Num089 023

Anuncio
Mi filosofía de la vida:
credos políticos y métodos
de trabajo
M
uchos economistas —Alfred Marshall, Knut
Wicksell, León Walras...— nos cuentan que
eligieron esta profesión para obrar el bien en el
mundo. Yo me hice economista casi por casualidad;
en primer lugar, porque el análisis era muy
interesante y muy fácil, tan fácil que al principio pensé que tenía que
haber algo mas pues, en otro caso, ¿por que armaban tanto jaleo mis
compañeros de clase mayores que yo con la oferta y la demanda?
(¿Cómo evitar que un aumento de la demanda de lana bajase el precio
de la carne de cerdo y de vaca?
Aunque el análisis positivista del munto tal y como es determina y
restringe todos mis actos como economista, jamás es ajena a mi
conciencia la preocupación por la ética de los resultados. Es la mía
una ideología sencilla que favorece al desvalido (y a otras cosas por
igual) y que abomina de la desigualdad.
No me atribuyo ningún mérito por esta postura. Mis padres eran
"liberales" (en el sentido norteamericano del término, no en el
europeo de la "escuela de Manchester"), y esa Weltünschauung general
siempre me ha condicionado. Resulta fácil adherirse a semejante credo.
Cuando mi renta se elevó por encima de la media, no me sentí culpable
ni experimenté la compulsión de regalar los abrigos que me sobraban a
los desconocidos en mangas de camisa: mis padres me hubieran
considerado idiota si lo hubiera hecho y neurótico por dar vueltas
intranquilo en la cama si no lo hubiera hecho. Los liberales esperan de
sí mismos cierta obligación personal para con la justicia distributiva;
pero mucho más importante que los actos de caridad privada es
sopesar las contrapartidas de la eficacia y la equidad en todo lo
relacionado con la política gubernamental, encaminadas hacia la
igualdad. Como decía Henry Simons, amigo y profesor mío en la
Universidad de Chicago: «Merece la pena aceptar ciertos gastos por
PAUL A.
SAMUELSON
cualquier causa buena. Habría que empujar todo más allá de los
límites de los rendimientos decrecientes (si no, ¿por qué dejar de
empujar más y más?.»
Personas que no sirven voluntariamente en el ejército pueden, en
buena lógica, votar a favor de una ley de servicio militar obligatorio que
les suponga un alistamiento con la misma probabilidad positiva que a
cualquier otra persona. Suelo votar en contra de mis intereses
económicos cuando se trata de cuestiones de tributación distributiva. El
hecho de que haya defendido el llenar vacíos tributarios no me ha
impedido buscar ciertas ventajas en los huecos que quedaban en el
código tributario. Pero realizar demasiados esfuerzos en ese sentido
no sólo parecería antiestético, sino también origen de cierta inquietud
y de cierto autorreproche.
Sin excepción, todos los economistas que conozco se consideran
humanitarios. Incluyo en ellos a los comunistas que rozan la línea
stalinista y a los fanáticos del laissezfaire de la escuela de Chicago. Sin
embargo, todos sabemos perfectamente qué podemos esperar de
cada uno cuando se trata de recomendaciones y juicios políticos.
No la unanimidad. Si la economía política fuese una ciencia exacta,
«dura», habría mayor consenso en cuanto a los probables resultados. Si
la economía no fuera una ciencia, sino tan sólo un tejido de juicios y
prejuicios de valor, solicitar la opinión de un economista no le
aclararía nada al Parlamento o al príncipe acerca de los méritos o
deméritos de la propuesta a debate; tan solo confirmaría que el
economista Fulano es liberal acérrimo y el economista Mengano un
elitista egoísta.
La economía política tal y como la conocemos ocupa un lugar
intermedio. Los economistas coinciden sobre muchos puntos en
cualquier situación. Cuando Milton Friedman y yo no coincidimos,
podemos identificar rápidamente el origen y la textura del desacuerdo,
de una forma que no perciben los no economistas. La disparidad de
nuestras recomendaciones no es una estimación libre de prejuicios de la
dispersión de nuestras creencias inductivas y deductivas. Con mi
función del bienestar social (o, en la terminología de los estadísticos
waldianos, mi «función de pérdida») respecto a la importancia relativa
del desempleo y de las libertades de empresa, podría diferir 180
grados con sus conclusiones políticas y sin embargo coincidir en el diagnóstico de las observaciones empíricas y de las probabilidades
inferidas. Pero es tal la imperfección del científico humano, que el
antropólogo que estudiase a los conejillos de Indias universitarios
«Los economistas coinciden sobre muchos puntos en cualquier situación.
Cuando Milton Friedman y yo no coincidimos, podemos identificar
rápidamente el origen y la textura del desacuerdo, de una forma
no
perciben los no economistas.»
«Lo que aprendí de los incidentes del macartismo fueron los riesgos de una
sociedad unipatronal. Cuando el empleo gubernamental te da bola negra, la
existencia de millares de empresarios anónimos en el mercado proporciona
gran seguridad.»
recogería el triste hecho de que el corazón contamina con frecuencia
nuestra mente y nuestros ojos. El conservador predecirá un elevado
riesgo de inflación basándose en los mis mos datos que llevarán al bien
intencionado a prevenir contra la recesión. (Consciente de esta fuente
inconsciente de prejuicios, como demostraré en la exposición de la
siguientes páginas, me esfuerzo en la autocrítica y el eclecticismo.
Hasta qué punto lo consigo, mi trabajo dará testimonio de ello.)
Un economista que sólo se ha preocupado durante años enteros por el
óptimo Párelo me escribió hace tiempo diciéndome que me
sorprendería si supiese lo liberal que es. Desde luego que me
sorprendería. Mientras reflexionaba sobre sus escritos, me pregunté
cómo sabría que tenía corazón, si hacía tanto tiempo que no lo
utilizaba. Los órganos se atrofian si no se ejercitan. «Usarlo o
perderlo»: ésa es la ley de la naturaleza.
No sólo las arterias se endurecen con la edad. Se dice que los
economistas se hacen más conservadores con los años, algo que
muchos niegan. En mi caso, no observo que la ideología de mis juicios
de valores haya cambiado sistemáticamente desde que tenía veinticinco
años. Hace una década que la corriente más extendida en la ciencia
económica registra un cierto giro hacia la derecha; pero yo no he sentido
la tentación de suscribirlo. Lo que sí tiende a cambiar con la
acumulación de años y de experiencia es el grado de optimismo acerca
de lo que es factible y la fe en las buenas intenciones por sí solas. Mi
creciente escepticismo frente a la propiedad estatal de los medios de
producción o la eficacia de la planificación no constituye un reflejo de
unas simpatías y de una benevolencia osificadas, sino más bien una
respuesta al testimonio de la proliferación de experiencias del mundo
real. Soy consciente de que, en una ocasión, mi respeto por el
mecanismo del mercado dio un salto cuántico hacia arriba. Este
cambio no tenía nada que ver con la mejora del funcionamiento del
sistema de mercado, ni con ningún nuevo argumento de Hayek sobre la
generación y uso de la información, ni con ningún viejo argumento
sobre las eficacias y libertades del mercado de Adam Smith, Frederic
Bastiat o Frank Knight. Ese cambio de opinión se produjo gracias a
la observación de la caza de brujas de los años cincuenta en Estados
Unidos.
A mi juicio, la era McCarthy supuso una grave amenaza del fascismo
estadounidense. Yo conocía a muchas personas en el gobierno y en las
universidades cuyas libertades y carreras corrieron peligro. Tuve
ocasión de observar de cerca los temores y temblores que
experimentaron las autoridades de Harvard y del MIT, las
instituciones académicas más osadas del país. Como dijera
Wellington refiriéndose a Waterloo, el descrédito del senador
McCarthy fue un acontecimiento muy reñido: en comparación, la
«lista de enemigos» de Richard Nixon pareció una broma, y el hecho de
que mi nombre apareciese en ella únicamente contribuyó a que se
desvaneciera aún más mi escasa reputación corno defensor del New
Deal. Lo que aprendí de los incidentes del macartismo fueron los
riesgos de una sociedad unipatro-nal. Cuando el empleo
gubernamental te da bola negra, la existencia de millares de
empresarios anónimos en el mercado proporciona gran seguridad.
Conocía a muchas personas que consiguieron empleo en la empresa
privada, por lo general pequeñas empresas, ya que las grandes
tienden a ampararse en la seguridad del gobierno. Para mí aquello
supuso un nuevo argumento favorable, no tanto al capitalismo de
laissezfaire como a la economía mixta.
¿Cómo pudieron contarse los economistas que abogaban por el
mercado libre entre los defensores de las libertades personales y
civiles? Este tema despertó gran interés en mí, y durante varios
años observé en silencio el comportamiento y los pronunciamientos
privados de los librecambistas estadounidenses y europeos más
destacados, a casi todos los cuales conocía íntimamente. Como si
estuviese llevando a cabo un estudio antropológico, hacía preguntas
inocentes destinadas a sonsacar respuestas espontáneas, relajadas. Si
llevar un registro de las conversaciones privadas es una grosería,
entonces fui un grosero. Los resultados me sorprendieron y preocuparon. Los adoradores del laissezfaire al estilo de Bastiat y Spencer
dieron muestras de una insensibilidad y una incomprensión absolutas
hacia los derechos y las libertades personales de los intelectuales.
Aislado entre los miembros de la Sociedad Mt. Pelerin, el nombre de
Fritz Machlup se alzaba como el único dispuesto a hacer gastos
personales para salvaguardar los valores de John Stuart Mili. No me
refiero a que las personas no actúen como héroes. Poco tiene de
heroico mi carácter, y he aprendido a no esperar mucho de la
naturaleza humana. Lo que descubrí con mi investigación fue una
triste falta de auténtico interés por los valores humanos.
En la Universidad de Chicago me enseñaron que las libertades de
empresa y las libertades personales deben estar estrechamente
vinculadas, como cuestión de hecho empírico bruto y de sólido
silogismo deductivo, y durante mucho tiempo creí en lo que me habían
enseñado. Poco a poco tuve que reconocer que el paradigma no
encajaba con los hechos. Según la mayoría de los criterios de Mili, la
Escandinavia regulada era mucho más libre que mis Estados Unidos,
o al menos igual de libre. Cuando le planteaba estos temas a mi
conservador amigo David McCord Wright, respondía en tono de
admonición: «Espera y verás. Cierto que los ciudadanos británicos y sue-
cos aún no han perdido sus libertades, pero una situación en la que se
interviene en el mercado y la gente sigue siendo libre políticamente
no puede durar mucho.» Llevamos esperando más de treinta años.
Friedrich Hayek escribió Camino de servidumbre, que fue un éxito de
ventas, al final de la segunda guerra mundial, y nos previno de que la
reforma parcial representaba el camino más seguro hacia la tiranía
absoluta. El análisis de datos estadísticos relativos a un mismo período
de tiempo y de series cronológicas de la relación entre política y
economía me sugiere varias verdades importantes.
1. Las sociedades socialistas sometidas a control raramente son
eficaces y prácticamente nunca gozan de libertad democrática. (Por
consiguiente, la parte no novedosa de la previsión de Hayek tiene
considerable validez.)
2. Las sociedades que se resistieron a las reformas parciales han
sido en muchos casos las que se han sometido a los cambios
revolucionarios. Si se trata de o el libre mercado o nada, con frecuencia
tuvo que ser nada. En rea lidad, a partir de mediados de siglo, muchos
de los mejores arquetipos de mercados libres eficaces han sido
sociedades casi o abiertamente fascistas, en las que un solo dirigente o
partido
dictatorial
impone
un
orden
político
Sin semejante imposición, el mercado no podría sobrevivir
políticamente.
Chile, con su dictadura militar en comandita con los chicos de
Chicago, no constituye sino un ejemplo dramático. Taiwan, Corea
del Sur y Singapur son casos menos dramáticos pero más
representativos.
3. Puedo albergar un sueño. Al igual que Martin Luther King, sueño
con una economía humana que sea al mismo tiempo eficaz y respetuosa
con las libertades personales (si no con las empresariales). Gran parte
de las decisiones sobre la producción y el consumo conllevan la
utilización del meca nismo de mercado; pero pueden mitigarse las
peores desigualdades sociales que se crean al depender de las fuerzas
del mercado —incluso con la existencia de igualdad de oportunidades
ex ante— con los poderes de transferencia del estado democrático
¿Acaso no ejerce ningún efecto sobre la eficacia una equidad
incrementada mediante la acción del estado del
bienestar? Sí, se producirá algún intercambio entre un incremento
de la producción total y un incremento de la igualdad, algún
intercambio entre la seguridad y el progreso. Yo denomino al
compromiso optimizador resultante economía con corazón, y sueño
con que se mantenga asimismo como economía con cabeza.
Mí metodología. Supone un alivio pasar de los exaltados
dominios de la ética filosófica a los dominios mundanos de la
metodología científica. Sin embargo, suelo evitar las discusiones
sobre Metodología con M mayúscula. Parafraseando a Shaw: Los
que pueden, hacer ciencia; los que no pueden, charlan sobre su
metodología.
Desde luego, no puedo negar que tenga una metodología.
Sencillamente, no creo que a un extraño pueda atraerle una
exposición explícita o una especificación para mi propia conciencia, al
fin y al cabo. Soy fundamentalmente teórico, pero en primera y
última instancia mis lealtades están con los hechos. Cuando empecé
a estudiar en la Universidad de Chicago, Frank Knight y Aaron
Director me inculcaron una idea errónea: que la deducción tiene más
importancia que la inducción. Este extremo constituía un confuso
principio de la metodología austríaca de la época y, naturalmente, con
la palabra «austríaca» no me refiero al positivismo lógico del Círculo
de Viena. Por el contrario, parece como si una serie de discípulos
directos e indirectos de Cari Menger, como Ludwig von Mises,
Friedrich Hayek y Lionel Robbins, se hubieran colocado sus propias
orejeras con los clásicos ricardianos, quienes creían que con sólo pensar en tu despacho podías comprender las leyes básicas e inmutables
de la economía política. Recuerdo haber creído a Director cuando
rechazó con desdén el trabajo empírico de Wesley Mitchell sobre los
ciclos económicos, asegurando que los mayores hallazgos en este
campo derivaban de los apriorismos de Hayek sobre el tema.
Superé rápidamente aquella etapa. Cuando Lionel Robbins
explicó con gran lucidez en la primera edición de su An Essay on the
Nature and Signi-ficance ofEconomic Science su defensa del
apriorismo kantiano en economía perdió la partida. En la actualidad,
el positivismo lógico se considera una doctrina excesivamente
simplista, pero resultó sumamente útil para bajarles los humos a
los deduccionistas. Si hubiera que elegir entre las metodologías de
los dos hermanos enfrentados —Ludwig el economista y Richard von
Mises el físico matemático— ganaría Richard a ojos cerrados. Pero no
quisiera que se me malinterpretarse. Abomino de los pecados del
cientifismo. Reconozco que, como científicos sociales, podemos
mantener unas relaciones con los datos que estudiamos que no
pueden mantener los astrónomos con sus correspondientes datos.
Soy consciente de que mi viejo amigo Willard van Orman Quine,
uno de los mayores lógicos de nuestra época, ha sembrado la
duda de que se pueda distinguir en todos los casos entre
apriorismos "analíticos" y las proposiciones "sintéticas" que los
positivistas consideran hechos empíricos. Además, me parece que se
han sobreestimado los empirismos de Wesley Mitchell sobre los
ciclos económicos, no porque sean empíricos, sino porque con su
«Friedrich Hayek escribió Camino de servidumbre, que fue un éxito de ventas,
al final de la segunda guerra mundial, y nos previno de que la reforma parcial
representaba el camino más seguro hacia la tiranía absoluta.»
eclecticismo nunca tuvo mucha suerte a la hora de descubrir nada
interesante, como tristemente revela su perfil vital a partir de
1913. Admito sin problemas que ciertos escepticismos de Knight y
Jacob Viner respecto a los estudios estadísticos empíricos que
habían iniciado sus colegas Paul Douglas y Henry Schultz
tuvieron buena acogida, al igual que algunas de las corrosivas críticas
que hiciera Keynes en 1939 a los macromodelos econométricos de Jan
Tinbergen. Pero hemos de rechazar o aceptar estas tentativas
empíricas por motivos también empíricos, no porque los silogismos
deductivos puedan pretender una primacía sobre la comprensión
vulgar de los hechos. El error de la escuela histórica alemana no
estribaba en su carácter histórico, sino en que su muestreo de los
hechos era incompleto e incoherente. Los hechos no explican su
propia historia. No se pueden enunciar todos los hechos. Y si se
pudiera, la tarea de los científicos sólo habría empezado: organizar
esos hechos en gestalts útiles y llenas de significado, en estructuras
menos multiformes que los propios datos, capaces de proporcionar
descripciones económicas que ofrezcan extrapolaciones e interpolaciones tolerablemente exactas.
Cualesquiera que sean los defectos y superficialidades del
positivismo lógico en la ciencia en su conjunto se ha ganado
inmerecidamente mala fama en la economía por haberse confundido
con la versión particular de la economía positiva de Milton
Friedman. Gran parte del contenido del ensayo sobre el tema que
publicó Friedman en 1953 no tiene nada de excepcional y es una
historia tan vieja que parece casi un lugar común.
Pero lo novedoso de su formulación, algo digno de toda nuestra
atención, es lo que yo denomino «el giro F», la formulación según la
cual una teoría científica no desmerece si sus premisas no son
realistas (en el sentido que se suele atribuir al término «no realista»,
hipótesis falsas y/o asertos ajenos a la verdad sobre lo que predomina
en el mundo real), siempre y cuando las «predicciones» de la
teoría sean útilmente ciertas. El pensamiento sugiere, y lo
confirma la experiencia, que semejante dogma es autocom-placiente,
que permite a quienes lo mantienen pasar por alto o menospreciar
alejamientos inconvenientes del mundo real observable. El conjunto
completo de predicciones de una hipótesis incluye su propio
contenido descriptivo; por tanto, entendido literalmente, una
hipótesis no realista conlleva ciertas predicciones no realistas y no
beneficia a esas falsas predicciones, pero sí a sus (otras)
predicciones empíricamente correctas. Entonces sólo nos
quedamos con la validez de un prosaico recordatorio: que pocas
teorías tienen consecuencias exactamente correctas, y que puede
suceder que una teoría científica adquiera valor porque tengamos
razones para atribuir mucha importancia a las predicciones de dicha
teoría que resulten ciertas y para atribuir poca importancia a las que
«Cuando empecé a estudiar en la Universidad de Chicago,, Frank Knight y Aaron
Director me inculcaron una idea errónea: que la deducción tiene más
importancia que la inducción.»
resulten falsas. En ningún caso será una virtud una falsedad no
realista, y se corre el peligro de servir a una actitud endeble al dejar al
teórico que juzgue por sí mismo cuál de sus errores va a pasar por alto
o a atenuar, in la actualidad no gozan de la mínima popularidad los
puntos de vista de Ernst Mach y de los positivistas lógicos más
osados, que consideran buenas teorías simples descripciones
económicas de los complejos factores que reproducen
razonablemente bien los hechos ya observados o aún por observar.
No por razones filosóficas, sino por la pura y prolongada experiencia
de hacer una economía que guste a otras personas y que también me
guste a mí, me cuento entre la minoría que ha adoptado la postura
machiana. Opino que «comprender» la termodinámica clásica
(arquetipo de una teoría científica de éxito) consiste en la capacidad
de «describir» cómo se comportarán realmente los fluidos y los
sólidos bajo diversas condiciones especificables. Cuando seamos
capaces de ofrecer un «CÓMO» satisfactorio al funcionamiento del
mundo, obtendremos la única aproximación posible al «POR QUÉ».
Siempre que leo nuevos paradigmas literarios y matemáticos intento
comprender qué descripciones conllevan para los datos observables.
El conjunto de descripciones que supone el paradigma es lo que nos
interesa y lo que constituye la base de un juicio completo sobre él. Mi
trabajo sobre la preferencia revelada, en Foundations ofEconomic
Analysis y en los diversos tomos de Collected Scientific Papers,
corrobora con coherencia este procedimiento metodológico general.
Me molesta equivocarme. Mucho antes de conocer los escritos de
Karl Popper, ya trataba de ser mi crítico más exigente ¿Por qué
proporcionarle esa diversión a otros? Todo lo anterior explica por qué
soy un economista ecléctico. No por una incapacidad para decidirme
por algo. Soy ecléctico únicamente porque la experiencia me ha
enseñado que la Madre Naturaleza también lo es. Si todas las
pruebas apuntan a una causación con un solo factor, yo no presento
ninguna resistencia interna a aceptarla. Pero esta frase conlleva un
gran "si".
Estar dispuesto a ser ecléctico no impide la elaboración de teorías
osadas. Se crea con valentía a sabiendas de que esto no nos
compromete a creer exageradamente en la sola potencia del propio
ingenio. Todos tenemos nuestras vanidades secretas. Aquél se precia
de su belleza. Aquélla se vanagloria de su sentido del humor. Yo me
deleito en producir otro bonito modelo que arroje luz sobre zonas
importantes de la economía. Pero, en lo más hondo, estoy
convencido de tener buen juicio. Sé juiciosa, dulce doncella, y deja a
otros la inteligencia. Mis teorías deben recoger el guantelete de mi
«El error de la escuela histórica alemana no estribaba en su carácter histórico, sino
en que su muestreo de los hechos era incompleto e incoherente.»
crítica, ordalía más temible que la mera crítica de mis pares.
(Naturalmente, se pueden matar dos pájaros de un tiro presentando
una joya teórica como un espejo nada pretencioso de determinados
aspectos de cierto punto del área económica examinada.) ¿Por qué
permitir que la sagacidad degenere en nihilismo bien informado? El
descerebra-do que todo lo niega no es mejor que el descerebrado que
a todo dice que sí, ni añade nada al silencioso cero del científico.
Joseph Schumpeter, que toda su vida anduvo persiguiendo hermosas
teorías, poco antes de morir testificó en la conferencia de la Oficina
Nacional de 1949 sobre los ciclos económicos: si hubiera tenido que
elegir entre el dominio de las matemáticas y de la estadística y el
dominio de la historia de la economía, se hubiera decidido por esta
última. Yo no disiento de esta postura; pero sí niego la necesidad de
una dicotomía a la hora de elegir. Démosle a los brutos de la
Widener Library un banco de datos de todo lo que hay allí y no
obtendremos un maestro en historia de la economía. Lo que se
obtiene es el banco de datos y un conservador. Permítaseme una
confesión. Cuando tenía veinte años, percibía el gran progreso que
se estaba realizando en los métodos econométricos. Aun sin prever la
llegada de la era del ordenador, con el consiguiente abaratamiento
de los cálculos, esperaba que la nueva econometría nos permitiese
reducir las incertidumbres de las teorías económicas. Podríamos
someter a prueba y rechazar las teorías falsas. Podríamos inferir
teorías nuevas y buenas.
Esta es mi confesión: que tal expectativa no se ha hecho realidad. A
partir de varios millares de series cronológicas mensuales y
trimestrales, que cubren las últimas décadas o incluso los últimos
siglos, se ha descubierto que no es posible llegar a una aproximación
estrecha a una verdad indiscutible. Yo jamás menosprecio los
estudios econométricos, pero he aprendido, a través de una triste
experiencia, a tomármelos con bastante calma. Se necesita un estudio
econométrico para calibrar otro; el pensamiento apriorístico no
sirve. Pero, objetivamente, parece que no acumula un cuerpo
convergente de hallazgos econométricos, convergente en una verdad
comprobable. ¿Significa esto que ha de incluírseme entre los que
consideran que la verdad se encuentra en el ojo del observador?
¿Que niega la existencia de una verdad objetiva en el exterior, tanto
en la política económica como en la astronomía y la bioquímica?
¿Que reconoce en la verdad de la economía de la corriente más
extendida sólo los intereses de clase de la burguesía, y en la verdad de
la economía marxista los intereses de clase del proletariado naciente o
la verdad objetiva de la sociedad definitiva, universal y sin clases?
No. Tras haberme observado a mí mismo y a gran número de
científicos de diversas disciplinas en el transcurso de más de
cincuenta años reconozco que la verdad presenta múltiples facetas.
En el mejor de los casos, la precisión en los hechos deterministas o
en sus leyes de probabilidad sólo puede ser parcial y aproximada.
Cuál de los hechos objetivos del exterior merece estudio y
descripción o explicación depende, sin duda, de las propiedades
subjetivas de los científicos. También sin duda, un campo dado de
datos puede describirse en términos de estructuras descriptivas
alternativas, sobre todo poniendo en entredicho a las autoridades
que difieran en cuanto a las tolerancias al error que despliegan ante
diferentes aspectos de los datos. También sin duda, las observaciones
no se ven o se sienten simplemente, sino que en muchas ocasiones se
perciben en gestalts estruc^ turadas que se imponen a los datos e
incluso los deforman. Y sin embargo, tras haber admitido todo lo
anterior, al observar a los científicos y estudiar el desarrollo de las
disciplinas cuando evolucionan las escuelas y nacen y mueren los
paradigmas, no queda más remedio que reconocer que lo que en
última instancia conforma los veredictos de los jurados científicos es
una realidad empírica del exterior. Cuando un marxista se apunta un
tanto no lo hace empleando una alternativa útil a la lógica del 2 + 2 =
4, o cultivando una dialéctica hegeliana distinta. Valoramos a un
Pavlov, un Lysenko, un Haldane o un Bernal, un Landau o un
Baran por lo que pueden o no pueden conseguir en experimentos
con animales, reproducción de plantas, explosiones de bombas de
hidrógeno o transiciones de fase, o por intuiciones sobre los caminos
observables del desarrollo económico.
Cuando en 1962 salió a la calle el libro de Thomas Kuhn La estructura
de las revoluciones científicas hice dos predicciones afortunadas: una,
que en las ciencias de la vida y de la física habría que modificar sus
tesis para reconocer que existe una propiedad acumulativa del
conocimiento que hace que los paradigmas posteriores acaben por
dominar a los anteriores, por diferentes que puedan parecer
transitoriamente; dos, que la doctrina de la inconmesurabilidad de
los paradigmas alternativos de Kuhn satisfaría un fuerte deseo de los
científicos sociales polémicos, a quienes les encantaría poder
decir: «Eso está muy bien en su paradigma, pero en el mío lo blanco
es negro... Y a ver quién es usted para asegurar que el mío vale menos
que el suyo.» Kuhn ha sabido distinguir las verrugas en el rostro de la
ciencia en evolución, y sus lectores no deben perder de vista el rostro
por fijarse en las verrugas.
Cómo trabajo. Como teórico cuento con grandes ventajas.
Sólo necesito un lápiz (ahora un bolígrafo) y un cuaderno en blanco.
Hay analistas que se sientan y miran distraídos por la ventana, pero a
partir de los veinte años dejé de ser uno de ellos. Debería envidiar a
los miembros de la nueva generación que se han criado con el
ordenador, pero no es así. Ninguno que yo conozca se sienta
ociosamente ante la consola, para improvisar y experimentar de la
forma que lo hace un compositor ante el piano, algo que debería
resultar cada día más fácil. Pero hasta la fecha, el ordenador es, en
gran medida, según mis observaciones, una caja negra en la que los
investigadores introducen materia prima y de la que extraen
diversas medidas y simulaciones a modo de resúmenes. Al no tener
acceso al interior de la caja, el investigador está menos familiarizado
intuitivamente con los datos que en los viejos tiempos.
He recibido como regalo un montón de problemas interesantes con
los que devanarme los sesos. Muchos escritores y pintores atraviesan
largos períodos de barbecho en los que no les acuden a la cabeza
ideas creativas. Por suerte, yo no he vivido esa experiencia. Quizá no
esté dotado del suficiente sentido crítico como para reconocer
cuándo se trata de problemas de segunda categoría pero, de todas
maneras, no comparto la actitud carlyliana de Schumpeter, que
sólo cuentan las grandes ideas, y que sólo algunos grandes hombres
son importantes en la historia y en el desarrollo de la ciencia. Nos
ocupamos del principal problema que tenemos a mano, y a
continuación del siguiente. Si esto nos lleva por el camino de los rendimientos decrecientes en ausencia de nuevos retos y hallazgos
impresionantes, pues qué le vamos a hacer.
«¿En qué está trabajando ahora?» Es ésta una pregunta que me
han hecho toda la vida. Y nunca en la vida he sabido cómo
contestarla. En todo momento tengo varias cosas entre manos. Y
siempre hay una serie de preguntas a punto de traspasar el umbral
de mi atención explícita. Algunas dormitan en ese limbo durante
dos décadas. No tengo prisa; no desaparecerán. De repente, una
mañana (o una noche, en un sueño) la rueda del azar sacará su bola.
Los poetas dan testimonio de que sus versos rezuman desde el
interior. Se limitan a escribir lo que les dicta su musa. Suena un tanto
pomposo, pero debe de haber algo de cierto en ello. Cuando era
joven, para investigar un tema escribía ecuaciones y silogismos sobre
distintos aspectos del mismo y después delimitaba el trabajo. A
continuación ya podía redactar el borrador definitivo. Quizá esté
describiendo la forma óptima de escribir un artículo.
A partir de los treinta y cinco años no he funcionado realmente así.
Más bien dejo que el artículo se escriba a sí mismo. Se plantea un
problema. Empiezas a resolverlo, anotando los pasos en la solución.
Un avance lleva de forma natural a otro, a medida que se va
exponiendo en la escritura. Por último, lo que se puede resolver del
problema queda resuelto. El artículo está terminado. Lo que se ha
terminado no es algo que se haya concebido antes, algo que
estuviera simplemente a la espera de ser escrito. Todo esto me
recuerda la frase Franklin Roosevelt: "¿Cómo voy a saber lo que
pienso hasta que me oigo decirlo?".
Esto significa que algunos artículos podrían elaborarse en medio
día. Naturalmente, no hace falta que el primer borrador coincida con
el definitivo. Quizá sigan muchas horas de revisiones, con añadidos,
supresiones, reajustes y correcciones. Tal vez sería mejor seguir el
primer borrador reescribiéndolo de arriba a abajo. Pero yo no suelo
trabajar así, porque prefiero intercambiar un poco de perfección por
más tiempo para temas nuevos, lo que equivale a ser prisionero de
los primeros borradores. Me produce un dolor exquisito perder un
manuscrito: mi mente se rebela ante la perspectiva de tener que
reconstruir un argumento perdido, y la impaciencia es capaz de hacer
que una versión recordada condense la materia esencial.
Los estudiosos prolíficos son adictos a la escritura. Para mí, dedicar
un día a reuniones de comisión equivale a perderlo. Tras un intervalo
de ayuno, tengo hambre. Tras un intervalo de no hacer investigación
analítica, se forma en mi interior una especie de fluido que quiere
liberarse. Antes pensaba que la mente inconsciente que, según la
hermosa descripción de Henri Poincaré, trabaja sin parar en
rompecabezas específicos que interesan al matemático, acumula
hallazgos sobre los problemas concretos que las rutinas cotidianas me
impiden atender. Pero ahora pienso que no ocurre exactamente así,
porque cualquier tema nuevo puede despertar un entusiasmo y un
interés fructífero. Un día que nevaba en Nueva Inglaterra me dijeron
en el aeropuerto que Washington había quedado bloqueado por la
nieve. Un amigo que me oyó preguntar: "¿Se puede ir a Nueva
York?", me preguntó a su vez: "¿Tienes que ir a algún sitio hoy?".
Lo mismo sucede con el impulso creativo: no tiene por qué
consumirse en la teoría del capital en la que el estudioso ha estado
concentrándose en la última temporada. Simplemente quiere
continuar, hacer algo creativo, y parece como si sus motores no
parasen de girar, de funcionar en cualquier dirección.
Los periodistas hablaban antes de tener olfato para las noticias. Lo
importante en la investigación es un sentido estético para los
problemas interesantes. En otro caso, la mente superficial puede
consumirse en formas que son simplemente bonitas. Para
entretenerme, prefiero jugar al tenis que al ajedrez, o leer esos
relatos policíacos pedestres que resuelven enigmas matemáticos
que aparecen en las últimas páginas de algunos periódicos cultos.
Sospecho que mi motivación inconsciente consiste en que el ajedrez y
la resolución de problemas requieren la misma energía que un estudio
innovador. Usurparían parte de la limitada provisión de potencia cerebral, que se emplearía mejor en aprender algo nuevo y, al tener
que emplear los mismo músculos de costumbre, por así decirlo, tales
entretenimientos no actúan como períodos de descanso y refresco.
Quizá el matemático puro se enfrente a un problema distinto al que
se le plantea al investigador de ciencia aplicada. Un gran matemático
es sólo tan grande como sus mayores logros. La idea revolucionaria
que puede desembocar en grandes logros surge en muy raras
ocasiones. Se tiene muy en cuenta el tiempo transcurrido entre una y
otra, e incluso el tiempo en el que el cere bro se dedica plenamente
«Soy ecléctico únicamente porque la experiencia me ha enseñado que la Madre
Naturaleza también lo es. Si todas las pruebas apuntan a una causación con un
solo factor, yo no presento ninguna resistencia interna a aceptarla. Pero esta
frase conlleva un gran "si".»
al ajedrez o al bridge, como a cualquier otra actividad. Pero no
confío demasiado en la diferencia que acabo de trazar, porque no
puede aplicarse al caso de matemáticos prolíficos como Poinca-ré o
Euler. Un aficionado a las matemáticas como G. H. Hardy podría
pensar que daría lo mismo si no se hubiese escrito gran parte de lo
que hicieron Euler y Poincaré; pero incluso desde este punto de
vista, hemos de tener en cuenta que no habrían realizado algunas de
sus mejores obras si no hubieran brotado de sus logros menos
trascendentales. He dicho que mis únicas herramientas de trabajo son
una hoja de papel y un lápiz, y que una cabina de avión ofrece un
entorno tan conveniente para la investigación como una biblioteca.
Eso es cierto en lo referente a la creatividad analítica. Por otra parte,
para mantenerse bien informado sobre lo que es importante hacer,
un estudioso debe tener acceso a libros y publicaciones, algo en lo
que siempre me ha favorecido la suerte. Siempre pude contar con que,
si las bibliotecas del MIT no tienen ciertas obras, las encontraré en
las cercanas bibliotecas de Harvard. Hay muy pocos estudiosos
que trabajen solos, con papel y lápiz, fuera de los centros de
pensamiento económico creativo, y los que más se enorgullecen
de su autonomía suelen ser los más idiosincráticos.
Hace tiempo me planteé un desafío monumental: no limitarme a ser
subjetivamente original. Resulta más útil para la ciencia —y también
mucho más satisfactorio si se consigue— tratar de mantenerse
informado sobre lo que han hecho otros científicos y acortar la
distancia con los propios saltos cuánticos. Como dice la vieja canción:
"Buen trabajo si lo consigues. Y lo consigues si lo intentas".
Descargar