitó con sequedad:
—Si sigues parada frente a la lámpara, sin hacer nada por ocultar cada curva de
tu delicioso cuerpo, querré hacer algo más que golpearte.
Mia se atragantó y corrió al dormitorio, buscando una bata con la mirada.
Cuando Bram la siguió, ella se volvió para enfrentarlo, con las pupilas dilatadas y
oscuras, contrastando con la palidez de su rostro.
—¡No te atrevas a tocarme!
—¿De qué tienes miedo, Mia? —preguntó, burlón—. ¿De sentir lo mismo que
antes? —se le acercó, avanzando despacio—. Él nunca te ha hecho sentir nada como
eso… ¿verdad? No te ha hecho sentir nada… excepto tibia y cómoda, quizá. Yo, en
cambio, sé lo que deseas.
—¿Cómo puedes saberlo? —repuso indignada, queriendo levantar una barrera
entre ambos, al mismo tiempo que pescaba la bata, del respaldo de una silla, y se la
ponía.
—No me engañas, Mia. No eres la chica modosita que pretendes. Lo he
comprobado, ¿recuerdas? Nunca serás feliz con un molusco como Richard. Hay
demasiado fuego y pasión en ti, encerrados, intentando escapar para llevarte a cimas
que jamás soñaste.
—O, a abismos —sugirió, pensando en su madre. Su madre, que se entregó a
una pasión insensata una vez, sólo una vez en la vida, y que la condujo a la
desesperación y a la amargura.
Bram se detuvo a unos pasos de ella.
—¿Crees que estarás contenta con una vida que te aburrirá a morir? Algunas
mujeres se conformarían con una existencia cómoda, suave y llana, pero tú no. Me
pareces una mujer que exige algo más del destino. Piensa en los meses que has
compartido con Richard. ¿Hubo ocasiones en que volvieran esa relación excitante y
genuina? ¿Hubo un torbellino de pasión?
—No me interesa la pasión —gritó, exasperada, apretándose el pecho como si al
hacerlo pudiera detener el errático latir de su corazón—. Yo… yo quiero algo más
profundo y duradero, igual que lo que mi madre le entregó a… a mi padre —pasó
saliva y continuó, sin aliento—: La tibieza del amor que se profesaban perduró hasta
que él murió. Yo tendré la misma clase de vida con Richard; serena, sólida y…
satisfactoria.
—¿Satisfactoria? ¿A quién tratas de convencer, Mia? ¿A mí o a ti? No te pareces
a tu madre. Yo diría, por lo que te conozco, que tienes necesidades diferentes. No
intentes ser lo que no eres.
Mia se volvió y se mordió un labio. Cada palabra que Bram pronunciaba la
estremecía, pero no lo admitiría… jamás, iba en contra de lo que su madre le dijo
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durante años. No debía confiar en la pasión… no duraría. Sólo la responsabilidad y el
respeto mutuo contaban. Mia siempre trató de aceptarlo, de creer que eso era verdad.
Al oír un sonido Mia se volvió, justo para ver a Bram recoger de la mesa una
foto enmarcada.
—¿Tu madre?
Ella asintió.
—No se parecen. Tú debes parecerte a tu padre.
Una sombra opacó el rostro de la chica. ¿Era igual a su padre? ¿Cómo lo sabría?
No recordaba a su verdadero padre lo suficiente como para precisarlo, excepto
porque también era pelirrojo. Una vez, cuando Mia perdió la paciencia por algo, su
madre le advirtió: «No heredaste ese carácter de mí… debiste sacarlo de él. Por culpa
del cabello rojo. Esperemos que sea lo único que te haya dejado». Y desde ese
momento, su madre insistió en que se lo trenzara o lo peinara de moño, como si
sometiendo esa melena pudiera disminuir la nefasta influencia que ejercía sobre su
hija.
Bram se le acercó para acariciarle la mejilla y reconfortarla, pero ella saltó igual
que si la hubiera quemado. Él la miraba de manera extraña y eso no la asombraba.
Debía preguntarse por qué demonios se sumía en reflexiones ante una observación
intrascendente. Por un instante se sintió tentada a contarle lo de su padre, su
verdadero padre, pero al calcular la reacción de Bram, se contuvo. Adivinaba lo que
diría, regodeándose: «Así que de allí sacas tu pasión, tu inquietud, tu ansia de
vivir…» Mia no deseaba parecerse al padre que ella llegó a despreciar, al padre que
abandonó a su esposa y a su hija, después de dos años de matrimonio, para salir del
país y jamás regresar olvidándose de su niña desde ese día.
Bram posó una mano en su hombro y con el pulgar empezó a frotarle el cuello.
Mia se sintió viva, sofocantemente consciente de cada pequeño movimiento.
Sabía que debía apartarse de esa mano, pero una extraña parálisis le impedía
moverse. Esos dedos le recorrían el brazo desnudo y tuvo la sensación de que cada
vello despertaba ante ese contacto. Las palmas de las manos le sudaron a Mia y las
rodillas le temblaron. Quizás a él no le afectaban esas caricias, pero a ella la volvían
loca.
—Bram… yo… yo no debí decir lo que dije… antes —las palabras se le
escaparon. ¡Cualquier cosa para romper ése hechizo!
—¿No? —sus dedos la tomaron del brazo, sin delicadeza, semejantes a una
banda de acero. Con dureza en la voz, ladró—: Me acusaste de ya no tener
sentimientos. ¿A qué te referías con eso? ¿Crees que algún día los tuve?
Sus expresivos ojos azules la retaron a ocultar lo que sabía. La chica, nerviosa se
pasó la lengua por los labios.
—Conozco… conozco la historia de Natasha —susurró, comprendiendo que era
inútil mentirle—. Bram, lo siento… —a pesar de su aprensión, lo compadecía por la
ternura que encerraba su corazón.
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—No necesito tu piedad, ni la de nadie —afirmó, apretándole el brazo, hasta
lastimarla—. ¡Si quieres descubrir si aún tengo sentimientos, te ayudaré a lograrlo!
La besó de modo brutal, cortándole la respiración y, aún asiéndola del brazo, la
empujó con su musculoso cuerpo hasta el borde de la cama. Bajo esa presión
insistente, Mía perdió el equilibrio y cayó sobre el lecho, con Bram encima de ella.
Debajo de ese peso aplastante, la chica sintió el calor del cuerpo de ese hombre
quemándola, por encima de la delgada tela del camisón. Él aún la besaba y los labios
duros, inexorables, exigían hambrientos una respuesta. A pesar de sí misma, una
llama traicionera le lamía el cuerpo; sin embargo, todavía retenía un poco de sensatez
y se retorcía y luchaba contra su agresor. La única reacción de Bram fue moverse un
poco, quizá porque no quería matarla por sofocación, pero mantuvo la pierna sobre
el cuerpo de la chica sosteniéndola del hombro para mantenerla cautiva, sin que sus
labios se separaran de los de ella.
Durante una eternidad sus besos embriagantes continuaron y su lengua
recorrió la suave plenitud de los labios de Mia quien respondía a él, sin poder
evitarlo. De forma vaga la chica fue consciente de que Bram la soltaba para descender
la mano poco a poco, con exquisita lentitud y explorar las blandas líneas de la cintura
femenina, las caderas, por encima de la seda que las cubría. Los sentidos de ella
giraron, amenazando con lanzarla al pozo del olvido y sólo el aliento a licor de Bram,
penetrando en la niebla de su subconsciente le dio la fuerza necesaria para apartarse
del precipicio y empezar a luchar de nuevo, esforzándose por respirar y librar su
boca de esos besos.
Al fin, él alzó la cabeza lo bastante como para gruñir, mofándose:
—¿De qué tienes miedo, Mia? ¿De mí o de ti?
—¡De ninguno de los dos! —jadeó, volviendo a llenar de aire sus pulmones—.
¡Has estado bebiendo! ¡No sabes lo que haces!
Él se quedó helado; su rostro flotaba encima de ella y sus pupilas tenían un
brillo de… ¿qué? ¿Sorpresa… ira? Allá en el fondo, se mordió un labio preparándose
para su reacción.
Durante un largo momento Bram la miró, se levantó de la cama y luego soltó
una carcajada seca.
—No te preocupes, Mia, no iba a perder el control. ¡No violo vírgenes! Aun
después de beber unas cuantas copas. Estabas a salvo, te lo aseguro —y con eso giró
sobre sus talones y la dejó, desvaneciéndose por la puerta sin lanzarle otra mirada.
Mia durmió hasta la mañana siguiente, exhausta física y emocionalmente. Sólo
se despertó cuando la señora Tibbits corrió las pesadas cortinas permitiendo que la
luz inundara la habitación.
Se sentó de pronto, parpadeando, para consultar el reloj. Parpadeó de nuevo,
incrédula.
—¡Pasan de las ocho! —exclamó—. Estoy tan…
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—El señor Wild no quiso molestarla —la señora Tibbits atajó sus disculpas—.
Dijo que necesitaba descansar —se volvió y colocó una bandeja sobre la mesa, cerca
del tocador—. Me pidió que le subiera el desayuno —agregó, con el rostro impasible.
—Oh… gracias —la joven frunció el ceño. ¿Por qué Bram se mostraba
considerado después de lo que sucedió la noche anterior? ¡O quizás aún seguía
durmiendo la mona en la cama!
—¿En dónde… está el señor Wild? —inquirió con cautela.
—Salió a caminar. Ya desayunó y leyó los periódicos. Siempre se levanta
temprano.
Mia movió la cabeza, confundida. ¿Nada afectaba a ese hombre? ¿Ni el alcohol,
ni los remordimientos… nada?
Parecía que no, pues camino a la oficina actuó como si fuera un día común y
corriente; como si nada hubiera ocurrido entre ambos. Así que al llegar al trabajo ella
se había relajado a tal grado que pudo saludar a Bev Loft sin traicionar la tensión que
la invadía.
Todo el día estuvieron ocupados. Ni siquiera salieron a comer Bram mandó
llevar emparedados y fruta seca a la oficina y ella no tuvo tiempo más que para
pensar en el trabajo.
Pero, por la tarde, sucedió algo que destrozó la tenue calma que había logrado
conquistar.
Sonó el teléfono y Bram le ordenó contestarlo.
—Llaman de Italia —le informó Bev y le pasó la llamada.
Hubo un momento de espera antes que una voz masculina se oyera del otro
lado de la línea.
—¿Está el señor Wild, por favor? —su acento no era italiano, notó Mia, más
bien inglés… no, australiano—. Lo busca Nathan Royce.
La chica sintió que se mareaba y se aferró al borde del escritorio, mientras la
sangre huía de sus mejillas.
—¿Puede repetirme su nombre, por favor?
—Nathan Royce, el yerno de Mario Carrete. Quiero hablar con el señor Wild,
por favor. Acerca de nuestra asociación.
—Sí… señor Royce. Un… un momento, por favor —¡no podía ser! Le tendió el
auricular a Bram, quien frunció el ceño al tomarlo. Debía estarse preguntando…—.
Es un señor… Royce —musitó, ronca.
Bram la miró con fijeza al tiempo que hablaba con Nathan Royce. Mia apenas
captaba lo que decía. Fragmentos entrecortados llegaban a su conciencia: «Me parece
muy satisfactorio… En una semana tendrá redactado el acuerdo… Sí, me encantará
verlo de nuevo».
No podían existir dos Nathan Royce, concluyó Mia, atontada. No podían ser
australianos los dos y vivir en Italia.
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Escuchó un «clic» y Bram la tomó del brazo.
—Mia, ¿te sientes bien?
Ese contacto la devolvió a la realidad, haciéndola sonrojarse. Pasó saliva.
—Sí, claro que sí. ¿Por qué lo preguntas? —¿acaso podía confesárselo? Desde
luego que no. No después de lo que él afirmó la noche anterior acerca de que se
parecía a su padre. ¡De qué modo se vanagloriaría, de qué manera presumiría al
enterarse de que el aventurero Nathan Royce era su padre y no el responsable Martin
James! Además, no debía confiar en Bram porque conocía a Nathan. Exigiría que le
contara todo, hasta los detalles más íntimos de la sórdida historia. Quizás insistiría
en presentarla con su padre. Y ella no podría resistirlo, ni soportarlo… ¡Tenía que
pensar!
—No… no esperaba oír una voz australiana cuando nos llaman de Italia —
inventó—. Tú… ¿iniciarás otra sociedad?
—Sí, ¿no te lo expliqué? —se apoyó contra el respaldo del asiento, tocándose la
barbilla con un dedo—. Compraremos un molino de maíz cerca de Florencia. El
molino pertenece a la familia Carreto; pero Mario, el padre, es demasiado viejo para
administrar el negocio sin ayuda y le pasó las riendas a su yerno, Nathan Royce.
Pero… un recuerdo se despertó en la memoria de Mia. Su padre era un artista,
no un comerciante. Debía haber otro Nathan Royce, después de todo. Se trataba de
una increíble coincidencia. Los dos hombres tenían el mismo nombre y los dos vivían
en Italia; eso era todo.
—¿Para qué necesitan un socio? —indagó—. ¿Un socio australiano?
—Nathan tiene otros intereses, además del molino. Él y su esposa son artistas…
pintores talentosos. No entraré en detalles, pero a la familia le conviene asociarse con
nosotros y a mi empresa ampliar las operaciones europeas.
La garganta de Mia se cerró. ¡Era él! Su padre se había casado con una pintora
después de divorciarse de su madre.
—En un par de semanas volaré a Italia para firmar los papeles —finalizó Bram.
Observaba a Mia con los ojos entrecerrados y sólo con un supremo esfuerzo Mia
logró reaccionar igual que si discutieran un asunto de negocios—. Si mi mano sigue
escayolada me acompañarás.
La calma fingida de la chica se rompió.
—¿Quieres decir a… a Italia? —apenas alcanzó a musitar las palabras. Oh, no,
pensó. ¡No podría!
—¿Tienes miedo de ir conmigo? —preguntó, interpretando mal su asombro.
—Después de anoche, ¿te sorprende? —levantó la barbilla, intentando controlar
sus conflictivas emociones… Era más seguro enfocar el problema desde ese ángulo.
Después decidiría qué hacer con Nathan Royce.
—Pensé que te había aclarado que estabas a salvo conmigo. De acuerdo, me
disculpo por lo de anoche. Bebí y tu… bueno con ese trocito de tela que usabas…
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Maldición, Mia, ¿quieres que me ponga de hinojos? ¡Ya te pedí perdón! Sólo te
demostré algo y me dejé llevar por la situación. No volverá a ocurrir.
—Perfecto —entonces, ¿por qué no se sentía bien? ¿Por qué esa promesa la
hacía experimentar una intensa nostalgia? ¿Por que Bram tuvo más éxito del que
suponía, demostrándole lo que pensaba? ¿Por que al fin aceptaba que ansiaba más de
la vida y del amor, que lo que Richard le ofrecía? Pero, ¿qué anhelaba? ¿Por qué
estaba tan confusa?
—Necesito que tomes notas y las mecanografíes —le ordenó de repente, con
tono abrupto—. Bev está ocupada, así que trae una máquina de escribir. Debo tener
la información en la punta de los dedos cuando me entreviste con el Primer Ministro,
mañana.
—Sí, señor Wild.
Trabajaron hasta tarde, incluso después que los demás empleados se fueron a
casa. Mientras Mia mecanografiaba, trataba de imaginarse a su padre. Imposible. Su
madre había roto las fotografías de su primer esposo, aun las de la boda. El rostro de
Richard llenó ese vacío y la chica suspiró. ¿Cómo podía proseguir con los planes de
la boda sintiéndose confusa e incierta? No era justa con él.
Los besos de Bram despertaban en su cuerpo una dolorosa sensación que no
identificaba y una herida que la quemaba por dentro.
Sin embargo, estaría loca si permitiera que un hombre que había olvidado la
manera de amar, influyera en sus decisiones.
—Vamos —la voz de Bram rugió en su oído, sobresaltándola—. Vamos a cenar
y mañana terminarás eso. Llegaremos temprano a la oficina.
Mia suspiró y desconectó la máquina. Prefería obedecerlo a cometer errores por
cansancio.
Bram le ordenó dirigirse a un pequeño restaurante italiano, cerca del muelle.
vino.
—¿Quieres hablar de lo que te pasa? —le preguntó cuando les sirvieron pasta y
Ella levantó la vista y lo observó; Bram mantenía una expresión neutra.
Ella negó con la cabeza. ¿De qué modo podía confesarse cuando aún no resolvía
nada?
casa.
—Sé lo que necesitas —comentó Bram—. Terminando de cenar regresaremos a
Un estremecimiento de aprensión la sacudió. A casa… ¿a qué? Tembló. No, él
no se atrevería. ¡No, después de lo que ocurrió la noche anterior! La metería en la
cama; a eso se refería. ¡Para que durmiera y descansara!
Pero no era eso lo que tenía en mente Bram, aunque lo ocultó hasta que llegaron
a la casa. Durante el trayecto él apenas habló, inundando el interior del auto con
música suave que ayudó a tranquilizar a la joven, por lo que al estacionar el auto
estaba mucho más calmada.
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—Ahora —ordenó de esa forma implacable que lo caracterizaba—, sube y
cámbiate de ropa. Vas a nadar.
—¡Oh!
—No te quedes allí. Tienes un bikini, ¿no? Aunque no importa si olvidaste traer
uno. La piscina está al abrigo de miradas indiscretas.
—Me cambiaré —asintió, sonrojándose. Nadar le pareció una gran idea. En
especial en ese clima opresivo y húmedo de primavera. Le ayudaría a despejarse el
cerebro.
—Perfecto. Yo también lo haría si no tuviera esta maldita escayola. Pero cuidaré
de ti por si tienes miedo de la oscuridad.
Mia se detuvo, casi tropezándose con el primer escalón.
—No tengo miedo de la oscuridad —entonces, ¿por qué temblaba?
—Sólo de mí… ¿eh? —un brillo demoníaco brilló en sus ojos.
—¡No!
—Pues a algo le temes. Estás hecha un atado de nervios.
«¡Por tu culpa!»
—¿Quieres dejarme en paz? —jadeó.
—Si eso deseas…
—Eso deseo.
Corrió a su cuarto. Y, para demostrarle que no la asustaban ni él, ni la
oscuridad, se puso un traje de baño que moldeaba su delgado cuerpo como una
segunda piel y voló escalera abajo antes que pudiera cambiar de opinión.
Titubeó al aproximarse a la piscina y ver a Bram recostado sobre una silla
reclinable, hablando por teléfono. ¡Maldito entrometido! Él accedió a dejarla en paz y
ahora no podía retroceder. ¡No le daría esa satisfacción!
Bram había encendido las luces del jardín y la joven se sintió demasiado
vulnerable al caminar por el borde de la piscina, soltar la toalla y prepararse para
zambullirse. ¿O sólo trataba de enervarla porque temía que sus besos la hubieran
inducido a abrigar esperanzas?
¡Pues bien, podía tranquilizarse al respecto! ¡No era estúpida para creer en esa
tontería! Y dé alguna manera ella le probaría que era inmune a sus besos… ¡O a él!
Ejecutó una zambullida perfecta. Con elegantes brazadas nadó varias veces el
largo de la piscina, consciente de que Bram la observaba.
Al fin salió del agua, escurrió su cabello y empezó a secarse.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Bram al terminar su llamada telefónica.
—Mucho mejor —y había dejado de temblar, comprobó agradecida.
—¿No has olvidado que iremos a las Montañas Azules a pasar la Pascua? —
indagó, poniéndose de pie para acompañarla a la casa.
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—¿Tu hermana ya regresó de su viaje? —preguntó, con el estómago contraído.
—No, todavía no. Pero no te preocupes, Mia. No serás la única mujer. Russ, su
esposa e hijos nos acompañarán, lo mismo que Bev Loft y su marido. Y otros cuantos.
—¿Habrá lugar en la casa de tu hermano para acomodar a todos? —averiguó,
sonrojándose.
—Más que suficiente. Es una casa de huéspedes. Los suegros de mi hermana
atienden el negocio mientras ella viaja. Lleva ropa para caminar por el campo.
También podrás jugar golf o tenis, si te gusta.
La chica suspiró de alivio. Parecía que se divertiría.
Sólo cuando se separaron ante la escalera, Mia recordó el problema al que
tendría que enfrentarse tarde o temprano. ¿Qué haría con respecto a Richard?
Y también debería decidir en cuanto a Nathan Royce, el padre que algún día
quizás encontraría frente a frente. El padre que no quería tener que ver con ella.
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Capítulo 7
Hubo una violenta tormenta eléctrica toda la noche, mezclada con una lluvia
torrencial que se prolongó hasta la mañana siguiente, volviendo la atmósfera más
húmeda y opresiva. Mientras Mia se preparaba para bajar a desayunar, sonó el
teléfono. Era Richard.
—Mia, ¿te puedo ver esta noche? Mañana salimos de gira.
—Yo también quiero verte —asentó y tomó aliento—. Pero, ¿no ensayarás en el
coro hoy?
—Nos dieron libre la noche para hacer el equipaje y cosas por el estilo.
—Le preguntaré a Bram si me necesita.
—Tengo que verte, Mia, aunque sólo sea por unos minutos.
Le sorprendió la urgencia de su voz; Richard no acostumbraba mostrarse tan
impaciente por verla. Quizá la amaba más de lo que ella pensaba. Se mordió un labio
esperando que eso no dificultara lo que planeaba hacer. Pasó saliva al susurrar:
—Yo también. Me comunicaré contigo más tarde.
Cuando bajó a desayunar, Bram ya estaba vestido para ir a trabajar y leía el
periódico.
—Buenos días —se sentó y se obligó a hablar con firmeza para que no pareciera
una petición—: Me gustaría ver a Richard esta noche. Mañana se va.
—Ah, sí, con el coro —Bram apartó el periódico y evaluó a su empleada,
especulativo—. Adelante. Yo iré al gimnasio, así que puedes dejarme allí, de paso —
la miró con pereza—. Si quieres quedarte con él, tomaré un auto de alquiler para
regresar.
—Claro que no —respondió, aprisa. Demasiado aprisa. Cayó en su trampa y
ahora Bram se burlaba de ella. Sintió ganas de patearse… ¡o de patearlo!
—Entonces, me quedaré en el gimnasio hasta que pases por mí —mantuvo una
expresión inescrutable al volver a concentrarse en el diario.
—De acuerdo.
El día transcurrió con rapidez. Estuvo muy atareada y cuando al fin dejó a Bram
en el gimnasio, la frase «Buena suerte» con que la despidió la hizo verlo a la cara.
¿Adivinaba lo que iba a hacer? «Bueno, supongo que ahora estarás satisfecho, bruto
arrogante». Pero en su interior se estremecía de aprensión. ¿Se volvería más
vulnerable al soltar a Richard y dejarse arrastrar por la corriente? Sin argolla de
compromiso, ¿la consideraría Bram Wild una presa fácil? Sin embargo, no sería
correcto, ni justo, permitir que el noviazgo continuara hasta que terminara de
trabajar para Bram, puesto que ya había tomado una decisión.
Mia aspiró al estacionar el auto en el sótano del edificio de apartamentos donde
vivía Richard.
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—Entra —le pidió su novio al abrirle la puerta. Parecía nervioso, más serio que
de costumbre y olvidó besarla.
Se quedaron viéndose en silencio, durante un momento bochornoso y entonces,
cuando ella abrió la boca para hablar, Richard comentó de prisa, con una nota
nostálgica en la voz:
—No dará resultado… ¿verdad?
Mia abrió mucho los ojos. ¿Él también lo sintió? Bajó los palpados apenada.
—Esto me duele mucho, Ric.
—Lo he estado pensando durante toda la semana —explicó, con un pesado
suspiro—. Opino que sería mejor si… si rompiéramos el compromiso. Porque lo
nuestro no se compondrá, ¿o sí?
—No lo creo —acordó. Él no iba a oponerse, ni a pedirle una separación
temporal. No la amaba, como ella tampoco a él. ¿Por qué le tomó tanto tiempo darse
cuenta de algo obvio?
Mia se quitó la argolla del dedo y se la entregó.
—Has sido un amigo maravilloso, Ric —musitó, con sinceridad. Pero ¿un
amante, un esposo?… No. No para ella.
—Tú también. ¿Quieres que te acompañe cuando se lo anuncies a tu madre? —
ofreció a regañadientes y ella no lo culpó. ¡Su madre se pondría como loca!
Consideraba que su hija estaba a salvo, tan protegida como ella misma al casarse con
Martin James.
—Gracias, pero no. Yo se lo diré.
—Y yo a mis padres —añadió Richard.
El timbre sonó y Richard se volvió sonrojándose.
—¿Quién será? —preguntó, igual que un muchacho al que pescan fumando en
el baño de la escuela. Después de un momento de duda, se dirigió hacia la puerta.
Era Jenny, su insignificante compañera del coro.
—Oh, lo siento, no sabía que estabas aquí —se disculpó Jenny cuando vio a
Mia. La manera en que se volvió para admirar a Richard fue reveladora. Sus pupilas
brillaban detrás de sus gruesos anteojos y deslumbraron a Mia. ¡Se iluminaban por
Richard!
—Mejor me voy —sugirió presurosa—. Buena suerte en la gira, para los dos…
y… y lo mejor de este mundo —agregó contemplándolos. ¿Por qué no sentía dolor?
¿O celos? Todo lo que experimentaba era una extraña melancolía.
No… no sólo eso, decidió, mientras se dirigía a casa de su madre. Sentía que ya
no llevaba un enorme peso sobre la espalda. Y junto con ese agobio desaparecieron
las dudas, la agitación, la confusión de los últimos días. ¡Se sentía libre!
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Cuando Mia recogió a Bram en el gimnasio, éste notó que la chica ya no usaba
la argolla de compromiso.
—Así que al fin rompiste con él —lo enunciaba como un hecho. A ella le
sorprendió que no hubiera burla, ni sorna en su voz. Parecía… indiferente, como si
no le importara que fuera de una u otra manera.
Con los ojos clavados en la carretera, Mia afirmó:
—Richard también lo quería así. Por lo tanto, creo que tenías razón. No
estábamos hechos el uno para el otro. Supongo que ahora te sentirás satisfecho.
—¿Satisfecho? ¿Por qué habría de estarlo? No me afecta en lo más mínimo. Sólo
pensaba en ti —afirmó con un tono frío y remoto—. Pero te felicito. Hiciste lo
correcto. ¿Ya se lo dijiste a tu madre?
—Sí —la reacción de su madre fue la esperada y… negativa. Se desesperó
porque su hija «imposible», jamás encontraría un esposo tan responsable y dócil
como Richard y acusó a Mia de comportarse con la volubilidad de su inestable padre.
La joven tuvo que morderse la lengua para no replicar: «Entonces, mi padre y yo
tendremos mucho en común cuando lo conozca en Italia, dentro de una semana o
dos». Sólo el respeto por los sentimientos de su madre la obligó a callar. Dejaría que
primero se recobrara del primer golpe.
—Perfecto —Bram guardó un silencio sepulcral. Parecía que levantaba un muro
entre ambos y Mia adivinaba la causa. Le demostraba, en caso de que ella abrigara
alguna tonta esperanza, que él no sufriría por conquistarla, a pesar de que ahora
estaba libre… que sólo la besó para despertarla del letargo de su vida o para probarle
que tenía razón. Nunca porque sintiera algo especial por ella. Mia lo supo siempre y
la lastimaba. Ignoraba por qué. Bram no debía ser… tan brutal, pues ella no lo
acosaría. ¡Estaba a salvo!
Al día siguiente, Mia se encontraba en la oficina de Bram archivando unos
documentos, cuando escuchó una charla telefónica.
—¿Samantha? Habla Bram Wild. ¿Qué tal estás? Yo bien. Te invito a comer.
Hablaremos del asunto legal que revisas para mi compañía. Desde luego…
Una hora después su jefe salía de la oficina con un tajante: «Iré a comer. Me
recogerán, Mia, así que no necesitas llevarme».
La chica soltó un suspiro al oír que cerraba la puerta con demasiada fuerza.
Bram la había tratado con brusquedad durante toda la mañana. ¿Quién era
Samantha?, se preguntó. ¿Su abogado? ¿O algo más? ¿Quizá un viejo amor o… una
futura conquista? Se sacudió mentalmente. ¿Acaso le importaba? ¡Claro que no!
Mia comió con Bev Loft en el café de al lado.
—Mi esposo Peter y yo aceptamos de inmediato la invitación de Bram para las
vacaciones de Pascua —comentó Bev, mordiendo un emparedado de lechuga—.
Hace que su personal trabaje hasta agotarse, pero también se muestra generoso y
apreciativo. El año pasado nos envió a Peter y a mí a Hawai, con todos los gastos
pagados.
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—Oh —así que a eso se refería Bev por «premios», pensó Mia, bebiendo su café.
Quizá los juzgó mal… a ambos, al jefe y a la secretaria. Quizá Bram no era un
donjuán.
Aunque tal vez.
¿A quién trataba de engañar?, la retó una voz interior. ¿En dónde estaba él en
ese momento? ¡Con una mujer!
Bram mantuvo a Mia a distancia hasta que cerraron la oficina para las
vacaciones de Pascua. Sin embargo, empezó a volverse humano al recoger a una
morena, con un cuerpo sensacional, a la que presentó como Samantha Gordon.
¿La misma Samantha a quien invitó a comer?
—No dejarás que me siente sólita en la parte de atrás del coche, ¿verdad,
cariño? —Samantha abanicó sus largas pestañas… tenían que ser postizas, calculó
Mia, con escasa caridad, mientras Bram abría la puerta para que pasara su invitada.
—Jamás —afirmó el magnate, regalándole una sonrisa. La clase de sonrisa por
la que mataría una mujer—. Dentro de unos minutos Amelia se sentará contigo.
—¿Amelia Lessing? —las cejas de Samantha se arquearon.
—Sí; sabía que se conocían, por eso le ofrecí llevarla.
¿Bram invitó a dos de sus conquistas? ¿Qué clase de rata era?
Amelia parecía una estrella de cine, pero resultó que trabajaba en relaciones
públicas y la elegante Samantha en la firma de abogados que se encargaba de los
negocios de Bram.
¿Por qué se preocupaba por lo que sucedería ese fin de semana? ¡Como si Bram
Wild pudiera molestarse en seducir a una virgen inocente cuando esas dos
fascinantes sirenas jadeaban por sus favores!
—Vamos, Mia, ya puedes bailar conmigo.
«Sólo se trata de un baile», se regañó la chica a pesar de que su corazón latía
precipitado ante ese inminente contacto físico. Bram ya había bailado con Samantha,
Amelia, Bev Loft y la esposa de Russ, Helen. Ahora tenía que sacarla a ella o
parecería que la evitaba. Lo cual no era cierto. La trataba igual que a todas.
Su intranquilidad desapareció en el instante en que Bram la rodeó con sus
brazos. ¿Por qué su cuerpo se derretía contra él, apenas la tocaba, haciéndola arder?
¿También él experimentaba lo mismo? ¡Dios, esperaba que no!
—¿Te diviertes? —preguntó él, mientras se balanceaban al compás de la
música. Ella lo miró, tratando de no pensar en la mano que envolvía la suya, en la
escayola que le rozaba la espalda o en el aliento que le acariciaba la mejilla. De algún
modo, recuperó la voz:
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—Bastante —en particular gozaba con las caminatas por los acantilados
arenosos y los días de campo.
—Eres pequeña, pero valiente —bromeó Bram—. Ha sido revelador ver cómo te
abres paso por entre la maleza, sin quejarte. Creo que Sam y Amelia no soportan esta
clase de ejercicios —añadió, sonriendo. Después del primer día en la espesura, las
dos invitadas prefirieron quedarse a jugar golf o tenis con Tom, otro huésped de
Bram.
Mia se preguntó si su jefe se habría quedado con ellas de no tener el brazo
escayolado. ¡Y también ignoraba si hacía visitas nocturnas, después que todos se
retiraban a sus habitaciones!
Russ y su familia regresaron a su casa el lunes por la mañana y Bram sugirió,
durante el desayuno, que salieran a caminar. Samantha decidió unirse al grupo, pero
Amelia prefirió quedarse a jugar tenis con Tom.
Samantha se colgó del brazo de su anfitrión para apoyarse, trastabillando sobre
sus botas de tacón. Mia los seguía a corta distancia y Bev y su esposo cerraban la
marcha, hasta que se retrasaron porque a Bev se le metió un guijarro en el zapato y
tuvo que sentarse a sacárselo.
Sin darse cuenta de que no la seguían, Mia descendió por una colina hasta un
arroyuelo. Descubrió una vereda del otro lado y lo vadeó, pensando que los otros la
precedían. Entonces, distinguió a unas personas volviendo a cruzar el arroyo y se
confundió. Se detuvo, esperando que Bev y su esposo la alcanzaran. Cuando no
aparecieron, se mordió un labio, preguntándose qué podía hacer. ¿Qué sendero
debería seguir? No estaba segura. Por algún lado escuchó el ruido de unas cataratas.
Creyendo que el grupo se dirigía hacia ese sitio, tomó una decisión precipitada y
avanzó, adentrándose en la espesura… sólo para descubrir que el camino
desaparecía en medio de la maleza.
Giró con el corazón desbocado por un súbito miedo. Trató de recordar las
reglas de seguridad que Bram mencionó el primer día de excursión: «Si te pierdes, no
camines, quédate en un sitio». Pero la inmovilidad la aterraba. ¿Qué pasaría si nadie
la buscaba allí.
Empezó a gritar a todo pulmón.
—¡Bram! ¡Bram! —sabía que su voz no llegaría muy lejos, pero siguió
intentándolo—. ¡Bram! ¡Ayúdame!
Justo cuando empezaba a desesperarse, escuchó una respuesta:
—¡Mia!
El corazón le saltó a la garganta.
—¡Aquí estoy! —gritó, frenética—. ¡Bram! ¡Bram, aquí estoy!
—¡Mia!
Sintió que se ahogaba. ¡Era la voz de Bram!
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—¡Mia, allá voy! ¡Sigue gritando!
—¡Bram! ¡Bram! —exaltada, lo guió hasta ella, conteniendo el aliento al oír lo
que parecía la embestida de estampía de un animal abriéndose paso por la espesura.
Entonces distinguió a Bram… ¡lo más maravilloso que había visto en su vida!
Con un sollozo de alivio le echó los brazos al cuello, jadeando mientras se
apretaba contra él.
—¡Oh, Bram, sabía que me encontrarías!
La silenció rodeándole la cintura para cargarla, cubriéndole con sus besos los
labios, los ojos, las mejillas y el cuello, como si estuviera tan feliz como ella.
Cuando al fin la puso en el suelo, las sensaciones que Mia experimentaba la
estrujaron.
—¿Por qué demonios no nos seguiste? —le preguntó él entonces, pero a pesar
de su irritación había un leve temblor en su voz.
—Lo siento —susurró. Debió asustarlo. No porque ella lo inquietara de manera
especial, sino porque se sentía responsable por la seguridad de sus huéspedes—. No
me di cuenta, al principio, de que me había quedado sola… cuando lo hice, era
demasiado tarde. Me perdí. Pero me quedé en el mismo sitio, como tú dijiste.
—Gracias al cielo. Eso me permitió encontrarte.
Se arriesgó a mirarlo a la cara y soltó un gemido.
—¡Bram, tus mejillas están rasguñadas! Y tienes una herida en…
—No es nada —la atajó, pescándola del brazo, como si fuera a desaparecer si no
se lo impedía—. Volvamos con los demás. Les ordené que permanecieran cerca del
arroyo. Ya es tiempo de que regresemos a comer.
—Lo siento —repitió—. Por mi culpa, no vieron las cataratas.
—No importa —hablaba con voz dura, distante. Levantaba esa barrera entre
ambos, ahora que el alivio de encontrarla disminuía. ¿Se arrepentía de haberla
cubierto con esos besos febriles? ¡Desde luego que sí! No podían explicarse como una
demostración a sangre fría. O tomarse como una prueba. Fueron totalmente
espontáneos.
La chica se quitó el cabello del rostro. Nada significaban. Estaba preocupado y
la besó en la excitación del momento, por alivio. Cuando regresaran a la casa ya
habría olvidado ese incidente. Pero, ¿acaso ella lo olvidaría alguna vez?
Mientras Bram acomodaba las maletas en el portaequipajes del BMW, Amelia y
Samantha empezaron a discutir sobre el fin de semana que acababa de pasar, como si
Mia, sentada al volante, no existiera.
—Me alegra volver a casa —se quejó Amelia—. Esto no fue lo que esperaba. ¡Ni
siquiera nos llevó a cenar a un restaurante!
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—A mí no me molestó la comida casera tanto como esas malditas caminatas por
la espesura —replicó Samantha, con un suspiro. Bram las consideraba la gran
diversión. ¡Ja! ¡Qué diversión! Y, después de la tragedia de esta mañana —bajó la
voz, pero Mia todavía pudo oírla—, cuando se lanzó a buscar a ya sabes quién,
dejándome a la merced de… bueno, una serpiente pudo picarme o un animal salvaje
o… una lagartija. ¡Eso fue la gota que derramó el vaso!
—Y ni siquiera jugó tenis con nosotras —gimoteó Amelia—. Ha cambiado
mucho desde que se quebró la mano. Ya no es tan divertido como antes. Rechaza
invitaciones a derecha e izquierda.
—Cierto. Casi me dio un ataque cardiaco cuando me invitó a comer el otro día,
por la sorpresa. Y cuando me pidió que viniera aquí este fin de semana no lo podía
creer. No lo había visto en años.
—¿Sólo te lo sugirió al último minuto, igual que a mí? —se asombró Amelia—.
¡Si supieras lo que tuve que hacer para poder aceptar! En fin, supongo que Tom nos
sirvió de consuelo, pero…
—Shh. Aquí viene…
Mia ocultó una sonrisa cuando Bram se sentó a su lado. ¿Por qué invitó a esas
chicas sabiendo que odiarían esa clase de vacaciones? Porque si no lo hubiera hecho,
ella habría sido la única mujer soltera. Y él no deseaba eso. Oh, no. Sería una tonta si
no notara lo distante que su jefe se había vuelto desde que rompió con Richard.
«Pues no necesitas preocuparte, Bram Wild. No te tocaría ni con una garrocha
de tres metros de largo. ¡Aunque fueras el último hombre sobre la Tierra!».
—¿Tu pasaporte está vigente?
—Creo que sí —Mia miró su cuaderno de notas y dejó de escribir.
—Asegúrate de que así sea. Reserva nuestro vuelo para Roma, para la próxima
semana. Y ten listos los papeles.
¡La próxima semana! El estómago se le contrajo. En unos días vería a su padre,
frente a frente. ¿Le diría quién era ella? Pero ¿qué tal si la rechazaba igual que hacía
veinte años? No lo soportaría.
Bram la observaba con atención.
—Te encantará la Toscana. Y los Royce te darán la bienvenida con los brazos
abiertos. Te harán sentir como una hija que acaban de recuperar.
Los ojos de Mia se dilataron. ¿Por qué decía eso? No… claro que no. Lanzó esa
frase al azar.
—El señor Royce es australiano, ¿verdad?
—Sí, pero ha vivido en Italia durante veinte años. Creo que regresó a Australia
una vez… el año pasado.
La chica sintió que el salón se tambaleaba. ¿Su padre visitó Australia y no se
molestó en buscarla? Una ola de dolor, de amargura renovada, la bañó. Su madre
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siempre le dijo que su padre nunca la amó y ahora comprendía que estaba en lo
cierto.
—¿Cuánto tiempo permaneció aquí? —su propia voz le pareció extraña, como
si perteneciera a otra persona.
—El suficiente para revisar mis operaciones y exhibir algunas de sus propias
pinturas y las de su esposa.
—¿Su esposa vino con él? —adivinaba que Bram la estudiaba asombrado, pero
no pudo contenerse.
—Nunca se separan.
Mia pasó saliva. ¿Por tal motivo su padre no la buscó? ¿Porque su mujer
ignoraba que existía una hija del primer matrimonio de su marido?
—¿Tienen hijos? —trató de fingir simple curiosidad, aunque apenas respiraba al
hablar.
—Dos niños y una niña, según recuerdo.
Un estremecimiento la sacudió. ¡Tenía tres medio hermanos!
No le asombraba que su padre la hubiera olvidado. La reemplazó de la misma
manera que sustituyó a su esposa. Pero… Sus ojos se tornaron melancólicos. ¿Nunca
pensaba en su primogénita?
—Nathan, en cierto modo, es más italiano que los italianos —bromeó Bram—.
No en el físico, desde luego. Tiene cabello rubio y ojos azules. No, no azules…
verdes. Sí, eso es… verdiazules —veía las pupilas de Mia mientras lo comentaba y
luego su mirada se clavó en la melena de la chica. Ella cesó de respirar—. Mia…
¿Nathan Royce es tu pariente? —sus ojos la traspasaron, demasiado perceptivos para
que la joven se sintiera cómoda.
La pregunta reverberó en el silencio. Ella se quedó inmóvil, como una estatua,
contemplándolo alelada. Decidió confesarle todo. Aunque eso no significaba que
debería soportar sus burlas. Tomó aliento.
—Es mi padre. Martin James era mi padrastro —aunque se preparaba para
recibir las mofas de Bram, una ola de alivio la invadió al sacar ese secreto a la luz.
—Entiendo —Mia casi vio cómo trabajaba su mente. Ahora diría: «Ya sabía que
había algo que no concordaba en ti…»
Pero la sorprendió con un:
—Pobre Mia. Así que no perdiste a un padre, sino a dos.
Esperaba todo de Bram, menos comprensión y piedad. Cerró los ojos para no
dejar escapar las lágrimas.
—Nunca fue un padre para mí —repuso con voz ahogada—. Me abandonó
cuando tenía dos años de edad. Ni siquiera lo recuerdo… —y agregó de prisa—: Sólo
se casó con mi madre porque estaba embarazada y porque lo obligaron.
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—¿Realmente crees que se puede obligar a un hombre a que se case? Por lo
menos, concédele que trató de reparar su error.
—No se esforzó mucho… ni por largo tiempo.
—¡Qué amargura! Y ahora intentas volverle la espalda para castigarlo por su
abandono, ¿verdad?
—¡No! ¡No sé! Mi madre… —se secó una lágrima. Su madre le aconsejaría que
no le diera una segunda oportunidad, que no se lo merecía, que sólo se inmiscuiría
en su vida para herirla de nuevo.
—Piensa lo que tú quieras, Mia, no lo que tu madre desea.
Ella movió la cabeza, demasiado emocionada para hablar. Unas lágrimas
silenciosas se deslizaron por sus mejillas.
Bram rodeó el escritorio, le quitó el cuaderno y el lápiz de las manos y le ayudó
a ponerse de pie.
—¿Por qué no lo sueltas, Mia? Llora.
Ella sintió que la cercaba con sus brazos y no se resistió. No importaba lo que
sucediera después, necesitaba ese momento… necesitaba el consuelo que le ofrecía,
mucho más valioso porque no lo esperaba. Acomodó su rostro contra el hombro de
Bram y dejó que las lágrimas fluyeran… Lloró por ella misma, por su padre, por lo
que perdió… lloró por lo que sofocó durante mucho tiempo.
—Esto te hace bien, Mia… —la voz de Bram la tranquilizó. La chica se preguntó
cómo era posible que lo considerara duro e insensible si le hablaba con tal dulzura—.
Has aplastado tus sentimientos durante demasiados años. Nunca te permitiste llorar
por el padre que perdiste, ¿verdad?
Mia negó con la cabeza y luego musitó:
—Discúlpame por…
—Debes aprender a no sentirte culpable, Mia, por expresar tus sentimientos…
tus pasiones… o tus urgencias. Has pasado tu adolescencia tratando de ser lo que
otros quieren que seas. Lo que Richard quiso, lo que tu madre quiso. Es tu vida, Mia.
Empieza a pensar en lo que deseas, para variar. Haz lo que tú deseas.
Lo miró con las lágrimas opacándole la vista y brillando en sus pestañas. Sabía
lo que anhelaba.
—Quiero conocer a mi padre —dijo.
Las pupilas de Bram la evaluaron durante un largo momento y la joven
distinguió una luz que se encendía en su interior, que no logró definir. Pero que la
estremeció. Y en ese instante comprendió que ansiaba algo más… Algo que sería
mucho más difícil, si no imposible, de conseguir.
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Nº Paginas 70-97
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Capítulo 8
—Quiero que te tomes la tarde libre —afirmó Bram—. Ve a revisar tu
pasaporte. Y luego prepara una maleta con ropa para dos días. Iremos a Melbourne.
¿Otra vez a Melbourne? Mia lo observó, interrogándolo, tratando de no pensar
en Natasha.
—Tengo reuniones durante todo el día, mañana —le explicó Bram— y en la
noche hay una cena baile. Russ y Helen, por lo general, asisten a esa clase de asuntos,
pero tienen que presenciar una obra de teatro en la escuela de sus hijos y, como
nosotros estaremos allí… —se interrumpió para contestar el teléfono—. Espera un
momento, Bev —se volvió hacia Mia de nuevo—. Volaremos hoy por la noche, para
no apresurarnos demasiado. Reservé una mesa. ¿Has estado en Fanny's?
¿Intentaba invitarla a cenar? Mia pasó saliva y negó con la cabeza. ¡A Fanny's!
¿Por qué a ella? Sólo era un chofer… una asistente temporal. Desde luego, él solía
cenar en esos lugares con una mujer diferente cada noche. Y no le importaría que la
gente murmurara.
—¿Por qué no te compras un vestido nuevo para la cena de mañana? —le
propuso Bram, haciendo que pareciera un decreto—. No te contengas, gasta en algo
espectacular. Te aumentaré el sueldo para cubrir esa extravagancia.
—No será necesa…
—Quiero que regreses a las cinco —ladró, interrumpiendo la protesta de la
joven—. Está bien, Bev, pasa la llamada.
Mia titubeó por un instante; después se dirigió hacia la puerta.
—¡Que hermosas flores! —exclamó, admirando el despliegue de dalias, rosas y
crisantemos al lado de la mesa—. Las flores frescas alegran cualquier lugar, ¿no
crees?
—Tú eres refrescante, Mia —rió Bram—. Otras mujeres estarían viendo quién
está en el restaurante… casi siempre cena aquí alguien famoso. O tratarían de que las
vieran a ellas, para que admiraran su vestido o su peinado.
—¿Por esa razón me trajiste aquí? ¿Para que me impresionara con la clientela?
—indagó, inquieta.
—Cielos, no. ¿Es qué no me conoces? Pensé que te gustaría este sitio… tan
simple como eso. La comida me parece exquisita, el servicio excelente. Y creí que
después de una serie de días de campo y excursiones te agradaría un poco de
elegancia, para variar. Supongo que te gustan las nuevas experiencias y a mí me
agrada darte gusto.
—Oh —no estaba muy segura de cómo tomarlo. ¿No la trataba con demasiada
condescendencia?
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Nº Paginas 71-97
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Se inclinó para escoger un bocadillo, Un huevo miniatura sobre una tostada. ¡Le
pareció delicioso! La comida también fue exquisita, acompañada de los mejores vinos
australianos. Pero, ¿Bram pensaba en ella o en Natasha, su antiguo amor, que vivía
en algún lugar de Melbourne? ¿Deseaba en secreto que Natasha se sentara frente a él
en ese momento? ¿Soñaba que algún día volvería a su lado? ¿O al fin la había
expulsado de su mente… para siempre?
Si lo logró… ¿se atrevería ella a esperar?… «¡Mia, pobre tonta, ni te lo imagines!
Las heridas de Bram han sido demasiado profundas para que confíe o ame a otra
mujer. Pensarlo sería igual a creer en los cuentos de hadas. Y los cuentos de hadas y
Bram no se mezclan. ¿Cuándo lo aprenderás?»
—Ha sido una velada estupenda. Regresemos al hotel —propuso Bram al
ponerse de pie. A Mia le pareció natural que la tomara de la mano mientras
caminaban por la calle, viendo los escaparates. Descubrieron que a ambos les
gustaban los libros y discutieron lo que planeaban leer. Al llegar al hotel, Bram no
tuvo que torcerle el brazo para que aceptara tomarse una copa en el piano bar, donde
la charla se extendió al teatro y las artes.
—¿Alguna vez quisiste ser pintora, Mia? —preguntó Bram.
Adivinaba por qué se lo preguntaba. Porque sabía que su padre, Nathan Royce,
era pintor.
—Sí, hace mucho —admitió—. Sin embargo, mi madre me persuadió para que
tomara lecciones de piano en lugar de dibujar.
—¿Acaso no confiaba en los artistas y no deseaba que su hija se involucrara en
el perverso mundo de los bohemios? —el tono de Bram era más suave que burlón.
—Algo así.
—Y como amabas a tu madre y no querías herirla, enterraste tu inclinación y
dirigiste tus pasiones escondidas a la música.
Un sonrojo tiñó las delicadas mejillas de la joven. ¡Hubiera preferido que no
mencionara sus pasiones!
—No sólo la enterré, la perdí —comentó, tratando de hablar con ligereza—.
Ahora no podría dibujar ni una línea recta.
—Quizá, si lo intentaras de nuevo, si tomaras lecciones.
—Quizá —sonrió, sorprendida y agradecida de que se preocupara por sus
sueños. Nadie nunca lo había hecho. Ante esa sonrisa, las líneas del rostro de Bram se
dulcificaron todavía más y lo que Mia vio la hizo querer llorar. Ese hombre tenía
tanto que dar, suspiró. Si se permitiera confiar de nuevo, amar de nuevo, compartir
lo que podía ofrecer…
—Se hace tarde —comentó Bram y la joven se preguntó si él se protegía de
nuevo detrás de una barrera defensiva. Pero no había nada abrasivo en su voz y tenía
una expresión relajada por completo. Había cambiado, se había suavizado desde que
ella llegó a trabajar con él…
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Tomaron el ascensor para dirigirse a sus habitaciones y, cuando se detuvieron
ante la puerta, Mia descubrió que le faltaba la respiración… y su excitación no tenía
nada que ver con la caminata al aire fresco, sino con el modo en que él la observaba.
La aprensión la invadió. Había visto esa mirada en los ojos de otros hombres… acaso
nunca en los de Richard, pero sí en los novios de sus amigas, en las estrellas de la
televisión… un hambre brutal. ¡Deseo! Sintió que se le cerraba la garganta. ¿Qué
esperaba Bram de ella… a cambio de la cena? ¿Un conquistador de mujeres de la talla
de Bram Wild se contentaría con un educado «muchas gracias»? Después de todo,
era sólo una empleada, no una de sus amantes…
Entonces, ¿qué hacía allí parada contemplándolo? «Da las buenas noches, Mia,
y escápate».
—Un hombre podría ahogarse en tus ojos —murmuró Bram. Acompañó sus
palabras de una levé sonrisa, de modo que resultaba difícil saber si bromeaba o
hablaba en serio. O si sólo ensayaba un elogio, igual que otras mil veces antes.
«¡Vete, Mia, no seas tonta!» Sin embargo, no podía moverse. Apostaba a que, si
lo intentaba, sus piernas se doblarían bajo su peso.
—Eres hermosa, Mia.
Sus ojos azules se llenaron de una dolorosa intensidad cuando levantó una
mano y le acarició la mejilla.
—Nadie tiene una piel igual a la tuya. No se ve, ni se siente, ni posee la misma
delicada y elusiva fragancia —le recorrió con el dedo una vena.
—No, por favor… —susurró.
—No, tienes razón —posó la mano sobre el hombro de la joven—. Es tarde.
Duerme para que despiertes más bella. Te veré en el desayuno —giró de manera tan
abrupta que la chica tuvo que apartar la mirada y buscar la llave en su bolso para
ocultar su turbación. Bram recordó a tiempo que sólo era su empleada. ¡Y virgen,
además! Bram tenía demasiadas mujeres de donde escoger para arriesgarse a que
una asistente inexperta lo acusara de abuso sexual durante las horas de trabajo.
¡Aparte de que le advirtió que no violaba vírgenes!
Pero, ¿qué tal si la virgen deseaba ser violada?
Las citas de Bram los mantuvieron ocupados la mayor parte del día siguiente,
hasta la hora de la comida. Algo que escuchó, al empezar a comer, hizo que el tonto
corazón de Mia se desbocara.
—Me alegra verte de nuevo, Bram —expresó uno de los ejecutivos con cálida
sinceridad. Y agregó, volviéndose hacia Mia—: Bram y yo cenamos juntos la última
vez que estuvo en Melbourne. Así que no tuve el gusto de conocerla. Encantado de
hacerlo en esta ocasión.
—Gracias —así que su jefe no cenó con Natasha esa noche… o tuvo un
encuentro clandestino con la chica. El alivio invadió su cuerpo. Y al instante se
regañó. ¡Qué tonta fue al suponer tales cosas, en primer lugar! Natasha era una mujer
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bien casada y hacía años que había abandonado a Bram para unirse a Tim KennedyFord. La experiencia convirtió a Bram en un cínico, pero resultaba ridículo imaginar
que todavía amaba a su antigua novia y que alimentaba la esperanza de
reconquistarla. Era consciente de que Natasha no lo amaba, de que jamás lo haría.
Quizá hasta la odiaba por el sufrimiento que le causó.
—Mmm… ¡estás sensacional!
—Gracias —cedió a la tentación y compró el vestido que siempre soñó, pero
jamás se hubiera atrevido a usarlo saliendo con Richard, aun en caso de poder
comprarlo. Richard lo habría detestado. Le disgustaba todo lo deslumbrante y
compartía con su madre la idea de que las pelirrojas debían evitar la ropa roja. ¡Y ese
vestido era rojo! Rojo escarlata. Sin tirantes y de falda corta.
—Tú también me pareces muy guapo —replicó y pasó saliva ante esa pálida
alabanza. ¡Estaba divino! Era la primera vez que lo admiraba en traje de noche. Una
de las mangas había sido ajustada para que cupiera la escayola. Aunque ese
aditamento no disminuía su virilidad, al contrario… ¡la aumentaba!
La cena baile tenía su lugar en el hotel donde se hospedaban, así que ella y
Bram se sentaron junto a los colegas de su jefe.
Terminaban de cenar cuando la velada tomó un giro negativo. Mia notó que
Bram observaba a una pareja que acababa de llegar. Aunque mantuvo una expresión
inescrutable, mientras los desconocidos se acercaban a una mesa cercana a la que
ellos ocupaban, Mia vio que él apretaba la mandíbula, indicando que no estaba tan
calmado como pretendía.
La joven estudió a la pareja, a la mujer en particular, una criatura exquisita,
envuelta en una nube de tul rosa. Entrecerró los ojos cuando la desconocida
descubrió a Bram y tropezó. Su compañero pescó a la mujer del brazo, mostrando
una tierna preocupación. El cuerpo de Mia se tensó. Esa mujer… el brillante cabello
rubio rojizo, la pálida piel, los delicados huesos y, sobre todo, su reacción al ver a
Bram allí… y la reacción de él al verla.
¡Natasha!
Tenía que ser ella. Pero, ¿no se equivocaba? Bram se volvió para contestar una
pregunta, prestándole toda su atención a su interlocutor, sin dar la menor señal de
que acababa de enfrentarse a la mujer que un día lo abandonó, a la única mujer a la
que había amado. Pero Mia, en extremo consciente de Bram, presintió que no le era
tan indiferente como fingía.
Sí, pensó, es Natasha. Y Bram todavía la ama.
Después de la cena, la orquesta empezó a tocar y Bram sacó a Mia a bailar. Pero
la chica comprendió que la mente de él no se concentraba en el vals… o en ella. Ella
le lanzó una mirada cargada de emoción, sólo para bajar las pestañas y ocultar lo que
descubrió. Sin embargo, él lo intuyó. Captó en sus pupilas verdes que sabía quién era
Natasha. ¡Oh, Dios! ¿Y qué más adivinó?
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«Pobre tonta, ¿qué importa lo que haya visto en ti? No le importa lo que tú
sepas, interpretes o sientas. Nada significas para él y, si tuvieras un poco de sentido
común, Bram no contaría en tu vida. Todavía ama a Natasha. Todavía la desea».
Le pareció inevitable que Bram al fin la guiara hasta la mesa de Natasha y su
marido.
Natasha alzó los ojos cuando ellos se acercaban y Mia observó que el
nerviosismo agrandaba las hermosas pupilas azules de la joven. «Tiene miedo de que
Bram haga una escena», pensó Mia, traduciendo esa mirada. «Y, por lo que he oído
del carácter de Bram Wild, es muy posible que no la decepcione».
Pero Bram se comportó con perfecta educación y control al inclinar la cabeza y
saludar a la pareja.
—Natasha, Tim… Ha pasado mucho tiempo…
El esposo de Natasha, un hombre delgado que empezaba a quedarse calvo, se
puso de pie después de un breve titubeo.
—Buenas noches, Bram. Sí, ha pasado mucho tiempo.
Bram posó su mano sana en la cintura de Mia.
—Me gustaría que conocieran a una amiga… Mia James. Mia… Natasha y Tim
Kennedy-Ford.
—¿Cómo están? —¡qué educación mostraban todos! Pero, ¿cuántas emociones
no bullían dentro de sus cuerpos? Y, ¿qué se proponía Bram? ¿Por qué la catalogó de
amiga cuando sólo era su chofer, su asistente, una simple empleada? ¿Ahora la
consideraba una amiga? ¿O sólo lo dijo en beneficio de Natasha, para darle la
impresión de que era otra de sus múltiples conquistas? Quizá hasta para encelarla y
enseñarle de lo que se perdió.
—¿Me permitirías bailar con tu esposa? —le preguntó Bram a Tim, con tono
impasible—. Para recordar los viejos tiempos…
Mia sintió que el corazón se le contraía mientras Tim titubeaba por un segundo.
No obstante, sus buenos modales ganaron la batalla.
—Por mí no hay problema. Natasha debe decidirlo.
—¿Natasha? —la mirada de Bram se clavó en la joven. Mia no quiso observarlo
y descubrir lo que quizá se reflejaba en sus ojos.
Natasha se puso de pie en silencio y Tim se dirigió a Mia.
—¿Me concede esta pieza?
Los cuatro caminaron hacia la pista de baile. Cuando Tim la abrazó, sin
acercaría mucho, los ojos de Mia se posaron en Natasha, casi cubierta por el brazo de
Bram. Se concentraban en una charla profunda y las hermosas pupilas de Natasha se
clavaban en el rostro de su compañero, con tanta intensidad como las de él en ella.
No expresaban ira o resentimiento… parecían absortos el uno en el otro.
Mia sintió que el suelo se estremecía bajo sus pies ante la violenta punzada de
celos que la sacudió. Nunca había experimentado una emoción tan primitiva, que
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casi la desgarra. Todavía peor fue darse cuenta de que, detrás de esas emociones
desesperadas, existía algo más que celos, al ver a su compañero bailando con un viejo
amor. Comprendió con absoluta certeza, que amaba a Bram con una pasión que
jamás había sentido.
¡Y todo era tan fútil, tan inútil! Porque él todavía estaba atado a Natasha y
siempre lo estaría, aun si después de esa velada no lograba reconquistarla. Natasha
siempre sería la única mujer para él… nunca permitiría que otra ocupara un lugar en
su corazón.
Mia no supo de qué manera sobrevivió al resto de la velada. Pero se pegó una
sonrisa a los labios y llamó en su auxilio recursos que no había usado antes.
Cuando Bram la acompañó hasta su habitación, ella ya tenía la llave en la mano
al llegar a la puerta. La metió en la cerradura y se volvió para despedirse con una
ligereza que estaba muy lejos de sentir.
—Gracias, Bram, por llevarme a la cena. Fue muy agradable.
Pero, al abrir la puerta él la siguió.
—Déjame entrar, Mia, por un momento.
—¿Para qué? —la aprensión, mezclada con la ira, agudizó su voz. Si pensaba
que la usaría como una sustituía de Natasha… o si buscaba olvidar a esa mujer en
sus brazos, ¡se equivocaba por completo!
—¿Qué sucede, Mia? ¿Pasa algo malo? —le tocó el hombro, enviando una
corriente eléctrica a través de su cuerpo.
—No, nada.
—¿En serio? Desde que nos encontramos con Natasha has evitado mirarme a
los ojos. Oh, sonreíste y actuaste de maravilla, pero olvidas, Mia, que te conozco bien.
La piel le ardió a Mia. ¡No demasiado bien, se burló! No lo suficiente para que
adivinara lo que sentía por él. ¡Que el cielo nunca lo permitiera!
—¿Crees que todavía amo a Natasha? —indagó abrupto.
Se tragó la respuesta obvia y replicó, seca:
—Ese, es tu problema. Nada tiene que ver conmigo.
—¿No? —le alzó la barbilla para mirarla a los ojos—. ¿Acaso no estás celosa,
por casualidad, Mia?
—¿Celosa? —soltó una risita, lo cual resultaba un triunfo en esas
circunstancias—. ¿Qué derecho o razón tendría para estar celosa? Sólo porque salí
contigo esta noche no espero que… No me imagino… —cortó el resto, refugiándose
en la ira para ocultar su dolor y el torbellino que la agitaba—. Estás tan
acostumbrado a que las mujeres te adoren de rodillas, Bram Wild, que tu «ego» se ha
inflado en exceso.
—No metamos a otras mujeres en esto. Si desean comportarse de esa manera,
yo no soy responsable de sus actos. Me interesa más lo que tú pienses y sientas, Mia.
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Porque sientes algo… ¿verdad? Por mucho que trates de esconderlo, sabes que allá,
en el fondo…
El corazón pareció expandírsele en el pecho. Por un momento, Mia creyó que
dejaría de respirar. Aspiró con profundidad y el ansia de sobrevivir la impulsó a
exclamar, un poco ronca:
—¡Tu vanidad, Bram Wild, no tiene límite! —si admitía la verdad se quedaría
sin empleo y también fuera de la vida de ese hombre, en menos de cinco segundos.
¿Y de qué modo soportaría ese fracaso? Aun si sólo posponía lo inevitable, no
permitiría que eso le sucediera… todavía no.
—Enfréntate a la verdad, Mia —sus dedos, ligeros como la seda, le acariciaron
la nuca. Por un momento errático y loco, la chica pensó que Bram descubría
características acerca de ella que jamás revelaría de buena gana.
—¿A la verdad que tú quieres creer? —gruñó furiosa.
—Sí, me gustaría creerla —sus dedos se movieron, rozándole la mejilla,
acariciándole el lóbulo de la oreja… Mia apenas lograba no jadear de placer.
—No, Bram, por favor —le rogó—. No te aproveches de la situación.
—Niega que sientes algo por mí, Mia. Anda, mírame a los ojos y niégalo —la
retó, haciendo que el estómago de la joven se contrajera.
—¡No! —trató de volver la cara, pero los dedos de Bram se metieron entre sus
cabellos para sostenerle la cabeza, inmovilizándola.
—Mírame, Mia. Dime lo que ves en mis ojos. ¿Crees que no siento nada por ti?
Las extraordinarias pupilas azules la quemaron y tembló ante esa ternura, ante
esa pasión agobiadora que distinguía en el fondo. Pero, ¿ella la provocaba?
—¿Aun no estás segura, Mia? —le peinó los cabellos con los dedos con un
ademán acariciante—. Entonces, tendré que enseñarte.
—¡No… por favor! —su protesta instintiva se perdió debajo del asalto de su
boca y desde ese momento estuvo perdida. De repente, se dio cuenta de que invitaba
la hambrienta invasión de esos labios, deseando saborear la dulce tortura que sólo él
podía ofrecerle. Entreabrió la boca en el mismo instante en que él la tocó,
sometiéndose con docilidad, con ansia, a esa posesión.
Por voluntad propia, las manos de Mia ascendieron para rodear el cuello de
Bram y su cuerpo se movió apretándose contra él, deleitándose al sentirlo. La boca de
su amante se endureció, sofocándola, despertando una sed apasionada que se
acoplaba a la que ella misma experimentaba y sólo cuando escuchó que él gemía,
recobró el juicio. Débil y jadeante apartó la boca, lanzando un grito desesperado:
—¡Yo no soy Natasha!
Él la contempló embriagado de deseo.
—No, no lo eres —concordó y Mia sintió que el corazón se le torcía. Le
comunicaba que ninguna mujer significaría para él lo mismo que Natasha… ni
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siquiera lo que todavía significaba. Quizás a Mia, la tomaba en cuenta, pero jamás le
entregaría su corazón por completo.
Y sería una tonta si se conformaba con menos. Porque, lo que fuera que Bram le
ofreciera, nunca le parecería suficiente. Y, si se guiaba por experiencias pasadas, el
deseo de ese hombre no duraría mucho.
Y eso le dolería más, que nunca haber sido amada.
—Por favor, vete, Bram —le rogó. Temblaba con violencia y la tentación de
ceder a las emociones eróticas aún la sacudía. Pero no debía… ¡no podía!
—Si realmente es lo que quieres —declaró Bram, bajando la mano y
retrocediendo un paso—. Quizá un día, Mia, tú vendrás a mí. Y entonces te estaré
esperando.
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Capítulo 9
Mia se acomodó en su asiento de primera clase y observó al puente Sydney
Harbour desaparecer ante su vista. Le costaba trabajo creer que se dirigía a Italia.
¡Tanto había sucedido la semana anterior!
La mayor parte del tiempo la dedicó a preparar el viaje y convencer a su madre
de que debía ir. Mia admitió con franqueza que se entrevistaría con su padre… le
pareció justo que su madre lo supiera. Como esperaba, a su madre la irritó esa idea y
reaccionó atacando a Bram.
—Desde que trabajas con ese hombre has cambiado, Mia… no entiendo muy
bien lo que te sucede. Perdiste a un magnífico esposo y…
—Novio, mamá.
Su madre no le prestó atención.
—Te vistes de manera diferente, te peinas distinto, vagas por el campo y
ahora… ¡me anuncias que viajarás a Italia con tu jefe!
—Por asuntos de trabajo, mamá.
—¿En serio? —arrugó el entrecejo—. Espero que no te estés enamorando de ese
señor, Mia, porque terminarás muy lastimada. Por lo que he oído, Bram Wild no es la
clase de persona que sienta cabeza. Dicen que es un alcohólico incurable, demasiado
inclinado a la vida de soltero para ansiar atarse a una esposa y a un hogar. Hombres
de esa calaña, Mia… pueden conseguir a cualquier mujer que se les antoje cuando se
les antoje. El matrimonio no está en su agenda.
—No te preocupes, mamá. Ya lo sé.
No la convenció.
—Richard lo considera peligroso por su atractivo… es el tipo de macho que
enloquece a las mujeres. Tu padre era igual, Mia. Poseía carisma. Recuerdo que a mi
me enloqueció. Yo tenía tu misma edad… era joven e impresionable. Y tonta —su
voz se tomó amarga—. Pensé que podía cambiarlo… retenerlo. Pero no lo conseguí.
Odiaba el matrimonio. No podía esperar a romperlo y escapar.
—¿Para casarse de nuevo? —le indicó Mia en voz baja—. Ese segundo
matrimonio ha durado veinte años. Quizá ustedes eran demasiado jóvenes o no
estaban hechos el uno para el otro. Tú también volviste a casarte, mamá, y fuiste feliz
con mi… con Martin.
—Sí, lo fui —afirmó, conmovida—, porque me sentía segura con él… sabía que
podía confiar y apoyarme en mi esposo. Y eso es lo que cuenta, Mia, la seguridad, no
las románticas y tontas fantasías.
Regresaban al caso de Bram Wild.
—No cometeré una tontería, mamá y no te preocupes, no me enamoraré de
Bram, aunque no es el conquistador que supones. De cualquier modo, sólo soy su
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empleada, ¿recuerdas? —su voz adquirió una nota pensativa que frunció el ceño de
su madre.
—Cuídate, Mia —abrazó a su hija—. Y, si estás decidida a ver a tu padre… no te
detendré. Pero no esperes demasiado, ¿eh?
Mia negó con la cabeza y correspondió al abrazo de su madre. Acababa de darle
su bendición… o lo más cercano posible.
No fue todo lo que ocurrió en los días previos a la partida. Bram visitó al doctor
y al regresar al auto, donde Mia lo esperaba, ya no llevaba la escayola. Cuando le
mostró el brazo, la chica sintió que su corazón aterrizaba en sus rodillas.
—Ahora no necesitas que vaya a Italia contigo —barbotó.
—No seas tonta, Mia, desde luego que irás conmigo. ¿Acaso no lo deseas? ¿No
quieres conocer a tu padre?
—Sí, pero…
—Entonces, no digas más. Además, ya le comuniqué a Nathan que irías y no
me perdonaría que llegara sin ti. Está feliz de que desees verlo y ansioso de verte. De
hecho, trató de ponerse en contacto contigo cuando estuvo en Australia, en
septiembre del año pasado, pero viajabas en ese tiempo con tu madre.
—Oh —pasó saliva sin confiar en su voz para agregar algo más. ¿Su padre
intentó verla? Nunca lo habría creído. Jamás se habría enterado de eso si no le
hubiera confesado a Bram que Nathan era su padre.
Su jefe desvió la conversación hacia un tema menos emotivo.
—¿No te agrada que haya recuperado el uso de mi mano? Seguiré un
tratamiento de fisioterapia y, para cuando abordemos el avión, estaré como nuevo.
Ella asintió y… una sonrisa radiante iluminó su delicado rostro. Se sentía
contenta por él. El alivio provocó ese gesto… el alivio de acompañarlo a Italia. No
por el encuentro con su padre; después de todo, quizá no resultaría, a pesar de que
ambos ansiaban conocerse. Tampoco por visitar Europa por primera vez. Su alegría
era por estar cerca de Bram. ¿Merecía la pena negarlo? ¡Mientras sólo lo admitiera
ante sí misma!
En esos días antes de abordar el avión, ocupados como estaban, ella y Bram se
unieron cada vez más… aunque no hubo besos apasionados entre ambos. Parecía
que Bram tomaba la decisión deliberada de no arriesgarse a una confrontación
emocional en ese momento y ella se negó a averiguar la razón. De hecho, se lo
agradecía, pues no creía que hubiera podido soportarlo… ya estaba bastante nerviosa
pensando en el encuentro con su padre sin tener que dilucidar sus sentimientos hacia
Bram también. Sin embargo y, a pesar de eso, sabía que el lazo que los unía se
fortalecía día a día. Se entibiaba con una mirada tierna, el roce de una mano, la
mezcla de sus alientos al hojear un panfleto sobre Italia y, por increíble que pareciera,
aun por sus discusiones al intercambiar ideas o resolver un problema de la oficina.
No se atrevía a examinar con demasiada profundidad lo que sucedía por miedo a
que se rompiera, igual que una burbuja.
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Y ahora, al fin, estaban en camino. Se sentía excitada, expectante, hasta
esperanzada… mientras que antes la atormentaba el nerviosismo y la aprensión.
¿Bram se propuso aliviar su tensión emocional adivinando lo que sentía? ¿O acaso
podía confiar en que algo más que una simple relación de trabajo los unía? ¿Acaso…
era posible que empezara a quererla? ¿Había decidido olvidar a Natasha, al
comprender que no lograría reconquistarla?
Su amor por Bram crecía, por mucho que tratara de sofocarlo. Pensar en
separarse de él, en no volver a ver ese rostro amado, se convirtió en algo
insoportable. ¿Se comportaba como una tonta, permitiendo que su orgullo, que su
miedo a sufrir, aplastara la esperanza de profundizar la relación que sostenían? Sus
dedos apretaron el brazo del asiento. «Algunas veces, Mia, debes perseguir lo que
quieres de la vida… o dejarás pasar la oportunidad y la perderás».
—¿Nerviosa? —preguntó Bram, tomándole una mano.
aquí.
—No —se volvió para mirarlo y levantó la barbilla al agregar—: No, contigo
A pesar de la decisión que acababa de tomar, se puso tensa, esperando
descubrir un retraimiento, una restricción en él. Pero Bram le sonrió, con esa fabulosa
sonrisa suya que en esos días, cada vez con mayor fuerza, le entibiaba el corazón. Se
le cerró la garganta por la emoción.
—Así me gusta —la aprobó Bram.
Mia pasó saliva, aliviada.
—¿Alguna vez tú te sientes nervioso? —preguntó, por curiosidad.
—No, contigo aquí —respondió, llevándose la mano de la chica a los labios para
besarle la punta de los dedos.
Ambos rieron y el lazo que los unía se fortaleció todavía más.
Saborearon cada minuto del vuelo a Roma: la comida, la película, hasta
lograron dormir en los cómodos asientos reclinables.
Aterrizaron en Florencia por la tarde y tomaron un auto de alquiler para llegar
al hotel.
—Dicen que debes adaptarte al tiempo local cuanto antes —opinó Bram—. Así
que, si no estás demasiado cansada, caminaremos por la ciudad antes de cenar y nos
acostaremos temprano. Quiero que descanses para que mañana te lleve a conocer a
los Royce.
Los Royce… Nathan y Anna… su padre y su madrastra. Mia aspiró, trémula.
Pero en unos minutos olvidó el mañana ante la excitación de descubrir
Florencia. Las calles, las hermosas plazas, o piazzas, la aristocrática elegancia de los
edificios. Todo. Atravesaron el Ponte Vecchio y Mia compró una mascada en una de
las tiendas y un cinturón de cuero en otra; pero negó con la cabeza cuando Bram le
sugirió que entrara en una joyería.
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—No, gracias —replicó con una sonrisa. Había visto los precios. Esas tiendas
debían ser para los turistas ricos, con dinero para tirar a manos llenas—. Prefiero
esperar un poco.
—Tienes razón, ya habrá tiempo para comprar, después de visitar museos,
iglesias y galerías de arte.
A mitad del camino se detuvieron para admirar una hermosa escultura y una
fuente. Mia aún la contemplaba, mientras avanzaba de nuevo, pensando que tenía el
paso libre. Demasiado tarde escuchó un rechinido de neumáticos y un auto, que
surgió de la nada, se echó sobre ella.
Habría quedado debajo del vehículo de no ser por Bram que la pescó al vuelo,
apartándola del peligro.
—¡Por el amor del cielo, Mia! ¿Quieres que te maten?
Ella lo miró estremecida y descubrió que su reacción no la provocaba la ira, sino
la angustia. De repente él la tomó por los hombros, como si no quisiera soltarla
jamás…
—Bram, todo está bien. No me pasó nada —nunca lo vio tan… vulnerable,
nunca creyó que fuera vulnerable a algo de nuevo, después de Natasha. Mucho
menos habría imaginado que ella lo consolaría, tranquilizándolo.
La acercó a él, apretándola contra su cuerpo, escondiendo su rostro en el cabello
de la joven.
—¡Maldición, Mia, no soportaría perderte!
—¿Bram? —abrió mucho los ojos y un temblor se reflejó en su voz.
Él alzó la cabeza y la miró con unas pupilas semejantes a dos lagos oscuros.
—Debes intuir lo que siento por ti, Mia.
—No —negó, sofocada—. Claro que no. Podrías tratar de explicármelo.
—Esperaba el momento propicio —la llevó hasta una estatua, sin prestar
atención a los otros turistas—. No iba a decir nada todavía. Pensé que ya tenías
bastantes emociones para que… además, conocerás a Nathan mañana.
—Apuesto a que puedo soportar otra nueva emoción —lo urgió.
—Me obligarás a decirlo, ¿verdad? Aquí, en la mitad de la plaza….
—Parece que tienes dificultad en expresarlo —bromeó la chica, levantando la
barbilla de manera provocativa.
—Esta no es mi idea de un escenario romántico… pon las bocinas de los coches
y hordas de turistas empujándonos.
—¿Qué podría ser más romántico que una piazza de Florencia… con una fuente
cantarina, aquellas palomas volando a nuestro alrededor y el sonido de unas
campanas lejanas?
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—De acuerdo. Tú ganas —de pronto se puso serio y la risa desapareció de sus
pupilas—. Mia, te amo. ¡Dios del cielo, cuánto te amo! Eres todo lo que deseaba de
una mujer.
Ella pasó saliva. ¿Todo? Aun en medio de su felicidad, el hermoso rostro de
Natasha flotó entre los ojos de Mia.
—¿No me crees, hermosa?
—Sí… No sé… Quiero hacerlo, pero… Bram, cuando te dije que había
terminado con Richard, me aclaraste que tú nunca me amarías.
—¿Eso interpretaste? —le quitó un mechón de la mejilla—. Deseaba darte
espacio para que respiraras, Mia… no quería que me aceptaras para consolarte.
Necesitaba cerciorarme de que sabías lo que hacías, de que tus sentimientos por mí,
si acaso sentías algo, se acoplarían a los míos.
—Oh, Bram… no sé qué decir.
—Podrías sacarme de esta angustia y aceptar que me amas y que jamás me
abandonarás.
Ante cada palabra que pronunciaba, la joven sentía que sus inquietudes y
dudas se disolvían. La felicidad la invadió. Bram la amaba y estaba ansioso por
escuchar que era correspondido.
—Te amo, Bram… y nunca te abandonaré —lo miró, olvidándose de que los
curiosos los observaban. Él inclinó la cabeza y unió sus labios a los de la joven,
sellando la confesión de su amor con un beso. La dicha corrió por el cuerpo de Mia.
Le parecía que un sueño se volvía realidad…
Cuando un chofer los recogió al día siguiente, Mia creyó que todavía no se
despertaba. Ya no se sentía nerviosa porque conocería a su padre. ¿Por qué razón
debía sufrir si Nathan estaba ansioso por vadear el abismo que los separaba?
La noche anterior fue la más maravillosa de su vida. Para empezar, cenaron en
un ristorante elegantísimo y Bram la contempló con adoración durante toda la velada.
—¡Hay tanto que quiero que veas —suspiró—, que estos días no serán
suficientes! Tendremos que regresar a Italia para nuestra luna de miel.
—¿Me estás proponiendo matrimonio? —el aliento se le atoró en los pulmones.
—Parece sorprenderte.
—Pensé que odiabas esa institución.
—Tú hiciste que recobrara mi fe en las mujeres… en el amor… en el
matrimonio… en todo.
—Oh, Bram.
—¿Eso es un «sí»?
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—¡Sí! —no necesitaba tiempo para reflexionar—. A mi madre le dará un ataque
cardiaco —confesó—. Me advirtió que no me enamorara de ti. Dijo que el
matrimonio no estaba en tu agenda.
—Eso demuestra lo equivocado de los juicios de tu madre. Cuando sepa que
mis intenciones son honorables, ¿crees que pueda ganármela?
—Estoy segura de que lo lograrás —sonrió, alentándolo.
Y después… los ojos de Mia se humedecieron.
A pesar de la diferencia de horarios y de comprender que Bram deseaba que
descansara esa noche y se hubiera contentado con un largo beso de buenas noches,
Mia llamó a la puerta que comunicaba ambos dormitorios y fue a buscarlo, vestida
con el ligero camisón que una vez usó con tanta timidez ante él.
—Recuerdo que no violas a las vírgenes —susurró, con voz temblorosa por la
emoción—. Pero, ¿qué sucedería si una virgen te violara a ti?
Bram, en calzoncillos, se quedó inmóvil durante un instante tan largo que la
chica casi se arrepintió de su osadía. Hasta que vio la nostalgia en esos ojos azules.
—Un día dijiste que esperabas que yo fuera a ti —evocó—. Pues, aquí estoy.
Avanzó un paso mientras hablaba, con los brazos desnudos extendidos e
invitándolo con la mirada. Asombrado, le tomó las manos, observándola por un
momento.
—¿Estás segura, Mía? —preguntó ronco.
—Si no te sientes demasiado cansado —bromeó, provocativa.
—Bruja… —gruñó, recorriéndole los brazos con los dedos—. Irresistible
hechicera.
La oprimió contra él, cubriéndole hambriento la boca con los labios. Mia se
aferró a su compañero, acariciándole la espalda, saboreando el contacto con esa piel
desnuda, correspondiendo a su abrazo con una apasionada explosión de sensaciones
que parecía prolongarse para siempre.
Al fin apartó los labios, gimiendo:
—¡Mia! ¡Eres igual a una llama! ¡Me incendias! —y abrió un camino de fuego
por el cuello de la joven, hasta enterrar la boca en la hondonada suave de sus pechos.
Su contacto era una exquisita tortura al acariciarle el cuello, buscando el lóbulo de la
oreja, tomándolo entre los dientes, mordiendo su piel sensible con la presión
necesaria para hacerla temblar.
—¿Mi fuego también te quema, Mia? —murmuró contra su oído y ella asintió
con una queja. Él se separó un poco para deslizarle los tirantes del camisón,
descubriéndole los senos hasta que la tela formó un montoncito de seda a sus pies.
La contempló con pupilas lánguidas, apreciando sus delicadas curvas y la joven
sintió que sus pechos se volvían pesados bajo esa mirada. Los pezones sonrosados se
endurecieron, anticipando la dulce tortura que sólo Bram le podía infligir.
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—Eres hermosa, Mia —suspiró, ronco, delineando un sendero con el dedo,
desde la columna del cuello hasta la colina hinchada de un seno; acariciándola,
suave, con el pulgar, antes de acunar la plenitud de los pechos en sus manos.
Mia le rodeó la cintura y lo oprimió, jadeando con una mezcla de excitación y
tensión ante el contacto íntimo de piel contra piel.
Sintió que el cuerpo de su amante se estremecía con sus caricias.
—¡Mia… me perteneces! ¡Si supieras el efecto que ejerces sobre mí! ¡Soy arcilla
en tus manos!
Su voz temblaba un poco y los ojos de la chica se abrieron por el asombro. Por
segunda vez en ese día, reducía a ese hombre que siempre le pareció rudo e
invencible; a ese hombre que dirigía un enorme imperio, al grado de vulnerabilidad
que se le antojara.
—Oh, Bram —musitó, con los ojos húmedos.
—Soy tuyo —le prometió—. Hoy y siempre.
El corazón de la chica se aceleró con la tibieza de la sangre al fluir por las venas,
llenando su cuerpo de sensaciones deliciosas.
—¡Te amo, Bram! —alzó las manos para tomarle la cara e iniciar un beso que
borró todas las dudas de su amado. Puso su alma en los ojos, en las caricias de sus
labios al recorrer el duro contorno del rostro adorado, en el calor de su cuerpo al
arquearse contra él.
Con un suave gemido, Bram la levantó y la colocó sobre la cama, recostándose a
su lado, besándola, acariciando en mil formas cada centímetro de esa piel suave,
torturando sus nervios con una exquisita expectativa que producía más y más
emociones.
Al tocarle con sus pulgares los pezones, Mia sofocó la urgencia de gritar,
apretando la boca contra el hombro de Bram. Sólo cuando se estremeció, se dio
cuenta de que lo había mordido. Se sonrojó de vergüenza hasta que lo oyó
murmurar:
—Oh, Mia, ¿me deseas tanto como yo? —preguntó, acostándola sobre la
espalda, para observar el vulnerable óvalo de su cara.
—¡Sí, Bram, sí! —pero no necesitaba decírselo. Su cuerpo y su rostro la
delataban.
Lo escuchó murmurar algo, pero esas palabras se perdieron contra su piel,
mientras le besaba la tierna curva del cuello, lamiendo y mordiendo hasta que la
estremeció de placer, de la cabeza a los pies. Su inexperiencia, su falta de práctica
sexual, se olvidaron al responder a ciegas a esa combinación ardiente de caricias y
deseo. Cada vez que la mano o la boca de Bram la tocaba, se le quemaba la carne y el
cuerpo se le derretía bajo el calor del placer.
—¡Bram! —jadeó, entregándose a la voluptuosidad que fluía por su cuerpo,
abriendo los labios a las exigencias de la lengua exploradora que imitaba el audaz
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movimiento de sus caderas contra el cuerpo de Mia. Sintió la agobiante necesidad de
acercarse más y más a él, de absorberlo en su interior…
—Quiero saborear cada delicioso centímetro tuyo… así —Bram gimió
hablándole contra su boca, mordiéndole los labios hinchados, mientras ella le
acariciaba las manos que le quemaban el cuerpo—. Y yo te enseñaré a ansiar hacer lo
mismo conmigo.
No necesitaba enseñárselo, le urgía imitarlo. Bram abrió una fuente de
sensualidad erótica en Mia, que ningún hombre, mucho menos Richard, agitó.
Los labios de Bram trazaron la línea de la clavícula de Mia, descendiendo por su
cuerpo, revoloteando por sus senos y, después, moviéndose con despaciosa
excitación sobre las curvas turgentes.
Mia gritó por las sensaciones que Bram provocaba al succionar el sensible
pezón, pero cuando se detuvo, ansió que continuara con esas caricias eróticas.
Su cuerpo desvergonzado se derretía anticipándose a las caricias más íntimas; le
urgía conocer a Bram con la misma intimidad, anhelando aprender todo lo que
quisiera enseñarle, subyugada por el derroche de amor y deseo que manaba de su
ser, borrando cualquier restricción que hubiera podido tener.
Sus manos le frotaron la piel, registrando las reacciones de su compañero.
Apasionada, tocó con su boca el vientre plano.
—¡Mia, por el amor del cielo, no soporto eso por más tiempo!
Se apartó de ella.
—¿Estás segura de que lo quieres? —Mia vio en sus ojos angustia mezclada con
nostalgia.
—¡Oh, Bram, sí! ¡Sí!
—Te deseo a ti, toda, Mia —le dijo, ronco.
—Yo también te deseo, Bram —musitó, sabiendo que hacía lo correcto,
sabiendo que era el momento y el lugar adecuados para entregarse a ese hombre.
Cuando él al fin se movió para poseerla, ella le dio la bienvenida con un suspiro
extasiado y se hundió en un pozo de deleite sensual. El nombre de Bram explotó en
sus labios, con un gemido, mientras ola tras ola de intensas sensaciones la estremecía,
alcanzando una cima de casi dolorosa expectación. Se escuchó gritar y, en el
siguiente instante, una explosión de alivio envió ondas de intenso placer a todo su
cuerpo.
Después, mientras se abrazaban temblando, él murmuró con pasión:
—No soportaría perderte, Mia. Me has dado el amor y la confianza que jamás
creí recobrar —y la joven le acarició la espalda, maravillada. Respondió con un
susurro:
—Siempre te amaré, Bram, siempre.
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Mia se preguntó si la campiña toscana siempre lucía tan hermosa como esa
primavera o si ella la contemplaba a través de tintes color de rosa. No le extrañaba
que su padre hubiera deseado quedarse allí para siempre… la belleza del campo
debió inspirar muchos de sus cuadros.
Nathan y Anna salieron a recibirlos a la puerta de una villa, sonriendo con una
calidez que Mia no esperaba. Sintió una ola de emoción al ver a su padre. Observó
que ambos se parecían, aunque el cabello de él se había desteñido con el paso de los
años, adquiriendo tonos rubios, y era alto y delgado, en comparación con la estatura
de ella. Pero sus ojos poseían el mismo tono verde gris y la sensibilidad de sus
facciones evocaba la delicada estructura ósea de la hija. Tenía, además, una sonrisa
tan irresistible que a Mia no le costó trabajo comprender por qué su madre se
enamoró por completo de ese hombre en su adolescencia.
Vio que a su padre se le humedecían los ojos y ella misma parpadeó de manera
sospechosa. Le tendió los brazos y un momento después se estrecharon. Los años
perdidos parecieron desvanecerse, igual que la amargura y las dudas con las que
vivió durante tanto tiempo.
—No podía creer que mi hija trabajaba con Bram —la voz de Nathan temblaba
un poco—. Querida mía, había renunciado a la esperanza de verte de nuevo.
—Bram me dijo que trataste de ponerte en contacto conmigo cuando estuviste
en Australia —replicó Mia con timidez—. Me apena que no me hayas encontrado,
pero mamá y yo viajábamos por Nueva Zelanda en aquel entonces.
—Nat, ¿por qué no llevas a Mia a caminar por el jardín? —sugirió Anna—.
Bram y yo charlaremos mientras preparo la comida —tenía una voz cálida y su
excelente inglés poseía un suave acento italiano.
Nathan condujo a Mia al exterior, hasta una fila de pinos que sombreaban la
terraza.
—Siempre pensé en ti, Mia —le confesó a su hija, apretándole la mano—. De
una hermosa nena te has convertido en una mujer maravillosa. Siento haber perdido
el proceso de tu crecimiento.
—Lo habrías presenciado si te hubieras quedado en casa, con nosotras —repuso
Mia, con más dolor que amargura.
—Querida niña… —Nathan dejó de caminar y se volvió hacia la joven—… tu
madre y yo… nuestro matrimonio terminó aun antes que yo saliera de Australia. Nos
dimos cuenta de que jamás resultaría. El arte significa todo para mí y tu madre nunca
lo entendió. Quería que renunciara a la pintura y aceptara un trabajo de nueve a
cinco. Ganaba muy poco dinero… Comprendo que para ella fue difícil. Tener que
vivir con sus padres agregó otras tensiones a nuestro matrimonio. Tú eras lo único
que nos unía, Mia. De hecho, nos casamos por ti, en primer lugar.
—Sí, siempre supe que fue una boda forzada —afirmó Mia, impasible.
—Nadie me forzó con una pistola en la sien —le aseguró Nathan—. Hubo,
cierta presión, lo admito, por parte de tus abuelos, pero accedí para complacer a tu
madre. Éramos jóvenes y creímos amarnos lo suficiente para ser felices. Pero después
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de dos años, ambos maduramos y comprendimos que nos engañábamos. Tu madre
odiaba el mundo del arte… y yo no podía abandonarlo. Cuando me ofrecieron una
beca para estudiar en Italia, la acepté… y en ese momento nuestro matrimonio
terminó. Tu madre se negó a acompañarme…
—¿Acaso la culpas? —Mia salió en defensa de su madre con suavidad—. Una
mujer como ella necesita seguridad… raíces. Nunca habría podido vivir en un país
extranjero, con una hija y poco dinero, sin conocer a nadie, ni hablar la lengua.
—No la culpo. Supongo que actué como un egoísta al irme de esa manera. Pero
era joven, ambicioso e impaciente y no podía volverle la espalda a la oportunidad
que sólo se presenta una vez en la vida. Sabía que, me quedara o me fuera, nuestro
matrimonio fracasaría. Entonces, ¿para qué prolongarlo? Creímos que hacíamos lo
correcto al separarnos. Tu madre tuvo la suerte de encontrar un compañero
adecuado con mucha rapidez… y a mí me bendijo la vida al entregarme a Anna.
—Y yo dejé de existir para ti —concluyó Mia con una tristeza que no pudo
ocultar.
—No… ¡jamás! —los ojos de Nathan brillaron al negarlo—. Cuando tu madre
me escribió pidiéndome el divorcio para casarse con Martin James, me rogó que
dejara de escribirte… y que no te enviara tarjetas o regalos para no confundirte.
—Tú… ¿me escribías? —preguntó Mia, contemplándolo.
—Durante un tiempo. Apenas tenías tres años cuando dejé de hacerlo… desde
luego, no te acuerdas.
—Pero después… ¡mi madre pudo darme tus cartas!
—Mia… Quería que me olvidaras y yo lo entiendo. Te abandoné. Perdí mis
derechos sobre ti. A sus ojos puse mis ambiciones antes que mi familia. Mi arte ocupó
el primer lugar en mi vida. No culpes a tu madre, Mia. Cúlpame a mí.
—¿Por qué me engañó? —Mia agitó la cabeza, enfadada—. Permitió que
pensara que yo no te importaba.
—Mia, velo desde su perspectiva. Deseaba protegerte, darte una vida familiar
estable, sin el dolor y la confusión de desgarrarte entre dos opciones. Yo no vivía
cerca, ni podía visitarte. Martin pretendía adoptarte y ella quería que lo consideraras
un padre. Ansiaba entregarte una existencia segura y dichosa. Yo también, Mia.
Encontré la felicidad con Anna… lo menos que podía intentar era darles la misma
oportunidad a ti y a tu madre. Quizá cometimos una equivocación, pero… —se
encogió de hombros—… los dos supusimos que actuábamos por tu bien.
Mia se tragó su ira. Ambos reaccionaron de buena fe. Los dos decidieron
separar sus vidas con un mínimo de resentimiento y dolor. Y Martin fue un padre
para ella, jamás le faltó amor y tampoco, lo sabía, a Nathan.
—Amas mucho a Anna, ¿verdad?
—Con todo mi corazón, cuerpo y espíritu. Somos almas gemelas…
compartimos todo. Tu madre y yo no teníamos nada en común… excepto a ti. No
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puedo expresarte lo feliz que soy al recuperarte, al fin. Siempre esperé que un día
vinieras a mi encuentro.
—Oh, Nathan… —murmuró su nombre de modo natural, resolviendo el
problema de cómo llamarlo—. Si hubiera adivinado lo que sentías, me habría
comunicado contigo antes, de alguna manera.
—Estuve tentado a escribirte muchas veces —admitió el pintor—. Pero no
quería entrometerme en tu vida… sentía que había perdido ese derecho. Sólo cuando
regresé a Australia, el año pasado, reuní el valor necesario para llamarte. Al no
recibir respuesta, hice averiguaciones y descubrí que tu madre, tú y tu hermanastro
viajaban. Me pareció que el destino decretaba que siguiéramos separados y me
resigné.
—Hasta hoy —sonrió Mia—. Nathan… Bram me dijo que tú y Anna tienen tres
hijos. ¿Están en casa? —la maravilló lo fácil que resultaba preguntarlo. ¡Una semana
antes, un día antes, no le habría parecido así!
—Por desgracia, no. Todos están en la escuela o en la universidad. Te enseñaré
sus fotos al volver a casa. Pero antes, querida mía, quiero que me cuentes lo que has
hecho en los últimos veinte años.
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Capítulo 10
Mia y Nathan eran todo sonrisas al reunirse con los otros en la terraza. Sólo
faltaban los hijos de Nathan para completar lo que se estaba volviendo una cálida
reunión de familia. Mia ya no se sentía intranquila ante la perspectiva de conocer a
sus medio hermanos y esperaba que la oportunidad se presentara pronto. Quizás en
su luna de miel, pensó soñadora, evocando la promesa de Bram.
Nathan no preguntó detalles personales acerca de la relación que sostenía su
hija con Bram, mientras estuvieron a solas… Apenas tuvieron tiempo de hablar de
los años perdidos antes que Anna los llamara a comer. Y a Mia no lo sorprendió que
Bram también guardara silencio al respecto. Ese día era de ella y de su padre. No
deseaba que nada se inmiscuyera entre ambos. Ya habría oportunidad de darles la
noticia de su próxima boda, cuando se firmaran los contratos de la asociación.
Y, aunque Bram no participó de lleno en la charla, hubo miradas robadas y
sonrisas compartidas que le recordaban a Mia el delicioso secreto que guardaban.
Habría asegurado que una o dos veces Nathan la observaba y que un brillo de
preocupación iluminaba las pupilas de su padre. Eso la intrigó… representó la única
mancha de un día perfecto y la aguijoneó hasta el momento de la despedida.
—Quiero quedarme un minuto a solas con mi hija —rogó el artista cuando el
chofer llegó a recoger a la pareja.
—Yo acompañaré a Bram al auto —propuso Anna y, al volverse para irse, rozó
los hombros de Mia con los dedos y las dos intercambiaron una leve sonrisa.
Nathan le pasó la mano por la cintura a su hija.
—Lo amas, ¿verdad, Mia?
—¿Es tan obvio? —se sobresaltó.
—Para todo aquel que tenga ojos. Y él te ama también.
—¡Sí! —sus pupilas centellearon con una confianza que no poseía hacía
veinticuatro horas.
—Pero… ¿te conformarás con una aventura, Mia?
¡Así que eso era lo que lo preocupaba! El alivio bailó dentro de su cuerpo.
—Bram me pidió que me casara con él —le confió, sonriendo—. Anoche.
Todavía no lo anunciamos de forma oficial.
Su sonrisa desapareció cuando descubrió que en el rostro de Nathan se pintaba
la consternación.
—Nunca pensé que se casaría —frunció el ceño—. Mia, ¿qué tan bien conoces a
Bram?
—Sé lo de Natasha, si a eso te refieres —la joven tomó aliento.
—¿Sabes por qué lo abandonó? —Nathan la observaba de cerca, perturbado.
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—Para casarse con alguien… Un amigo de su familia con mucho dinero y un
medio social impecable —respondió, con ligereza.
—¿Eso te indujo a pensar Bram? —el pintor parecía titubear. Al fin, suspiró—:
Pues, no te iba a decir la verdad, supongo… Lo dejó porque él le era infiel. A sólo tres
días de la boda. ¿Te asombra que lo haya abandonado?
—¡No lo creo! —susurró la joven, pálida como un papel—. Él amaba a Natasha.
No la habría traicionado.
—Es un hombre apasionado, con sangre en las venas, Mia —los ojos de Nathan
se dulcificaron por la compasión—. Aun después de tantos años sé, sin la menor
duda, que tiene fama de no quedarse con una mujer. Supongo que posee apetitos que
le costaría trabajo satisfacer con sólo una compañera. ¿Por qué opinas que no se ha
casado en todos estos años? —preguntó con suavidad—. A mí me da la impresión de
que adivina que no le podrá ser fiel a su esposa.
Mia sintió que una mano helada le estrujaba el corazón. Siempre comprendió
que Bram era un hombre viril, apasionado y atractivo, pero eso no implicaba que…
¡No, no podía ser verdad! Sin embargo, un recuerdo la torturó, al mismo tiempo que
sofocaba un gemido. Russ Masters mencionó esa terrible época en que se desataron
rumores que Bram se negó a desmentir. Desde luego, como amigo íntimo de Bram y
su colega en el negocio, él no prestó atención a esas murmuraciones o, al menos,
trató. Pero, ¿como se iniciaron los chismes, en primer lugar? ¡Oh, Dios!, gimió.
Nathan le tomó una mano y se la oprimió.
—Mira, quizá Bram cambió… los hombres cambian si se lo proponen, Mia.
Pero, camina con cautela, querida. Tómate cierto tiempo para que lo conozcas mejor
antes de involucrarte en algo permanente. Habiéndote recuperado después de veinte
años de separación, te valoro como algo precioso. No quisiera que alguien te
lastimara. O… que sufrieras a causa de un matrimonio infeliz —resultaba evidente
que le dolía hablar mal de Bram. Iba a volverse su socio, después de todo. Y eso le
daba un horrible cariz al asunto—. Mia, por favor… no apresures las cosas —le rogó
Nathan—. ¿Me lo prometes?
Ella asintió, parpadeando para ocultar las cálidas lágrimas que anegaban sus
ojos. Sintió que un vacío se abría frente a ella, donde antes sólo existían hermosísimos
sueños.
—Mia, ¿te pasa algo malo? —preguntó Bram cuando ella se quedó helada al
rozarle la nuca con los labios. El chofer acababa de dejarlos en el hotel—. Has estado
muy callada desde que nos despedimos de Nathan —hablaba en un tono duro y la
joven adivinó que lo insultaba con su rechazo.
—Estoy cansada —musitó, mientras trataba de meter la llave en la cerradura de
su habitación. Necesitaba tiempo para reflexionar y decidir qué hacer.
La mano de Bram pescó la suya para ayudarla a abrir la puerta.
—Mia, no me mientas —gruñó, casi empujándola dentro de la habitación—. Si
hay algo que te molesta, quiero oírlo. ¡Ahora!
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—¡No me empujes! —exclamó, volviéndose para encararlo, con los ojos muy
abiertos en medio de su pálido rostro. La mano de Bram encendió una llamarada en
sus venas y la ira le pareció la mejor manera de encauzarla.
—Por el amor del cielo, Mia, ¿qué te sucede? —la tomó por los hombros y la
sacudió, impaciente.
—¡Suéltame, me lastimas! —exclamó. Él la apretó con más fuerza y, sintiendo
ese contacto de acero, sollozó—: Por favor, suéltame. Déjame sola, quiero dormir.
Él la obedeció con una maldición sofocada. Sus pupilas brillaron con fuego
salvaje.
—Así que… ahora que conseguiste lo que deseabas, conocer a tu padre… yo
perdí mi utilidad, ¿verdad?
—¡No, no es eso! —se ahogó, incrédula.
—Entonces, ¿qué demonios es?
Comprendió que no la dejaría en paz sino hasta saber.
—Yo… ¡eres tú, Bram! —explotó, con los ojos llenos de lágrimas—. No… no me
puedo casar con un hombre que… ¡no, no puedo! —se retorció para escapar y
empezó a llorar desconsolada.
—La historia se repite de nuevo, ¿eh? ¡Me abandonarás… al igual que ella! —su
voz la flageló como un látigo—. ¿Qué te sucede, Mia? ¿Anoche te sorprendí? ¿Te
arrepientes de querer casarte con un hombre de carne y hueso? Supongo que
pretendes reconquistar a ese molusco con quien le habías comprometido. ¡Ustedes
las mujeres me enferman! ¡Están hechas del mismo barro!
—Debiste herir a muchas —comentó, secándose las lágrimas con el dorso de la
mano—. Hasta a aquella con quien te ibas a casar. Natasha, que se hubiera
convertido en tu esposa si tú no…
Se interrumpió cuando él le atrapó una muñeca con una garra de acero.
—¿Si yo no qué? Termina, Mía —ordenó Bram, con furia mortal—. Si yo no…
¿qué?
—Si tú no te hubieras acostado con otra mujer a sólo tres días de la boda —
exhaló con un suspiro entrecortado.
—¿En dónde oíste ese montón de basura? —la intimidó con la indignación que
se pintaba en sus ojos.
Mia se mordió un labio porque no quería inmiscuir a su padre en eso. ¿Por qué,
oh, por qué no se calló hasta que hubiera tenido tiempo de estudiar las cosas o, quizá
más importante, hasta que Nathan y Bram firmaran el contrato? ¡Si Bram se negaba a
hacerlo, ella sería la responsable!
—La gente habla, saca conclusiones, Bram. ¿Acaso lo niegas? —la esperanza la
invadió. Si lo negaba, ¿confiaría en él? ¡El cielo sabía cuánto lo deseaba!
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—Estuviste feliz hasta que te quedaste con Nathan para despedirte. Él te llenó
la cabeza de basura. ¡Maldición! ¡El hombre con quien planeo asociarme se
especializa en propagar estas delicadezas!
—¡Bram, no, él no… jamás lo haría… él no es así! —se apretó el pecho con las
manos—. Sólo me lo confió porque, adivinó que hay algo entre nosotros y… ¡Bram,
es mi padre! ¡Se preocupa por mí!
—Pues, entonces, no debemos preocuparlo, ¿verdad? —se encogió ante el
desprecio de la voz de su jefe—. Buenas noches, Mia y… dulces sueños —apenas la
miró al salir—. Sugiero que desayunes en tu habitación mañana. Partiremos a las
nueve. ¡Recuerda que tenemos una cita!
—¡Bram, no te vayas! —gritó, pero él ya había cerrado la puerta de un golpe.
Mia se echó sobre la cama, dejó que las lágrimas fluyeran de nuevo,
revolcándose sobre la almohada en su furia y confusión… sin decidir si la ira de
Bram era la de un hombre descubierto o tratado con injusticia. Y, si lo trataba con
injusticia, ¿la perdonaría alguna vez?
A las nueve en punto Nathan los recibió ante la puerta de su casa. Parecía
ansioso, pero desafiante, y le apretó el brazo a su hija para alentarla.
—Hablaremos en la biblioteca —anunció el pintor.
—Sí, ya es hora de que aclaremos una o dos cosas —afirmó Bram. Como no era
hombre que se anduviera por las ramas, clavó una mirada aguda en Nathan y
preguntó—: ¿En dónde oíste esa historia absurda de que yo le fui infiel a Natasha?
—Antes de contestar, quiero confesarte que nunca la repetí, sino hasta ayer.
Jamás la habría sacado a colación si la felicidad de mi propia hija no estuviera
comprometida…
—¿Quién? —ladró Bram—. ¿Quién te lo dijo?
—Me visitó Kevin Dysan, cuando buscábamos otro socio.
—¡Maldición! —Bram alzó las manos, exasperado—. ¡Es uno de mis rivales
acérrimos, por amor del cielo!
—Lo reconozco; él mismo lo admitió. Pero aseguró que la información provenía
de la madre de Natasha. Es amigo de la familia…
—¡La madre de Natasha! —soltó una maldición—. Pues no me sorprende.
Siempre me detestó. Era demasiado burdo, demasiado salvaje, demasiado
complicado para su gusto. Todo concuerda. No debieron agradarle esos rumores
acerca de su hija dejando a su prometido para casarse con otro por su dinero. Prefirió
asignarme el papel de villano.
—Pero si Natasha sabía que su madre propagaba esa mentira, ¿por qué no lo
negó? —Nathan seguía frunciendo el ceño.
—Natasha nunca tuvo agallas. Aceptar la verdadera razón de su abandono
debió costarle un tremendo esfuerzo, se lo concedo. Porque no me dejó por el dinero
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de Kennedy-Ford, me lo confesó la otra noche. Parece —agregó, seco—, que me
consideraba demasiado… potente para su gusto.
—¿A qué te refieres? —Mia se obligó a pronunciar esas palabras.
—Oh, no te preocupes —los ojos de Bram se endurecieron—. No la violé, ni
nada por el estilo. Y no me distraje con mujeres… siempre me dediqué a una sola.
Pero, maldición, a veces me sentía frustrado como un condenado. ¡Era tan pasiva…
tan poco apasionada! Deseaba inyectarle cierta emoción. Entre más se acercaba el día
de nuestro matrimonio, más se alejaba de mí. Pensé que la preocupaba la noche de
bodas… era un dulce, inocente, virgen… Traté de mostrarme tierno con ella, pero no
soy un hombre tierno por naturaleza. La pasión, las tempestades, me dominan. Me
confundía ese cambio en mi novia… de una criatura tibia y afectuosa se
transformaba en una muchacha fría e indiferente, que apenas reconocía. Una noche
perdí la cabeza a causa de la frustración. Le grité, exigiendo saber si sentía algo por
mí. Quería que me demostrara alguna emoción. Escapó de mis brazos y se refugió en
su habitación, llorando. Fue la última vez que la vi.
Un silencio palpitante reinó. Mia sofocó el impulso de abrazar a Bram y
comunicarle, sin palabras, que lo comprendía. De pronto, el empresario soltó una
carcajada seca.
—Huyó al día siguiente con Kennedy-Ford, dejándome una nota que decía que
había cometido un error terrible… que no podía darme lo que yo exigía y que su
viejo amigo Tim la haría feliz. ¿Qué podía pensar? Supuse que ansiaba dinero,
influencias, todo lo que ese tipo ofrecía. Sólo años más tarde, después que levanté mi
negocio y remodelé mi casa, impulsado por el demonio de la ambición para lograr
más y más, para probar que era una fuerza que debía temerse… sólo entonces me
pregunté si no fui yo, el hombre, el macho con sangre en las venas y agobiantes
pasiones, de quien ella huía, sin importarle el dinero o las relaciones sociales.
Se pasó una mano distraída por el cabello manchado de canas.
—Lo comprobé la semana pasada, al encontrarla por casualidad en la cena baile
y, siendo un poco más valiente y madura, Natasha admitió la verdad. Me dejó
porque la asustaba con mis necesidades físicas y adivinó que no podría casarse
conmigo. Se refugió en su amigo Tim, quien la persuadió de que huyeran. En el
último momento, Natasha comprendió que él, siendo suave y poco exigente, lo
opuesto a mí, era el hombre que le convenía. Pero no tuvo el valor de decírmelo a la
cara, de allí que recurriera a esa nota cobarde que me escribió. Pasó algún tiempo —
continuó, cortante—, antes que me diera cuenta de que me hizo un favor al
abandonarme. Nuestro matrimonio hubiera sido un desastre… ella lo captó antes
que yo.
Detuvo a Mia, que se le aproximaba, con una mano. Todavía tenía mucho que
decir.
—Fui consciente de los rumores que corrían, pero pensé: «Al infierno con todo.
Que la gente crea lo que se le pegue la gana». Pero me importa lo que crees tú, Mia.
Anoche reaccioné con ira, porque me hirió que confiaras en esos chismes… sin
embargo, como nadie los ha frenado nunca y yo no he vivido como un monje desde
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que rompí con Natasha… ¿qué esperaba? —se interrumpió para frotarse la sien—. Te
traje aquí para aclarar este asunto de una vez por todas. Si no me crees, no te lo
reprocharé —entrecerró los párpados, cansado—. Te dejo con tu padre. Querrán
digerir esto. Cuando desees firmar los papeles, Nathan, yo también lo haré.
—¡Bram, no te vayas! —Mia saltó de la silla donde se sentaba y corrió a pescarlo
de un brazo—. ¡No te atrevas a irte sin antes oír lo que yo tengo que decir!
Él se detuvo y sus ojos se encendieron con un brillo que la joven no pudo
definir. Pero a Mia le dio valor para proseguir:
—No necesito digerir nada, Bram, te creo y… nunca me perdonaré por dudar
de ti —sentenció, con un ligero temblor en la voz—. No me importan las mujeres que
tuviste desde que Natasha te dejó. Sólo me importas tú, Bram, y ser yo la única mujer
en tu vida de hoy en adelante —entonces alzó la barbilla, traviesa—. Pero que no se
te ocurra considerarte perfecto, Bram Wild, porque no lo eres. Tienes un carácter
terrible, te encanta intimidar a los demás, te fascina actuar como un ogro y… te
rompiste la mano golpeando a un pobre tipo en la mandíbula. Sin embargo, no
intento abandonarte. Te amo. Aun cuando casi me vuelvo loca al oír la mentira de tu
infidelidad a tres días de la boda, jamás dejaré de amarte, Bram. ¡Y nunca lo haré!
Hubo un movimiento detrás de ellos.
—Estaré en la otra habitación con Anna, mientras ustedes dos resuelven esto —
dijo Nathan y escapó.
—Acerca de mi mano rota… —avanzó un paso para quedar a un suspiro de
ella. El diminuto espacio que los separaba parecía vibrar con corrientes eléctricas—.
Un periodista insoportable me perseguía porque quería escribir una semblanza sobre
mí. Cuando me negué, se irritó. Empezó a burlarse de que me hubieran dejado
plantado ante el altar por un millonario. Al intentar pasar frente a él, me tomó del
brazo. ¿Era cierto que mí prometida me descubrió acostándome con otra mujer? ¿Por
esa razón me abandonó?
—Oh, Bram —le tocó la mejilla. Empezaba a entender por qué evitaba a los
reporteros.
—Le pedí que me soltara —apretó la mandíbula—, pero no me escuchó. Me
escupió: «Se dice que usted es el padre del primogénito de Natasha Kennedy-Ford.
¿Qué hay de cierto en eso?».
Mia se atragantó y Bram gruñó:
—Entonces traté de darle un puñetazo en la cara. El miedoso retrocedió hasta
topar con pared. Lo hubiera golpeado, pero en el último instante me arrepentí y no le
toqué la nariz por un milímetro. Ya era demasiado tarde para frenar el impulso de mi
mano, que se estrelló contra el muro —los labios de Bram se curvaron—. Ese cobarde
no se quedó a darme sus condolencias… se escabulló como una rata.
—No sé si reír o llorar —confesó Mia, emitiendo un ruidito agudo.
—Podrías mostrarte compasiva —sugirió él, con fingida severidad.
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besó.
—Tienes suerte en no haberte lastimado todavía más —le tomó la diestra y se la
—Ese tipo tiene suerte de que yo no lo haya lastimado todavía más —afirmó
Bram. La acercó a él—. Natasha era virgen cuando se casó. Su primer hijo nació ocho
meses después de la boda, en un parto prematuro. De allí surgieron los rumores.
Pero al menos los involucrados siempre han sabido la verdad y eso es lo que
importa. Ahora tú también la sabes. No soy un mujeriego. Jamás te engañaré.
Mia sintió que se le humedecían los ojos mientras la besaba. Bram era un
hombre orgulloso, fuerte e independiente y ella adivinó que confesaba por primera
vez su pasado. Una ola de amor la invadió al comprender cuánto debió costarle
confiar cada uno de sus secretos.
—Bram —la curiosidad la impulsaba a interrogarlo—, ¿por qué me ofreciste el
empleo? ¿Acaso te recordaba a Natasha?
—Te escogí a pesar de que me recordabas a Natasha —replicó, acariciándole la
mejilla—. Se me ocurrió que había pasado años evitando esa clase de mujer… de la
que prometí jamás volver a enamorarme. Actué como un estúpido. ¿A qué le temía?
¿A que me atrajeras porque te parecías un poco a Natasha y eras joven, fresca y
natural? Quizá deseaba probarme que era inmune a ti. No sé… Pero cuando me di
cuenta de que, a pesar de todo, me atraías, luché contra ese sentimiento calculando
que reaccionarías igual que Natasha. Intenté asustarte, pero no lo logré y al fin
entendí que no te parecías a nadie. Eres Mia, única, especial, la personificación de
todo lo que he buscado en mi vida. Fuerte, sin embargo, suave, de mente abierta,
sincera, con valores morales más importantes que el dinero o la fama. Cálida,
apasionada, valiente, dispuesta a ensayar todo en la vida… Te amo, Mia, porque eres
tú —una sonrisa distendió sus labios—. Sobre todo, porque sabes marcarme el alto.
—Eso es debatible —opinó la chica, con un nudo en la garganta. Ahora captaba
a lo que Bram se refería cuando concordó que ella no se parecía a Natasha. La hirió
porque creyó que implicaba que ninguna mujer se comparaba con su antigua novia.
Pero, ¡jamás deseó que se semejara a Natasha! ¡Si lo hubiera sabido antes!
Emitió un leve gemido cuando Bram enterró la cara entre sus cabellos rojizos y
le mordisqueó la oreja, murmurando:
—Eres una bruja, mi encantadora Mia. Me embrujaste desde la primera vez que
entraste en mi oficina —la joven sintió que una deliciosa debilidad le invadía los
miembros cuando él capturó su boca, besándola despacio, de un modo que le
demostraba con mucha efectividad que ya no existían malas interpretaciones entre
ambos.
En ese momento Mia olvidó dónde se encontraba y, hasta olvidó que Nathan
los aguardaba en la otra habitación con Anna. Al fin Bram se apartó y le dijo, con voz
ronca que reflejaba una pasión apenas controlada:
—Busquemos a Nathan. Después de firmar los papeles de la asociación, hay
otra unión más personal en la que me gustaría concentrarme.
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Mia lo miró y le conmovió la ternura que descubrió en esos ojos de un azul
iluminado por una tibieza interior, que sólo la noche anterior, dudaba de volver a
ver.
—¡Sí, señor! —sus pupilas se fundieron en las de él—. Lo que usted ordene,
señor Wild. Después de todo, usted es el jefe.
Fin
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