MAYO 68 • “El 68 y nosotros” Arturo Taracena • “El remolino” Maurice Echeverría • “Juntos pero no revueltos: 1968 o dos poéticas en el campo de batalla” Mario Palomo • “PARÍS 68: ESOS FUERON LOS DÍAS” Mario Roberto Morales • “La cáscara de las rebeldías: alpiste, palomas y rock” Andrés Zepeda • “Lo que es no saber nada del 68” Julio Serrano INTRODUCCION "Seamos realistas, exijamos lo imposible". Aquí no era verano Mayo 1968. Aquí no era verano. Era el comienzo de la época de lluvia: humedad, zompopos, tierra mojada. Se comenzaba a forjar entonces la esperanza y la consciencia de muchachos llenos de energía para transformar el mundo. Para darle un sentido de colectividad a la vida. Dice Fernando Savataer que: "En el 68 murió en Europa el totalitarismo comunista como ilusión colectiva, no en el 89". ¿Lo mejor del 68? Que hubo violencia contra las cosas, pero poca contra las personas... y nunca terror. Además, fue internacionalista: el lema más hermoso sigue siendo "todos somos judíos alemanes" y las organizaciones "sin fronteras" son deudoras de Mayo. Mientras allá moría el totalitarismo comunista como ilusión colectiva. Aquí entre lluvias y hormigueros se colaba la resaca de aquel verano francés que aquí inspiraba a cierta juventud inmiscuida y dada a la tarea de cambiar el mundo, engrosaba las filas del combate por la libertad individual y colectiva. A continuación se presenta una serie de textos de diversos colaboradores. Dentro los que se encuentran: Mario Palomo, Julio Serrano, Andrés Zepeda, Arturo Taracena, Mario Roberto Morales y una colección de los impresos que circularon por Paris, fotografías y una comparación de la actualidad con alguien reflexionando Tlatelolco 1968 v Oaxaca hoy, Paris 1968 y los incidentes de la quema de autos en el 2005 con la Brunimania actual. Esta colección la abre Arturo Taracena con "EL 68 y nosotros". Es un gran aporte. Da cuenta de un contexto global sobre lo que acontecía aquellos días en el mundo. Sabemos que ese "nosotros" del que habla Arturo se estira, nos envuelve, nos hace hablar por los que ya no están, por los desaparecieron, por esos a los que el poder expulsó del tiempo. "El Remolino", es un texto de estilo impecable. Como un malabarista, Maurice juega con las palabras exactas, introduce al lector en eso del 68 que fue y que es. Esos que eran y que son: "El poeta tiene ideas propias sobre la vida y la muerte, sobre lo real y lo injusto: sabe que todo es injusto". Este remolino que Maurice ofrece al lector lleva consigo la pluma fina que dice: mañana comenzó ayer. Juntos pero no revueltos: 1968 o dos poéticas en el campo de batalla, es un texto honesto, en el que Palomo compara lo que fue allá el 68 y aquí. "Dice: Hay que decirlo sin tapujos: en Francia se produjeron revueltas, es cierto, y fueron además unas revueltas aleccionadoras y hermosas. Pero acá se gestaron revoluciones". Palomo hace una mirada a la lógica poética de la realidad revolucionaria y cómo ésta no tenía como fin el mismo principio, a diferencia de las revueltas de mayo 68 de Paris en las que la magia y la euforia por transformar el mundo estuvo relacionada con el imprevisible futuro de la revuelta época. y el principio de una nueva Mario Roberto hace un breve recuento desde su propia experiencia, desde su 1968, las memorias, la muerte de su padre, sus influencias literarias: Camus, Asturias, Sartre, también desde la música "esos fueron los días". Morales habla de su experiencia en las FAR y cómo en ellas no se asumió aquella cultura política gestada en Paris 68 por ser "pequeño burguesa". Para Mario Roberto el rechazo de las organizaciones guerrilleras hacia expresiones político­culturales basadas en la movilización pública y solidaria de los estudiantes para con la clase obrera del primer mundo, era la expresión del atraso cultural del país. Zepeda habla sobre la expansión de las experimentaciones musicales en la década de los sesenta como reflejo de las agitaciones políticas y manifestaciones socio­culturales. Zepeda habla del rock como una manifestación re rebeldía y cómo este tomó diversas formas para hoy en día seguir siendo el peldaño desde donde expresar el descontento de la humanidad de vivir en un mundo que sentimos errado. Desde su pluma fresca, fina y transparente Julio Serrano, nos abre una ventana para conocer desde su mirada cómo fue que llegó a él aquello de "mayo 68", "situacionismo" y cuestiones como éstas. Enamorado con lo que halló de aquel legendario mayo 68, Serrano nos ofrece la posibilidad de caminar en lo que fue la búsqueda de la libertad de aquel mayo 68 y aquí la cultura graffitera diciendo en una calle de San Salvador "acá rifa el Crazy Tamal". Serrano nos deja una esperanza. Esta colección de textos son diversas miradas, en diversos tiempos y contextos. Todos sostenidos sobre una base común: la necesidad por el bienestar y libertad individual y colectiva sigue siendo tarea pendiente. Aquí no era verano. Ni primavera. Era invierno. Llovía sobre la consciencia de los que eran y ahora somos. De aquellos que ya no están y que nos dejaron una visión del mundo. Una posible forma de estar en él y de luchar en él. Esos que desde cualquier lugar seguirán con los puños levantados diciendo al mundo: "Seamos realistas, exijamos lo imposible". Esos que con sus vivos y con sus muertos, seguimos con horror pero también con la esperanza de continuar la búsqueda de unos y otros para hacer esta tierra apasionadamente más habitable. Somos y no somos los de entonces, los que creyeron, los que soñaron, los que esperaron, que no son los "perdedores", sino son una puerta y una base desde donde pensar nuestra historia y buscar posibles pistas y rutas sobre una idea de la Guatemala a la que aspiraban lograr algún día allí y entonces y de la que podemos forjar aquí y ahora. Aquí no era verano, era invierno, un invierno que no ha cesado y que necesitamos entre todos parar para por fin construir para todos una primavera para el país. El 68 y nosotros Arturo Taracena Arriola Marcela me ha pedido que escriba mis impresiones y lecciones de Mayo de 1968, es decir que aborde recuerdos de hace cuarenta años. La mayor de las veces, los recuerdos están ligados a los objetos que han sobrevivido el paso de las décadas. Es así que, entre las pocas fotografías que conservo de esos años cruciales, siempre he tenido predilección por una que me tomaron en una casa de la Colonia Federal de la ciudad de México, donde vivíamos los miembros del Cráter que seguíamos ligados al movimiento revolucionario guatemalteco. No recuerdo quién la tomó y la misma logró pasar las normas de seguridad que nos imponíamos. En ella estoy en el dormitorio que compartíamos los solteros, delante de tres afiches muy significativos de esos años de sueño y sangre: las fotografías del Ché, de Turcios Lima y el de Cohn­Bendit. Tres personajes que en ese momento influían en un muchacho guatemalteco de veinte años. Dos de ellos ya muertos, convertidos en mito y, el otro, un joven rebelde de carne y hueso. O sea, una memoria revolucionaria que no era casual, sino que respondía al espíritu de los tiempos. Por la televisión, la radio y la prensa nos enteramos de los sucesos del movimiento estudiantil francés que en mayo convulsionó la capital francesa y que, como llamarada, su espíritu se extendió a otros jóvenes de europeos. Los estudiantes exigían un nuevo orden social en el seno de la sociedad capitalista. Exigían una democracia participativa en universidades, fábricas y comunas, y autonomía para muchos de los entes administrativos. Como la gran mayoría de la juventud de los años sesenta, de este lado del océano, nosotros también empezamos a soñar con un mundo sin injusticias y racismo, la transformación de las relaciones entre el hombre y la mujer, un socialismo de rostro humano, una derrota de todo tipo de imperialismo y, además, una patria digna y soberana. Aspirábamos a conformar un movimiento de izquierda nuevo, que luchase por la equidad jurídica, económica, social y cultural, y para ello vislumbrábamos ya una alianza de los marxistas, los indígenas y los cristianos con el fin de cambiar el legado que nos había dejado la intervención norteamericana de 1954 y el triunfo del anticomunismo en las esferas del Estado. Asimismo, estábamos impactados por los acontecimientos internacionales de la década: las resoluciones del Concilio Vaticano II, la trágica muerte del Ché en Bolivia, las revueltas estudiantiles en Europa, la protesta de un pueblo durante la Primavera de Praga, el asesinato de Martín Luther King, la ofensiva vietnamita del Tet, los sucesos de Tlatelolco… Las lecciones del mayo parisino hicieron que nosotros ansiásemos ser "ciudadanos del mundo", como diría Otto René Castillo. Pero sobre todo, estábamos conscientes que la gran lección del verano francés resultaba ser que teníamos derecho a opinar, a decidir sobre nuestro propio destino y, con ello, a contribuir en la marcha del mundo. Más adelante, por las relaciones políticas de la tía Aura Marina Arriola entramos en contacto con los fundadores del Il Manifesto, periódico de la izquierda italiana que vanguardizaba la lucha política contra el dogmatismo y buscaba darle a la ciudadanía una dimensión participativa en la transformación del Estado capitalista, con lo cual la discusión política se profundizó, puesto que nos vimos empapados en el debate de la izquierda mundial. Por tanto, abrimos las discusiones sobre la democracia interna, sobre la crítica al socialismo real, sobre la relación intrínseca entre lucha guerrillera y la lucha de masas, sobre las causas de la derrota de la Revolución de Octubre, etc. Debates que para mí fueron acumulativos y que me afirmaron el deseo de pensar por mí mismo. Había una sólida base histórica para esa fusión, pues de la misma forma que no queríamos un régimen político dominado por el Estado militarista, tampoco queríamos un movimiento revolucionario dominado por el estalinismo ni un Estado socialista policiaco. Luchábamos por un “socialismo con rostro humano”, como decía el eslogan de la “Primavera de Praga”. Ellos comprendieron antes que nosotros esa realidad de opresión que conllevaría la derrota estratégica del socialismo real en 1989. En pocas palabras, la tentación totalitarista también existía en la izquierda y debía de ser combatida, realidad que desgraciadamente no resultó ser tan fácil de erradicar. En Francia, el Partido Comunista Francés, hasta entonces el partido con mayor influencia ideológica en el seno de la izquierda, había perdido el control de las organizaciones juveniles en las universidades y los liceos, las cuales reclamaban transformaciones sociales en el ámbito de la enseñanza y de la sociedad civil en general. Pronto se le fue de las manos la dirección de la ola de solidaridad con Viet Nam y el Tercer Mundo, encabezada ya por maoístas, trotskistas, anarquistas, los hasta entonces grupúsculos izquierdistas. Pero, sobre todo, se les empezó a escapar el control de los sindicatos, pues a raíz de los primeros enfrentamientos entre los estudiantes y la policía en el Barrio Latino y la Universidad de Nanterre, los obreros se les unieron y, juntos, fueron actores de ese movimiento que puede condensarse en tres graffitis: ¡Corre camarada, el viejo mundo está detrás de ti!, Desear la realidad está bien, realizar los deseos está mejor, Prohibido prohibir… Sin embargo, cuando llegamos a México a finales de 1967, lejos estábamos de pensar que 1968 iba a impactarnos directamente por la dimensión de los sucesos que también habrían de vivirse en ese país, exigiendo el fin del monopolio del Estado por un partido y una dimensión ciudadana en la construcción del futuro del país. Allí habíamos llegado mis compañeros y yo provenientes de una Guatemala convulsionada por la magnitud que tomaba la represión en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional, la cual había conllevado la derrota de la primera etapa guerrillera guatemalteca. México era una ciudad que parecía estar ajena a las luchas transformadoras que se habían extendido por todo el continente desde el triunfo de la Revolución cubana en 1959. El Distrito Federal era apenas una aglomeración urbana de cinco millones de habitantes, pero para nosotros vivir en ella significó dar un “salto planetario”, como le sucedió a Cardoza y Aragón cuarenta años antes. Estábamos fascinados por aquellas inmensas avenidas con camellones cubiertos de palmeras, por la imponencia de sus construcciones. Pero, sobre todo, por su mundo cultural y político. Largas y ahumadas discusiones nocturnas, análisis de las noticias de los periódicos, descubrimiento de nuevas lecturas y sujetos de estudio. En ella, los redactores de la revista Hora Cero ­ Daniel Molina, Julián Meza y Diana Rivera­ se habían convertido en nuestro principal apoyo e interlocución política, introduciéndonos en la sociedad mexicana de izquierda. Por ellos entramos en contacto con algunos de los que serían líderes destacados del movimiento estudiantil del 68, como Raúl Álvarez Garín, y otros menos visibles, como Mario Solórzano Foppa. La interlocución con nuestros primeros amigos nos llevó a asistir a la gran manifestación universitaria del mes de agosto, encabezada por el rector de la UNAM Javier Barros Sierra y en la que participaron trescientas mil personas. Surgía el Comité Nacional de Huelga. El ambiente social se había radicalizado el mes anterior a raíz de la represión que sufrió una manifestación por la libertad de los presos políticos y a favor de la Revolución cubana, lo que dio inicio al movimiento estudiantil y a la huelga universitaria. Luego vino la manifestación silenciosa del 13 de septiembre encabezada por los estudiantes de Medicina, seguida de la ocupación militar de la UNAM y la renuncia de Barros Sierra. Al poco tiempo, la concentración de Tlatelolco. El 2 de octubre más de 10,000 policías y soldados terminaron emboscando en la Plaza de la Tres Culturas a la dirigencia y la base social del movimiento universitario mexicano, provocando su desarticulación el encarcelamiento de los principales dirigentes. Allí moriría Guillermo, el hermano de Diana, de tan sólo quince años, atravesado por la bala de una tanqueta. Varios días le costó a la familia dar con el cadáver, luego de que las autoridades mexicanas negaron su existencia, llegando hasta sustraer su expediente de la preparatoria en que estudiaba. Su muerte fue una estrella en nuestro pecho, que iluminó nuestra decisión de creer que valía la pena luchar por el cambio de sociedad. Finalmente, el 68 terminó para nosotros siendo testigos en el Estadio Universitario del rechazo al racismo por parte de los ganadores de los 200 metros planos de las Olimpiadas de México. A la hora de la premiación, ante más de setenta mil almas, Tommy Smith y John Carlos levantaron el puño, enguantado de negro, como signo de protesta y adherencia al movimiento de Panteras Negras. Gesto que les ganaría la admiración de millones de blacks y el castigo al ostracismo deportivo. Su exclusión ipso facto del equipo olímpico norteamericano trajo consigo que Lee Evans, Larry James y Ronald Freeman, triunfadores de los 400 metros, mostrasen su solidaridad política ataviados con una boina del mismo color. Hasta el propio Bob Beamon, espectacular con sus 8.90 metros en el salto de longitud, alzaría el puño. Para nosotros, los Juegos Olímpicos estaban en el mismo contexto de la lucha política en la que nos habíamos imbricado, en la que el combate al racismo que padecían los indígenas guatemaltecos resultaba ser una prioridad. Cuarenta años después no puedo dejar de pensar que el auge hoy en día en América Latina de las demandas por una democracia participativa, por justicia social equitativa y por soberanías efectivas, algo tiene que ver con el saldo en sueños, esfuerzos, exilios y hasta muertes y desapariciones de los jóvenes latinoamericanos a quienes los años 60 impulsaron al combate por la libertad individual y colectiva. El Remolino Maurice Echeverría 1871. Un poeta, cuyo nombre ya nada significa, se aprieta contra un muro, y observa extasiado el desorden general que lo rodea. En su cabeza, la Comuna es algo más que una Rabia del Devenir Social, es algo más abstracto, algo que surge por encima de la necesidad histórica, un remolino nítido de formas, de quintaesencias, de destinos que culminan eternamente. Muy cerca del poeta, un niño grita: sucio y libre, cae abatido de una pedrada. El poeta, incrédulo, sortea los peligros de la revuelta, para ayudar al niño. Lo carga en brazos. El niño extiende un dedo, para señalar el automóvil que está en llamas, con el terror de quién ha visto un fantasma. En efecto, es incomprensible, pero allí está, magnífico y desolador: un carro arde en la mitad de la calle. No uno: varios carros, de hecho. Estamos en 1968. Estamos en mayo exactamente. Estamos sobre todo en el Barrio Latino. En uno de los muros está escrito: Je suis marxiste tendance Groucho. Pero el poeta no sabe quién es Groucho, y además está demasiado ocupado recibiendo los golpes ingenuos y hostiles de un policía. ¿Qué ha pasado con el niño? No lo sabe. Desde el dolor de sus costillas (ya tendrá alguna rota) lo extraña melancólicamente. El poeta cae rendido en el pavimento, sangra, pero sobre todo tose, por culpa del gas lacrimógeno, que va llenándolo todo, junto al humo de las llamaradas. El poeta tiene ideas propias sobre la vida y la muerte, sobre lo real y lo injusto: sabe que todo es injusto. Muchos carros (casi todos modelo 2005) siguen ardiendo en la calle jadeante, y el fuego se adhiere al cielo oscuro con cierta lealtad. El niño (pero ya no es un niño, es un adolescente, un árabe) lo carga ahora a él en brazos, lo lleva más adelante, en el remolino, entre las formas. Juntos pero no revueltos: 1968 o dos poéticas en el campo de batalla En cuanto el velo místico deja de envolver, revelando su trama, las relaciones de explotación y la violencia que expresa su movimiento, se descubre la lucha contra la alienación y se define el espacio de una claridad, de una ruptura, revelada de repente como una lucha cuerpo a cuerpo con el poder puesto al desnudo, expuesto en su fuerza bruta y su debilidad. . . . momento sublime en que la complejidad del mundo se vuelve tangible, transparente, al alcance de todos.” Raoul Vaneigem, “Banalités de base” ¿Dónde estás JOSÉ, en medio de todas estas REVUELTAS? Pinta del movimiento estudiantil mexicano La guerra es sexo sublimado. ¿Por qué no intentan el asunto real? Pinta del “anti­war movement” en San Francisco California Estudiante, te vas a graduar de explotador! Consigna que formó parte de la muralización de la USAC Texto: Mario Palomo Me confieso culpable: tengo tiempo de huirle a las conmemoraciones precisamente por su tendencia a entrañar una asfixiante solemnidad apologética de algo que quiso ser y que no fue. La mayoría de éstas, al menos en nuestra latitud, están traspasadas por una sensibilidad que se satisface en reavivar el lado trágico del pasado y casi nunca en recuperar su vitalidad presente. ¿Herencia católica? No lo sé, pero afirmo lo anterior convencido de que asistir al pasado desde la nostalgia obliga a recibirlo deformado. Eso no ayuda. Ayuda, en cambio, procurar el pasado en su justa dimensión humana, sin idealizaciones ni menosprecios, para iluminar de mejor manera el presente, pero también para que se nos revelen sus secretos acuerdos con el futuro. Digo lo anterior porque cuando me preguntaron si deseaba escribir algo acerca de los acontecimientos que giraron en torno al Mayo Francés del 68, no pude ocultar mi atracción por la dimensión y el voltaje poético­ revolucionario del sentido y del significado que del mismo se derramó como una mancha de aceite por todo el orbe. Pero hay algo más, algo que tiene que ver con el hecho de que la pregunta por aquella coyuntura nos la hagamos cuarenta años después y desde un país que, a diferencia de Francia, fue cruel y sistemáticamente azotado por sus osadías libertarias. Hay que decirlo sin tapujos: en Francia se produjeron revueltas, es cierto, y fueron además unas revueltas aleccionadoras y hermosas. Pero acá se gestaron revoluciones. Tremenda diferencia que no pudo haber sido de ninguna otra forma. ¿Por qué? En primera instancia porque nuestra tentativa de hacer girar la rueda de la historia nacía de nuestras propias contradicciones y en nuestras propias circunstancias, a saber, en medio de uno de los más feroces de los capitalismos: el capitalismo del subdesarrollo. También hay que recordar que aquella coyuntura se daba en el marco de la guerra fría y que en aquel marco, el “mundo libre” era el nombre que las potencias imperialistas se auto­recetaban a sí mismas y de paso le regalaban en calidad de alpiste a sus oprimidas colonias y neocolonias. Nuestro destino se planteaba entonces, nada menos que como parte de un proceso de liberación nacional, y en cuanto tal, las fuerzas liberadoras enfrentaban a un enemigo interno y a otro externo, poderosísimo. Frente a esto es comprensible que a la muchachada guerrillera toda la algarabía francesa no le moviera un pelo: el grado de compromiso que requería un proceso revolucionario en el que la chaviza se las vio defendiendo sus verdades con el pellejo obligaba a asumir todo con una lógica completamente distinta de la lógica, digamos, más festiva y liberal de la revuelta. Es por ello que las consignas nuestras tuvieron más que ver con la juntura sanguinolenta de las opciones “Patria o Muerte”, y que la lírica que les hiciera eco fuera un poema como “Vamos Patria a Caminar” de Otto René Castillo, el cual echó raíces fecundas en el imaginario colectivo justamente ahí donde había necesidad de afirmación nacional y popular. Eso sucedía aquí mientras del otro lado del charco los estudiantes franceses exploraban las posibilidades infinitas del placer en consignas más lúdicas y juguetonas como: “todas las reservas impuestas al placer, excitan el placer de vivir sin reservas” o “amaos los unos encima de los otros”. Y una gran favorita personal: “La libertad ajena amplía mi libertad al infinito”. Traigo estas diferencias a colación no para restarle luz a ninguna, sino para establecer y valorar la diferencia en la lógica que las subyace. Tanto en la revolución como en la revuelta existe una dimensión poética debido a que ambas albergan nexos profundos con la necesidad de hacer brotar en la superficie ese infinito negado y oprimido presentido en cada intercambio cotidiano. La diferencia de dicha dimensión en cada una reside en su propia lógica interna. La poesía, cuando es liberadora ­dice Walter Benjamín­ ya no tiene finalidad, porque abre el infinito, y en la revuelta, vale agregar, todo es poesía, la revuelta misma es poesía, y precisamente por serlo es que es capaz de tender puentes inconscientes con lo mejor de sus tradiciones liberadoras: ¿Acaso no había en el 68 Francés una reactivación de los principios de la Revolución Francesa de 1879? ¿No conciliaba la común ocupación de las fábricas y las universidades por parte de los estudiantes y los trabajadores la necesidad de afirmar sus propios destinos, las mismas tentativas de la Comuna de Paris en 1848? ¿No es la imagen de los estudiantes haciendo barricadas con los adoquines de la vieja sociedad y además devolviéndoselos en calidad de pedrada a las fuerzas represivas una imagen poética y una herencia de la Comuna? Todo esto siempre me hace pensar en una pequeña frase que Marx escribió en “La ideología alemana” y que al parecer todo el mundo pasó por alto: “el comunismo –dice­ no es un estado que debe implantarse, un ideal en el que haya que contener a la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real de los trabajadores que anula y supera al estado actual de cosas…” Es una cita explosiva que aparte de obligar a poner las barbas en remojo, sirve, pienso, para apreciar la potencia liberadora que no puede nacer de una idea preconcebida y que solo puede existir y anticiparse en y desde la vida cotidiana. Salta a la vista entonces que, a diferencia de la revuelta, la lógica de la revolución, tal como se experimentaba en el conjunto de “guerras calientes” que vivió Centroamérica y en todos los frentes del tercer mundo en los que se llevaba a cabo una Liberación Nacional, solo podía implicar una organización jerárquica anclada en la Vanguardia, en el Partido y en la Comandancia. La revolución entonces, a diferencia de la revuelta, es algo que se produce: implica una táctica y una estrategia, una acumulación de fuerzas y su correspondiente culminación de tareas y de etapas, así como la posibilidad de prever un repliegue o un desenlace victorioso. El chispazo de espontaneidad en las revoluciones casi siempre está reservado para el final. Su dimensión poética profunda tiene que ver con el acontecimiento previo en el que todas las fuerzas de la sociedad se condensan de manera convulsa y acelerada. En ese sentido, se puede decir con Trotski que, “En instantes como estos la conciencia teórica más elevada de la época se fusiona con la acción directa de las capas más profundas, de las masas oprimidas más alejadas de toda teoría. Esta unión creadora de lo consciente y lo inconsciente es lo que suele llamarse inspiración. Las revoluciones son momentos de arrebatadora inspiración de la historia”. Como se ve, la lógica poética de nuestra realidad revolucionaria se vio subordinada al fin último de la revolución, mientras que en la revuelta, el final es igual al principio mismo, de tal manera que la magia y la electricidad chispeante que se produce en el ambiente está necesariamente relacionada con la imprevisibilidad misma de la revuelta y del futuro que ésta anticipa. No obstante, sería irresponsable querer reducir el legado de lo mejor de dos experiencias libertarias a sus necesarias dimensiones poéticas, puesto que al fin y al cabo, lo que se ponía en juego entonces de distintas maneras era la emancipación humana, y no literatura (sin menosprecio de sus corajudos aportes). Negarse a ver eso es perder de vista la razón por la que toda iniciativa emancipatoria, únicamente puede llegar a serlo en el imaginario social si tiene como condición previa y necesaria la cualidad de poder servir de acervo en la emancipación de la humanidad entera. En ello no hay nada de nostalgia, por el contrario: hoy por hoy son varios los movimientos de insubordinación que al constituir su identidad en contra de la explotación y de la injusticia asisten a múltiples memorias históricas, sin importar donde ni hace cuánto sucedieron, aún cuando se enfrentan a derroteros específicos y concretos. Se sostiene de esta manera que el mundo no se hace de la nada cada día y que toda memoria histórica construida en torno a la emancipación debe ser necesariamente patrimonio humano. Una cosa muy distinta es que se recurra a la poesía y a la imaginación literaria para poder penetrar en el conocimiento de la dimensión profunda de toda memoria y de toda realidad. Talvez por eso los situacionistas, en su calidad de artesanos de la revuelta y previniendo contra la separación entre arte y experiencia, teoría y praxis, llamaban a realizar la poesía en la vida misma. De ahí que resulte sospechoso constatar que lo que se tienda a evocar de los sesentas esté saturado de referencias superficiales como “el ambiente”, “el clima”, la “atmósfera” y “la moda”. Esto tiene su explicación en el simple hecho de que con ello se encubre la necesidad de relacionar y comprender porqué razones el mundo entero se puso, por sus propias motivaciones histórico­concretas, en estado de efervescencia con una sincronía nunca antes vista: de China a la Plaza de Tlatelolco en México, de la Universidad de Córdoba en Argentina hasta las Universidades de Columbus y de Berkeley; y de la primavera Parisina a la primavera de Praga. La simultaneidad y la expansividad que tuvo la revuelta ponen de manifiesto, cuarenta años más tarde, que hay algo muy vivo en ella que es imposible de captar, de intuir siquiera, con la mirada antiséptica del aburrido visitante de museo para el cual el pasado solo se le puede revelar de manera inofensiva y como un cúmulo de datos inconexos que a nadie interesan ya. Bien vistas las cosas, no cabe duda de que los eventos que arrancaron en 1966 con la Revolución Cultural China y que se sucedieron en una apretada cadena de acontecimientos vertiginosos y estremecedores, fueron en conjunto parte de una ruptura mayor: acontecimientos tales como la muerte del Ché Guevara en el 67; la impresión y rápida difusión de “La Sociedad del Espectáculo” de Guy Debord en Francia el mismo año (obra que se constituyó en la consciencia teórica más elevada de la revuelta); sin olvidar los conatos de “Liberación Nacional” puestos en marcha por los “Black Panthers” en EEUU a los que se sumaron las movilizaciones por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam; y en el mismo tiempo histórico, pero en otra geografía, no se deben olvidar las protestas estudiantiles en Praga, las cuales se erigieron en contra la falsa cultura socialista lo mismo que contra la costra ideológica que los partidos comunistas en el poder hicieron del marxismo en los países del llamado “socialismo real”; y sin ir tan lejos, pero más al sur, es imposible obviar los experimentos de la “autonomía obrera” y de la “fabrica social”, vástagos ambos del “otoño caliente” italiano del 69. Y por último, el hecho más importante de nuestra historia reciente: el esparcimiento incendiario de los movimientos de Liberación Nacional en el tercer mundo, gracias a los cuales se hizo patente la creciente necesidad, sentida en toda América Latina, de asumir una postura crítica frente la cultura represiva y autoritaria de los gobiernos y las instituciones dominantes. Postura que tuvo su cresta en la masacre de la plaza de Tlatelolco en el 68, y su desembocadura en el 71, durante el fugaz gobierno democrático del Presidente socialista Salvador Allende en Chile. La condensación de todos estos hechos en un período tan corto obliga a pensar, a mas de cuarenta años de distancia, que si en el plano factual de cada país fue la revuelta con su correlativo aplastamiento y cooptación lo que predominó; en el plano civilizatorio más general, lo que se puso de relieve fue una desbordante revolución cultural de alcance universal. Pero esta revolución, que solo fue tal en el plano de la cultura, no pudo expresarse al final en la transformación radical de las estructuras de económicas, ni mucho menos en el triunfo de la mayoría de revoluciones entonces en marcha. Ni en el primer mundo ni en los terceros y cuartos. Se expresó, por el contrario, de manera imprevista y paradójica en una bonita consigna de Mao –que en su contexto no llegó a ser­ que decía “que se abran cien flores y florezcan cien escuelas de pensamiento”; lo hizo también en la denuncia a la prensa vendida, y por extravagante que pueda sonar, se hizo patente en la práctica del amor libre de las comunas hippies. Es por todo esto que hoy podemos afirmar que lo que el 68 acabó poniendo entredicho durante un largo período ­que se me ocurre duró hasta los conservadores ochentas­, fueron nada menos que las tres principales instituciones en las que se produce y se reproduce la cultura moderna: La familia, la escuela y los medios de comunicación. Lo que sucedió después todavía no sabemos como sacudírnoslo de encima. En eso andamos. Espero. Lo único que comenzamos a intuir con cada vez mayor claridad es que venimos de un largo proceso de reacomodo capitalista desde el cual ha operado una nueva y más perversa modalidad en el cercenamiento de toda subjetividad libre y creadora: me refiero a la introyección del individualismo egoísta con sus correspondientes aburrimientos y apatías, las cuales han sido moldeadas con tal perfección que pueden ser socorridas por los más sofisticados mecanismos del mercado. Frente a esto, lo que nos queda por resolver entonces es si lo que viene lo habremos vivir como imaginación creadora, o por el contrario, lo habremos de aceptar como destino. Puesto que, como dijera una de las consignas del 68 que sitúa al futuro siempre a uno o varios palmos de coraje: “La gente que muere lentamente en los calvarios mecanizados del trabajo, es también la misma gente que está discutiendo, cantando, bebiendo, bailando, haciendo el amor, apropiándose de las calles, recogiendo las armas e inventando una nueva poesía”. Ciudad de Guatemala, 8 de Mayo del 2008 Paris 68: Esos fueron los dias Mario Roberto Morales Once upon a time there was a tavern where we used to raise a glass or two. Remember how we laughed away the hours and dreamed of all the great things we would do? Those were the days, my friend, we thought they’d never end… En noviembre de 1968 llegué por primera vez a Europa. Tenía 21 años. Mi padre había muerto el año anterior en un accidente de automóvil y eso me había puesto en contacto con el lado oscuro de la vida. Terminaba mi tercer año en la carrera de Letras y Filosofía y había empezado a escribir unos relatos brevísimos que seguí haciendo a lo largo de los dos meses de gira cultural por Europa. Había leído a Asturias, a Camus y a Sartre, entre otros, y entre las ilusiones más grandes que llevaba estaba la de conocer a Asturias y a Sartre en París. La repentina muerte de mi padre me había sensibilizado lo suficiente como para necesitar expresarme escribiendo líneas que yo percibía como un juego verbal. Había también leído a Marcuse, pero sus planteos no llegaron a conmoverme tanto como los de los existencialistas, a lo cual contribuyó sin duda que desde 1966, cuando había ingresado a la Universidad Rafael Landívar (la única privada entonces), me había enrolado en las filas de la guerrilla urbana de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), una organización revolucionaria cuyo jefe indiscutido, mi admirado Luis Augusto Turcios Lima, había sido asesinado ese mismo año, presumiblemente por la CIA y el prosoviético Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), mediante una bomba colocada en el motor de su automóvil. La cultura política que recibí por parte de mis compañeros de las FAR descartaba cualquier forma de lucha institucional y pacífica para alcanzar mejores niveles de vida para las mayorías campesinas y obreras y, en medio del debate chino­soviético, los guerrilleros se aferraban al ejemplo de la revolución cubana, del Che Guevara y de los vietnamitas, rechazando los planteos de los partidos comunistas, que buscaban desplegar luchas legales con fines electoreros, para lo cual negociaban con la derecha y con los militares. Por extraña extensión de nuestra postura militar, los jóvenes guerrilleros de entonces rechazábamos cualquier forma de lucha que pretendiera sustituir el eje de la lucha armada. Fue por ello que esta cultura política nos impidió valorar en su contexto la revuelta estudiantil de mayo de 1968 en París, haciéndonos rechazarla por pequeño­burguesa, pero no fue obstáculo para que dos de mis compañeros de aula y yo publicáramos en la revista estudiantil Cara Parens, la cual fundamos y dirigimos, y de la cual salieron cinco números, algunas de las célebres frases de los muros parisinos, como: “Prohibido prohibir”, “La imaginación al poder”, “Sed realistas, exigid lo imposible” y otras. En esta revista se publicaron también las traducciones de los versos de Andriei Vasnisienski, hechas por Roberto Obregón, así como los primeros poemas de éste a su regreso de la Unión Soviética. También, los primeros textos de Vargas­Llosa, Fuentes y Cortázar que se leyeron en Guatemala. De modo que si políticamente rechacé la validez de la revuelta parisina, en lo cultural la asumí como expresión de las inquietudes estudiantiles de los jóvenes de clase media acomodada que nos sentíamos representados en sus frases y que nos habíamos metido (algunos) a la guerrilla, en la que la extracción popular de sus combatientes (no de sus dirigentes) impedía simpatizar con movimientos juveniles que no propugnaran abiertamente por una lucha armada que sirviera de detonante para la insurrección de las masas y la instauración del socialismo. Fue así como llegué a Paris en noviembre de 1968, seis meses después de la revuelta estudiantil, y me vi de pronto sentado frente a nuestro embajador en Francia, Miguel Ángel Asturias, a quien yo admiraba por haberme revelado en sus novelas la posibilidad de inventar un país grande y hermoso a pesar de que en realidad fuera, como decía el poeta Otto René Castillo, “pequeño y horrendo”, y ante quien tenía reservas por la condena que la izquierda revolucionaria le había echado encima por aceptar aquella embajada, ofrecida por un gobierno títere de los militares. A Asturias le pregunté dónde podía encontrar a Sartre y me mandó a La Coupole, en Saint Germain de Près, en donde lo esperé cuatro horas en vano, para después enterarme de que se encontraba en Praga solidarizándose con la lucha de los estudiantes checos contra la invasión soviética a Checoslovaquia. Mi admiración por él creció junto a mi frustración por no haberlo conocido. Al día siguiente visité La Sorbona, en donde pude ver todavía altos volcanes de pupitres apilados por todas partes, ventanas rotas y algunas pintas a medio borrar en sus paredes. Creo haber comprendido allí que las ansias libertarias de las juventudes de entonces hallaban en la reciente revuelta estudiantil parisina su eco y su representatividad cultural, pues aquella gesta legitimaba la ruptura generacional que la juventud había asumido encargándose de cambiar el mundo mediante la destrucción del absurdo hipócrita burgués, que sólo llevaba a las guerras y al consumismo sin más. Bajo el cielo gris y frío de París, transcurriendo las húmedas calles cercanas al Sena, me sentí acompañado por mis contemporáneos franceses, quienes (pensaba yo), a pesar de no haber sido capaces de organizar guerrillas para luchar por la libertad, habían convertido los espacios universitarios en bastiones de la misma lucha y las mismas aspiraciones que teníamos en Guatemala y otros países de América Latina. Lejos estaba yo entonces de imaginar que su ejemplo habría de ser seguido, con trágicas consecuencias, en mi país, en donde las guerrillas, ya en su segunda época (en los años 70) crearon frentes estudiantiles que fueron reprimidos con la conocida brutalidad del ejército contrainsurgente y que a la vez constituyeron canteras inagotables de guerrilleros urbanos y de montaña. En Londres, 1968 era el año de “God bless Tiny Tim”, en los muros del Soho, de El violinista en el tejado, en un teatro cercano a Picadilly Circus, del estreno de El graduado y 2001 odisea del espacio en los cines del centro, y de la gloria de Carnaby Street, por donde anduve paseando y escuchando la música de los Beatles que salía de las tiendas de artículos de plástico. También de Those were the days, cuyas notas recuerdo haber escuchado una vez más bajando de Sorrento y mirando la bahía de Nápoles a mis pies. Volví a Guatemala para la Navidad de aquel año, y a lo largo de 1969 me sumergí más en mi militancia de izquierda, la cual duraría hasta 1991. Ahora, no me cabe la menor duda de que el rechazo militarista de la guerrilla de los años 60 hacia expresiones político­culturales basadas en la movilización pública y solidaria de los estudiantes para con la clase obrera del primer mundo, era la expresión del atraso cultural de nuestro país, el cual alcanzaba también a los guerrilleros tanto como a la oligarquía, y que mi adhesión emotiva hacia las frases de los muros de París en el 68, expresaba la necesidad, sentida por muchos guerrilleros de clase media, de articular la lucha de clases con la dimensión cultural de las juventudes de entonces. Pues, aunque esta dimensión era en mucho consumista de productos enlatados según la consigna de la “rebelión para el consumo” del mercadeo y la publicidad de Madison Avenue, creo que en nuestras latitudes la hubiésemos dotado de contenidos revolucionarios en lugar de convertirla en algo negado exteriormente y apetecido en la intimidad. Ahora, a ningún ex guerrillero le da empacho confesar que le gustaba el rock ‘n roll, pero en aquella época nadie lo habría admitido. Expresión clasemediera de una conciencia revolucionaria de estudiantes del primer mundo, inspirada en el anti burgués movimiento cultural situacionista, la revuelta estudiantil de París en 1968 heredó al mundo una dimensión cultural que luego reciclaron los jipis tardíos, el movimiento New Age, los revolucionarios setenteros, los cantautores de la Nueva Trova y las desorientadas generaciones X, Y, Z y compañía, hasta convertirla, junto a la efigie del Che, en una lejana divisa ideológica oscilante entre nebulosos ideales inconformistas y gratificantes consumos de un subido hedonismo evasivo. Esta dimensión cultural no ha perdido su encanto ni su validez porque expresa un cúmulo de valores que el socialismo real y sus luchas negaron (en vano) a sus juventudes protagonistas, y que el capitalismo banalizó y vulgarizó (con éxito) mediante el consumismo juvenil y “rebelde” sin más. Es por ello que el rescate crítico de aquellos valores, expresados en la revuelta misma, en las declaraciones de sus dirigentes y en los muros de París, tiene sentido y vigencia ahora, cuando se celebra el 40 aniversario del hecho histórico. En 1973, mi generación evocó la revuelta de París cuando hicimos lo que llamamos “la muralización de la USAC”, en la que frases de Luis de Lión, como la colocada en la Facultad de Economía y que decía “Auditor es sinónimo de oreja”, y mías como “Todo aquello por conseguir nos pertenece” y “Yo hago la revolución con Marx Factor”, intentaron aclimatar la experiencia parisina a las temperaturas revolucionarias y juveniles de nuestro trópico violento y esperanzado. Lo demás, como se sabe, ya es historia. Sirvan estos recuerdos no sólo para conmemorar el mayo francés como una fallida gesta estudiantil de reivindicaciones obreras y a la vez como una victoria cultural sobre el conformismo acomodado, sino sobre todo para contribuir a dotar de sentido actual la recepción que la juventud que se rebela contra el consumismo sin más está realizando del pasado revolucionario del mundo, a fin de darle continuidad a la lucha siempre vigente por el bienestar colectivo. Tanto en la valoración del mayo francés como en esta lucha, todos estamos protagonizando una fructífera comunicación intergeneracional que deja atrás y supera con mucho las conservadoras posturas yupis con que la juventud del neoliberalismo asume la literatura, la cultura, la política, la ética, la moral y el cambio revolucionario. Ya lo decía uno de los muros de París: “El derecho de vivir no se mendiga, se toma”. La cáscara de las rebeldías: alpiste, palomas y rock Andrés Zepeda Durante la segunda mitad de los sesentas, las posibilidades de experimentación en la música pop se expandieron como nunca, suprimiéndose los límites entre lo clásico, el rock and roll, la vanguardia y el mainstream. Fueron, además, años de intensa agitación en lo político, en lo social, en lo económico, en lo espiritual, en lo estético y en lo cultural. Se hizo cada vez más violento el choque entre la tradición occidental (de herencia judeocristiana y grecolatina) y los ismos de reciente cuño; entre el modelo capitalista moderno (heredero del iluminismo democrático y de la revolución industrial) y los brotes de insatisfacción, hastío, sinsentido, desencanto, angustia, vacío y desesperación que desde hacía ya bastante tiempo venían provocando sus no pocos lastres. Es probable que el súmmum de todo ello haya convergido en los movimientos de protesta que, alrededor del mundo (París, Praga, México, La Habana…) y de manera más o menos simultánea, ocurrieron hace cuarenta años exactamente, en mayo de 1968. Y si el rock fue en aquel entonces la única expresión musical capaz de acoger en su seno semejante torbellino de corrientes contradictorias, ello sin duda se debe a su naturaleza de monstruo híbrido cuyo vigor y frescura se mantienen a lo largo de las décadas gracias a esa capacidad suya de devorar (sin asco, sin reservas, sin vergüenzas, sin pudores, sin ningún tipo de discriminación) influencias ajenas, dejar de ellas sólo la cáscara… hasta Una cáscara que, posteriormente, es reciclada hasta el hartazgo y convertida en moda, en producto de consumo masivo; compota predigerida, alpiste para atraer palomas con el fin de intentar venderles algo más, siempre algo más. Porque, hay que decirlo, fue en buena medida gracias al sustrato casquivano y populachero del rock que la industria del entretenimiento se consolidó hasta convertirse en lo que es hoy:un negocio multimillonario y despótico donde reinan los criterios comerciales por encima de cualquier miramiento en pro de expandir las posibilidades de experimentación en el arte. Lo cual no quita que el rock (hijo bastardo del jazz y del blues, después de todo) haya sido también, desde sus albores, caja de resonancia de los más genuinos e insolentes estallidos de rebeldía; ni que siga siéndolo aún hoy, prestándose siempre de buena gana a acoger y difundir los escasos ecos subversivos que la humanidad todavía es capaz de generar. Qué mejor ejemplo de ello que el punk, aquel rabioso alarido de amateurismo auténticamente roquero surgido desde las entrañas de una clase urbano­obrera británica que, a mediados de los setentas, padecía tasas de desempleo galopantes y malvivía asfixiada bajo normas oficiales de conducta tan estrictas como hipócritas. “Al maldecir a Dios y al Estado, al trabajo y el ocio, al hogar y la familia, al sexo y el juego, al público y a uno mismo, durante un breve tiempo la música hizo posible experimentar todas estas cosas como si no se tratase de hechos naturales sino de estructuras ideológicas: cosas que alguien ha hecho y que consecuentemente pueden ser alteradas, o incluso eliminadas”, destaca Greil Marcus en su libro Rastros de carmín. Por desgracia (pero leal a su raigambre de música rock, en un principio rebelde pero inmediatamente después degradada a mera pose, desprovista ya de su contenido y su coherencia originales), hoy el punk es sólo la sombra de lo que fue. Nada qué ver con aquellas consignas que proclamaban la destrucción de ídolos, concebían la cultura como una aberración y denunciaban el trabajo como una obscenidad. Ahora, en cambio, del punk sólo queda un nicho de mercado (he ahí el alpiste) capaz de atraer a hordas de pimpollos (he ahí a las palomas) en crisis de rebeldía adolescente, enemigos de la norma pero a la vez urgidos de pertenecer a algo; falsos desencajados sociales, temerosos de ir más allá de los parámetros que impone la dictadura de lo “cool”. Borregos del consumo aficionados al rollo gótico (peinados estrafalarios, sombras de maquillaje alrededor de los ojos, pellejos perforados, accesorios metálicos, cuero negro, algodón blanco; ropa descosida, remendada y vuelta a descoser), perros falderos que escuchan música estridente pero sólo en su calidad de conspicuos seguidores de las veleidades de la moda; y que juegan, por vanidad, a probarse el disfraz de buscapleitos… hasta que se aburren y pasan a ensayar una máscara distinta. Y otra más. Y otra. Juventudes imitativas, presas del culto a la personalidad, que han olvidado –o nunca supieron siquiera– qué son la revolución y la anarquía. Prueba de ello es que su pretendida causticidad punkera no les impide sumergirse en corrientes al uso como el ecologismo hipersensible y romanticón, ni pronunciarse en contra de la caza de ballenas, ni asistir dos horas diarias al gimnasio, ni practicar yoga tres veces por semana (o reunirse para alabar a Cristo), ni comer frutas y verduras y evitar el humo del tabaco, ni caer al borde de la histeria si una llovizna amenaza con estropear su esmeradísimo look de relumbrón. Nomás la pura cáscara. Lo que es no saber nada del 68 Julio Serrano “La revuelta y solamente la revuelta es creadora de la luz, y esta luz no puede tomar sino tres caminos: la poesía, la libertad y el amor”. Andre Breton Con eso de que todos los años se repiten los meses, resulta poco común en los libros de historia encontrar alusiones a cualquiera de esos 12 niños que empujan inquietos las manecillas del reloj, los años son la constante, es un hecho; de ahí que llamó mucho mi atención la primera vez que escuché hablar del mayo francés. Alguien lo sacó en alguna conversación de café “mayo del 68”, de inmediato un gran signo de interrogación apareció en la nubecita de diálogo de mi cabeza, ¿mayo?, sí, mayo. Que sí que los anarquistas, que el situacionismo, que la imaginación al poder, que dice que un montón de jóvenes franceses desarmaron las calles, estudiantes y obreros manifestaron macizo todo un mes, hicieron temblar entera a Francia, y, ¡oh cerecita del pastel!, graffitiaron sus paredes con un montón de líneas fuera de lo común, entre los diferentes placazos se leían versos de Rimbaud (hay que cambiar la vida), de Artaud (No es el hombre, es el mundo el que se ha vuelto anormal), de Breton (La belleza será convulsiva o no será), la idea de que la poesía trasladara su discurso de los libros a las paredes, de la sensibilidad a los vergazos, de que algunos versos hicieran hervir el pecho de algo como seiscientos mil estudiantes universitarios, me resultaba bastante confusa pero emocionante. Bastante entusiasmado con el asunto llegaba a abrir la boca a la U o con mis hermanos, con la mara pues, que resulta que en mayo del 68… y cuando uno empieza a contar la banda se emociona, y casi siempre con algún brillo esperanzador en los ojos se terminaban comentando cosas como “ha de haber sido de a huevo”, “no como estos pisados quemando burras”, “es que era la época de los hippies”, o bien no faltaba quien levantara su dedito ilustrador “ah, mayo del 68 claro…” y a dar misa pues. Seguí averiguando otros detalles de lo que se me imaginaba más cercano a una fiesta que a un movimiento. Cuando leí una de las famosas consignas “prohibido prohibir”, pensé “ah eso es de una rola de Fito Páez”, emocionado aún con el rollo me daba cuenta que algo no me estaba cuadrando, que seguía sin entender muy bien el alma de aquel fresco bacanal estudiantil, cuando se lo comenté a mi papá una nostálgica sonrisa se le escapó, aquellos años verdad, sí, aquellos años, ese era el clavo, aquellos años, en aquel lugar, con aquellos jóvenes entusiastas me resultaban ajenos, lejanos, por eso nadie sabía nada del asunto por acá, salvo a los que los alcanzara la conversación de café sobre aquel mayo, y luego la wikipedia, y bien, distante y todo esta especie de capítulo de The wonder years me seguía invitando a entenderle. Leyendo una conversación entre Sartre y Cohn­ Bendit (uno de los líderes del quinto mes francés), encontré la clave para sacarle raja a todo esto, dice el estudiante “La única oportunidad del movimiento es justamente ese desorden que permite a las gentes hablar libremente y que puede desembocar, por fin, en cierta forma de autoorganización”, acomodando el contexto a nuestro antojo Cohn­Bendit podría estar hablando de la poesía, o de la literatura, o de alguna de las vanguardias, o de la adolescencia, igual, se refiere al movimiento estudiantil de aquel mes, a esos jóvenes que llamó atinadamente “una minoría activa”. Es esa libertad la que deja la sensación a ventana abierta, ese desorden impetuoso al que luego la historia recriminó no haberse organizado, haber dejado apagar las llamas, casi con cualquier estudio sobre mayo del 68 viene la frase “por qué fracasó”, y total, más allá de los logros o desaciertos del movimiento, la actitud, la reivindicación del sonido de los cristales rotos, de aquella “barbarie” juvenil que pasa gritando adentro de las casas que están vivos. Ahí va el asunto, por decirlo de alguna forma, para bailar no se necesita organizarse. Y a todo esto, hoy, acá, de este lado de la historia, de este lado de la poesía, qué. Pues qué de qué. Nuestra cultura graffitera se desarrolla en las sabrosas paredes blancas de los baños, en las tablas de los pupitres, en ciertas esquinas y en las espaldas de los asientos de los buses, y sin duda los mayos guatemaltecos son muy distintos. Caen las primeras lluvias y en la universidad hay exámenes finales, y 40 años después de muchas cosas, encontramos poético leer en una calle de San Salvador “acá rifa el Crazy Tamal”, y sí, parece que cada vez rompemos menos ventanas, quemamos menos burras… pero ante la mirada atónita de ciertas amarguras, puedo afirmar que ya se nos ocurrirá algo porque siempre algo se nos ocurre, y eso sí, aquí o allá, la revuelta es la revuelta. Compilación editada por Primer Palabra