Política y juventud: Transformaciones en el cruce de siglos* “La juventud está en el centro del lugar donde nace lo nuevo” (Passerini, 1996)) Dra. Florencia Saintout * Trabajo presentado en la Jornadas de Debate sobre Transformaciones del Espacio Público, Universidad Nacional de Quilmes, marzo 2009. Se podría decir de manera un tanto sintética, y asumiendo los riesgos de una afirmación excesiva pero no por eso menos cierta, que el espacio público moderno ha sido desde sus orígenes y por muchísimo tiempo un espacio blanco, masculino, heterosexual y adulto. O más bien: un espacio donde las voces de lo no blanco, lo no varón y lo no adulto (lo “no” ciudadano) han estado ausentes, silenciadas, pudiendo hacerse oír sólo en ocasiones y de maneras balbuceantes. En este sentido es que la emergencia de los jóvenes en el territorio de lo público se da recién en el siglo xx, más allá de algunas excepciones previas en las que podemos situar sin lugar a duda la presencia en la región del movimiento estudiantil reformista de 1918. Es a mediados del siglo XX que de la mano de otros movimientos (el movimiento de los derechos civiles, los feminismos, el black power, lo beat, los movimientos pacifistas contra la guerra de Vietnam…), que los jóvenes irrumpen en las plazas y calles desafiando un orden que los relegaba a ser el futuro desde la ausencia de todo tipo de agencia en el presente. Son varios los procesos que intervienen en esta toma del espacio público: el papel que viene jugando la extensión de la educación hasta el momento; unos modelos de política estatal basadas en el tutelaje y en la creación jurídica de la figura del menor; el protagonismo que durante las guerras habían tenido los más jóvenes; el desarrollo de las industrias culturales que los interpelan particularmente y con una evidente eficacia. Lo cierto es que para esta época los jóvenes emergen en el espacio público impugnando las culturas parentales y lo hacen como culturas subalternas con respecto a la cultura adulta. Jóvenes en plural, constituyen una generación en singular que se enfrenta a los valores de una cultura adulta, marcada en términos etarios. Pero además, grandes mayorías de esos jóvenes se enfrentan a una cultura hegemónica en términos de clase protagonizando experiencias con el objeto de transformar el orden político, social y económico. Disputando el Estado. Y para esto lo hacen organizándose a través de estructuras partidarias, más o menos verticales, de estructuras sindicales, con prácticas políticas que se inscriben dentro de la tradición política moderna. Con proyectos sostenidos en un tiempo que claramente ubica el pasado y una línea de acción hacia el futuro, y levantando grandes banderas en las que la subjetividad, o el yo aparecen subsumidos: la patria o la muerte; el partido; la revolución con la plaza como emblema de lo público en disputa. Existe un conflicto central y existe un proyecto que señala un camino posible hacia adelante. Para la década del setenta, si se piensa en la Argentina (aunque este no es un proceso puramente local) se está en el momento en que los movimientos juveniles logran posicionarse más cerca que nunca del lugar de consagrar un estatuto cultural y político contrahegemónico con respecto a las clases dominantes que son además adultocráticas: la gloriosa JP, o montoneros al poder; los jóvenes al poder (1) . Luego de la derrota Luego de la derrota política más profunda en los setenta (derrota que claramente tendrá además su correlato en el territorio de la lucha armada y sus consecuencias en la implementación de un modelo liberal excluyente que se continuará durante décadas) deja de existir UNA juventud en el espacio público. Más bien los jóvenes en plural intervendrán en el nuevo territorio de lo público que aparece polarizado, fragmentado, atravesado por una feroz precariedad al servicio de la privatización de mercado. Cerrado a partir del discurso de la seguridad ciudadana que ve en los jóvenes (y particularmente en los jóvenes pobres) uno de los principales sujetos del peligro. En paralelo a la desarticulación del Movimiento Obrero con mayúscula y la emergencia de los movimientos sociales con m minúscula; en el contexto de declive del llamado “socialismo real” y la victoria de los modelos neoliberales, se efectúa un corrimiento desde la política hacia el mercado que posibilitará la emergencia de nuevas prácticas juveniles en el espacio común. Haciendo el ejercicio de una complicada síntesis, se dirá que estas nuevas prácticas juveniles (la mayoría de ellas asistemáticas; ancladas en el presente; adhiriendo más a causas que a proyectos; con el subjetividad en primer plano; y en un contexto de denuncia al campo de la política tradicional) se mueven en nuevas territorialidades de lo público. Estas nuevas territorialidades podrían ser: 1) El espacio público mediatizado y extendido. 2) La socioestética del cuerpo como uno de los principales soportes del gesto de impugnación de un orden social. 3) Y otra vez la calle: los jóvenes no han dejado la calle, sino que ésta es usada de nuevas modos, entre ellos, el de la violencia expresiva. En el espacio público mediatizado La generación actual de jóvenes es una generación socializada multimedialmente. Es decir, que es una generación que “aprende” o se alfabetiza simultáneamente en las gramáticas audiovisuales soportadas en diferentes medios y tecnologías que han ido transformando radicalmente el espacio público. Un espacio público que aparece para ellos con borraduras o redefiniciones en los límites que separaban lo público de lo doméstico, lo material de lo virtual. No es que es un espacio menos real, si no que tiene características distintas: no necesita de la presencia material de los cuerpos; se amplia a límites insospechados para las generaciones anteriores (el mundo “se achica”), y fundamentalmente, puede ser una extensión del espacio doméstico cotidiano, aquel que es protagonizado por el nombre propio, sin restringirse a éste. A través de las nuevas tecnologías los jóvenes crean reden sociales: este es el principal uso de los jóvenes, más allá de las diferencias de uso entre clases. Crean redes de encuentro, de discusión de temas diferentes, de intervención en causas específicas. Y lo hacen desde dar testimonio del Yo, la propia subjetividad, poniéndola en el primer plano del espacio común. A través de los fotolog, los Facebook, a través del chat, los jóvenes, y sobre todo los jóvenes de sectores medios, hablan y se conectan a un mundo (con la gramática del inmediatismo; de la imagen hecha de todo aquello que niega la cultura escritural: la emoción, la cercanía, la multiplicidad de vías de entrada y salida, la discontinuidad) que es virtual pero que también se materializa de muchas modos, entre ellos, con su traslado y transformación dentro de algún espacio de la ciudad: la Web para luego encontrarse en la plaza , en el Shopping, en la calle . Si la plaza se ha convertido en una habitación/global, en una global/habitación, ésta es un territorio donde la individuación o subjetivización está presente como nunca antes en la historia, lo cual no necesariamente habla de jóvenes más individualistas. Pero no creen que esto puede ser resuelto a través de un partido político o desde la participación en una estructura tradicional. Y mucho menos, desde una estructura que esté por sobre sus propias subjetividades. A modo de síntesis de este nuevo territorio del encuentro se dirá que es un espacio por fuera de las lógicas escriturales que diseña unos nuevos modos de estar juntos básicamente virtuales (lo que no quiere decir no reales) donde las leyes de la subjetividad están en el centro. Pero por otro lado, se afirmará que es un espacio donde se reproduce la polarización social. Según la Encuesta Nacional de Consumos culturales realizada por el Ministerio de Educación de la Nación del año 2006 en la actualidad el acceso a las nuevas tecnologías por parte de los jóvenes no es un problema. O dicho de otra forma: nunca antes ha sido tan extendido como ahora: no hay ciento de los jóvenes tiene Internet en su casa, pero el “No acceso” (el 15 por 90 usa; el 30 por ciento de los jóvenes tiene PC en su casa, pero el 90 por ciento la usa). Sin embargo, no se podría decir que los usos son los mismos, o que se ha democratizado el uso simplemente por el acceso: esa misma encuesta señala la existencia de usos diferenciales de acuerdo al sectores social a los que se pertenece, de acuerdo a los capitales posibles de ponerse en juego a la hora de la codificación y decodificación de estas tecnologías que como siempre son sociales antes que técnicas. Es así que mientras los sectores subalternos tienen un uso fundamentalmente instrumental de las mismas, para los sectores medios y altos es la construcción de un espacio de socialidad. La brecha una vez más se reproduce en los modos de discusión y diseño de un nuevo territorio social en los que unos entran con capitales más complejos, y otros completamente descapitalizados. Por otro lado hay que señalar que si bien es verdad que estas nuevas alfabetizaciones tecnológicas dotan de una extraordinaria e interesante complejidad para el diseño de nuevas prácticas en el espacio de lo público de las cuales los jóvenes son protagonistas, no siempre, subalternos, y mucho menos en los sectores existe en ellas un lugar donde se aprendan y se socialicen ciertos saberes y valores (otrora patrimonio del estado moderno a través de la escuela) ligados a la ciudadanía, a una dimensión de derechos y obligaciones para la vida común que no sea sólo una socialización de mercado. Los jóvenes hoy no saben muy bien cuáles son sus derechos ciudadanos, ni como pelearlos, ni ante quién hacerlo. Y es poco de eso lo que aprenden a través de los usos de las tecnologías. Socioestética del cuerpo Ante un espacio público que demanda una socialidad restringida a las lógicas de la seguridad y el consumo, los jóvenes encuentran en los usos de ciertos objetos a través del compromiso del cuerpo un territorio para expresar unas identidades que no aceptan ser reducidas a la objetividad del mercado. Si las lógicas de la biopolítica dominantes reducen los cuerpos jóvenes o a mercancías que se compran y se venden el mercado por un lado, o a cuerpos condenables, deshechables por peligrosos en el otro, los jóvenes van a utilizar tácticamente la materialidad de sus propios cuerpos y el uso de ciertos objetos resignificándolos a la manera de estilo para dar respuesta a un espacio social que les obtura la entrada. El estilo es el conjunto de elementos materiales e inmateriales utilizados por los jóvenes para manifestar públicamente su identidad social, que mediante las técnicas del bricolage y homología se plasman en lenguaje, estética, música y demás creaciones culturales. Dice Hebdige (Hebdige, p.34, 1979, 2004): “el estilo viene cargado de significación. Sus transformaciones van contra natura, interrumpiendo el proceso de normalización. Como tales, son gestos. Movimientos hacia un discurso que ofende la mayoría silenciosa, que pone en jaque al principio de unidad y cohesión, que contradice el mito del consenso”. El estilo forma parte de una subcultura, es decir, de una cultura subalterna con respecto a una hegemónica que lo niega como tal. Si para la posguerra en países europeos e incluso latinoamericanos, como México, se comienza a hablar de subculturas juveniles, en la Argentina de los noventa, del cruce de siglos, las llamadas tribus urbanas son uno de los lugares fundamentales desde donde los jóvenes se inscriben en el espacio público. Las llamadas tribus (se destaca lo de “llamadas”, ya que la categoría tribu no es neutral y tiene una importante historia etnocéntrica en las ciencias sociales por lo que más que de tribus se opta aquí por hablar de subculturas (2), o culturas juveniles) son agrupaciones de jóvenes que comparten una cultura común entre pares, manifestada generalmente en una adscripción identitaria ligada a la música, a ciertos usos del cuerpo, a objetos, vestimentas, peinados: a lo que los estudios culturales han nombrado como estilo. A un uso de los objetos que les ofrece el mercado pero otorgándoles nuevos sentidos que les permita expresar una identidad. El estilo permite en ocasiones la transformación del estigma de ser joven y pobre, es decir, sobrante, en emblema de identidad. De una identidad cuya legitimidad se pelea a manera de táctica en un espacio público excluyente, que ha hecho de los jóvenes (de ciertos jóvenes) en las últimas décadas uno de sus principales blancos de criminalización Los usos de los objetos a través de la exposición del propio cuerpo no puede entonces ser pensados sólo como una moda dictada por el mercado, sino que hay en esta intención de marcar y usar los objetos la apertura de un camino para dar testimonio en el espacio público, para hacerse reconocer, para dramatizar una identidad que no encuentra otras vías para ser narrada. En el tatuaje, en los colores y las formas del vestido es que los jóvenes dan testimonio de que están, y de que están en un gesto que podría ser leído desde una socioestética de la resistencia a un orden que los niega. El riesgo, es atribuir a estos elementos una capacidad de acceso a la ciudadanía: “la dimensión expresiva no agota la identidad” (Reguillo, 2001). En la calle: la violencia expresiva Mientras que aquellos fascinados con las nuevas tecnologías y el mercado celebraban la desaparición de la calle y el retiro a lo privado, la presencia de nuevos usos de la calle por los sectores juveniles que prontamente iban a ser tomados en función de la gestión del miedo se fueron desarrollando en nuestras ciudades. Al hablar de las transformaciones del espacio público y la juventud, no puede dejarse de lado el impacto que sobre las nuevas generaciones tienen las consecuencias de precariedad producto de las política neoliberal. Y uno de los lugares en que se ve ese impacto es en la irrupción de los jóvenes en el espacio público a través de la fuerza, del enfrentamiento entre pares. Según el informe del CEPAL 2008 sobre juventud “una gran mayoría de quienes participan en actos violentos contra jóvenes son personas del mismo grupo de edad y género que sus víctimas”. (3) Cotidianamente se ve cómo los medios nos bombardean con las imágenes de jóvenes que protagonizan peleas callejeras, enfrentamientos entre bandas, golpes. Dejo de lado en este momento la crítica a un discurso mediático que estigmatiza a los jóvenes como violentos y los ubica como sujetos del deterioro social. El periodismo no puede pensar lo que llama violencia: sólo se limita a lo que supone su descripción en lo que por lo contrario es un acto de clara clasificación. Pero lo que interesa en este momento es señalar cómo es que junto a esta mirada de los medios, los jóvenes, fundamentalmente varones (pero no solamente varones, la inclusión de a poco de las mujeres es una característica novedosa) irrumpen en la escena pública a través de prácticas donde la fuerza es la que define las reglas de juego. Y que en lugar de ser irracionales, sin sentido, se sostienen para ellos mismos sobre una racionalidad que no es fundamentalmente instrumental si no que es expresiva. Es decir, pareciera ser que no se está sólo ante una violencia que sopese medios con fines para lograr un objetivo: para obtener algún beneficio, o para forzar una voluntad, o para obtener sustancias u objetos No es sólo una violencia para obtener algo sino más bien para decir algo. Una violencia que no se ajusta, que no se restringe a una racionalidad instrumental, con arreglo a fines, sino más bien a una racionalidad expresiva. Entender qué es lo que estas violencias dicen remite sin duda a la ausencia de pactos sociales comunes en el espacio público, a la profunda crisis de las instituciones que durante años soportaron un orden social. La llamada descivilización y crisis de las instituciones modernas sumada a contextos de sociedades excluyentes han consolidando la posibilidad de que no existan reglas de juego ni sentidos para la vida comunes. De la mano de estos procesos se derrumban también las capacidades de las mediaciones discursivas y simbólicas para encontrarse con los otros. La socialización se sostiene más sobre procesos de enfrentamiento y discriminación que en procesos de reconocimiento de uno mismo en el otro. Hace unos pocos años Gabriel Kessler (2004) realizó una investigación publicada en el excelente libro El delito amateur, donde demuestra la dificultad que tienen los jóvenes (él trabaja específicamente con jóvenes de sectores populares, pero sus conclusiones pueden ser extendidas bajo otras formas a otros sectores sociales) para percibir la existencia de una ley, entendida esta como una terceridad, institución o persona, que legítimamente pueda intervenir en los conflictos privados. Los jóvenes hoy se encuentran en un espacio público que perciben sin ley. O peor; ante la certeza de que la única ley es la del mercado, donde no todos entran, y los que entran no lo hacen de la misma forma. Así a muchos jóvenes hoy no les queda otra que construir nuevos pactos y legalidades a como puedan, y si lo que pueden es la fuerza, será ésta la que prime: despojados de todo, sólo con su fuerza. Con el cuerpo (3). Y esto que los “juventólogos de las resistencias” han visto con los ojos fascinados de un nuevo orden político, como una táctica del débil transformadora, nada parece tener que ver con ello, sino más bien con un gesto desesperado a mar abierto. La negatividad no pareciera estar fundando un nuevo acto de poder. Conclusiones: Decir que no Para la gran mayoría de los jóvenes la política tradicional, a través de partidos, de sindicatos, de movimientos organizados, es una vía clausurada. Ellos irrumpen en el espacio público a través de prácticas asistemáticas, fragmentarias, donde el territorio de lo simbólico ocupa un lugar fundamental. Llegado a esto dos consideraciones finales: 1) La politicidad del NO Por un lado, ante un discurso simplificador y estigmatizante de los jóvenes por apolíticos, me interesa rescatar la politicidad de sus prácticas culturales, aquellas que detentan un valor de impugnación y conflicto ligado en principio a sus “NO a la política”. Para pensar la relación de los jóvenes con el nuevo espacio público es necesario considerar que la negación de la política no es sólo derrota, que también está hecha de invenciones de lo cotidiano. Se podría decir: el “No” a la política de los jóvenes es un NO que en ocasiones es profundamente político, que se plantea impugnando el orden social hegemónico. El malestar de los jóvenes con la política es un malestar que nombra la crisis pero también la reconfiguración de otras formas de concebir el espacio público: inscripción de la subjetividad; una nueva mirada sobre el poder, tal vez más plural; nuevos escenarios del encuentro e intervención; nuevos conflictos. Hay en los jóvenes compromisos distintos a los que tuvieron las generaciones que los preceden, más atentos a causas y nombres propios que a instituciones u organizaciones. Su visión de lo político está definida no desde una dimensión moral, con contundentes modos del deber ser y de lo prohibido, sino más bien desde una mirada ética y estética que promueve la experiencia antes que ninguna otra cosa. Se señalará entonces que es en las décadas del noventa y en el cruce de siglos que las agrupaciones juveniles van a encontrar en el territorio de la cultura un espacio posible para disputar la legitimidad en los modos de nombrar la vida. Y si bien son varios los movimientos sociales que van a luchar por hacerse oír/ver en el espacio público a partir de estrategias simbólicos, son los jóvenes los que van a protagonizar estos nuevos modos de disputa por la visibilidad desde diferentes estrategias. Incluso es posible plantear que en más de una ocasión esto ha significado la capacidad del ejercicio de un poder que permitió marcar una diferencia: los HIJOS han logrado poner en discusión la impunidad; los “pibes chorros” incomodan a más de un sector... 2) El riesgo de una mirada romántica: Pero en segundo lugar, se señala el riesgo de una mirada romántica que ve en cada gesto de impugnación una resistencia política, la posibilidad de construcción de un orden social distinto. Las frustraciones o los tiempos largos hacen reflexionar sobre la (in)capacidad de la cultura para sostener en el tiempo una demanda y transformar la realidad. La eficacia simbólica limitada conduce a la distinción que un antropólogo como Néstor García Canclini (Canclini, 1989, p. 327), ha trabajado entre campo cultural y campo político: la diferencia entre acción y actuación. Las prácticas culturales son, dice, más que acciones, actuaciones. Representan, simulan las acciones sociales, pero sólo a veces operan como una acción. Las expresiones culturales del conflicto la mayoría de las veces no llegan a tener carácter perfomativo. No hay que olvidar que éstas que describimos como nuevas prácticas tienen que ver con la derrota de la historia y una gran victoria, la del liberalismo. Con la conversión de las utopías en un gran relato que dice que se acabaron los grandes relatos y que sólo nos quedan las historias mínimas. Los jóvenes de hoy se socializaron en un espacio público posibilista, que les dice que nada puede ser transformado, que la historia está muerta y no va a ningún lugar, o que si mueve es sólo para ir de compras. Pensar que los jóvenes hablan desde la derrota, permite salirse también de una mirada populista o romántica muy extendida en los ámbitos académicos posmodernos que ve en cada una de sus prácticas el poder de la agencia. Ante la constatación de que esto no es necesariamente así, uno de los principales puntos a recordar tiene que ver con que estas prácticas no se desarrollan en el vacío sino en un orden social que entre otras cosas sostiene el sistema de partidos tradicionales que siguen siendo las instituciones a través de las cuales se accede al control del poder del estado para legislar, generar gobiernos y diseñar políticas, considerando las demandas de los distintos grupos sociales. Es decir, que la mayoría de las agrupaciones juveniles, que en ocasiones ni siquiera llegan a constituirse como movimientos organizados, quedan al margen de las decisiones sobre el rumbo de un mundo en el que millones de jóvenes quedan afuera. Como contratara de la extrema visibilidad de la juvenilización de mercado, los jóvenes no parecen haber logrado construir ni ahora ni para los próximos años condiciones para fundar un poder, para marcar una diferencia en un espacio que sigue siendo un espacio público adultocratizado. (1) Para esta época está también consolidado un fuerte movimiento cultural contrahegemónico, fundamentalmente musical, protagonizado por jóvenes. Pero esto no tiene la fuerza que tiene la juventud en el campo político. (2) El estilo ha sido considerado como parte de la resistencia a través de la cultura a la cultura dominante, como forma de resistencia ritual frente a los sistemas de culturales de los sectores hegemónicos. El estilo conformando una subcultura. Desde los estudios culturales mismos tanto la idea de estilo como de subcultura han sido revisadas, llamando la atención sobre dos cuestiones. Con respecto a la idea de estilo y resistencia se ha señalado la dificultad de pensar que todo símbolo tenga carácter de resistencia en sí mismo. Con respecto a la idea de subcultura se ha problematizado cierto posible carácter reduccionista ligado a lo de sub: ¿es que siempre la cultura de los jóvenes se restringe a una dimensión de subalternidad? (3) Según el Informe del Observatorio Argentino de Violencia en Escuelas titulado Violencia en las escuelas, Un relevamiento desde la mirada de los alumnos, publicada en 2007 sobre la base de una encuesta a nivel nacional en el 2005, dice que el 28% de los encuestados manifiesta que ha sido testigo frecuentemente de agresiones físicas entre alumnos y el 22% que ha sido testigo de amenazas de daño. El 3% expresa que ha llevado armas blancas a la escuela, mientras que el 1,3% dice haber llevado armas de fuego. Hebdige, Dick (1979-2004): Subcultura. El significado del estilo, Comunicación Buenos Aires. Kessler, Gabriel (2004): Sociología del delito amateur, Piados, Buenos Aires. Paidós