Num128 011

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Nacionalismo y Cristianismo
ENRIQUE GONZÁLEZ FERNÁNDEZ *
S
on absolutamente incompatibles. No
se puede ser a la vez cristiano y
nacionalista. Ni nacionalista de una
nación ni nacionalista de una parte de ella.
Sin medias tintas tampoco para hacer otros
distingos dentro del nacionalismo, que por
definición es excluyente, insolidario,
etnocéntrico, a última hora racista. Pero
además, personalmente estoy convencido de
que la mayor inmoralidad del mundo actual
es el nacionalismo, y esto debe ser
denunciado por el Cristianismo. Lo repito
siempre que puedo porque nos encontramos
ante un gravísimo peligro. Más aún: Julián
Marías sostiene que la Iglesia ha de declarar
que el nacionalismo cristiano es una herejía.
Ya a los primeros cristianos les surgió el
problema de si era necesario pasar por el
judaísmo “tan nacionalista” para abrazar la
nueva fe, y se contestó negativamente porque
Cristo vino para todos los hombres del mundo
entero (la respuesta afirmativa es herética).
Por ello su Iglesia, su congregación, es
universal, católica. En mi reciente libro La
belleza de Cristo, he dejado claro cómo
*Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación.
leyendo el Evangelio podemos advertir que
Jesús se opone tajantemente al nacionalismo
de su época.
Según el Evangelio todos los hombres forman
una gran familia, la de los hijos de Dios. Por ello
cada cristiano tiene la grave obligación de
esforzarse en dirimir rencillas, en crear lazos de
unión con los demás, en abrir fronteras de
cualquier tipo.
Los antiguos cristianos consideraban, según
palabras de la Carta a Diogneto, que “toda tierra
extraña es patria para ellos, pero están en toda
patria como en tierra extraña”. Porque la
verdadera patria del cristiano es el Cielo, y el
paso por la Tierra sólo constituye una
peregrinación, un destierro. Absolutizar una
nación —o una parte de ella— y no relativizarla
conforme al designio salvador de Dios que ama
igual a todos los pueblos, significa comportarse
de manera ajena al Cristianismo. El problema es
que, en una parte del Cristianismo actual, se
tiene poco presente la inmortalidad, la esperanza
en la vida perdurable, eterna, del Cielo.
Juan XXIII escribía en la Constitución
Apostólica Humanae Salutis, con la que
convocaba el Concilio Ecuménico Vaticano
II, que éste debe “ofrecer al mundo,
extraviado, confuso y angustiado bajo la
amenaza de nuevos conflictos espantosos, la
posibilidad, para todos los hombres de buena
voluntad, de fomentar pensamientos y
propósitos de paz”. Este Concilio declara en
su Mensaje Ad Omnes poner “todo su
empeño en la unión de los pueblos”, y
confiesa que “todos los hombres, de cualquier
raza y nación, somos hermanos”. Define en la
Lumen Gentium a la Iglesia como sacramento
“de la unidad de todo el género humano”, y le
asigna el “urgente deber” de conseguir “la
unidad completa entre todos los hombres”.
Continuamente se repite que la Iglesia,
vínculo de unión, debe recapitular toda la
Humanidad, con todos sus bienes, bajo
Cristo,
en
íntima
comunión,
con
comunicación de esos bienes. Y se exhorta en
la Gaudium et Spes a que los sacerdotes y
obispos “eviten toda causa de dispersión, para
que todo el género humano venga a la unidad
de la familia de Dios”.
También en su Constitución Gaudium et
Spes, el Concilio recuerda que Dios, que
cuida de todos con paterna solicitud, ha
querido que los hombres constituyan una sola
familia y se traten entre sí con espíritu de
hermanos. Cualquier forma de discriminación
en los derechos fundamentales de la persona,
ya sea social o cultural, por motivos de sexo,
raza, color, condición social, lengua o
religión, debe ser vencida y eliminada; es
contraria al plan divino. Por si fuera poco,
exige ampliar la mente más allá de las
fronteras de la propia nación (el texto original
latino dice: “ultra fines propriae nationis”), y
renunciar al egoísmo nacional, a la ambición
de dominar a otras naciones; se debe
alimentar un profundo respeto por toda la
Humanidad. Además, para establecer el
auténtico orden económico universal, dice
que debe acabarse con las pretensiones de
lucro excesivo y con las ambiciones
nacionalistas.
Actualmente hay nacionalistas que se
confiesan cristianos, que tienen preferencia
excesiva hacia una nación o hacia una parte
de ella, lo cual ha originado grandes
confusiones, como si no fuera aberrante ser a
la vez cristiano y nacionalista: el Cristianismo
es incompatible con cualquier género de
nacionalismo. La explosiva mezcla de
nacionalismo y Cristianismo siempre ha sido
nefasta para éste.
He hablado de cómo hoy existen nacionalistas
que se declaran cristianos. Pero no hay que
olvidar que en el pasado existió un fenómeno
inverso: el Cristianismo nacionalista, tan
reprobable como el nacionalismo cristiano. En
virtud de ese Cristianismo nacionalista se
excluía de un país a todos aquellos que no
estuvieran bautizados. Sólo los cristianos podían
tener la calidad de ciudadanos. Y era empleado
cualquier medio, aunque fuera inmoral, aunque
fuera no cristiano, con el fin de asegurar la
pervivencia del Cristianismo en una nación
cualquiera. Piénsese en la Inquisición, en la
expulsión de los judíos, en las guerras de
religión o en el llamado nacionalcatolicismo.
Uno de los avances positivos del Catolicismo
actual ha sido la práctica desaparición del
Cristianismo nacionalista: todavía falta que
igualmente se extinga el nacionalismo cristiano.
Y con respecto a ese nacionalismo cristiano es
necesario aclarar cómo surgió particularmente
en España, a fin de deshacer algunos equívocos.
Porque ese nacionalismo ha surgido dentro del
Catolicismo y ha sido alimentado en ámbitos
clericales. En sus obras España inteligible,
Consideración de Cataluña y Cinco años de
España, Julián Marías aborda lúcidamente este
tema tan poco conocido hoy. A finales del siglo
XIX, y no antes, se inician en España los
nacionalismos: es un fenómeno decimonónico.
No hay actitudes que se puedan llamar
nacionalistas antes de dicha fecha. Las cosas
empiezan a cambiar, sobre todo, en 1892 con las
Bases de Manresa y la publicación de una obra
del obispo Torras y Bages, titulada La tradició
catalana. Desde entonces sí que hay un
nacionalismo catalán: de tipo tradicionalista,
clerical, rural y antiliberal, que mira con malos
ojos la época moderna entera.
En el siglo XIX se inicia también el
nacionalismo vasco. Los hermanos Luis y
Sabino de Arana habían estudiado en
Barcelona, donde se familiarizaron con el
nacionalismo catalán y lo trasladaron a
Vasconia. En 1894 se fundó la primera
organización nacionalista vasca, presidida por
Sabino
de
Arana,
con
principios
tradicionalistas, teocráticos, clericalistas,
ultracatólicos,
rurales
y
aldeanos,
antiliberales y racistas.
Todo lo cual ha supuesto un regreso a una
especie de feudalismo, un afán de
insolidaridad, de discordia, de violenta
ruptura con la modernidad, con la idea de la
Universitas Christiana, malograda cuando
surgieron las diversas Iglesias nacionales que
provocaron la ruptura de la Cristiandad. El
nacionalismo ha sido y sigue siendo
favorecido por no pocos clérigos, en Cataluña
y en Vasconia, que con sus proclamas
muestran un profundo desconocimiento de la
Historia (¿no se dan cuenta de que con sus
anhelos por fabricar Iglesias nacionales —en
lugares donde, por otro lado, no hay naciones
ni nunca las ha habido— están retrocediendo
al feudalismo? ¿Y sus ingenuos seguidores
ignoran que piden someterse a señores
feudales, como vasallos suyos?). En sus
Memorias, Julián Marías recuerda que
Himmler, “el sanguinario colaborador de
Hitler” fue recibido bajo palio en Montserrat,
centro del nacionalismo catalán.
Al ser todo esto tan evidente, los
nacionalistas vascos o catalanes replican
diciendo que hay también un nacionalismo
español, lo cual es absolutamente falso. El
nacionalismo español no existe. Hay
grupúsculos, eso sí, sin representación
parlamentaria afortunadamente, insolidarios y
xenófobos, de ideología nazi, que están en
contra de los inmigrantes, que se sitúan de
espaldas a Europa y a Hispanoamérica, que
abominan
de
las
incorporaciones
características, por otro lado, de los Reinos
hispánicos durante tantos siglos.
Se puede y se debe tener amor por la nación;
todos
somos
“nacionales”
porque
pertenecemos a alguna; pero es inmoral
absolutizarla siendo nacionalistas. El sufijo
griego “itis” significa inflamación: el hombre
no puede vivir sin hígado o sin meninges, por
ejemplo, pero la hepatitis o la meningitis —
sus inflamaciones— son enfermedades
gravísimas, pueden ser mortales. Lo único
absolutizable en este mundo es el hombre,
todo hombre: de ahí que lo moralmente ético
es ser humanista, nunca nacionalista. Para
todo Humanismo (el Cristianismo lo es por
antonomasia porque Dios se ha hecho
hombre), ese fenómeno sumamente grave del
nacionalismo es la mayor inmoralidad de
nuestro tiempo, el principal peligro,
verdadera peste que subordina la persona a
una nación, real o ficticia, vista como algo
absoluto por lo que todo debe sacrificarse.
Este nacionalismo justifica la mentira, el
rencor, la falsificación de la Historia, el odio,
hasta el asesinato y el terrorismo, como
medios para llegar a implantar su oscuro fin:
la sagrada nación. Pero el Humanismo
considera que lo único sagrado es el hombre,
que siempre está por encima de la nación, y
que la vida de un solo hombre vale más que
todas las naciones de la Tierra.
El concepto esencialmente contrario al
Humanismo (y al Renacimiento) es
“nacionalismo”. Se trata de su opuesto, de su
antónimo más señalado, de la expresión más
feudalista, provinciana, homicida. Y frente al
nacionalismo,
Humanismo.
A
más
Humanismo —su curación—, menos
nacionalismo.
Se es cristiano cuando un hombre pasa del
lugar y del estado natural de su nacimiento (la
nación, donde se nace, que viene del latín
natio) al lugar espiritual y al estado
sobrenatural de su Renacimiento (renatio).
Por tanto, a los cristianos cabría darles el
nombre
de
renacionalistas,
o
sea:
renacentistas (en este sentido los nacionalistas
viven todavía en el viejo estado, ajenos a lo
que es el Cristianismo; de la misma forma, el
nacionalismo es incompatible con el
Renacimiento).
El Cristianismo invita a no permanecer en la
actitud del hombre meramente nacido, sino
renacido: se trata de pasar, desde la barbarie
que podríamos calificar como nacionalista,
hasta el Humanismo renacentista. El antiguo
San Pedro Crisólogo se preguntaba en su
Sermón 117 por qué los hombres que no
nacieron con condición celestial “no
permanecieron tal cual habían nacido, sino
que perseveraron en la condición en que
habían renacido”. Esto se debe según él “a la
acción misteriosa del Espíritu, el cual fecunda
con su luz” para que los hombres “vuelvan a
nacer en condición celestial, y lleguen a ser
semejantes a su mismo Creador”. Y concluye
exhortando así: “Renacidos ya, recreados
según la imagen de nuestro Creador,
realicemos lo que nos dice el Apóstol:
Nosotros, que somos imagen del hombre
terreno, seamos también imagen del hombre
celestial. Renacidos ya, como hemos dicho, a
semejanza de Nuestro Señor, adoptados como
verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y
con plena semejanza la imagen de nuestro
Creador: no imitándolo en su soberanía, que
sólo a él corresponde, sino siendo su imagen
por
nuestra
inocencia,
simplicidad,
mansedumbre,
paciencia,
humildad,
misericordia y concordia, virtudes todas por
las que el Señor se ha dignado hacerse uno de
nosotros y ser semejante a nosotros”.
Y en el Renacimiento, Erasmo exhortaba a
reconocer que la verdadera nobleza del
hombre en este mundo estriba no en haber
nacido en tal o cual país, con esta u otra
condición social o racial, sino “en haber
renacido en Cristo”, in Christo renatum esse
(Enchiridion).
Contrario a ello es el egoísmo insolidario de
las sociedades generado por el nacionalismo
—“el mundo ha recaído en un nacionalismo
absolutamente arcaico”, escribe Marías en
Literatura y generaciones—, el consiguiente
enriquecimiento desmesurado de unas
naciones que no tienen en cuenta la pobreza y
el hambre de otras, el orgullo exacerbado por
la idiosincrasia propia, la invocación al
particularismo o al hecho diferencial de unos
pueblos que se desentienden del futuro de los
otros mediante la creación de fronteras de
cualquier tipo.
Téngase presente la serie de conflictos que
surgen en nuestro mundo cuando hay
aversión hacia las verdades y perspectivas
ajenas, consideradas como enemigos que hay
que destruir, o por lo menos despreciar.
Ilustremos este caso con un aspecto social
como puede ser el provincianismo.
En El tema de nuestro tiempo, Ortega define
el provincianismo como un error de óptica, en
virtud del cual el sujeto cree que está en el
centro del mundo. En su comentario a las
Meditaciones del Quijote, Marías pone de
relieve que el pensamiento orteguiano
“excluye todo provincianismo. Mientras
provincial es el que pertenece a una
provincia, provinciano es para Ortega el que
cree que su provincia es el mundo”. Con
gracioso ingenio, Ortega solía repetir que “el
provinciano, a diferencia del provincial, es el
que cree que su provincia es el mundo, y su
pueblo una galaxia”.
Este provincianismo, identificado con el
nacionalismo, ya fue criticado por Ortega el
año 1908, en un artículo titulado “MeierGraefe”, donde denuncia el peligro del
imperialismo alemán, construido sobre lo
culturalmente falso. En tal fecha le parece a
Ortega que la labor educativa alemana —
como cualquier otra obra educativa
nacionalista—
es
“una
fábrica
de
falsificaciones”.
Este
fenómeno,
que
“falsifica hombres” y que llega a considerar
ciertos estilos como enemigos de la patria, es
una manifestación del “vicio nacionalista de
la intolerancia: en este sentido merece, como
todo nacionalismo, exquisito desprecio”.
Casi todos los malentendidos y fricciones que
tanto estorban a la prosperidad y convivencia
pacífica de los pueblos vienen según Marías
de la ignorancia histórica, del estado de error.
Las repercusiones económicas, sociales y
políticas de esta situación son para Julián
Marías de la máxima gravedad. Porque la
interpretación histórica de los países gravita
pesadamente sobre su proyección hacia el
futuro. Dicho estado de error es mucho más
peligroso que el habitual de la Humanidad en
otras épocas, que era de simple ignorancia.
Una comunidad humana puede volverse
anormal o enferma cuando ha caído en error
respecto de sí misma, y sustituye su realidad
por una interpretación inyectada en ella
caprichosamente. Esto provoca algo así como
una infección en un pueblo, que puede
degenerar en un tumor difícil de extirpar. Lo
radicalmente pernicioso para la Humanidad
es la falsificación de su Historia, y por tanto
de su realidad. Se ha introducido la irrealidad
en la interpretación de la Historia del mundo.
Hoy la situación política europea, tras haber
dado encomiables pasos para vivir
comunitariamente, presenta con frecuencia
actitudes
feudalistas:
nacionalismos,
insolidaridades,
egoísmos
nacionales,
sobrevaloraciones
excluyentes
de
idiosincrasia racial o lingüística, actitudes
sociales narcisistas que en el fondo suelen ser
xenófobas.
Cierto que la ignorancia histórica favorece la
erupción de nacionalismos, hace posible la
manipulación de pueblos que sustituyen su
realidad por una ficción, y se llenan de
resentimientos y rencores. El nacionalismo,
que es un fenómeno feudalista, ha solido traer
como consecuencia la discordia y la guerra:
las dos mayores de la Historia, las que ha
conocido el siglo XX; el nazismo (abreviatura
de nacionalsocialismo) y el fascismo; el
comunismo soviético; los terrorismos; la
masacre en la antigua Yugoslavia..., todo esto
es, en gran medida, fruto del nacionalismo,
como preferencia exacerbada por un país o
por una parte de él.
La
sociedad
hodierna
conoce
el
reverdecimiento de un provincianismo que
parecía superado en épocas pasadas, y que
ahora se identifica con el nacionalismo.
También el año 1908, en un artículo titulado
“La solidaridad alemana”, Ortega escribe
que “el nacionalismo significa la reaparición
en atmósferas modernas de la razón de
Estado, y ambas cosas suponen la barbarie y
la incultura políticas”.
Se ha producido la cerrazón e insolidaridad
de muchas sociedades, su replegamiento, su
insaciabilidad, la reacción del hombre
meramente nacido —en una nación o en una
parte de él, a la que se absolutiza— contra el
hombre renacido, contra el Renacimiento
humano. Bertrand Rusell considera que “el
nacionalismo es indudablemente el vicio más
peligroso de nuestro tiempo; mucho más
peligroso que el alcoholismo, la drogadicción,
la falta de honradez en el comercio, o
cualquier otro de los vicios contra los que
lucha la educación moral” (La educación y el
orden social).
En un artículo titulado “Verdad y concordia”,
Marías muestra que la concordia no hay que
confundirla con la unanimidad, ni siquiera con
el acuerdo. “La diversidad de lo humano, la
índole conflictiva de la vida, tanto la privada
como la colectiva, excluye la homogeneidad, la
unanimidad, que siempre es impuesta,
precisamente a costa de la verdad, de su
desconocimiento o falsificación. El desacuerdo
es muchas veces inevitable. Pero no se puede
confundirlo con la discordia. Ésta es la negación
de la convivencia, la decisión de no vivir juntos
los que discrepan en ciertos puntos”. En cambio,
la condición de la concordia es “el escrupuloso
respeto de lo que es verdad, es decir, de la
estructura de la realidad. Lo cual excluye la
homogeneidad, la unanimidad, que rara vez
existe”. Ha sido una constante histórica la
“opresión de los discrepantes, el no reconocerlos
y respetar sus diferencias, la posibilidad de
convivir con ellos”. Hoy se da también la actitud
de los discrepantes que intentan imponerse. “Lo
que
suele
llamarse
integrismo
o
fundamentalismo es el ejemplo actual de esta
actitud”. Estos fundamentalistas rompen la
convivencia, “negándose a convivir como
porciones en unidades superiores y con
diversidad”. Es el caso del nacionalismo: “con
diversos motivos —o pretextos—, que pueden
ser las diferencias reales, históricas, religiosas,
lingüísticas, que son conciliables con la
convivencia y han sido normales en casi todo el
mundo, o bien con fundamento en algo tan
problemático y discutible como la diversidad
étnica, se rompen las unidades amplias, aunque
tengan una realidad muy superior a la de sus
componentes, y se subraya lo diferencial,
desdeñando lo común, que puede ser de
magnitud y alcance incomparable”. El
nacionalismo, por tanto, al deformar la realidad,
es un error: “una interpretación falsa de la
realidad propia y de sus relaciones con otras o
con los conjuntos a que se pertenece. Casi
siempre, esa desvirtuación de la realidad, que
engendra el descontento y el malestar, es decir,
la falta de verdadera instalación, y con ello el
desasosiego, es algo inventado por algunos, de
origen individual, contagiado a otros y que
finalmente arraiga, se convierte en la
interpretación vigente, dificilísima de superar.
Este es el origen de la inmensa mayoría de las
discordias que afectan a nuestro planeta”. Julián
Marías termina así ese artículo publicado en esta
misma revista: “Se trata, pues, de lo que
acontece a la verdad; cuando se la desconoce o
se la niega, no sólo se pierde la libertad y se es
siervo de la falsedad, sino que ello acarrea la
destrucción de la concordia, de la capacidad de
convivir conservando todas las diferencias, las
discrepancias ocasionales; en suma, el conjunto
de las diversas y verdaderas libertades”.
Por tantas razones, urge que los partidos
nacionalistas se queden sin voto católico. Hay
que dejarlo claro. Sin echar agua al vino. Pero
desgraciadamente, los militantes de esos
partidos son católicos en su inmensa mayoría.
Incluso tales partidos han recibido y reciben
su fuerza de lo clerical. “Vosotros sois la sal
de la tierra. Pero si la sal se vuelve necia,
¿con qué será salada? Para nada tiene fuerza
ya sino, arrojada fuera, para ser pisoteada por
los hombres”.
Feijoo, ese admirable y simpático humanista
gallego del siglo XVIII, que desde su
ilustrado propósito de hacer luz y hallar la
verdad tanto se dedicó a superar los que llama
errores comunes, escribe en su Apología que
“ocasionan grave daño, no sólo a la Filosofía,
más aún a la Iglesia, estos hombres que
temerariamente procuran interesar la doctrina
revelada en sus particulares sentencias”. Por
culpa de tales tendenciosos, otros nos
calumnian y persuaden de que nuestra
creencia es “ardua y odiosa” y que
“patrocinamos con la Religión el idiotismo”.
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