12. El Tiempo, enero 19 de 2006. “El rescate de las islas”, Editorial.

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Enero 19 de 2006
EDITORIAL
El rescate de las islas
Tras décadas de forcejeos judiciales, el Gobierno decidió optar por una solución distinta
al desalojo para recuperar de manos privadas las Islas del Rosario, un territorio que hace
21 años fue declarado baldío reservado a la Nación, pero que hasta hoy usufructúan 139
particulares.
Según la fórmula anunciada por el ministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias,
quienes construyeron viviendas y hoteles en el archipiélago –en un proceso de invasión
ilegal iniciado hace medio siglo– podrán permanecer allí mediante el pago de alquiler.
Los nativos no serán desalojados, aunque no se les reconocerá como propietarios.
Para convertirse en concesionarios, los particulares deberán cumplir varias condiciones,
incluyendo las de respetar una franja de 10 metros de playas públicas, desistir de
cualquier acción sobre la titularidad de las islas y construir las obras que ordene la
Corporación Autónoma Regional del Canal del Dique (Cardique), responsable de
proteger los recursos ambientales de la región.
A primera vista, esta fórmula solucionaría la situación creada por la ocupación ilegal de
los terrenos, resuelta hace años por los tribunales, pero aún pendiente de dirimir en la
práctica. Los más satisfechos con esta deben ser los ocupantes, pues de cumplirse
estrictamente las disposiciones judiciales, la única alternativa legal es el desalojo. Las
acciones para recuperar las Islas del Rosario se remontan a 1984, cuando el Incora
(actual Incoder) las declaró propiedad de la Nación, en un acto confirmado por el
mismo instituto en 1986 y refrendado en el 2001 por el Tribunal Administrativo de
Cundinamarca. Entonces, el Consejo de Estado, en respuesta a una acción de
cumplimiento de la Procuraduría Ambiental, ordenó la recuperación de la zona.
La decisión de convertir en concesionarios o arrendatarios a los particulares instalados
en las islas ofrece una salida no traumática a los afectados y facilita el mantenimiento de
la actividad turística, que es una valiosa fuente de ingresos, no solo para quienes
explotan el negocio y los pobladores del archipiélago, sino también para Cartagena.
Pero la fórmula del Gobierno no deja de tener sus bemoles.
Por un lado, genera dudas legales, pues equivale a legitimar una invasión (algo que
también hizo el Incoder en octubre pasado con 10.000 hectáreas de las comunidades
negras en el Urabá chocoano y antioqueño que fueron ocupadas por cultivadores de
palma africana, detrás de las cuales, según denuncias avaladas por la Iglesia Católica,
estaban los ‘paras’). Algo que contrasta con la represión con la que se respondió a los
indígenas cuando ocuparon unas fincas del Cauca.
Tampoco está claro el tema de la reparación de los daños ambientales causados por los
ocupantes de las islas y la compensación que el Estado tiene derecho a exigirles por los
mismos. Aunque, en justicia, hay que reconocer que esos no son los únicos daños que
afectan al archipiélago, que los actuales propietarios han realizado valiosas mejoras y
que el principal deterioro ecológico lo causan los sedimentos del Canal del Dique. Al
igual que con la bahía de Barbacoas y con la propia bahía de Cartagena. Problema de
fondo que urge solucionar.
Otro factor de deterioro ambiental del archipiélago es que muchas de las edificaciones
particulares fueron hechas sobre la orilla del mar y con rellenos de material coralino,
cuyo empleo significó la destrucción de una de las reservas de coral más importantes del
Caribe. Lo que no está claro es si para restituir esa reserva a su estado original habría
que derruir las construcciones.
Es importante que las autoridades precisen hasta dónde están dispuestas a llevar el
proceso de recuperación del archipiélago, entre otros porque el procedimiento podría
aplicarse a casos semejantes. Por ejemplo, a las islas de San Bernardo, en el mismo
litoral Caribe, y a varios sitios de la costa del Pacífico en los que se han construido
casas de recreo e instalaciones turísticas sobre la playa y en tierras baldías. En todos los
casos, como es obvio, debería prevalecer el derecho de la Nación, reiterado por la
Justicia, de tener un pleno dominio sobre una propiedad pública de enorme valor
natural.
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