LUCERNA 5 – LA ORQUESTA DE DANIEL BARENBOIM Nabi “Mi orquesta es un laboratorio político”. Esa sorprendente manifestación fue pronunciada por Daniel Barenboim a Ivan Hewett, periodista cultural de The Telegraph de Londres, esta semana en Lucerna, el día después del éxito descomunal que tuvieron los dos conciertos de la East-West Divan Orchestra (EWDO) que dirige quien tiene las nacionalidades israelí, palestina, argentina (nació en Buenos Aires en 1942) y española (recibió el premio Príncipe de Asturias en 2002). ¿Qué director puede comenzar con ese adjetivo posesivo en primera persona? Él puede decir legítimamente “mi orquesta” por ser el sobreviviente y el único director que esa orquesta ha tenido en sus 15 años. Barenboim la fundó y la puso en marcha junto con el destacado filósofo y crítico literario palestino Edward Said, nacido en Jerusalem en 1935, que murió de leucemia en 2003. Said, ciudadano y profesor en varias universidades de los Estados Unidos, fue un notorio activista de la causa palestina y ferviente opositor a la política colonial del estado de Israel. Un promotor de la paz en Cercano Oriente que, en el año 2000, fue fotografiado arrojando una piedra a la alambrada instalada en la frontera entre Líbano e Israel. Said era, además, un consumado pianista y el celebrado crítico musical de The Nation, autor de tres libros de música. ¿Quién si no él podía unirse a Barenboim en la quijotesca empresa de crear una orquesta formada por supuestos “enemigos”? “Un laboratorio político”, dijo el director, pues en el ensamble se reúnen músicos de todos los países árabes con intérpretes israelíes y, últimamente, también españoles. Los dos fundadores empezaron desde cero y fueron formando a músicos jóvenes e inexpertos, ajenos a la tradición orquestal de occidente. En el arte encontraron la manera de remontar las tensiones provenientes de los conflictos nacionales, ideológicos, étnicos y religiosos y acabaron por constituir una fuerza musical que es aclamada hoy tanto por sus logros artísticos como por su historia y lo que representa en el mundo contemporáneo, atónito ante ese insulto a la civilización que todos presenciamos con espanto cada vez que abrimos un periódico o prendemos la televisión. Volvamos a Lucerna, agosto de 2014. Este insólito y ya experimentado conjunto tuvo a su cargo dos conciertos donde sobradamente demostraron esa doble condición de excelsitud artística y lucidez política. El exigente público de Lucerna ovacionó ambas cualidades después de cada obra ejecutada aplaudiendo a la figura carismática de su director, alguien que ya tiene méritos indiscutibles para recibir, junto con su orquesta, el Premio Nobel de la Paz. En el primero de los conciertos se estrenó Ramal, nombre de una forma métrica de versificación arábiga que viene del siglo VIII, obra escrita en 2014 por el compositor sirio Karem Roustoom (nacido en Damasco, 1971), dedicada a Edward Said. Rostoom es célebre por sus composiciones para el dúo pop Beyoncé y Shakira y por sus premios por partituras para filmes. En la misma noche la orquesta ofreció el estreno mundial de Sonidos Resonantes del israelí Ayal Adler (Jerusalem, 1968), un artista influido por Bela Bartók que reconoce influencias procedentes de la música yemenita y sefardí. Esta obra está dedicada a la West-Eastern Divan Orchestra y a Daniel Barenboim. Ambas obras se distinguen por la aglomeración de sonidos que yuxtaponen momentos de suave delicadeza y erupciones insólitas con abruptos cambios de tempo y dinámica, con secciones de música de cámara que alternan con abrumadores tutti orquestales. Oyéndolos se asiste a lo que Roustaam, el sirio, ha llamado con exactitud aunque sin originalidad: “el perturbado estado del mundo”, añadiendo: “y la desastrosa situación actual en Siria a la que esta música agrega una voz de protesta”. Evidente aunque más sutil es el carácter político de la segunda parte de ese primer concierto de esta “orquesta de Barenboim”. En ella, las fuerzas instrumentales se reunieron para ejecutar junto a grandes figuras de la lírica una de las obras más hermosas de la música occidental: el segundo acto de Tristán e Isolda de Richard Wagner. Los cantantes fueron los mismos que se presentan con Barenboim desde hace por lo menos catorce años (los que yo recuerdo) en Berlín, antes con la Sinfónica de Chicago y con la Orquesta de la ópera de Berlín: Peter Seiffert (Tristán), Waltraud Meier (Isolda) René Pape (el rey Marke) y, como novedad, este año, la mezzosoprano rusa Ekaterina Gubanova (Brangania) y el tenor alemán Stephan Rügamer (Melot). Todo fluyó maravillosamente aunque puede decirse que el aumento de volumen corporal de Seiffert y Meier, el peso de los años y cierta disminución en el volumen vocal de ambos deberían excusarse en nombre de la belleza de la música de Wagner. Sus nombres y sus figuras siguen siendo emblemáticos e irremplazables para esos roles. Evidente y sutil es la inclusión de esta música en el programa de Barenboim pues, como sabemos, en Israel sigue vigente la prohibición de ejecutar la música de Richard Wagner. Se acepta que uno de los actos políticos más discutidos (y más aplaudidos) del director palestino-israelí fue incluir como encore fragmentos orquestales de Tristán e Isolda al terminar un concierto en Tel Aviv. En una afirmación que parece paradójica pero es exacta ha dicho: “Abstenerse de tocar a Wagner es dar a Hitler una victoria póstuma”. La otra provocación consistió en leer la declaración de la independencia de Israel en un acto en la Knesset (parlamento) organizado en su honor y en el de Mstislav Rostropovich. El texto que Barenboim leyó y provocó la cólera de la ministra de Educación decía: “El estado de Israel se consagrará al desarrollo del país para el bienestar de todos sus habitantes. Se funda sobre los principios del derecho y la libertad, y del bienestar de todos sus hombres, guiados por las visiones de los profetas de Israel. Sin considerar las diferencias de religión, raza o sexo, garantiza a todos sus ciudadanos iguales derechos sociales y políticos. Garantiza su libertad de culto, de opinión, de lengua, de educación y de cultura.” A esas frases las refrendó agregando: “La ocupación y el control de otro pueblo contradicen el ideal de Estado que tenían los padres fundadores de Israel”. A continuar. LUCERNA 6 – BARENBOIM, AL DIA SIGUIENTE Nabi Si el concierto de ese “laboratorio político” que es la East-West Divan Orchestra fue dominado claramente por los aspectos políticos en el día del debut, muy otra fue la idea que presidió al segundo de los conciertos, dedicado por completo a la pura música y cabalmente despolitizado. En la primera parte el director se lució también como solista en la ejecución del último de los conciertos para piano y orquesta de Mozart, el número 27, en si mayor, compuesto en 1791, año de su muerte. La violencia pasional del día anterior con los estrenos y el Wagner del día anterior cedieron su lugar a la ternura y la calma jovialidad de una obra bella aunque no revolucionaria, en las fronteras entre el clasicismo y el romanticismo, que ratificaba la maestría formal alcanzada en 1791 por aquel joven de 34 años que ignoraba la proximidad de su fin. Barenboim realizó una lectura agraciada, transparente y poética con un tiempo justo, diáfanas notas en el piano y cuidado por los matices en la sonoridad alternante de las cuerdas y las maderas que bien puede guardarse en la memoria. Mucho más prosaicos fueron el programa y el clima imperantes en la segunda parte del programa pues Barenboim y la orquesta árabe-israelí ejecutaron con excitación y casi sin piedad toda la música orquestal de Maurice Ravel inspirada en España: la Rapsodia, la Alborada del gracioso, la Pavana para una infanta difunta y, finalmente, como era de esperar y de temer, el Bolero. La performance fue (casi) inobjetable y el entusiasmo del público fue creciendo a pesar de lo conocido y hasta trillado de este repertorio. Dicho sea de paso, si alguien quiere divertirse encontrando algo nuevo en el Bolero, me permito decirle que sí lo hay, a disposición de cualquiera dispuesto a guglear “Le batteleur du Bolero de Ravel”, cortometraje del inefable director francés Patrice Leconte (El marido de la peluquera). Leconte sigue la pieza musical a través del rostro del perpetuo tamborilero y, en una de las dos versiones disponibles en you-tube, acompaña la música con hilarantes comentarios acerca de lo que probablemente piensa el batidor mientras golpea el parche con sus palillos exactos de relojero tan suizo como el padre del compositor y tan españoles como su madre vasca. Si quiere divertirse aun más, de manera distinta y más “seria”, pero no menos jocunda, puedo recomendar la breve novela Ravel (París, Minuit, 2006), de Jean Echenoz (*1947), donde se describe de manera retrospectiva el progreso de la demencia del compositor a partir de su viaje a los Estados Unidos en 1928. Lo sugerente para mí fue, escuchando el concierto en Lucerna, poder presentir que la perseveración demencial se esboza ya en la constante repetición de las frases “españolas” en la primera pieza, el Preludio a la noche, y en la última, la Feria, de la Rapsodia española y alcanza su culminación en el presunto “síntoma” que sería el Bolero. La idea, surgida de la imaginativa reconstrucción de Echenoz, es hilarante, aunque sea injusta e inexacta pues no tiene en cuenta las maravillosas producciones del genio de Ravel en los últimos años, especialmente en los dos conciertos para piano, posteriores al Bolero de 1928, donde refleja su pasaje por los Estados Unidos con la incorporación de los ritmos de yaz y olvida también las fabulosas orquestaciones que produjo poco antes de que la devastación neuronal lo llamara al silencio. No solo había que oírlo sino también verlo a Barenboim dirigiendo con las manos plantadas en la baranda de atrás del podio, tan solo mirando a los músicos en esa obra que todos, intérpretes y público, conocen de memoria y donde el tamborilero resulta ser el personaje más notable del show. Pues de eso se trataba en un Barenboim que parecía inspirado por las audacias populistas de su joven colega venezolano (y también, cuando quiere, músico talentoso) Jorge Dudamel. Llevando a la cúspide sus dotes demagógicas el director ofreció nada menos que cuatro encores tomados de lo más conocido de la Carmen de Bizet. Concluyó el concierto con un breve discurso en el que recordó que venían, la orquesta y él, de unos conciertos en las calles de Buenos Aires. La evocación de esa experiencia porteña lo llevó a terminar el concierto con un tango-milonga: El firulete. El autor de esa música es Mariano Mores, un prolífico compositor de tangos que se acerca a los 100 años de edad. Imagine el lector de musicaenmexico.com.mx la recepción que tuvo en la colmada nave del Konzerthaus de Lucerna este final exultante y, por qué no decirlo, tan atractivo como banal. Las ovaciones no hicieron olvidar que, como sucede en todas las salas de concierto del mundo, si se quiere hacer oír el tango, hay que recurrir a las suaves audacias de Astor Piazolla que tendrá, por fin, su monumento en una de las esquinas más céntricas de Buenos Aires. Lo que no puede negarse es que el argentino-israelí-palestino sabe lo que quiere y que, guste o no, consigue sus objetivos al hacer que cada nota y cada movimiento de su batuta se cargue de connotaciones políticas implícitas, no perturbadoras del discurso musical. A continuar