1 AMOR MATERNO El síndrome de Munchausen, que recientemente se ha difundido por los medios, nos permite contactarnos con un aspecto del vínculo entre madre e hijos que presenta aspectos paradojales, entre el aparente cuidado y la voluntad homicida. Cuadro escandaloso que desconcierta y ante el que asistimos incrédulos, como frente a tantas otras variantes de los excesos en el rol materno que se nos aparecen como algo monstruoso, fuera de lo humano. El tema nos lleva a revisar un mito de nuestra cultura que es el amor o el instinto materno, asociados a imágenes idealizadas que suelen estar muy lejos de las madres reales y de sus circunstancias. El vínculo madre-hijo: Estudios realizados en diferentes culturas señalan diferencias importantes en las maneras de criar a los bebés, en las prácticas, en los tiempos de cuidado y en los responsables del mismo. De lo que no puede dudarse es que el recién nacido humano nace en un estado de prematurez que lo hace altamente dependiente del adulto, con quien va a establecer una relación de apego de la que dependerá para su subsistencia en lo biológico y en lo psicológico. En base a los cuidados básicos que hacen a la nutrición, a la higiene, al abrigo y a la preservación, se va a instaurar otro orden de vinculación a través de la cualidad y calidad de prácticas, en las que se filtran significados que los padres y el grupo social dan a ese niño, a través de lo que hacen y dicen. El deseo de un hijo para una mujer está ligado a los significados sociales ligados al rol y a su propia persona, incluídas sus expectativas de realización personal. Las circunstancias de origen del hijo y las condiciones de su gestación, así como la manera como se desarrolla el vínculo con el hijo concreto, van a ser confrontadas con otras apetencias. El hijo/a puede confirmarla en el lugar social o avergonzarla, exponerla, hacer que los otros duden de su capacidad. Entonces, junto a la preocupación por el hijo el vínculo materno conlleva la preocupación por el propio lugar en el que ese hijo la coloque, como “buena” o “mala” madre. Un hijo que no la deja dormir, que llora de hambre o dolor, que la desconcierta, al que no puede regular de manera previsible, puede llevar a que la madre decodifique sus mensajes como “desobediencias”, como actos en su contra, sobre todo si no estuviera en condiciones de responder a las demandas del niño. Puede ser que la tarea la sobrepase, que se sienta encerrada, agobiada, cargando en soledad con algo que la 2 excede. En muchos casos estas situaciones se resuelven a través de apoyos externos que contribuyan a dar alivio a la situación permitiendo a la madre reposicionarse y encontrar soluciones a través del aprendizaje de nuevas formas de hacer, o dando lugar a la inclusión de figuras alternativas que alivien el malestar, y salven del encierro a madre e hijo. En situaciones extremas, sin embargo, sin apoyo ni contención, y ante el temor a ser cuestionada en su función si muestra sus debilidades, el malestar de la madre puede dar lugar al surgimiento de agresividad manifiesta, a castigos de los que hemos sabido en todos los tiempos: insultos, los tirones de pelos, de orejas, empujones, golpes, encierros en lugares de soledad, quemaduras. Hasta la muerte. El mito de la madre idealizada El mito de la madre idealizada es una construcción de la cultura occidental asociada al cristianismo, desde donde una abundante iconografía acuñada por siglos de pintura religiosa de madonas y vírgenes situadas en paisajes celestes o en espacios idílicos asocian el rol materno con una figura asexuada, con el cuerpo velado, pendiente en su mirada y en su gesto del hijo, ab-negada. Imágenes maternas bellas, plácidas, negadas para una sexualidad propia, caracterizaron durante siglos el arte de la cristiandad, obra de pintores que a su vez expresaron el lugar asignado por la sociedad a las madres, confinadas a la intimidad del hogar, sin acceso a poder alguno fuera de ese ámbito. Eran tiempos en que muchos niños morían misteriosamente en el seno de la vida privada, privada de la mirada y del control social, podría decirse. Muchos eran criados por nodrizas, o por familias sustitutas, otros eran francamente abandonados. Es que la vida real transcurría por carriles separados del mundo ideal: el de la madre negada para sí misma, santificada en su sacrificio a la hora de la muerte y no en la vida, tenía que cuidar aun cuando no hubiera sido cuidada, asistir al producto de una sexualidad no siempre asumida, o hacerse cargo de una responsabilidad inevitable. O elegida por razones de conveniencia, porque así se aseguraba un lugar socialmente válido a través del matrimonio. La maternidad ligada al estatus no significaba, ni significa hoy, que se deseara a los hijos, ni a los esfuerzos que éstos demandan. Esfuerzos agravados con el cambio en la organización de la familia hacia lo nuclear, privando a la mujer de apoyos convivientes de parientes cercanos, hizo que la madre fuera quedando como casi única responsable del hijo y de las vicisitudes de la crianza, que sabemos pueden promover ansiedades muy primitivas del adulto. Y qué decir de su extrema dependencia de la presencia o de la ausencia del padre, tendiendo que sobrellevar situaciones a veces indignas hasta la locura. Entretanto, otros factores complejizaron la situación de la 3 mujer, cuando se fueron abriendo otros campos de realización social de los que ellas, las madres estuvieron excluídas mientras estaban a cargo de la crianza de los hijos. Fue así como, sin dejar de ser cuestionada como la última responsable de los males de éstos, su rol se fue haciendo invisible a los ojos de los demás, limitante para trabajar y para lograr un lugar independiente en el cuerpo social. Cuando el propio valor depende del hijo Cuando el poder materno es el único del que estas madres disponen en la vida, entonces es posible que el hijo pase a ser el intermediario que les permita ser aceptadas o rechazadas. Antes que ser otro, el hijo funcionará como una parte de ellas mismas, haciéndole cargo de sus placeres o de sus desdichas, y como tal podrá ser instrumento de ataque o de seducción, que es otra forma de violencia. El síndrome de Munchausen describe a madres que aparentan cuidar a sus hijos, agradar a los médicos, y en pos de ese objetivo llevan a sus hijos con frecuencia a la consulta provocándoles o fraguando síntomas que a la postre llevan a someter al niño a ser sometido a estudios y a prácticas médicas agresivas. Madres que cumplen con lo esperado del cuidado, alienadas en la búsqueda de aprobación y cumplimiento del rol, a costa de maltratar al hijo y hasta de provocar su muerte. Las mismas que saldrían quizás a defender a sus hijos como “leonas” si otros les “tocaran”, se permiten transitar por ese peligroso borde que tan fácilmente puede deslizarse desde el poder absoluto hacia lo opuesto del amor, a la agresividad más radical, homicida. Otra mirada: Va siendo hora de que dejemos de pensar en las madres como si ellas estuvieran especialmente dotadas para todos los sacrificios, para la entrega y para las mayores grandezas. Que han existido en abundancia, seguramente, en el marco de una función que ha sido el único camino para el reconocimiento de la mujer. Pero también ha habido, seguramente, hechos como los que ahora se conocen, ligados a lo peor de la condición humana. Hay que saber que los sacrificios y la abnegación van acompañados siempre de una solicitud de retribución hacia el hijo/a, a quien se reclamará de diferentes maneras. No hay que olvidar que ser madre es un trabajo de riesgo, de altísimo compromiso personal a largo plazo, que merece ser sostenido por el grupo social de manera lúcida, sin temor a ver en ese vínculo, como en otros, los aspectos más miserables de la condición humana, con todos sus conflictos. Para hacer un abordaje con más verdad, para dar lugar a un mayor sostenimiento para quienes están a cargo de esa función social que hace a la supervivencia del grupo social mismo, del cuidado de 4 las nuevas generaciones. La posibilidad de una mirada realista sobre esta función y quienes la desempeñan estará unida a la caída de los prejuicios asociados a los mitos que han estado unidos a la representación ideal del amor materno, un mito que sobrecarga a esa función con imperativos exigentes, moralizantes. Estas mismas exigencias, en su distancia sobre las posibilidades reales, seguramente contribuyen a desencadenar en las madres actitudes de transgresión, de abuso, de desmesura en la violencia hacia ese hijo, desconociéndolo en su carácter de sujeto. Convertido en objeto de su posesión absoluta, será posible manipularlo de infinitas maneras, por atajos a veces evidentes y otros tenebrosos, y sus consecuencias. LIC. ANA MARIA MARTIN.-