1 ETICIDAD O MORALIDAD: DOS ENFOQUES FILOSÓFICOS

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ETICIDAD O MORALIDAD: DOS ENFOQUES FILOSÓFICOS
EN EL PENSAMIENTO DE PAUL RICOEUR
Juan José Láriz Durón
Victor Hugo Salazar Ortiz
Departamento de Filosofía
Universidad Autónoma de Aguascalientes
jjlariz@correo.uaa.mx
vhsalaza@correo.uaa.mx
RESUMEN
El presente trabajo pretende mostrar las variaciones de los términos eticidad y moralidad en la obra
de Paul Ricoeur, a partir del sentido que les dieron dos importantes pensadores: Aristóteles y Kant.
La consideración semántica otorgada a dichos conceptos por ambos filósofos fue uno de los
pilares más importantes para el desarrollo del pensamiento ético de Paul Ricoeur. La ética, vista
desde la perspectiva teleologista aristotélica y la moral desde el deontologismo kantiano, se
conjuntan para darle un nuevo sentido práctico mediante la fusión de ambos, a través del término
eticidad.
Palabras clave: Eticidad, moralidad, vida buena.
1. Eticidad
El objetivo principal de la ética práctica desde Aristóteles es que ésta tienda hacia la ‘vida buena’,
para lo cual se requiere de instituciones justas ‘con y para’ el otro, a esto le ha denominado Paul
Ricoeur intencionalidad ética (Ricoeur, 1996: 176). Lo característico de esta intencionalidad está
enmarcado dentro de la noción de ‘vivir bien’, de ‘vida buena’ encaminada a la noción de praxis
que Aristóteles promueve en la polis griega. Mediante la praxis se buscan los medios que permiten
llegar a encontrar el camino donde ‘lo bueno’ se manifieste como principio que guíe el
comportamiento moral, y en donde dicha acción esté envuelta directamente por la elección y
determinación del acto elegido libremente a través de una valoración teleológica.
Un modelo medio-fin;1 en esta línea, no puede satisfacernos completamente por
mantenerse como un camino falso antagónico dentro de la intencionalidad ética. Habrá que
mostrar que lo que unifica a la praxis con el entramado ético, más que un discurso meramente
narrativo, son los patrones lógicos mismos de la praxis y los preceptos del ‘bien actuar’ y de las
‘buenas acciones’, los cuales son comprendidos, según Ricoeur, como ‘patrones de excelencia’; es
decir, “son reglas de comparación aplicadas a resultados diferentes, en función de los ideales de
1
Una explicación más amplia a este respecto, la encontramos en el análisis realizado por Gadamer
concerniente a la relación medio-fin, misma, que se refiere a la realización “entre el saber moral y el saber
técnico” referenciado con esto a la Tekne y a la Phrónesis. (Gadamer, 1997: 132 y ss).
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perfección comunes a cierta colectividad de ejecutantes e interiorizados por los maestros y los
virtuosos de la práctica considerada” (Ricoeur, 1996: 181). Hay que entender que las ‘prácticas’
son las actividades que se realizan y se establecen mediante reglas constitutivas del actuar diario,
y que son ‘prácticas colectivas’ que debe cumplir el sujeto, pero su alcance está más allá del
sujeto, es decir, lo que haga o deje de hacer el individuo, no sólo le afecta a él, también puede
llegar a tener repercusiones sociales. Por otra parte, dentro de las prácticas colectivas existen
grados o niveles, y el horizonte máximo de éstos suele considerarse como un ‘patrón de
excelencia’, el cual sirve como modelo para orientar la conducta y las acciones morales de la
sociedad. No obstante su realización y logro excluye conflictos, pues éstos forman parte del mismo
devenir social. El problema frente a esto es mostrar cómo esos ‘patrones de excelencia’ pueden
relacionarse con el colectivo ético del buen vivir individual, de manera que con ello se concrete el
buen vivir comunitario.
Al respecto Ricoeur señala lo siguiente:
Por una parte, antes de calificar como bueno al ejecutante de una práctica, los patrones de
excelencia permiten dar sentido a la idea de bienes inmanentes a la práctica. Estos bienes
inmanentes constituyen la teleología interna a la acción, como la expresan, en el plano
fenomenológico, las nociones de interés y de satisfacción que no se deben confundir con
las de placer. […] Por otra parte, el concepto de bienes inmanentes debe mantenerse en
reserva para una recuperación posterior dentro de la concepción propiamente normativa de
la moral, cuando se trate de dar un contenido a la forma vacía del imperativo categórico.
En este sentido, la idea de bienes inmanentes ocupa en nuestra empresa una doble
posición estratégica. (Ricoeur, 1996: 182).
Según Ricoeur la integración de la praxis a los planes de vida está implícita en el actuar, lo cual
incluye, como presupuesto, un proyecto global que puede ser autointegrador; es decir, la vida de
pareja, la familiar, la profesional, la política y otras acciones dentro de nuestra vida forman parte
del proyecto integrador individual y a su vez comunitario, conformándose por medio de éste un
plan de vida.
Lo anterior nos propone reflexionar sobre la noción ‘vida’ que brota del ‘Plan de vida’. Hay
que señalar que el concepto ‘vida’ apunta hacia una función, la cual, de acuerdo a como proponía
Aristóteles, la encontramos en un ergon, esto es como una tarea para el hombre en cuanto
hombre; función que lo caracteriza y lo encamina a tomar la vida en su conjunto. A partir de esto
surge la siguiente pregunta: ¿Podemos sostener que la praxis tiene un fin en sí mismo y que la
acción tiende hacia un fin último?
El referente a la praxis lo encontramos inserto en la relación que tiene con el plan de vida;
a saber, cuando elegimos la realización de cualquier profesión, las acciones ejecutadas en y para
ésta son las que pueden manifestar el ‘fin en sí mismo’ de la profesión. Si somos conscientes, no
siempre la realización va a manifestarse como en principio se ha trazado, pues debemos
3
considerar que esa actuación encamina hacia la phrónesis que está implicada -necesariamentecon el phrónimos2, es decir, en el hombre prudente.
Retomando la ‘unidad narrativa’, se observa que apunta hacia la ‘vida buena’ aristotélica
donde el sujeto es quien está envuelto en ambos términos, es decir, “la idea de unidad narrativa de
una vida nos garantiza así que el sujeto de la ética no es otro que aquel a quien el relato asigna
una unidad narrativa” (Ricoeur, 1996: 184), que tiende a una composición entre causas,
causalidades e intenciones, las que se conocen como el proyecto existencial 3 sartreano y que
apuntan hacia la fragilidad del hombre4 (Nussbaum, 1995: 34), en el actuar mundano.
Ante lo anterior, y centrado en el ‘vivir bien’, brota un cuestionamiento: ¿Cómo podemos
colocar ese ‘vivir bien’ dentro del plano ético-hermenéutico? Ricoeur nos da la respuesta a esta
interrogación:
Hay varias formas de introducir en este estadio final el punto de vista hermenéutico. En
primer lugar, entre nuestro objetivo ético de la «vida buena» y nuestras elecciones
particulares, se dibuja una especie de círculo hermenéutico en virtud del juego de vaivén
entre idea de «vida buena» y las decisiones más notables de nuestra existencia (carrera,
amores, tiempo libre, etc.). Sucede como en un texto en el que el todo y la parte se
comprenden uno a través del otro. En segundo lugar, la idea de interpretación añade, a la
simple idea de significación, la de significación para alguien. (Ricoeur, 1996: 185).
En suma, la ética viene a ser una reflexión que orienta nuestra conducta. La realización y el
resultado práctico (teleológico) dirigido por la reflexión ética es lo que hace que surja nuestra
eticidad, la cual es a su vez, resultado de nuestra propia historia narrativa.
2
MacIntyre refiriéndose a esto en su historia de la ética, hace mención del phrónimos aristotélico
vinculándolo con la deliberación humana, y dice: “La deliberación sólo precede a los actos que son elegidos
(en un sentido específicamente definido de elegido que implica deliberación), y Aristóteles señala
explícitamente que ‘no todos los actos voluntarios son elegidos’. De acuerdo con la posición aristotélica si se
infiere que podemos valorar cada acción a la luz de lo que hubiera hecho un agente que delibera antes del
actuar. Pero este agente imaginario tiene que ser, por supuesto, algo más que un agente. Tiene que ser
 el hombre prudente”. (MacIntyre, 1982, 75).
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Al hablar del proyecto existencial hay que hacer mención de dos pensadores: Encuentro a Heidegger quien
al hacer referencia al ‘proyecto’, lo propone no como un plan porque no se trata de planear, proyectar o
disponer de una realidad proyectante, sino de un proyectarse a sí mismo; de un ‘ser como proyecto’ donde la
existencia del hombre no es algo que ya es, o es dado; es un poder ser que se asume como ‘Dasein’ (Hombre)
que se proyecta en la medida que existente. Para Sartre, en este asunto hay un proyecto inicial que se
encuentra constantemente abierto a la modificación, de tal forma que se trata de un plan que está siempre, por
decirlo así, <pre-proyectado> y escribe: “El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente […]
y el hombre será ante todo, lo que habrá proyectado ser”. (Sartre, s.a.: 13).
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Más que hablar de ‘fragilidad’ del hombre, Martha Nussbaum se refiere a la ‘Vulnerabilidad’ en los
hombres, y caracteriza esa vulnerabilidad a las cuestiones éticas y al vivir bien como posibilidad en
circunstancias ajenas del actuar del agente –hombre- griego. Manifiesta en uno de los muchos
cuestionamientos que hay en su obra: “¿En qué medida puede un plan racional de vida contener elementos
como la amistad, el amor, la actividad política o el apego de las posesiones, todos los cuales siendo en sí
vulnerables, exponen a los avatares de la fortuna a quien fía su bien en ellos?”, pregunta que tiene una
implicación directa con la ‘fragilidad del hombre’ aquí apuntada. (Nussbaum, 1995: 34).
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2. Moralidad
Dentro del planteamiento ético-filosófico es elemental, al hablar de ética, hacer mención de la
moral. Este concepto será retomado a partir de la moral deontológica kantiana, a la que se opondrá
la eticidad aristotélica; considerando los mismos principios usados en la eticidad, los cuales son a
saber: el sí visto como ipseidad y mismidad, acumulados en el ‘Dasein’ heideggeriano y que tiende
a lo existenciario al retornar a la pregunta ¿Quién?; es decir, ¿en calidad de quién se distinguirá el
idem y el ipse ricouerianos vistos como existenciarios? La ‘calidad de quien’ ahora pasa a ser una
trascripción de la ‘calidad de mío’ ya mencionada.
Hacer mención de la deontología kantiana no nos separa de los casos de la ‘vida buena’,
traducidos aquí como asuntos de ‘obligación moral’ y que, a la par de la intención teleológica
aristotélica, se hacen –en principio- evidentes en el hijo predilecto de Königsberg al fundamentar su
concepción de guten wille (Buena voluntad), cuando escribe: “En ningún lugar del mundo, pero
tampoco siquiera fuera del mismo, es posible pensar nada que pudiese ser tenido sin restricción
por bueno, a no ser únicamente una buena voluntad.” (Kant, 1999: 117).
La declaración propuesta por Kant considera dos puntos de vista estructurados tanto en la
tradición teleológica como en la deontológica. El primer punto de vista es aquel que entiende
‘bueno moralmente’ como aquello que ‘es bueno sin tener restricciones’, son las condiciones
interiores y las circunstancias exteriores de la acción; conjeturando que lo bueno cuenta aún con el
arraigo teleológico y que el ‘sin restricciones’ es la parte que va dirigida hacia la moralidad. El
segundo punto de vista concierne a lo ‘bueno’ como parte constitutiva de la ‘voluntad’, de la ‘buena
voluntad’, que en un aspecto próximo a nosotros –como humanos- se puede expresar en términos
kantianos como: imperativo; nace dentro de este contexto la cuestión ¿Qué debo hacer? como
fundamento explícito del imperativo kantiano.
Hemos tocado el punto universalista de la moralidad, el paraje que nos conduce a
reflexionar sobre la idea de ‘deber’, (Rabade, 1988: 27), considerando que las limitaciones con las
que cuenta la voluntad están contenidas en una ‘voluntad finita’ –la del hombre-, entendida ésta,
como razón práctica que se presume ‘común’, en principio, a todos los seres racionales.
A la constitución de la ‘voluntad finita’ la encontramos determinada por las inclinaciones
sensibles: Ricoeur lo expondrá así:
De ello se deduce que el vínculo entre noción de buena voluntad –puerta de acceso a la
problemática deontológica- y la de una acción hecha por deber es tan estrecho que las dos
expresiones se convierten en sustituibles mutuamente. Una voluntad buena sin restricción
es, en principio, una voluntad sometida constitucionalmente a limitaciones. Para ésta, lo
bueno sin restricción reviste la forma del deber, del imperativo, de la restricción moral.
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Todo proceso crítico consiste en remontar desde esta condición finita de la voluntad hasta
la razón práctica concebida como autolegislación, como autonomía5.
Es en esta fase del planteamiento deontológico donde el sí encuentra el primer fundamento
de su estatuto moral al hacer mención de la autonomía enmarcada en una dimensión
interpersonal. Examinar la moral desde este lado es someter a prueba el epígrafe de ‘bueno’, sin
restricción alguna, bajo el estatuto de la voluntad finita como característica del imperativo
categórico. El estilo que se muestra de una moral de obligación puede igualar la voluntad buena a
la voluntad autolegisladora, tomando como base a la autonomía.
Nos ocuparemos ahora de un cuestionamiento propio de la buena voluntad: ¿Cómo se
puede saber, considerando a la acción, si la estima de una cosa se adecúa a la estima de la buena
voluntad, donde pretendo hacer universalizable la máxima de la acción? El planteamiento supone
un criterio de universalidad insertado en la estrategia epistémica de la finitud de la voluntad que
impele a adentrarse en las reglas de universalización kantianas que hacen, se incluya, en la
estrategia de la moralidad, una pretensión de universalidad que viene a ‘someter a examen’ a las
mismas reglas de universalización. ¿Qué debe entenderse por ‘reglas de universalización’? dichas
reglas son pensadas como máximas, “como principios tales que contengan el fundamento de
determinación de la voluntad, [...] que por eso haya venido a la mente de hombres de
entendimiento darla como una ley práctica universal.” (Kant, 1998: 109 y ss). Kant llama ‘ley
práctica universal’ a lo que estoy considerando como reglas de universalización, y esa
universalización es la que supone considerar su pretensión como el sometimiento a examen.
El deseo de pretensión de universalidad kantiana deja una exigencia, un tanto teleológica,
que va hacia los planes de vida desde la narración de una vida; decimos que un tanto teleológica
por la implicación interna encontrada en la práctica del sujeto de la acción a quien se le aplicará la
prueba de universalización, que se encuentra rotundamente explícita en el imperativo categórico
(Kant, 1999: 173). Hay que tomar en cuenta que el principio de ‘querer’ en Kant –al hablar de la
buena voluntad- es saber que lo que se universaliza es la Voluntad, no el acto y, además, la
intención,6 en el actuar también es importante para esa ‘buena voluntad’.
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(Ricoeur, 1996: 217). El planteamiento filosófico de Ricoeur va a mostrar el acceso a la reconstrucción de la
moral deontológica como obligación; planteamiento que nace del mismo Kant al escribir: “Para desenvolver
el concepto de una voluntad digna de ser estimada en sí misma y buena sin ningún propósito ulterior, tal como
ya reside en el sano entendimiento natural y no necesita tanto ser enseñado cuanto más bien aclarado, este
concepto que se halla siempre por encima en la estimación del entero valor de nuestras acciones y constituye
la condición de todo el restante, vamos a poner ante nosotros el concepto del deber, que contiene el de una
voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, sin que, ni
mucho menos, lo oculten y hagan irreconocible, más bien lo hacen resaltar por contraste y aparecer tanto más
claramente”. (Kant, 1999: 123).
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Kant habla de la intención de la siguiente forma: “La intención, esto es: el primer fundamento subjetivo de
la adopción de las máximas, no puede ser sino única, y se refiere universalmente al uso todo de la libertad.
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El carácter operante del imperativo categórico considera rasgos oponentes al objetivo de la
‘buena vida’, esto se convierte en un problema que se conjetura específico, a mostrar aquí como el
problema del ‘orden’ y de la ‘obediencia’. En el lenguaje ordinario el binomio ‘orden-obediencia’
puede caracterizarse dentro de los actos de habla, entendidos como locutor y alocutor, ‘el que
manda y el que está destinado a cumplir con lo mandado’ dentro de lo incluido por el imperativo
categórico. Lo concerniente al obedecer tiene otra implicación: la de la desobediencia, donde se
puede obedecer el imperativo, pero también se puede desobedecer, y ¿Qué hacer en este caso?
Kant muestra ese ‘obedecer-desobedecer’ como un conflicto patológico que toma en cuenta el
‘deseo’ (que debe ser obrar de acuerdo al deber), circunscribiéndolo a las leyes que tienen relación
con la voluntad, “porque les falta la necesidad, que, si ha de ser práctica, debe ser independiente
de condiciones patológicas, y por tanto, casualmente ligadas a la voluntad” (Kant, 1998: 104) del
sujeto que está en situación de mandar, obedecer o desobedecer de acuerdo a su -libre- albedrío.
La situación del sujeto nos traslada directamente a la posición kantiana de la ‘facultad de
desear’, en la que convergen dos tipos de máximas: las subjetivas y las objetivas; las primeras
consideran al sujeto como estructurador de ellas y las segundas inmiscuidas en la simple forma de
la ley, de la legislación.
El sujeto cuenta con albedrío –libertad- que se determina con la
representación de un objeto en el sujeto, cuestión por la cual “es determinada la facultad de
desear.” (Kant, 1998: 105) Nos topamos así con otra manera de ver, no ya la voluntad, sino la
libertad –albedrío- misma que se designa autolegislación y mejor dicho, autonomía. Es decir, en
este momento, la libertad puede designar a la voluntad dentro de su estructura fundamental y no
como condición de finitud.
La libertad –albedrío- será justificada por un par de términos, uno negativo y el otro
positivo.
En el negativo, la libertad es vista como “distinta de todos los fundamentos de
determinación de los sucesos en la naturaleza según la ley de causalidad;” (Kant, 1998: 110) y al
positivo lo seguiré desde un punto de vista más radical, donde “la autonomía de la voluntad es el
único principio de todas las leyes morales y de los deberes conformes a ella,” (Kant, 1998: 114) y
es la heteronomía la que se opone a la autonomía “por el precepto para seguir racionalmente las
leyes patológicas.” (Kant, 1998: 114) Ahora se puede proclamar, con Kant, que la moral reside
donde “La mera forma legisladora de las máximas sea sólo el fundamento suficiente de
determinación de la voluntad.” (Kant, 1998: 110) El aceptar a las máximas como fundamento de la
buena voluntad –de una forma positiva- implica que la obediencia verdadera es la autonomía.
La autonomía pretende ir más allá frente a la alternativa del diálogo; así, Kant pasa de la
simple formulación del imperativo categórico a una segunda fórmula, de la que me apropiaré para
seguir desarrollando la temática de la reconstrucción de la moralidad. El desarrollo avanza de la
Ella misma tiene, sin embargo, que haber sido adoptada también por libre albedrío, pues de otro modo podría
ser imputada”. (Kant, 1981: 34).
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forma de la universalidad, a la materia dentro de la cual las personas se conciben como fines en sí
mismos, sugiriendo con ello, ‘el reino de los fines’; discurriendo entre la unidad –de la forma-, la
pluralidad –de la materia- y la totalidad –que caracterizaré a la par de la moralidad- como
integradora del sistema.7 Sostuve anteriormente que la obediencia verdadera era la autonomía;
hoy dando un paso al frente voy a bosquejar los dos lugares que Kant señala como posibles de la
aporía de la virtud que, tienen relación con la autonomía.
El primer lugar tiene que ver con la ‘deducción’ y Kant lo enfila dentro del ‘hecho de la
razón’. Para nuestro filósofo, la ‘conciencia’ es un hecho, y como tal, es el único acceso posible
que tenemos para con la libertad. Ante esto, se puede decir que la conciencia nos ayuda a
encontrar la dimensión filosófica moral del ¿Quién?
Otro lugar dentro del pensamiento kantiano, se encuentra en la referencia al mal; aquí cabe
un cuestionamiento: ¿Cómo afecta el mal al imperativo categórico, y más concretamente, cómo
afecta al sujeto operante de ese imperativo? Hay que decir que el mal es perversión, corrupción,
inmoralidad, trastocamiento del orden y de la ley, donde se violenta, se hace daño e incluso, es el
mal empleo del –libre- albedrío. No es un mal con sentido diabólico donde el hombre diabólico está
endemoniado. El problema aquí es el surgimiento de una máxima en el sentido de ‘máxima mala’.
Kant se cuida mucho de no hacer de su proposición –categórica- una máxima con esas
características, pero de lo que sí está consciente es que el mal afecta al uso del –libre- albedrío en
la que la ‘libertad’ de actuar se encuentra presente. De este modo el mal está vigente en el sujeto,
en su autonomía y en la libertad de actuar; así, corresponde a la moralidad –deontológicaprosperar sobre el problema en cuanto a la afección –subjetiva- del uso de la libertad.8
La autonomía que he venido proclamando implica la afección del mal a ella: primero,
porque el mal, como tal, involucra una repugnancia en tanto que es un motivo contrario para el –
libre- albedrío; es decir, “hay que admitir pues, que la inclinación al mal afecta al libre albedrío,”
(Ricoeur, 1996: 230) y lo limitamos como un mal radical porque corrompe el sentido primero de las
máximas. Segundo, porque el mal, al ser radical, se incluye en las máximas y estando incluido en
ellas, reinterpreta al –libre- albedrío desde su posición, haciendo junto con él una herida en la
Kant lo manifiesta así: “La marcha discurre aquí como por las categorías de la unidad de la forma de la
voluntad (universalidad de la misma), de la pluralidad de la materia (los objetos, esto es, los fines) y de la
totalidad o integridad del sistema de las mismas. Pero es mejor si en el enjuiciamiento moral se produce
siempre según el método riguroso y se pone como fundamento la fórmula universal del imperativo
categórico”. (Kant, 1999: 203).
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Veamos la explicación que realiza Kant con respecto al mal: “Que el hombre en su especie no sea ni bueno
ni malo, o en todo caso tanto lo uno como lo otro, en parte bueno y en parte malo. Pero se llama malo a un
hombre no porque ejecute acciones que son malas (contrarias a la ley), sino porque éstas son tales que dejan
concluir máximas malas en él. [...] Para llamar malo a un hombre, habría de poderse concluir de algunas
acciones conscientemente malas –e incluso de una sola- a priori una máxima mala que estuviese a la base, y
de ésta un fundamento, presente universalmente en el sujeto”. (Kant, 1981: 30 y ss.).
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capacidad de obrar al ser determinante de la ley, ya sea en o contra ella; es esto lo que arrastra a
ese -libre- albedrío a actuar bajo una máxima con origen en el mal.9 (Kant, 1981: 31)
Para esta declaración adoptaremos la posición ricoeuriana donde se sostiene:
De la unión de estas dos ideas resulta la suposición que, en lo sucesivo, regirá todo el
recorrido de los momentos de la concepción deontológico de la moralidad: ¿no es del mal,
y de la inescrutable constitución del (libre) albedrío que se deriva de él, del que dimana la
necesidad que tiene la ética de asumir los rasgos de la moral? porque hay el mal, el
objetivo de la <<vida buena>> debe asumir la prueba de la obligación moral, que
podríamos reescribir en los siguientes términos: <<Obra únicamente según la máxima que
hace que puedas querer al mismo tiempo que no sea lo que no debería ser, a saber, el
mal. (Ricoeur, 1996: 132)
Recapitulando, la moralidad kantiana a pesar de su postura deontológica que puede ser entendida
como una limitante para la autonomía, da luces para el actuar libre de los individuos dentro de la
sociedad, sólo que esta acción debe apegarse a las formas establecidas tanto por su comunidad
como por la propia ética.
CONCLUSIÓN
Podemos decir, después de manifestar tanto la visión de la eticidad como de la moralidad y el
referente del individuo inmiscuido en ellas, que los dos términos propuestos por cada pensador,
desde el análisis de Paul Ricoeur, son átonos, es decir, cada uno engloba lo característico del ser
del hombre desde lo individual de cada quien, de manera que cada persona se encuentra en
posibilidad de manifestar su propio ser. Como se indicó, dentro de la eticidad nos encontramos con
los patrones de excelencia de la vida buena, mismos que incluyen aspectos que nos caracterizan
como lo que somos: seres humanos. Por su parte, la moralidad incluye las acciones y categorías
de buena voluntad, las cuales llegan hasta las raíces de un claro intento de universalización formal
de los compromisos humanos comunitarios, pero cuya validez encuentra su auténtico y
fundamental valor en nuestro libre albedrío.
“Por lo tanto, el fundamento del mal no puede residir en ningún objeto que determine el albedrío mediante
una inclinación, en ningún impulso natural, sino sólo en una regla que el albedrío se hace él mismo para el
uso de su libertad, esto es: en una máxima”. (Kant, 1981: 31).
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BIBLIOGRAFÍA
Gadamer, H. G. (1997) Verdad y método, Tomo I, Editorial Sígueme, España.
Kant, I. (1998) Crítica de la razón práctica, Traducción de E. Miñana et. al., Editorial Porrúa,
México.
__________. (1999) Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Traducción de José
Mardomingo, Editorial Ariel, Barcelona.
__________. (1981) La religión dentro de los límites de la mera razón, Traducción de Felipe
Martínez Marzoa, Alianza editorial, Madrid.
MacIntyre, A. (1982) Historia de la ética, Traducción de Roberto Juan Walton, Paidos, Barcelona.
Nussbaum, M. (1995) La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega,
Traducción de Antonio Ballesteros, La balsa de la medusa, Madrid.
Rabade, S. (1988) Kant: conocimiento y racionalidad, el uso práctico de la razón, Editorial Cincel,
Colombia.
Ricoeur, P. (1996) Sí mismo como otro, Traducción de Agustín Neira Calvo, Siglo XXI, México.
Sartre, Jean-Paul, (s. a.) El existencialismo es un humanismo, Traducción de Manuel Lamana,
Editorial Losada, Argentina.
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