CONTENIDO Créditos PSICOLOGÍA CLÍNICA Y PSICOTERAPIAS. CÓMO ORIENTARSE EN LA JUNGLA CLÍNICA PRÓLOGO CAPÍTULO 1. LA PSICOLOGÍA CLÍNICA: QUÉ ES Y DE DÓNDE VIENE Definición y delimitación Utilidad de mirar a la historia El paso de la teología al humanismo La Ilustración El mesmerismo La primera gran reforma El siglo XIX Las guerras mundiales Excurso: La iatrogénesis CAPÍTULO 2. EL PARADIGMA MÉDICO EN PSICOLOGÍA Explicación previa de algunos conceptos básicos de teoría de la ciencia Los postulados del modelo biomédico La visión biomédica de la locura La investigación en psiquiatría biomédica Razones para el éxito de la psiquiatría Inconvenientes de tratar los problemas psicológicos con terapias médicas Excurso: El problema del dualismo mente-cuerpo CAPÍTULO 3. LOS MODELOS EN PSICOLOGÍA: MODOS DE ENTENDER LO PSICOLÓGICO Cómo moverse por la jungla clínica Los modelos psicodinámicos Cómo aparecen las ideas de Freud Características del psicoanálisis Importancia y valoración de la obra de Freud El conductismo La aparición de la terapia conductual Los principios conductistas en psicoterapia Limitaciones del modelo conductista en psicología clínica El modelo cognitivista El posicionamiento cognitivista en clínica Valoración crítica de las psicoterapias cognitivas La psicología humanista Excurso: el conductismo se vuelve humanista El modelo sistémico La teoría de sistemas y la familia Principales escuelas sistémicas clásicas Valoración del modelo sistémico Excurso: la esquizofrenia y la teoría del doble vínculo CAPÍTULO 4. CRITERIOS DE NORMALIDAD EN PSICOLOGÍA. INTRODUCCIÓN A LA PSICOPATOLOGÍA Qué es anormal y para qué necesitamos saberlo Criterios de anormalidad El criterio ontológico El criterio normativo El criterio estadístico El criterio de emergencia psiquiátrica El criterio de sufrimiento subjetivo El criterio legal Criterio de disfuncionalidad Anormalidad como conducta adaptada Anormalidad como control social ¿Cómo manejar este enredo? CAPÍTULO 5. LOS SISTEMAS DE CLASIFICACIÓN Y EL DIAGNÓSTICO EN PSICOLOGÍA Nosologías psiquiátricas Qué es y qué no es el DSM La clasificación actual Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia Delirium, demencia, trastornos amnésicos y otros trastornos cognoscitivos Trastornos mentales debidos a enfermedad médica Trastornos relacionados con sustancias Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos Trastornos del estado de ánimo Trastornos de ansiedad Trastornos somatomorfos Trastornos facticios Trastornos disociativos Trastornos sexuales y de la identidad sexual Trastornos de la conducta alimentaria Trastornos del sueño Trastornos del control de los impulsos no clasificados en otros apartados Trastornos adaptativos Trastornos de la personalidad Excurso: no hay enfermedades, sino enfermos CAPÍTULO 6. CONCEPTOS DE CAMBIO ¿Qué es la psicoterapia? ¿Qué se hace en psicoterapia? El psicoanálisis Terapia de conducta Terapias cognitivas Terapias humanistas Terapias sistémicas El ciclo vital Técnicas sistémicas Excurso: a vueltas con las adicciones BIBLIOGRAFÍA Créditos Psicología clínica y psicoterapias. Cómo orientarse en la jungla clínica. © del texto: Yolanda Alonso Fernández. © de la edición: Editorial Universidad de Almería, 2013 © fotografía de cubierta: Carlos Salvo Luengo. publicac@ual.es www.ual.es/editorial Telf/Fax: 950 015459 ISBN: 978–84–15487–80–7 Depósito legal: Al 620–2013 Diseño y maquetación: Jesús C. Cassinello Esta editorial es miembro de la UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional Psicología clínica y psicoterapias. Cómo orientarse en la jungla clínica PRÓLOGO La idea de componer este libro nació en un contexto educativo, como recopilación de las enseñanzas que durante algunos años impartí a alumnos principiantes de Psicología y de las que ellos me impartieron a mí. Esto quiere decir que la forma que ha tomado la materia que se expone está determinada por el feedback proporcionado por aquellos estudiantes que lograron comunicarme, de una u otra forma, qué clase de ejemplos o qué tipo de explicación les resultaba más útil para comprender los asuntos que se manejaban en las clases. El resultado es un sucinto libro de texto, o de enseñanza básica, aunque no necesariamente para el estudiante de una asignatura concreta, ni siquiera para estudiantes de Psicología. Pretende ser un libro ilustrativo, informativo, global y ameno sobre las intervenciones psicológicas en general y sobre las psicoterapias en particular, que introduce ideas, problemas y conceptos característicos de este campo de conocimiento con intención didáctica. A pesar de que aborda cuestiones básicas y de que uno de sus objetivos principales es que resulte de fácil lectura, no es sencillo en todas sus páginas, como no lo es en todas sus facetas el tema del que trata. Se comienza con un repaso histórico de la psicología clínica como disciplina científica. Aunque hoy en día su presencia en nuestra cartera de recursos sociales se da por sobreentendida, la psicología clínica nació en realidad hace muy poco tiempo, y proviene históricamente por igual de las tradiciones psicológica y médica. En el primer capítulo veremos los episodios sociales, políticos y científicos de la historia que han marcado su devenir. También se presentan algunos asuntos controvertidos dentro de la psicología que afectan también a su rama clínica, como la polémica entre el pensamiento organicista y el no organicista, que pese a su largo recorrido histórico está aún lejos de resolverse, o el dualismo mente-cuerpo, cuestionado también desde hace décadas pero del que la psicología no se ha desprendido todavía. Los siguientes dos capítulos están dedicados a las diferentes perspectivas que compiten en la comprensión de los trastornos psicológicos, que es lo mismo que decir los diferentes modelos teóricos en psicología clínica. Cada modelo supone en último término una conceptualización diferente de la naturaleza humana. ¿Qué somos? ¿La expresión de la actividad de un sistema nervioso? ¿El resultado de pulsiones y conflictos intrapsíquicos? ¿O seres inseguros en busca de identidad y sentido? Dependiendo de la posición que tomemos ante esta cuestión, daremos un tratamiento diferente a nuestros pacientes (clientes, usuarios o consultantes, como se quieran llamar). De entre todos los modelos, es de rigor empezar por el organicista-biomédico, pues es históricamente el primero y el de mayor relevancia social y económica a día de hoy. Se le dedica íntegramente el capítulo 2. En el capítulo 3 se repasan los principales modelos teóricos psicológicos que han generado escuelas clínicas dentro de la psicología. Para cada uno de ellos se exponen los postulados de los que parten, sus formas diferentes de entender lo psicológico –y a la postre la naturaleza humana– y el contexto y las razones de su existencia. Para terminar, se valora cada uno de ellos de forma crítica. Podría parecer trasnochado presentar un desglose de modelos en psicoterapia, ahora que la tendencia a la rivalidad parece haber cambiado por la disposición a la búsqueda de lugares comunes. Pero mientras esa esperada convergencia llega y no llega, sigue siendo necesaria una guía para desenvolverse en la confusión de terapias y de direcciones clínicas posibles. Además, por mucho que una propuesta integradora deje algún día obsoletos al psicoanálisis y a la modificación de conducta, éstos siempre formarán parte de la disciplina, aunque sea como la historia necesaria para entender cómo ha devenido esa aglutinación que contenta a todos. Después de esto se aborda un problema especialmente complicado en psicología clínica, que es el establecimiento de un límite entre lo normal y lo anormal, psicopatológicamente hablando. Existen muchas argumentaciones diferentes que intentan definir esta frontera, pero se trata de un asunto sobre el que no existe acuerdo en absoluto. En el capítulo 4 se presentan los criterios de anormalidad más utilizados o de más peso, ya sea teórico o práctico, y se analizan a la luz de su utilidad y de los problemas a los que remiten. Una vez explorados los criterios de anormalidad, el siguiente capítulo se dedica íntegramente a la anormalidad psicológica entendida desde la visión más ortodoxa y académica del trastorno mental. Se exponen las principales categorías diagnósticas y patologías que distinguen los manuales diagnósticos al uso, con referencia principalmente al DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), sobre el que se explican también su razón de ser y sus utilidades. Se intenta sobre todo entender cuáles son los criterios que utiliza el manual para incluir unos u otros trastornos y para agruparlos. Por último, el capítulo 6 está dedicado a las diferentes formas de actuar que se pueden encontrar en las consultas de psicoterapia. Como hemos dicho, la investigación en psicoterapias cada vez invierte más en la búsqueda de los elementos que son comunes a todos los modelos. Probablemente en el futuro la psicoterapia se basará en el conocimiento de esos factores, mientras que las diferentes escuelas pasarán a ser estilos personales de trabajar, más que los determinantes del trabajo que se hace. Pero a día de hoy, lo que ocurre en las consultas de psicoterapia depende sobre todo de la escuela en la que se ha formado el psicoterapeuta y por lo tanto del “idioma” que utiliza para la reconstrucción del problema clínico que le presentan. En este capítulo se verán algunas de esas transcripciones clínicas, las más representativas de las psicoterapias actualmente en el mercado. Al final se utilizará el ejemplo del consumo de alcohol para hacer una comparación de todas las perspectivas. Capítulo 1. La psicología clínica: qué es y de dónde viene Definición y delimitación La psicología clínica es una rama dentro de la psicología. La disciplina de la psicología abarca un campo muy amplio y por ello es difícil de definir. Dependiendo del diccionario o del manual que utilicemos, la psicología es la ciencia de la conducta, de los procesos mentales, del alma, puede ser una parte de la filosofía o una ciencia de la salud, un arte curatorio o una disciplina experimental. Probablemente es todo eso. En todo caso, la psicología clínica es, dentro de ese gran mar de conocimientos y prácticas, la parte interesada en los problemas psicológicos y en la conducta anormal (aunque señalar qué es normal y qué anormal en psicología es muy complicado, como se verá en el capítulo 4). Eso quiere decir que se ocupa de procesos que ocurren en personas individuales o en grupos pequeños, la familia como mucho –en eso se diferencia de la psicología social– y en lugares donde trascurre la vida real –en eso se diferencia de la psicología básica, más interesada en reproducir procesos psicológicos en los laboratorios para comprender su funcionamiento básico y enunciar generalidades–. La psicología clínica es la parte de la psicología que se ocupa del sufrimiento, y su razón de ser y objetivo último es aliviarlo. Dentro de la psicología clínica existen campos variados de trabajo, pero su foco principal recae siempre sobre problemas humanos de índole personal o interpersonal. Ludewig (1996) ofrece una interesante definición de la materia con la que trabajan los psicólogos clínicos. Los problemas clínicos se caracterizan, en primer lugar, por ser problemas de la vida, diferentes de los problemas técnicos o políticos. No se trata por lo tanto de desafíos objetivos (arreglar el grifo de la bañera o conseguir una hipoteca) ni de debates intelectuales (decidir si la guerra está justificada, convencer de que los espacios naturales se protejan), sino de escenas de la vida cotidiana en las que se repiten momentos de dificultad. En segundo lugar, en los problemas clínicos el comportamiento o manera de ser de una persona es valorado negativamente por ella misma o por otros. Es decir, esa forma de ser o de hacer las cosas desencadena sufrimiento o emociones negativas en alguien. Alrededor de esas valoraciones negativas comienzan a ocurrir acontecimientos variados, destinados principalmente a corregir el comportamiento original, pero que además encierran una demanda implícita de que alguien cambie algo, de modo que todo ello se enreda en una malla de quejas y acusaciones mutuas. Cuando los intentos de corrección fracasan y las reacciones de sufrimiento que genera la conducta original son tan importantes que empujan a los afectados a consultar a un profesional –el psicólogo clínico–, entonces éste reformulará el problema que le explican sus consultantes en función de la teoría clínica en la que se ha formado (conductista, psicoanalista, etc.). Ya tenemos un problema clínico. Un problema clínico en psicología entonces no es subjetivo ni objetivo, tampoco es un estado de cosas. Es la reformulación por parte de un profesional de una forma continuada de actuar de alguien que genera sufrimiento en sí mismo o en otros. A estos problemas generalmente suele llamárseles “trastorno psicológico”, o si nos parece muy grave incluso “enfermedad mental”, aunque veremos a lo largo del libro que ambas denominaciones son desafortunadas. Desde hace algunos años, al campo de trabajo de la psicología clínica se puede añadir casi todo el campo que tradicionalmente ha estado reservado a la medicina. Los avances de la psicología desde mediados del siglo XX y los cambios en las formas de enfermar en los países avanzados, más relacionados con los estilos de vida que con gérmenes o contagios, han redundado en que la psicología tenga mucho que decir sobre el sufrimiento generado por los problemas de salud, tanto en lo relativo a paliar sus consecuencias, como a evitar que aparezcan, como incluso a tratar las enfermedades en sentido estricto. Por eso en muchas ocasiones los términos “psicología clínica” y “psicología de la salud” aparecen juntos, como en los títulos de másteres y cursos de formación, en las divisiones de perfiles o asociaciones profesionales, etc., de forma que casi han llegado a formar un ámbito nuevo: la psicología clínica y de la salud. La psicoterapia es una de las actividades más importantes y conocidas de la psicología clínica, pero no la única. La psicología clínica comprende también el estudio de la etiología de los problemas clínicos, es decir, el análisis de las condiciones en las que suelen aparecer; su evaluación, que consiste en la puesta en marcha de procesos sistemáticos de obtención de información (tests estandarizados, por ejemplo) que pueda ser relevante en la toma de decisiones clínicas; su clasificación, que sirve para mantener la información clínica ordenada y poder manejarla y compararla; el diagnóstico, o proceso de identificación de trastornos previamente definidos por los manuales; la epidemiología, o estudio de cómo se distribuyen los trastornos psicológicos en las poblaciones. Es en la parte de intervención donde encontramos la ya mencionada psicoterapia, aunque la intervención psicológica incluye también otros procedimientos no estrictamente psicoterapéuticos, como los preventivos, la rehabilitación y el consejo o asesoramiento psicológico, que últimamente recibe los nombres anglosajones de coaching o counselling. Como cualquier disciplina científica –aunque quizá más, por ser su objeto de estudio complejo donde los haya–, la psicología clínica se enfrenta a ciertos problemas no resueltos que atañen a la psicología en general, pero que en clínica adquieren una proyección práctica y por lo tanto toda su dimensión. Se trata de asuntos más bien de carácter filosófico (epistemológico, ontológico), es decir, de asunciones de base. Por ejemplo: hasta qué punto debemos considerar los problemas psicológicos asuntos del cerebro; si los trastornos psicológicos son o no enfermedades; si cabe hablar de “causas” cuando se analizan los problemas clínicos. A través del libro se irán presentando cuestiones de esta índole con el objetivo de llamar la atención sobre ellas y mantenerlas sobre la mesa, pues lejos de pertenecer exclusivamente al ámbito de la discusión intelectual, determinan de forma muy relevante qué trato, en todos los sentidos de la palabra, le damos a las personas que presentan problemas clínicos. Utilidad de mirar a la historia La psicología clínica tal y como la conocemos hoy no existía hasta la segunda mitad del siglo XX. En el periodo entre las dos guerras mundiales se empezaron a extender tímidamente los gabinetes privados y despuntó la presencia de psicólogos clínicos en instituciones públicas, pero no es sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial –en seguida veremos por qué– cuando la psicología clínica se propagó con verdadero empuje. Hasta entonces, la asistencia profesional de “lo mental”, lo mismo que la de “lo físico”, estaba cubierta por la medicina. Los psiquiatras eran los encargados tanto de teorizar como de practicar sobre la enfermedad mental, en la pequeña –en comparación con hoy– medida en que se hacía. De hecho, casi todos los personajes de la primera parte de esta historia tenían una formación médica, ya fuera psiquiátrica, neurológica o ambas. Las dos fuentes históricas de la psicología clínica, la médica y la psicológica, han evolucionado de forma más o menos independiente. El conocimiento de esta co-evolución es indispensable para articular lo que ocurre en materia de la salud mental a día de hoy, para entender sin ir más lejos cómo nuestro sistema sanitario decide, ante un problema psicológico, si nos pone en manos de un psicólogo o de un psiquiatra. Por otro lado, la historia de la psiquiatría es en parte la de la psicología clínica también, aunque no al revés: la psiquiatría ha tenido un devenir histórico propio y más independiente, amparada dentro de la propia evolución de la medicina. En cierto modo, la historia de la psicología clínica es también la historia de la disputa por un espacio de trabajo. Frente a los psiquiatras por un lado, cuyo terreno está mucho más afianzado por herencia médica, y por otro frente a otras profesiones que también atienden a las personas mirando por su bienestar psicológico (educadores, asistentes sociales, enfermeros, incluso sacerdotes). La integración de los psicólogos clínicos en los sistemas públicos de salud mental, que en España comenzó en los años 80, ha sido un logro considerable, aunque no suficiente. Actualmente se reivindica la introducción de la atención psicológica especializada en atención primaria (Pérez Álvarez y Fernández Hermida, 2008). En los próximos decenios son de esperar nuevos avances en el ámbito de trabajo de los psicólogos clínicos. Presentar la historia de una disciplina al comienzo de un texto o de un curso puede parecer una forma estándar de empezar, o un adorno intelectual, pero no, lo cierto es que saber lo que ha pasado es la única forma de conseguir una idea medianamente completa del contexto en el que están ocurriendo las cosas ahora. En el caso de la psicología clínica y las psicoterapias se puede constatar que el hilo conductor de su historia es en realidad la historia de las ideas que se mantienen en cada época sobre la anormalidad psicológica, es decir, lo que en cada momento de la historia la gente piensa acerca de qué es la enfermedad mental. Ahora mismo no es de otra manera: la forma en que tratamos o intentamos entender la anormalidad psicológica está determinada por el concepto de enfermedad mental dominante actualmente, de modo que cuando alguien sufre por razones psicológicas solemos administrarle psicofármacos. La opinión más generalizada hoy es que la enfermedad mental pertenece sobre todo al terreno del sistema nervioso. En la Edad Media, en cambio, se consideraba relacionada con las fuerzas del bien y del mal, y en ocasiones el tratamiento era la hoguera. El paso de la teología al humanismo Como en cualquier otra disciplina, uno se puede remontar rastreando los orígenes tanto como desee, pero a efectos de comprender el origen de la psicología clínica es suficiente con retroceder hasta el Renacimiento, momento de la historia en el que el mundo occidental sufrió el cambio social, político y científico probablemente más trascendente hasta el siglo XX. En el Renacimiento se desplegó la corriente de pensamiento conocida como humanismo, que suponía una nueva concepción del hombre y del mundo. Los asuntos humanos dejaron de girar en torno a Dios, los ángeles y los demonios para pasar a ser objeto de explicaciones naturales. Se renovaron las artes y las ciencias, se avanzó en conocimientos que redundaron en cambios en la forma de vida; también la economía evolucionó y empezaron a disolverse las sociedades feudales. Comenzó de una tímida libertad, también de pensamiento. Algunos se atrevieron a manifestar desavenencias con la Iglesia –recuérdese a Galileo– y a afirmar que no es la gracia divina sino la actividad humana el punto de partida para entender las cosas. En el ámbito de la psicología todo esto se traduce en el paulatino abandono de la demonología propia de la visión teocéntrica medieval, que sostenía que la enfermedad mental era cosa de brujería, de posesión diabólica o bien consecuencia del castigo divino. La tradición cristiana medieval era verdaderamente pertinaz y consiguió durante mucho tiempo, incluso ya muy avanzado el Renacimiento, mantener a raya las voces disidentes en todos los ámbitos del conocimiento, entre ellas las que querían dar explicaciones naturales a la enfermedad mental. El español Luis Vives (1492-1540) o Paracelso (1493-1541) fueron ejemplos de ese intento1. El holandés Johann Weyer (1515-1588) en su De praestigiis daemonum (“De la ilusión de los demonios”) afirmó valientemente que las brujas, más que parientes del diablo, podrían ser víctimas de enfermedades mentales. La cuestión era que la visión teocrática servía a la Iglesia muy eficazmente para ejercer su preciado poder sobre las voluntades de la gente. Si las alucinaciones y los ataques histéricos o epilépticos eran cosa del diablo, entonces la Iglesia, como gestora única de lo sobrenatural, podía desplegar su maquinaria correctiva para ponerles remedio y de paso mantener al pueblo bien informado de la eficacia de su aparato represor. Lo cierto es que todo aquel que ponía en entredicho la voluntad divina, fueran astrónomos, brujas, herejes, enfermos mentales o mezclas de los anteriores, suponía una amenaza real para la institución eclesiástica, que en aquella época debía de sentirse seriamente amenazada ante los cambios sociales y políticos que anunciaban un futuro en el que perdería poder, como de hecho ha sido. Durante la Edad Media, no solo la enfermedad mental en tanto que concepto (teológico-demonológico) era competencia del clero, también lo era la atención a los enajenados. Ésta no consistía prácticamente en otra cosa que en el acogimiento o manutención por parte de religiosos en instituciones monacales, y ello en virtud de su condición de desamparados, no de su condición de enfermos. Por otro lado, los “tratamientos” para esos males también eran administrados exclusivamente por la Iglesia y consistían en la tortura, el exorcismo o la hoguera. No eran los médicos sino los curas los que trataban la epilepsia, rociando al interesado con agua bendita en el mejor de los casos (Cullari, 2001). Como vemos pues, tanto el ámbito de la explicación (equivocada) como el de la atención (poca o contraproducente) de la conducta anormal se mantuvieron durante todo el Medioevo en manos del clero. La medicina y los médicos estaban relegados al estudio de lo físico, de manera que quedara claramente delimitado y reservado para la Iglesia un amplio campo de actuación en lo espiritual. Y la psicología por entonces no existía todavía en absoluto. A pesar de su empeño, la Iglesia no consiguió frenar el avance de la ciencia (y se esforzó mucho). Los cambios que estaba experimentando el mundo y las formas de vida eran de profundo calado. En la primera mitad del siglo XVI se vivió una época de prosperidad económica sin precedentes, gracias al comercio incipiente con las recién descubiertas Indias Occidentales y a una pequeña revolución industrial, textil sobre todo. Ello trajo consigo un éxodo del campo a las ciudades, más prósperas, que aumentaron mucho su población en poco tiempo. En consecuencia, la población errática y de indigentes, entre ellos muchos enfermos mentales, se hizo visible y empezó a constituir un problema comunitario, fenómeno por cierto que conocemos bien en nuestros días. Como respuesta a esa nueva situación social, las instituciones se vieron empujadas a emprender obras públicas: en los siglos XVI y XVII se acometen los primeros saneamientos urbanos, se reservan en las ciudades espacios para el recreo público, y también se construyen los primeros asilos no religiosos destinados a acoger enfermos mentales. Otra circunstancia que ayuda a entender el devenir conceptual de la enfermedad mental en el Renacimiento fue el rápido e inesperado retroceso de la lepra en Europa a finales del siglo XVI. Las razones del cambio en el patrón epidemiológico de esta enfermedad no son claras, pero el hecho es que los leprosos prácticamente desaparecieron (Ackerknecht, 1992), pero dejando en varios sentidos un vacío. No solamente las leproserías se despoblaron, también quedaron vacantes la estigmatización, la exclusión y el miedo al contagio y a lo diferente, que en parte fueron asumidos por la vagabundez y la enfermedad mental (Foucault, 1961). La sustitución de creencias demonológicas por posibles causas naturales es de una relevancia histórica incuestionable, como lo es la asunción de la responsabilidad sobre los enajenados por parte de las autoridades civiles. Pero también hay que decir que el panorama de esa pobre gente no mejoró gran cosa con esos avances sociales. Los tratamientos, por llamarlos de algún modo, siguieron consistiendo en toda una serie de horrores y torturas, ayunos de comida y agua, camisas de fuerza, encadenamientos, eméticos, lavativas… (Postel y Quétel, 1994). Por entonces comienzan los tratamientos de shock – cuya versión moderna, el electroshock, sigue en uso–, como la inmersión en agua helada, o la silla giratoria, en la que se hacía rotar al paciente hasta que perdía el conocimiento o sangraba por la nariz. Lo que diferencia estos procedimientos supuestamente curativos de los mediavales anteriores no es precisamente su eficacia, sino su fundamento racional: la teoría galeno-hipocrática de los cuatro humores y su proporción equilibrada en las correspondientes partes del cuerpo. Basándose en la idea original de Hipócrates, Galeno había relacionado los cuatro humores (etimológicamente líquido corporal, fluido), con otros tantos tipos de ánimo o formas de sentir2: sangre y optimismo, correspondientes al corazón; bilis amarilla y cólera (hígado), bilis negra y melancolía (bazo), flema e indiferencia (cerebro). Pues bien, la silla giratoria perseguía teóricamente remover la sangre que se suponía congestionada en el cerebro para restituir su distribución normal en el organismo. No era por lo tanto un castigo ni un ritual supersticioso, sino un método basado en la ciencia. En resumidas cuentas: en el Renacimiento la medicina rescata la enfermedad mental del dogma eclesiástico, pero puede hacer muy poco por ella. El extraordinario florecimiento y avance de las ciencias permitió descubrimientos tan importantes como la rotación de los planetas o la circulación de la sangre, pero en materia de salud mental no se superó a Galeno. La Ilustración La época de las luces (siglo XVIII) es el momento de la historia en que por primera vez las ideas empiezan a estar por encima de los dogmas. Impera el espíritu crítico, el cuestionamiento racional de los fenómenos. El pensamiento científico está de moda y la opinión pública y las clases populares empiezan a tener una idea de lo que es la ciencia. Los adelantos ilustrados en materia de física o de biología no tuvieron precedentes, si bien el pensamiento científico en el siglo XVIII era de un determinado tipo, encorsetado, lo que llamamos “ciencia mecanicista-organicista”. El mecanicismo es la forma de ver las cosas que consiste en considerar que los organismos son comparables a máquinas carentes de alma. Esto alude también a los problemas mentales, de modo que para los pensadores ilustrados el enfermo mental adolece de un fallo en algún lugar de su organismo. Por entonces aún no se hablaba del sistema nervioso, pero se suponía que alguna avería en el asiento orgánico del raciocinio, fuera el que fuere, era el que comprometía su marcha normal. El modelo mecanicista-organicista de la Ilustración es fácil de comprender desde nuestra visión actual porque se corresponde con el paradigma biomédico imperante hoy, con la diferencia de que el extraordinario avance de la fisiología y la bioquímica en los últimos decenios nos permite ahora dar nombre a algunas sustancias neuroactivas y distinguir anatómica o funcionalmente partes en el sistema nervioso que antes se desconocían. Pero la forma de pensar –la teoría clínica que está detrás– es la misma: si bien el entorno influye más o menos, lo que padecen los trastornados mentales son básicamente alteraciones orgánicas y lo que los profesionales deben hacer es restablecer las condiciones normales con ayuda de algún fármaco o intervención médica. Es una visión correctiva, propia por lo demás de la medicina convencional en general, que considera que se debe eliminar lo que sobra (tumores, fiebre, bacterias) y proporcionar lo que falta (hierro, prótesis, dopamina) sin miramientos, es decir, sin tener en cuenta que una parte considerable de lo que se pretende corregir bien pueden ser procedimientos que el propio organismo ha puesto en marcha en su intento natural de curación o de protección (la fiebre, la tos, el vómito, la ansiedad, la diarrea… véase a este particular la original visión de la llamada “medicina evolutiva” de Nesse y Williams, 2000). En suma, hoy y hace trescientos años, la ciencia mecanicista considera la enfermedad mental un proceso básicamente somático susceptible de ser corregido con intervenciones biomédicas. No fue sino hasta Freud, ya casi en el siglo XX, cuando se empezaron a ver las cosas de otro modo, pero de esto nos ocuparemos más adelante. La fuerza que tomaban las ciencias y la razón después de haber estado durante siglos sometidas al pensamiento dogmático y oscurantista del Medioevo hizo que todo pidiera ser visto bajo la lupa de la ciencia. La medicina podía por fin hacerse cargo de materias (los síntomas mentales, por ejemplo) que hasta entonces eran terreno religioso y les habían estado vedadas. Por eso la ciencia era poco espiritual, y cuando se generalizó el uso de cadáveres con fines científicos, la medicina se entregó a la comprensión del ser humano diseccionándolo. La Ilustración fue la época de las disecciones y también de las grandes colecciones y de los primeros museos. La zoología y la botánica estallaban en conocimientos y nuevas teorías tras el descubrimiento del Nuevo Mundo y de la existencia en él de miles de especies extrañas a las que había que dar nombre y un orden. Así que también es la época de las grandes clasificaciones, la de Lineo3 por ejemplo, que pretendía hacer manejable la riqueza y variedad biológica recién descubierta. Al calor de ese apogeo taxonómico empezaron también a clasificarse las enfermedades y hubo algunas tentativas con las mentales. Philippe Pinel, que aparecerá como protagonista histórico más adelante, intentó un sistema natural de las enfermedades mentales en su Psiquiatría nosográfica, que hoy nos resulta curioso y rudimentario (distinguía la melancolía, la manía, la demencia y la idiocia). Lo importante es que fue uno de los primeros ensayos dentro de la tradición clasificatoria que también continúa hoy en forma de nuestros actuales sistemas de diagnóstico, principalmente el DSM (Diagnostic and statistical manual of mental diseases) y el capítulo V de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la OMS, a los que haremos referencia en varias ocasiones a lo largo de este libro. El mesmerismo No es que el mesmerismo haya dejado una huella muy visible en la psicología clínica actual, pero su interés histórico, aunque anecdótico, es notable, pues las vicisitudes de esta escuela y de su artífice ejemplifican muy bien lo que ocurría en la época en materia de ciencia y salud mental, así que estudiarlo nos ayuda a comprender muy bien la historia. Franz Anton Mesmer (1734-1815) fue un médico alemán que fundó una corriente teórica y práctica basada en su teoría del magnetismo animal. Según él hay un fluido que permea el universo entero y que lo interconecta todo, incluido el cuerpo humano. En cuanto al concepto básico de enfermedad, Mesmer no es original, sigue la antigua tradición hipocrática del desequilibrio o la disarmonía. Si se produce en nuestro cuerpo una obstrucción de ese fluir magnético enfermaremos, y para lograr la curación debe redistribuirse el fluido adecuadamente. Para lograr esto, y atendiendo a la naturaleza magnética de todo el asunto, Mesmer utilizaba imanes, pero pronto se dio cuenta de que no eran necesarios. Personas especialmente sanas podían actuar como magnetizadores y curar. Mesmer curaba en sesiones generalmente colectivas, muy ritualizadas y teatrales, en las que se inducía la transmisión del fluido animal por contacto físico con el enfermo. Éste recibía la energía del magnetizador, que estaba sentado frente a él tomándole los pulgares y mirándolo a los ojos. En la época existía una gran afición por los artefactos físicos (se estaban inventando los termómetros, los telares, las pilas eléctricas…) así que Mesmer, de acuerdo con el espíritu su tiempo, ideó un aparato con agua magnetizada para acumular el fluido animal que alcanzó gran fama. Y puesto que se trataba de restablecer un flujo obstruido, en las sesiones se intentaba agitar al paciente –en sentido literal– induciéndole a entrar en crisis, lo que aumentaba su efecto teatral y contribuyó a su popularidad. Pero contribuyó también a ganarse enemigos: le acusaron de superchería y una comisión de investigación universitaria concluyó que sus ideas no tenían fundamento. Esto le obligó a abandonar Viena, a donde se había mudado veinte años antes para estudiar Medicina, instalándose en París. Su consulta en la Place Vendôme, uno de los lugares más exclusivos de Paris, tardó poco en hacerse enormemente popular y exitosa. Pere hete aquí que la academia de ciencias de Paris llegó a las mismas conclusiones que sus colegas de Austria. Le acusaron de fraude y declararon la inexistencia del fluido animal, de forma que también tuvo que abandonar la ciudad para consternación de sus pacientes. Además la Iglesia, que no podía estarse quieta, denunció también el carácter demoníaco de sus prácticas, que para eso estaban sus exorcistas. Es fácil comprender el éxito de Mesmer si se analiza en su contexto social. Las damas de la época, igual que un siglo más tarde con Freud, enfermaban de neurosis, con sus desmayos, ataques, parálisis y convulsiones. Los procedimientos habituales para su tratamiento eran la hidroterapia y el descanso, que no tenían un efecto muy notable (las mujeres de la plebe por supuesto no podían permitirse los tratamientos, aunque probablemente tampoco las neurosis propiamente dichas). Eran años en que Europa estaba fascinada por algunas fuerzas científicamente aceptadas pero también invisibles. No mucho antes, Newton había enunciado la ley de la gravitación universal; Galvani y Volta andaban a vueltas con la electricidad. Es comprensible que la gente creyera en fuerzas curativas de naturaleza igualmente incorpórea. A pesar del duro vapuleo a la obra de Mesmer, hay que decir que ésta supuso un avance conceptual respecto a la superstición prevaleciente. Gracias al éxito arrollador de su consultorio, Mesmer tuvo la oportunidad de desafiar a uno de los más famosos exorcistas de la época, el Padre Gassner, con gran repercusión en la opinión pública. Mesmer insistía en que las curaciones que el sacerdote conseguía eran en realidad el resultado de la reestructuración del magnetismo animal, que se desencadenaba con los ritos del exorcismo (es decir, un asunto científico), y no de expulsar al demonio de los cuerpos. El debate de fondo, como se ve, era intelectual, donde Mesmer defendía un tratamiento natural basado en la racionalidad y en la investigación (aunque falaz) y el exorcista uno sobrenatural basado en dogmas de fe. En este caso, la Iglesia y los científicos se pusieron de la misma parte para derrotar al enemigo común: un hechicero charlatán al que las damas adoraban. Mesmer fue un importante precursor de la hipnosis y del trance. Cuando se le silenció, algunos seguidores suyos probaron a sustituir las crisis que él inducía en sus consultas por un estado de relajación, con el objeto de obtener los mismos resultados que con un trance pero sin agitación, de forma sosegada. Durante estos “estados de conciencia” especiales, los pacientes contestaban a preguntas y seguían instrucciones. Estaban a punto de descubrirse los fenómenos hipnóticos conocidos hoy. La primera gran reforma Los tratamientos que seguían las personas pudientes, fueran fraudulentos o no, nada tenían que ver con la vida que llevaban los residentes de los establecimientos para alienados. Lo habitual era que convivieran en ellos un amplio abanico de desdichados que sobraban de las calles o de otras instituciones: homosexuales, prostitutas, vagabundos, desahuciados de catadura varia. Se mantenían encerrados, vigilados y encadenados si era preciso. Hubo que esperar hasta la Ilustración, pero al fin algunos profesionales empezaron a ser conscientes de que el trato a aquellas pobres gentes no era ni justo ni humanamente aceptable y que tampoco proporcionaría mejoría o curación, antes al contrario. El ya mencionado Pinel (1745-1826) fue la figura más importante de este movimiento, por ser el pionero en la eliminación de los métodos coercitivos y de las condiciones inhumanas en los asilos. Probablemente fue su experiencia al entrar a trabajar como médico en el hospital parisino para alienados de La Bicêtre lo que le impulsó a ello. En 1795 fue nombrado director médico de La Salpêtriére4, donde puso plenamente en práctica sus reformas. Gracias a Pinel y a otros contemporáneos suyos que recogieron la idea y la extendieron por Europa y Norteamérica, cambió el concepto de asilo mental, pasando de ser una especie de prisión a un lugar donde investigar, observar e incluso curar a los enfermos. Una de las novedades revolucionarias de Pinel fue realizar historias clínicas minuciosas a partir de observaciones sistemáticas de los pacientes, en base a las cuales construyó la rudimentaria nosología antes mencionada. Su método incluía también registros precisos de los porcentajes de cura o mejoría y lo cierto es que bajo su dirección disminuyó considerablemente la mortalidad entre los internos y aumentó el número de curaciones. No se puede entender a Pinel y la importancia de sus reformas sin ubicarlo en el momento en que las llevó a cabo. Hacía pocos años que los parisinos habían tomado la prisión de la Bastilla, donde estaban encarcelados algunos pensadores ilustrados e incómodos para la monarquía, rebelándose contra la desigualdad y la injusticia social y contra el poder absoluto de los gobernantes. A partir de la Ilustración y de la Revolución Francesa como movimiento político – además de social y cultural–, triunfan las ideas del derecho a la vida, a la libertad, a la igualdad, y los estados se convierten en garantes de esos derechos. El mundo occidental que ahora conocemos, que promueve el respeto a la persona y sus derechos como fundamento básico, comenzó a germinar en el Renacimiento y se consolidó en la Ilustración. Antes de entonces, la forma normal de pensar, incluso de las personas cultivadas o piadosas, nos parece ahora abominable (Gombrich, 1999). Se consideraba que la esclavitud era una forma legítima de explotación económica, que pegar a los niños es necesario, que los matrimonios deben concertarse y casar a las mujeres aún siendo niñas, que los vagabundos deben ser encerrados, los ladrones ejecutados en público, los miembros de otras religiones eliminados… Las ideas de tolerancia y respeto, la educación por la razón, la igualdad entre los sexos y clases sociales, aunque nos parezcan ahora incontestables, no son muy antiguas. Quizá la aportación más importante de Pinel a la psicología clínica sea el llamado “tratamiento moral”, como contrapartida al trato inhumano anterior a sus reformas. Como suele ocurrir, no fue Pinel quien lo ideó ni el primero en ponerlo en práctica, pero sí quien lo sistematizó y lo dio a conocer, por eso se le atribuye. En realidad, el tratamiento moral (moral en su acepción de espiritual o de estado de ánimo, no de ética) no encierra nada que para nosotros pueda resultar de interés técnico, simplemente consiste en el cuidado de las necesidades de los internos, en proporcionarles ocupación, en interesarse por sus dificultades y atenderlas. Tampoco tiene una teoría científica que lo sustente, como no la tenía la demonología: se basa en el sentido común y en la idea ilustrada de que las personas pueden mejorar si sus condiciones de vida son favorables. Como no podía ser de otra manera, con estos cambios muchos pacientes efectivamente mejoraban y abandonaban las instituciones, en las que de otro modo habrían estado recluidos de por vida. Pero fracasó con otros muchos. Había locos que se resistían a entrar en razón, aún cuando se les trataba razonablemente. Gran parte de ellos eran los enfermos de sífilis, que representaban un porcentaje importante de la población de los asilos. Esto demostraba que el tratamiento moral no era de aplicación universal. Por otro lado, el aumento del número de internados en los asilos, que hacía inviable la atención personalizada que requería la terapia moral, contribuyó a su descrédito y fracaso. El trato humano mejoró las condiciones de vida de los enfermos, pero en la Ilustración, lo mismo que en el Renacimiento, no se avanzó gran cosa en el conocimiento de los trastornos. Eso sí, se puso de manifiesto por primera vez la pugna histórica entre los defensores de la naturaleza psicológica y los defensores de la naturaleza orgánica de la enfermedad mental, que está lejos de ser resuelta. A principios del siglo XX se descubrió por fin la bacteria responsable de la sífilis, Treponema pallidum, cuyo deterioro mental asociado había sido siempre tratado como locura. Ya se sospechaba, por tratarse de una enfermedad contagiosa, que su causante era un microorganismo; de hecho durante años se buscó, pero el muy astuto es transparente (pálido) y rebelde al microscopio. Su descubrimiento dio un fuerte impulso a la idea de que todos los trastornos mentales tienen una base orgánica, así que más que proporcionar ningún tratamiento moral, o como quiera humano, lo que debe hacerse es esperar a que médicos y biólogos avancen lo suficiente en sus conocimientos para ofrecernos las soluciones. El siglo XIX El XIX es el siglo del despegue de la psicología, aunque al principio todavía no llevara ese nombre. Como es sabido, Wilhelm Wundt (1832-1920) es considerado el primer psicólogo en sentido estricto, aunque su formación era médica. Su ambición principal era establecer la psicología como una ciencia natural, utilizando los procedimientos científicos propios de la biología o la física, a saber, la observación y la experimentación. De conformidad con esto, su objeto de estudio eran aquellos procesos psicológicos a los que se puede aplicar sin muchos problemas dicha metodología: las sensaciones, la percepción, la memoria. Por la influencia de Wundt, los primeros psicólogos clínicos se interesaban fundamentalmente por estos procesos e intentaban resolver en base a ellos sus problemas clínicos. Cada momento de la historia tiene una disciplina estrella, la más popular, la de descubrimientos más llamativos, y en la segunda mitad del siglo XIX triunfaba la química. Fue la época de los elementos y sus propiedades, de la confección de la tabla periódica por Mendeleiev (1834-1907). Por medio del análisis se habían logrado revelar los últimos componentes de la materia y desentrañar cómo sus combinaciones daban lugar a otros compuestos con otras propiedades. Wundt se dejó inspirar por esta visión de las cosas y quiso analizar la mente para encontrar sus elementos últimos (sensaciones, imágenes, sentimientos) y sus atributos (calidad, duración, intensidad) para descubrir cómo se combinan dando lugar a procesos más complejos (conceptos, intenciones) (García Vega, 1989). Pero Wundt se mueve en un terreno nomotético, es decir, de búsqueda de generalidades. Además de hacer de la introspección un método fiable, su propósito era obtener leyes comunes, dar con la estructura de los procesos mentales que nos caracterizan a todos. Era por lo tanto un psicólogo básico, no estaba interesado en las intervenciones en personas concretas para mejorar algún aspecto de sus vidas. Es el americano Lightner Witmer (1867-1956) el considerado por la historia como el primer psicólogo clínico. Estudió psicología con Cattell en EEUU y después se doctoró en Leipzig con Wundt. Witmer tuvo el mérito de ser el primer psicólogo en llevar un caso, el de un niño con problemas de aprendizaje de la ortografía. Debió de tener un cierto éxito porque después vinieron más y así se estableció la primera clínica psicológica del mundo. Fue en Pensilvania, hacia 1896. En 1907 fundó la revista The Psychological Clinic. Para 1914 ya había en los EEUU unas 20 clínicas psicológicas: nada, comparado con lo que hay ahora, pero fueron las pioneras. Witmer no es especialmente recordado por sus logros clínicos o sus teorías, pero hay que reconocerle el mérito de haber sentado las bases de una nueva profesión: los psicólogos que ayudan. Además, a él debemos el término “psicología clínica”. También organizó el primer programa de formación de psicólogos clínicos. Pese a ser un adelantado a su tiempo, su influencia posterior fue escasa. Su enfoque teórico era estructural, al estilo y bajo la influencia de Wundt, lo cual no encajaba bien con la american way of life, más funcionalista, más pragmática. La América del cambio de siglo estaba formándose a ritmo de aplicaciones y de know how –qué hacer para lograr mayor rendimiento, cómo progresar–. En ese contexto, el interés por cuál pudiera ser la estructura interna última de las cosas era secundario. Lo importante es adaptarse a lo que hay y obtener resultados. Por eso las ideas de Freud (dinámicas, basadas en una sencilla estructura ello-yo-superyo, frente al complejo estructuralismo estático de Wundt) pronto se extendieron y llegaron a ser la ideología psicológica prevalente en clínica durante medio siglo. En Europa mientras tanto, la rama clínica de la psicología continuaba desarrollándose, principalmente desde Paris. Jean-Martin Charcot (1825-1893) fue también director de La Salpêtriére y disfrutaba de un gran prestigio como neurólogo. Freud y otros muchos personajes importantes fueron alumnos suyos allí. Con Charcot empezó a estudiarse la histeria, que los neurólogos consideraban más bien un fingimiento, dado que no se le encontraba ninguna relación con condiciones orgánicas anómalas. Él fue el primero en proponer que un trauma emocional pudiera ser el desencadenante de los síntomas histéricos. Freud sin duda tomó buena nota de estas consideraciones durante sus prácticas. Los conceptos freudianos de trauma, catarsis, inconsciente, etc., nos resultan hoy muy familiares, tanto que han pasado a formar parte de nuestra cultura y nuestro lenguaje común, pero en su momento fueron extraordinariamente originales. El concepto de inconsciente, por ejemplo, es completamente revolucionario. Para empezar, no puede medirse ni observarse, cuando toda la ciencia de la época se basaba en mediciones y cálculos. Además va contra la razón –lo que mueve al ser humano según Freud es lo oculto, lo irracional, lo inconsciente, lo incontrolable–, cuando la racionalidad era la base de la filosofía positivista imperante entonces. Un modelo que proponía algo tan insólito como la existencia de una mente inconsciente sólo pudo prosperar porque no surgió en el seno de la psicología académica, sino en un contexto clínico, de interés práctico por entender las enfermedades y aplicar conocimientos para aliviarlas. La medicina estaba aún entonces profundamente influida por el mecanicismo y el positivismo, de modo que no había en ella lugar para el inconsciente, pero Freud y unos pocos intelectuales que le secundaban fueron capaces de convencer a la opinión pública y a la postre a la comunidad científica de que era necesario considerarlo para entender la conducta humana. Las ideas centrales del psicoanálisis, como el concepto de trauma de Charcot, ya estaban presentes antes de Freud. Como en el caso de Pinel, su logro no fue enunciarlas por vez primera, sino sistematizarlas y difundirlas. La teoría que elaboró basándose en esas ideas evoca abiertamente los principios recién descubiertos de la termodinámica, lo mismo que las ideas de Wundt nos recuerdan a la tabla periódica. Tomado de forma muy esquemática, la teoría psicoanalítica se basa en una aplicación del principio de conservación de la energía a las fuerzas mentales. La historia de la ciencia está llena de estas transfusiones de ideas, que muchas veces dan lugar a novedades realmente fértiles. Las guerras mundiales La evolución de la psicología clínica como profesión, que había comenzado con Witmer, fue exponencial gracias (es un decir) a las dos grandes guerras. La de 1914 fue la primera guerra moderna de la historia, entre otras cosas porque promovió un uso racional de los recursos humanos para optimizar resultados. Movilizó a profesionales que debían evaluar y clasificar a los soldados en torno a sus capacidades intelectuales y a su estabilidad emocional, para asignarles los destinos más apropiados. Así fue como la guerra impulsó indirectamente el desarrollo de toda una vertiente de la psicología clínica: la evaluación y la clasificación. El desarrollo explosivo la vertiente de intervención fue posterior. Las aproximadamente veinte clínicas psicológicas que había en EEUU a principios de siglo aumentaron solo un poco en el periodo de entreguerras (llegaron a ser unas treinta en 1930). Fue la Segunda Guerra Mundial la que modificó el curso de la historia clínica y a partir de ella hemos llegado a la situación actual, con gabinetes de psicología en casi cada esquina de las ciudades de nuestro entorno cultural. Fue justo a su término, en 1945, cuando se creó la división de “Psicología Clínica” dentro de la todopoderosa American Psychological Association. La Segunda Guerra Mundial o la Guerra del Vietnam destruyeron muchas vidas y también dejaron a miles de soldados (americanos) con lesiones graves. Las físicas eran compensadas con sus correspondientes pensiones como veteranos mutilados de guerra, pero las secuelas neuropsiquiátricas, o psiquiátricas a secas, eran más difíciles de evaluar y valorar. Pero al fin y al cabo sufrían como consecuencia de haber participado en la contienda y había que ocuparse de ellos. Fueron las asociaciones de veteranos las que exigieron y consiguieron un gran número de profesionales, entre ellos psicólogos clínicos, para atender sus necesidades. Se invirtieron grandes sumas de dinero público para formar nuevos profesionales que pudieran hacerse cargo de las tareas de diagnóstico y atención neurológica y psicosocial. Es así como se integra la psicología clínica en las instituciones y como queda reconocida y ratificada como profesión. A la obligación de un estado de asumir las consecuencias de sus guerras tenemos que agradecer la espectacular expansión de la psicología clínica en la segunda mitad del siglo XX. Como se ve, fueron razones políticas y de presión social las que han hecho avanzar a la psicología como disciplina profesional, no tanto factores científicos o de adelanto tecnológico, lo mismo que lo que llevó a cambiar la vida de los enfermos mentales en el siglo XVIII fue el empuje cultural de la Ilustración, y no avances científicos. La importancia de los acontecimientos políticos en el devenir de una disciplina es esencial. Excurso: La iatrogénesis La iatrogénesis o iatrogenia (del griego iatros, médico) es el fenómeno según el cual una intervención médica genera un problema de salud. El ejemplo más básico de iatrogénesis serían las infecciones que se contraen en los hospitales, donde, como es obvio, abundan los gérmenes patógenos. Es iatrogénica toda aquella afección o dolencia que es provocada por el propio médico a través de su actuación profesional, y en un sentido amplio también la provocada por los establecimientos o instituciones sanitarias. Por extensión y del mismo modo, podemos llamar iatrogénico en psicología a todo aquel mal generado por los psicólogos clínicos en el ejercicio de su actividad. Acabamos de ver cómo fue a partir de la Segunda Guerra Mundial cuando la psicología clínica empezó a prosperar y a desarrollarse vigorosamente, coincidiendo con la demanda administrativa y social de ocuparse de los afectados por la guerra. Pero también coincidió con un fuerte desarrollo económico y con el florecimiento de la sociedad del consumo y del ocio. En un contexto social menos favorecido, la psicología clínica como la conocemos en nuestro mundo opulento no es posible, simplemente porque no se puede costear. Pero aún hay más. La sociedad del ocio tiene los medios económicos, pero también genera la demanda: se ha vuelto sensible y consciente de sí misma en una dimensión excesiva (hiperreflexiva, dirían Pérez Álvarez y García Montes, 2006; o Pérez Álvarez, 2008). La preocupación sobre cómo satisfacer las necesidades básicas ha sido sustituida por la pregunta acerca de la propia felicidad. Los individuos están enseñados a replantearse constantemente su propia condición y parece ser una máxima irrenunciable ser felices casi todo el tiempo, además de permanecer jóvenes, guapos y vigorosos. Como esto sencillamente no es posible, acudimos a profesionales y farmacéuticos para acercarnos lo más posible a esa quimera de forma artificial. Es lo que se llama iatrogénesis social (Pérez Álvarez, 1999), consistente básicamente en la medicalización y psicologización de la vida cotidiana (podríamos añadir la también cada vez más frecuente judicialización, cuando hacemos intervenir a las autoridades para la resolución de conflictos de naturaleza privada, como problemas de pareja, familia o vecindario). La resignación o la conformidad ante el malestar, ya sea éste la melancolía, la jaqueca, las arrugas o la música de los vecinos de arriba, casan mal en nuestra sociedad. Con el cambio además de la forma de vida rural a la urbana, acontecida en nuestro país en torno a los años 60 del pasado siglo, la estructura y función de las relaciones familiares y sociales más cercanas han cambiado de forma esencial. Una consecuencia de ese cambio es que la capacidad de absorción del sufrimiento o aún de la anormalidad por parte de estas redes ha disminuido considerablemente. En un ambiente de baja tolerancia al malestar, cualquier malestar puede ser presentado como un trastorno. Es también en la época de la posguerra mundial cuando se empieza a hablar de un cuadro clínico nuevo, el ahora muy famoso trastorno por estrés postraumático. Este síndrome está actualmente clasificado dentro de los trastornos de ansiedad y se diagnostica a personas que han sufrido una experiencia emocionalmente muy amenazante y que ha comportado peligro físico: sobrevivir a un accidente, sufrir una violación, participar en un conflicto armado. Pues bien, como expone de forma muy elocuente Pérez Álvarez (ibid), llama la atención cómo la comunidad científica empieza a describir y a aceptar la “existencia” de este trastorno precisamente cuando un importante grupo de presión, las asociaciones de veteranos de guerra, está intentando que se reconozcan lesiones que impliquen pagas y atención sanitaria a quienes han sufrido experiencias traumáticas en combate. No es un caso singular. La puesta en escena pública de determinados trastornos de forma coincidente con ciertos intereses comerciales o ciertas necesidades sociales puede advertirse con frecuencia. De esta crítica se han hecho eco algunos autores, por ejemplo Nesse y Williams (2000), Blech (2004), Mosher et al. (2004) o González Pardo y Pérez Álvarez (2007). No puede ser siempre casualidad que algunos síndromes que antes no existían o que no revestían particular interés salten a la luz al mismo tiempo que es descubierta por algún laboratorio alguna sustancia que de alguna forma influye en algún síntoma de ese síndrome. La comercialización de una pastilla que puede aumentar el deseo sexual en las mujeres (la “viagra rosa”) coincide con la descripción de la supuesta disfunción sexual femenina. Las voces más críticas claman contra el tráfico de enfermedades, cuyo fin es ampliar el mercado ampliando el espectro de lo que consideramos patológico, convirtiendo al mayor número posible de personas en “enfermos” y por tanto en potenciales consumidores de fármacos (Moynihan, 2008). Es un buen ejemplo, si bien perverso, de iatrogénesis social, según la cual la sociedad excesivamente preocupada de sí misma, al volcarse en la búsqueda y estudio de sus trastornos, los genera, puesto que convierte en enfermedades lo que antes era normal. La controvertida historia del trastorno de personalidad múltiple (llamado ahora trastorno de identidad disociativo) se puede entender también como ejemplo de iatrogénesis, pues reúne todos los elementos controvertidos que le son propios, desde la cuestionada existencia misma del trastorno hasta los excesos cometidos por los profesionales en su nombre. El trastorno se define por la coexistencia de varias identidades independientes, incluso más de veinte, que toman el control alternativamente en una misma persona. Antes de que el DSM lo incluyera en su edición de 1980 –con el nombre antiguo– y llamara así la atención sobre su existencia, apenas se reparaba en él, pero pasó de pronto a encabezar datos epidemiológicos. Los extraños estados de conciencia característicos del trastorno se conocían sobre todo por la literatura y el cine (Las tres caras de Eva, dirigida por Nunnally Johnson en 1957, o Sybil, una novela de Flora Rheta Schreiber de 1973), pero empezó a diagnosticarse masivamente en EEUU coincidiendo con un cambio cultural importante: el retroceso del puritanismo en los años 80 y una atención más abierta a la sexualidad en general y a los abusos sexuales en particular, a menudo presentes en la biografía de las personas con varias identidades (Hacking, 1995). Es un excelente caso de crecimiento conjunto: explicaciones por parte de los especialistas coinciden con el momento social y comparten intereses con determinados grupos de presión –en este caso, personas que han sufrido abusos graves en la niñez–, que se refuerzan mutuamente. En el caso de la personalidad múltiple, el péndulo basculó demasiado fuerte y algunos pacientes interpusieron denuncias contra sus terapeutas por haber hecho supuestamente más severo el cuadro, o incluso por estimular el recuerdo de hechos (horribles) que no habían ocurrido. Estas denuncias coincidían en su fondo con la opinión de algunos profesionales críticos, que sospechaban que las diferentes personalidades bien podían ser creaciones clínicas, dado que algunas sólo aparecían durante las sesiones de terapia. El terapeuta, en su afán por encontrar todo lo que “hay” (muchas personalidades), lo que consigue es generarlas, en un proceso de creación clínica en equipo, donde el paciente elabora ad hoc personalidades nuevas para satisfacer la demanda de su psicólogo. Se trataría de un proceso manifiestamente iatrogénico, que atribuye además a esas personalidades la naturaleza de “cosa” escondida susceptible de búsqueda. La cuestión es que ni los recuerdos son filmaciones más o menos fieles de las cosas que han pasado, ni las vivencias psíquicas consisten en realidades que estén en alguna parte. Más bien procede considerar que la materia con la que trabajan los psicólogos clínicos es en gran parte construida. [1] Se puede ver un interesante recorrido histórico de la enfermedad mental en Gil RoalesNieto, 1986. [2] Hoy en día llamamos directamente humor a los estados de ánimo, y también usamos el término temperamento, que significa “mezcla proporcionada” (de los humores). [3] Carl Nilsson Linnaeus (1707-1778) fue el naturalista sueco que ideó el sistema de nomenclatura botánica y zoológica binomial que se sigue utilizando hoy. La identificación de cada especie se expresa mediante la referencia primero al género en mayúscula (Homo) y después a la especie en minúscula (sapiens), siempre en cursiva. La letra L mayúscula que acompaña a veces a un nombre científico (Sciurus vulgaris L, o Sciurus vulgaris Linnaeus, la ardilla común) se refiere a las especies que él mismo clasificó. [4] El hospital más famoso de la historia de la psicología debe su nombre a la fábrica de munición que había en el mismo solar. El salitre (salpêtre en francés) es uno de los ingredientes de la pólvora. Hoy es un enorme y moderno complejo hospitalario. Capítulo 2. El paradigma médico en psicología Explicación previa de algunos conceptos básicos de teoría de la ciencia Paradigma, aproximación, modelo y teoría son conceptos cercanos que a menudo se usan como sinónimos. Vienen a significar perspectiva, modo de mirar las cosas. Modelo es más concreto y más cercano a teoría. Se suele usar de hecho la expresión sintética “modelo teórico” por la idea de que una teoría científica es en definitiva un modelo o representación del trozo realidad que trata de explicar (la teoría de la selección natural trata de explicar la evolución de las especies y es por lo tanto un modelo de la misma, por ejemplo). En el caso que nos ocupa sería más correcto hablar de paradigmas o aproximaciones, (el “paradigma médico” o la “aproximación organicista”) pues son términos más amplios, más cercanos a “punto de vista”, y reservar modelo o teoría para tesis concretas: la teoría del condicionamiento operante o el modelo psicodinámico adleriano, por poner dos ejemplos que nos incumben. Pero como quiera que lo habitual en los textos es el uso indistinto de estos términos, así se procederá también en los siguientes capítulos; quede en todo caso indicada la diferencia. Por otro lado, médico en este contexto es sinónimo de organicista, biológico o biomédico. Aunque para abreviar suele decirse “modelo médico” cuando queremos decir “modelo biomédico”, para ser exactos hay que reconocer que existen modelos médicos que no son organicistas ni biomédicos, como el modelo propio de la Medicina Tradicional China, cuya expresión más conocida en occidente es su principal método terapéutico, la acupuntura; o el modelo homeopático, formulado en la primera mitad del siglo XIX por el médico alemán Samuel Hahnemann según el principio de que lo semejante cura lo semejante (simila similibus curentur). Estas teorías médicas no son biomédicas, puesto que consideran y tratan a las personas como seres completos, no solo la dimensión orgánica de la enfermedad. De modo que cuando a partir de aquí se hable del modelo médico, quede dicho también que nos estamos refiriendo al modelo biomédico u organicista o biologicista, el propio de nuestra medicina convencional y de nuestro sistema de salud casi al completo. Un modelo en ciencia es una forma de ordenar y conceptuar un área de estudio. En el caso de la psicología clínica se trataría de ordenar y conceptuar la conducta anormal y los problemas humanos del tipo que hemos definido como problemas clínicos, y ello de un modo que nos permita explicarlos e investigarlos y que adicionalmente nos proporcione pautas para introducir cambios en ellos. Un modelo está constituido en primer lugar por unos postulados básicos, que son un conjunto de asunciones, muchas veces incomprobables –y por lo tanto fuente inagotable de discusión– sobre cómo ese modelo define y caracteriza aquello que estudia. El modelo enuncia también unas reglas que permitan explicar o predecir el comportamiento de los elementos dentro del campo de estudio. También suele contener un cuerpo de conocimientos estratégico relativo a la forma de controlar esos elementos (en nuestro caso, intervenir sobre los problemas clínicos, generar cambios en las vidas de las personas que sufren). Lo que ocurre normalmente en una disciplina es que la mayoría de la comunidad científica coincide en esos supuestos y postulados principales comunes, sobre los que se apoya todo el quehacer y el saber científico. Por ejemplo, casi todos los biólogos están de acuerdo en que en algún momento en el pasado terrestre hubo un paso de la química inorgánica a la orgánica que dio lugar a las primeras moléculas sobre las que después evolucionó la vida, y que las especies cambian entre las generaciones deviniendo en otras a través de los milenios. Están de acuerdo por lo tanto en un paradigma, el evolucionista, aunque después haya teorías diferentes que expliquen cómo sucede la evolución, entre ellas la de la selección natural, o la del equilibrio puntuado, o la de la selección orgánica de Baldwin. Es cierto que los paradigmas cambian, pero suelen durar muchos años si no siglos y suelen ser fisuras importantes en el paradigma antiguo, o bien descubrimientos revolucionarios que no tienen cabida en él, los que hacen que uno sea sustituido por otro. En psicología, sin embargo, vivimos una situación peculiar: la coexistencia no ya de dos, sino de varios paradigmas diferentes, que a pesar de ser irreconciliables y partir de asunciones diferentes, sobreviven adyacentes, con más o menos polémica pero sin desbancarse unos a otros. El objeto de los siguientes capítulos es mostrar estos paradigmas desde un punto de vista crítico. Los postulados del modelo biomédico El modelo biomédico fue el primero que se aplicó al conocimiento de la enfermedad mental y la conducta anormal. Como ya hemos visto en el capítulo anterior, durante los siglos XVIII y XIX toda la ciencia, medicina incluida, estaba cargada de un fuerte sesgo mecanicistaorganicista, que considera que lo mental es un asunto del cuerpo y que el cuerpo es comparable a una máquina. Las enfermedades vienen a ser averías en la máquina y el tratamiento la reparación de la avería. Los espectaculares progresos de las ciencias físicas, químicas y biológicas dieron cancha a esta forma de entender las cosas, que gozó de pleno esplendor durante toda la edad moderna. En lo que respecta a la psicología, tuvo que llegar el siglo XX para que aparecieran ideas diferentes, aunque ello no quiere decir que la aplicación del modelo médico en el campo de la psicología haya perdido fuerza, antes al contrario, se podría afirmar que hoy en día sigue siendo el modelo dominante y más extendido, al menos en los sistemas públicos de salud y cajas de seguros, amparado por la enorme fuerza que tienen en la opinión pública y en los medios de comunicación determinados descubrimientos científicos. En los últimos decenios, los avances en materia de genética, bioquímica y neurofisiología disfrutan de una celebridad y una preeminencia mediática sin precedentes. Estamos acostumbrados a que nos muestren vistosas técnicas de neuroimagen en prensa y televisión. Se han vuelto cotidianas las noticias sobre el hallazgo de genes responsables de los más variados comportamientos, desde la esquizofrenia hasta la dependencia de sustancias, pasando por la infidelidad masculina (compruébese por ejemplo la entusiasta difusión en los diarios en septiembre de 2008 del descubrimiento por parte del prestigioso Instituto Karolinska de Suecia de un gen relacionado con la capacidad de compromiso sentimental). Existe pues una opinión bastante generalizada, incluso entre muchos psicólogos, de que toda la vida humana está en último término determinada por los procesos químicos, genéticos o cerebrales, y que los avances de la neurobiología o neurofisiología serán los que a la larga nos proporcionen las claves para la comprensión de nuestras vidas. Mientras tanto y provisionalmente tendremos que hacer investigación psicológica subsidiaria, una ciencia imperfecta y parcial, para írnoslas apañando. Lo mismo pues que se pensaba en tiempos del descubrimiento de la huidiza bacteria de la sífilis. Si nos atenemos a esta idea, defenderemos el modelo biomédico como el principal, por ser el que estudia, atiende y trata de entender el cuerpo. Su anatomía, su fisiología, el funcionamiento de sus órganos y orgánulos. Las asunciones que subyacen a la aproximación médica en el campo de la psicología son las mismas que cuando trabajan sobre cualquier otra parte del organismo, a saber: Cuadro 1. Postulados del modelo biomédico • Las personas pueden estar sanas o enfermas. Existe una frontera clara entre lo normal y lo patológico. • Quien tiene un problema clínico está enfermo y por lo tanto presenta una patología. • Además de su naturaleza clínica, las enfermedades ostentan también una naturaleza biológica, son entidades (que se “tienen” literalmente). • Toda enfermedad, ya sea mental, infecciosa, dermatológica, etc. y sus síntomas son consecuencia de alteraciones orgánicas subyacentes. El problema clínico y todas sus manifestaciones son expresiones de un problema que se localiza dentro del individuo y cuya naturaleza es orgánica. • Las enfermedades son concretas y tienen una causa orgánica específica. Los síntomas son anuncios de la existencia de esa causa. • Las enfermedades mentales, lo mismo que las otras, deben estudiarse y clasificarse para que la información clínica pueda ordenarse y que exista acuerdo en los diagnósticos. • El diagnóstico es el conocimiento necesario para decidir la intervención más adecuada. La visión biomédica de la locura Es comprensible que en la aproximación biomédica al trastorno mental se iguale la mente con otro órgano, pues si así no fuera, no cabrían hospitalizaciones ni tratamientos ni cobertura por parte del seguro. Y para que haya hospitalización o tratamiento debe haber antes un diagnóstico, de manera que la medicina, siguiendo (o para poder seguir) los procedimientos que le son propios, considera naturalmente la locura como una enfermedad con todas las de la ley, es decir, conforme a los postulados del cuadro. Para que la cosa no se quede en una pura metáfora, es necesario que la mente (enferma) posea unas características patológicas identificables, de las cuales los síntomas psiquiátricos serían la expresión o la consecuencia, lo mismo que las manifestaciones de la patología de los órganos son los síntomas de la enfermedad. Se busca entonces para la locura su patología de base: genética, neurológica o bioquímica. La concepción médica de la locura siempre ha estado asociada al uso de métodos correctivos para eliminar comportamientos socialmente no aceptados. Szasz (1960) plantea que todo el aparato médico psiquiátrico –sobre todo antes de la segunda reforma, la que llevó desde el movimiento antipsiquiátrico iniciado en los años 70 a desmantelar los manicomios–, no es sino un aparato represivo contra una suerte de “paradelincuencia”, constituida por todas aquellas conductas que, siendo atípicas, molestas o inaceptables, no alcanzan la gravedad que les permitiría ser sancionadas por el aparato judicial (ver capítulo 5). Un modo de mantenerlas a raya es clasificarlas como señales de enfermedad mental. La idea es lógica, a poco que se recapacite. Precisamente, la utilidad principal de los diagnósticos psiquiátricos es el de tomar decisiones sobre farmacoterapias, hospitalizaciones e incapacitaciones, es decir, medios de mantenimiento del orden público. El modelo biomédico despoja tanto al síntoma como al diagnóstico de todo lo que no sea la pura mecánica de su comprobación y su recuento. Así por ejemplo, no importa que el síntoma sirva como herramienta de comunicación, que el paciente esté expresando algo a su través, o qué sea lo que expresa. También queda despojado de su funcionalidad, que es lo mismo que decir del puesto que ocupa en la vida de quien lo padece y de su entorno. El síntoma además se vacía, pues lo que interesa a efectos de diagnosticar es que se sufran alucinaciones y cuántas veces, pero no cuál sea el argumento de las mismas. Por último, el proceso médico elimina también el contexto y la historia del propio síntoma, es decir, todo el entorno social, familiar o educativo que haya finalmente devenido en su desarrollo; si acaso se pregunta por posibles enfermedades mentales padecidas en generaciones anteriores, por si hubiera un componente genético. Es por lo tanto una visión de la locura limpia y sencilla, pero ciertamente incompleta. La investigación en psiquiatría biomédica Pues bien, el cauce académico y clínico de la aplicación de este modelo a los problemas psicológicos es la especialidad médica de la Psiquiatría. Pérez Álvarez (2003), autor al que seguiremos en las próximas páginas, llama la atención sobre un grave problema conceptual y práctico que sufre la psiquiatría, que resumidamente consiste en un desajuste muy notable entre la gran riqueza de sus conocimientos diagnósticos y la gran escasez de sus conocimientos etiológicos. La psiquiatría posee un cuerpo de conocimientos muy preciso y extenso en lo relativo a describir y clasificar los trastornos mentales (véase si no la enorme cantidad de información que contienen los manuales diagnósticos), pero un desconocimiento igualmente grande en lo relativo a la supuesta patología orgánica que los origina. La ignorancia acerca de procesos bioquímicos, electrofisiológicos o anatomopatológicos como responsables de los síntomas psiquiátricos, es sencillamente enorme, aunque ésta no suela expresarse ni en las consultas psiquiátricas ni en los prospectos de los psicofármacos. Siguiendo al ya mencionado autor y a van Praag (1997), existen algunas incongruencias básicas en la investigación psiquiátrica biomédica que hacen muy difícil, si no imposible, investigar sobre el supuesto de que los síntomas son expresiones de problemas orgánicos. Por un lado indica van Praag que para que la investigación biológica sea viable, las definiciones de los fenómenos que se estudian deben ser precisas. Los fenómenos que estudia el modelo biomédico en psiquiatría son los síntomas y las agrupaciones de síntomas en cuadros clínicos más amplios, que se corresponden con los diferentes diagnósticos. Es obvio que los diagnósticos deban ser precisos: si no tenemos una definición claramente diferenciada de “esquizofrenia tipo paranoide” o de “anorexia nerviosa tipo restrictivo”, muy difícilmente se podrá buscar y no digamos encontrar su patología orgánica subyacente. Por la práctica sabemos sin embargo que el diagnóstico psiquiátrico es muchas veces incierto y que depende grandemente del profesional que lo haya formulado. Si acudimos además al DSM, donde aparecen las definiciones y criterios diagnósticos de los diferentes síndromes, podemos comprobar la gran imprecisión que los caracteriza. No es infrecuente que de un listado largo de posibles síntomas, baste la presencia de sólo algunos de ellos para decidir un diagnóstico, de tal forma que el mismo diagnóstico puede venir dado por síntomas muy diferentes. Veamos esto con un ejemplo: los criterios diagnósticos para el trastorno psicótico breve, tal y como están recogidos en el manual diagnóstico DSM-IV-TR (la última versión editada). Según la American Psychiatric Association (2000), sería correcto diagnosticar a una persona este trastorno si presenta uno (o más) de los siguientes síntomas (existen más criterios diagnósticos que se deben cumplir, pero son adicionales a este): 1. Ideas delirantes; 2. Alucinaciones; 3. Lenguaje desorganizado (por ejemplo, disperso o incoherente); 4. Comportamiento catatónico o gravemente desorganizado. Como vemos, el mismo trastorno puede consistir en cosas tan diferentes como alucinaciones (que alguien crea oír voces inexistentes), o la presencia de conductas motoras anormales (inmovilidad, por ejemplo), o mezclar unos contenidos con otros mientras se habla, o sentirse perseguido por los locutores de las noticias. Es muy difícil imaginar que los responsables neurofisiológicos o neuroanatómicos de estas cuatro cosas puedan ser los mismos. Encontrar los fundamentos biológicos del trastorno psicótico breve en base a esta definición sería prodigioso. Por otro lado, van Praag llama la atención también sobre el notable aumento de trastornos conocidos en los últimos años, que como ejemplo han pasado de 200 en el DSM-I (editado en 1952) a más de 300 en el DSM-IV-TR (2000). Si los trastornos mentales y del comportamiento están causados por patologías biológicas, habrá que considerar una rareza la aparición de trastornos nuevos, puesto que la evolución biológica es muy lenta, constatable no en decenios sino en decenas de miles de años No pueden haber aparecido tantos en el transcurso de medio siglo. No es sostenible tampoco la idea de que los trastornos ya estaban ahí pero que se han ido a descubrir ahora, gracias a nuevas técnicas de observación o a la mejor preparación de los profesionales. Si así fuera, gracias a ese avance se estarían diagnosticando actualmente casos de histeria mejor que hace un siglo, pero el caso es que la histeria prácticamente ha desaparecido del paisaje de la salud mental. Más bien cabe pensar que los nuevos diagnósticos (o la ausencia de otros conocidos) responden a nuevas circunstancias culturales o sociales, como es el caso del trastorno de identidad disociativo o del trastorno por estrés postraumático, ejemplos que ya hemos mencionado en páginas anteriores. La cuestión de fondo es que para la medicina reconocer esto supondría ceder la competencia del estudio etiológico de esos trastornos a otros profesionales, los que trabajan desde modelos que permiten la integración de variables interpersonales; o bien entregarse ellos a la búsqueda de los correlatos biológicos de esas situaciones culturales o sociales particulares que han propiciado el aumento de los trastornos, lo cual sería ciertamente una osadía. A este respecto ya decía Szasz (1960), siempre genialmente agudo, que fenómenos como el comunismo o el cristianismo serían difíciles de explicar a través de defectos en el sistema nervioso. (Aunque el también genial Woody Allen hace “curarse” de sus ideas conservadoras al personaje adolescente de su película Todos dicen I love you (1996) gracias a una intervención médica que consiguió que por fin a su cerebro llegara suficiente riego sanguíneo.) Otro punto expuesto por van Praag nos interesa especialmente, a saber: para poder aplicar los postulados del modelo biomédico a los trastornos mentales, los límites entre lo normal y lo anormal deben ser claros, así como lo deben ser los criterios para decidir dónde está ese límite. Sin embargo estos criterios no existen (el capítulo 4 está íntegramente dedicado a este problema). La vía comúnmente aceptada para determinar en qué punto una determinada situación anómala pasa a ser un trastorno es aplicar los criterios diagnósticos del DSM, que a su vez deposita la decisión en la intensidad de los síntomas, en el tiempo que hace que se padecen y en el grado en que éstos perturban el transcurso normal de la vida, sin mayor precisión. Sin poder establecer esa diferencia de forma inequívoca, difícilmente se podrá diferenciar la causa orgánica de una depresión respecto a una tristeza normal. Como mucho se podrá buscar alguna condición neurofisiológica o neuroquímica presente en algunas tristezas pero no en otras y utilizarla para definir unas de ellas como patológicas, lo cual no es lo mismo que encontrar su causa orgánica. A pesar de ello, en base a argumentos como este y parecidos, el modelo biomédico y la industria farmacéutica insisten en responsabilizar a la dopamina y la serotonina de psicosis y depresiones, respectivamente (se recomienda a este respecto la lectura de Read, Mosher y Bentall, 2006, y la de González Pardo y Pérez Álvarez, 2007). Ezama et al. (2010) han señalado también la dificultad de buscar las bases fisiológicas de ciertas actividades, aún cuando las reconozcamos como trastornadas y estén inequívocamente definidas como síntomas, sin asegurarse antes de que las distintas muestras de esa actividad son realmente la misma actividad, es decir, que siguen la misma estrategia y que persiguen el mismo fin. Imaginemos, como proponen estos autores, que investigamos la anorexia y que nos interesa en concreto el síntoma “alteración de la percepción del peso o la silueta corporales”, frecuente en chicas delgadísimas que ante el espejo se ven gordas. Para buscar la alteración orgánica que subyace a esta distorsión perceptiva debemos estar seguros de que todas las distorsiones, todas las de la muchacha concreta que estamos evaluando y todas las de otras muchachas que estudiemos, son lo mismo. El problema es que dependiendo de dónde y con quién esté la interesada en el momento de observarse en el espejo, esa actividad puede consistir realmente en cosas muy variadas, desde convencerse a sí misma de que debe ayunar un poco más, hasta convencer a la enfermera de que ya ha engordado bastante, pasando por compararse con otra amiga a efectos del último laxante que ambas han tomado. El problema fundamental es que los correlatos orgánicos de algo difuso son muy difíciles de investigar. Como ya hemos apuntado, el modelo biomédico vacía los síntomas de contenido personal, lo que conlleva una descripción de los mismos necesariamente amplia. Pero así es como entiende la psiquiatría biomédica al ser humano: declaran enfermas a las personas con problemas, tratan sus rarezas como síntomas que es necesario eliminar y niegan su discurso por incoherente. Convertir a las personas en enfermas es, en palabras de González Duro (2002), negar en gran parte su condición humana, aún cuando “loca”. Negando su discurso nos quedamos sin argumento, pues no es sino el discurso el que puede informarnos de sus quejas, de su malestar, de sus reivindicaciones. Razones para el éxito de la psiquiatría A pesar de los inconvenientes de estudiar los correlatos biológicos de los trastornos mentales y de la gran ignorancia acerca de sus causas orgánicas, la investigación y el tratamiento biológico de los trastornos mentales continúan vigorosos y con grandes inversiones de dinero privado y público. En la práctica clínica, esto se traduce en la administración masiva de psicofármacos entre la población, cada vez más enferma si nos basamos en el aumento imparable de la demanda de los mismos. Éste es el éxito que avala y retroalimenta a la psiquiatría biomédica, un éxito por una parte comercial (las compañías farmacéuticas obtienen con los psicofármacos unas ganancias colosales) pero también clínico: nadie pone en duda que la administración de antidepresivos en muchos casos mejora el humor triste y que los ansiolíticos mitigan la inquietud la mayoría de las veces. Tal y como exponíamos al principio, ésta es precisamente la aproximación dominante en el estudio y tratamiento de los trastornos mentales desde el siglo XVIII. La preeminencia actual de la investigación genética y neurocientífica, sumada a la accesibilidad de los psicofármacos, hacen que este paradigma esté muy lejos de ser desbancado. Así las cosas, ni la opinión generalizada actual ni el gremio médico-psiquiátrico están dispuestos a admitir que los problemas con los que tratan son historias con argumento dentro de las vidas de personas concretas, en lugar de anomalías de sus sistemas nerviosos. Volviendo a la esclarecedora exposición de Pérez Álvarez (2003), el éxito de la psiquiatría biológica no se debe a que apunte en la dirección correcta, sino al empleo de preparados (los psicofármacos) que tienen efectos psicológicos inespecíficos. Efectivamente, por más que algunos fármacos ostenten nombres que inducen a creer en su precisión farmacodinámica (los antidepresivos tipo Prozac por ejemplo, cuyo nombre científico es inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina), el efecto de los psicofármacos se puede resumir en dos: atenuar los excesos y activar los letargos. Aquí termina la especificidad. En la consulta del médico generalista o del psiquiatra, se recetan los unos o los otros dependiendo de la situación clínica, o sea, de lo que el paciente haya transmitido al médico en el momento de explicar su malestar, pero con total independencia de que estén identificadas las bases fisiológicas de los problemas que esa persona relata en la consulta. Por lo general se extiende una primera receta y transcurrido un tiempo se efectúa una comprobación también clínica (¿Cómo le ha ido con lo que le receté?) y se continúa o se cambia también según criterios clínicos, y por lo tanto psicológicos (el criterio de cómo el paciente nos dice que se siente), nunca biológicos. Los postulados del modelo biomédico encierran una paradoja que deja a la psiquiatría biológica en una posición comprometida, pues si éstos se cumplieran y los conocimientos por ellos generados alcanzaran su propósito, la psiquiatría desaparecería (moriría de éxito, dice Pérez Álvarez). El sistema nervioso y su neuroquímica lo explicarían todo, de forma que sería la neurología y no la psiquiatría la que se haría cargo del campo de la enfermedad mental. Antecedentes de este trasvase los hay en la historia de la medicina. Siempre que un trastorno psiquiátrico ha sido descifrado desde el punto de vista orgánico, éste desaparece de la consulta de los psiquiatras. Así ha sido con la sífilis, que ha pasado a ser atendida por los internistas, y con los accidentes cerebrovasculares y las demencias, competencia hoy de la neurología. La psiquiatría está en una situación conceptual débil, pues en realidad carece de un modelo propio. Su identidad está forjada en base a su éxito clínico, cuya fuerza reside a su vez en la aplicación de conocimientos farmacéuticos, no psiquiátricos, y cuya investigación se basa efectivamente en los postulados del modelo biomédico. Los psiquiatras que se desmarcan de esos postulados trabajan sin excepción desde modelos psicológicos, no psiquiátricos, ya sean psicodinámicos, humanistas o sistémicos. Inconvenientes de tratar los problemas psicológicos con terapias médicas En una sociedad bien informada como la nuestra no es extraño encontrar ciudadanos críticos con el uso de medicamentos y de psicofármacos en particular. El sentido común ya nos posiciona contra ingesta de sustancias de laboratorio, aunque por lo general, con mayor o menor disgusto, uno se pone en manos del médico y de la receta que le ha extendido. En el caso de los psicofármacos, preocupan al paciente sobre todo los efectos secundarios, que suelen ser patentes al poco de tomarlos, pero también son considerables los efectos de tolerancia y dependencia que pueden generar. La tolerancia es un fenómeno natural de adaptación del cuerpo al tóxico que se le administra, que de alguna forma logra amortiguar sus efectos. Como resultado, cada vez es necesaria mayor cantidad de la misma sustancia para producir el mismo efecto. La dependencia supone que el abandono del consumo puede ser difícil e ir acompañado de un síndrome de abstinencia más o menos incómodo y que la suspensión debe hacerse de forma gradual. En cuanto a los efectos secundarios, pueden ser realmente preocupantes, como los esperables tras un consumo largo de neurolépticos (los fármacos que amortiguan algunos síntomas de la esquizofrenia). Pero quizá el efecto más singular de los psicofármacos es que descargan en el sistema nervioso (averiado) la responsabilidad de lo que está ocurriendo, y ello bajo el auspicio y el visto bueno del especialista en la materia. Si el problema de un niño que no para un momento es un fallo en su sistema de atención, puesto que podemos remediarlo administrándole una sustancia que actúa sobre los procesos atencionales (por ejemplo el metilfenidato, una molécula de la familia de las anfetaminas comercializada con el nombre de Ritalín), entonces no será necesario ir más allá de la propia conducta molesta del niño, que le viene del cerebro, y se podrá obviar todo examen o consideración de la familia en la que el comportamiento del niño puede tener algún sentido. La misma reflexión es aplicable a ansiedades, depresiones, delirios o cualesquiera otras manifestaciones psicopatológicas. Es un error utilizar los psicofármacos como solución a los problemas clínicos. Puede no serlo utilizarlos en momentos de emergencia, o para salir de determinados estados que hacen imposible una actuación de otro tipo (piénsese en un episodio depresivo severo, o en un ataque psicótico florido). Es necesario subrayar que lo que hacen los psicofármacos es modificar ciertos estados biológicos frenando la aparición de síntomas, de modo que se pueda volver a la tranquilidad, aunque tramposa5. Como vimos antes, los psicofármacos se limitan a suavizar estados exaltados o a estimular en situaciones de letargo, y ello de forma artificial, ajena a lo que le ocurre a la persona. La decisión de tomarlos debe valorarse siempre sobre la base de lo que se puede conseguir y lo que no se puede conseguir con ellos y en qué plazo de tiempo, además de no pasar por alto los inconvenientes de los efectos secundarios y demás. La desaparición farmacológica de los síntomas se estará desaprovechando si no se toma como punto de partida para emprender otro tipo de intervenciones, las destinadas a lograr cambios en otros planos: vital, personal, mental, familiar o psicosocial, como se quiera. No se defienden con esto las intervenciones combinadas –farmacología sumada a psicoterapia o viceversa–, se defiende un tratamiento psicológico de antemano, primario y principal, que puede verse en ocasiones favorecido por una intervención médica, secundaria y condicionada al primero. Excurso: El problema del dualismo mentecuerpo Si admitimos que el ser humano está compuesto de dos naturalezas más o menos separadas o independientes, el cuerpo por un lado y la psique por otro, entonces todo el asunto anterior deja de ser un problema: que los médicos psiquiatras se ocupen de lo orgánico, actuando sobre el cuerpo como lo crean oportuno según sus conocimientos, y pongamos a los psicólogos (o a los sacerdotes) a cargo de la parte mental o espiritual. Esta salida es fácil y de hecho está a la orden del día. Pero, ¿qué ocurre con esas dos naturalezas distintas e independientes? ¿Están relacionadas entre sí? ¿Cómo? ¿Con qué criterio distribuimos los fenómenos con los que tratamos o las cosas que nos ocurren en un campo u otro, cuáles deben ser tratados orgánica y cuáles psicológicamente? El caso es que casi todo el discurso sobre lo psicológico, tanto en la cultura popular como en la ciencia, incluso en las explicaciones de este mismo libro, se basa en una posición dualista, pues sólo desde ella podemos afirmar, por ejemplo, ser organicistas o no. El dualismo mente-cuerpo es el esquema de análisis del ser humano más acorde con nuestra herencia cultural. Está tan arraigado en nuestra forma de pensar, tan asumido sin cuestionamiento, que intentar pensar de otra manera nos deja incluso sin habla. Nuestro lenguaje carece de palabras que signifiquen persona no dividida en cuerpo y alma. De hecho se usan términos como “el ser humano como un todo indivisible”, “holismo” (palabra extraña, generalmente desconocida por los no estudiosos), “la persona en su totalidad”, etcétera. Nuestra tendencia maniqueísta cómoda y simplista de entenderlo todo como luchas de opuestos (bueno/malo, naturaleza/crianza, físico/mental, enfermo/sano, guapo/feo, sí o no) tampoco ayuda. El supuesto básico del dualismo es que el ser humano está compuesto por dos sustancias heterogéneas, que se influyen mutuamente pero que gozan de independencia: la mente y el cuerpo. Éste es físico, la mente no. El cuerpo está sometido a las leyes naturales, físicas y biológicas. Sus procesos pueden ser observados y estudiados lo mismo que cualquier otro fenómeno físico. La mente está sujeta a otro tipo de leyes. No se encuentra en el espacio y el acceso a sus contenidos sólo es posible a través de la observación propia, subjetiva. Que los humanos tenemos una mente y un cuerpo más o menos independientes parece fuera de toda duda, pero no lo está. Si se examina la historia de esta asunción, nos la encontramos en el Renacimiento, con la Iglesia y el pensador Descartes como principales actores. Como ya hemos visto, la Iglesia se sentía amenazada por el avance de las ciencias, que empezaban a encontrar explicaciones naturales para fenómenos que hasta la Edad Media eran asunto exclusivo de Dios, de modo que el clero temía una reducción del campo en el que la doctrina teológica fuera autoridad. La propuesta de Descartes, que defendía un corte claro entre lo físico y el alma, encajó perfectamente con los intereses de la Iglesia, pues permitía ceder a la medicina el terreno de la res extensa cerrándole el paso hacia la res cogitans, que es inmaterial y por lo tanto no puede ser comprendida desde la mecánica. Como vemos, en su origen –y en último término hoy en día también– el problema mente/cuerpo es el problema de qué campo de estudio es competencia de quién. En la práctica todos podemos toparnos con la disyuntiva. Es más, lo hacemos constantemente, por ejemplo cuando decimos “eso es psicológico” (un dolor de cabeza, varias noches seguidas de insomnio). Y temblar de frío, ¿es psicológico o físico? Y entonces, ¿temblar de miedo? O esa subida de adrenalina cuando me llevo un susto. Si lo físico se rige por las leyes de la física, ¿a través de qué mecanismo aumenta mi nivel de adrenalina en sangre si de pronto creo haber oído unos pasos? ¿Y el ponerse colorado cuando algo nos da vergüenza? ¿Es físico o psicológico? ¿Es las dos cosas? ¿Cuál de ellas va por delante? El problema mente/cuerpo también constituye un problema conceptual verdaderamente complejo, ligado sobre todo a la explicación de cómo las dos sustancias se relacionan, pues nadie duda de que conectadas están: mis manos ejecutan el mandato de mi mente, que responde a una intención y por lo tanto a algo no corpóreo; el castigo físico tiene consecuencias en el comportamiento futuro. Desde el principio del cartesianismo se divagó sobre cómo podían darse tales relaciones. Las ocurrencias más clásicas que tratan de explicarlas son las siguientes (expuestas sólo con ánimo de ilustración y de forma casi anecdótica): • Interaccionismo: cuerpo y mente interactúan de forma recíproca. La una tiene influencia sobre el otro y viceversa. • Emergentismo: lo mental emerge de los estados del cuerpo. Una vez dado lo mental, ello puede influir otra vez en lo físico. La mayor parte de la gente piensa así. • Epifenomenalismo: el cuerpo y la mente interaccionan en un solo sentido. Lo psicológico es un epifenómeno del funcionamiento neuronal, es decir, un fenómeno accesorio, una emanación suya. El comportamiento y todo lo mental serían un epifenómeno del fenómeno principal fisiológico, un subproducto de la química cerebral. También hay mucha gente que piensa así. • Paralelismo: fenómenos externos a la persona generan respuestas tanto en lo físico como en lo mental. No hay conexiones entre mente y cuerpo, lo parece porque actúan sincrónicamente reaccionando a la vez a un mismo suceso externo. El filósofo Leibniz defendía esto. El paralelismo elimina el problema eliminando la relación, pero el resto de propuestas deben dar cuenta de ella, que sigue siendo un misterio. ¿Cuál es la conexión entre los cachetes y el comportamiento posterior del niño? ¿Qué naturaleza tiene esa conexión, dónde se produce, de qué forma? Estrictamente hablando, las conexiones mente-cuerpo –o pompis-arrepentimiento– son inexplicables, porque no pertenecen ni a un rango ni al otro. Sería necesario acudir a una tercera naturaleza a la cual pertenecerían. No pueden ser observadas ni por vía introspectiva ni con medios físicos. A su vez, conceptualmente hablando, esta tercera naturaleza requeriría una cuarta para ser explicada y así sucesivamente hasta el infinito. La dificultad teórica de mantener este razonamiento es evidente. Y esto convierte al dualismo, queramos o no, en un problema que hay que resolver. Ha sido sobre todo en la segunda mitad del siglo XX cuando se han vertido las críticas más duras contra el dualismo y de aquí provienen los intentos de solución más radicales (aunque igual de infructuosos). Algunos igualan mente a cerebro, otros eliminan la mente directamente. Veámoslo. Aunque del conductismo se hablará en el próximo capítulo, es oportuno introducirlo aquí para dar espacio al razonamiento de Gilbert Ryle (1949), un filósofo británico afín a la teoría conductista que a mediados del siglo pasado nos dejó sin mente. Como veremos, los conductistas en general no se han ocupado de ella, pues no creen que sea el objeto de estudio de la psicología. La ponen entre paréntesis y dedican su esfuerzo a estudiar la conducta, pero no niegan necesariamente su existencia. Es lo que se llama conductismo metodológico. Ryle sí la niega. Su propuesta se llama conductismo lógico u ontológico y sostiene que la existencia del concepto de “mente” es fruto de un problema lingüístico proveniente de una confusión categorial. Cometemos una redundancia si separamos lo conductual y lo mental, puesto que lo conductual lo es todo, todo lo que el organismo hace, y por lo tanto engloba su biología y también su actividad mental. Lo lógicamente correcto sería nivelar los dos ámbitos, pues si no terminaremos pensando, como de hecho es el caso, que vivimos dos vidas paralelas, una consistente en lo que le pasa a nuestro cuerpo, otra la mental. Según Ryle el error consiste en entender que hay dos cosas donde sólo hay una. Lo mental (lo que pasa en la mente) no es una categoría diferente de la conducta (lo que hace el cuerpo), pues lo mental es también conducta. Conducta a la que sólo tiene acceso uno mismo y por lo tanto “privada”, pero conducta. No es una categoría lógica diferente. Un tipo idéntico de error lo cometemos cuando viendo un partido de fútbol decimos que los jugadores están atacando por la banda y también que están jugando con espíritu de equipo. Atacar por la banda y mostrar espíritu de equipo no es lo mismo, pero tampoco son dos cosas diferentes en el sentido de que un jugador primero patea el balón y después deja de hacerlo para pasar a mostrar compañerismo (el ejemplo es del propio Ryle, ibid, página 20 de la edición en español). Si entendemos que esas dos cosas pertenecen a categorías diferentes, estaremos cometiendo un error categorial, es decir, estamos confundiendo categorías o viéndolas donde no las hay. Duplicaríamos el partido: en uno se golpea el balón y se marcan goles, en el otro se muestra espíritu de equipo, o egoísmo, o humildad. El pensar que cuerpo y mente son cosas distintas es lo mismo. Siguiendo con ejemplos del propio Ryle, Juan puede ser amigo de José, pero no del contribuyente medio. Si Juan comete el error (categorial) de pensar que el contribuyente medio es un ciudadano más, tenderá a describirlo como misteriosamente oculto, como un fantasma que está en todos lados y en ninguno. Ryle y los conductistas lógicos llaman “eventos privados” a lo mental y consideran que no están en un nivel lógico superior ni diferente a los “eventos públicos” o conducta observable. El dualismo queda eliminado en tanto que lo mental deja de existir. El problema en el que Ryle queda atrapado es que para pensar en términos conductistas se necesita igualar conducta a movimiento, e igualando pensamiento a conducta tenemos una equivalencia de los tres. Así, la creencia en Dios o la caricia de una madre quedarían explicados en los mismos términos que el accionamiento de la palanca por parte de la rata. Otra posibilidad de despachar el dualismo es igualar mente y cerebro. Esta opción está ampliamente difundida gracias al ya mencionado gran avance de las neurociencias y no necesita mayor explicación. Es una versión moderna del epifenomenalismo clásico: la mente no es otra cosa que la actividad cerebral, ahora visible en color con técnicas de neuroimagen. El problema es que con cualquiera de estas posibilidades, la persona se queda por el camino, se ve reducida bien a procesos químicos, bien a movimiento. La opción de perder a la persona es cómoda, pero a la hora de la verdad nadie se conforma con ella. Para mantenerla en el juego, podemos entender lo psicológico no como conducta, sino como conducirse. Entonces necesitamos un sujeto psicológico (no bioquímico) que hay que definir. Un sujeto psicológico es un sistema de operaciones y su vida una serie ininterrumpida de acciones encadenadas, que tiene propósitos y preferencias, que es capaz de predecir y de decidir. Este sujeto psicológico, por desgracia (pues simplificaría mucho la investigación) no es reductible al lenguaje físico-químico, pero tampoco lo será en el futuro, pues no se trata de adquirir un conocimiento más profundo en estos campos, sino de la inexistencia en ellos de herramientas para la comprensión de procesos tales como predilecciones, intenciones, intuiciones, culpas, inseguridades, desengaños... Por mucho que avance, la neurociencia no conseguirá reducir las operaciones de un sujeto psicológico a bioquímica. Se invita al lector a leer un análisis detallado de este asunto en Ezama et al. (2010). ¿Cuál puede ser, desde este punto de vista, la relación entre lo físico y lo mental? Estos mismos autores proponen una metáfora para entenderlo: la de una conversación hablada y el soporte físico de su transmisión. Cuando dos personas hablan, el texto oral se transmite entre ellos gracias a las oscilaciones del aire y su recogida e interpretación por parte del sistema auditivo de ambos. Sin las oscilaciones del aire no habría conversación. Para que exista la conversación es necesario por lo tanto un soporte (también lo podría ser tinta sobre el papel o bits en un sistema informático). Pues bien, podemos considerar que las operaciones psicológicas son al texto hablado lo que los procesos fisiológicos a las oscilaciones del aire. No tiene sentido decir que las palabras causan las oscilaciones del aire; ello equivaldría a decir que la actividad psicológica causa su fisiología. Del mismo modo es absurdo sostener que la fisiología (neurotransmisores, niveles de dopamina, lesiones cerebrales) causa la conducta, lo que equivaldría a decir que las oscilaciones del aire causan el texto hablado. Es otro orden de cosas. Puede ser que las palabras tengan efectos físicos, que hagan por ejemplo vibrar un cristal, pero lo hacen en tanto que oscilaciones del aire y no en tanto que texto. Así, si reprocho a alguien que sus palabras han roto mi copa de cristal lo estaré haciendo de forma simbólica, pues no han sido las palabras sino las oscilaciones del aire que las trasmiten al oído del receptor. Por lo mismo, las actividades psicológicas –las operaciones del sujeto– pueden tener efectos fisiológicos, pues en el transcurso de las mismas los procesos fisiológicos que les sirven de soporte pueden sufrir abusos que ocasionen patologías orgánicas (como la úlcera de estómago, o la cirrosis hepática, o un largo etcétera). La delgadez de una anoréxica y todos sus trastornos ginecológicos, electrolíticos y metabólicos asociados no son sino la consecuencia del abuso que supone para el soporte orgánico (el cuerpo) haber decidido dejar de comer (la operación psicológica, que siempre va por delante). Según este punto de vista no es pertinente tratar de determinar qué causa qué. Tanto la afirmación de que un determinado proceso físico tenga consecuencias psicológicas, como la de que alguna condición orgánica tenga una causa psicológica, no son verdaderas ni falsas, son absurdas. Las relaciones entre lo físico y lo mental no son de naturaleza causal. Entre ellos existe más bien una relación de carácter funcional, es decir, de “servir para”, donde las operaciones del sujeto constituyen un nivel de análisis superior a los procesos físicos que les sirven de soporte. [5] Como dice Urbegi en su Diario de un esquizofrénico (2001): “…era una felicidad artificial, de pastilla, y no me gustaba…“ Unas líneas más abajo, telefoneando con su psiquiatra: “… ¡Soy demasiado feliz, quítame el Prozac!” (página 36). Capítulo 3. Los modelos en psicología: Modos de entender lo psicológico Cómo moverse por la jungla clínica Ya anunciamos brevemente en el capítulo anterior que en psicología se da una situación singular en lo referente a las bases teóricas. Lo normal es que en una ciencia exista una cierta pugna de modelos. En física, por ejemplo, conviven la mecánica clásica, la cuántica y la teoría de la relatividad, pero cada una de ellas sirve mejor para describir una sección determinada de su campo: la relatividad para lo muy grande y la mecánica cuántica para lo muy pequeño. En medicina también hay modelos diferentes que, al contrario que en física, se aplican a lo mismo: la comprensión del funcionamiento saludable del organismo. Aunque los modelos alternativos no tengan mucha fuerza debido a la hegemonía de la aproximación biomédica convencional, también existen y tienen su campo profesional bien delimitado (naturópatas, homeópatas, parasanitarios, etc.). Pero en psicología clínica, los modelos teóricos están perfectamente mezclados y hay al menos cinco, y eso si se agrupan bajo el mismo nombre ciertas concepciones que presentan rasgos comunes. Todos ellos se aplican a lo mismo: la descripción, comprensión, explicación y tratamiento de los trastornos psíquicos. Todos ellos se atreven con todo: no es que unos modelos prefieran unos determinados trastornos o en unas determinadas circunstancias, sino que todos ofrecen una cobertura total. Entre ellos intentan “releerse”, traduciendo al idioma propio lo que otros describen con su terminología (un complejo de Edipo será para un conductista una historia de refuerzos mal administrados, para un cognitivista un fallo en el sistema de creencias, etc.). La disputa en este gran lío se focaliza, desde el punto de vista teórico, en la coherencia interna de los postulados en los que se basa cada modelo, desde el punto de vista práctico, en verificar si son eficaces, y desde el punto de vista del usuario la situación es difícil, porque ante el natural desconocimiento acerca de las aproximaciones teóricas en psicología, uno acude a donde le toque o donde le haya recomendado un amigo. Porque el caso es que los diferentes modelos, lejos de desbancarse unos a otros en base a incongruencias internas o a ineficacia, continúan todos ellos con más o menos vigor clínico, conviviendo tanto en el mercado como en el mundo académico. Dependiendo del manual que uno tome, los modelos psicológicos están clasificados de formas distintas. Algunos son simplemente ignorados, tal vez por desconocidos (el sistémico con frecuencia, a veces el humanista) y muchas veces el modelo cognitivista es presentado en el mismo cajón que el conductual, aunque desde el punto de vista teórico son inconciliables. La agrupación que defendemos aquí recoge las teorías psicodinámicas, el modelo conductista, el cognitivo o cognitivista, la familia de aproximaciones humanistas y el modelo sistémico. No se presentan de forma exhaustiva sino con fines de introducción, es decir, proporcionando solamente la información suficiente para poder ordenar información nueva en base a este esquema y manejar una mínima terminología propia de cada concepción. Los modelos psicodinámicos El término “psicodinámico” se refiere al estudio de la dinámica de la psique, lo mismo que en época de Freud se estudiaba en física la electrodinámica como disciplina complementaria de la electrostática. Así, el interés de Freud se dirigía a la dinámica de la mente frente a las ideas estáticas propias del estructuralismo de Wundt (ver capítulo 1). Los modelos psicodinámicos son pues aquellos que buscan la explicación de los fenómenos psíquicos en las influencias mutuas (la dinámica) de determinadas fuerzas intrapsíquicas. El primero y más conocido de los modelos psicodinámicos es desde luego el psicoanálisis, que se tomará en esta exposición como ejemplo, pero existen otros. Alfred Adler (1870-1937), Carl Gustav Jung (1875-1961) o más recientemente Jacques Lacan (1901-1981) son autores de teorías y propuestas terapéuticas psicodinámicas derivadas pero diferentes del psicoanálisis clásico freudiano. La influencia y el peso cultural del psicoanálisis son enormes. Se podría decir que la cultura occidental no ha vuelto a ser igual después de Freud. Veamos cómo se llegó a ello. Cómo aparecen las ideas de Freud Para estudiar el origen de las ideas psicodinámicas es necesario regresar al hospital parisino de La Salpetrière, donde a partir de 1862 Charcot investigaba y enseñaba neurología, además de ser el director clínico del hospital. La fama y los logros de Charcot eran muy notables, así que La Salpetrière se convirtió en el centro de referencia de la neurología de la época. Investigaba sobre todo en materia de esclerosis y otras neuropatías, pero también la histeria llamaba su atención, probablemente por el desafío de dar con la causa – orgánica, por supuesto– de esos curiosos síntomas típicamente femeninos: parálisis, desmayos, convulsiones, parestesias, pérdidas de visión o de sensibilidad en los miembros, etc. En general, puesto que la patología subyacente era un enigma, la histeria era considerada por los fisiólogos una enfermedad ficticia. Hasta que Charcot cambió las tornas con una ocurrencia inusual: quizá un acontecimiento traumático pudiera ocasionar un trastorno de la conciencia, que a su vez se manifestaría en forma de los síntomas físicos propios de la histeria. Hay que tener en cuenta que en aquella época se sabía muy poco de las enfermedades mentales. El valor histórico de esta suposición no tiene paralelo en la historia de la psicología, pues fue la primera vez que alguien proponía un origen psíquico y no orgánico de un trastorno. Es más, puesto que ese trastorno cursa con síntomas orgánicos y no solo mentales, la suposición de Charcot sostiene nada menos que síntomas físicos pueden ser desencadenados por causas psíquicas. No es casual que Charcot y Sigmund Freud (1856-1939) coincidieran, pues éste también tenía una formación médica y especialización en neurofisiología. Durante el curso 1885-1886, Freud fue uno de los alumnos de prácticas en La Salpetrière. Justo al regresar de Paris a Viena, cargado seguramente con las nuevas ideas recién adquiridas, estableció una clínica neurológica privada dedicada al tratamiento de la histeria. La histeria se venía tratando con la extirpación de útero y ovarios, en concordancia con la idea de que se trataba de una afección ginecológica (puesto que los hombres no la padecen; para ellos estaba reservada la neurastenia). También se utilizaban métodos menos drásticos, aunque igualmente ineficaces: descanso, baños, masajes, dieta. Éstos últimos eran los que Freud usaba en su clínica al principio, junto con la hipnosis. La aplicación de la hipnosis en el tratamiento de la histeria había sido introducido por Joseph Breuer (1842-1925), del que Freud era estrecho colaborador. Trataba a Anna O. (seudónimo de Berta Pappenheim, inmortalizada en la obra de ambos Estudios sobre la histeria, de 1895), a la que intentaba curar su “tos nerviosa” y otros síntomas orgánicos que sospechaba de origen psíquico, contraídos mientras cuidaba a su padre enfermo. El tratamiento fue propuesto por ella misma y consistía en dejar volar libremente la imaginación y expresarse. Ella lo llamaba “deshollinar” y ahora se conoce como asociación libre. Durante una de las sesiones, la paciente consiguió engarzar un trauma emocional pasado con el desarrollo de sus síntomas. Y no solo eso: gracias a la expresión y a la comprensión de estas emociones reprimidas, los síntomas remitieron. Más tarde, Freud sintetizó esas ideas terapéuticas con el nombre de catarsis, aunque le reconoce a Anna O. merecidamente el verdadero descubrimiento de las técnicas psicoanalíticas. Pues bien, el proyecto original de Freud era poder llegar a esos contenidos inconscientes, cuya expresión se relacionaba con el alivio de los síntomas, sin necesidad de recurrir a la hipnosis. Como vemos, el logro de Freud fue sobre todo sistematizar algunas ideas muy novedosas aunque ya existentes. La obra de Freud es muy extensa. Aunque lo conocemos más como una forma de psicoterapia, el psicoanálisis abarca varios ámbitos. Por un lado, es un tratado completo sobre las vivencias psíquicas y sobre el ser humano –una ontología–, que incluye una teoría de la personalidad y de la estructura psíquica. También es un tratado de psicopatología, una teoría sobre la normalidad y la anormalidad psicológica y sobre el origen y desarrollo de los trastornos. Incluye también toda una metodología de investigación de los procesos psíquicos, de accesibilidad a los contenidos inconscientes, consistentes en toda la batería de técnicas que solemos asociar con el diván del psicoanalista. Por último, el psicoanálisis es también una forma de terapia, que se basa fundamentalmente en la revelación de los contenidos inconscientes mediante los fenómenos de transferencia y contratransferencia, análisis de la resistencia, interpretación de los sueños, de la asociación libre, etc. Cuadro 2. Postulados de la teoría psicoanalítica freudiana • La conducta es la manifestación externa de la actividad del aparato psíquico. Los síntomas mentales son manifestaciones de una alteración en el aparato psíquico. • Los fenómenos intrapsíquicos tienen lugar dentro del sujeto, pero no obedecen a parámetros biológicos sino que siguen sus propias leyes. • Estas leyes son psicodinámicas, se basan en la existencia de una energía psíquica procedente de los instintos, que es la que hace funcionar al aparato psíquico (la mente). • Las alteraciones en el aparato psíquico proceden de conflictos inconscientes, que se derivan de fijaciones en las fases del desarrollo psicosexual (fases evolutivas mal resueltas). • El tratamiento psíquico debe consistir en hacer consciente lo inconsciente. Características del psicoanálisis El psicoanálisis es una teoría intrapsíquica y mentalista donde las haya. Entiende que la explicación de todo lo que nos ocurre y de lo que hacemos se encuentra en nuestro interior, en el aparato psíquico y, en su caso, en disfunciones que tienen lugar en él. Tal es así que Freud llegó a recibir críticas desde sectores progresistas por negar la fuerte presión social a la que estaban sometidas las mujeres en su época, por ignorar incluso casos flagrantes de abuso. Según su modelo todo está “dentro”. La esfera de la vida psíquica es fundamentalmente el inconsciente, que es donde ocurren los procesos que el psicoanalista investiga. El incesto, por ejemplo, le interesaba en tanto que producto de la fantasía o como fuente de conflictos intrapsíquicos, pero no como delito. Parece ser, por ejemplo, que la escritora Virginia Woolf, que sufrió de depresiones durante toda su vida y terminó quitándosela, había sido víctima de abusos sexuales por parte de sus dos hermanastros; tras leer a Freud traicionó su propia memoria y adoptó la postura psicoanalítica de atribuir los episodios que recordaba a sus propias fantasías y deseos (Miller, 2005). La estrategia de negar lo ocurrido no es infrecuente entre las víctimas de abusos. Por otro lado, el psicoanálisis es un modelo “topográfico”. Según Freud, el aparato psíquico está dividido en las llamadas “provincias”, pues las compara con un espacio físico: el superyo, el yo y el ello. En este aparato pueden localizarse los conflictos, bien entre provincias o bien en forma de tendencias diferentes dentro de una de ellas. Los contenidos mentales se pueden clasificar además según su grado de consciencia (más o menos inconsciente, es decir más o menos “abajo”). Es un modelo dinámico, que basa su psicopatología en el equilibrio o desequilibrio de fuerzas inconscientes en conflicto permanente. Básicamente, las pulsiones del ello intentan ganar a los principios normativos mientras los mecanismos de defensa intentan que todo ello no se manifieste. Los síntomas mentales vendrían a ser una solución de compromiso para dar salida a esos conflictos, mientras que la estabilidad psíquica refleja el equilibrio entre las tres provincias. En este sentido, Freud estaba influido, como no podría ser de otra manera y como es habitual en ciencia, por el Zeitgeist: tomó el concepto de “dinámica” de la física y se dejó inspirar por él al imaginar las pulsiones e instintos sometidos a un comportamiento similar al de los gases al ser comprimidos. En tiempos de Freud se acababa de enunciar el principio de conservación de la energía, que también resultó ser revolucionario y también ha quedado impreso en nuestro lenguaje –nada se crea ni se destruye, sólo se transforma–. Freud lo hizo suyo: su visión de la psique recuerda mucho a un sistema hidráulico, con fuerzas que provienen de recipientes llenos de fluidos que empujan por salir. Importancia y valoración de la obra de Freud A finales del siglo XIX aún primaban las ideas positivistas de la razón ilustrada: el ser humano es pura racionalidad y la ciencia debe basarse en aquello que observa de forma positiva. En este contexto, el concepto de inconsciente era plenamente rebelde. No puede observarse de forma empírica ni objetiva y por lo tanto no puede analizarse de la misma forma que se analizan los fenómenos naturales. Para colmo, Freud contradice el concepto de racionalidad, pues es precisamente lo irracional y lo oculto aquello que nos mueve, y no los pensamientos racionales, conscientes por definición. Sólo puede entenderse la celebridad que en su momento tuvieron ideas tan disparatadas porque procedían de un ámbito exclusivamente clínico, fuera de la psicología académica y de lo que se enseñaba en las universidades, es decir, fuera de la tradición del empirismo y el estructuralismo de la que Wundt era heredero. La pretensión inicial de las ideas psicoanalíticas solo era entender las enfermedades y encontrar remedios para aliviarlas. Y finalmente la medicina y la opinión pública terminaron plegándose ante ellas. El ser humano racional no lo era tanto. La teoría psicoanalítica fue además la primera teoría clínica que propuso una causa psicológica y un tratamiento psicológico de un trastorno mental. Era pues posible “curar” sin necesidad de tocar las estructuras biológicas y de forma por lo tanto independiente de los avances de la anatomía o de la fisiología. Lo psicológico adquiere gracias al psicoanálisis un estatuto de autonomía. La huella que ha dejado el psicoanálisis es muy grande, en nuestro acervo cultural en general y aún más en la psicología. Todos los demás sistemas terapéuticos surgen de él, bien como intento de superarlo, de perfeccionarlo o de rebatirlo por completo. Los modelos psicodinámicos fueron los dominantes en psicología clínica durante varias décadas, hasta que a mediados del siglo XX los conductistas empezaron a empujarlos. A pesar de todos sus avatares, como aproximación a la enfermedad mental siguen vigentes y profundamente enraizados en nuestra cultura, aunque su representación actual en el ámbito académico sea escasa. Casi de igual envergadura que su arraigo cultural es el juicio al que el psicoanálisis está sometido desde hace décadas. Sus debilidades conceptuales han sido duramente criticadas, sobre todo la falta de disciplina a la hora de enunciar hipótesis. No hay nada en la práctica que pueda confirmar o desdecir las conjeturas psicoanalíticas acerca de conflictos irresueltos o de pulsiones o de complejos. Las hipótesis simplemente no se comprueban. Esto ha proporcionado mucha munición a sus detractores, que critican la poca operatividad de los conceptos freudianos (el instinto, las fijaciones, las pulsiones, la libido, el ello...) y la imposibilidad de probar algo acerca de ellos. Los escritos de Freud son en general muy narrativos y poco técnicos, y su traducción a afirmaciones empíricas comprobables prácticamente imposible. Y conforme a esto, los intentos de corroboración objetiva han sido muy escasos. El propio Freud debía de ser consciente de este carácter de su obra, pues él mismo calificó de “metapsicología” su teoría sobre el ser. El psicoanálisis fue revolucionario en su momento por las razones ya vistas, pero desde nuestra perspectiva actual, su innovación fue de carril estrecho. El modelo psicoanalítico comparte con el modelo médico el esquema principal, pues supone que el origen del trastorno psíquico es interno. Los síntomas son manifestaciones externas de problemas internos. Lo importante transcurre en el interior. Los conflictos inconscientes originan el trastorno psíquico, del mismo modo que para el modelo médico los síntomas también son solamente señales de una patología interna. Hubieron de pasar aún algunos decenios para que otros modelos echaran un vistazo al exterior. La psicopatología psicoanalítica supone que en la vida adulta se sufren las carencias del desarrollo ocurridas en etapas tempranas de la existencia. Pero cuando Freud habla de desarrollo se refiere a la evolución y canalización de las pulsiones sexuales. Otros aspectos de la vida humana no tienen cabida en el psicoanálisis. Como forma de terapia, su eficacia ha sido duramente criticada. Los tratamientos psicoanalíticos son larguísimos, necesitan años de sesiones como mínimo semanales y son inevitablemente muy caros. Existen además serias dudas sobre los resultados: baste mencionar el estudio clásico de H. J. Eysenck (1952), que señala que las remisiones espontáneas son más numerosas que las “curaciones” de pacientes sometidos a psicoanálisis. No cabe duda de que psicoanalizarse es un ejercicio que permite un mejor conocimiento de uno mismo, una visión diferente de los problemas y una oportunidad de crecimiento personal, pero su eficacia como método terapéutico está seriamente cuestionada. El conductismo El descontrol psicodinámico a la hora de formular hipótesis tuvo su primera contrapartida en el modelo conductista, que basa sus afirmaciones exclusivamente en métodos objetivos y es fiel al convencimiento de que la psicología es posible como ciencia natural. El conductismo busca las leyes que rigen el comportamiento con la misma metodología que la física o la biología y sostiene que las leyes del condicionamiento son suficientes para la comprensión y el tratamiento de los problemas psicológicos. Rechaza el subjetivismo y la introspección, con los que ciertamente el psicoanálisis se había desbocado. Ni los constructos psicológicos, ni las variables, ni las explicaciones, ni la metodología tienen por qué ser de naturaleza mental. Lo que interesa es el ajuste del organismo a su ambiente. Las raíces del modelo conductual son totalmente distintas que las del psicoanálisis. Desde el principio, el conductismo es una disciplina académica, nacida de la investigación en los laboratorios, con su antecedente primero en la psicofisiología de finales del siglo XIX, sobre todo los trabajos de Pavlov sobre los reflejos condicionados y el aprendizaje por asociación de estímulos. Después de varios decenios de investigación –prácticamente toda la primera mitad del siglo XX– dio con su aplicación a la práctica clínica, generando toda la escuela terapéutica conductual y la modificación de conducta. Una de las primeras incursiones del modelo conductista en la psicopatología, o al menos la más famosa de las primeras, fue el experimento de John B. Watson (1878-1958) con el niño Albert. En 1920, Albert con apenas un año fue el protagonista del experimento que sirvió para demostrar que las respuestas emocionales (el miedo, por ejemplo) se puede asociar, condicionar, inducir, generalizar y extinguir, como cualquier otra respuesta. Watson y su equipo observaban a Albert mientras jugaba sobre el suelo del laboratorio y fueron capaces de desarrollar en él una respuesta de temor a las ratas que antes no tenía, haciendo coincidir la aparición de una rata en el escenario de juegos con un ruido fuerte. Sólo necesitaron siete ensayos. Después observaron cómo generalizaba ese temor a otras cosas con pelo, como los conejos, de los que se asustaba también. Watson después consiguió extinguir el miedo presentándole al niño la rata en repetidas ocasiones sin hacer el ruido. Reproducir hoy en día los experimentos de Watson supondría un problema ético. La preocupación por el bienestar de los sujetos experimentales, humanos o no, se desarrolló más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, y las condiciones a las que pueden ser sometidos quedaron reguladas con la promulgación de códigos éticos. Pero en aquella época su trabajo no generó ninguna queja, solo demostró la utilidad de las leyes del aprendizaje en la comprensión del desarrollo de las respuestas emocionales. La aparición de la terapia conductual En el apartado anterior quedó por decir que Eysenck, el autor del artículo de 1952 que proclamaba la ineficacia terapéutica del psicoanálisis, era un convencido conductista, y que es en esta época cuando la terapia conductual es incipiente pero está empezando a arrollar. En 1941, Miller y Dollard utilizaron los principios del aprendizaje para explicar la génesis de algunas conductas disfuncionales y conceptualizaron la terapia como un proceso de aprendizaje de conductas más adaptativas que deben sustituir a las disfuncionales. Skinner sistematizó y popularizó el modelo conductista en los años 50, y también lo radicalizó, atreviéndose a abordar con la metodología conductista procesos humanos complejos, como el lenguaje. Hasta entonces el conductismo se había aplicado más bien para la comprensión de procesos psicológicos más simples, fácilmente reproducibles en los laboratorios. Algunos alumnos de Skinner comenzaron poco después a aplicar los principios del condicionamiento operante (aprendizaje por consecuencias) a la modificación de conductas en humanos. En 1958, Wolpe introduce la técnica de la desensibilización sistemática, que aplica a la terapia conocimientos derivados de la investigación sobre el condicionamiento (reforzamiento, contracondicionamiento, extinción, generalización). Lo que buscaban los conductistas era ofrecer una batería de técnicas terapéuticas basadas en la investigación empírica y experimental y a prueba de críticas metodológicas. El éxito de las técnicas de modificación de conducta fue rotundo y el paradigma conductista desbancó rápidamente al psicoanálisis pasando a ser el modelo preeminente durante mucho tiempo. Aún se puede decir que lo sigue siendo, si tomamos como referencia la psicología clínica que se hace y se defiende desde universidades y centros de investigación, e incluso también cuando rastreamos su representación en el mercado clínico. Aún a pesar de los fuertes competidores que desde los años 60 empujan a la psicología clínica hacia otros intereses, la oferta de terapias de corte conductual sigue siendo muy alta. Cuadro 3. Postulados del modelo conductista • El comportamiento no es el producto de procesos mentales ni biológicos. El comportamiento es el fenómeno psicológico en sí mismo. • El comportamiento como fenómeno psicológico engloba la dimensión biológica del organismo. Todo acto psicológico implica uno biológico. • Los procesos mentales deben ser entendidos como conducta, no directamente observable pero regida por los mismos principios que la conducta manifiesta. • El objeto de estudio de la psicología es la conducta, tanto la manifiesta como la privada. • La relación entre la conducta privada (lo mental) y la manifiesta se entiende como una relación conducta-conducta. Ninguna causa la otra, ambas están en el mismo nivel lógico. • Para entender la conducta es necesario conocer sus antecedentes y sus consecuentes y averiguar de qué variables es función. El papel determinante lo detenta el contexto. • La anormalidad psicológica procede de aprendizajes desadaptativos. • El síntoma no es la manifestación “superficial” de algo subyacente. La conducta anormal es ella misma la anormalidad. Los principios conductistas en psicoterapia La observación y la experimentación pueden y deben ser los métodos de trabajo en psicología. A través de ellos es posible dar explicación al comportamiento, que es por otro lado lo que interesa al psicólogo, también al psicólogo clínico. El comportamiento además se puede modificar manipulando el entorno. Es por tanto un modelo objetivista, experimental y contextual. El control causal sobre la conducta reside en el medio. La enfermedad mental es conducta desadaptada y procede de aprendizajes desafortunados, explicables en base a las mismas leyes que explicarían cualquier otro comportamiento no enfermo, que se mantienen porque de alguna forma siguen siendo reforzados o no se han extinguido todavía. Por ejemplo, una fobia continúa limitando la vida del paciente porque de otro lado le permite evitar enfrentarse al objeto temido. Una conducta depresiva se mantiene porque proporciona una ganancia secundaria de cuidados. Estas conductas desadaptadas pueden entenderse y cambiarse sin apelar a la psique o a estructuras mentales, sino simplemente cambiando sus contingencias, a saber, lo que ocurre antes o lo que ocurre después de esas conductas. Se trata de un modelo funcionalista, pues lo que estudia son las variables de las que el comportamiento es función en un determinado momento y lugar. Limitaciones del modelo conductista en psicología clínica La psicología conductista ha proporcionado una gran cantidad de técnicas psicoterapéuticas, las denominadas de modificación de conducta, que han enriquecido enormemente el panorama de la práctica clínica y son muy eficaces para cambios puntuales, pero que fracasan cuando se intenta entender con ellas escenas de la vida, que por lo general encierran una gran complejidad. En psicología, la primera mitad del siglo XX está marcada por la revolución paradigmática del conductismo, que puso orden a los desmanes de la introspección y el mentalismo psicoanalíticos. Pero a mediados de siglo, al mismo tiempo que el conductismo empieza a desplegar su dimensión clínica, entra en una crisis teórico-conceptual (a pesar de la cual continúa hoy día con no poca vitalidad), sobre todo por la constatación de que las leyes del aprendizaje no son tan universales como se pretendía. Desde el punto de vista clínico, la terapia de conducta es técnicamente irreprochable, pero se restringe a las respuestas condicionadas y deja al margen a los sujetos que las emiten en tanto que personas que sienten y deciden. De ahí que los movimientos que surgen después de la modificación de conducta intenten suplir esta falta recuperando el mundo mental, con sus dimensiones de intencionalidad, libertad, voluntad, etc. Las leyes del aprendizaje resultan muy útiles para entender y reproducir en un laboratorio secuencias cortas de comportamiento, pero no lo son cuando se trata de entender y modificar secuencias largas, complicadas, que son en definitiva las que suelen traer los clientes a las consultas de psicoterapia. Fragmentar las escenas de la vida cotidiana en secuencias breves y parciales en las que los antecedentes y los consecuentes, los estímulos y las respuestas, sean reconocibles como tales, significa desvirtuarlas. Las propuestas conductistas pueden sin embargo ser muy eficaces cuando se trabaja con niños, o con personas sometidas a algún tipo de autoridad. La segmentación entonces puede ser útil, en tanto que es la figura de autoridad (los padres, los educadores de un centro de menores…) la que al mismo tiempo administra los refuerzos y los castigos dentro del segmento establecido. Se podría concluir que la aproximación conductual en psicología clínica es básica pero parcial, y las contribuciones técnicas de la terapia conductual esenciales pero cortas. Bateson (1972) advirtió ingeniosamente sobre ello. Imaginemos que a María no le gustan las espinacas y que su madre le ofrece siempre un helado de postre con el objeto de que se las coma. Considerado desde las teorías del reforzamiento, ¿qué habrá ocurrido con el transcurrir de los años, cuando María sea mayor? ¿Le gustarán las espinacas? ¿Le gustará el helado? ¿Le gustará su madre? La respuesta es que es imposible saberlo. Se necesita información adicional que las leyes del aprendizaje no contemplan. El modelo cognitivista Los años 60 del siglo XX fueron los del florecimiento y popularización de todo tipo de psicoterapias. El enfoque cognitivo fue uno de los que adquirieron gran fuerza en ese momento. Como el psicoanálisis, el cognitivismo es una corriente mentalista, pero con vocación más científica. Su objetivo desde el principio es recuperar los procesos mentales que se habían perdido entre los estímulos y las respuestas que estudiaban los conductistas. Para ello sustituyen la metáfora energética freudiana de fuerzas en lucha por la metáfora informática de “procesamiento de la información”, pero sea como fuere, vuelven a la visión intrapsíquica de lo psicológico. Es necesario aclarar una situación peculiar que se da entre los modelos conductual y cognitivista. Como veremos, sus postulados teóricos no solo son diferentes sino antagónicos. Ya hemos mencionado su incompatibilidad al hablar del problema mente-cuerpo y quedará aun más patente cuando se expongan los postulados del segundo de los modelos. Sin embargo, si repasamos la oferta en el mercado psicoterapéutico –en las páginas amarillas sin ir más lejos– comprobaremos que una gran cantidad de psicólogos clínicos se declaran cognitivo-conductuales. Parece que en la práctica clínica no interesan tanto las desavenencias teóricas y los enfoques se dejan mezclar, seguramente porque mezclados funcionan bien, y ello a pesar de que se basan en concepciones del ser humano y de la enfermedad rematadamente diferentes. No queda otro remedio que reconocer que las disquisiciones teóricas y ontológicas (“metapsicológicas”, diría Freud) y el afrontamiento práctico de los problemas clínicos no solo no tienen por qué cuadrar, sino que hacen un uso muy distinto del conocimiento científico. Mientras los teóricos discuten sesudamente acerca de las asunciones teóricas, los psicoterapeutas cognitivistas utilizan sin reparos las técnicas derivadas del conductismo, y los conductuales se han aliado sin problemas con el enemigo teórico para rellenar sus carencias en materia del conductualmente ausente “yo”. Como ocurre en casi todas las escuelas psicológicas (veremos que también ha sido así entre los principales humanistas y muchos sistémicos), los fundadores principales del cognitivismo provienen del campo del psicoanálisis. Aaron T. Beck (nacido en 1921) y Albert Ellis (1913-2007) se habían formado como psicoanalistas antes de elaborar sus propios modelos terapéuticos; de hecho Beck (Beck et al., 1979) llegó a su conocida teoría sobre el origen de la depresión después de haber intentado verificar algunas hipótesis psicoanalíticas al respecto, con la consiguiente decepción. Sea como fuere, intentaban superar a Freud, aunque el adversario fuera Skinner. Cuadro 4. Postulados del modelo cognitivista • La conciencia y los estados mentales existen y son subjetivos. • Existe una relación causal entre éstos y el comportamiento. • Existe una estructura o esquema cognitivo, su mal funcionamiento por distorsiones o errores es lo que causa el sufrimiento o trastorno mental. • La percepción e interpretación de los acontecimientos del mundo es lo que nos afecta psicológicamente, no los acontecimientos en sí. • El objetivo de la psicología (clínica) es el estudio del funcionamiento de los procesos cognitivos (anómalos): memoria, pensamiento, intenciones, actitudes, sentimientos. • El ser humano actúa con intención y consciencia de las consecuencias de sus actos y de las expectativas propias y ajenas. El posicionamiento cognitivista en clínica La psicología cognitiva vuelve a mirar hacia adentro, y para disgusto de los conductistas no se queda ahí, sino que a lo que encuentra dentro le atribuye estatuto de causa de lo de fuera, y por lo tanto un nivel lógico distinto y superior al de la conducta (ver el excurso sobre el problema mente/cuerpo). Ese aparato mental interior ahora se llama cognitivo, para no confundirlo con el aparato psíquico dinámico, pero igual que éste posee una estructura –la estructura cognitiva– que funciona como los demás aparatos del organismo (respiratorio, circulatorio, digestivo), solo que procesando información en lugar de alimentos u oxígeno. La máxima principal de la psicología clínica cognitiva se resume en el llamado “esquema A-B-C”, desarrollado por Ellis (1962) a propósito de su Terapia Racional Emotiva (TRE). A son los acontecimientos de la vida, las cosas que nos ocurren, B (del inglés belief, creencia) la forma en que nuestro aparato cognitivo procesa esos acontecimientos y C las consecuencias de todo ello, nuestros comportamientos o emociones. Existe una relación causal entre B y C, pero no entre A y C, de modo que la máxima reza que no son los hechos los que nos afectan o perturban, sino lo que pensamos sobre ellos. La terapia cognitiva tiene por objeto cambiar aquellos procesos cognitivos (la B) que están en la base del sufrimiento. Lo que está trastornado es lo que pensamos y cómo lo pensamos, lo equivocado son nuestras creencias distorsionadas o irracionales, las reglas no escritas (debo obedecer siempre a la autoridad), presupuestos falsos (sólo me querrán si soy perfecta), actitudes no realistas (tengo que sacar la carrera en cuatro años), inferencias arbitrarias (todos me miran mal), peticiones dogmáticas (mi madre debería darse cuenta), exageraciones (siempre me toca a mí), etcétera. Según el esquema propuesto por Ellis, la terapia continúa con las letras del abecedario: la D se refiere al proceso de debate o disputa racional que debe llevarnos a la reestructuración de nuestras creencias; la E son los efectos que el proceso de cambio cognitivo debe tener en nuestras experiencias vitales (Ellis y Grieger, 1981). Las propuestas terapéuticas de otros autores cognitivistas, como la Terapia cognitiva de Beck (Beck et al., 1983), la Inoculación de estrés de Meichenbaum (1987), etc., responden básicamente a esta idea principal. Valoración crítica de las psicoterapias cognitivas La principal cuestión es si las técnicas cognitivas efectivamente lo son, o si son en realidad técnicas conductuales con un disfraz mentalista, que según los conductistas sería innecesario y, como todo disfraz, engañoso. Las técnicas cognitivas son frecuentemente reinterpretadas por los no mentalistas como técnicas conductuales (ver por ejemplo Pérez Álvarez, 1996). Por otro lado, mantener que lo mental es ontológicamente separable de lo conductual ha sido extensamente criticado, y no digamos la afirmación de que lo uno tenga primacía causal sobre lo otro. El error categorial no es solamente una confusión de clases lógicas, sino toda una forma de concebir el mundo, según la cual la mente es algo distinto del organismo. Y esta visión es paradigmáticamente dualista, pues entiende que existen dos mundos, por una parte el externo, “real”, el de las cosas que pasan y por otro su representación cognitiva dentro de cada uno de nosotros. Desde el punto de vista puramente aplicado es difícil valorar una escuela terapéutica que inmediatamente se alió con lo conductual para dar lugar a una práctica mixta, donde, efectivamente, no se puede saber muy bien si es lo cognitivo o es lo conductual lo que funciona, o si es una tercera naturaleza compuesta por la suma de ambas. Lo que sí parece es que la terapia cognitiva “pura”, más del estilo de la intervención filosófica, cuya esencia se ejemplifica en el debate socrático que forma parte de la TRE de Ellis (aunque también en propuestas más exóticas, como la de Más Platón y menos Prozac de Marinoff, 2000), resulta útil para un rango concreto y quizá no muy abundante de clientes, los interesados en y capacitados para la disputa racional sobre los asuntos mundanos. El planteamiento cognitivo además implica una fuerte complejidad en las explicaciones. La mayoría de las personas hacemos cosas (la parte conductual de nuestro mundo) que no son oportunas o saludables, aún a sabiendas de ello (la parte cognitiva), fumar por ejemplo. Según la psicología cognitiva son nuestras cogniciones, entre ellas el conocimiento de que fumar acorta la vida, las causantes de nuestra conducta. Para explicar entonces por qué fumamos es necesario introducir otras variables, naturalmente también internas y de carácter cognitivo, que se encuentren en conflicto con el conocimiento del peligro del tabaco, como la expectativa de un síndrome de abstinencia si lo dejamos. Pero para valorar a su vez la pugna entre estas dos, son necesarias otras (internas también), como la autoeficacia, la autoestima, la autopercepción de la vulnerabilidad, la valoración de la peligrosidad objetiva… Al final es necesario hacer piruetas explicativas cada vez más complicadas para mantenerse sobre la línea de que el análisis racional –léase estimación de costes y beneficios– lo es todo. Esto es a veces difícil de sostener. Pongamos que un paseante solitario en una noche oscura ve una sombra y se lleva un buen susto. Desde la perspectiva cognitivista, el susto es el resultado de un proceso (desde luego muy rápido) de la estimación de la propia vulnerabilidad, de la peligrosidad percibida de la situación, de la peligrosidad estimada de la sombra, de las expectativas respecto a las posibles acciones autodefensivas, etc. O también se puede pensar que el propio susto es la valoración de la situación y no el resultado de la misma, lo que simplificaría el análisis. La psicología humanista Las propuestas terapéuticas que veremos a continuación consisten más en formas de afrontamiento práctico de las necesidades clínicas del consultante que en teorías clínicas en sentido estricto. Su interés ha sido siempre directo a la atención terapéutica y solo de forma secundaria a satisfacer criterios de consistencia teórica. Cuando hablamos de humanismo en psicología nos referimos en realidad a una corriente que engloba por afinidad a todo un abanico de psicoterapias que han recibido nombres diversos: existencialistas, fenomenológicas, humanistas propiamente dichas… Abarca una gran heterogeneidad de conceptos, al tiempo que cada terapia concreta tiene una puesta en escena diferente, pero lo cierto es que todas ellas poseen algunos rasgos comunes que los diferencian de otras tradiciones y que les dan carta de identidad. En la época de su surgimiento, también los años sesenta, fueron llamadas la tercera fuerza, pues su empuje inicial residía en que eran alternativas tanto al psicoanálisis como al conductismo, las dos corrientes principales entonces. En gran parte se desarrollan al margen de la tradición académica y cabe calificarlas como movimiento cultural, muy significativo socialmente hablando y en expansión aún hoy. Ni los conceptos ni las herramientas terapéuticas de los humanistas proceden, como es el caso en conductistas y cognitivistas, de una teoría fuerte que los sostenga, sino más bien de una determinada concepción del ser humano y del mundo. Pero poseen también unas asunciones de base, que son al mismo tiempo los rasgos que unifican las diferentes escuelas terapéuticas bajo el nombre de “humanistas”. Se presentan a continuación como si de postulados en toda regla se tratase, pues expresan la ideología de la que se parte en el trabajo terapéutico y esto es lo que expresan también los postulados de los otros modelos. Cuadro 5. La filosofía clínica humanista • Cada persona es un sujeto independiente radicalmente libre que autodetermina su existencia a través de sus decisiones. • Cada persona posee de forma natural un potencial de crecimiento orientado hacia metas positivas: la maduración personal, la salud, el ajuste adecuado. • La persona está en continuo desarrollo. El bloqueo de ese desarrollo es el trastorno. No existe psicopatología sino problemas de la vida. • El ser humano de caracteriza por la necesidad de satisfacer no sólo las necesidades primarias (comer, etc.) sino otras, como el desarrollo de capacidades, dotar de sentido a la existencia, sentirse libre. • La situación vital actual de la persona y cómo ésta la vive, su percepción subjetiva, es el determinante fundamental de la conducta y objeto de la psicología y de la psicoterapia. • La terapia no enseña algo ni deshace conflictos, sino que acompaña en ese proceso de crecimiento guiándolo o incentivándolo. Como se ve, el lenguaje humanista no recuerda en nada a los términos propios de los modelos anteriores. Por primera vez aparecen palabras como “persona” o “libertad” y referencias a la existencia, a las propias decisiones o al sentido. Una nomenclatura poco científica, pero que recupera, o quizá convoca por primera vez a las consultas de psicoterapia a personas concretas con sus problemas vitales y sus propias percepciones de lo que ocurre. De ahí “humanista”. Se dice que las propuestas terapéuticas humanistas son holísticas, pues es la persona como un todo la que acude a consulta, no un aparato, ya sea psíquico o cognitivo, ni tampoco un expendedor de respuestas. Esa persona completa se encuentra en un proceso continuo de desarrollo y de ejercicio de su propia autonomía. Aún cuando la biología o las condiciones externas supongan una restricción de las posibilidades de elección, siempre existe un margen de libertad, y lo que hacemos dentro de él es lo que nos define. Con la libertad de elección y de decisión, indisolublemente unida viene la responsabilidad, cuyo fomento es parte esencial de todas las terapias humanistas. La filosofía del ser humano que subyace a las escuelas humanistas subraya las preocupaciones esencialmente humanas, como el miedo a la muerte, a la soledad, a la libertad, a la falta de sentido. La duda existencial, en definitiva. No por casualidad estas terapias se derivan ideológicamente del movimiento cultural posmoderno cuyo principal exponente es el existencialismo francés (Sartre decía que el hombre es un ser “condenado a ser libre”) y la fenomenología alemana (Heidegger decía que el hombre es un ser “abocado el mundo”). El abono de estas corrientes de pensamiento lo compusieron los horrores vividos en Europa en la primera mitad del siglo XX y su culmen fue la revuelta social contracultural de los años 60. La duda existencial desencadenada por la desconfianza y el mazazo humano que supuso la Segunda Guerra Mundial se traduce en nuestra disciplina en terapias que lo que intentan es ayudar a resolver el vacío y la sinrazón, que son los que constituyen el problema psicológico cuando uno se enfrenta a ellos. Carl Rogers (1902-1987) es generalmente considerado el iniciador de esta forma de hacer terapia. Fue el primero en llamar clientes a los hasta entonces considerados pacientes, en un intento de despatologizar las consultas de psicoterapia y colocar la propia responsabilidad por encima de la del experto. Los objetivos que persiguen sus terapias consisten en definir la libertad del cliente, ayudarle a respetar su individualidad, a valorar sus vivencias, a descubrir su forma particular de autorealización. Ciertamente todo esto suena muy poco científico y difícil de definir en términos empíricos, pero no cabe duda de que estas terapias vienen a cubrir una demanda existente y que disfrutan de un amplio terreno de actuación y de eficiencia. Las terapias humanistas pueden diferir mucho en su procedimiento y en sus postulados concretos; las más conocidas de entre ellas son la terapia Gestalt (Perls, 1976), la logoterapia (Frankl, 1981), el psicodrama (Moreno, 1966) o el análisis transaccional (Berne, 1966). Excurso: el conductismo se vuelve humanista Después de más de un siglo de psicoterapia y más de medio de lucha de modelos, en el siglo XXI estamos asistiendo a un fenómeno nuevo en el universo de la psicología clínica: la convergencia. Probablemente el empacho de polémica entre escuelas ha tocado techo, de modo que la balanza se inclina ahora en la dirección de la concordia, de la búsqueda de elementos comunes, de la integración de unos modelos en y con otros. Se trata de una actitud sanamente escéptica hacia el modelo propio y de respeto y curiosidad por los otros. Cada vez más psicoterapeutas reivindican poder llamarse psicoterapeutas sin más, sin apellido (Laso, 2010). Se reconoce además de forma general que los terapeutas se inclinan por una u otra escuela en función de que los postulados coincidan con su personal visión del mundo, y no porque se le haya demostrado de alguna forma que un modelo concreto dé mejores resultados. Precisamente, la dificultad de establecer de forma convincente la efectividad de unas aproximaciones frente a otras invita a pensar que quizá existan buenos y no tan buenos terapeutas, más que mejores o peores modelos desde los que trabajar. Y en este contexto convergente ocurren cosas hasta ahora impensables, como que el conductismo transcienda los estímulos-respuestas y comience a hablar de valores, o que la sistémica recupere al individuo perdido hasta hace poco en tramas familiares en las que tomaba parte como marioneta. La propuesta terapéutica llamada Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT en sus siglas en inglés; debe además pronunciarse así, como el término inglés para acto, actuar, o ¡actúa!) procede de la más pura tradición conductista skinneriana. Se basa en la idea de modificar la función de los pensamientos que nos perturban en lugar de intentar eliminarlos o modificar su contenido, que es lo que harían los cognitivistas. Ya hemos visto que el conductismo, según sus propios postulados, interviene sobre las cogniciones de forma legítima, puesto que las cogniciones son conducta, aunque accesible solo desde uno mismo. Siguiendo a Hayes (2004), estaríamos asistiendo a un verdadero cambio de paradigma, el que marca la transición a las terapias que dentro de la tradición conductista se denominan de tercera generación. La primera se basaba en el manejo de contingencias, es decir, la gestión planeada de refuerzos y castigos, que como hemos visto se quedó corta en seguida. La segunda generación corresponde a la fusión de lo conductual con lo cognitivo en las terapias cognitivo- conductuales, que quieren recuperar las cogniciones como ámbito de intervención conductual y van dirigidas a modificar parámetros cognitivos para que cambie la conducta. Las terapias de tercera generación tipo ACT también intervienen sobre las cogniciones, pero al contrario que las anteriores no intentan cambiarlas, sino desvincular su contenido verbal de su significado culturalmente atribuido, de modo que el pensamiento que nos perturba se desliteraliza (Luciano Soriano y Valdivia Salas, 2006), del mismo modo que de pequeños jugábamos a que las palabras perdieran su significado repitiéndolas muchas veces. De hecho, esta desliteralización es uno de los ejercicios que realiza el paciente de ACT. El distanciamiento que logramos a través de desligar nuestros eventos privados (pensamientos) de la función que verbalmente evocan nos permite el avance en una dirección personal valiosa, pues esos eventos privados, y sobre todo el intento de controlarlos, suponen un freno que conviene eliminar. Al mismo tiempo que el terapeuta ACT intenta llevar a cabo esta desvinculación, debe también sondear las direcciones de desarrollo valioso para el paciente e incentivarlas. Cuando se lee un texto sobre ACT a sabiendas de que se trata de una terapia conductista, se sorprende uno de encontrar constantes referencias a los valores personales, al largamente desterrado “yo”, al aquí y el ahora, al tomar conciencia, al tener presentes emociones, sensaciones y recuerdos, etc. Humanismo puro. Parece que estén buscando el sentido de la vida. Por otro lado, cuando se observa al terapeuta ACT haciendo uso de metáforas y otros ejercicios para lograr la desliteralización, bien podría tratarse de un terapeuta estratégico (una de las variantes de la tradición sistémica) fomentando el reencuadre de los problemas. Existe una fuerte similitud entre ACT y algunos presupuestos de la terapia estratégica. Ambos afirman que las soluciones intentadas forman parte del problema. Para ACT, eso sí, las soluciones intentadas se analizan en el entorno de un sola persona, se refieren a los esfuerzos del interesado por controlar sus síntomas (cognitivos). Los estratégicos intentan darle la vuelta a la escena en la que se desarrollan los problemas –y en la que participan otros actores– cambiándole el marco (de ahí reencuadre), es decir, proponiendo para las cosas que ocurren una función diferente que al consultante no se le había ocurrido. Ya en 1961 Frank comparaba psicoterapias diferentes y llegó a la conclusión de que el factor común a todas ellas, y que además, afirmaba, está en la base de su eficacia, es la esperanza que se da al consultante de que su problema pueda ser resuelto. Para Frank, la psicoterapia es eficaz no porque use técnicas terapéuticas eficaces, sino porque trata eficazmente el desánimo con el que las personas llegan a las consultas, con independencia de la corriente teórica. Las aproximaciones actuales que tratan de descubrir los factores comunes de las diferentes psicoterapias coinciden en subrayar la importancia de la alianza terapéutica, esto es, la calidad de la relación entre el terapeuta y su consultante. Y no solo eso: existe un acuerdo prácticamente universal sobre el hecho de que una buena alianza terapéutica es uno de los factores que más tiene que ver con unos buenos resultados (Bordin, 1971; Friedlander et al., 2009). Esto lleva implícita la pregunta sobre los atributos que hacen de una persona un buen terapeuta potencial. Seguramente no el conocer plenamente el procedimiento técnico de sus intervenciones y seguir un buen protocolo de aplicación, por más que ello sea importante, sino más bien una cierta experiencia vital propia, la capacidad de ponerse en el lugar del otro (que no es otra cosa que ser capaz de imaginarse “qué haría yo”) y ciertas cualidades personales tipo seguridad en uno mismo, capacidad de comunicar de forma eficaz, ausencia de prejuicios, la sensibilidad en la detección de las necesidades del otro, la bondad, la condescendencia, la cortesía, etc. ¿Cómo será entonces la psicoterapia del futuro? Es probable que se acepte un cajón común que contenga las técnicas como patrimonio universal y que deje de importar la corriente de la que provengan, que aumente la conciencia de ser heredero de toda la psicología clínica y no solo de una rama. Quizá se consiga perfilar una línea maestra sobre cómo desarrollar eficazmente la peculiar relación que mantienen terapeutas y consultantes, desde la que se puedan generar de forma óptima acuerdos sobre lo que se quiere conseguir y la estrategia para conseguirlo. Las técnicas propiamente dichas, más pragmáticas o más cognitivas o más emocionales, pasarían a ser una elección secundaria, ajustadas al estilo personal del terapeuta y a los recursos del consultante, más que definitorio del tipo de terapia que se hace. El modelo sistémico La psicoterapia sistémica aborda los problemas clínicos de una forma que suele resultar difícil de comprender de un primer vistazo. Desafía en parte al sentido común y tiene la desventaja de que su concepción de lo psicológico, al contrario de lo que ocurre con los otros modelos, no está presupuesta culturalmente, y por lo tanto carecemos de base “natural” para empezar a pensar en términos sistémicos. Cualquiera ha oído hablar de los impulsos freudianos, nos resulta lógico pensar que un niño llore para llamar la atención, también es casi de intuición universal que ante un problema aconsejemos a un amigo que no le dé tanta importancia, al tiempo que todo el mundo comprende lo que es una crisis de identidad o el deseo frustrado de autorrealizarse. Pero el concepto de portador del síntoma o la afirmación de que la esquizofrenia es un problema de comunicación resultan extraños o chocantes. En el terreno de la psicoterapia, “sistémico” y “familiar” se suelen utilizar como sinónimos, aunque no lo son del todo. Es cierto que el objeto de estudio y de intervención de un sistémico siempre es la familia, pero existen terapias familiares procedentes de escuelas terapéuticas diferentes a la sistémica, como la terapia familiar psicoanalítica. Por otro lado, un terapeuta sistémico siempre invitará a la sala de terapia a toda la familia, o al menos a los principales afectados por los problemas, pero también es posible y de hecho muy frecuente tratar a individuos que vienen solos, aunque el foco de atención siempre será la dinámica familiar. La introducción del pensamiento sistémico en psicología tuvo lugar en la década de los cincuenta. Algunos terapeutas tuvieron la ocurrencia de llamar a la consulta a familiares de pacientes, con la simple intención al principio de ampliar las historias clínicas con información proveniente de otras fuentes. Pero lo que descubrieron fue algo inesperado y sorprendente: patrones de interacción familiar (formas de comunicarse) que parecían relacionadas con las patologías que estaban tratando. Al mismo tiempo que esto salía a la luz, el equipo del antropólogo Gregory Bateson (1904-1980) empezaba a tantear la aplicación de los conocimientos sobre comunicación para la comprensión de los fenómenos psicológicos. La semilla de la sistémica había germinado. La teoría de sistemas y la familia El nombre “sistémica” procede de la teoría de sistemas propuesta por el biólogo austríaco von Bertalanffy a mediados del pasado siglo (1968). Pero es un error pensar que tal teoría pueda emplearse en psicología, o al menos no sin muchas complicaciones. La teoría de sistemas requiere variables que puedan ser sometidas a cálculo diferencial, esto es, variables cuantitativas, numéricas, que pueden ser multiplicadas o divididas. Eso difícilmente puede ocurrir con las variables que manejamos los psicoterapeutas, y casi tampoco las que manejan los psicólogos en general. Es muy habitual que en psicología se utilicen variables cualitativas, incluso solamente nominales (dar un nombre diferente a una condición y otra, como el sexo masculino y femenino o la presencia o ausencia de determinados síntomas), con las que la teoría de sistemas no puede operar. El adjetivo sistémica en psicología es por lo tanto metafórico, sin perjuicio de que sea muy útil y que haya permitido generar conocimientos aplicados de gran eficacia. La metáfora consiste en considerar la familia un sistema, tal y como lo es cualquier otro conjunto de elementos, físicos, biológicos o abstractos, unidos por alguna forma de interacción. Lo que se deriva de pensar así son los siguientes principios fundamentales, que podemos considerar los postulados del modelo sistémico en psicología: Cuadro 6. Aplicación a la familia de la noción de sistema • Un sistema es un conjunto de elementos caracterizados por atributos que se relacionan entre sí. • La familia es un sistema. El sistema familia es un conjunto de personas caracterizadas por su comportamiento y que se relacionan a través de determinadas pautas de comunicación. • El todo es diferente a la suma de sus partes. Así pues, el funcionamiento familiar no se puede deducir de lo que hacen los miembros de la familia por separado. • Por lo mismo, la conducta de un miembro no se puede entender separada del resto. Para comprender cualquier comportamiento, patológico o no, es necesario considerarlo en el contexto que le da sentido. Sobre todo si se trata de conductas patológicas, este contexto es la familia. • La forma de entender los procesos psicológicos es observar la interrelación entre los miembros de la familia. Esta interrelación no es lineal ni causal, sino que se retroalimenta, de modo que el resultado de cada interacción se incorpora al sistema como nuevo input. • Las características de interacción propias de la familia mantienen su equilibrio al tiempo que determinan los márgenes de actuación de cada miembro. • En el proceso de mantener el equilibrio pueden generarse y mantenerse patrones de interacción patológicos; la dificultad de erradicarlos estriba en que su eliminación pondría en peligro el equilibrio del sistema. • El objeto de estudio de la psicología es la familia, más concretamente las pautas de interacción/comunicación entre sus miembros. • No existen los enfermos mentales sino los portadores del síntoma o “pacientes índex”. No existen las enfermedades mentales. La conducta patológica no es el resultado de una mente enferma sino la única o la mejor reacción posible en un contexto de interacción problemático. Incluso la conducta más perturbada tiene su razón de ser y entenderla pasa por reconstruir su función dentro de los patrones de interacción familiar. • No existen curaciones sino soluciones, que se logran modificando patrones o parámetros de interacción de los que la conducta disfuncional es parte integrante. La psicopatología no es útil, además de que el diagnóstico psiquiátrico puede ser la legitimación que busca la familia del carácter enfermo del paciente. Como se ve, los términos que emplean los terapeutas sistémicos son diferentes de todos los vistos anteriormente. La sistémica es la única posición en psicología que no se centra en la persona sino en las interacciones entre personas. La lógica sistémica no busca explicaciones que residan en el individuo, ya sean intrapsíquicas, cognitivas, neurofisiológicas o de aprendizajes previos, sino en las relaciones que esa persona mantiene (ha mantenido) con sus figuras significativas y que le convierten en el individuo que es. Mi depresión, por ejemplo, no es una característica de mi carácter, ni un defecto de mis cogniciones, ni una descompensación de mis neurotransmisores, ni el resultado de reforzadores desacertados, ni la expresión de mis debilidades: según la sistémica, mi depresión es mi forma actual de relacionarme con los demás. Principales escuelas sistémicas clásicas La primera aproximación sistémica a la conducta humana surgió como ya hemos dicho del trabajo de Bateson, cuyas aportaciones influyeron decisivamente en las ideas del Mental Research Insitut, (MRI) fundado en 1959 por Don D. Jackson y Virginia Satir con sede en Palo Alto, California (de ahí que muchas veces se hable de la escuela de Palo Alto). La terapia que nace de esta línea de pensamiento se denomina estratégica (Haley y Richeport-Haley, 2006). Fundamentalmente consideran que el cambio terapéutico no es en esencia diferente de las transformaciones normales que experimenta todo sistema en evolución. Afirman que el problema clínico radica sobre todo en soluciones intentadas pero fallidas de un problema original menor, de tal suerte que en lugar de solucionarlo, lo perpetúan. El término “estratégica” hace alusión a la manera de solucionar problemas clínicos, que es encontrar el mejor procedimiento para sustituir o bloquear soluciones intentadas, o dicho de otra forma, cómo dejar de hacer “más de lo mismo” (Watzlawick et al., 1974). Salvador Minuchin es el principal representante de la llamada escuela estructural. Se basa en el estudio de la estructura de la familia, tanto hacia adentro (cuál es el reparto de funciones, de derechos y obligaciones entre los miembros) como hacia el exterior (cómo son los límites del sistema familiar con otros sistemas). Hay estructuras que funcionan bien y otras menos. La terapia estructural se interesa sobre todo por los subsistemas dentro del sistema –el marital, el fraternal, etc.– y la forma y función que pueden tomar las relaciones entre ellos. Puede haber alianzas de individuos para el bien común o colusiones en perjuicio de un tercero. Las triangulaciones disfuncionales (también llamadas “triángulos perversos”) consisten en expandir una relación de dos, generalmente la pareja, a un tercero, generalmente un hijo, de modo que el conflicto entre los dos primeros quede encubierto. La terapia estructural tiene como objeto romper estas estructuras disfuncionales o modificar los límites entre sistemas o subsistemas (Minuchin et al., 1998). La escuela de Milán tiene como mentora principal a Mara Selvini- Palazzoli. Sus tesis fundamentales pueden encontrarse en el clásico Paradoja y contraparadoja (Selvini-Palazzoli et al., 1977), título que hace alusión satírica a los conceptos freudianos de transfererencia y contratransferencia –casi no hace falta decir que esta autora también fue psicoanalista en sus inicios profesionales–. El objeto de la terapia es dar con lo que llaman “juego familiar”, un enredo con sus propias reglas en el que los miembros se encuentran inmersos de forma inescapable. Lo importante es que los síntomas están perfectamente integrados en el juego y su portador es el perdedor del mismo. La función del síntoma, que desde luego solo puede entenderse a través de descifrar las reglas del juego, puede ser mantener una determinada posición en el tablero, o recuperar una posición perdida. Una derivación posterior del pensamiento sistémico es la llamada Terapia breve o Terapia centrada en soluciones. Su autor principal es Steve de Shazer (1985). Como su nombre indica, sus intervenciones intentan ser cortas. No consumen tiempo en analizar los problemas sino que pasan directamente a buscar soluciones. Llegan a ellas de forma rápida a través de la exploración de las excepciones. Parten del hecho –cierto por lo demás– de que siempre hay momentos en que el síntoma no se desencadena o que la situación problemática no aparece. A partir de ahí elaboran prescripciones que siempre se apoyan en los recursos y fortalezas que los participantes ya tienen, en lugar de intentar que adquieran habilidades nuevas. Valoración del modelo sistémico A la terapia sistémica se le ha venido criticando el ser puramente sintomática, a pesar de interesarse poco por los síntomas –aunque sí por su papel en el sistema–. Se le recrimina una visión superficial del trastorno mental, que quedaría definido únicamente por su papel integrador de la familia, en riesgo de desmoronarse si el síntoma desaparece. También se ha descalificado por su carácter estratégico, pues podría parecer que el terapeuta sistémico hace uso de una batería de extrañas técnicas siguiendo criterios puramente oportunistas. Lo cierto es que estas críticas provienen generalmente de la falta de conocimiento acerca de los fundamentos del modelo, comprensible por otro lado si tomamos en cuenta su complejidad y su alejamiento de la forma “natural” o “cultural” de abordar los problemas al que aludíamos al principio de este apartado. También se le ha criticado confundir conducta con comunicación, o igualarlas, aunque desde la perspectiva del análisis clínico de los problemas psíquicos hay que decir que si se la considera comunicación, la conducta sale bien parada. Por el contrario, reducir los actos comunicativos a conducta empobrecería el análisis. La terapia sistémica ha estado mucho tiempo eludiendo a las personas a favor de los sistemas, un poco al estilo conductista que había arrinconado también el “yo” entre estímulos y respuestas en aras del pragmatismo. La sistémica más clásica u ortodoxa se imagina un sistema familiar antropomorfo, con intenciones y objetivos propios, del cual los individuos son víctimas o figurantes sometidos involuntariamente a la dinámica de un bien superior. La tendencia ahora es a recuperar a las personas, en forma de individuos con historia o que narran su propia experiencia, integrando en el discurso sistémico las pretensiones de los participantes, más que las de los sistemas, aunque el foco de atención siga siendo siempre la familia. Excurso: la esquizofrenia y la teoría del doble vínculo Ya desde sus orígenes la tradición sistémica se ha atrevido con las conductas más complejas. La teoría del doble vínculo6 intenta explicar cómo una persona puede literalmente enloquecer apelando únicamente a los estilos comunicativos con los que ha tenido que manejarse en su vida. Considera por lo tanto la locura un problema de comunicación. El germen de la teoría se encuentra en los trabajos de Bateson, recogidos y sistematizados por Watzlawick y colaboradores en su obra clásica Teoría de la comunicación humana (1967). De forma muy resumida, la esquizofrenia refleja una incapacidad para distinguir niveles comunicativos, en el sentido de que los esquizofrénicos carecen de herramientas eficaces para calificar lo que quieren expresar y de criterio para entender lo que expresan los demás, no en su contenido, sino en su forma. Como consecuencia de esta discapacidad se producen confusiones entre lo literal y lo metafórico, entre los refranes y las anécdotas, entre lo concreto y lo abstracto. La mejor forma de ilustrar esta deficiencia procede del propio Bateson, que dice que el esquizofrénico es aquél que va al restaurante y se come la carta. Observando a niños pequeños –o a crías de cualquier otro mamífero depredador– mientas juegan a persecuciones o a guerras, uno se da cuenta de que para los participantes suele ser evidente cuándo determinados actos constituyen verdaderas agresiones y cuándo son elementos del juego. Bateson reparó en ello mientras estudiaba la comunicación animal: el mismo mordisco podía ser parte de una pelea de verdad o una provocación juguetona, lo importante es que quienes participan en la escena son conocedores comunes de algún tipo de señal que deja claro cómo entenderlo. Bateson lo llamó metacomunicación, es decir, comunicación acerca de la propia comunicación. Si alguien miente respecto a algo, pero adornando la mentira con aspavientos teatrales («Oh, cielos, se me ha quemado el asado», mientras un olor agradable llega de la cocina), todo el mundo –excepto los esquizofrénicos tal vez– captará la broma. Una persona que ha pasado una parte significativa de su vida en un ambiente en el que ese tipo de señales metacomunicativas no se emite con claridad (junto a alguien que usa el mismo tono cuando dice algo en serio y cuando lo dice en broma, por poner un ejemplo), es probable que llegue a la vida adulta arrastrando una incapacidad para saber cómo interpretar lo que se le dice y atascado en una comprensible actitud de desconfianza y temor a no entender y no ser entendido. Para que los mensajes que emitimos sean congruentes y “sanos” a efectos de comunicación, deben serlo los diferentes niveles en los que se comunica. Siguiendo el análisis de la mencionada Teoría de la comunicación humana, estos niveles son por un lado la comunicación verbal o digital (la que usa como vehículo el lenguaje articulado) y la comunicación no verbal o analógica, que acompaña a la verbal y constituye respecto a ella una metacomunicación. Que la comunicación no verbal sea metacomunicativa sobre la verbal quiere decir que necesitamos del aspecto no verbal de cualquier mensaje (el tono de voz, el gesto de la cara, la postura del cuerpo de quien habla, etc.) para entender correctamente lo que nos están diciendo, o dicho de otro modo, para saber si nos están informando, preguntando, amenazando, entreteniendo, tomando el pelo o invitando a jugar. Todo ello se puede hacer con la misma frase, sólo cambiando el revestimiento no verbal. Es en este sentido en el que la comunicación no verbal está por encima de la otra, la califica. Un mismo mensaje («Te voy a dar tu merecido») significa cosas muy distintas si su emisor es un niño disfrazado de vaquero blandiendo un revolver de plástico o si lo es un hombre que discute con su esposa. Lo que los investigadores de Palo Alto descubrieron por los años 50 fue que la forma de comunicar típica de los esquizofrénicos y sus familias violaba constantemente este principio de claridad. Típicamente, los familiares de sus pacientes y los pacientes mismos eran capaces de decir al mismo tiempo una cosa y la contraria, articulando oraciones gramaticalmente imposibles o sin final, o mezclando temas diferentes dentro de una misma frase. Pero también y sobre todo generando incongruencias entre lo que se comunica en el nivel del contenido y lo que se comunica en el nivel analógico o no verbal. Como si quisieran evadir el compromiso de aquello que se dice («déjame en paz» mientras se exhibe una ancha sonrisa, o «yo también te quiero» sin levantar la vista del periódico). Imaginemos a un niño sometido a este tipo de mensajes internamente incongruentes, paradójicos. Imaginémoslo acostumbrado a que las palabras cariñosas de sus mayores vayan acompañadas por gestos de desinterés o de indiferencia. Los niños pequeños se encuentran respecto a sus figuras de apego en una relación inescapable y de relevancia vital, pues el anclaje a la figura de apego es asunto de vida o muerte y además carecen de recursos para abandonarla. Un niño tampoco está capacitado para metacomunicar, no puede aclarar las cosas con su interlocutor desde fuera de la propia conversación, como haría un adulto que se siente confuso («¿qué me quieres decir realmente?»; «no te entiendo, ¿en qué quedamos»; «¿significa eso que sí o que no?»). Las posibilidades del niño se resumen en dos: o bien desoye uno de los mensajes o bien malinterpreta el otro. No hay más opciones. Puede quedarse con el mensaje digital (las palabras amorosas), lo cual le obliga a malinterpretar todo el lenguaje no verbal, o atender al lenguaje no verbal (el tono indiferente) y enfrentarse entonces a lo inaceptable: no me quieren. Una historia larga de malinterpretación de mensajes o señales comunicativas puede conducir al mayor de los malentendidos imaginables: malentender los propios pensamientos. Los delirios y las alucinaciones pueden entenderse como una confusión de tipos lógicos, donde lo que falla es el manejo eficaz de las señales que permiten catalogar la propia comunicación interna: distinguir un sueño de un recuerdo, una ensoñación de unos planes firmes, una preocupación de un mandato, una percepción auditiva de un pensamiento que se repite. La teoría del doble vínculo define pues un tipo de comunicación que consiste en que de forma continuada una persona es sometida a situaciones comunicativas sin salida, que obligan a dar interpretación a un mensaje que admite varias interpretaciones que son antagónicas o excluyentes, de forma que uno pierde haga lo que haga, interprete lo que interprete. No hay respuesta correcta. Para que se establezca una relación de doble vínculo es preciso que el entorno en que se desarrolla esté caracterizado por el castigo o por la represión, de tal modo que uno tiene miedo de las consecuencias de sus propias acciones. Se teme dar la respuesta equivocada al tiempo que se sabe que la única posibilidad es la equivocación. En situaciones sin salida una salida puede ser enloquecer, o paralizarse por completo, intentar en lo posible no elicitar respuestas de los demás, encerrarse en el mutismo, o presentar los pensamientos propios como los de alguien que no es uno mismo. Se puede optar incluso por deslizarse a otra personalidad y declarar que se es otro o que se está en otro lugar. [6] La traducción al castellano de double bind como “doble vínculo” no es muy afortunada, más bien debería decirse “doble atadura”, que expresa mejor el carácter opresivo del concepto (bind en inglés significa ambas cosas). Capítulo 4. Criterios de normalidad en psicología. Introducción a la psicopatología Qué es anormal y para qué necesitamos saberlo La psicología clínica se dedica fundamentalmente a estudiar el comportamiento anormal, que es la forma de llamar enfermedad o trastorno a cosas que las personas hacen sin caer en los problemas que suponen estos términos, importados de la medicina y en ocasiones indigestos en el terreno psicológico. Se trata pues no tanto de definir enfermedad o trastorno mental, tarea realmente difícil, como de establecer criterios para determinar la frontera entre el comportamiento normal y el patológico. Pero claro, al contrario de lo que ocurre cuando se dice que algo es una enfermedad (que se supone sujeta a criterios médicos y por ende científico-técnicos), la determinación de qué es normal y qué no lo es en las actividades de una persona cae en última instancia en el terreno de la cultura imperante, de los usos sociales, de lo aceptable o lo soportable. Se trata, en otras palabras, de una cuestión más bien ideológica. ¿Es normal la homosexualidad o es anormal? ¿Cuánto tiempo debe uno estar deprimido tras la muerte de un ser querido para que ello pase a ser anormal? ¿Por qué el discurso de S.S. el Papa no es calificado como delirante y por lo tanto anormal, cuando afirma ser el representante de Dios en la tierra? El terreno es suficientemente resbaladizo como para andar con mucho cuidado, pues lejos de quedarse en la pura metafísica, la anormalidad psicológica tiene consecuencias transcendentes de orden social, laboral, educativo, asistencial, civil, hasta judicial. Los criterios de anormalidad son manejados constantemente por los profesionales de la salud mental cuando tienen que tomar decisiones clínicas. Un buen criterio de anormalidad, es decir, unos parámetros claros en base a los que tipificar el carácter patológico de un comportamiento, es muy necesario en la práctica. Y para cumplir del todo con su razón de ser, un tal criterio debería servir no solamente para señalar los límites, sino también para distinguir grados, que sirvan por ejemplo para establecer prioridades asistenciales. En el lenguaje cotidiano, anormal suele asimilarse a irregular, infrecuente, inesperado. Antes de pasar a explicar algunos de los criterios de anormalidad más usados en psicología, y teniendo en cuenta que sus pegas son muchas y la falta de consenso flagrante, convendría ponernos de acuerdo en algunos criterios básicos, cotidianos también y de sentido común, que, quede dicho, no sirven para lo difícil, que es decidir sobre casos dudosos, pero sí para saber de entrada a qué tipo de comportamientos nos referimos. De forma consensuada y general, lo anormal se ha definido en base a los siguientes atributos: • La conducta autodañina. De forma natural, tendemos a protegernos y a intentar sobrevivir. Las conductas suicidas y las autolesiones suelen considerarse anormales. • La conducta socialmente inapropiada, inesperada o perturbadora. Las conductas incoherentes o fuera de contexto, o claramente molestas o inadecuadas para un observador externo, o sorprendentes e incomprensibles, suelen considerarse anormales. • Las cogniciones irreales. Percibir sonidos que no existen o creer en cosas extraordinarias (a menos que seas el Papa) se considera anormal. Para considerarse delirantes, los discursos extraños deben apartarse de lo esperado en tu cultura. Las creencias religiosas, aunque sean fantásticas, no se consideran anormales por ser compartidas por muchas personas. • Las emociones inadecuadas. Las expresiones emocionales inestables o excesivas, los cambios de humor impredecibles, las reacciones de ira, júbilo o tristeza en el momento o lugar inapropiados, se consideran anormales también. El problema es que aún estando de acuerdo en todo esto, los escurridizos límites entre ello y lo normal no se dejan trazar con claridad. La cuestión se complica aún más si tenemos en cuenta que la calificación del comportamiento de alguien como “anormal” puede ser utilizada de forma interesada, tanto en ámbitos domésticos como profesionales. Un amplio rango de decisiones son tomadas en base a los criterios de anormalidad psíquica, desde las necesidades educativas especiales en los escolares hasta la hospitalización o conveniencia de tratamientos invasivos, pasando por asuntos penales, de minusvalía o de incapacitación, aparte de la conveniencia de frecuentar a personas a las que se han diagnosticado enfermedades que nos parecen incómodas o peligrosas. A pesar de que incluso el DSM, la biblia de la anormalidad, insiste en que no son las personas lo que se clasifica como patológico sino sus síntomas, lo cierto es que el diagnóstico de un trastorno mental lleva asociado un marcaje de la persona, con etiquetas que se “adhieren” con fuerza y después se desprenden con gran dificultad. A esto se le llama estigmatización o etiquetaje. Quienes ostentan el poder de emitir diagnósticos, y por tanto de decidir acerca de la anormalidad de ciertas conductas, deben tener presentes siempre las consecuencias de hacerlo. Criterios de anormalidad El criterio ontológico Es el criterio de anormalidad propio del modelo biomédico: por analogía a las enfermedades médicas, es anormal presentar síntomas que revelan un trastorno o una lesión subyacente. Según este criterio, será patológico todo comportamiento acorde con los síntomas que se especifiquen en una nosología. Según este criterio, el comportamiento anormal debe ser interpretado como signo o síntoma de alguna enfermedad, o si suena demasiado fuerte, de algún trastorno. La diferencia entre tener o no tener un trastorno es de carácter cualitativo y no una mera cuestión de grado. Hay algo esencialmente diferente entre una tristeza no patológica y una depresión. La enfermedad o trastorno detenta una realidad ontológica, es un “ser” (ontos), un “algo” con naturaleza independiente. Ese algo debe ser buscado, descubierto y clasificado (véanse los postulados del modelo biomédico en el capítulo 2). Este modo de entender la patología implica que los cuadros clínicos, tal y como se manifiestan en las personas concretas, son variaciones en torno a un prototipo o esquema patológico básico común. Algunas variaciones serían perfectas (los casos “de libro”, o en nuestro caso “de manual diagnóstico”) aunque la mayoría son imperfectas o contaminadas, mezclas. Posicionarnos en la visión ontológica del trastorno mental nos pone en riesgo de cometer errores lógicos de dos tipos, por lo demás bastante comunes, consistentes uno en confundir la enfermedad con su causa y otro en “cosificarla” o considerarla una cosa más o menos tangible, una entidad natural. Al primer tipo de error se le ha llamado también “explicar por el nombre”. El procedimiento para cometerlo es el siguiente: se observan grupos de síntomas que con frecuencia aparecen juntos y se les da un nombre resumido para abreviar, para después afirmar que ese nombre es la causa de los síntomas que el propio nombre resume. Una tautología. Una madre acude al especialista preocupada porque su hijo: no para un momento, le resulta difícil concentrarse, no puede estar sentado más que cinco minutos seguidos, es muy impaciente y casi siempre habla atropelladamente y a gritos. El especialista diagnostica de inmediato un trastorno por déficit de atención con hiperactividad (de libro). Si cuando la madre pregunta: «Doctor, ¿por qué le pasa esto a mi hijo?», él responde «Porque es hiperactivo», se está cometiendo un error de este tipo. Para cometer este error es necesario cometer antes el otro, a saber, pensar que la hiperactividad es una cosa que el niño enfermo ha contraído, que de alguna forma el paciente es el huésped de esa cosa y que esa cosa es la que determina, desde dentro del niño, que le ocurra todo eso de lo que la madre se queja (los síntomas). El mismo razonamiento se puede aplicar a cualquier explicación que comience con “porque es” (esquizofrénico, depresivo, asmático, alérgico, mala persona, un vago, etc.). La única posibilidad para eludir este problema exige considerar la enfermedad no como una entidad sino como una denominación, como un constructo genérico puramente abstracto que los profesionales utilizan para ordenar la información clínica y para poder comunicarse con rapidez y de forma operativa. Así, las enfermedades no existen, pues son palabras. No hay entonces enfermedades, sino personas con problemas (o enfermos, si se prefiere decir así, ver una explicación más detallada en el excurso al final del capítulo 5). El criterio normativo Literalmente, anormalidad se refiere a lo que está fuera de la norma, y norma significa precepto, regla. Los preceptos y las reglas están socialmente establecidos, e indican lo que hay que hacer. Exceptuando algunas manifestaciones extremas que son rechazadas de forma universal, la antropología nos demuestra que existe un gran relativismo cultural respecto a lo que se considera normal o no en la conducta de la gente. La definición social de anormalidad se basa a grandes rasgos en la calificación de determinados comportamientos como incomprensibles, peligrosos o molestos, lo cual depende de las expectativas de esa sociedad respecto de sus miembros. El criterio de conformidad con la norma viene a decir que lo anormal es lo que se sale de ella. Definimos una norma y declaramos anormal su incumplimiento. Parece un criterio sencillo y limpio, pero en realidad está impregnado de juicio de valor. Las normas definen siempre lo socialmente deseable y por tanto este criterio encierra el peligro de confundir lo normal con el conformismo social. Es un criterio puramente cultural, y además puede ser sumamente peligroso. No es infrecuente que en sociedades sometidas al poder de dictadores se declare a los disidentes políticos enfermos mentales: no estar de acuerdo con el régimen (salirse de la norma) solo puede ser propio de perturbados. Esto de paso evita problemas diplomáticos, pues los pobrecillos no están encarcelados como opositores al régimen, sino recibiendo atención facultativa en los manicomios. En tanto que cultural y social, el criterio de conformidad con la norma puede ser inestable y variar mucho dependiendo de dónde y cuándo nos encontremos. Un buen ejemplo es la consideración social de la homosexualidad. Hasta los años 70 era considerada un trastorno, mientras que ahora casi todo el mundo está de acuerdo en que no lo es. En 1973, la American Psychiatric Association decidió, de conformidad con la norma (cambiante) de que uno puede preferir mantener relaciones románticas con quien quiera, apartarla de su nosología, así que la siguiente edición del DSM ya no la incluía. Algún periodista con sentido del humor publicó en 1974 en la revista Time un artículo titulado “Una curación instantánea”, refiriéndose a los miles de homosexuales que a lo largo y ancho del mundo habían de pronto sanado. El criterio estadístico Es tentador resolver este asunto utilizando el cálculo matemático, que parece más imparcial. Lo normal sería el estado que presentan la mayoría de las personas en un momento dado, y lo anormal sería lo situado en los extremos de una curva de Gauss. Lo que ocurre es que puede darse el caso de que la mayoría de las personas presenten una alteración, como en una epidemia grave de gripe, o como la caries, o los problemas de hipermetropía a partir de los cuarenta. Si hacemos coincidir saludable con normal y normal con frecuente, tendríamos que lo saludable es tener caries y la salud sería la patología. Dadas las dimensiones epidémicas que están alcanzando algunos diagnósticos psiquiátricos, pronto podríamos aproximarnos a un estado paradójico de este tipo. La definición de anormalidad estadística es lineal y cuantitativa, y por lo tanto vacía, porque no define en absoluto el carácter de la desviación. Tampoco dice nada sobre si, aún cuando un sujeto presente una anormalidad, su funcionamiento vital se ve o no afectado por ello. Además, si se trata de desviaciones estadísticas, hay algunas que no pueden considerarse patológicas, por más que sean desagradables (ser un guarro), incómodas (ser un patoso) o moralmente reprobables (ser un desconsiderado o un criminal). El criterio de emergencia psiquiátrica Puede ser práctico decir que presenta una anormalidad psíquica quien requiere ayuda, o quien busca asistencia profesional. Y en la mayor parte de los casos así es. Pero la unanimidad para con los casos dudosos sería difícil de alcanzar con este criterio. Precisamente el problema suele estribar en los casos intermedios, no en los extremos. Finalmente, este criterio no es útil para los profesionales, los médicos a pie de camilla en los servicios de urgencia por ejemplo, que lo que necesitan precisamente es disponer de criterios para discriminar quién recibirá asistencia y quién no de entre los que acuden a solicitarla. A la postre, este criterio también posee un fuerte componente social, pues quienes acuden a urgencias psiquiátricas o al gabinete de psicología lo hacen por exclusión o por agotamiento de otras instancias competentes para ayudar a solucionar problemas, como las religiosas, familiares, educativas, incluso judiciales. Por otro lado, muchas personas podrían necesitar tratamiento y no acudir en su busca por razones varias, como vivir en una zona rural con acceso difícil a especialidades sanitarias, o por falta de información, incluso por no ser consciente de que se tiene un problema o estar acostumbrado a vivir con él. El criterio de sufrimiento subjetivo Este criterio se solapa ligeramente con el anterior, pues para requerir asistencia profesional, salvo que la solicite una autoridad judicial o policial o un familiar que no puede más, primero es necesario haber sido consciente del propio sufrimiento o alteración y haberse preocupado por ello. La anormalidad en este caso correspondería con la presencia de una calificación acerca de un malestar propio. Lo mismo que en el criterio anterior, falla el hecho de que muchas personas necesitadas de asistencia pueden no reconocer su anormalidad o su malestar, o que simplemente la rechacen por motivos personales. Y lo contrario tampoco es infrecuente: muchas personas han hecho de la solicitud de ayuda psicológica una forma de vida, pero no se benefician verdaderamente de un tratamiento. Solemos llamarlos quejicas o hipocondríacos. Y también están los beneficiarios de algún tipo de retribución por incapacidad, que tienen naturalmente razones añadidas para manifestar la presencia de un malestar. Lo mismo que algunos criterios anteriores tienen la desventaja de ser más culturales que psicológicos, este es puramente personal. No se llega a él aplicando conocimientos de la psicología, ni teóricos ni clínicos. El criterio legal Un gran número de profesionales del derecho penal, jueces, fiscales, abogados, peritos y forenses, deben enfrentarse de continuo a la anormalidad psicológica en el ejercicio de su trabajo. Por eso en la práctica este criterio es de una enorme transcendencia. Se basa en el principio de la impunidad del enfermo. No se puede considerar responsable ante la ley a quien haya cometido un delito como consecuencia de un trastorno mental. Para fundamentar esta forma de ver la patología es necesario introducir el concepto de impulso irresistible. Una persona aquejada de un trastorno mental puede haber cometido un delito siendo víctima de una reacción incontrolable que forme parte de una patología psicológica y no con la intención de beneficiarse o dañar. La piromanía o la cleptomanía son excelentes candidatos a excusar responsabilidades legales. Aparte de estos, casi siempre es posible aducir la presencia de una enajenación mental transitoria. El trastorno explosivo intermitente también resulta de gran utilidad a los abogados penalistas, dicho todo esto sin sorna, pues su obligación profesional es defender a sus clientes con todas las herramientas de que disponen, psicopatología incluida. El problema es que, aún cuando reconociéramos que la piromanía (que no el pirómano) es capaz de provocar un incendio forestal (lo cual exige entender la piromanía como ese “algo” con voluntad propia que definíamos con ocasión del criterio ontológico), ¿cómo podemos estar seguros de que en el preciso momento de cometerse el delito, el pirómano estaba bajo la influencia de la piromanía? Ella no actúa siempre. Los trastornos mentales suelen presentarse en brotes, episodios, ataques. ¿Y si además de tener un diagnóstico de piromanía, un vecino le había ofrecido dinero por quemar determinado monte? ¿Quién habría cometido entonces el delito, la piromanía o la codicia? La aplicación de este criterio varía dependiendo del tribunal, y también pueden ser muy variables las opiniones vertidas por los peritos en sus informes, que son en definitiva las herramientas de juicio de los profesionales del derecho, que como es natural carecen de criterios propios. La confusión alcanza también el ámbito de la opinión pública. Por un lado, los medios de comunicación animan a pensar que son efectivamente las enfermedades mentales las que delinquen y no las personas, sobre todo cuando se difunden noticias como «el hombre que mató a su padre tenía un diagnóstico de esquizofrenia» y en cambio no se da valor informativo a cosas como «el hombre que mató a su padre tenía una tienda de comestibles». Lo uno no tiene por qué estar más relacionado con el parricidio que lo otro. Es más, las estadísticas sugieren que la comisión de delitos violentos es más frecuente entre los que no estamos diagnosticados de esquizofrenia. Lo más seguro es que quien mata a su padre tuviera un gravísimo problema con él, pero la tendencia a atribuir peligrosidad a la enfermedad mental es muy fuerte, tanto como la de dar explicación a determinados hechos basándose en ella. Por otro lado, los parámetros legales son también cambiantes, sujetos como están en última instancia también a criterios ideológicos o culturales. Hasta hace poco, la intoxicación por alcohol era considerada un atenuante o incluso un eximente para muchos delitos. Según la legislación española, desde 2009 dejó de serlo para delitos relacionados con la seguridad vial, pasando a considerarlo incluso un agravante si bajo sus efectos se comete un delito de violencia machista. Es decir, si atracamos una joyería o apuñalamos a un vigilante de discoteca, el alcohol nos rebajará la condena, pero si provocamos un accidente de tráfico o apaleamos a nuestra novia, el alcohol nos la aumentará. ¿En qué quedamos? Todo apunta a que se está dando un cambio cultural en la permisividad acerca del consumo de sustancias psicoactivas, habrá que esperar algunos años para ver hacia dónde se decanta el código penal. Criterio de disfuncionalidad Este criterio pretende salvarse de los problemas de los anteriores, puesto que no define conductas como anormales en sí mismas sino en tanto que entorpecedoras de las tareas vitales. Según este criterio la conducta es anormal cuando genera problemas sociales, familiares, laborales, o de alguna forma obstaculiza el desarrollo de las actividades cotidianas, o nos incapacita para el desarrollo satisfactorio de algún ámbito de nuestra vida. Este criterio tiene ventajas muy relevantes en la práctica puesto que muchas personas reconocen tener problemas y deciden esforzarse para remediarlos cuando éstos repercuten en algún aspecto importante de la vida familiar o laboral. Muchos se plantean dejar de beber cuando sufren una retirada del permiso de conducir, por poner un ejemplo. Pero también hay que reconocer el riesgo de confundir la anormalidad con lo que dictan las creencias dominantes; en no pocas ocasiones, rebelarse contra el orden laboral o familiar establecido constituye un acto necesario para impulsar a las sociedades a cambios positivos. En algunos aspectos se acerca mucho al criterio normativo. Anormalidad como conducta adaptada Una posibilidad de evitar los problemas inherentes a definir la anormalidad es eludir el concepto mismo. Las alteraciones o los “síntomas” que muestran las personas no son trastornos, son opciones. Cualquier conducta, por extraña e inadecuada que parezca, puede ser comprendida si se apela al concepto de adaptación. Nada es normal ni anormal, lo que señalamos como anormal en un individuo no es sino su mejor respuesta posible en las condiciones en que se desenvuelve, la salida más adecuada según las posibilidades a su alcance en ese momento y situación. El punto de mira es el individuo y el contexto en el que se desarrolla su conducta aparentemente anormal, además de la función que esa actividad extraña representa en su vida. Si desentrañamos la cualidad de sus relaciones con los demás (como harían los sistémicos) o su historia de aprendizajes (como harían los conductistas) podríamos comprender completamente la conducta patológica. Y en tanto que comprensible, dejaría de ser sintomática. Una consecuencia de adoptar este punto de vista es el abandono del concepto de patología mental. Anormalidad como control social Se ha llegado tan lejos en la discusión sobre la anormalidad en psicología como para rechazarla por completo, no solamente desde un punto de vista teórico-práctico –esto es, para solventar los problemas inherentes al concepto y su aplicación clínica–, sino también respondiendo a una determinada postura ideológica, ya que ideológico es como hemos apuntado el fondo de la cuestión. Esta postura conlleva una visión ética y está vinculada al movimiento antipsiquiátrico que llevó a la desaparición de los manicomios a finales del pasado siglo. El concepto de trastorno mental debe sencillamente eliminarse del ámbito de la psicología. No es útil sino como instrumento para mantener el poder médico y ejercer control social (Szasz, 1960). Con el diagnóstico psiquiátrico se consigue etiquetar, estigmatizar y así mantener a raya ciertos comportamientos no tolerados socialmente. Lo mismo que existe un código penal, los manuales de diagnóstico constituyen un código psiquiátrico que reglamenta y castiga (con reclusión o con fármacos) una serie de comportamientos socialmente no admitidos, pero que no alcanzan el grado de delito. Una suerte de paradelincuencia. Según esto, el concepto de enfermedad mental es éticamente insostenible (ver el apartado La visión biomédica de la locura en el capítulo 2). ¿Cómo manejar este enredo? Basten estos nueve criterios diferentes para ilustrar la falta de certeza de la que debemos ser conscientes cuando nos enfrentamos a decisiones clínicas, ya sea como pacientes o como profesionales, o cuando simplemente etiquetemos algo como “anormal” en el ámbito doméstico o en el profesional. La constatación de esta incertidumbre nos debe obligar a la más grande de las cautelas. A la vista de la complejidad del asunto, algunos autores intentan hacer un resumen, aunque limitado, de los criterios anteriores, que podría guiar al menos la diferenciación de aquellas personas susceptibles de mejorar si se les proporciona ayuda psicológica. Son más que nada elementos a tener en cuenta, ninguno de ellos es necesario ni suficiente para definir la anormalidad: • Estadísticamente hablando, lo patológico se caracterizaría más bien por la infrecuencia. • Subjetivamente hablando, existe anormalidad en presencia de sentimientos de infelicidad y de búsqueda de ayuda profesional. • Desde un punto de vista social, el comportamiento en cuestión entraña un peligro, para uno mismo o para otros. • Desde un punto de vista psicológico, podrían existir alteraciones en los procesos básicos cognitivos o de valoración de la realidad. Otros intentan ofrecer definiciones manejables, como es el caso de Wakefield (1992). Su definición resulta de considerar dos criterios, uno de valor (a) y otro explicativo (b): “Una condición es un trastorno mental sí y solo sí (a) dicha condición causa algún daño o privación de beneficio a la persona, a juzgar por los estándares de la cultura a la que pertenece, y (b) la condición resulta de la incapacidad de algún mecanismo mental para desempeñar su función, siendo la función natural un efecto que forma parte de la explicación evolutiva de la existencia y la estructura del mecanismo mental” (p. 385, la traducción es nuestra). Esta definición es tan criticable como deseemos, pues es demasiado laxa tanto en lo relativo al criterio de valor cultural-social, como a la consideración de lo que es una función natural, ya sea evolutiva o estructuralmente hablando. Pero también es tan aceptable como útil nos resulte. En definitiva, la bondad de esta definición – como probablemente de cualquier otra– depende más bien de cómo y quién haga uso de ella. Una opción más radical pasaría, como sugiere Szasz, por ignorar la noción de anormalidad, lo mismo que se apuesta por el abandono del concepto de enfermedad mental, para centrarse en el estudio del mal funcionamiento de las cosas, dado además que una persona puede ser perfectamente normal según todos y cada uno de los criterios expuestos, pero estar sufriendo de un modo susceptible de ser aliviado mediante la intervención clínica. En este sentido se puede proponer la calificación de las conductas como patológicas no en virtud de su anormalidad, sino en función de que conduzcan a fracasos repetidos en la consecución de objetivos, entendiendo por objetivo desde las metas vitales más simples (ir al cine esta noche) como las más transcendentes (encontrar un empleo acorde con mi cualificación). Algunos de los criterios que hemos visto hacen referencia, explícita o no, a que las cosas “funcionen”. Es más, cuando apelamos al sentido común para definir lo saludable, se suele equiparar con que los desempeños vitales, orgánicos, sociales, cualesquiera, estén preservados. Ateniéndose a esta perspectiva, Ezama Coto et al. (2010) sugieren cambiar el término enfermedad, anormalidad, etc. por el de disfunción. Una disfunción psíquica sería cualquier situación en la que las estrategias que las personas ponen en marcha para realizar sus tareas vitales fracasan de forma reiterada. Visto así, no es necesario acudir a consensos de expertos para decidir si una determinada actividad o conducta es una disfunción; que lo sea viene dado por las consecuencias de las actividades o conductas mismas. Serán disfuncionales si hacen fracasar a las personas en la consecución de sus objetivos. Y que esa actividad o conducta sea más o menos disfuncional (más o menos grave, más o menos patológica) viene dado a su vez por la cantidad de objetivos que compromete, bien del propio interesado, bien de quienes comparten actividades con él. Según esto, sentirse muy deprimido, oír voces que no existen o beber diariamente cantidades importantes de alcohol puede ser perfectamente “normal”, si ello no interfiere en la actividad vital y en los objetivos de quien lo hace ni de sus próximos, mientras que emborracharse esporádicamente puede ser profundamente patológico –disfuncional– si esto entorpece otras actividades importantes (cuidar a un bebé, conducir una apisonadora), y mucho más si ello cortocircuita a su vez la actividad de otros, que quizá dejen de hacer su vida normal para evitar males mayores. Existe en psicología una tendencia paulatinamente más fuerte a mostrarse muy crítico con el concepto de anormalidad, sobre todo a alejarse de su carácter cualitativo, cuando no a desterrarlo por completo. Se asume que lo que llamamos anormal es la justa y esperable adaptación al contexto y circunstancias en que la anormalidad aparece. Eso nos evita depender de trastornos subyacentes, sean de la naturaleza que sean, y sobre todo nos libra automáticamente del peligro de dar al diagnóstico el estatuto de explicación y de estigmatizar a quien lo lleva. Capítulo 5. Los sistemas de clasificación y el diagnóstico en psicología Nosologías psiquiátricas A pesar de los movimientos antipsiquiátricos, de las críticas al modelo biomédico, del escepticismo acerca de la utilidad de las etiquetas diagnósticas, del alejamiento del concepto de enfermedad, etc., los manuales de clasificación y diagnóstico de los trastornos mentales siguen pesando en las estanterías y siguen siendo el referente básico para el manejo de información clínica, incluso también para la enseñanza de la psicopatología. Es por lo tanto fundamental estar familiarizado con ellos. Al margen de sus debilidades conceptuales y la falta de solidez de los criterios con que tipifican los trastornos, su utilidad va ciertamente más allá de la pura mecánica destinada a etiquetar, y proporcionan información de incuestionable interés. Los dos manuales de diagnóstico más conocidos y utilizados por la comunidad psicológico-psiquiátrica internacional son la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades) y el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Diseases). La responsable del primero es la Organización Mundial de la Salud (1992). La CIE es en realidad un enorme compendio de 24 tomos, uno de los cuales, el V (el quinto) –también llamado capítulo F, que es la letra por la que empiezan los códigos alfanuméricos que se asignan a las enfermedades mentales según la nomenclatura de la OMS– recoge los trastornos mentales y del comportamiento. El DSM, elaborado y editado por la American Psychiatric Association (2003), difiere del capítulo V de la CIE en el tamaño (el primero es notablemente más voluminoso) y en la conceptualización de algún que otro trastorno, pero están basados en los mismos principios y aportan el mismo tipo de información. En la presente exposición nos centraremos en el último, por ser el que ofrece información clínica más completa. El DSM es una nosología, esto es, una taxonomía de enfermedades (del griego nosos). Comprende, clasifica y describe de forma exhaustiva todo aquello que a día de hoy los expertos consideran un trastorno mental, al tiempo que sirve para tipificar los síntomas que se observan en las personas –que no a las personas– a través de la asignación de un diagnóstico. Los trastornos en el DSM son definidos a través de sus criterios diagnósticos, esto es, del listado de características que se deben cumplir para una determinada persona en un determinado momento de su vida para ser diagnosticada de tal trastorno. Los trastornos clasificados en el DSM están organizados en categorías. Mediante un protocolo que el propio manual ofrece, se identifica y da nombre (diagnóstico) a los síntomas en cuestión, a fin de asignar cada caso concreto a una de esas categorías. Lo mismo que cuando queremos organizar y ordenar cualquier conjunto de elementos, necesitamos un criterio para decidir qué categorías comprenderá nuestra clasificación y cómo integraremos los elementos en cada una. Los libros de nuestra estantería pueden estar ordenados por temas, o por el estilo literario, o –por qué no– por el color del lomo. Según el criterio que usemos, quedarán ordenados de una forma distinta, y ese orden es relevante a efectos de facilitar la búsqueda de las unidades que hemos clasificado. En el caso de los manuales de diagnóstico, se suele utilizar un criterio descriptivo, como si clasificáramos los libros por color o tamaño. Es decir, clasifican los trastornos en función del aspecto que tienen los síntomas que los caracterizan. El DSM renuncia expresamente a usar criterios de otro tipo. Un criterio etiológico por ejemplo –basado en el origen de los trastornos, en las razones por las que aparecen– llevaría a una clasificación muy diferente, e innegablemente más rica, pero el enorme desconocimiento acerca de las causas de los trastornos impediría clasificarlos así. Además, los criterios etiológicos son en último término teóricos, pues la discrepancia fundamental entre las diferentes aproximaciones teóricas se refiere precisamente a las circunstancias implicadas en que el trastorno aparezca. Si una nosología decidiera clasificar los trastornos en base a su etiología, debería editar varios manuales, uno para contentar a cada corriente teórica. De modo que, al menos aparentemente, el DSM utiliza la sintomatología simple y llana como mecanismo de aglutinación de los diferentes trastornos. Aunque no siempre ha sido así. Tanto el DSM-I, editado en 1952, como el DSM-II, de 1968, tenían un corte abiertamente psicoanalítico (aparecían términos como trauma, conversión, psicogenia, mecanismo de defensa…), comprensible si se piensa que no fue sino hasta los años 60 cuando los otros modelos cobraron fuerza y pudieron hacerle sombra. Para evitar nociones y conceptos carentes de interés para los no psicoanalistas, y en aras de la universalidad, el DSM renunció a partir de su tercera edición a las referencias teóricas. Sin embargo, existen unas excepciones a esta regla. El DSM clasifica casi siempre en base a los síntomas (síntomas parecidos juntos en la misma categoría de trastornos), pero no cuando la causa del trastorno es conocidamente orgánica. Cuando es así, el DSM no clasifica los trastornos según los síntomas, sino por su etiología (orgánica). El conocimiento fidedigno de que el trastorno es consecuencia de una alteración orgánica o de una enfermedad médica (la depresión secundaria a un hipotiroidismo, o la demencia tipo alzhéimer, por ejemplo), o su relación evidente con el consumo de alguna sustancia (la abstinencia de los opiáceos, la intoxicación por barbitúricos, etc.), nos obliga a clasificar esos trastornos según su causa y no según su sintomatología. Así, todas las demencias van juntas en la misma categoría, pues su causa es un deterioro degenerativo del sistema nervioso. Los trastornos relacionados con el consumo de sustancias también. Si la clasificación en estos casos fuera sintomatológica, entonces la abstinencia de la nicotina estaría mejor colocada junto con los trastornos de ansiedad, mientras algunas demencias encajarían mejor con los trastornos de despersonalización. Aceptamos entonces que el DSM tiene una muy loable actitud ateórica de principio, pero en detalles como este deja ver su orientación claramente organicista. Qué es y qué no es el DSM La utilidad principal de los manuales diagnósticos, como su propio nombre indica, es la de identificar y dar nombre a cuadros clínicos que presentan las personas. Que eso a su vez sirva para algo y para qué, es de por sí un asunto sobre el que existen las opiniones más diversas. En cuanto a la segunda utilidad que recoge su propio nombre (statistical), hay menos controversia. Las clasificaciones diagnósticas sirven sin duda para organizar información clínica muy extensa y compleja que sería necesario ordenar de una forma u otra. Con fines estadísticos, epidemiológicos, para llevar a cabo recuentos administrativos, etc. A efectos de gestionar información y datos es indispensable contar con una clasificación común aceptada por la comunidad científica. Gracias a las clasificaciones universales es posible que los investigadores se pongan de acuerdo con ciertos parámetros que permiten que lo que hacen unos y otros sea comparable. Por otro lado, la existencia de una nomenclatura conocida por todos facilita enormemente la comunicación entre los profesionales, que para describir un determinado caso de forma rápida pueden apelar a la etiqueta diagnóstica correspondiente. Lo que no está tan claro es que la clasificación y el diagnóstico sirvan para lo que supuestamente es su servicio principal, en analogía con el diagnóstico médico, que es tomar decisiones clínicas, sobre todo referentes al tratamiento. En la medicina, de donde hemos tomado el procedimiento y el hábito de diagnosticar, la elección del tratamiento más indicado se fundamenta en el diagnóstico, de ahí que cuanto más certero y preciso sea éste, más seguros estaremos de que la intervención a la que sometamos al paciente sea la más adecuada. En psicología esto sencillamente no es así. El tratamiento depende en primera línea del modelo teórico desde el que trabaje el profesional, y en segundo lugar de las técnicas disponibles o conocidas o aplicables. Que un estado de ánimo decaído adopte la forma de una distimia, de una depresión mayor o de un duelo mal resuelto no es lo que determina en primera instancia, desde ninguna escuela terapéutica, la elección del tratamiento. El DSM sí es sin duda un compendio exhaustivo de clínica psiquiátrica y fuente de gran cantidad de información descriptiva; por eso resulta de gran utilidad para el estudio de la psicopatología o como manual de consulta. Lo que no se debe buscar en él son explicaciones. Sumergirse en el DSM para entender lo que le ocurre a la gente o para decidir un tratamiento es un error. Para protocolos diagnósticos o procedimientos administrativos no solamente es útil sino también necesario. La clasificación actual En cada edición del DSM cambian ligeramente los trastornos y algunos criterios diagnósticos finos, pero también las categorías. Hasta el DSM-III, publicado en 1980, se consideraba la división tradicional entre trastornos psicóticos y neuróticos. Las neurosis son problemas muy extendidos, en el curso de los cuales no hay pensamientos irracionales y las personas que los padecen no suelen traspasar los límites socialmente impuestos; las psicosis son asuntos más graves, se caracterizan por transgresiones notorias de las normas y por perturbaciones importantes del pensamiento racional o de los procesos cognitivos o emocionales. En el DSM-III-R (una versión revisada del DSM-III, de 1987) se consideró que ambos conceptos habían adquirido tal difusión popular que ya no eran adecuados para uso profesional. La cultura popular ha ganado de alguna forma la batalla, puesto que aún los sigue usando pese a haber sido eliminados de los libros de texto. Pero sí es cierto que en alguna medida todos asociamos la palabra psicosis con los extraños comportamientos del protagonista de Hitchcock, así que está justificado abandonar términos contaminados por el cine u otros usos. La versión más reciente del manual es el DSM-IV-TR (texto revisado de la edición IV). Reconoce 316 posibles diagnósticos, que corresponderían con otros tantos trastornos o subformas clasificables de trastornos, agrupados en 16 categorías principales, que son las mismas que los capítulos en que se divide el manual. Se verán a continuación. Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia Son trastornos que también pueden padecer los adultos, pero el procedimiento de clasificación nos indica que si de forma típica tienen su comienzo en esta etapa de la vida, corresponden a este apartado. En ediciones anteriores (hasta el DSM-III), los trastornos alimentarios anorexia y bulimia se clasificaban también aquí. El hecho es que estos trastornos siguen haciendo su aparición en la adolescencia –y si nos fiamos de los estudios de incidencia, cada vez más temprano– pero las dimensiones epidémicas que ha alcanzado su diagnóstico han llevado a que los expertos les reserven un apartado específico. Ha cambiado la atención sobre ellos, aunque no ha cambiado nada la relación que tienen (o no tienen) con los otros trastornos clasificados en este apartado: el retraso mental, el también epidémico trastorno por déficit de atención con hiperactividad y otros nombres técnicos para el mal comportamiento (el trastorno negativista desafiante o el trastorno disocial). También se encuentran en este capítulo el trastorno autista y otros de su espectro, que el DSM califica de trastornos generalizados del desarrollo. También se deben buscar aquí el tartamudeo, el trastorno de tics y todos los que suelen detectarse en la escuela: la antigua dislexia (llamada ahora trastorno de la lectura) y todos los relacionados con leer, escribir, expresarse o contar. Los trastornos de la eliminación (enuresis y encopresis) también están clasificados en este apartado, así como otros trastornos alimentarios menos frecuentes: la pica, consistente en comer cosas que no son alimentos, o vomitar de continuo sin causa aparente (trastorno de rumiación). Éstos han quedado desligados de anorexia y bulimia y caracterizados por la edad de su inicio. La justificación para esto es que se asocian con más frecuencia a déficits emocionales o de atención, frecuentes en niños con carencias importantes en sus vínculos afectivos (niños pasan su infancia en instituciones, por ejemplo). Delirium, demencia, trastornos amnésicos y otros trastornos cognoscitivos Todos los trastornos tipificados en este apartado son debidos a enfermedades médicas, a alteraciones fisiológicos o al consumo de sustancias. Se trata pues de una de las categorías diagnósticas que representa la excepción a la pretendida ateoricidad. Los trastornos están reunidos aquí porque tienen una causa conocida –orgánica– y no porque tengan síntomas parecidos. El rasgo principal de estos trastornos es que en ellos están comprometidas las funciones cognitivas superiores: la memoria, la atención, la percepción, el pensamiento. Aquí se pueden encontrar los trastornos de la memoria (amnesia), los cuadros de confusión y alteración de la atención (delirium, no confundir con el delirio propio de los trastornos psicóticos) y en general de las capacidades cognoscitivas y del raciocinio, siempre que se sepan relacionadas con problemas orgánicos o inducidas por agentes externos (el delirium por ingesta de alcohol o delirium tremens, por ejemplo). Los trastornos más relevantes de este apartado son las demencias, deterioros progresivos de las facultades cognoscitivas asociados a la edad avanzada. Son siempre secundarios a enfermedades degenerativas del sistema nervioso central, como la enfermedad de Alzhéimer, que puede cursar con una demencia tipo Alzhéimer. Trastornos mentales debidos a enfermedad médica Por si había quedado algún trastorno conocidamente derivado de una enfermedad médica fuera de la categoría anterior, puede ser clasificado acudiendo a este corto apartado. Es necesariamente breve porque, además de éste y el anterior, dedicados en exclusiva a la causa orgánica, todos los demás capítulos dejan espacio a la posibilidad de que cualquiera de los trastornos que recogen sea secundario a otra enfermedad. Por ejemplo, podemos encontrar el trastorno del estado de ánimo debido a enfermedad médica dentro del capítulo de los trastornos del estado de ánimo, el trastorno psicótico debido a enfermedad médica en el de trastornos psicóticos, el trastorno de ansiedad debido a enfermedad médica en el de trastornos de ansiedad y así sucesivamente, cada uno en su sección. Trastornos relacionados con sustancias También aquí, el descriptor es la etiología, si bien es cierto que el DSM evita la palabra “causados por” y prefiere “relacionados con”. La clase de relación entre las sustancias y los trastornos puede ser variada: tipo abuso, tipo dependencia, tipo intoxicación, o tipo abstinencia. Por otro lado, para proceder a la clasificación de estos trastornos, el DSM distingue varias familias de sustancias de las que una persona puede abusar, depender, intoxicarse o sufrir abstinencia si deja de consumirlas: alcohol, nicotina, sedantes, inhalantes, cafeína, opioides, cocaína, cannabis y alguna otra. De modo que cruzando las sustancias por los tipos de problemas que pueden generar, obtenemos un total de aproximadamente 90 trastornos relacionados con sustancias, entre los que se encontrarían, mencionados al azar, la abstinencia de ansiolíticos, la dependencia de cannabis, el abuso de cocaína o la intoxicación por alcohol (popularmente cogorza). Es interesante y generalmente muy útil desde una perspectiva clínica la distinción entre el abuso de una sustancia y la dependencia de la misma. Por abuso se entiende el consumo recurrente que acarrea problemas y a pesar de ellos. La dependencia es más seria y más compleja, se define lo primero por la presencia de fenómenos de tolerancia (se necesita cada vez más cantidad para obtener el mismo efecto) y la abstinencia (aparición de un síndrome específico en ausencia de la dosis habitual). Cuando concurren ambas, el DSM considera que está teniendo lugar una dependencia fisiológica. Pero para extender el concepto de dependencia más allá de la fisiología, a estos dos criterios diagnósticos el DSM añade cinco de carácter psicológico, a saber: consumir más de lo que se pretendía; deseo generalmente infructuoso de controlar el consumo; emplear mucho esfuerzo en posibilitar el consumo; menoscabo de otros aspectos de la vida a causa del consumo; y consumo de la sustancia a pesar de tener conciencia los problemas que acarrea. Puesto que a efectos diagnósticos es necesario cumplir un mínimo de tres criterios de los siete, tenemos que es posible diagnosticar una dependencia de sustancias sin que exista dependencia fisiológica. Las consecuencias de esto son conceptualmente muy relevantes. La frontera entre las adicciones en las que media una sustancia y las que no se difumina: se podría considerar que el bingo, el sexo, las compras o las redes sociales de Internet son actividades susceptibles de generar dependencia lo mismo que la heroína. Por otro lado, en base a esta conceptualización cabe considerar la dependencia de sustancias como un problema de control de impulsos y viceversa, los problemas clásicos de control de impulsos (la ludopatía, por ejemplo) como adicciones (ver el excurso del último capítulo). Sea como sea, la importancia de considerar determinadas sustancias o actividades como adictivas va más allá del juego conceptual. Una vez incluidas la nicotina o la cafeína, por usar como ejemplo sustancias de consumo masivo, en la lista de sustancias susceptibles de generar dependencia, podría ser que los sistemas de salud se vieran finalmente obligados a costear chicles y parches para dejar de fumar, lo cual podría reventar el ya hinchadísimo gasto farmacéutico. Y de paso, ello despistaría de la verdadera naturaleza de la cuestión, pues si nuestro objeto de estudio no es la nicotina sino el fumar, nuestras investigaciones llegarán a resultados muy diferentes, y como clínicos recomendaremos otras cosas a quienes quieren dejarlo. Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos Las dos características principales que comparten los trastornos en este grupo son la presencia de síntomas psicóticos –los que suponen una ruptura evidente de la valoración de la realidad– y la falta de conciencia por parte del interesado sobre el carácter patológico de los mismos, que suele resultar menos dudoso para quien observa desde fuera. Cualquier persona sabe lo que es pasar miedo o pena, e imaginando esos estados multiplicados podemos hacernos una idea de lo que es sufrirlos en un grado incapacitante. La esquizofrenia y la psicosis, sin embargo, se diferencian de lo que entendemos que cae dentro del funcionamiento normal de lo psíquico en esencia y no sólo en intensidad. Son en cualquier caso trastornos graves, en los que las personas y su entorno se encuentran muy perturbados. A grandes rasgos consisten en mostrar un comportamiento o usar un lenguaje desorganizado, incomprensible o claramente inadecuado, sentir emociones incontrolables e inoportunas, tener ideas imposibles o sufrir alucinaciones, o razonar de forma manifiestamente ilógica. Es lo que normalmente llamamos estar loco. En el uso común del lenguaje se confunde a veces la esquizofrenia con la personalidad múltiple. Es cierto que la palabra esquizofrenia significa algo así como “psique dividida”, pero en este caso la etimología lleva a confusión. Las personas que muestran personalidades diferentes se diagnostican en el apartado de los trastornos disociativos (ver más adelante). La esquizofrenia no cursa con varias personalidades, aunque sí puede relacionarse con que se crea ser otro (Napoleón o Dios), en cuyo caso estaríamos ante una esquizofrenia tipo paranoide, o bien ante un trastorno delirante tipo de grandiosidad, ambos correspondientes a este apartado. Conceptualmente, la esquizofrenia es objeto de una enorme controversia. Se duda de la utilidad y de la conveniencia de la denominación, puesto que se llama así a cosas ciertamente muy diferentes. Los rasgos de la esquizofrenia tipo catatónico (caracterizada por síntomas motores, desde agitación extrema a inmovilidad total) nada tienen que ver con el tipo anteriormente descrito, que a su vez se diferencia claramente del tipo desorganizado (lenguaje o comportamiento incoherente). Probablemente sea el peso cultural del concepto el responsable de que se siga manteniendo, aunque ahora se tienda más a hablar de “trastornos del espectro esquizofrénico”, en concesión a la gran variabilidad de conductas que aglutina. La controversia en torno a su naturaleza o su causa es también muy notable. Los trastornos psicóticos, sobre todo sus síntomas más llamativos (alucinaciones, delirios, distorsiones en el pensamiento o el lenguaje) son con diferencia los trastornos mentales de origen desconocido sobre los que más investigación biomédica y farmacológica se ha llevado a cabo, y sobre los que con más insistencia se argumenta acerca de su naturaleza neurológica o genética. Trastornos del estado de ánimo También se denominan trastornos afectivos. Para algunas personas, los sentimientos de abatimiento o de euforia, por lo demás normales, suponen una limitación importante de sus vidas por la intensidad con que se manifiestan. Es típico de estos trastornos su curso cíclico, alterando temporadas durante las cuales los afectos están disparados con otras de normalidad. Algunas personas sufren solamente episodios de ánimo decaído, lo que correspondería a los diagnósticos trastorno depresivo mayor, o trastorno distímico. Otras alternan épocas de depresión con otras de ánimo exaltado: agitación, distraibilidad, pensamiento acelerado, grandiosidad, gusto por el riesgo. En ediciones anteriores del DSM, ésta variante recibía el nombre de psicosis maníaco-depresiva, pero se ha considerado que no debe incluirse en el apartado de las psicosis, puesto que en el transcurso de los episodios de euforia no necesariamente han de sufrirse síntomas psicóticos. Además, se le ha buscado una denominación más neutra. Ahora se llama trastorno bipolar o trastorno ciclotímico (“maníaco” suena muy mal y “psicótico” también), dependiendo del curso y la intensidad de los síntomas, más leves en el segundo. La depresión constituye la epidemia de la psicopatología actual, el trastorno de nuestro tiempo, lo mismo que el de hace un siglo era la histeria, ahora prácticamente desaparecida. Según algunas estadísticas, la depresión es la primera causa de baja laboral en los países industrializados y el diez por ciento de la población la padecerá en algún momento de su vida. Pero también hay que considerar que probablemente esté sobrediagnosticada. La etiqueta de “depresión” es mucho menos peyorativa que otras, y quienes diagnostican tienden muchas veces a la deseabilidad social de sus pacientes. Es además relativamente fácil adecuarse a la tipología de sus síntomas: tristeza y pérdida de interés por las cosas, pensamientos de impotencia, culpa, pesimismo, falta de iniciativa y de ganas, falta de apetito y problemas para dormir. Están más al alcance de cualquiera, por así decir, que otros cuadros clínicos, véase si no el apartado anterior. Dicho eso no obstante, la depresión puede ser altamente incapacitante y cursar en sus formas más graves con un importante riesgo de suicidio. La frecuencia de suicidios entre personas con depresión está calculada en 25 veces más que en la población general. Es necesario tener muy presente esta cuestión cuando se trata farmacológicamente a personas con un cuadro de depresión severa, pues puede ocurrir que cuando la medicación consigue movilizar la fuerza perdida, la utilicen para ejecutar sus planes de suicidio; otra razón para pensar que el medicamento, aún siendo de ayuda, no es la solución del problema. Trastornos de ansiedad La ansiedad es una forma peculiar de tener miedo. El miedo propiamente dicho se desencadena ante un estímulo o situación concreta, mientras que la ansiedad tiene que ver con la anticipación temerosa de situaciones que se darán en el futuro. Etimológicamente, ansiedad y angustia (y angosto, angina y la voz alemana Angst, miedo) tienen la misma raíz indoeuropea, que significa “apretar”. Se refiere a la sensación de opresión característica del miedo, que también todos conocemos. El trastorno de ansiedad generalizada forma junto con la depresión el tándem de los trastornos modernos por excelencia. No es de extrañar, pues nuestra forma de vida actual, apresurados por horarios y obligaciones y presionados a ser productivos en muchos ámbitos diferentes, es campo abonado para que brote el desasosiego, la inquietud, el temor difuso a las cosas que puedan ocurrir, la crispación, la dificultad para relajarse. Por otro lado, las crisis de pánico, también llamadas trastorno de angustia, son la contrapartida aguda del tipo crónico anterior: aparecen de forma súbita, son muy intensas, paralizantes y duran sólo unos minutos. Curiosamente, el ataque de pánico no tiene por qué desatarse ante situaciones particularmente amenazantes, más bien ocurre de forma inesperada. El problema principal que refieren quienes han sufrido una crisis de este tipo es que el miedo es tan intenso que se pasa a tener miedo de volver a sufrirla otra vez, lo cual contribuye más bien a empeorar las cosas. Cuando el miedo es tan fuerte que impide a uno frecuentar determinados lugares (donde hay mucha gente o de donde es difícil salir, o donde uno se va a encontrar solo), o incluso salir de casa, lo llamamos agorafobia. Hay otros trastornos de ansiedad que sí tienen un desencadenante concreto, son las fobias específicas. Las cosas temidas en las fobias específicas no son cualesquiera, sino objetos o situaciones que pueden –o pudieron en algún momento de la historia natural– significar un peligro real: estar encerrado, arañas y serpientes, tormentas, entrar en un túnel, las alturas, la visión de la sangre u objetos que pueden herir, exponerse o hablar en público, etc. El hecho de que los objetos fóbicos no sean azarosos hace pensar, como señalaron Seligman (1971) o McNally (1987), que el organismo humano esté evolutivamente dotado de la capacidad de aprender más rápidamente a tener miedo de aquello que de forma natural puede dañarnos. Estudios de laboratorio efectivamente han demostrado que es más fácil condicionar una respuesta de miedo ante una serpiente que ante un automóvil, a pesar de que es mucho más probable que nos dañen los segundos que las primeras. Este capítulo del DSM recoge también el trastorno por estrés postraumático, de diagnostico también muy frecuente y cuyas vicisitudes y circunstancias de aparición ya se señalaron en páginas anteriores. Aquí encontramos además los trastornos obsesivocompulsivos, consistentes en la imposibilidad de quitarse de la cabeza determinadas ideas repetitivas y que nos llenan de ansiedad. En un esfuerzo por eliminarlas se recurre a la ejecución de rituales, que finalmente tampoco pueden controlarse. Para entender los TOC se podría decir que son la elevación a grado de patología de la cancioncilla persistente con la que nos levantamos a veces sin poder hacer nada por no cantarla mentalmente una y otra vez, o de la comprobación innecesaria de la llave del gas una segunda vez por si acaso. Según el DSM, las ideas obsesivas y las compulsiones (los rituales) adquieren estatus clínico cuando nos pasamos más de una hora entregados a ellas, o cuando interfieren gravemente en el desarrollo de nuestra actividad normal. Trastornos somatomorfos Aunque divididos en capítulos diferentes, existe una estrecha afinidad entre los trastornos somatomorfos y los trastornos facticios (ver apartado siguiente), pues la característica definitoria de todos ellos es la presencia de síntomas físicos –en los facticios también psíquicos– no explicables por la medicina. La diferencia es que en el segundo caso se fingen, se exageran o se producen intencionadamente. Su diagnóstico diferencial puede ser muy difícil, pues se trata de distinguir síntomas reales de síntomas simulados, además de que los últimos a su vez deben diferenciarse según tipos distintos de beneficios que las personas puedan estar persiguiendo con el fingimiento. El trastorno de somatización se caracteriza por la presencia de síntomas físicos variados (parálisis, parestesias, dolores, problemas gastrointestinales) que requieren gran atención profesional pero que no encajan con ningún cuadro médico. El trastorno por dolor sería una variante del anterior en la que solamente un síntoma doloroso acapara la atención y la preocupación. El llamado trastorno de conversión corresponde a la antigua histeria y recibe su nombre de la suposición freudiana de que determinados traumas o conflictos de la intrapsique se exteriorizan “conviertendose” en expresiones físicas. Los síntomas de conversión por lo general recuerdan a trastornos neurológicos, más que a otras especialidades médicas. En este capítulo también se incluyen la hipocondría (convencimiento de estar enfermo) y el trastorno dismórfico corporal o dismorfofobia (preocupación excesiva por un defecto físico inexistente). Trastornos facticios Este apartado se refiere a trastornos que no lo son, por lo que su interés conceptual es grande. Los síntomas se fingen, o se finge su gravedad, bien para adoptar un papel de enfermo o bien para lograr fines de carácter económico o similar: un grado de invalidez, una indemnización, librarse del servicio militar o de alguna responsabilidad legal. Si se trata de esto último, es decir, si se simula para obtener beneficios más allá del ser atendido o cuidado, no se considera que haya presente ningún trastorno sino que se está simulando. Se diagnostica por lo tanto un trastorno facticio cuando se descubre que el paciente está fingiendo pero no se descubre ningún beneficio objetivo. En cuanto a su procedimiento de tipificación, el fingimiento sigue las mismas pautas diagnósticas que los trastornos no fingidos. Por ejemplo, se distinguen tipos: que los síntomas que se simulan sean predominantemente físicos o bien psicológicos. Existe una variante especialmente grave e inquietante, el trastorno facticio por poderes, según el cual un individuo produce intencionadamente síntomas no en sí mismo, sino en otra persona que está a su cargo. Las víctimas son generalmente los propios hijos, que son utilizados por un progenitor para acaparar atención médica y justificar constantes visitas y estancias en los hospitales. Los niños pueden ser sometidos a torturas que van desde la asfixia al envenenamiento pasando por fracturas y lesiones de todo tipo, mientras que la madre (con mayor frecuencia que los varones) puede desplegar su notabilidad en los servicios de atención sanitaria. Puesto que la producción deliberada de síntomas con los más diversos fines es sin duda frecuente, está plenamente justificado que el DSM llame la atención sobre ello adjudicándole no solo un nombre sino un capítulo propio. La utilidad que esto puede tener para detectar o distinguir a simuladores es evidente, pero no por ello deja de resultar chocante el hecho de que un trastorno pueda estar definido por la manipulación intencionada. El fingimiento hace que un síntoma deje de serlo, pues por definición si algo es manejable a voluntad no puede ser un síntoma, de modo que los síntomas que caracterizan estos trastornos en realidad no lo son. Trastornos disociativos Los trastornos disociativos se refieren a experiencias subjetivas en las que una persona se siente separada de sí misma, o de su propia realidad, como en un sueño o en una película. Situaciones de fuerte estrés o cansancio extremo pueden originar episodios temporales de “despersonalización” o “desrealización”. Por disociación se entiende una alteración de la apreciación normalmente integrada y coherente de nuestra propia realidad, de la propia conciencia y del entorno. El DSM reconoce cuatro trastornos de este tipo: el trastorno de despersonalización (extrañeza de uno mismo), la amnesia disociativa (lagunas de memoria sobre periodos de tiempo o acontecimientos concretos), la fuga disociativa (viajes que se emprenden de forma repentina y después no se recuerdan) y el trastorno de identidad disociativo. Se contienen sintomatológicamente unos a otros de forma jerárquica, como las muñecas rusas, de modo que el último y más complejo –el antes llamado personalidad múltiple– predomina sobre los demás y presenta los síntomas de los otros tres. Del mismo modo, la fuga predomina sobre la amnesia, y ésta a su vez sobre el trastorno de despersonalización. Su diagnóstico por lo tanto es excluyente. Los síntomas disociativos pueden también aparecer en el curso de otros muchos trastornos (traumatismos, demencias, somatización, estrés agudo o postraumático, incluso esquizofrenia) y por supuesto también como consecuencia del consumo de diversas sustancias, así que para el buen diagnóstico es importante cerciorarse de que no son síntomas secundarios a alguna de estas circunstancias. Los fenómenos disociativos “leves” son por lo demás habituales, como cuando olvidamos alguna experiencia desagradable o la memoria nos juega una mala o no tan mala pasada olvidando una cita a la que realmente no queríamos acudir. Algunos rituales mágicos de ciertas culturas inducen procesos disociativos como algo deseable. Últimamente despiertan bastante interés público, como ya se expuso en relación con la personalidad múltiple en el primer capítulo. Los casos más severos de estos trastornos se relacionan casi sin excepción con abusos en la niñez. Trastornos sexuales y de la identidad sexual Este es el capítulo de la clasificación sintomatológica por antonomasia. Aquí se recoge todo aquello que tenga que ver con el sexo, tenga o no que ver entre sí. De modo que encontramos juntas cosas que, desde el punto de vista vital, funcional, personal, patológico, etiológico y sin duda también fisiológico, son tan heterogéneas como el dolor durante el coito (dispareunia), el exhibicionismo o la eyaculación precoz. Esta mezcla desigual se resuelve organizándola en subapartados y distinguiendo por una parte las disfunciones sexuales (todo lo relacionado con problemas para consumar el coito), las parafilias por otro (gustos sexuales inusuales, perversiones y pedofilia incluidas), y finalmente los problemas relacionados con sentirse del sexo contrario al que uno tiene. De forma acorde con los tiempos, la homosexualidad ya no se encuentra en el DSM, ni entre las perversiones ni como subdiagnóstico del trastorno de la identidad sexual. Está por ver qué pasará con éste último en ediciones próximas, pues por un lado sería comprensible que las personas que se sienten identificadas con el otro sexo no quieran ser consideradas trastornadas, pero por otro lado perder la categoría de enfermo supondría también perder las prestaciones que les permiten en algunos casos someterse de forma gratuita a costosas terapias hormonales y operaciones de reasignación de sexo. Como las monedas, el asunto tiene dos caras. Trastornos de la conducta alimentaria Como ocurre con todos los trastornos muy populares y que aparecen con frecuencia en los medios de comunicación, los trastornos alimentarios probablemente estén sobrediagnosticados. Sin menoscabo de su seriedad y de su gravedad, lo cierto es que la anorexia nerviosa y la bulimia nerviosa están desgraciadamente revestidas de un cierto glamur, pues son padecidas por princesas y por atractivas modelos de alta costura, a tenor de la información que ofrece la prensa. La llamada masiva de atención sobre el problema de la anorexia y su consiguiente y deseable detección precoz tiene como contrapartida el haberla naturalizado y asimilado a una forma de vida, o peor aún, de entretenimiento; véanse si no los portales de Internet creados por las propias afectadas para darse apoyo mutuo, más en torno al ayuno que para salir de él. Desde el punto de vista diagnóstico, la diferencia entre anorexia y bulimia no es diáfana: tanto el pensar constantemente en la comida, como ayunar, darse atracones o hacer cosas que compensen que se ha comido (ejercicio, laxantes, etc.) pueden estar presentes en ambos trastornos. La solución que propone el DSM es definir la anorexia en términos de pérdida de peso y rechazo a engordar y la bulimia más bien en relación con la sensación de descontrol sobre la ingesta. El trastorno por atracón sería la variante más leve de la bulimia, sin conductas compensatorias. Por lo demás, ya hemos visto que otros trastorno de la conducta alimentaria, como la pica o la rumiación, continúan en el apartado de los trastornos de inicio en la infancia. Trastornos del sueño Los trastornos del sueño no formaban parte de los manuales de diagnóstico mental. Se incluyeron en el DSM en la edición III-R, en 1987. Siempre se han considerado más bien un problema médico y así continúa siendo, pero la creciente demanda de atención hacia ellos y el hecho de que la mayor parte de los problemas psicológicos conlleven de alguna forma un sueño perturbado, llevaron a incluirlos entre los trastornos mentales por razones prácticas. Para tenerlos más a mano, por así decir. El capítulo distingue en general los trastornos del sueño primarios –aquellos cuya causa se desconoce– y los secundarios, que derivan del padecimiento de otros trastornos o del consumo de alguna sustancia que altera el sueño. Los primeros están a su vez divididos en disomnias (alteraciones de la cantidad o calidad del sueño: insomnio, hipersomnia, narcolepsia, etc.) y parasomnias, que son conductas anormales asociadas al sueño (las pesadillas o el sonambulismo). Trastornos del control de los impulsos no clasificados en otros apartados Si uno recorre el DSM con atención se encontrará por doquier problemas para controlar algún impulso: los bulímicos no controlan el impulso de comer; los depresivos, de llorar; los niños hiperactivos, de moverse y no atender a los mayores; los exhibicionistas, de exhibirse; los antisociales, de hacer daño; el alcohólico, de beber; el compulsivo, de lavarse las manos y un larguísimo etcétera. Pero una vez cerrado el recorrido, aún quedan cosas por clasificar. Para eso está este capítulo, que recoge los problemas de control de impulsos sobrantes de otros capítulos. Este apartado es de gran interés para los profesionales del derecho, pues varios de estos trastornos pueden estar relacionados con la comisión de delitos. La cleptomanía (dificultad para resistir el impulso de robar), la piromanía (fascinación por el fuego con el impulso de generarlo) y no digamos el trastorno explosivo intermitente (imposibilidad de controlar un impulso agresivo) habrán sido alegados como atenuantes o eximentes en muchos procesos penales. Ya se ha discutido este asunto a propósito del criterio legal de anormalidad y el concepto de “impulso irresistible” (ver el capítulo 4). Cuando los juegos de azar pasan de ser un entretenimiento a ocupar la mayor parte de la actividad de una persona, o a provocar su ruina económica, la situación se conoce como ludopatía o juego patológico y también se encuentra en este capítulo del DSM (lo correcto sería llamarlo apuesta patológica). Hay teorías que afirman que el patrón del juego compulsivo no se diferencia gran cosa del patrón de una dependencia, pero puesto que en las adicciones clásicas intervienen sustancias psicoactivas, el interés diferencial de la farmacología por ellas impedirá que la ludopatía se clasifique en el mismo apartado. La misma similitud se observa en otros problemas de control de los impulsos, que por su novedad no están todavía reflejados en el DSM: el impulso de jugar con las videoconsolas o videojuegos, enviar o recibir mensajes en el teléfono celular, o navegar o chatear por Internet (ver a este respecto García Montes et al., 2006). La sabiduría popular ha decidido ya llamar “adicciones” a las tendencias compulsivas y descontroladas al sexo, a las compras o al trabajo, que tampoco conllevan la ingesta de ninguna sustancia. Será interesante ver cómo se decide sobre ellas en ediciones futuras del DSM, si se incluyen o no y dónde. Trastornos adaptativos Se reserva un capítulo especial, de carácter también etiológico, para aquellos trastornos cuyo origen se conoce pero no es orgánico. Son los problemas que se desarrollan como consecuencia de un evento estresante, siempre que éste no sea de extrema intensidad, pues entonces estaríamos frente a un estrés postraumático (tipificado con los trastornos de ansiedad), ni el fallecimiento de una persona cercana, pues entonces se trataría de un duelo. El abanico de síntomas que lo caracterizan puede variar entre la respuesta emocional depresiva, la ansiedad y la transgresión de normas. Igualmente variables son los posibles desencadenantes: perder el trabajo, una ruptura sentimental, empezar al colegio, casarse, jubilarse. Las cosas de la vida, en fin. Trastornos de la personalidad Los trastornos de la personalidad no son fáciles de delimitar ni de descubrir, pues una de sus características es que no tienen una aparición temporal concreta ni se manifiestan como un estado de cosas diferente a un estado “sano” previo. Los trastornos de la personalidad son más bien maneras de hacer las cosas y por ende son crónicos, vienen de atrás, definen un estilo de interactuar con los demás o de entender el mundo antes que la expresión de unos síntomas. Tal es así que pueden pasar desapercibidos o quedar ocultos bajo los síntomas más llamativos de trastornos que estén también presentes en el momento del diagnóstico. Para que eso no ocurra, el DSM utiliza un sistema de tipificación que obliga a echar un vistazo a posibles problemas crónicos, tanto relativos a la personalidad como al retraso mental (de curso también mantenido en el tiempo), incluyendo un eje diagnóstico especial y aparte para ellos. Fue Theodore Millon, uno de los más relevantes estudiosos de la personalidad, quien impulsó el reconocimiento de estas formas de ser como trastornos con todos los derechos y la inclusión del eje para su consideración diagnóstica separada en el DSM-III, editado en 1980 (ver por ejemplo Millon, 2006). Huelga decir que estas personalidades suponen patrones de comportamiento rígidos y desadaptativos y que generan un importante malestar y problemas graves para uno mismo y los demás. El DSM plantea lo primero unos criterios generales para decidir si cabe o no diagnosticar un trastorno de la personalidad, y después criterios específicos para cada uno de los diez tipos que distingue: • Trastorno paranoide de la personalidad. Se caracteriza por una desconfianza y suspicacia exageradas. Estas personas temen constantemente ser estafadas o engañadas y ven amenazas o signos de deslealtad en nimiedades. • Trastorno esquizoide de la personalidad. Se define por la tendencia al distanciamiento social y a inhibir la expresión de emociones. Son personas muy solitarias e incapaces de disfrutar con alguna actividad pública. Demuestran indiferencia ante las relaciones con los demás, incluida la actividad sexual. • Trastorno esquizotípico de la personalidad. Aunque estas personas suelen tener también un importante déficit en sus relaciones sociales, su característica más peculiar es la presencia de comportamientos raros, excentricidades, lenguaje extraño y pensamiento mágico (tener poderes, por ejemplo). • Trastorno antisocial de la personalidad. Consiste en un comportamiento social irresponsable e irrespetuoso con las normas o las leyes y no sentir remordimiento ni culpabilidad. Aquí podría incluirse a aquellos individuos que cometen delitos graves o dañan masivamente a otras personas (violadores, asesinos por afición, locos homicidas…), aunque es obligado cuestionarse la conveniencia de valorar tales conductas desde un punto de vista psicopatológico (ver el apartado sobre el criterio de anormalidad legal). • Trastorno límite de la personalidad. Se diagnostica a personas que tienen relaciones interpersonales muy caóticas y actitudes emocionales extremas y fluctuantes hacia los demás. La característica principal es una vida sentimental lábil y cambiante. Se asocia también a comportamientos autodestructivos, incluso intentos de suicidio. • Trastorno histriónico de la personalidad. Tendencia a llamar la atención, a desear ser el centro. Estas personas suelen expresar sus emociones de forma exagerada y teatral, les gusta exhibirse y también manipular a los demás. • Trastorno narcisista de la personalidad. Fuerte tendencia al egocentrismo y la grandiosidad, con ausencia de consideración hacia los demás. Tiene bastantes puntos comunes con el anterior, aunque las personas narcisistas tienden más a la autoimportancia, mientras que a los histriónicos les pierde la coquetería. • Trastorno de la personalidad por evitación. Son individuos cohibidos, muy introvertidos, sienten gran temor a sentirse ridiculizados o avergonzados. Se sienten muy inseguros en el contacto interpersonal y lo evitan por miedo al rechazo. • Trastorno de la personalidad por dependencia. Tendencia a que otros tomen las decisiones, necesidad de que los demás se responsabilicen de las propias tareas. Son personas sumisas que se sienten desamparadas cuando están solas. Necesitan relaciones de protección y apoyo y temen ser abandonados. • Trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad. Se caracteriza por un fuerte perfeccionismo y disciplina, una preocupación excesiva por los detalles. Son personas que tienden a controlar a los demás y a ser rígidos, distantes y muy escrupulosos. El interés por los trastornos de la personalidad está en pleno apogeo. Además de esta lista hay otros esperando ser incluidos en próximas ediciones del manual (el depresivo y el pasivo-agresivo). Si hacemos caso de Millon, los trastornos de la personalidad vendrían a ser la base sobre la que se desarrollan los demás trastornos, es decir, los trastornos mentales serían intensificaciones de patrones ya existentes en la personalidad del sujeto. Una depresión sería una agudización, ocasionada por alguna circunstancia estresante, de una personalidad depresiva previa (véase por ejemplo Quiroga Romero, 2005). Esta visión de las cosas generaría una alternativa diagnóstica y un concepto de la psicopatología radicalmente diferente a lo que conocemos ahora. Excurso: no hay enfermedades, sino enfermos Todos conocemos este famoso aforismo, suele utilizarse como crítica a una medicina un tanto deshumanizada que se concentra en los órganos alterados y desatiende a la persona, que como diría la teoría de sistemas, es algo más que la suma de los mismos. Suele ser premisa y máxima de las prácticas médicas alternativas, las que pretenden recuperar al ser doliente como objetivo completo de la actividad curativa. Pero es algo más, es también la reivindicación de una forma lógicamente correcta de entender las cosas. Efectivamente, no hay enfermedades. Por supuesto, no las hay mentales, pero es que tampoco las hay de las otras. La Gripe con mayúsculas carece de existencia, lo que hay es el proceso por el que pasó la persona enferma concreta durante el tiempo en el que estuvo en la cama con fiebre, tos, dolores y malestar. Por lo mismo, no existen Las Vacaciones, ni La Amistad. Son constructos abstractos que sirven para referirse a generalidades o a conceptos. Existen las actividades concretas de determinadas personas que durante determinados días libres se desplazaron a determinada playa, o existen llamadas telefónicas, mensajes de apoyo, invitaciones a cenar. La amistad, la gripe, las vacaciones, la esquizofrenia, la salud pública o la opinión de la mayoría pertenecen al rango de lo abstracto, no son entidades sino conceptos, carecen de existencia natural, solo nos ayudan a ordenar la realidad, no se puede operar sobre ellos. En cambio, sí pertenecen al campo de aquello sobre lo que se puede intervenir los virus de la gripe (cuya presencia en un organismo puede desencadenar, o no, algunos síntomas que juntos acostumbramos a llamar “gripe”), la elevación de la temperatura que llamamos fiebre, los horarios de los aviones o la arena del mar, el expresarse de una forma incomprensible, tener miedo u opinar que debería abolirse la pena de muerte. Ya hemos visto cómo tendemos a cometer errores al mezclar categorías, este es un ejemplo más. Siguiendo con el razonamiento, ni el asma, ni la esquizofrenia, ni la depresión, ni siquiera la gripe son cosas que uno “tiene”. Cuando el verbo tener va seguido de una enfermedad, el sentido del verbo no es literal, sino figurado. Tengo asma, o tengo estrés7, son expresiones de carácter metafórico, igual que cuando decimos que tenemos buena voz o mucho frío. No existen esas “cosas” de modo que uno las pueda tener, como la hechicera del mar del cuento de Andersen no puede tener dentro de su caracola la voz que la sirena le ha entregado a cambio de unas piernas humanas. Nada más lejos de la literalidad que tener frío, pues el frío físicamente carece en absoluto de existencia, más bien llamamos frío a la ausencia de calor, y en todo caso, en realidad llamamos tener frío a los mecanismos que el organismo pone en marcha para combatirlo. Tales expresiones se refieren entonces a procedimientos o actividades de un sujeto, algo que no se tiene, sino que se siente, o se hace. Si optamos por la vía equivocada caeremos en el error ya mencionado de explicar por el concepto. La tarea de clasificar los síntomas que observamos en alguien en forma de diagnósticos es un ejercicio artificial de encaje de ciertas vivencias con categorías previstas en un manual. No es infrecuente además hacerlo con el convencimiento implícito de que la clasificación explicará esas vivencias. Que no existan las enfermedades (sino los enfermos) nos deja sin esta posibilidad y además nos obliga a razonar de una forma lógicamente más correcta. Lo que “hay” en definitiva son las vivencias, lo que a la gente le ocurre, lo que hace y cómo siente. Podemos darle un nombre arbitrario a una parte de esas vivencias, las que tienen relevancia clínica, las inhabituales, las perturbadoras. Si se trata además del ámbito de la medicina, la mayoría de esos procesos no habituales que llamamos enfermedad no son sino los que el propio organismo pone en marcha como defensa o intento de curación. [7] –«Doctor, tengo una depresión», –«¿La ha traído?»– (Schlippe y Schweizer, 2003. p. 115). Capítulo 6. Conceptos de cambio ¿Qué es la psicoterapia? La psicoterapia basa su razón de ser en el hecho de que la vida humana es problemática y en ocasiones los problemas generan un sufrimiento que precisa cambios fuera de programa. Si ese cambio no se consigue a través de los canales domésticos habituales o culturalmente establecidos –círculo de familia y amigos, recursos propios, circuitos de atención primaria o religiosa– entonces es posible que se acuda a un profesional. El profesional de la salud mental es generalmente el último recurso después de esfuerzos previos que ha resultado infructuosos, o al menos así es en nuestro entorno cultural. En los EEUU o en Argentina existen otros usos en torno al terapeuta, es frecuente que las personas consulten por problemas menores, que se psicoanalicen por curiosidad, entretenimiento o esnobismo, incluso que hablen sin rubor de su psiquiatra de cabecera. En Europa estamos lejos de esta situación. De psicoterapia –como de todo– se han formulado muchas definiciones. Una buena recopilación de ellas puede verse en Fernández Liria et al. (1997). Algunas son ingeniosas y poco convencionales, como la que afirma que la psicoterapia es: «…un proceso interpersonal planificado en el cual la persona menos trastornada, el terapeuta, intenta ayudar a la más trastornada, el paciente, a superar su problema» (p. 20). Esto probablemente es así la mayoría de las veces, pero… ¿siempre le va mejor al terapeuta que a su consultante? Mejor quedémonos con esta otra, no tan aguda pero sí más completa, pues integra todos los elementos importantes de una forma sencilla: la psicoterapia es un tratamiento ejercido por un profesional autorizado que utiliza medios psicológicos para ayudar a resolver problemas humanos, en el contexto de una relación profesional (Feixas y Miró, 1993, p. 16). Tenemos entonces que una psicoterapia tiene la forma de una relación personal, que por lo general se da en vivo y en directo, con entrevistas en las que esas personas están presentes cara a cara. Con la salvedad de que ocasionalmente pueda resolverse algún asunto urgente o puntual por teléfono, es muy cuestionable que la psicoterapia funcione a través de medios telemáticos, pues existe un acuerdo general relativo a que la alianza terapéutica, es decir, la calidad de la relación que se establece entre terapeuta y consultante, es uno de los factores qué más peso tiene en los buenos resultados, y ello con independencia de las técnicas que después se usen (Corbella y Botella, 2003; Safran y Muran, 2005; Friedlander et al, 2009). Es tentador buscar terapeutas o clientes fuera de nuestra localidad de residencia y que nos permitan al mismo tiempo no salir de casa, pero la eficiencia de la terapia por videoconferencia está por ver. La definición también indica que la psicoterapia se desarrolla en un contexto profesional. Quiere ello decir, en primer lugar, que esa relación personal es una relación asimétrica, en la que uno de los dos está cualificado para introducir algún tipo de cambio en la vida del otro, y que el otro (que probablemente será el más trastornado) directa o indirectamente paga por el servicio. En segundo lugar, las técnicas y procedimientos que usa el terapeuta se derivan de los conocimientos y experiencia de la psicología. De aquí podemos deducir qué no es psicoterapia. No lo son las relaciones simétricas, las de amistad por ejemplo, por mucho que nuestro amigo sea muy buen psicólogo o incluso licenciado en psicología, y por más que hablar con él nos ayude. Tampoco lo son las relaciones asimétricas que se limitan a la información o al consejo. Los contextos profesionales de consulting o asesoramiento no son psicoterapia, ni tampoco lo son las recomendaciones o el suministro de información, por más que provengan de personal cualificado. De hecho, una psicoterapia empieza en el momento en que el consultante, provisto de suficiente información y con una historia de fracasos en la puesta en práctica de una larga lista de consejos, es acompañado o guiado para cambiar las cosas. La misión del psicoterapeuta es pues generar cambios. ¿De qué tipo? ¿En quién? ¿Cómo? Depende del tipo de psicoterapia que se elija para trabajar. Lo que no admite duda es que deberíamos desterrar la palabra “paciente” de la psicoterapia, por muchas razones, para empezar porque es frecuente que la persona que consulta, la que solicita el cambio, y/o la más afectada por el problema no sean la misma. Un paciente suele ser una persona con síntomas, pero muchas personas acuden a consultar por síntomas de otros. “Paciente” también es indeseable porque, por mucho que se padezca, es de suma importancia que esa persona se vea agente y no paciente, tanto de su problema como de las posibles soluciones al mismo (Ezama Coto et al., 2010). El término cliente, que fue propuesto por los humanistas en los años 60 para evitar la connotación médica y fatalista de “paciente”, presenta la desventaja de su sesgo comercial. Quien es usuario de la sanidad pública no puede ser cliente, además de lo inoportuno de sugerir con el nombre quién tiene siempre la razón, porque pueden no tenerla. El término consultante es el más adecuado, aunque sea más largo (Beyebach, 2006). Por otro lado, el terapeuta no puede ser una persona cualquiera. La psicoterapia es una actividad intelectual y emocionalmente costosa. Es definitivamente preferible que el terapeuta esté menos trastornado y menos angustiado que su consultante, de modo que una de las virtudes que debe caracterizar a un buen psicoterapeuta es la estabilidad emocional. Deben ser personas capaces de mantener la compostura: que no se desborden por las alegrías ni se derrumben por los fracasos, ni en la terapia ni en sus vidas personales. Aparte de eso, es necesario que el terapeuta sea una persona dotada de una exquisita neutralidad, al menos de la puerta de la consulta hacia adentro. Los prejuicios en psicoterapia están fuera de lugar. Incluso si nuestro consultante es un ser moralmente abyecto y ha hecho cosas a nuestros ojos imperdonables, debemos ser capaces de comprender su particular situación y aceptarla de forma sincera y genuina. Ni que decir tiene que la cordialidad, la capacidad de ponerse en el lugar del otro, la cortesía, la experiencia (no sólo terapéutica, también la vital) son importantes, y por descontado las habilidades de comunicación. ¿Qué se hace en psicoterapia? Todas las terapias tienen por objeto aumentar el bienestar y todas lo consiguen a base de generar cambios. Unas se preocupan más por generar conocimientos y comprensión, otras se inclinan más por construir habilidades diversas. Pero todas tienen como instrumento común una conversación: la sesión o entrevista terapéutica. El vehículo para su buen desarrollo es la ya mencionada alianza terapéutica. La alianza es un tipo de relación especial que incluye, por un lado, un acuerdo entre terapeuta y consultante sobre lo que se quiere conseguir y cómo conseguirlo, y por otro lado un vínculo de afecto que permita la confianza y la seguridad necesarias para conseguirlo (Bordin, 1979; Ezama et al., 2011). Además de esto, las diferentes terapias, o mejor los diferentes terapeutas, tienen algunos otros elementos importantes en común y probablemente más cuanta más experiencia clínica se acumule. Pero las líneas de actuación básicas, los conceptos de “trastorno”, de cambio y el procedimiento de intervención son diferentes según los modelos. Seguiremos la misma distinción que en capítulos anteriores a propósito de los postulados teóricos. El psicoanálisis Como ya hemos señalado, existen varias teorías diferentes dentro de la aproximación psicodinámica o de “psicología profunda”, que comparten postulados generales pero difieren en supuestos concretos y en procedimiento. Aquí nos referiremos a la terapia psicoanalítica freudiana más clásica. Los problemas psicológicos se generan fundamentalmente por la tensión existente entre los impulsos inconscientes (el ello) y las normas interiorizadas que nos impiden experimentarlos (el superyo). El principio y el fin del trastorno se localizan en la persona trastornada y se manifiesta también en síntomas orgánicos. Recordemos que el trastorno psicoanalítico por antonomasia, la histeria (hoy trastorno de conversión), se caracteriza precisamente por síntomas de este tipo. El psicoanálisis es una terapia muy intensiva (las sesiones tienen lugar como mínimo una vez a la semana) y muy extensiva (se desarrolla durante años) que trata de averiguar nuestras motivaciones y nuestros conflictos inconscientes. El mecanismo principal a través del cual se consigue la curación es sacar a la consciencia ese material. La mayor parte de nuestro comportamiento y de nuestra vida están determinados por lo inconsciente de forma encubierta. Puesto que según la teoría (termo/psico) dinámica de Freud la energía psíquica no se crea ni se destruye, la única posibilidad de gestionar las pulsiones, deseos, recuerdos y otros contenidos intrapsíquicos censurables es mantenerlos controlados en el inconsciente. De ello se encargan los mecanismos de defensa, el principal de los cuales es la represión. Freud describió otros más: la proyección, el desplazamiento, la sublimación, etc. Simplificando mucho se puede decir que un psicoanálisis consiste en una lucha contra los mecanismos de defensa. El principal material inconsciente que genera psicopatología son las fijaciones en las etapas del desarrollo psicosexual temprano (oral, anal, fálica, de latencia y genital, por este orden), en el caso de que no hayan sido completadas satisfactoriamente o que se relacionen con vivencias traumáticas. Un ejercicio fundamental del psicoanálisis consiste en descubrir la relación entre los síntomas actuales y su fuente lejana en la historia vital. De ahí que en las consultas del psicoanalista se hable mucho de la infancia y se utilicen técnicas que permiten el retroceso a etapas infantiles. Las principales técnicas de que se sirve el psicoanálisis para revelar conflictos reprimidos son: La asociación libre. El paciente relajado deja volar su imaginación libremente y debe relatar lo que se le pase por la mente sin ninguna selección: imágenes, deseos, pensamientos, sentimientos. La idea en que se basa es que eliminando el filtro de la voluntad se consigue sortear la barrera de represión más superficial, la que se sitúa entre el consciente y el preconsciente (constituido por los contenidos que no están propiamente en la consciencia, pero cuyo acceso a ella no es difícil). Se supone que las asociaciones expresadas no responden al azar, sino a enlaces con lo intrapsíquico. Para entender esta aproximación hay que tener en cuenta que el psicoanálisis sostiene una concepción del lenguaje de tipo estructuralista, como la propuesta por Wittgenstein en su Tractatus (1921), según la cual el significante (expresión) y su significado (contenido) son representación uno de otro; el primero se halla en la superficie y el otro en la estructura profunda. La interpretación de los sueños. Los sueños son una importante fuente de información sobre el inconsciente. Durante el sueño, el superyo se distrae y los impulsos del ello campan a sus anchas. El contenido manifiesto del sueño (lo que uno recuerda) es expresión de un contenido latente (el significado profundo), que por alguna razón es doloroso. El psicoanalista debe interpretar el contenido manifiesto y dar con su significado simbólico. Así se accede a los motivos últimos de los conflictos. Transferencia y contratransferencia. En el psicoanálisis más clásico –y también el más parodiado–, los pacientes se tumban en el diván y los psicoanalistas se colocan a la cabecera, fuera de su campo visual. Puede ocurrir, como en cualquier psicoterapia, que el paciente desarrolle hacia el terapeuta una actitud emocional. Tanto que muchas veces se identifica al psicoanalista con el co-protagonista de un conflicto, el padre por ejemplo. De este modo, el paciente “transfiere” al terapeuta patrones de reacción del pasado, seguramente de la niñez. El terapeuta debe interpretar los sentimientos objeto de la transferencia, que pueden ser positivos o negativos, para entender las experiencias pasadas de las que proceden. La contratransferencia ocurre cuando el propio terapeuta reacciona emocionalmente a la transferencia del paciente (es decir, desarrolla también una actitud de rechazo o de simpatía hacia él o ella) como consecuencia de una identificación con una persona significativa en su propia vida. Entonces su tarea consiste en reconocer la existencia de esa contratransferencia y de la influencia que puede estar ejerciendo en la terapia. La forma de contaminar o perturbar lo menos posible estos fenómenos de transferencia es evitar el contacto visual. El psicoanálisis sostiene que el proceso de curación consiste esencialmente en la vivencia controlada, con el terapeuta como coordinador, del proceso fallido en el pasado. Se trata por lo tanto de volver a experimentar de forma correcta y en un escenario clínico las vivencias tempranas que en su momento dieron origen a los conflictos. Terapia de conducta El conductismo ha proporcionado a la psicología clínica una valiosa colección de técnicas muy eficaces para el cambio puntual de ciertos modos de comportamiento. A esto se le suele llamar modificación de conducta. En su origen, “terapia de conducta” y “modificación de conducta” eran procedimientos diferentes, proviniendo el primero de la escuela del condicionamiento clásico y el segundo del operante. Lo cierto es que ya hace tiempo que ambos términos se utilizan indistintamente, y en cualquier caso comparten en esencia el concepto de cambio: los trastornos se definen por sus componentes conductuales, que son aquellas conductas inadaptadas, indeseadas o que de algún modo generan malestar. Su origen y su eliminación responderán a procesos analizables desde las leyes del aprendizaje. Aplicando técnicas derivadas de estas leyes (el contracondicionamiento, el reforzamiento, el castigo, la extinción, etc.) se pueden eliminar las secuencias de conducta no deseadas e instaurar pautas nuevas. Como no podría ser de otra manera, los partidarios de la psicología profunda arremeten contra la superficialidad de este proceder, argumentando que si el tratamiento se limita a erradicar síntomas sólo se conseguirá un desplazamiento de los mismos, puesto que la causa última continúa y antes o después aflorará con otra forma. La terapia derivada del conductismo abrió campos nuevos en la psicología aplicada. Ya desde muy temprano en su historia se encontraron posibilidades de intervención fuera del ámbito estrictamente clínico: en el educativo, deportivo, comunitario, laboral, de la salud… Este último campo de trabajo, que además define ahora casi la identidad de la psicología clínica, o al menos gran parte de su prestigio, se lo debe la psicología a la corriente conductista y a la modificación de conducta, que sobre todo en los años 70 se entregó de lleno a la investigación y aplicación de sus técnicas para la prevención y el tratamiento de trastornos médicos (Gil Roales-Nieto, 2004). Recordemos que para los conductistas no solamente es conducta lo observable, sino también lo mental, los pensamientos, emociones, etc. Antes de empezar las intervenciones, realizan un análisis minucioso de los parámetros y eventualidades que la controlan. Es lo que se llama “análisis funcional”, un repaso exhaustivo de aquellos factores de los que la conducta –pública y privada– es función. Si entendemos que la buena conducta de un niño o de un recluso depende sobre todo de las consecuencias asociadas a esa buena conducta, entonces les entregaremos un punto verde o un cupón canjeable por cigarrillos, golosinas, actividades lúdicas o cualquier otro premio cuando se porten como hemos planeado. Estaremos utilizando una técnica de economía de fichas. Para la aproximación conductista, el cambio terapéutico viene a ser la modificación de la probabilidad de que determinadas conductas ocurran. El psicoterapeuta conductual gestiona las técnicas más apropiadas para, o bien incrementar la probabilidad de que se dé una conducta deseada, o bien disminuir la probabilidad de que se dé una que no deseamos. Para lograr lo primero, reforzaremos la conducta en cuestión positiva o negativamente, es decir, premiándola con algo grato o eliminando alguna consecuencia ingrata preexistente. Para lo segundo, eliminaremos estímulos que la desencadenan, o intentaremos que se extinga a base de eliminar sus reforzadores, o la castigaremos directamente (aunque existe acuerdo en que éste no es el mejor procedimiento, ni desde el punto de vista ético ni de eficiencia). También puede interesar que aparezcan conductas nuevas, lo que se logra a través de modelamientos (imitación de un modelo) o moldeamientos (aprendizaje paulatinamente reforzado). Algunas técnicas conductuales pueden ser muy elaboradas. Lo son las técnicas de contracondicionamiento, que se basan en la incompatibilidad de ciertos procesos psicológicos. Según esto, no es posible sentir ansiedad y estar relajado al mismo tiempo. Estas técnicas son muy eficaces para eliminar miedos, partiendo del principio de que el miedo es una respuesta condicionada. Quiere esto decir que la cosa temida es un estímulo que podrá desencadenar miedo o no, dependiendo de con qué lo hayamos asociado en el pasado. Si descondicionamos esa respuesta, asociando el estímulo temido –pongamos las arañas, los exámenes o volar en avión– sistemáticamente a respuestas incompatibles con tener miedo, como la relajación muscular, o estar sentado comiendo, el estímulo dejará de evocar ansiedad. La desensibilización sistemática es un procedimiento de este tipo. Se elabora una lista con la jerarquía de las situaciones temidas, de más a menos. Por ejemplo: (1) esperando a que llegue el profesor con los exámenes; (2) camino de la universidad el día del examen; (3) durante la respuesta a las preguntas; (4) acostarse el día antes del examen preguntándose si se ha estudiado lo suficiente; etc. A continuación se entrena una respuesta de relajación (suele utilizarse la relajación muscular progresiva de Jacobson, ver Cautela y Groden, 1986). El proceso continúa indicando al paciente que se relaje según lo aprendido, al mismo tiempo que se encara el elemento que está más abajo en la lista, a poder ser en vivo, y si no in vitro, simulando en el consultorio la situación temida de la forma más aproximada posible. Cuando el elemento que se entrena deja de desencadenar miedo, se afronta el elemento siguiente y así se va subiendo en la lista. La inundación o la implosión consisten precisamente en no proceder gradualmente sino de una vez y a lo más alto en la lista (meterse directamente en el ascensor, o colocarse una boa constrictor como bufanda). Esto desencadena una fuerte reacción de ansiedad, pero que no va seguida de consecuencias negativas, así que de acuerdo con el principio de la extinción el estímulo pierde su condición de desencadenante de miedo. El interesado debe permanecer en contacto con el objeto temido, mal que le pese, el suficiente tiempo como para que la respuesta de ansiedad remita. Esto realmente ocurre así y funciona, pues nuestra capacidad de pánico es limitada y cesa a partir de un determinado momento de saturación. Existe una gran cantidad de técnicas de modificación de conducta, muy bien detalladas, muy fiables, basadas en todos los prototipos del aprendizaje (el repaso que hemos hecho aquí es necesariamente superficial, pero el lector interesado puede acudir a los muchos y muy extensos manuales de modificación de conducta, como Caballo, 1998, o Labrador et al., 2001). El terapeuta de conducta debe tener un conocimiento amplio de las técnicas y de los principios en los que se basan. La relación y la alianza terapéutica se entienden únicamente como el vehículo para ejecutarlas, aunque desde luego, como cualquier otro terapeuta, buscan y se benefician de relaciones empáticas con sus consultantes. Pero la mayor parte del éxito de la psicoterapia conductual estriba precisamente en el énfasis en la tecnología. Las técnicas conductuales suelen estar detalladamente formuladas y su aplicación no entraña mucha dificultad, puede hacerlo un enfermero, un educador, un padre convenientemente entrenado. Los métodos en que se basa el éxito editorial de autoayuda del doctor Estivill Duérmete, niño (Ediciones Debolsillo), por poner un ejemplo muy conocido, proceden de la terapia de conducta, y son aplicables de forma sencilla en base a unas instrucciones concretas, según las cuales los padres del niño que no quiere irse a la cama gestionan los refuerzos correspondientes. Terapias cognitivas Las terapias cognitivas también tienen la ventaja de ser procedimientos muy bien detallados, con una programación estandarizada de fácil seguimiento y con un importante aval de investigaciones que las sustentan. Además, y no menos importante, las terapias cognitivas encajan espontáneamente con las expectativas de los consultantes, pues operan con una visión de la vida y de los problemas muy similar a como lo hace nuestro sentido o cultura común. El esquema A-B-C (ver capítulo 3) es de muy fácil comprensión, pues lo tenemos culturalmente asumido: lo que me ha ocurrido no es el problema, sino la importancia que yo le doy a lo que me ha ocurrido. En otras palabras, nuestro bienestar psicológico depende de la forma en que percibimos, explicamos o en definitiva procesamos psicológicamente el mundo que nos rodea. Para proceder en terapia según los presupuestos cognitivos lo primero es averiguar la forma en que el interesado estructura su experiencia del mundo, para después llevar a cabo su reestructuración. Para explorar esto existen instrumentos variados, que dependen de cada propuesta psicoterapéutica concreta. Por ejemplo, en la Terapia Racional Emotiva (Ellis y Grieger, 1981) se buscan las creencias irracionales (las B del esquema) a través de cuestionarios. También se pueden utilizar auto-registros diarios para localizar pensamientos distorsionados que aparecen en determinadas situaciones problemáticas, o auto-interrogatorios en relación a determinados acontecimientos. Por ejemplo, haber suspendido un examen. ¿Qué es lo que considero horrible respecto a esa situación? ¿Cuáles son las necesidades que experimento al ver mi nota? ¿Qué reproches me hago a mí y a los demás acerca del suspenso? Otra posibilidad es intentar descubrir la llamada necesidad perturbadora: expectativas sobre uno mismo, los demás o el transcurso de las cosas. Son frases que contienen el verbo deber: Yo debería actuar de tal modo, tú deberías sentir tales cosas, la situación equis debería haber terminado de tal manera, etc. Una vez identificadas las cogniciones que deben cambiar, se cuestiona su validez sometiéndolas a análisis o discusión. Hay diversos métodos para ello: • Debate filosófico: Consiste en plantear la falta de lógica del razonamiento del consultante. La idea B es incoherente, contradictoria o inconsistente. Se empieza sugiriendo la posibilidad contraria: ¿Por qué tiene Ud. que… (aprobar siempre los exámenes; ocuparse siempre de la abuela)?; ¿Por qué Fulanito no debería… (entrometerse en sus asuntos; salir tanto)? • Debate empírico: En este caso se trata de observar hechos que pongan de manifiesto las contradicciones de B. Es un procedimiento similar al que se utiliza para comprobar hipótesis: ¿Es realmente cierto que… (su jefe le controla demasiado, ha quedado Ud. mal ante sus parientes)? ¿De veras es siempre así… (que su mujer refunfuñe; que lo ninguneen a Ud. en el trabajo?) • Evaluar consecuencias: Se confronta al cliente con la ineficacia de sus B: ¿Qué conseguirá Ud. si sigue pensando que... (su marido nunca va a cambiar; es Ud. negado para los negocios?) Además de estas técnicas de debate, uno de los procedimientos psicoterapéuticos cognitivos más básicas son las auto-instrucciones. Una vez localizado el problema cognitivo, se elaboran en torno a él frases que el consultante debe repetirse a sí mismo siguiendo un protocolo preciso definido por el terapeuta. «Me he esforzado mucho, así que puedo hacerlo bien», «si suspendo esta vez no pasa nada, puedo intentarlo de nuevo», «voy a respirar hondo como he aprendido y así estaré tranquila», «lo estoy haciendo bien esta vez»… Son frases destinadas a aumentar la confianza y el auto-refuerzo en situaciones difíciles. Las auto-instrucciones representan un enfoque cognitivo “ortodoxo”, según el cual los problemas psicológicos son puro lenguaje interno y la curación pasa por reformularlo. Lo cierto es que tanto lo conductual como lo cognitivo puro han perdido fuerza en el mercado de las psicoterapias y la alternativa resultante es la terapia cognitivo-conductual. En el capítulo 3 se ha señalado ya la singularidad de esta situación. Las asunciones en las que se basan ambas tradiciones terapéuticas son teóricamente incompatibles, asunto que trae sin cuidado a la gran cantidad de psicoterapeutas que trabajan a plena satisfacción con su modelo mixto, que consiste fundamentalmente en echar mano de las técnicas provenientes de una y otra escuela indistintamente y basándose más en la adecuación clínica de la técnica al cuadro específico de problemas que presenta el consultante. En todo caso, hay que reconocer que en la práctica clínica nunca se ponen a prueba los postulados teóricos, y por lo mismo, los resultados de las terapias demuestran si la actuación del terapeuta ha sido acertada, no si los son las teorías de las que parte. Lo mismo que los médicos no comprueban que el problema que están tratando con fármacos sea de naturaleza bioquímica, los cognitivos tampoco comprueban su naturaleza cognitiva (o existencial, o familiar). La dan por sentada. Probablemente haya que pensar que los problemas clínicos reúnen todas esas naturalezas y son por lo tanto susceptibles de ser tratados con cierto éxito desde todas las perspectivas. Terapias humanistas Aunque el nombre pueda llamar a confusión, pues las demás escuelas terapéuticas no pueden calificarse de “no humanistas”, lo cierto es que lo que caracteriza a éstas es su interés en la persona como ser completo (el ser humano) que se encuentra en un proceso continuo de crecimiento hacia su pleno potencial. El intento de división del sujeto en partes analizables de forma independiente (la psique, o las cogniciones, o el sistema nervioso, o el comportamiento) lo desvirtúan, tanto por ser parciales como por extraerlo de su contexto, que es la tendencia a la autorrealización saludable. Así, un terapeuta humanista no enseña ni entrena, lo que hace es ayudar a definirse a uno mismo. Para ejemplificar lo que se hace en la terapia tomaremos un modelo psicoterapéutico concreto, ya que precisamente en el campo de las terapias humanistas el modo de escenificar la terapia cambia notablemente de unas propuestas a otras. La terapia Gestalt es un buen ejemplo por su gran difusión. La relación que une a la terapia de conducta con el conductismo, o la terapia cognitiva con la psicología cognitiva, no es comparable con la relación entre la terapia gestáltica y la psicología de la “forma” (como se ha traducido a veces, a falta de un equivalente en castellano para Gestalt), la escuela alemana que a principios del siglo XX destacó por su original planteamiento experimental en torno a los fenómenos relacionados con la percepción. La terapia Gestalt no proviene teóricamente de la psicología de la Gestalt, pero sí toma de ella el nombre y algunas ideas o principios, sobre todo los relacionados con la comprensión de los fenómenos de forma global. Los psicólogos de la Gestalt defendían una visión no analítica sino integral, sintética de los fenómenos perceptivos. Si analizamos cada árbol, no podremos ver el bosque ni comprenderlo. Esta perspectiva permitió interesantes descubrimientos, como el fenómeno Phi o de movimiento aparente (Wertheimer, 1912), según el cual interpretamos luces que se encienden y se apagan alternativamente como una sola luz en movimiento (como en los tradicionales letreros luminosos de los cines), o el aprendizaje tipo insight, que se produce una vez que los elementos presentes en la situación han sido percibidos en su conjunto, como ocurría con los chimpancés hambrientos de Köhler (1921), que parecían dar repentinamente con la solución para alcanzar los plátanos juntando varias cajas para encaramarse. La terapia Gestalt se basa en estas ideas más con carácter metafórico que como sustento teórico de los principios del cambo terapéutico. La ley del cierre, que para los psicólogos de la Gestalt describe la tendencia a percibir formas cerradas aunque no lo estén, es utilizada en la clínica por los terapeutas gestálticos para explicar situaciones de insatisfacción personal o de obstáculo. Los asuntos pendientes, no resueltos, sin “cerrar”, dan lugar a situaciones vitales “incompletas”. La propensión saludable es a cerrarlas, en el sentido figurado de la palabra (despedirnos de seres que han partido, resolver conflictos, concluir tareas, etc.), de forma que dejen paso a situaciones nuevas. Cada vez que logramos una satisfacción o superamos un obstáculo, se está cerrando una Gestalt y podremos entrar en contacto con otras. En este sentido, las neurosis son asuntos pendientes con impedimentos para su cierre más severos de lo normal (puede verse en los escritos del fundador de la terapia Gestalt, Perls, 1976). Para los psicoterapeutas gestálticos, los problemas psicológicos (a los que les gusta llamar “neurosis”) poseen un importante componente de evitación, y conforme a ello la curación tiene mucho que ver con el afrontamiento. El individuo neurótico, y todos lo somos en mayor o menor medida, evita emociones incómodas, tanto en pensamiento como en obra, lo que lleva a que las Gestalten no se cierren. La experiencia vital se reduce, los contactos se limitan. Esta evitación pudo ser al principio una defensa adaptativa y justificada, pero una vez incorporada a nuestro modo de operar habitual restringe nuestra vida. Las respuestas se tornan automatismos, estereotipos8. La terapia obliga al paciente a enfrentarse con las emociones tanto negativas como positivas, a experimentarlas y en consecuencia a darse cuenta de aquello que, por ser problemático, se ha venido evitando. Así se recuperan las partes de uno mismo que han estado alienadas. Utilizando también metafóricamente el principio oriental de los contrarios o yin-yang (hay que saber que Perls, lo mismo que en general todo el movimiento humanista de los años 60, estaba considerablemente influido por la estética y la cultura orientales), esos segmentos que rechazamos pueden entenderse como correspondientes a un polo de dos opuestos, de manera que el desequilibrio psicológico se da cuando, debido al rechazo de un polo, se bloquee la toma de conciencia de toda la parte de nuestro ser correspondiente al polo rechazado. Como en todas las terapias de la familia humanista, la Gestalt señala de manera preeminente el concepto de la propia responsabilidad como uno de los ejes principales del trabajo terapéutico. Cada cuál es responsable de todo lo que le sucede, de lo que hace y de lo que expresa. En esto la Gestalt concuerda plenamente con la visión existencialista de la vida, que entiende que el individuo solo lo es en la medida en que decide por sí mismo. En la práctica no siempre es fácil pasar de la posición cómoda de culpabilizar al entorno a hacerse cargo de la propia conducta y sus consecuencias. Las técnicas para lograrlo pueden ser aparentemente tan sencillas como hablar siempre de uno mismo, prohibiendo los pronombres impersonales y las frases en tercera persona, o los verbos que indican obligación. «A nadie le gusta que le ignoren» significa en realidad «me duele cuando me ignoras», siendo la segunda formulación mucho más significativa y aprovechable psicológicamente hablando. También lo es mucho más decir «no quiero seguir, voy a romper esta relación» que «no puedo más, tengo que romper esta relación», aunque ello nos ponga en una situación más difícil, pues remite a una decisión propia y nos carga de responsabilidad. Nuestro lenguaje está plagado de fórmulas impersonales y es un buen ejercicio para cualquiera de nosotros, neuróticos o no, observar cómo las utilizamos para darnos distancia o eludir compromisos. Otra postura característica del terapeuta Gestalt es su interés principal por el presente. No le interesan las causas de las cosas (lo qué ya ocurrió) sino los procesos (qué y cómo está ocurriendo). Nunca hace preguntas que empiezan con por qué (también proscritas en las terapias sistémicas), pues conllevan una referencia al pasado y no proporcionan respuestas útiles. El darse cuenta y el ser consciente de las cosas se consigue haciéndose las preguntas “qué” y “cómo” (los sistémicos, dicho sea de paso, se preguntarían más bien “para qué”). Una de las técnicas más propias de la Gestalt es el diálogo de la silla vacía, o caliente (del inglés hot chair). Es una representación dramática en la que el paciente toma alternativamente el papel de dos aspectos o interlocutores en el mismo diálogo, valiéndose de una silla vacía físicamente presente como sede de la otra parte. El terapeuta modera el diálogo, sugiriendo los momentos de cambio de silla. Se usa para problemas no resueltos con otros o para dos partes de uno mismo de algún modo en conflicto (lo adulto y lo infantil, ser amable y ser estúpido). En este procedimiento se supone que la persona entra en contacto con emociones que ha estado suprimiendo y que gracias a ello se movilizan. Le permite o le obliga a experimentar abiertamente los sentimientos que se estaban evitando hacia la otra persona o la otra parte de sí mismo. Terapias sistémicas Los sistémicos destierran de su modelo y de su vocabulario las ideas convencionales de psicopatología, de diagnóstico y de síntoma. Lo que los psicoterapeutas tratan no son síntomas, sino fracasos (Ezama Coto et al, 2010), fracasos en que dejen de ocurrir las cosas que son calificadas de indeseables, por uno mismo o por otros. La sistémica hace particularmente suya, más que otros modelos, la idea proveniente del MRI de que los intentos de solución forman parte del problema (Watzlawick et al, 1974). Cuando un consultante acude a terapia, ya ha intentado por muchos medios que las cosas vayan mejor, o lo que es lo mismo, que no se repita la situación en la que ocurren los hechos que motivan la consulta. No es infrecuente que estos intentos –que pueden incluir de todo, desde poner en práctica consejos de amigos hasta terapias anteriores que no han funcionado– constituyan en sí mismos el problema, o al menos contribuyan a que la situación haya empeorado. Según esto, siempre hay dos clases de acciones implicadas en los problemas clínicos de las personas: las que producen los motivos de la queja original y las que fracasan en evitarlos. Pues bien, la cuestión es que en estas acciones siempre hay implicadas más personas aparte del propio actor, puesto que el éxito o fracaso de nuestras actividades humanas depende en gran medida de las facilidades o de los obstáculos que nos pongan los demás. Por eso, la sistémica sostiene que una teoría psicológica que no incluya a las personas que se ven afectadas directa o indirectamente por los problemas clínicos –principalmente los parientes más cercanos– es una teoría incompleta. El procedimiento terapéutico sistémico posee una puesta en escena peculiar. Siempre que es posible las sesiones tienen lugar con varios consultantes y no con uno solo, mejor con la familia al completo o al menos con los miembros más directamente implicados en el problema. Es preferible, aunque los costes no suelan permitirlo, que tampoco el terapeuta trabaje solo sino en equipo, con al menos otro observando la sesión a través de un espejo unidireccional o de un circuito cerrado de televisión. Poco antes de concluir la sesión, que puede durar bastante más de una hora, el terapeuta principal abandona la sala para recibir retroalimentación de sus colegas y pensar juntos las prescripciones que los consultantes se llevarán a casa. Las sesiones además suelen estar temporalmente bastante distanciadas, entre dos y cuatro semanas, pues se supone que los cambios se dan gracias a lo que ha ocurrido en la sesión pero una vez fuera de ella, en la vida real, y para eso hay que dejar tiempo. En general son terapias cortas, con unas diez sesiones como máximo, y es muy raro que superen las 15. El terapeuta sistémico trabaja basándose en una hipótesis que ha formulado a través de la definición del sistema (qué estructura tiene la familia y cuáles son sus reglas de funcionamiento), la definición del problema en términos sistémicos (cuándo aparece el problema, cómo se manifiesta, a quién afecta y cómo) y los intentos de solución anteriores y hasta qué punto han funcionado. La hipótesis de trabajo se formula de manera que contenga las posibilidades de intervención y de cambio. Lo mismo que una hipótesis en ciencia, no es verdadera o falsa, solo más o menos útil. Consiste en una afirmación que da explicación al síntoma incluyendo a los miembros de la familia afectados por él. Un ejemplo muy sencillo: el niño da mucha guerra para irse a la cama de modo que sus padres eluden hablar de su conflicto conyugal. Expresa un supuesto círculo vicioso, en el que los copartícipes están atrapados, que será el que hay que intentar romper con las intervenciones. El ciclo vital En este punto es obligado introducir el concepto también típicamente sistémico del ciclo vital familiar, porque muchas hipótesis se enuncian apelando a que alguna etapa de este ciclo vital no se ha resuelto de una forma satisfactoria. A pesar de la evocación psicoanalítica de esta frase, los planteamientos sistémicos nada tienen nada que ver con los psicodinámicos, ni en teoría ni en la práctica. A lo largo de la historia de una familia, sus miembros va pasando por una serie etapas vitales en una secuencia previsible, porque forman parte de momentos del desarrollo comunes a todos nosotros. Dentro de cada una de esas etapas surgen determinadas tareas o desafíos que es necesario resolver y que están siempre relacionados con los cambios y con los reajustes a los que la familia se ve obligada por las circunstancias propias de esa etapa. En consecuencia, las personas a veces tienen que hacer cosas nuevas porque su repertorio habitual de habilidades se queda corto. Esto puede suponer una crisis, que no es otra cosa que una etapa de adaptación personal y/o de reorganización. El ciclo vital no recoge acontecimientos inesperados, que también pueden introducir cambios en las familias, sino solo las etapas previsibles (véase también Navarro Góngora, 1992). Cada vez más, las familias se transforman como consecuencia de rupturas y nuevos enlaces que complican los árboles genealógicos. Con frecuencia creciente las etapas que recogen los esquemas clásicos del ciclo vital se superponen, se repiten o se cruzan. Para simplificar las cosas, veremos las fases del ciclo vital estándar, el de una familia sin divorcios y con ambos cónyuges de edad similar: Fase del ciclo vital Fase del ciclo vital Formación de la pareja Qué ocurre en él Tareas que deben resolverse Qué ocurre en él Tareas que deben resolverse Establecer las obligaciones de cada miembro de la Dos personas empiezan pareja Establecer los límites (las libertades) de cada a convivir miembro Dos familias se unen Establecer relaciones con las familias extensas y círculo de amigos de la pareja Reajustar la relación de pareja para hacer sitio a los hijos Aprender los roles parentales La familia con Nuevos miembros entran Establecer las obligaciones y responsabilidades hijos pequeños en el sistema familiar respecto del cuidado de los hijos Reajustar las relaciones con la familia extensa para permitir el rol de abuelo/a Reajustar la relación padres/hijos para permitir su independencia La familia con Los hijos salen y se Desarrollo de las relaciones entre iguales hijos jóvenes independizan Diferenciación del joven respecto a la familia Enfrentarse con problemas de la mitad de la vida Cuidado de la generación mayor Reajuste de la relación familiar para permitir la entrada de nuevos miembros (y familia política) Partida de los Los hijos se van y Aceptación de la ausencia de los hijos hijos forman nuevas parejas Reajuste de la relación padres/hijos (como adultos) Renegociación de la pareja de nuevo como díada Desarrollo de nuevos intereses y roles sociales Reajuste de la pareja con más tiempo libre Jubilación Fin de la vida laboral Apoyo de la generación posterior Afrontamiento del declive físico y de la muerte Todas las personas que vivan en pareja y tengan hijos pasarán por estas etapas, deberán enfrentarse a la resolución de las tareas correspondientes y lo harán de forma más o menos eficaz. Existen teorías psicopatológicas que sostienen que el ciclo vital es el guión clave para entender la enfermedad mental (por ejemplo, Cancrini y La Rosa, 1996). Esta perspectiva coloca el origen de todos los problemas psíquicos en las etapas relacionadas con la individuación, cuando los hijos maduran y amplían naturalmente sus horizontes fuera de la familia, y en concreto con las trabas y dificultades que se encuentran en este proceso. En todo caso, es en los momentos de crisis (entendiendo crisis como el necesario afrontamiento de un cambio) cuando se evidencia la fortaleza o la fragilidad de los individuos y de las familias. La solución de los problemas puede pasar por retroceder al momento del ciclo vital en el que han quedado tareas sin resolver y afrontarlas. Supongamos que una joven pareja no ha definido claramente y a satisfacción de ambos sus derechos y obligaciones mutuos (quién limpia o cocina, quién aporta el dinero, qué relaciones se mantendrán al margen de la pareja, etc.). Cuando nazca un bebé se encontrarán con dificultades mucho más serias para la necesaria reorganización de esos derechos y obligaciones que si hubieran cerrado la etapa anterior de forma adecuada. Técnicas sistémicas Lo primero que hace un terapeuta sistémico es confeccionar el genograma de la familia y el cronograma del problema. El primero es una representación gráfica parecida a un árbol genealógico que contiene toda la información relevante sobre la familia nuclear y extensa durante al menos tres generaciones e incluyendo tíos, primos, cuñados, etc., siempre que tengan una relación relevante con quien consulta (McGoldrick y Gerson, 2003). En él se reflejan la edad, ocupación y tipo de relación de cada miembro con el consultante y los acontecimientos importantes que hayan ocurrido en sus vidas. Es extremadamente útil para quien trabaja con familias, pues permite apreciar de un vistazo cómo es la estructura familiar. El cronograma es un relato cronológico de todos los acontecimientos familiares importantes, con especial foco en el desarrollo temporal del problema que lleva a consultar. Una de las cosas que más llama la atención de los terapeutas sistémicos son las extrañas preguntas que hacen. Sus técnicas de interrogación sirven a la evaluación del problema, pero no solo, también se consideran en sí mismas intervenciones terapéuticas. Las preguntas circulares revelan procesos peculiares de interacción: son preguntas a una tercera persona sobre algo que concierne a otra u otras. ¿Qué contestaría tu marido si le preguntara qué opina tu madre sobre lo que hiciste? Desde la perspectiva de la niña, ¿qué es lo que más le duele a su padre cuando discutís? Cuando tu madre sale con sus amigas, ¿a cuál de tus dos hermanos le afecta más la reacción de tu padre? ¿Qué tendría que hacer tu madre para que tu hermana recayera en su anorexia? Como se puede ver, las preguntas son a veces enrevesadas pero tremendamente fértiles, pues las respuestas no solo ofrecen información clínica importante para el terapeuta sino cambios de perspectiva para quien responde, y más aún para quien escucha la respuesta, pues se formulan también estando presentes en la consulta las personas susodichas. La pregunta del milagro, también llamada del hada madrina, sirve sobre todo para definir los objetivos que se quieren conseguir con la terapia, pero también indican al propio consultante hacia dónde dirigirse para mejorar las cosas. Durante la noche el problema se soluciona (milagrosamente, porque tu hada madrina te toque con su varita mientras duermes, por ejemplo). Mañana te levantas y no lo sabes, pero el problema ya no está. ¿Qué es diferente entonces? ¿En qué notas la ausencia del problema? ¿En qué lo notan los demás? ¿Quién sería el primero en notarlo? ¿Si tuvieras que hacer “como si” el problema aún estuviera, qué sería lo primero que harías? ¿Quién lo vería primero? Además de las técnicas que tienen lugar en el transcurso de las sesiones, los terapeutas sistémicos siempre envían a sus consultantes a casa con encargos para hacer. Las prescripciones pueden ser sumamente variadas e ingeniosas. No suelen ser cosas que uno deba “aprender”, es decir, destinadas a enriquecer el repertorio conductual del individuo o de la familia, sino más bien a cortocircuitar círculos viciosos y a colocar a la familia en la situación de tener que hacer las cosas de otra manera. Se le puede indicar a una esposa que mientras discute con su marido se suba a una silla; a un niño que acumule muchas monedas de un céntimo y las entregue a sus compañeros de clase cada vez que se burlen de él; al indeciso que se comporte los lunes miércoles y viernes como si hubiera tomado determinada la decisión y el resto de los días como si hubiera tomado la contraria. Las técnicas sistémicas son verdaderamente peculiares y algunas muy complejas, basten estos pocos ejemplos como indicación. Véase, eso sí, cómo todas ellas están dirigidas a incidir sobre la forma que las personas tienen de interactuar con otras y no a sus comportamientos aislados. Excurso: a vueltas con las adicciones Escojamos un problema frecuente en psicología clínica y en la vida cotidiana como espécimen para observar bajo la lupa de las diferentes escuelas terapéuticas. El consumo de sustancias psicoactivas es una buena opción: es un problema clínico en el sentido de que puede causar un deterioro grave del funcionamiento vital de las personas, pero al mismo tiempo se trata de conductas cotidianas, todo el mundo puede imaginar en qué consisten los problemas asociados a ellas. Hay adicciones muy variadas: con sustancia (drogas, medicamentos) y sin ella (bingo, videojuegos…). Todas tienen en común que “enganchan”, que se invierte en ellas tiempo o esfuerzo y que una vez abandonadas se recae con facilidad. Como todo en psicopatología, la frontera de la adicción con el consumo normal no es fácil de establecer, pero sí se puede decir que lo que caracteriza a una persona que bebe, juega o compra de una forma “patológica” (con perdón del uso de este término, habida cuenta de todo lo expuesto en el capítulo 4) no es precisamente el comportamiento de beber o el jugar en sí, sino más bien lo que hace mientras no está bebiendo o jugando. Las conductas relacionadas con planear, anticipar o hacer posible entregarse al objeto de la adicción son las que mejor marcan la diferencia. Esta aproximación sirve además para igualar las adicciones “clásicas” químicas con las modernas puramente funcionales. Como ya se señaló en el capítulo anterior, con los criterios actuales de diagnóstico de la dependencia de sustancias bien se podría diagnosticar la adicción al sexo o al trabajo. En todo caso, es interesante señalar que Szasz en 1974 ya desvirtuó esta diferencia con la habitual apisonadora de su sarcasmo cuando afirmó que el estudio de las toxicomanías pertenece al campo de la farmacología tanto como el estudio del bautismo pertenece a la química inorgánica: en las primeras interviene una droga; en las segundas interviene el agua. Carlota (33 años) y Julián (34) son pareja y viven juntos desde hace tres años. No tienen hijos. Carlota es funcionaria de la administración y tiene un puesto bien remunerado como jefa de sección; Julián ha estudiado empresariales y de momento no tiene trabajo fijo. Hace un año y medio se mudaron a la ciudad donde viven ahora debido al ascenso laboral de Carlota. Julián trabaja algunas horas en una gestoría y está pensando en establecerse por su cuenta. Carlota está preocupada porque casi desde el principio de su relación (se conocieron dos años antes de irse a vivir juntos) Julián bebe alcohol en exceso de vez en cuando. No ocurre muy a menudo, pero sí siempre que acuden a alguna fiesta o reunión con amigos o cuando salen de copas. Esto ha llevado a que Carlota se sienta muy incómoda en situaciones sociales y haya ido restringiendo más y más las salidas y la organización de encuentros. Julián se siente muy molesto porque dice que Carlota se ha vuelto aburrida y que no hay forma de animarla para hacer cosas. En varias ocasiones, Carlota ha intentado hablar de este tema con Julián, pero él rechaza sus quejas con el fundamento de que es normal que cuando uno sale beba más de lo habitual, que con ello no hace daño a nadie puesto que no conduce, y que beber es un asunto personal en el que Carlota no debe entrometerse. Dice que no tiene derecho a controlar su vida y que él se lo pasa bien así. Carlota acude sola a consultar el caso. Julián no sabe que ha buscado ayuda profesional. Carlota está desesperada y ya no sabe qué hacer. Cada vez se siente peor porque detesta a Julián cuando está borracho y se avergüenza, además le da miedo porque alguna vez él se ha puesto muy desagradable con ella y en una ocasión la dejó sola en plena calle. Piensa que no tiene ninguna influencia ni control sobre la situación, e incluso parece que cuanto más afectada se muestra ella, más irritado se muestra él y más alcohol toma. Se siente atrapada en una situación que le hace daño, que no entiende y de la que no puede salir. Se ha planteado la separación, pero en el fondo quiere mucho a Julián, generalmente se entiende bien con él, además de que le gustaría mucho tener hijos. Los intentos que ha hecho Carlota para solucionar el problema son: hablar con Julián; hablar con amigos para ver qué perspectiva tienen y evitar salir. Desde un punto de vista puramente moral, el bebedor es un perdedor, un minusválido, una persona sin fuerza de voluntad y con carencias de carácter. El modelo médico mantiene este mismo esquema basado en la debilidad, pero lo torna aceptable eliminando el componente ético: Julián es propenso a beber, probablemente exista una predisposición genética en la que radica la debilidad. Parece que todavía no sufre los fenómenos de tolerancia y abstinencia que definen la dependencia del alcohol propiamente dicha, pero pueden acabar desarrollándose. Sí es posible que padezca ya el síndrome tipo “bebedor de fin de semana”. En este caso quizá la dependencia sea todavía solo psicológica, pero también eso puede calificarse de trastorno, caracterizado por el consumo recurrente de la sustancia aún a pesar de conocer las consecuencias adversas de hacerlo. Evidentemente, esto sólo puede explicarse por la presencia de un proceso patológico que empuja a ese comportamiento destructivo. La idea de debilidad continúa con el psicoanálisis, que suele explicar la adicción como consecuencia de un yo frágil, que no se ha desarrollado debidamente por falta de atención en la niñez, o también por haber recibido consentimiento y atención en demasía. Según el modelo psicoanalítico, el consumo abusivo de alcohol puede entenderse también como un fenómeno de desplazamiento, esto es, de redirección de determinadas emociones hacia personas u objetos que no le son propios. Para el modelo conductual Julián presenta una conducta desadaptativa cuyo origen es una asociación de estímulos (beber alcohol y estar disfrutando con los amigos; o beber alcohol y sentirse desinhibido), que en origen ha sido y de alguna forma sigue siendo reforzante. El problema de la conducta adictiva es que está sobreaprendida, porque cada ensayo nuevo la refuerza más (cada vez que bebe obtiene esas consecuencias beneficiosas). Esta es la razón por la que es tan difícil dejarlo y tan fácil recaer. Lo mismo ocurre con el tabaco, en el que todas y cada una de las caladas constituyen un ensayo de reforzamiento, de modo que quien deja de fumar está obrando en contra de un aprendizaje instaurado a base de cientos de miles si no millones de ensayos reforzados. El modelo cognitivo sostendría que Julián ha desarrollado la creencia (errónea) de que puede afrontar mejor ciertas situaciones si toma alcohol, y también la de que dejar de consumir tendrá efectos desagradables. Estas creencias disfuncionales le mantienen pegado a su costumbre, pues la idea de cambiar le hace sentir miedo e inseguridad, lo que lleva a su vez a otras creencias erróneas referentes a minimizar el problema y a ignorar las consecuencias indeseables del consumo. Es posible que todo esto se haya desarrollado en Julián sobre algunas creencias preexistentes del estilo de “no soy capaz” o “no soy querido”. La perspectiva humanista plantearía que Julián está probablemente pasando por una crisis existencial. Está y se siente estancado en su desarrollo, sobre todo en el ámbito laboral. Su falta de madurez le impide avanzar como persona y también enfrentarse a la situación que Carlota le presenta como un problema. Julián rechaza asumir su propia responsabilidad en cuanto al daño que se hace a sí mismo bebiendo y los problemas que genera en su relación de pareja. Debe lo primero adquirir conciencia de lo que le ocurre para después construir y consolidar una identidad autónoma respecto al alcohol u otras cosas o personas de las que emocionalmente depende. El modelo sistémico sostendría que a Julián el alcohol le sale rentable. Para empezar, cuando bebe ejerce un control implacable sobre Carlota, que siempre está intranquila cuando salen y permanece todo el tiempo preocupada por él. Es más, en las épocas más difíciles, Carlota casi no piensa en otra cosa. Es probable que Julián se sienta en desventaja frente a su mujer y que esto le incomode (laboralmente por ejemplo), de modo que se sienta más seguro en la relación si ella se ve obligada a procurarle cuidados especiales (como es el caso cuando bebe). A Carlota a su vez le cuesta reconocer que se avergüenza de la inseguridad laboral de Julián y de su comportamiento inmaduro. Según la sistémica, el consumo de alcohol no tiene nada que ver con características personales de Julián, sino que es la forma en la que ambos están resolviendo un problema de otro orden. Así visto, los intentos de corrección (recriminar, querer volver antes a casa, etc.) no conducen a nada, son más bien los que a Julián le ayudan a sentirse seguro y dueño de la situación. Desde el punto de vista sistémico, las recaídas en las adicciones son frecuentes porque el consumo forma parte de los patrones estables y conocidos de interacción, aunque sean dañinos. Una adicción siempre expresa una disfunción familiar, puesto que no sólo el portador del síntoma –quien bebe– sino todos los demás miembros están implicados en y afectados por el consumo. Se puede decir de las familias con un miembro alcohólico que gran parte de la vida familiar se organiza en torno la conducta de beber. En verano solo se va a playas con chiringuito, por ejemplo. No se molesta a papá cuando está bebido. Se hacen por él las tareas que no puede asumir por culpa de su adicción. Los terapeutas familiares entienden que cualquier problema clínico, adicciones incluidas, es la mejor forma posible que posee una familia en un momento determinado para gestionar otro problema. No se trata de una cuestión de voluntad consciente, sino de algún círculo vicioso del que el consumo forma parte fundamental. En contra de la idea general de que el consumo de alcohol rompe las relaciones familiares, estadísticamente puede afirmarse que las familias con un miembro alcohólico son más estables, o al menos existen entre ellas tasas de separación y divorcio inferiores (Steinglass, et al., 2001). El consumo tiende a estabilizar los patrones y los lazos familiares, aunque sea de una forma perversa. Además, en periodos de abstinencia la familia al completo se ve obligada a elaborar unas reglas nuevas de funcionamiento que consigan al final un equilibrio nuevo y distinto al que había (Albrecht, 1997), y eso puede resultar enormemente costoso. Los demás actores de la trama alcohólica representan su propio papel. La pareja del bebedor espera que su voluntad sea fuerte y pueda controlar el consumo. Intenta ayudarlo, por ejemplo destruyendo el alcohol que hay en casa. Pero el bebedor suele encontrar escondites más refinados. Así demuestra el bebedor su autonomía, en una retroalimentación tipo “más de lo mismo” (correctivos para que el bebedor no beba) que tiene el efecto “más de lo otro” (seguir bebiendo). A veces se resume en un sencillo «te controlo porque bebes, bebo porque me controlas». Cuando se analizan las adicciones desde el punto de vista familiar intenta llegarse más allá de este círculo superficial para encontrar la función que cumplen como reguladoras de la vida familiar. El consumo excesivo de alcohol es un instrumento que confiere enorme poder al bebedor. Por un lado, quien bebe puede permitirse comportamientos vetados para los demás, pues durante la intoxicación uno no es responsable de lo que hace y dice. Puesto que el problema de la bebida es grave, el bebedor recibe mucha atención de la familia, lo que incluye asumir sus responsabilidades y tareas. Y aunque parezca paradójico, estabiliza las relaciones de pareja porque despista de otros conflictos, muchas veces por miedo a provocar el consumo, o simplemente porque el problema del consumo es más grave y ensombrece los demás. Quizá esto explique la estabilidad de las familias con un miembro alcohólico de larga duración. En el caso de Carlota y Julián, ella se encuentra ante la decisión de seguir con la carga que supone la bebida o romper la relación. Un terapeuta sistémico se interesaría tal vez por las cosas que podría hacer Carlota durante los próximos dos fines de semana para provocarle a Julián un exceso de bebida, y quizá le pediría como tarea entre sesiones que lo intentara al menos una vez. Si Julián estuviera también presente en la consulta, podría recibir la indicación de averiguar, de entre todas las cosas que Carlota haga durante los fines de semana, cuáles de ellas son “los deberes”, es decir, cuales están deliberadamente destinadas a hacerle beber (este es un excelente ejemplo de cómo una prescripción a dos implicados en el mismo problema es incomparablemente más potente que la prescripción a uno solo de ellos). La situación en la que les coloca el terapeuta con este mandato desmantela el trascurso habitual de la conducta de beber de Julián, lo que obliga a ambos a posicionarse ante el problema de una forma diferente. De esa nueva posición dependerá lo que ocurra en la sesión siguiente. [8] El concepto de psicopatología como pobreza en las posibilidades de reacción no es exclusivo de las terapias humanistas. La terapia ACT lo recoge y sistematiza con el nombre de trastorno de evitación experiencial (Luciano y Hayes, 2001). BIBLIOGRAFÍA Ackerknecht, E.H. (1992). Geschichte der Medizin. Suttgart: Ferdinand Enke. Albrecht, K.P. (1997). Familienkrankhait Alkoholismus. Oldenburg: Bis. American Psychiatric Association (2000). DSM-IV-TR. Barcelona: Masson. Bateson, G. (1972/1997). Pasos hacia una ecología de la mente. Buenos Aires: Lumen. Beck, A.T., Rush, J., Shaw, B. y Emery, G. (1983). Terapia Cognitiva de la Depresión. Bilbao: Desclée De Brouwer. Berne, E. (1966). Juegos en que participamos. Psicología de las relaciones humanas. México D.F.: Diana. Bertalanffy, L. (1968/1998). Teoría general de sistemas. México D.F.: Fondo de Cultura Económica. Beyebach, M. (2006). 24 ideas para una psicoterapia breve. Barcelona: Herder. Blech, J. (2004). Los inventores de enfermedades. 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