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PODER, SUMISIÓN Y REVUELTA
Jorge Bruce
La falta, querido Brutus, no está en los astros sino en nuestras almas
prosternadas.
Shakespeare
El poder
Recuerdo que en la correspondencia entre Víctor Raúl Haya de la Torre y Luis
Alberto Sánchez a menudo aparecía la expresión «sensualidad del poder»,
aludiendo a un peligro del cual había que cuidarse. Peine perdue, como se dice
«por las puras» en francés, pues ambos estaban irremisiblemente enchuchados,
arrastrados por esa concupiscencia tan temida, a lo que me parece. Es cosa de
preguntarse si esa evidente fascinación que el poder ejerce sobre determinadas
personas, tiene ese fuerte ingrediente erótico al que se referían tanto esos
políticos apristas. Me viene a la mente una frase de otro líder peruano de esa
época; se trata de un retruécano cuya procedencia ignoro y a lo mejor hasta es un
apócrifo, pero me escudo en el clásico se non vero ben trovato. Un amigo se la
atribuía a Víctor Andrés Belaunde e iba así: «El sexo es el poder de los jóvenes, el
poder es el sexo de los viejos».
Permítanme ahora echar mano de un poco de teoría, a ver si podemos arrojar
algo de luz sobre esa articulación entre el poder y la sexualidad, el poder y el
cuerpo, evocada en el primer párrafo. En algunas oportunidades Freud habló de
una «pulsión de dominio», refiriéndose a una pulsión no sexual, que sólo se unía
secundariamente a la sexualidad y cuyo fin era dominar al objeto de amor por la
fuerza. En sus Tres ensayos sobre una teoría sexual, Freud evoca la cuestión
de la actividad y la pasividad en la fase sádico-anal del desarrollo psicosexual, y
designa la musculatura como base de la pulsión de dominio. Esta pulsión sería
anterior tanto a la piedad como al sadismo, pues su finalidad no es la de hacer
sufrir sino la de dominar. Es interesante observar que sólo cuando esta pulsión se
sexualiza, aparecen tanto el sadismo como el masoquismo.
Desde otra orilla, Elías Canetti (Masa y poder) abunda en descubrimientos
fulgurantes sobre las características ocultas del poder: «Es natural encontrar el
acto decisivo del poder allí donde siempre es más notorio, tanto entre los animales
como entre los hombres: precisamente en el agarrar. El supersticioso prestigio que
entre los hombres gozan los animales de presa felinos, tanto el tigre como el león,
descansa en ello». Pero al lado de este poder de agarrar (es revelador el sentido
que esta palabra ha adquirido en la jerga adolescente contemporánea), Canetti
subraya otro menos brillante, pero no menos importante: el poder de no dejarse
agarrar. Para establecer esa necesaria distancia, ese espacio libre que lo rodea y
en el que nadie puede ingresar sin su autorización, el soberano puede recurrir a
una vieja compañera, la fiel aliada de los poderosos: la paranoia. En fin, fiel...
hasta que los traiciona. Como observa el psicoanalista Gérard Miller:
«La
paranoia es primitiva, la política la exalta».
Michel Foucault (Microfísica del poder) enfatiza de manera perentoria las
relaciones entre el cuerpo y el poder: «En efecto, nada es más material, más
físico, más corporal que el ejercicio del poder». Luego resitúa dichas relaciones,
poniendo el acento en la respuesta del poder hacia el cuerpo, ya no a través del
control-represión clásico, sino a través del control-estimulación, tan actual: «¡Ponte
desnudo... pero sé delgado, hermoso, bronceado!» Es la nueva modalidad de la
persecución del cuerpo, más acorde con la patología narcisística prevaleciente en
nuestra época, a diferencia de la rígida moral sexual que caracterizaba a la de
Freud. A cada movimiento del poder, responde uno del cuerpo, y viceversa. Algo
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así como la lucha perpetua entre ladrones y celadores, que en Lima a veces son
los mismos.
La sumisión
Si el poder significa la posibilidad de encontrar una obediencia, esto quiere decir
que dispone de los medios para forzar dicha obediencia. Según Max Weber, el
Estado se caracteriza por el recurso eventual a la violencia legítima. Foucault
definirá el poder, en última instancia, como una relación de fuerzas. Todos los
autores que he consultado sobre el asunto coinciden en este punto: la
consustancial vinculación entre el poder y la fuerza. No obstante, esta fuerza será
tanto más eficaz en la medida en que permanezca en el rango de la virtualidad, es
decir de la amenaza. De allí que resulte crucial la manipulación de la actualidad a
través de los medios, a fin de hacer temer al público que si no se respetan ciertos
parámetros de sumisión, la catástrofe será inevitable. Esta modalidad pervertida
de la «persuasión» vendrá por lo general acompañada de un mínimo de
satisfacciones de las necesidades de los sujetos dóciles, y la catástrofe deberá
permanecer, pues, en la condición de amenaza.
De esta manera el poder engendra una relación asimétrica, preñada de una
admiración ambivalente, entre un ego que sabe y quiere (el sujeto supuesto saber,
en la jerga de Lacan) y una masa amorfa, ignorante y sin voluntad. Por eso La
Boétie fustigaba a los poderosos, pero más todavía a los oprimidos que,
contrariamente a lo que pensaba Marx, se aferran a sus cadenas como si fueran
su posesión más preciada. Daniel Sibony, otro psicoanalista, lo ve así: «Los que
sufren están dispuestos a perder su síntoma (sus “cadenas”), pero a condición de
no volver a caer en el horror inicial que exigió de ellos la producción de ese
síntoma». Esta frase posee una resonancia inquietante en nuestra coyuntura
política actual.
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Que el poder vuelve loco, según la fórmula consagrada, es un hecho que
concierne no solamente a los que lo ejercen: también los ciudadanos pueden ser
víctimas de esa locura. La observación es de Gérard Miller, pero me parece que
habría que matizarla: así como el poder, el sometimiento enloquece, o por lo
menos enferma. En Julio César, Shakespeare, como es su costumbre, lo dice
mejor que nadie: «La falta, querido Brutus, no está en nuestros astros sino en
nuestras almas prosternadas». Y ya se sabe como interpretó Brutus este
comentario de Casio, y lo que le costó la ingenuidad de querer solamente castigar
a César por su ambición y no tomar en el acto el poder que el pueblo le ofrecía: lo
pagó con su vida.
Es inobjetable que, tal como lo sabían Haya y Sánchez, el poder es una pasión,
una auténtica libido dominandi, donde la pulsión de dominio de la que hablaba
Freud se conjuga con el afán de obtener insumos narcisistas, con frecuencia a
cualquier precio. Mejor dicho, es una experiencia que no tiene precio y de
cualquier manera, tal como lo anuncia una publicidad de estos días, para todo lo
demás existe Master card. El siglo XXI se presenta como el inicio de un milenio
en el que se verá si las mujeres desean esa potencia falocrática con la misma
intensidad y desesperación que los hombres. Gilles Lipovetski (La tercera mujer)
es de los que piensan que las presiones igualitarias no terminarán con las
codificaciones imaginarias de las diferencias entre los sexos. Habrá reciclaje de
las diferencias pero no desaparición del poder masculino. Las feministas se lo han
comido crudo, claro está. Veremos.
La revuelta
En la fábula freudiana de Tótem y tabú, los hermanos de la horda primitiva se
rebelan contra el padre primitivo que encarna la autoridad y la ley tiránicas. Su
revuelta permite que se identifiquen con el padre y ocupen su lugar, cambiando el
sentimiento de exclusión por el vínculo, la inclusión y la identificación con el poder
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del cual, antes de la revuelta, se sentían víctimas. Así se produce el paso de la
situación de tribu primitiva a la de sociedad moderna, mediante la resolución del
complejo de Edipo, que no es más que la expresión de dos deseos reprimidos: el
deseo de incesto y el de matar al padre, que coinciden con los dos tabúes del
totemismo.
En Sentido y sinsentido de la revuelta, Julia Kristeva nos recuerda esa
enseñanza fundamental del psicoanálisis: la felicidad no existe sino al precio de
una revuelta. El problema es que en nuestra cultura-show no parece haber lugar
para una cultura de la revuelta. Estamos sumidos en un culto a la mercancía y a la
distracción que suceden al fracaso de las culturas de revuelta, en el Perú
dramáticamente identificadas con el horror de la guerra. Es triste admitirlo, pero
con la barbarie senderista y militar –ante la cual fuimos casi siempre espectadores
pasivos- se fue una significativa porción de nuestras ansias de sublevarnos. Para
decirlo con una expresión francesa harto elocuente: hemos arrojado al bebé con el
agua sucia de la tina.
Mi impresión es que nuestra sociedad continúa deprimida y traumatizada no
sólo por sus acuciantes dificultades económicas, sino también por esa muerte de
las ideologías que supuso la muerte de algo esencial en nosotros mismos, incluso
en todos aquellos que ni siquiera se detienen a pensar en estos asuntos. La cosa
es que una sociedad que carece de la capacidad de rebelarse se estanca, se
somete a la violencia física y moral, a la barbarie. La pasividad con que la
sociedad peruana aguarda el desenlace de la lucha actual por el poder, tiene
todos los síntomas de una depresión larvada, soterrada, pero no por ello menos
devastadora. En ese sentido, seguimos bajo el influjo de una cultura de la muerte,
tal como lo estuvimos durante esos años terribles. No se trata de recetar Prozac al
Perú, tal como alguna vez el doctor Trelles, entonces ministro de Salud, me
parece, recetó por televisión el consumo del tranquilizante bromuro a los
peruanos, agitados por una ola de huelgas. No, se trata de gozar nuestra vida.
Ahora bien, «ninguno de nosotros goza sin arrostrar un obstáculo, una prohibición,
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una autoridad, una ley que nos permite evaluarnos, autónomos y libres». No hay
mejor antidepresivo que el placer de sentirnos libres.
desco / Revista Quehacer Nro. 120 / Set. – Oct. 1999
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