Golpe de Estado = golpe a la dignidad y a la democracia ¿Cómo no castigar ejemplarmente por ello? La reciente e histórica sentencia emitida por la Sala Penal Especial de la Corte Suprema, en la que se condena a diez ex ministros por su actuación durante el autogolpe de estado perpetrado el 5 de abril de 1992 por Alberto Fujimori, resulta una buena oportunidad para volver a reflexionar sobre a las consecuencias jurídicas que una acción de este tipo tiene. Ciertamente, desde el nacimiento del Estado moderno se ha tendido a usar como conceptos muy ligados (caras de una misma moneda) los términos derecho y estado: “el derecho es el estado porque él es el que lo produce; y el estado es el derecho, porque al fin y al cabo el estado es el máximo poder dentro de la sociedad y el derecho es el efectivamente obedecido como orden jurídico eficaz”1; sin embargo, esta simbiosis resultó incoherente, o poco importante, hasta el momento en que nace el Estado de derecho (Revolución Francesa) o más específicamente el Estado constitucional de derecho, quienes buscarían velar por la defensa de la persona humana libre, resguardando su dignidad, libertad e igualdad de derechos (tal como lo establecen los artículos 1º y 2 de nuestra Constitución); y para lo que se establecerían un conjunto de características y principios a fin de lograr este fin. Así se instituirían como caracteres generales de todo Estado constitucional de derecho: (i) la supremacía de la constitución como norma directamente instituida por el poder constituyente; (ii) respeto de los derechos fundamentales; (iii) división de poderes; y (iv) sometimiento de las autoridades, administrativas y judiciales, a la constitución y a la ley; así como principios básicos como: dignidad humana, democracia (tolerancia) y pluralidad, interdicción de la arbitrariedad, entre otros2. Indudablemente al producirse un golpe de estado origina un trastorno del concepto de estado sin precedentes y se destruyen las características principales que debe tener el mismo, así como se desvía el uso correcto del derecho para el beneficio común. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), un golpe de estado es una “actuación violenta y rápida, realizadas generalmente por fuerzas militares o rebeldes, por la que un grupo determinado se apodera o intenta apoderarse de los resortes del gobierno de un Estado, desplazando a las autoridades existentes”. Y, aunque no todos los golpes de estado tienen las mismas consecuencias sociales, políticas, económicas y jurídicas. En muchos casos, incluso, se indica que “no todo cambio [violento] en el personal gobernante permite hablar de gobierno de facto en sentido propio”, por lo que “sólo cabe hablar de gobierno de facto cuando han caducado esos 1 Cfr., NAEFF W. “La Idea del Estado en la edad Moderna”; en: Derecho Constitucional General. Colección de textos Jurídicos, Lima, Fondo Editorial de la PUCP. 1986. p. 83. 2 Ver: Díaz, Eduardo, Estado de derecho y sociedad democrática, Madrid, Taurus, 1983, p 31 y ss., y Haberle, Peter, El Estado Constitucional, Lima, Fondo Editorial de la PUCP, 2003 (2001), p. 3 y ss. tres poderes de jure; en caso contrario, es más exacto hablar de funcionarios o de órganos de facto”3. Sin embargo, históricamente, casi siempre la mayoría de estos sucesos han significado la destrucción de los pilares que sustentan una nación, la caída de la división de poderes y la pérdida de la democracia y pluralidad, pues se produce una desviación y abuso del poder que tiene como consecuencia: graves violaciones de derechos de la población (principalmente de la más pobre y desprotegida), ingentes actos de corrupción por parte de las autoridades que detentan el poder de facto y el envilecimiento moral de la población. Situación de la cual un país tarda mucho en recuperarse; pues el principal fin del estado dejó de ser la persona humana, sino que éste derivó a otros fines, en su mayoría, poco dignos. Ciertamente, las peculiaridades del golpe de estado peruano del año 92 se alejan de la descripción formal, en lo que se refiere a los sujetos, de lo que es esta clase de acto; pues no fueron militares insurrectos, ni grupos rebeldes los que, por la fuerza, disolvieron el Congreso y coparon las instituciones judiciales; fueron las mismas autoridades obligadas a resguardar el orden constitucional establecido por el pueblo que los eligió las que amparándose en su posición de dominio (el tener todo el aparato estatal en sus manos), las que deciden romper con aquello que juraron proteger. Empero ello, no hay duda que, pese a esta diferencia subjetiva, las consecuencias de lo ocurrido en el año de 1992 han sido las señaladas: vejación de los principios constitucionales, violación a los derechos humanos, así como la institucionalización de la corrupción y afectación a la moralidad del país4; por lo que es indiscutible que hechos de este tipo deben ser firmemente castigados con todo el peso de la ley, tal como lo establece el artículo 45 de la Constitución, el cual sindica que arrogarse el poder contra los principios que establecen las leyes y la Carta Fundamental implica el delito de sedición o rebelión, los que están debidamente tipificados en nuestro Código Penal. A su vez, de acuerdo a lo señalado líneas arriba, un acto golpista planeado por el mismo presidente y respaldado por los ministros y altos funcionarios del gobierno, ¿no resulta más grave que aquel que hubiera realizado terceras personas ajenas al poder de turno? Usando el mismo razonamiento que se establece para los delitos por corrupción de funcionarios, los magistrados deberían ponderar estos hechos e instituir máximas penas a quienes estuvieron en situación de defender el orden constitucional (y con ello los principios de dignidad de la persona y democracia); y abdicaron de su responsabilidad. Ahora que el fallo emitido contra los ministros ha sido apelado esperamos que las sentencias contra la mayoría de éstos no sean sólo penas simbólicas, sino efectivas, a fin que actos como estos nunca más se vuelvan a repetir. 3 4 Bidart Campos, Germán, Derecho Político, Madrid, Aguilar, 1962. p 544. INA, Documentos de trabajo. Un Perú sin corrupción, Lima, INA-MINJUS, 2001, p. 5. (Lilia Ramírez Varela)