Derecho Constitucional – el régimen republicano argentino Unidad 15

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C.I.I.C.A.P.
DERECHO CONSTITUCIONAL
UNIDAD 15
Derecho Constitucional
Unidad 15 – el régimen republicano argentino
A – caracteres y recepción constitucional
Remitimos a la Unidad 13 para el análisis del art. 1º de la CN.
Sin embargo, siguiendo a Ekmekdjian, diremos que del término “república” se ha hecho
uso y abuso del mismo modo que respecto a la idea de democracia.
Proviene el griego “politeia” utilizado por Aristóteles, para indicar al gobierno que se
opone a la monarquía y a la aristocracia. Estas tres son las formas puras de gobierno
para dicho filósofo.
Los latinos utilizan el término “res publicae” (cosa pública), haciéndose ambiguo su
significado.
Se lo asocia indefectiblemente con el término “democracia”, pero no siempre van juntas
(puede haber monarquías democráticas, como España, y repúblicas autoritarias, como
Cuba o China, o en otros casos sí coincidir, como en la Argentina).
Pero para no confundirnos, con éste término se hace referencia al gobierno que surge
para oponerse al modelo absolutista de la monarquía, y reúne una serie de principios
que lo caracteriza, y que ya estudiamos en la Unidad 13 (periodicidad, elección popular,
responsabilidad, etc.).
B – División y equilibrio de poderes: en la doctrina y en la CN.
Gobierno y control
Dice Montesquieu (quien desarrolló la idea de división de poderes) que “es una eterna
experiencia que todo hombre que tiene poder se inclina a abusar de él y va hasta donde
encuentra límites. Para que no se pueda abusar del poder es preciso que por la
disposición de las cosas el poder frene al poder”. Es el sistema de los “pesos y
contrapesos” en la estructura del poder.
¿Cómo se consigue esto?
A – imputando cada una de las funciones del poder a un órgano relativamente
independiente de los otros dos. Se deja expresamente determinada cuáles son las
competencias de cada poder, y éste sólo puede realizar aquello que le está expresamente
previsto. Así la CN prevé las competencias de cada uno de los poderes del Estado.
B – implementando un sistema por el cual se controlen recíprocamente. Nuestra CN,
siguiendo el modelo de la constitución de los EE. UU. De Filadelfia de 1787, que
consagra la separación rígida de los poderes.
Los poderes del estado no pueden invadir el ámbito de competencia de los otros
poderes.
Relacionado íntimamente con éste tema, se encuentra la prohibición de delegación de
facultades extraordinarias, prevista por el art. 29 de la CN (ver punto siguiente).
Control entre los poderes
Entre ellos existen dos tipos de relaciones:
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A – Relaciones de coordinación: en las que se necesita la actuación de dos o más
poderes del estado para su ejecución. Por ejemplo:
 Sanción de leyes: poder legislativo (sanción) y poder ejecutivo (promulgación)
 Apertura de sesiones del Congreso por parte del Presidente de la Nación
 Nombramiento de magistrados: el poder ejecutivo designa a los miembros de la
Corte Suprema con acuerdo del Senado
 Aprobación de tratados internacionales: poder ejecutivo celebra el tratado, el
poder legislativo lo aprueba, y nuevamente el poder ejecutivo lo ratifica;
etcétera.
B – Relaciones de control: La CN prevé mecanismos de control entre los poderes del
estado. Por ejemplo
 El juicio político
 La facultad del poder ejecutivo de “vetar” la leyes aprobadas por el Congreso
 El poder judicial puede invalidar actos del ejecutivo o leyes del Congreso,
declarándolos inconstitucionales.
 El enjuiciamiento de magistrados federales
 Facultad de las cámaras del Congreso de hacer comparecer a su recinto a
Ministros del Poder ejecutivo
 Asimismo existen órganos de control creados por la propia Constitución
o La Auditoría General de la Nación
o El Defensor del Pueblo
o En cierta medida el Consejo de la Magistratura.
Éstas facultades de control recíproco tienden al equilibrio de poderes, y como ya se ha
venido sosteniendo, es una característica propia y fundamental del sistema republicano.
C – Prohibición de facultades extraordinarias
Art. 29.- El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las
Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades
extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles
sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas
de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna.
Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y
sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la
responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria.
La razón de la inclusión de éste artículo tiene que ver con lo vivido en los años previos a
la sanción de la Constitución de 1853, principalmente con la experiencia del gobierno
de Rosas como gobernador de la Pcia. de Bs. As. durante los años 1835-1852, quien se
hizo otorgar por la legislatura provincial la suma del poder público y de eso modo
ejerció su poder e impuso su régimen.
De este modo se le prohíbe al Congreso o a las legislatura llevar a cabo éste tipo de
actos. Si esto está prohibido, quiere decir que ningún poder puede excederse
mínimamente de sus facultades e invadir las de los otros dos. Una ley que delegue
facultades propiamente legislativas (fuera de los casos que oportunamente está
permitido) sería inconstitucional.
Las consecuencias de éstos actos son:
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1 – condena a quienes los ejecuten o consientan con la pena de “traidores a la patria”
(delito previsto en el Código Penal por mandato expreso de la CN).
2 – Vicia de nulidad absoluta a los actos así celebrados.
D- El derecho a la revolución
La emergencia revolucionaria
Nuestro derecho constitucional material ha acuñado una especial situación de
emergencia, conocida con el nombre de emergencia revolucionaria. Es la que
corresponde a las épocas de facto, y su ubicación se encuentra en la doctrina de facto,
que trabaja sobre dos supuestos: el golpe de estado y la revolución. Ambos significan la
ruptura de la continuidad constitucional.
Tal ruptura acontece cuando se quiebra el orden de sucesión o transmisión del poder; la
ruptura se produce en el orden de normas de la constitución formal transgredido cuando
el acceso al poder se opera al margen de lo que las normas describen, pero no se
produce en el orden de las conductas, cuya continuidad jamás se interrumpe: los hechos
que provocan la ruptura suceden en el orden de las conductas, en tanto la ruptura se
refleja en el orden normativo.
Suele distinguirse golpe de estado y revolución —por lo menos desde la óptica
constitucional— en cuanto el primero se limita a cambiar los titulares del poder dando
lugar a la ocupación de éste por vías de fuerza no previstas en la constitución o en las
leyes, mientras la segunda involucra un cambio institucional que produce alteraciones
en la estructura constitucional.
La ruptura de la continuidad en la transmisión del poder provoca la ilegitimidad de
origen.
Podemos decir que el derecho a la revolución nació, en la jurisprudencia de la CSJN, en
el siglo pasado, Mitre fue presidente de facto cuando, como gobernador de la provincia
de Buenos Aires, asumió la presidencia de la república después de disuelto el gobierno
federal a raíz de la batalla de Pavón, derrocando a Urquiza. En 1865, la Corte Suprema
se pronunció sobre el ejercicio de sus facultades invocando el hecho de la revolución
triunfante y el asentimiento de los pueblos (caso “Martínez c/Otero”). Así autorizó al
gobernador triunfante a gobernar el país “con el derecho de la revolución triunfante y
asentada por los pueblos” (ver punto siguiente “el ejercicio del poder”).
E – Gobierno de facto: noción, caracterización y ámbito material y
temporal
del ejercicio de las facultades legislativas según
jurisprudencia de la C.S.J.N.
El orden de la justicia solamente proporciona validez al golpe de estado y a la
revolución, cuando traducen el ejercicio del derecho de resistencia a la opresión, a
condición de que exista habitualidad en dicha opresión, imposibilidad de remediarla por
otras vías, intento inexitoso de solución previa por recursos normales, y posibilidad de
éxito; (la resistencia a la opresión presupone tiranía o totalitarismo).
La doctrina de facto integró nuestro derecho constitucional material, sobre todo a través
de fuentes de derecho espontáneo y de derecho judicial.
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En la doctrina de facto argentina, recién después de concluido el período de facto de
1976-1983, se ha comenzado con generalidad a tildar a los ocupantes del poder como
“usurpadores”. Hasta entonces, siempre se los consideró casi pacíficamente como
gobernantes “de facto”.
Podemos hoy decir que el año 1983 marcó, sin duda, un hito importante en el proceso
disuasorio de las intervenciones militares, no obstante los alzamientos de algunos
sectores castrenses producidos desde entonces.
Pero, en líneas generales, la recuperación institucional operada en la indicada fecha ha
consolidado un amplio consenso democrático, adverso a las interrupciones de la
continuidad constitucional por golpes de estado.
Asimismo, los procesos incoados a partir de 1983 a los jefes militares que
protagonizaron el golpe de estado de 1976, a los responsables de los excesos
antirrepresivos, y por la guerra de Malvinas, reforzaron la subordinación de las fuerzas
armadas al poder civil.
El funcionamiento del poder
Las rupturas de la continuidad constitucional en el siglo XX comenzaron en 1930, y se
repitieron en 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. El esquema más simple de la época de
facto iniciada en cada una de esas fechas hace ver que:
a) el presidente de facto ha reemplazado lisa y llanamente al presidente de iure con
iguales competencias;
b) las cámaras del congreso han sido disueltas (en 1962 varios meses después del
golpe de estado), produciéndose el impedimento funcional del congreso;
c) el presidente de facto ha asumido las competencias del congreso;
d) sobre la validez en el ejercicio de las mismas, la jurisprudencia de la Corte ha
sido variable.
Los dos últimos períodos de facto fueron muy largos: de 1966 a 1973, y de 1976 a 1983.
Ya comentamos lo que aconteció con Mitre en 1862.
En 1930 y 1943, reconoció en sendas Acordadas el título de facto de los respectivos
presidentes.
Del derecho judicial extraemos las pautas fundamentales, que son las siguientes:
a) el título de gobernante de facto —o sea, su investidura irregular pero admisible— no
puede ser judicialmente discutido —es decir, impugnado—;
b) el gobernante que dispone de las fuerzas militares y policiales para asegurar la paz y
el orden, y está en condiciones de proteger la libertad, la vida y la propiedad de los
habitantes, es un gobernante de facto susceptible de reconocimiento;
c) ese gobernante debe prestar juramento de acatamiento a la constitución;
d) por razones de policía y necesidad, para mantener protegido al público, los actos del
gobernante de facto deben ser reconocidos como válidos;
e) el poder judicial mantiene el control de constitucionalidad sobre dichos actos.
En 1955, 1966 y 1976 los jueces que integraban la Corte Suprema fueron destituidos, de
modo que el tribunal —en sus nuevas integraciones— no emitió pronunciamiento
alguno acerca del reconocimiento en el título del poder ejecutivo de facto.
De una admisión muy estricta que en torno de la validez y la duración de las normas
legislativas emanadas del ejecutivo de facto en reemplazo del congreso disuelto efectuó
la Corte entre 1930 y 1947, se pasó a convalidaciones más amplias a partir de 1947,
pudiendo separarse después diferentes etapas jurisprudenciales con variantes; así, entre
1973 y 1976, y luego de 1990 en adelante.
Recientemente, en su sentencia del 27 de diciembre de 1996, en el caso “Herráiz Héctor
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Eduardo c/Universidad de Buenos Aires”, la Corte sostuvo que las leyes de facto son
válidas mientras no se las deroga.
No hemos de detallar el panorama completo de las épocas de facto porque actualmente
ha decaído el interés y la oportunidad de su análisis, pero en un simple balance
queremos recordar que, conforme lo considera Bidart Campos:
a) el seguimiento que siempre hicimos de la doctrina de facto y de su reiterada
aplicación en la constitución material nunca nos llevó a admitir una supuesta
“supraconstitucionalidad” de la emergencia provocada por las interrupciones de la
normalidad constitucional;
b) tampoco a considerar a los estatutos y las actas emitidos en los períodos 1966-1973 y
1976- 1983 como extraconstitucionales, o superiores a la constitución, o de su misma
jerarquía;
c) la acumulación de poder y la arbitrariedad en su ejercicio se acentuaron
progresivamente, hasta alcanzar su punto máximo entre 1976 y 1983;
d) las épocas de facto causaron deterioro e ingobernabilidad en nuestro sistema político,
y habitualmente concluyeron fracasando en los fines y objetivos que fueron
proclamados como justificación inicial cada vez que las fuerzas armadas accedieron al
poder;
e) en la constitución material se ejemplarizó desde 1930 la competencia de los
gobernantes de facto para remover a los jueces de sus cargos, llegándose a destituir a los
de la Corte Suprema en 1955, 1966 y 1976;
f) aunque no fue pacífica la jurisprudencia sobre el status de los jueces que designaron
los gobernantes de facto para cubrir vacantes, siempre se reconoció intangibilidad a las
sentencias dictadas por los tribunales de justicia en los períodos de facto.
EL ARTICULO 36 Y EL PODER
Su relación
Consideramos que en la introducción al estudio del poder halla ubicación el nuevo art.
36 surgido de la reforma constitucional de 1994, entre otras razones porque tiende a
resguardar la transmisión legal del poder y, con ella, la legitimidad de origen del poder
mismo y de los gobernantes que lo ponen en acción, así como la defensa en la
constitución.
El art. 36 es el primero de los artículos nuevos y da inicio al capítulo segundo de la
parte primera de la constitución, que es la clásica parte dogmática. Este capítulo
segundo viene titulado como “Nuevos Derechos y Garantías”.
El art. 36 dice así:
“Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se
interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden
institucional y el sistema democrático. Estos actos serán
insanablemente nulos.
Sus autores serán pasibles de la sanción prevista en el artículo 29,
inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos
de los beneficios del indulto y la conmutación de penas.
Tendrán las mismas sanciones quienes, como consecuencia de estos
actos, usurparen funciones previstas para las autoridades de esta
Constitución o las de las provincias, los que responderán civil y
penalmente de sus actos. Las acciones respectivas serán
imprescriptibles.
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Todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes
ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este artículo.
Atentará asimismo contra el sistema democrático quien incurriere en
grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento,
quedando inhabilitado por el tiempo que las leyes determinen para
ocupar cargos o empleos públicos.
El Congreso sancionará una ley sobre ética pública para el ejercicio
de la función.”
Debe asimismo tomarse en cuenta el art. 226 del código penal según texto surgido de la
ley 23.077, de 1984.
El bien jurídico penalmente tutelado
Es sugestiva la ubicación del art. 36, que preserva al poder, dentro del rubro de los
nuevos derechos y garantías. Por eso, también lo ligamos al sistema de derechos.
En efecto, es fácil entender que el orden institucional y el sistema democrático hallan
eje vertebral en dicho sistema de derechos, y que atentar contra el orden institucional
democrático proyecta consecuencias negativas y desfavorables para los derechos. No en
vano en el art. 36 también viene encapsulado, con definición expresa, el derecho de
resistencia dentro del marco genérico que incrimina las conductas que lesionan al bien
jurídico penalmente tutelado en forma directa por la constitución, para evitar la ruptura
en la transmisión legal del poder.
Es algo así como una cobertura general, con bastante analogía respecto del clásico delito
del art. 29 que, a su modo, también tiende a preservar un similar bien jurídico, cuando
da por cierto que la concentración del poder en el ejecutivo, o en los gobernadores de
provincia, al fisurar la división de poderes pone a merced del gobierno la vida, el honor
o la fortuna de las personas.
Los actos de fuerza incriminados
El art. 36 exhibe un rostro docente y catequístico, porque procura enseñar que el orden
institucional y el sistema democrático deben ser respetados. Tiene también algo de
prevención, de admonición y de disuasión para que la continuidad constitucional no se
interrumpa.
Es claro que la fuerza en lugar de la ley no siempre se detiene por el hecho de que haya
normas como las del artículo que comentamos, pero algo se adelanta con prevenir a
quienes intentan usarla acerca de las consecuencias de su conducta irregular, tipificada
aquí como delictuosa.
La figura penal que describe el art. 36 consiste en interrumpir la observancia de la
constitución por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático.
Orden institucional y sistema democrático son, a este fin de atrapar penalmente la
conducta tipificada, los que la constitución diseña y establece.
También declara la norma que “esta constitución” mantendrá su imperio aunque su
observancia se interrumpiere por los actos de fuerza incriminados. Y añade que tales
actos serán insanablemente nulos.
Por supuesto que si, desgraciadamente, recayéramos en los actos de fuerza que la
constitución descalifica, el imperio —o la vigencia sociológica— de ella no subsistirían
por la exclusiva circunstancia de que este artículo exprese que tal imperio se mantendrá.
De cualquier modo, contenida en la propia constitución la incriminación de la conducta
adversa, nos hallamos ante la situación de todas las normas penales: por sí mismas no
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impiden que los delitos se cometan, pero prevén la sanción para quienes sean sus
autores.
Hay que tomar en cuenta otras cosas que surgen del mismo artículo; por ejemplo, la
nulidad del acto delictuoso, y las penas previstas.
En efecto, hay dos conductas tipificadas como delitos: a) las de quienes sean ejecutores
de actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático; b) la de
quienes, como consecuencia de tales actos, usurpen (es decir, ejerzan “de facto”) las
funciones que la constitución señala para las autoridades creadas por ella, supuesto para
el cual se suma la responsabilidad civil a la responsabilidad penal.
Las sanciones penales
A renglón seguido, el art. 36 consigna que las acciones penales para la persecución de
ambos delitos son imprescriptibles, después de haber establecido antes para los que los
cometan la inhabilitación a perpetuidad para desempeñar cargos públicos, y de haber
excluido el beneficio del indulto y de la conmutación de penas.
El art. 36 no fija la sanción penal, pero hace una remisión clara: será la misma que tiene
prevista el viejo art. 29. Este artículo —sobre concesión de facultades extraordinarias y
la suma del poder público— reenvía a su vez a la pena de la traición a la patria, que se
halla establecida en el código penal.
Qué es este derecho de resistencia, no viene definido. Tal vez cabe ensamblarlo con el
art. 21, que obliga a todo ciudadano a armarse en defensa de la constitución. Diríamos
que el derecho de resistencia—incluso con armas— tiene un contenido mínimo y
esencial que proviene directamente del art. 36, y que la defensa de la constitución —que
es el objetivo de la defensa— equivale a la del orden institucional y del sistema
democrático contenidos en ella.
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