Mi filosofía de la vida: credos políticos y métodos de trabajo uchos economistas —Alfred Marshall, Knut Wicksell, León Walras...— nos cuentan que eligieron esta profesión para obrar el bien en el mundo. Yo me hice economista casi por casualidad; en primer lugar, porque el análisis era muy interesante y muy fácil, tan fácil que al principio pensé que tenía que haber algo mas pues, en otro caso, ¿por que armaban tanto jaleo mis compañeros de clase mayores que yo con la oferta y la demanda? (¿Cómo evitar que un aumento de la demanda de lana bajase el precio de la carne de cerdo y de vaca? Aunque el análisis positivista del munto tal y como es determina y restringe todos mis actos como economista, jamás es ajena a mi conciencia la preocupación por la ética de los resultados. Es la mía una ideología sencilla que favorece al desvalido (y a otras cosas por igual) y que abomina de la desigualdad. No me atribuyo ningún mérito por esta postura. Mis padres eran "liberales" (en el sentido norteamericano del término, no en el europeo de la "escuela de Manchester"), y esa Weltünschauung general siempre me ha condicionado. Resulta fácil adherirse a semejante credo. Cuando mi renta se elevó por encima de la media, no me sentí culpable ni experimenté la compulsión de regalar los abrigos que me sobraban a los desconocidos en mangas de camisa: mis padres me hubieran considerado idiota si lo hubiera hecho y neurótico por dar vueltas intranquilo en la cama si no lo hubiera hecho. Los liberales esperan de sí mismos cierta obligación personal para con la justicia distributiva; pero mucho más importante que los actos de caridad privada es sopesar las contrapartidas de la eficacia y la equidad en todo lo relacionado con la política gubernamental, encaminadas hacia la igualdad. Como decía Henry Simons, amigo y profesor mío en la M PAUL A. SAMUELSON Universidad de Chicago: «Merece la pena aceptar ciertos gastos por cualquier causa buena. Habría que empujar todo más allá de los límites de los rendimientos decrecientes (si no, ¿por qué dejar de empujar más y más?.» Personas que no sirven voluntariamente en el ejército pueden, en buena lógica, votar a favor de una ley de servicio militar obligatorio que les suponga un alistamiento con la misma probabilidad positiva que a cualquier otra persona. Suelo votar en contra de mis intereses económicos cuando se trata de cuestiones de tributación distributiva. El hecho de que haya defendido el llenar vacíos tributarios no me ha impedido buscar ciertas ventajas en los huecos que quedaban en el código tributario. Pero realizar demasiados esfuerzos en ese sentido no sólo parecería antiestético, sino también origen de cierta inquietud y de cierto autorreproche. Sin excepción, todos los economistas que conozco se consideran humanitarios. Incluyo en ellos a los comunistas que rozan la línea stalinista y a los fanáticos del laissezfaire de la escuela de Chicago. Sin embargo, todos sabemos perfectamente qué podemos esperar de cada uno cuando se trata de recomendaciones y juicios políticos. No la unanimidad. Si la economía política fuese una ciencia exacta, «dura», habría mayor consenso en cuanto a los probables resultados. Si la economía no fuera una ciencia, sino tan sólo un tejido de juicios y prejuicios de valor, solicitar la opinión de un economista no le aclararía nada al Parlamento o al príncipe acerca de los méritos o deméritos de la propuesta a debate; tan solo confirmaría que el economista Fulano es liberal acérrimo y el economista Mengano un elitista egoísta. La economía política tal y como la conocemos ocupa un lugar intermedio. Los economistas coinciden sobre muchos puntos en cualquier situación. Cuando Milton Friedman y yo no coincidimos, podemos identificar rápidamente el origen y la textura del desacuerdo, de una forma que no perciben los no economistas. La disparidad de nuestras recomendaciones no es una estimación libre de prejuicios de la dispersión de nuestras creencias inductivas y deductivas. Con mi función del bienestar social (o, en la terminología de los estadísticos waldianos, mi «función de pérdida») respecto a la importancia relativa del desempleo y de las libertades de empresa, podría diferir 180 grados con sus conclusiones políticas y sin embargo coincidir en el diagnóstico de las observaciones empíricas y de las probabilidades inferidas. Pero es tal la imperfección del científico humano, que el antropólogo que estudiase a los conejillos de Indias universitarios «Los economistas coinciden sobre muchos puntos en cualquier situación. Cuando Milton Friedman y yo no coincidimos, podemos identificar rápidamente el origen y la textura del desacuerdo, de una forma no perciben los no economistas.» recogería el triste hecho de que el corazón contamina con frecuencia «Lo que aprendí de los incidentes del macartismo fueron los riesgos de una sociedad unipatronal. Cuando el empleo gubernamental te da bola negra, la existencia de millares de empresarios anónimos en el mercado proporciona gran seguridad.» nuestra mente y nuestros ojos. El conservador predecirá un elevado riesgo de inflación basándose en los mis mos datos que llevarán al bien intencionado a prevenir contra la recesión. (Consciente de esta fuente inconsciente de prejuicios, como demostraré en la exposición de la siguientes páginas, me esfuerzo en la autocrítica y el eclecticismo. Hasta qué punto lo consigo, mi trabajo dará testimonio de ello.) Un economista que sólo se ha preocupado durante años enteros por el óptimo Párelo me escribió hace tiempo diciéndome que me sorprendería si supiese lo liberal que es. Desde luego que me sorprendería. Mientras reflexionaba sobre sus escritos, me pregunté cómo sabría que tenía corazón, si hacía tanto tiempo que no lo utilizaba. Los órganos se atrofian si no se ejercitan. «Usarlo o perderlo»: ésa es la ley de la naturaleza. No sólo las arterias se endurecen con la edad. Se dice que los economistas se hacen más conservadores con los años, algo que muchos niegan. En mi caso, no observo que la ideología de mis juicios de valores haya cambiado sistemáticamente desde que tenía veinticinco años. Hace una década que la corriente más extendida en la ciencia económica registra un cierto giro hacia la derecha; pero yo no he sentido la tentación de suscribirlo. Lo que sí tiende a cambiar con la acumulación de años y de experiencia es el grado de optimismo acerca de lo que es factible y la fe en las buenas intenciones por sí solas. Mi creciente escepticismo frente a la propiedad estatal de los medios de producción o la eficacia de la planificación no constituye un reflejo de unas simpatías y de una benevolencia osificadas, sino más bien una respuesta al testimonio de la proliferación de experiencias del mundo real. Soy consciente de que, en una ocasión, mi respeto por el mecanismo del mercado dio un salto cuántico hacia arriba. Este cambio no tenía nada que ver con la mejora del funcionamiento del sistema de mercado, ni con ningún nuevo argumento de Hayek sobre la generación y uso de la información, ni con ningún viejo argumento sobre las eficacias y libertades del mercado de Adam Smith, Frederic Bastiat o Frank Knight. Ese cambio de opinión se produjo gracias a la observación de la caza de brujas de los años cincuenta en Estados Unidos. A mi juicio, la era McCarthy supuso una grave amenaza del fascismo estadounidense. Yo conocía a muchas personas en el gobierno y en las universidades cuyas libertades y carreras corrieron peligro. Tuve ocasión de observar de cerca los temores y temblores que experimentaron las autoridades de Harvard y del MIT, las instituciones académicas más osadas del país. Como dijera Wellington refiriéndose a Waterloo, el descrédito del senador McCarthy fue un acontecimiento muy reñido: en comparación, la «lista de enemigos» de Richard Nixon pareció una broma, y el hecho de que mi nombre apareciese en ella únicamente contribuyó a que se desvaneciera aún más mi escasa reputación corno defensor del New Deal. Lo que aprendí de los incidentes del macartismo fueron los riesgos de una sociedad unipatro-nal. Cuando el empleo gubernamental te da bola negra, la existencia de millares de empresarios anónimos en el mercado proporciona gran seguridad. Conocía a muchas personas que consiguieron empleo en la empresa privada, por lo general pequeñas empresas, ya que las grandes tienden a ampararse en la seguridad del gobierno. Para mí aquello supuso un nuevo argumento favorable, no tanto al capitalismo de laissezfaire como a la economía mixta. ¿Cómo pudieron contarse los economistas que abogaban por el mercado libre entre los defensores de las libertades personales y civiles? Este tema despertó gran interés en mí, y durante varios años observé en silencio el comportamiento y los pronunciamientos privados de los librecambistas estadounidenses y europeos más destacados, a casi todos los cuales conocía íntimamente. Como si estuviese llevando a cabo un estudio antropológico, hacía preguntas inocentes destinadas a sonsacar respuestas espontáneas, relajadas. Si llevar un registro de las conversaciones privadas es una grosería, entonces fui un grosero. Los resultados me sorprendieron y preocuparon. Los adoradores del laissezfaire al estilo de Bastiat y Spencer dieron muestras de una insensibilidad y una incomprensión absolutas hacia los derechos y las libertades personales de los intelectuales. Aislado entre los miembros de la Sociedad Mt. Pelerin, el nombre de Fritz Machlup se alzaba como el único dispuesto a hacer gastos personales para salvaguardar los valores de John Stuart Mili. No me refiero a que las personas no actúen como héroes. Poco tiene de heroico mi carácter, y he aprendido a no esperar mucho de la naturaleza humana. Lo que descubrí con mi investigación fue una triste falta de auténtico interés por los valores humanos. En la Universidad de Chicago me enseñaron que las libertades de empresa y las libertades personales deben estar estrechamente vinculadas, como cuestión de hecho empírico bruto y de sólido silogismo deductivo, y durante mucho tiempo creí en lo que me habían enseñado. Poco a poco tuve que reconocer que el paradigma no encajaba con los hechos. Según la mayoría de los criterios de Mili, la Escandinavia regulada era mucho más libre que mis Estados Unidos, o al menos igual de libre. Cuando le planteaba estos temas a mi conservador amigo David McCord Wright, respondía en tono de admonición: «Espera y verás. Cierto que los ciudadanos británicos y suecos aún no han perdido sus libertades, pero una situación en la que se interviene en el mercado y la gente sigue siendo libre políticamente no puede durar mucho.» Llevamos esperando más de treinta años. Friedrich Hayek escribió Camino de servidumbre, que fue un éxito de ventas, al final de la segunda guerra mundial, y nos previno de que la reforma parcial representaba el camino más seguro hacia la tiranía absoluta. El análisis de datos estadísticos relativos a un mismo período de tiempo y de series cronológicas de la relación entre política y economía me sugiere varias verdades importantes. 1. Las sociedades socialistas sometidas a control raramente son eficaces y prácticamente nunca gozan de libertad democrática. (Por consiguiente, la parte no novedosa de la previsión de Hayek tiene considerable validez.) 2. Las sociedades que se resistieron a las reformas parciales han sido en muchos casos las que se han sometido a los cambios revolucionarios. Si se trata de o el libre mercado o nada, con frecuencia tuvo que ser nada. En rea lidad, a partir de mediados de siglo, muchos de los mejores arquetipos de mercados libres eficaces han sido sociedades casi o abiertamente fascistas, en las que un solo dirigente o partido dictatorial impone un orden político Sin semejante imposición, el mercado no podría sobrevivir políticamente. Chile, con su dictadura militar en comandita con los chicos de Chicago, no constituye sino un ejemplo dramático. Taiwan, Corea del Sur y Singapur son casos menos dramáticos pero más representativos. 3. Puedo albergar un sueño. Al igual que Martin Luther King, sueño con una economía humana que sea al mismo tiempo eficaz y respetuosa con las libertades personales (si no con las empresariales). Gran parte de las decisiones sobre la producción y el consumo conllevan la utilización del meca nismo de mercado; pero pueden mitigarse las peores desigualdades sociales que se crean al depender de las fuerzas del mercado —incluso con la existencia de igualdad de oportunidades ex ante— con los poderes de transferencia del estado democrático ¿Acaso no ejerce ningún efecto sobre la eficacia una equidad incrementada mediante la acción del estado del bienestar? Sí, se producirá algún intercambio entre un incremento de la producción total y un incremento de la igualdad, algún intercambio entre la seguridad y el progreso. Yo denomino al compromiso optimizador resultante economía con corazón, y sueño con que se mantenga asimismo como economía con cabeza. Mí metodología. Supone un alivio pasar de los exaltados dominios de la ética filosófica a los dominios mundanos de la metodología científica. Sin embargo, suelo evitar las discusiones sobre Metodología con M mayúscula. Parafraseando a Shaw: Los que pueden, hacer ciencia; los que no pueden, charlan sobre su metodología. Desde luego, no puedo negar que tenga una metodología. Sencillamente, no creo que a un extraño pueda atraerle una exposición explícita o una especificación para mi propia conciencia, al fin y al cabo. Soy fundamentalmente teórico, pero en primera y última instancia mis lealtades están con los hechos. Cuando empecé a estudiar en la Universidad de Chicago, Frank Knight y Aaron Director me inculcaron una idea errónea: que la deducción tiene más importancia que la inducción. Este extremo constituía un confuso principio de la metodología austríaca de la época y, naturalmente, con la palabra «austríaca» no me refiero al positivismo lógico del Círculo de Viena. Por el contrario, parece como si una serie de discípulos directos e indirectos de Cari Menger, como Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y Lionel Robbins, se hubieran colocado sus propias orejeras con los clásicos ricardianos, quienes creían que con sólo pensar en tu despacho podías comprender las leyes básicas e inmutables de la economía política. Recuerdo haber creído a Director cuando rechazó con desdén el trabajo empírico de Wesley Mitchell sobre los ciclos económicos, asegurando que los mayores hallazgos en este campo derivaban de los apriorismos de Hayek sobre el tema. Superé rápidamente aquella etapa. Cuando Lionel Robbins explicó con gran lucidez en la primera edición de su An Essay on the Nature and Signi-ficance ofEconomic Science su defensa del apriorismo kantiano en economía perdió la partida. En la actualidad, el positivismo lógico se considera una doctrina excesivamente simplista, pero resultó sumamente útil para bajarles los humos a los deduccionistas. Si hubiera que elegir entre las metodologías de los dos hermanos enfrentados —Ludwig el economista y Richard von Mises el físico matemático— ganaría Richard a ojos cerrados. Pero no quisiera que se me malinterpretarse. Abomino de los pecados del cientifismo. Reconozco que, como científicos sociales, podemos mantener unas relaciones con los datos que estudiamos que no pueden mantener los astrónomos con sus correspondientes datos. Soy consciente de que mi viejo amigo Willard van Orman Quine, uno de los mayores lógicos de nuestra época, ha sembrado la duda de que se pueda distinguir en todos los casos entre apriorismos "analíticos" y las proposiciones "sintéticas" que los positivistas consideran hechos empíricos. Además, me parece que se han sobreestimado los empirismos de Wesley Mitchell sobre los ciclos económicos, no porque sean empíricos, sino porque con su «Friedrich Hayek escribió Camino de servidumbre, que fue un éxito de ventas, al final de la segunda guerra mundial, y nos previno de que la reforma parcial representaba el camino más seguro hacia la tiranía absoluta.» eclecticismo nunca tuvo mucha suerte a la hora de descubrir nada interesante, como tristemente revela su perfil vital a partir de 1913. Admito sin problemas que ciertos escepticismos de Knight y Jacob Viner respecto a los estudios estadísticos empíricos que habían iniciado sus colegas Paul Douglas y Henry Schultz tuvieron buena acogida, al igual que algunas de las corrosivas críticas que hiciera Keynes en 1939 a los macromodelos econométricos de Jan Tinbergen. Pero hemos de rechazar o aceptar estas tentativas empíricas por motivos también empíricos, no porque los silogismos deductivos puedan pretender una primacía sobre la comprensión vulgar de los hechos. El error de la escuela histórica alemana no estribaba en su carácter histórico, sino en que su muestreo de los hechos era incompleto e incoherente. Los hechos no explican su propia historia. No se pueden enunciar todos los hechos. Y si se pudiera, la tarea de los científicos sólo habría empezado: organizar esos hechos en gestalts útiles y llenas de significado, en estructuras menos multiformes que los propios datos, capaces de proporcionar descripciones económicas que ofrezcan extrapolaciones e interpolaciones tolerablemente exactas. Cualesquiera que sean los defectos y superficialidades del positivismo lógico en la ciencia en su conjunto se ha ganado inmerecidamente mala fama en la economía por haberse confundido con la versión particular de la economía positiva de Milton Friedman. Gran parte del contenido del ensayo sobre el tema que publicó Friedman en 1953 no tiene nada de excepcional y es una historia tan vieja que parece casi un lugar común. Pero lo novedoso de su formulación, algo digno de toda nuestra atención, es lo que yo denomino «el giro F», la formulación según la cual una teoría científica no desmerece si sus premisas no son realistas (en el sentido que se suele atribuir al término «no realista», hipótesis falsas y/o asertos ajenos a la verdad sobre lo que predomina en el mundo real), siempre y cuando las «predicciones» de la teoría sean útilmente ciertas. El pensamiento sugiere, y lo confirma la experiencia, que semejante dogma es autocom-placiente, que permite a quienes lo mantienen pasar por alto o menospreciar alejamientos inconvenientes del mundo real observable. El conjunto completo de predicciones de una hipótesis incluye su propio contenido descriptivo; por tanto, entendido literalmente, una hipótesis no realista conlleva ciertas predicciones no realistas y no beneficia a esas falsas predicciones, pero sí a sus (otras) predicciones empíricamente correctas. Entonces sólo nos quedamos con la validez de un prosaico recordatorio: que pocas teorías tienen consecuencias exactamente correctas, y que puede suceder que una teoría científica adquiera valor porque tengamos razones para atribuir mucha importancia a las predicciones de dicha teoría que resulten «Cuando empecé a estudiar en la Universidad de Chicago,, Frank Knight y Aaron Director me inculcaron una idea errónea: que la deducción tiene más importancia que la inducción.» ciertas y para atribuir poca importancia a las que resulten falsas. En ningún caso será una virtud una falsedad no realista, y se corre el peligro de servir a una actitud endeble al dejar al teórico que juzgue por sí mismo cuál de sus errores va a pasar por alto o a atenuar, in la actualidad no gozan de la mínima popularidad los puntos de vista de Ernst Mach y de los positivistas lógicos más osados, que consideran buenas teorías simples descripciones económicas de los complejos factores que reproducen razonablemente bien los hechos ya observados o aún por observar. No por razones filosóficas, sino por la pura y prolongada experiencia de hacer una economía que guste a otras personas y que también me guste a mí, me cuento entre la minoría que ha adoptado la postura machiana. Opino que «comprender» la termodinámica clásica (arquetipo de una teoría científica de éxito) consiste en la capacidad de «describir» cómo se comportarán realmente los fluidos y los sólidos bajo diversas condiciones especificables. Cuando seamos capaces de ofrecer un «CÓMO» satisfactorio al funcionamiento del mundo, obtendremos la única aproximación posible al «POR QUÉ». Siempre que leo nuevos paradigmas literarios y matemáticos intento comprender qué descripciones conllevan para los datos observables. El conjunto de descripciones que supone el paradigma es lo que nos interesa y lo que constituye la base de un juicio completo sobre él. Mi trabajo sobre la preferencia revelada, en Foundations ofEconomic Analysis y en los diversos tomos de Collected Scientific Papers, corrobora con coherencia este procedimiento metodológico general. Me molesta equivocarme. Mucho antes de conocer los escritos de Karl Popper, ya trataba de ser mi crítico más exigente ¿Por qué proporcionarle esa diversión a otros? Todo lo anterior explica por qué soy un economista ecléctico. No por una incapacidad para decidirme por algo. Soy ecléctico únicamente porque la experiencia me ha enseñado que la Madre Naturaleza también lo es. Si todas las pruebas apuntan a una causación con un solo factor, yo no presento ninguna resistencia interna a aceptarla. Pero esta frase conlleva un gran "si". Estar dispuesto a ser ecléctico no impide la elaboración de teorías osadas. Se crea con valentía a sabiendas de que esto no nos compromete a creer exageradamente en la sola potencia del propio ingenio. Todos tenemos nuestras vanidades secretas. Aquél se precia de su belleza. Aquélla se vanagloria de su sentido del humor. Yo me deleito en producir otro bonito modelo que arroje luz sobre zonas importantes de la economía. Pero, en lo más hondo, estoy «El error de la escuela histórica alemana no estribaba en su carácter histórico, sino en que su muestreo de los hechos era incompleto e incoherente.» convencido de tener buen juicio. Sé juiciosa, dulce doncella, y deja a otros la inteligencia. Mis teorías deben recoger el guantelete de mi crítica, ordalía más temible que la mera crítica de mis pares. (Naturalmente, se pueden matar dos pájaros de un tiro presentando una joya teórica como un espejo nada pretencioso de determinados aspectos de cierto punto del área económica examinada.) ¿Por qué permitir que la sagacidad degenere en nihilismo bien informado? El descerebra-do que todo lo niega no es mejor que el descerebrado que a todo dice que sí, ni añade nada al silencioso cero del científico. Joseph Schumpeter, que toda su vida anduvo persiguiendo hermosas teorías, poco antes de morir testificó en la conferencia de la Oficina Nacional de 1949 sobre los ciclos económicos: si hubiera tenido que elegir entre el dominio de las matemáticas y de la estadística y el dominio de la historia de la economía, se hubiera decidido por esta última. Yo no disiento de esta postura; pero sí niego la necesidad de una dicotomía a la hora de elegir. Démosle a los brutos de la Widener Library un banco de datos de todo lo que hay allí y no obtendremos un maestro en historia de la economía. Lo que se obtiene es el banco de datos y un conservador. Permítaseme una confesión. Cuando tenía veinte años, percibía el gran progreso que se estaba realizando en los métodos econométricos. Aun sin prever la llegada de la era del ordenador, con el consiguiente abaratamiento de los cálculos, esperaba que la nueva econometría nos permitiese reducir las incertidumbres de las teorías económicas. Podríamos someter a prueba y rechazar las teorías falsas. Podríamos inferir teorías nuevas y buenas. Esta es mi confesión: que tal expectativa no se ha hecho realidad. A partir de varios millares de series cronológicas mensuales y trimestrales, que cubren las últimas décadas o incluso los últimos siglos, se ha descubierto que no es posible llegar a una aproximación estrecha a una verdad indiscutible. Yo jamás menosprecio los estudios econométricos, pero he aprendido, a través de una triste experiencia, a tomármelos con bastante calma. Se necesita un estudio econométrico para calibrar otro; el pensamiento apriorístico no sirve. Pero, objetivamente, parece que no acumula un cuerpo convergente de hallazgos econométricos, convergente en una verdad comprobable. ¿Significa esto que ha de incluírseme entre los que consideran que la verdad se encuentra en el ojo del observador? ¿Que niega la existencia de una verdad objetiva en el exterior, tanto en la política económica como en la astronomía y la bioquímica? ¿Que reconoce en la verdad de la economía de la corriente más extendida sólo los intereses de clase de la burguesía, y en la verdad de la economía marxista los intereses de clase del prole- tariado naciente o la verdad objetiva de la sociedad definitiva, universal y sin clases? No. Tras haberme observado a mí mismo y a gran número de científicos de diversas disciplinas en el transcurso de más de cincuenta años reconozco que la verdad presenta múltiples facetas. En el mejor de los casos, la precisión en los hechos deterministas o en sus leyes de probabilidad sólo puede ser parcial y aproximada. Cuál de los hechos objetivos del exterior merece estudio y descripción o explicación depende, sin duda, de las propiedades subjetivas de los científicos. También sin duda, un campo dado de datos puede describirse en términos de estructuras descriptivas alternativas, sobre todo poniendo en entredicho a las autoridades que difieran en cuanto a las tolerancias al error que despliegan ante diferentes aspectos de los datos. También sin duda, las observaciones no se ven o se sienten simplemente, sino que en muchas ocasiones se perciben en gestalts estruc^ turadas que se imponen a los datos e incluso los deforman. Y sin embargo, tras haber admitido todo lo anterior, al observar a los científicos y estudiar el desarrollo de las disciplinas cuando evolucionan las escuelas y nacen y mueren los paradigmas, no queda más remedio que reconocer que lo que en última instancia conforma los veredictos de los jurados científicos es una realidad empírica del exterior. Cuando un marxista se apunta un tanto no lo hace empleando una alternativa útil a la lógica del 2 + 2 = 4, o cultivando una dialéctica hegeliana distinta. Valoramos a un Pavlov, un Lysenko, un Haldane o un Bernal, un Landau o un Baran por lo que pueden o no pueden conseguir en experimentos con animales, reproducción de plantas, explosiones de bombas de hidrógeno o transiciones de fase, o por intuiciones sobre los caminos observables del desarrollo económico. Cuando en 1962 salió a la calle el libro de Thomas Kuhn La estructura de las revoluciones científicas hice dos predicciones afortunadas: una, que en las ciencias de la vida y de la física habría que modificar sus tesis para reconocer que existe una propiedad acumulativa del conocimiento que hace que los paradigmas posteriores acaben por dominar a los anteriores, por diferentes que puedan parecer transitoriamente; dos, que la doctrina de la inconmesurabilidad de los paradigmas alternativos de Kuhn satisfaría un fuerte deseo de los científicos sociales polémicos, a quienes les encantaría poder decir: «Eso está muy bien en su paradigma, pero en el mío lo blanco es negro... Y a ver quién es usted para asegurar que el mío vale menos que el suyo.» Kuhn ha sabido distinguir las verrugas en el rostro de la ciencia en evolución, y sus lectores no deben perder de vista el rostro por fijarse en las verrugas. Cómo trabajo. Como teórico cuento con grandes ventajas. Sólo necesito un lápiz (ahora un bolígrafo) y un cuaderno en blanco. Hay analistas que se sientan y miran distraídos por la ventana, pero a partir de los veinte años dejé de ser uno de ellos. Debería envidiar a los miembros de la nueva generación que se han criado con el ordenador, pero no es así. Ninguno que yo conozca se sienta ociosamente ante la consola, para improvisar y experimentar de la forma que lo hace un compositor ante el piano, algo que debería resultar cada día más fácil. Pero hasta la fecha, el ordenador es, en gran medida, según mis observaciones, una caja negra en la que los investigadores introducen materia prima y de la que extraen diversas medidas y simulaciones a modo de resúmenes. Al no tener acceso al interior de la caja, el investigador está menos familiarizado intuitivamente con los datos que en los viejos tiempos. He recibido como regalo un montón de problemas interesantes con los que devanarme los sesos. Muchos escritores y pintores atraviesan largos períodos de barbecho en los que no les acuden a la cabeza ideas creativas. Por suerte, yo no he vivido esa experiencia. Quizá no esté dotado del suficiente sentido crítico como para reconocer cuándo se trata de problemas de segunda categoría pero, de todas maneras, no comparto la actitud carlyliana de Schumpeter, que sólo cuentan las grandes ideas, y que sólo algunos grandes hombres son importantes en la historia y en el desarrollo de la ciencia. Nos ocupamos del principal problema que tenemos a mano, y a continuación del siguiente. Si esto nos lleva por el camino de los rendimientos decrecientes en ausencia de nuevos retos y hallazgos impresionantes, pues qué le vamos a hacer. «¿En qué está trabajando ahora?» Es ésta una pregunta que me han hecho toda la vida. Y nunca en la vida he sabido cómo contestarla. En todo momento tengo varias cosas entre manos. Y siempre hay una serie de preguntas a punto de traspasar el umbral de mi atención explícita. Algunas dormitan en ese limbo durante dos décadas. No tengo prisa; no desaparecerán. De repente, una mañana (o una noche, en un sueño) la rueda del azar sacará su bola. Los poetas dan testimonio de que sus versos rezuman desde el interior. Se limitan a escribir lo que les dicta su musa. Suena un tanto pomposo, pero debe de haber algo de cierto en ello. Cuando era joven, para investigar un tema escribía ecuaciones y silogismos sobre distintos aspectos del mismo y después delimitaba el trabajo. A continuación ya podía redactar el borrador definitivo. Quizá esté describiendo la forma óptima de escribir un artículo. A partir de los treinta y cinco años no he funcionado realmente así. Más bien dejo que el artículo se escriba a sí mismo. Se plantea un problema. Empiezas a resolverlo, anotando los pasos en la solución. Un avance lleva de forma natural a otro, a medida que se va exponiendo en la escritura. Por último, lo que se puede resolver del problema queda resuelto. El artículo está terminado. Lo que se ha terminado no es algo que se haya concebido antes, algo que estuviera simplemente a la espera de ser escrito. Todo esto me recuerda la frase Franklin Roosevelt: "¿Cómo voy a saber lo que pienso hasta que me oigo decirlo?". Esto significa que algunos artículos podrían elaborarse en medio día. Naturalmente, no hace falta que el primer borrador coincida con el definitivo. Quizá sigan muchas horas de revisiones, con añadidos, supresiones, reajustes y correcciones. Tal vez sería mejor seguir el primer borrador reescribiéndolo de arriba a abajo. Pero yo no suelo trabajar así, porque prefiero intercambiar un poco de perfección por más tiempo para temas nuevos, lo que equivale a ser prisionero de los primeros borradores. Me produce un dolor exquisito perder un manuscrito: mi mente se rebela ante la perspectiva de tener que reconstruir un argumento perdido, y la impaciencia es capaz de hacer que una versión recordada condense la materia esencial. Los estudiosos prolíficos son adictos a la escritura. Para mí, dedicar un día a reuniones de comisión equivale a perderlo. Tras un intervalo de ayuno, tengo hambre. Tras un intervalo de no hacer investigación analítica, se forma en mi interior una especie de fluido que quiere liberarse. Antes pensaba que la mente inconsciente que, según la hermosa descripción de Henri Poincaré, trabaja sin parar en rompecabezas específicos que interesan al matemático, acumula hallazgos sobre los problemas concretos que las rutinas cotidianas me impiden atender. Pero ahora pienso que no ocurre exactamente así, porque cualquier tema nuevo puede despertar un entusiasmo y un interés fructífero. Un día que nevaba en Nueva Inglaterra me dijeron en el aeropuerto que Washington había quedado bloqueado por la nieve. Un amigo que me oyó preguntar: "¿Se puede ir a Nueva York?", me preguntó a su vez: "¿Tienes que ir a algún sitio hoy?". Lo mismo sucede con el impulso creativo: no tiene por qué consumirse en la teoría del capital en la que el estudioso ha estado concentrándose en la última temporada. Simplemente quiere continuar, hacer algo creativo, y parece como si sus motores no parasen de girar, de funcionar en cualquier dirección. Los periodistas hablaban antes de tener olfato para las noticias. Lo importante en la investigación es un sentido estético para los problemas interesantes. En otro caso, la mente superficial puede consumirse en formas que son simplemente bonitas. Para entretenerme, prefiero jugar al tenis que al ajedrez, o leer esos relatos policíacos pedestres que resuelven enigmas matemáticos que aparecen en las últimas páginas de algunos periódicos cultos. Sospecho que mi motivación inconsciente consiste en que el ajedrez y la resolución de problemas requieren la misma energía que un estudio innovador. Usurparían parte de la limitada provisión de potencia cerebral, que se emplearía mejor en aprender algo nuevo y, al tener que emplear los mismo músculos de costumbre, por así decirlo, tales entretenimientos no actúan como períodos de descanso y refresco. Quizá el matemático puro se enfrente a un problema distinto al que se le plantea al investigador de ciencia aplicada. Un gran matemático es sólo tan grande como sus mayores logros. La idea revolucionaria que puede desembocar en grandes logros surge en muy raras ocasiones. Se tiene muy en cuenta el tiempo transcurrido entre una y otra, e incluso el tiempo en el que el cere bro se dedica plenamente al ajedrez o al bridge, como a cualquier «Soy ecléctico únicamente porque la experiencia me ha enseñado que la Madre Naturaleza también lo es. Si todas las pruebas apuntan a una causación con un solo factor, yo no presento ninguna resistencia interna a aceptarla. Pero esta frase conlleva un gran "si".» otra actividad. Pero no confío demasiado en la diferencia que acabo de trazar, porque no puede aplicarse al caso de matemáticos prolíficos como Poinca-ré o Euler. Un aficionado a las matemáticas como G. H. Hardy podría pensar que daría lo mismo si no se hubiese escrito gran parte de lo que hicieron Euler y Poincaré; pero incluso desde este punto de vista, hemos de tener en cuenta que no habrían realizado algunas de sus mejores obras si no hubieran brotado de sus logros menos trascendentales. He dicho que mis únicas herramientas de trabajo son una hoja de papel y un lápiz, y que una cabina de avión ofrece un entorno tan conveniente para la investigación como una biblioteca. Eso es cierto en lo referente a la creatividad analítica. Por otra parte, para mantenerse bien informado sobre lo que es importante hacer, un estudioso debe tener acceso a libros y publicaciones, algo en lo que siempre me ha favorecido la suerte. Siempre pude contar con que, si las bibliotecas del MIT no tienen ciertas obras, las encontraré en las cercanas bibliotecas de Harvard. Hay muy pocos estudiosos que trabajen solos, con papel y lápiz, fuera de los centros de pensamiento económico creativo, y los que más se enorgullecen de su autonomía suelen ser los más idiosincráticos. Hace tiempo me planteé un desafío monumental: no limitarme a ser subjetivamente original. Resulta más útil para la ciencia —y también mucho más satisfactorio si se consigue— tratar de mantenerse informado sobre lo que han hecho otros científicos y acortar la distancia con los propios saltos cuánticos. Como dice la vieja canción: "Buen trabajo si lo consigues. Y lo consigues si lo intentas".