Publicado en El País, el 26 de junio de 1986 El plano de Glenn Gould en las estrellas ELENA POSA Para muchos, Glenn Gould ha sido es, a través de sus discos- uno de los grandes pianistas del siglo; para Wertheimer, el malogrado que da título a la novela de Thomas Bernhard, Glenn Gould era el más importante virtuoso del piano de nuestro tiempo, el intérprete prodigioso que le inspiró primero su silencio como pianista después su suicidio. A partir de 1955 Gould vivió una fulgurante carrera internacional. En 1964, a los 31 años, decidió dejar los conciertos y buscar otras vías de comunicación. Se dedicó a los media: grabó un centenar de discos, realizó programas de radio y televisión, entrevistas, documentales radiofónicos experimentales, escribió artículos,de música. Gould moría en 1982, a los 52 años, poco después de grabar por segunda vez las Variaciones Goldberg, que le lanzaron a la fama en su juventud, la obra cuya interpretación tenía fascinado a Wertheimer. Solitario, extravagante (su forma de conversación habitual era el teléfono, que siempre llevaba consigo en sus desplazamientos), Gould decía que el artista sólo podía trabajar aislado, controlando su contacto con el mundo exterior para que la unidad indivisible de la idea y de su realización no fuera rota por una irrupción extraña. En vida fue un personaje de leyenda, y, después de muerto, Bernhard se ha servido de su aureola para su ficción-reflexión de El malogrado. Su música sigue ahí, aunque distribuida en cuentagotas por la discográfica CBS, y sus escritos, que revelan un notable sentido del humor, sus dotes de periodista y de entrevistador (modélico su artículo sobre Stokowski) y su agudeza como analista musical, han sido reunidos hace poco en dos volúmenes en una edición francesa titulados Le dernierpuritain y Contrepoint á la ligne (Fayard). En el libro de Bernhard la figura de Gould, vista por el malogrado o por el propio narrador, aparece como una magnificación del artista triunfante: o se es un genio, el número uno, o la práctica del arte no merece la pena. Sin despreciar las cotas de sublimidad que este afortunado pueda alcanzar, gozar y transmitir, Berrihard clava su dardo en el frenesí competitivo que vive el mundo artístico; indirectamente apunta también a la exaltación generalizada del intérprete como el verdadero artista, como el músico creador del siglo XX. Si El malogrado reflexiona sobre el arte desde las laderas donde se vislumbra el genio, los escritos de Gould nos ofrecen una visión desde la cumbre. Precisamente, entre las razones por las que Gould abandonó la arena pública estaban su voluntad de superar el virtuosismo exhibicionista, el espíritu competitivo, el conformismo de los repertorios, la jerarquización y el distanciamiento entre compositor, intérprete y público, circunstancias todas que se prodigan en las salas de conciertos. Para el pianista canadiense, las grabaciones, los medios de comunicación representaban el futuro; las salas de concierto, su propio pa sado y el pasado de la música. Gould lamentaba que el concer tista fuera el único artista que no pudiera corregir, volver atrás di ciendo: "segunda toma", y se convirtió en un apasionado de la tecnología, en un experto en téc nicas de sonido. Tecnología La música es una construcción artificial, simbólica, y Gould preconizaba la utilización de todos los recursos tecnológicos para conseguir una nueva versión, una obra de arte (hay que añadir algo absolutamente nuevo a una interpretación; sí no, no vale la pena tocar, decía). Aprendió a ser deshonesto en un sentido creador mediante la selección de tomas, es decir, el montaje de estudio, porque la tecnología no es una simple correa de transmisión de información. De una forma casi mítica, Gould creía que la tecnología poseía un poder de mediación susceptible de reducir o eliminar las absurdidades que comporta el fenómeno competitivo que absorbe gran parte de las actividades humanas, ya que, entre otras cosas, las grabaciones fomentan el anonimato del artista y pueden dar mayor protagonismo al oyente. La tecnología permitiría trascender la fragilidad de la naturaleza y concentrarse en una visión ideal, porque el objetivo del arte -decía- es la construcción progresiva, durante toda una vida, de un estado de éxtasis y de serenidad. Por ello, Gould, el moralista, "el último puritano" -como se calificó- que desconfiaba cada vez más del arte, pero que no podía subsistir sin él, tenía fe en la "intrusión" de la tecnología porque esta intrusión impone una dimensión moral que trasciende la propia idea de arte. "Hay que dar al arte", sostenía, "la posibilidad de su propia desaparición", porque el arte no es inocente y "puede ser, incluso, potencialmente destructor". "En el mejor de los mundos posibles, el arte sería superfluo. (...) La vida se habría convertido en arte". El Pioneer 10, lanzado al espacio en 1972, en su viaje hacia las estrellas lleva, entre-otras muestras de civilización humana, una placa en la que está grabada una fuga de Bach interpretada por Glenn Gould.