EL PESO (IN)SOPORTABLE DEL «TENER QUE SER». UNA MIRADA HACIA LAS ENCRUCIJADAS DE LA SOCIALIZACIÓN DESDE LOS AVANCES DE LA TEORÍA DE ROLES Autoría Dra. Edurne Jabat Torres (edurne.jabat@unavarra.es)* Dr. Rubén Lasheras Ruiz (ruben.lasheras@unavarra.es)** Dra. Madalena d’Oliveira-Martins (madalenaom@gmail.com)*** Dr. Ignacio Sánchez de la Yncera (isy@unavarra.es)* Departamentos de Sociología* y Trabajo social**. Grupos de Investigación ALTER** y Cambios Sociales*. UPNA. Instituto Cultura y Sociedad. UN*** ———————————————————————— Abstract ¿Somos capaces de vernos como seres sociales vivos en movimiento? Se trata de un problema capital para las ciencias sociales [y el saber común] porque enfrenta el desafío directo de la identidad, la socialización y el cambio. Utilizando el «peso insoportable del tener que ser» podremos comprenderlas mejor y explicarlas de nuevo. Nuestra hipótesis: algunos de los graves desajustes de los contextos ambientales de nuestra época, con hondo impacto subjetivo, proceden de ciertas —y arbitrarias— «invitaciones a ser», que localizamos —de entrada y entre otros ámbitos— en el sistema educativo de las otrora llamadas sociedades del bienestar. Así, por ejemplo, nuestra organización educativa aparece como un cauce incandescente, una encrucijada en llamas —con fuerte dimensión emocional— de exigencias, invitaciones al esfuerzo y quiméricas promesas [universales] de acceso a escenarios que se muestran reiteradamente imposibles: se trata de una de esas formas arbitrarias, bastardas, de «invitaciones a ser» a las que nos referimos. En esta entrega queremos poner en tensión ciertas contradicciones y falsificaciones que ante tales «invitaciones» (arrojadas en el sistema educativo, p. e., pero también infiltradas por doquier en los páramos de la socialidad), se detectan en una concepción habitual [y distorsionada] de la socialización cuando sacamos partido y luz, al respecto, de la concepción más depurada de la teoría de roles, que al incidir —como advertencia mayor— 1 en la apertura situacional, nos incita a replantear esas «invitaciones a vivir» de los procesos de socialización. Aunque el trabajo incida en esta dimensión concreta —y aún poco atendida— del malestar cultural contemporáneo, nuestro esfuerzo se concentra en depurar el concepto de socialización y nuestro objetivo es, por tanto, abordar este malestar provocado por tales arbitrarias «invitaciones a vivir» haciendo de ese «peso insoportable del “tener que ser”» — que titula el trabajo— un nudo problemático del que afloren dilemas de primer orden. Para ello, reparamos en experiencias emergentes típicas —para replantearlas como situaciones sociales [con sus roles]— pero en una estricta clave de apertura que exige dar razón del continuo resurgir, no ya sólo de las posibilidades de la identidad, sino de los frecuentes condicionamientos, silenciamientos e incomprensiones con los que lucha y se pone en juego. El resultado que pretendemos es mejorar —con algunos ajustes relevantes, susceptibles de aplicación radial y reveladores de realidades emergentes invisibilizadas— la matriz conceptual referida a la socialización. En suma: nuestra propuesta parte de la detección —en algunos contextos ambientales de la sociedad actual— de ciertas «invitaciones arbitrarias a ser» que la más depurada teoría de roles nos permite abordar como un insoportable lastre aporético de primer orden a la hora de vivir y capacitar para vivir en sociedad. Palabras clave Presión social; emergencia; cambio social; identidad; reconocimiento; invisibilidad; comunicación; educación 2 I. Introducción. Ese peso [in]soportable de «tener que ser» con que cargamos. La socialización y otras socializaciones espurias1 Partimos de que no se da una isomorfía entre lo que [normalmente] llamamos sociedad y la socialidad, que es nuestro objeto —el de la sociología: lo social—, y es también el referente [inequívoco] de la socialización y de su depurada concepción que necesitamos. A lo que se suele aludir cuando hablamos de sociedad es al plexo de relaciones mediales pragmáticas, mientras que lo social [la socialidad] es el estatuto indefectible de la manifestación de la convivencia humana. Un estatuto que conviene priorizar porque en él está afincada, sin matices, nuestra condición solidaria: nuestra solidaria condición social. No hay que confundirla con esa concepción más convencional e insuficiente: la angosta socialidad en cuanto normativamente trazada o canalizada (aunque a eso también hay quien lo llame «mundo», robándole a lo social todo lo que tiene de frescura intacta y de naciente). Es verdad que en sociología necesitamos referirnos tanto a esta «realidad» institucional («la sociedad B») como a la concepción que aquí pretendemos estudiar («la sociedad A»): la que se apunta siempre que la sociología se entiende (bien) con referencia a su objeto propio (la socialidad: lo social). Y que será necesario andar pasando de uno a otro uso para abordar el (problemático) tener que ser —que es el tema central— desde la perspectiva que nos interesa. Lo social instituido de la sociedad B puede verse como el ámbito de los intereses prácticos —el lugar o ámbito de lo interesante—, con su preorganización normativo-dispositiva del enlazar con el plexo de los medios. Suponemos que eso es a lo que Parsons en su formidable esfuerzo conceptualizador apuntaba al distinguir analíticamente el «sistema social», arrastrando mucha atención de la sociología. Con frecuencia menoscabamos espuriamente los conceptos de socialización y de rol al malentenderlos como un encajar en lo interesante. 1 Este trabajo se beneficia de los recursos y del trabajo cooperativo que estamos llevando a cabo en los proyectos DER 2013-47425-R «La guerra y sus justificaciones. Tendencias y problemas actuales», dirigido por Roger Campione, CSO 2014-51901-P «Políticas de inclusión en las CCAA. Ubicación en el contexto europeo y respuesta a las nuevas situaciones» y «Cultura Emocional e Identidad» (UN). 3 Cabe perder el interés o desinteresarse —y así quedar fuera del plexo— según lo que se llama tedio; cabe ser expulsado del plexo según lo que se llama terror. Lo social (o la sociedad cuando se entiende bien como socialidad) es indefectible como estatuto de la manifestación: el ser humano es manifiestamente social. Cabría ocuparse de los modos personales —o personalizados— del tener que ser, y de sus modalidades trascendentes —si cabe distinguirlas de las personales—, pero no vamos a hacerlo aquí. Con todo, no será fácil deslindarlos por completo de los modos que nos incumben. Tener que ser comporta una exigencia, un deber, una obligación, aunque con frecuencia no lo «experimentamos» como imposición directa: algunos, bastantes o muchos de los modos de tener que ser poseen una naturaleza atmosférica o climática que pone sus huevos en nosotros a lo largo de la infancia —sobre todo: en realidad, a lo largo de toda nuestra vida—. O se nos presentan como connaturales, y los aprendemos como aprendemos a hablar o a andar. O se nos van inoculando lentamente con el roce y la convivencia. O se nos presentan en tecnicolor, como adquisiciones deseables que adquirimos con deseo. A veces son piedras que caen o que alguien tira al lago de nuestro corazón; otras veces son sólo telarañas colgadas de allí por donde respiramos. Aunque nos las trasmitan personas, tantas veces lo hacen de una manera impersonal, y también puede que las recibamos en nuestras zonas impersonales.2 El tener que ser puede que se nos instale a través de métodos o estrategias institucionales: en tales casos, suele ser identificable —por lo menos en algunos de sus componentes—. Cuando los más importantes modos del tener que ser viven en nosotros como lentos animales profundos, o encierran nuestra entera imaginación en sus pasillos, o han sembrado nuestros campos interiores de frutos extraños que no reconocemos, es posible que ya 2 Incluso alguien a quien amamos y que nos ama puede transmitirnos, con ceguera, con esa ceguera de fuente voluntarista que asociamos al paternalismo, una impersonal exigencia de tener que ser. Porque el tener que ser predefinido, recetario, incluso en sus versiones desiderativas idealizadas por sueños ajenos o recalcitrantes tradiciones ilusas no puede ser otra cosa que impersonal: falseador, ajeno, alienante: desfuturizador de la vida que viene y abre un mundo. Efectivamente por eso: porque no es un simple respaldo, confiado y generador de autoconfianza al inédito brotar personal, una invitación a ser (más persona), sino que es invitación a despersonalizarte en el tener que ser. Porque, si los tener que ser viven en nosotros como animales profundos y dan frutos extraños, entonces, son aliens que nos colonizan. Pero se puede creer en ellos vehementemente, como ese individuo de Boltanski, en De la crítica, que se da contra el muro de la realidad, cuando las pruebas de la realidad manifiestan las incongruencias y las disonancias, las contradicciones. Creía en ese camino. Lo sembró y cuidó. Pero no fructificó como la realidad social anunció que lo haría. 4 seamos autónomos, con criterios propios y una vida que, en apariencia, es la nuestra, nos pertenece y hasta la defendemos con todo. En este sentido, la propuesta del trabajo es doble: por una parte, aludiremos a las modalidades más abarcantes, incisivas o pregnantes del tener que ser (que conviene tratar como «invitaciones a ser»), y por otra parte, elucidaremos —en la medida de lo posible— si se trata de modalidades facilitadoras o entorpecedoras del continuo reversible —y, por ello, con carácter ético— del sí mismo/yo/persona (Spitz, 1978; Winnicott, 1972; Mitchell, 1993),3 que, más adelante, en otros trabajos, utilizaremos como una posible tipología de indicadores del grado de crecimiento hacia el polo de la personalización que permite el salto al «además» de la autonomía; un recurso adverbial clave para notar la noción de lo personal que la sociología viene necesitando para no cortocircuitarse, una y otra vez, en la confusa recursividad explicativa que es habitual, al tratar lo social y la individualización, cuando se trabaja con nociones de la socialización no concomitantes con la socialidad.4 Interesará ya —en esta fase inicial— apuntar algunas modalidades del tener que ser, que conducen a una pseudopersonalización (con las consiguientes socializaciones conculcadas y represoras), y ver en qué medida esa derivación a una zona pseudo tiene salida o se convierte en obligada, aunque bien sepamos que, en principio, el brotar único de lo personal no esté más que envarado en esos laberintos petrificadores. 3 Lo que entendemos de las enseñanzas de los psiquiatras es que el concepto de self, que se ha difundido parcial y fecundamente en sociología, hay que tomarlo con alguna precaución. O bien entramos a él desplegando una tipología donde habría un «self 1» (resultante de las interacciones identificativas simbióticas), y otros sentidos sucesivos de la mismidad conquistada en la apertura a la alteridad, o bien habría que conferir mucha relevancia a la conquista de un yo distinguible del self preliminar, simbiótico (que no es el «I» de Mead). En ese planteamiento, «persona» sería, entonces, el nombre para el «además» del yo, para el brotar personal en su condición irrepetible e inédita, fontal y crecedera. Se apunta así a un desarrollo donde no hablamos simplemente de un yo, como centro que establece su (insustituible) perspectiva subjetiva del mundo, con cierto grado de autonomía, sino que apunta horizontes de autonomía crecientes en el disponer de sí en su apertura multimodal a lo otro. Sobre el concepto de self (sí mismo) véase Ricoeur, 1996; Sánchez de la Yncera, 2007bis. En lo que concierne a la tradición psiquiátrica pensamos especialmente en Spitz (1978). Es sustancioso el fresco general de las tradiciones postfreudianas que ofrece Mitchell (1993). Y fertilísima la sensibilidad por el sentido primordial de la socialidad con que Winnicott ataca el desarrollo de la psique infantil. Por otra parte, no resulta acertada la dilución de fértiles influencias entre nosotros, como la de Erik Erikson (1970, 1990). 4 Aunque para justificar de verdad este punto sería preciso explicar los términos crecimiento, persona/personalización, que se insinuaban en la nota anterior. Si bien estos son indispensables para la congruencia del discurso y de la propuesta, no cabe explicarlos con justificación suficiente en el marco de esta entrega y sólo podemos aludir a ellos como lanzaderas expresivas, por vía de sugerencia, apuntando a un gradiente de crecimiento. Los estudiosos del desarrollo de la personalidad nos enseñan los desfiladeros y los abismos de salida hacia y de encuentro con lo otro que debemos cruzar los seres humanos para configurar un yo, y las aventuras donales que configuran la personalización. Se harán varias catas, con ese mismo sentido de sugestividad expresiva, en el curso de este trabajo. 5 II. La socialización: limitaciones de la concepción convencional. Apuntes para un concepto pleno Esta primera ventana dibuja el desafío entremezclando la idea confusa y recargada de socialización de andar por casa (en la que nos tememos que habitamos todos casi siempre) y otra, más nítida, de marchamo conceptual que trabajamos y que quiere apuntar el ser social que somos mucho más allá de nuestras estrechas modalidades de habitar y de representar lo social. El choque intencionado que buscamos es una jugada de partida. Lleva mucho juego. Nos preocupa: que el repertorio de expectativas que se tiende ante la vida joven aplane su horizonte personal —el que cada una tiene el poder de abrir y reabrir multidimensional y profundamente, en su florecimiento secuencial—, con simples modalidades de interés abocadas a lo interesante que [ya, o nunca] no les interesen —que de antemano les resulten tediosas— o que convierta su incertidumbre en terrorífica expulsándolos. Nos preocupa que su horizonte no sea horizonte alguno a base de desfuturizarlo con fórmulas mostrencas que no puedan personalizar. La ventana que abrimos muestra un panorama de desafíos que presentamos en esta entrega apoyándonos en sugerencias de Hochschild y Gomá (2003; 2011; 2015), entre otros, y que nos ayudan —por el momento y a falta de las aventuras de largo alcance que tenemos pendientes en las zonas del psicoanálisis y de la psicología profunda que reclaman esa atención hacia el crecimiento personal que la sociología necesita—5 a completar las visiones usuales de la socialización y a la toma de distancia al respecto que buscamos. Hay que distinguir entre lo que la gente querría (desearía, lo que quieren invocando deseos), lo que la gente cree que debería ser (tal vez acomodando sus deseos genuinos al sentido del deber adquirido), y lo que han interiorizado como referencias y motivaciones básicas, que se ciernen sobre su vida personal como un dibujo de canales o carriles de lo que hay que hacer, en lo interesante (de la socialización B, con sus diversos juegos), para volver posible lo que uno quiere ser y hacer. 5 En nuestro grupo de investigación ya se ha producido un primer acercamiento sociológico a la honda y procelosa cuestión del desarrollo humano, en diálogo crítico con la relevante aportación de Amartya Sen y Martha Nussbaum (véase Guillermo Otano Jiménez, 2015); pero este asunto no ha hecho más que empezar. De hecho, el profesor venezolano, Rubén Velisario, retoma ese mismo asunto ahora, con una investigación concentrada en el hecho religioso como factor en el desarrollo de las capacidades. 6 Este aspecto sobresaliente del vivir y del vivir [con] otros que se actualiza en las secuencias de apertura y confluencia de las experiencias sociales se hace particularmente notorio atendiendo al enlace de las experiencias con sus emociones, que poco a poco se han ido situando en la atención analítica y heurística de la sociología. Las emociones, como diría Arlie R. Hochschild, además de estar dirigidas a la acción, informan sobre la situación del individuo en contextos sociales concretos, es decir, sobre su posición en el mundo. Tienen una «función de señalar» y, por ello, están orientadas también, y de forma determinante, a la cognición —de uno mismo, de otros, de las dinámicas interrelacionales, de los contextos, etcétera—. 6 En este sentido, además de funcionar como elementos fundamentales en la «aprehensión» de —y asimilación a— la realidad social, también dan «voz» a los procesos de gestión emocional —a veces muy exigentes— que se ponen en marcha y que tienen un reflejo en la configuración de la vida personal. Hacia esto alerta Hochschild cuando, al insistir en el carácter esencialmente social de las emociones,7 plantea la hipótesis de que las emociones funcionan como «mensajeras del yo, como agentes que nos dan un informe instantáneo sobre los vínculos entre lo que estamos viendo y aquello que esperábamos ver, y nos comunican lo que nos sentimos dispuestos a hacer al respecto» (2003: x). Siguiendo las intuiciones de la socióloga, es precisamente esta función de «mensajeras del yo» lo que lleva a situar las emociones en el núcleo de la vida colectiva. En su obra se peralta la interrelación entre lo social y lo psicológico. 8 Aunque, ciertamente, mejor le vendría hablar de la mutua correspondencia y dependencia entre lo social y lo personal, que está en constante (re)configuración o (re)alimentación. Al informar sobre la posición del individuo en situaciones concretas, las emociones apuntan a las conexiones que se establecen entre diferentes dimensiones de la realidad. Es decir, en la medida en que informan (y este mecanismo informativo sería una manifestación clara del sustrato biológico de las emociones, que la perspectiva/definición intermedia que Hochschild no ignora), el enlace personal con las emociones procura una vía de acceso a los significados aprehendidos por, y a la vez significativos para, el sujeto. A su vez, a través de ese enlace también se puede percibir la influencia de tales significados en la configuración de 6 Hochschild da una mayor amplitud a esta «función de señalar» que, originariamente, fue planteada por Freud con respecto a la ansiedad. Véase Hochschild, 2003: 17. 7 Véase d’Oliveira-Martins, 2012: 238-41. 8 «Signal function achieves the integration of the social and the psychological dimensions by being a manifestation of the innate self that is profoundly contingent upon socially constructed prior expectations» (Paul Brook, 2009: 13). 7 expectativas y deseos. Por ejemplo, cuando ante determinado acontecimiento o situación se siente tristeza o alegría, miedo o confianza, vergüenza u orgullo, etcétera, uno responde a un conjunto de significados que se articulan entre el mundo subjetivo y objetivo y es, a la vez, receptor del mismo. Además, en este proceso cada individuo contribuye —muchas veces sin percatarse de ello— a la formación y a la reconstrucción de dichos significados. En este sentido, la dimensión emocional de la experiencia humana —personal y colectiva— constituye un importante ámbito de investigación sociológica. La fórmula de un «peso (in)soportable del “tener que ser”» tiene su correlato en el ámbito de la dimensión emocional. En la medida en que se producen incoherencias entre lo que una siente, lo que quiere sentir y lo que cree que es el sentir apropiado cabe adentrarse en la confluencia de significados que generan disonancia emocional y que requieren «gestión emocional» (emotion management) de las personas. Es decir, cuando no hay una correspondencia entre lo que una siente —o quiere sentir— y lo cree que debe sentir se produce una «incomodidad», una «disonancia» que habitualmente intentamos solventar con «elaboración emocional».9 Por un lado, el individuo puede gestionar la impresión externa de sus emociones para que estas coincidan con lo que cree adecuado a las circunstancias y, por otro, puede gestionar sus emociones con miras a lo adecuado —ya sea impuesto explícitamente a través de reglas y códigos o bien interpretado por la persona como necesario para estar a la altura de ciertas expectativas—. Partiendo del trabajo de Goffman (1994), Hochschild denomina a la primera, actuación superficial (surface acting) y, a la segunda, con Constantin Stanislavsky (1970), actuación profunda (deep acting). Una parte determinante del peso (in)soportable del tener que ser encuentra clara expresión en la dificultad de modular la propia actuación, ya sea en su modo superficial o profundo. Y, 9 «Mantener a largo plazo la diferencia entre sentir y fingir provoca tensión. Intentamos reducir esta tensión tirando de los dos [del sentir y del fingir] para acercarlos, ya sea cambiando aquello que sentimos o cambiando aquello que fingimos» (Hochschild, 2003: 90). Conviene aclarar también que, para Hochschild, «gestión emocional» y «elaboración emocional» son sinónimos. Véase Ibidem, 7. En su colaboración con nuestro equipo, Narciso de Alfonso nos advertía, tenaz, frente a cierto apresuramiento descuidado de Hochschild, que ella, aparentemente sin saberlo, estaba atribuyendo directamente a la dimensión emocional de la psique funciones informativas. Éstas, en la tradición filosófica de vertiente más clásica se atribuían, en cambio, a un segundo nivel operativo —de integración sensitiva—, al que se llamó la cogitativa. Precisamente, en el apuntar de la cogitativa a las emociones (la vieja pareja de apetitos: concupiscible e irascible), es donde se daría la más potente sensación de contrariedad. Y de paso nos recordaba que de aquí surgen las neurosis freudianas que se ven en la clínica. Por otra parte, no conviene dejar de lado alguna aguda observación de Narciso a Hochschild, quien debería aclararnos, por ejemplo, qué quiere decir con fingir. No se puede considerar que el fingimiento o la hipocresía sean ineludibles. De nuevo habría que acudir, aquí, a la personalización de la representación, del rol, de la actuación propia frente, e incluso contra la ajena, sobre las que volveremos después. En otro caso, la vida con los otros sería insoportable. 8 sobre todo, en este último caso, algo que las personas viven con especial nitidez en la tesitura de querer cambiar de sentimientos. 10 Llegar a ser/sentir aquello que se quiere o espera ser/sentir es uno de nuestros más exigentes y continuos desafíos. Pero también, cómo no, debemos añadir y advertir, es una implacable razón para el conflicto, la noción freudiana por antonomasia, cuya virulencia en lo psíquico se multiplica en los cruces de las perspectivas personales con sus (múltiples) contingencias que repletan los ámbitos de la socialidad (García Blanco, 2007). Con todo, lo que Hochschild amaga debemos situarlo en el contexto de una cuestión crucial: la de la «entrada personal en situación» (si podemos llamarla así), que nos viene ocupando en nuestras discusiones. En efecto: las diferentes dimensiones de la realidad que se advierten (en la situación) y las posibles conexiones personales con ellas, incluidos los flujos retroalimentadores de la emotividad, convendría alojarlas en ese «ponerse personalmente en situación» tomado en su conjunto. Es en un tanteo con dichas dimensiones como se configuraría la propia compostura personal en la situación (incluso cuando «uno entra con todo» en el buen decir de Rubén Lasheras), una composición acompañada de emociones en su papel de fuentes de informaciones para el yo. Pero sin perder de vista que entrar muy adentro en una situación «compartida» nos pide tanta apertura a la alteridad de lo pendiente de compartir allí que no viene nada mal advertir que ese entrar con todo o «del todo» (que sería siempre el desafío: el estar en lo que hacemos) tiene mucho de abrirse, perceptiva y emocionalmente, a lo que todavía nos es ajeno. Y de seguirse abriendo. La sociología, obviamente, debe contemplar esto desde una perspectiva abierta, en general y en concreto, a todos los actores presentes en las situaciones y no puede permitirse entender las situaciones sin ese toma y daca entre la apertura singular de cada perspectiva a la alteridad y de todas ellas, a su vez, en conjunto, en cada situación.11 10 Cuando se hace actuación profunda «la presentación es un resultado natural de la elaboración emocional; el actor no intenta parecer feliz o triste sino más bien expresa espontáneamente, como insistió el director ruso Constantin Stanislavsky, un sentimiento real que fue auto-inducido» (Hochschild, 2011: 35). 11 Es en este sentido en el que se puede decir que George Herbert Mead cobró una buena pieza para las ciencias sociales con su «otro generalizado», aunque desde luego el concepto hayamos de apropiárnoslo y pulirlo o encontrar otro alternativo que lo mejore (véase Sánchez de la Yncera, 2007). Es claro que el uso de la palabra «generalizar» puede y casi debe inquietar a quien conciba (bien) las individuaciones y personalizaciones singulares como perspectivas inéditas e insólitas de la realidad entera, como la obra de Mead exhibe que él las concebía. En todo caso, esa idea debe aludir a la universalidad de la condición social de cada persona: debemos y queremos evitar, indispensablemente, cualquier tentación de homogeneizar o embutir lo personal en un todo ensopado. En cambio, si no se capta rotundamente ese carácter de perspectivas inéditas de la realidad enteriza, que es la propia de las personalizaciones, la fórmula de la «generalización de lo otro» se vuelve una peligrosa tentación de confusión en la que la teoría social encalla. Como nos indicaba 9 La mirada y la escucha serenas, la esponjosidad de la imaginación, la viveza estricta del recuerdo en vivo de aquello sucintamente pertinente que aprendimos y tal vez convertimos en virtud, en fuerza del ánimo, en disposición; todo ese arrojo y valentía para irse sin nada, sin nada más que con la atención activada y solo sujeta a lo estrictamente pertinente de la vida del yo vivaz. Ahora bien, al decir esto no deberíamos formular demasiado deprisa ninguna vertiente concreta de la ilimitada diversidad de formas de estar y de ser pluralísimas de los seres humanos. El entrar con todo al que nos referíamos anteriormente exige perfectamente incluir la gama de infinita gradación del pianísimo de los seres tímidos, cuyo entrar es pura invisibilización; el vértigo inimaginable de los máximos de atención serena de algunos seres humanos capaces de estar allí casi solo como una esponja. Conviene aquí que las imaginaciones lectoras, todas, se desmelenen en busca del etcétera; de la caja de pandora entera de la humanidad diversa entrando en situaciones (y haciéndolas y haciéndose en ellas). Y, en nuestro empeño, por [des]tapar las capacidades responsivas de lo humano inédito y de su crecer, tampoco podemos dejar en absoluto de lado la pesada recurrencia de la reiteración («creativa») de las reproducciones, incluso en forma de cierres y de encadenamientos. Pero, además, conviene una mirada enhiesta hacia la figura de la constante búsqueda personal de otro (de otro que yo, de otro que nosotros). Una búsqueda sin fin. Mirar hacia esa permanente condición de buscadores de la alteridad que expresa muy bien la idea de dualización (sin nada de dualismo, cartesiano u otro cualquiera). Se trata de nuestra (constante) dimensión extática: estar aquí pero siempre estirados (o descoyuntados), en un sin vivir en mí[-mismo], al querer/tener-que estar con, en el otro. Como si en la sangre lleváramos, aún sin saberlo, la marca bien sellada de que él ha de ser para mí más importante que yo.12 Tal vez ahora quepa entender mejor lo que queríamos Narciso de Alfonso (el viernes 3 de mayo), ese expediente, en su vertiente escapista, le recuerda el dilema médico, que plantea exactamente cómo evitar que el paciente sea un caso. Y añadía que se suele salir por peteneras diciendo que no hay enfermedades sino enfermos. Es ese, precisamente, el tipo de inadvertencia que entraña una sociología que no emboca un concepto de socialización pletórico, como el que se propone aquí, que atiende, en su propio brotar, la constante entrada en danza de las perspectivas inéditas en los ámbitos sociales. 12 Todo este lucernario escapa inmensamente del alcance del libro de Strauss, Espejos sin máscaras. Sin embargo, ese pequeño compendio de los hallazgos de los interaccionistas explicando la construcción de la identidad en las situaciones es una excelente guía introductoria para iniciarse en la sociología del «entrar en situación». En esa sociología del entrar en situación que es la que conviene hacer para entender [bien] la socialización. No obstante, la multidimensionalidad de la apertura humana a los contextos del convivir pide imaginaciones sociológicas mucho más feraces y fecundas. Nuestra tarea es el océano inmenso de estar dentro 10 decir antes, al hablar de disponerse del todo, ponerlo todo, en la nueva búsqueda; en el entrar con todo y con todos. Hay signos de que la coyuntura históricosocial puede hacer que las circunstancias en las que se despliegan las experiencias juveniles —en especial las transicionales— se vengan dando con aquella virulencia especialmente aguda —una suerte de encrucijada crítica—, en la que Mannheim localizaba las condiciones para que la experiencia generacional de determinadas cohortes de coetáneos se torne un relevante factor de cambio o de conmoción social a gran escala. Si esto fuese así, poca duda cabría de que de esas experiencias se pueden extraer enseñanzas importantes para entender (reaprender) y transmitir mejor las claves de los procesos de socialización. Y si fuera válida la hipótesis de que la virulencia típica de esas experiencias se habría adensado especialmente en nuestra situación, tendríamos una clave para reforzar el sentido de urgencia acerca de la necesidad de revisar radicalmente nuestra educación, volviéndola de cara hacia la severa zozobra con que proyectan y amagan su futuro contingente nuestras generaciones jóvenes: podría ser un contagio general nacido de esa experiencia de contingencia recrudecida que viven en comandita y a millones nuestros jóvenes. Pero ese asunto, el dilema, parecía bien atado en el ideal educativo moderno de la ilustración. Javier Gomá lo ha recogido a su modo: tanto el gran dilema crítico, como el ademán ufano de que la educación moderna había de resolverlo o era ella misma la solución. Valgámonos de su palabra: [e]sa época dieciochesca imbuida en optimismo pedagógico encontrará la panacea para la escisión del yo moderno en la educación. Nunca antes se había sentido la agonía de una tal división interna, pero nunca se había confiado tanto en el seguro éxito de la salvación del yo si éste se dejaba someter a un proceso de formación desarrollado bajo la guía apropiada y con arreglo a unos principios educativos bien meditados. La esperanza en un progreso del hombre no es menos firme en el terreno moral–individual que en el social, político o económico. Se concibe una imagen ideal del hombre (Bildung) y se encomienda a la educación la tarea de tutelar el proceso de autorrealización del sujeto autónomo desde el comienzo hasta un grado más o menos próximo a la plenitud, y quedarse orillado: la socialidad. Nuestro taller, en estas sus primeras entregas, solo trata de ser un primer paso en esa senda. 11 en el que el yo consigue la ansiada armonía consigo mismo y con el mundo. Por tanto, la educación toma así una posición central en el proyecto moderno para evitar que éste se fracture (2015: 180). La continuación de la cita recalca, precisamente, la versión moderna del papel socializador de la educación: [s]u cometido admite ser resumido así: concordar la desavenencia abierta entre los dos momentos de la vida para asegurar, por un lado, la formación de la personalidad del yo a la luz del ideal humanista y, por otro, que ese mismo yo sea y merezca ser, al final del proceso formativo, un respetable ciudadano y miembro de pleno derecho de la comunidad a la que pertenece (2015: 180).13 Lo que nos interesa aquí es recoger el motivo de la confianza plena en la educación. Parece claro que las sutilezas de la Bildung hace mucho tiempo que quedaron atrás, aunque no puede caber duda de que conservamos una inercia de la credulidad. Sin que quepa aquí argumentarlo, el tratamiento que, en sustancia, se hace de la educación en un libro tan destacado como La construcción social de la realidad nos parece claramente expresivo, a la vez, de dicha inercia crédula, tan moderna, como de un rudísimo modo de atacar el dilema educativo. La clave, como vamos a ver, está en la confusión de lo social con lo institucional. Pero lo que importa es que no se pierda de vista la peligrosa tentación que la literalidad del texto rezuma de concebir a las personas como piezas de encaje. Aprovechemos este texto destacando estas dos ideas: hablan de «la internalización de la sociedad en cuanto tal y de la realidad objetiva en ella establecida» y, al mismo tiempo, del «establecimiento subjetivo de una identidad coherente y continua» (Berger y Luckmann, 2001: 169) como fase decisiva de la socialización, identificando así su versión de la capacitación personal para disponer la propia acción con referencia al otro generalizado. Por otra parte, esto permite ver la rudeza con la que los prestigiosos autores del libro recogen ese espléndido lugar de la teoría de la socialización meadiana, que es el otro generalizado. En cualquier caso, conviene leer el pasaje completo. 13 La cursiva es nuestra. Bien conocida es la fisura moderna entre la cultura y la civilización (la versión anglofrancesa y la alemana), que Gomá no distingue en ese pasaje, aunque esté bien presente en el conjunto de su obra. Seguramente nadie lo trató con el refinamiento de Thomas Mann, como nadie lo denunció con la contundencia de Friedrich Nietzsche. Véase Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico, Capitán Swing, Madrid, 2011, especialmente «Examen de conciencia» y «Burguesidad», pp. 79 ss. y 107 ss. respectivamente. 12 La formación, dentro de la conciencia, del otro generalizado señala una fase decisiva en la socialización. Implica la internalización de la sociedad en cuanto tal y de la realidad objetiva en ella establecida y, al mismo tiempo, el establecimiento subjetivo de una identidad coherente y continua. La sociedad, la identidad y la realidad se cristalizan subjetivamente en el mismo proceso de internalización. Esta internalización se corresponde con la internalización del lenguaje… éste constituye, por cierto, el contenido más importante y el instrumento más importante de la socialización (Berger y Luckmann, 2001: 169).14 Este caldo de cultivo encontrado incluso en los libros que tenemos por más refinados es muy coherente con nuestra idea de que ese modelo de orientación y de la instrucción correspondiente, pautada de tal modo, pueden llegar a tener un peso enorme en las vidas de la gente. Toda apuesta supone represión: deja fuera muchas facetas de la vida personal y de los estilos de vida conjuntos. Considera unas cosas y deja otras fuera del modelo de vida. Por una parte, no cabe duda de que lo que trata de buscar son activaciones en el desarrollo de las personalidades y en la productividad social, pero, por otra parte, lo que predomina es un refuerzo injustificado de las vigencias sociales, que se truecan —a costa de la pérdida de centralidad del brotar de las vidas— por la realidad íntegra de lo social y como referencia única de nuestras vidas nacientes. El achaque que hacemos al uso más estandarizado o habitual del concepto de socialización es que, incluso en sus versiones más conspicuas, se parece bastante a ese lenguaje «de madera» al que alude Boltanski (2013) cuando afirma que el hecho de «insistir únicamente en la dimensión colectiva de los procesos que condicionan a los actores encierra otro riesgo, el de la “lengua de madera”». Él mismo aclara, a continuación, que con esa caracterización se refiere a «un discurso completamente hecho, que se supone válido para todas las situaciones, cualesquiera que sean, al precio de un aplastamiento o una negación de las condiciones y de las experiencias singulares».15 Ni más, ni menos. Pero no se nos 14 En el mismo sentido pueden citarse múltiples pasajes. Por ejemplo: «Cuando el otro generalizado se ha cristalizado en la conciencia, se establece una relación simétrica entre la realidad objetiva y la subjetiva. Lo que es real “por fuera” se corresponde con lo que es real “por dentro”. La realidad “objetiva” puede “traducirse” fácilmente en realidad subjetiva, y viceversa» (Ibidem, 2001:169-70). 15 Luc Boltanski, «¿Por qué no hay revueltas? ¿Por qué hay revueltas?», en https://vientosur.info/spip.php?article8489. Miércoles 13 de noviembre de 2013. Viento Sur aclara que el texto que traduce fue publicado en el número 15 (2012) de la revista Contretemps (es la trascripción de una conferencia de Boltanski en la universidad de verano del NPA, el 26 de agosto de 2011), y que es una versión 13 debe escapar que en los medios educativos ese lenguaje de madera se viene a compensar con planteamientos singularizadores como los que también menciona Boltanski (2013): «[c]onsiderar sólo singularidades individuales se agota en el psicologismo y en la ayuda social personalizada». Todo esto nos da pie para tratar la idea de la socialización de Berger y Luckmann como una aproximación sugerente pero insuficiente: tosca. A nuestro modo de ver, esta obra canónica también lo es en esa perversa dualización que realiza de una manera excesivamente fácil y reduccionista de los referentes conceptuales básicos de la sociología, al contraponer la socialización y la institucionalización, en un doble malentendido. Se identifica lo social (su construcción) con la institucionalización y se distingue de la socialización. Este débil y tosco acercamiento en que incidimos está presente en sociólogos tan influyentes en la sociología actual como Bourdieu. 16 Nuestra propuesta es que el concepto idóneo de socialización la refiere al juego social en su conjunto. Por lo tanto, la socialización no sería «la internalización de la sociedad en cuanto tal» ni de «la realidad objetiva en ella establecida»; como tampoco es «el establecimiento subjetivo de una identidad coherente y continua» (Berger y Luckmann, 2001: 169). Es decir: hay que huir de la propensión a identificar la socialización con ese «proceso ontogenético» del que hablan Berger y Luckmann, con una inmensa mayor parte de la sociología tras ellos, y que reduce y vulgariza la idea de socialización al definirla como «la inducción amplia y coherente de un individuo en el mundo objetivo de una sociedad o en un sector de él» (Ibidem: 166) y al redondearla con una sentencia concluyente: «solamente cuando el individuo ha llegado a este grado de internalización se le puede considerar miembro de la sociedad» (Ibidem: 166).17 ligeramente reducida, en la que se han eliminado algunos breves comentarios sin importancia para el contenido fundamental del texto y difíciles de entender fuera de Francia. Consultado el sábado 23 de abril 2016. 16 «El principio de la acción histórica, ya sea del artista, del científico o del gobernante, ya sea del obrero o del funcionario subalterno, no es un sujeto que se enfrente a la sociedad como a un objeto constituido en la exterioridad. No reside en la conciencia ni en las cosas, sino en una relación entre dos estados de lo social, es decir entre la historia objetivada en las cosas, bajo forma de instituciones, y la historia encarnada en los cuerpos, bajo la forma de este sistema de disposiciones duraderas que yo llamo habitus. El cuerpo está en el mundo social, pero el mundo social está en el cuerpo. Y la incorporación de lo social que lleva a cabo el aprendizaje es el fundamento de la presencia en el mundo social que suponen la acción socialmente ejecutada con éxito y la experiencia corriente de este mundo como evidente» (Bourdieu 2002: 41). 17 Boltanski no recae en aquella dualización entre un individualismo biologista y una colectivización socioculturalista presente en la obra temprana de Durkheim, tan tentadora para la sociología posterior, y bien 14 El sentido de nuestra crítica casa con las advertencias de Boltanski, quien singulariza su idea de un «mundo» indefinido y cambiante, cuajado, que abarca múltiples acontecimientos y experiencias, y que trasciende por completo nuestras escuálidas «realidades» socialmente construidas. 18 Un mundo afluente y ubérrimo, no totalizable, al que los sociólogos deberíamos reservar siempre nuestra atención más selecta y cuidadora. No hay construcción social que valga para la realidad pletórica de ese mundo. Como dice Boltanski: aunque se pueda trazar el proyecto de hacer un cuadro de la realidad en una determinada sociedad y en un determinado momento de su historia, sería vano querer delimitar los contornos del mundo, que es, por esencia, no totalizable. La realidad está construida, pero al precio de una selección en la multiplicidad de los procesos, de las experiencias y de los acontecimientos que encuentran su origen en el mundo. Algunos son reconocidos, cualificados, nombrados, organizados de forma que ocupen lugar en el orden de la realidad. Se desprende de ello que cada uno de nosotros vive experiencias y participa en acontecimientos que se enraízan en el mundo, aunque no sean objeto de una inscripción en el marco de la realidad tal como está construida (Ibidem). Nuestra confluencia con el planteamiento del sociólogo francés no se limita a esto. Su sociología de la crítica abre dimensiones de maduración de la actitud sociológica que resultan imprescindibles. No entraremos en eso aquí. Ahora deberíamos hacer sitio, aunque sea de una forma singular, a evidencias empíricas. Lo haremos por vía testimonial, agarrándonos a nuestras propias experiencias. III. Para hacerlo elocuente: una vía testimonial Lo que —en suma— hemos querido decir es que convertir en sociológica la idea central de socialización no es simplemente una opción disciplinar: es atajar una pavorosa mentalización que hace encallar el despertar solidario de la modernidad. alejada de su etapa madura, en los que el dreyfusard, identificaba la legitimidad del Estado democrático con el nuevo culto al valor sagrado de la persona humana, un nuevo individualismo en el que se basaría Parsons para acuñar su célebre concepto «individualismo institucionalizado». Lo trata ejemplarmente Ramos en el primer capítulo de su monografía sobre Durkheim (Ramos Torre, 1999: 72-75) y en las páginas finales de su «Prefacio» a los Escritos políticos (Ramos Torre, 2011: 3-39). También Joas, en su genealogía de los derechos humanos, ofrece una estampa espléndida de ese descubrimiento tardío de Durkheim de la sacralidad de la persona individual como referente axiológico de la república. (Joas, 2015: 76 y ss). «El mundo —en el sentido con que utilizo el término— es un recurso indefinido y cambiante en el que se enraízan multiplicidades de acontecimientos y de experiencias» (Boltanski, 2013). 18 15 No hablamos de un problema de términos, sino de un problema de realidades construidas y sufridas: la nuestra es una objeción a una constante: que las llamadas y recomendaciones y presiones que hemos experimentado en nuestros procesos —formales e informales— de ser invitados a la socialización, tienen de característico que nos invitaban a ser sociales —como si no lo fuésemos o como si solo hubiera un puñado angosto de vericuetos para serlo— pero poco tenían que ver con una invitación radical a que entrásemos en juego —como seres nativos que brotamos con nuestra propia novedad, aportando lo propio al juego del ser sociales—. No. En vez de eso, nuestro testimonio —diverso pero unánime—, el de los miembros de este equipo de trabajo, nos exige que hagamos reclamaciones continuas, reiteradas, permanentemente prolongadas en el tiempo, de autoexigencia y esfuerzo para salir adelante, cumpliendo expectativas sociales de adecuación y de productividad —o, al menos, de provecho: ¿para qué, por qué, desde la perspectiva u horizonte de expectativa de quién?, ¿y fundada, legitimada, sobre qué base?—. Contundente y apodícticamente proclamadas: con una proclama impostada, con ecos-velos de inveterada sabiduría en las voces de quienes nos lo dicen con una seguridad redentorista tan asombrosa como infundada. El continuo desafío de mejora y de autosuperación: convertido en el tirante de la angustia de nuestra juventud y —para alguno— de toda la seriación de las edades. La educación sentimental de la que podemos hablar —la nuestra— es un océano perpetuo de empujones a oleadas para que nos hiciésemos capaces de «asumir» nuestro rol. Y pocas veces nos ha parecido que aquellas voces que nos lo recuerdan piensen en absoluto —con, desde, para— esa persona distinta, única, que cada uno somos y que es para la que se dice ese «nuestro/tuyo» del rol —cuyo eco casi siempre suena cadavérico, pétreo y hueco—. Sobre todo, hueco: nada de nuestra persona.19 19 Y seguramente no haya remedio. Narciso, al leernos, apunta al porqué en otra carta: «eso de la madurez humana parecía una pobre ocurrencia, algo como para generar —sin argumentos válidos— tipos sociales según la necesidad y la moda. Lo digo porque —salvando distancias, sólo defiendo la inmadurez en este estrictísimo sentido— Polo repite y repite aquello de que el hombre no es, sino que será, siempre: no en el cielo, sino siempre —sé que me habéis entendido, pero no sé si me he explicado—. Fin del excurso». «Excurso: siempre —es un decir— he odiado a los maduros según esta acepción, y supongo que, ahora, puedo saber mi modalidad de odio contra ellos, contra el tipo que representan: exactamente el de una moda ya 16 Traían un espectral desempeño de rol, invitado a proyecciones fantasmales, que se inventaban, con malhadado capricho, como pseudoexpectativas nuestras, pura desfuturización de lo nuestro: enajenado, hurtado y a la vez apadrinado con toda esa buena [o perversa] intención, tan peligrosa; autoconvencida, de pura impotencia, contra todo fundamento. IV. Una pieza teórica clave para el refuerzo de la teoría de la socialización Deberíamos zafarnos de la tentación —inequívocamente empobrecedora de la perspectiva de análisis— de imaginar una socialización (la B) de individuos «producidos» por estructuras o roles fijos —que originan sus comportamientos y decisiones— y optar, en cambio, por una socialización (A) donde las normativas y el desempeño de roles en las interacciones concretas —incluso aunque puedan vivirse coercitivamente— nunca «causan» los comportamientos: estos surgen, una y otra vez, en la interacción o en su ausencia. Solamente en el ejercicio de la acción social, y en el curso de las acciones sucesivas podremos percibir la forma que van tomando. Este replanteamiento —que sigue de cerca a Joas— no da la espalda, de ningún modo, a la reproducción de situaciones de desigualdad y a la importancia de explicarlas, ni a los factores —combinados— de ese tipo de perversión de los escenarios convivenciales. Se trata, más bien, de una sugerencia normativa que postula que —para comprenderlas mejor— no podemos olvidar que es fundamental la conexión, relativamente intensa, de cada nueva situación interaccional con la cadena de experiencias previas y modos de interacción, aun con lo que todo ello tenga de inane pretensión de que la vida ya vivida sirva para lo inédito por vivir.20 Porque la capacidad de afirmación ritual de cada nueva situación —y de la consiguiente construcción o refuerzo de su sentido de realidad— reactiva (o no) esas cadenas de encuentros anteriores cuyas normas de interpretación y articulación de la situación pueden actuar como vinculantes (Collins, 2009).21 Así pues, la pasada que quiere seguir estando de moda. Por eso apestan a rancio. Fin del excurso». Vie, 23 de Agosto de 2013. El énfasis, nuestro. 20 Se puede aplicar aquí, como nos recuerda Narciso, aquello que se dice con mucha mordiente de la amistad: es el prejuicio de la experiencia compartida. 21 Pero nos desembarazamos de la tentación mecanicista de una explicación apoyada en «encadenamientos»: destruyen la luz de la vita in motu con la que Aristóteles abriera el mirar a la vida. La activación de esa 17 invocación de los encuentros anteriores, con sus desencadenamientos, facilita la articulación entre las múltiples y diversas asunciones de roles que van configurando la acción social, sin poder determinarla nunca enteramente.22 No quiere decir que no quepa —cabe mucho— que los encadenamientos de experiencias — lejos de dotarnos de una soltura con alas— nos aherrojen y den paso a comportamientos reproductivos, encadenados al errequeerre, facilón y desierto, de lo pasado ya visto y sabido, en nuevas entregas de civilización decadente —y de sus modos de razonar y orientarse, timoratos, vueltos y maniatados a lo ficticiamente seguro del pasado, que Nietzsche amartilló en la aguda vertiente desenmascaradora de su obra—.23 Hay, en cambio, algo drástico, muy relevante, en partir, como se hace aquí, de la advertencia de que la configuración que adopte la interacción siempre se da cada vez, y siempre en contextos situacionales abiertos: no es nunca predeterminable. No deberíamos dar por hecho que exista siempre conformidad de cada persona con las expectativas normativas compartidas en una situación. Y, aun cuando exista esta conformidad, puede serlo —transversal e intermitentemente— en varios niveles: a) su conformidad con el rol anticipado en los otros; b) su conformidad con lo que interpreta que los otros esperan de ella; c) la conformidad con su propio rol. Cada uno de estos constituye una posibilidad entre muchas [en un curso de interacción que es siempre abierto]. capacidad ritual sucede al encarar la nueva situación en ese «ahora» del disponerse en la interacción —aunque sea con la invocación compartida o compartible de las experiencias adquiridas que nutrieron la disposición—. 22 Entre nosotros, se ha insistido, con una variante de lo que Joas extrae de Mead, en que conviene tomar la perversa reproducción de modelos, con la que los seres humanos despilfarramos la inmensa capacidad creativa para abordar situaciones, que bombea nuestro posible distanciamiento con respecto a cualquier expectativa. Incluso sugeríamos que es bueno saber y decir que la reproducción de modos de conducta y estilos de vida que nos encadenan es una condenada, perversa forma de despilfarro de nuestra creatividad. (Sánchez de la Yncera, 1999; 2008). A eso alude Narciso de Alfonso, con su luminosa expresión, en este fragmento de una carta personal a Ignacio de 1996: «[p]orque a veces uno dice basta, hasta aquí he llegado, punto, y se propone comenzar de nuevo, de cero, quitándose de encima prejuicios y falsos aprendizajes, especializaciones y complejos, respetos humanos y algunas hipócritas costumbres sociales. Pero a los pocos pasos, a los minutos, horas o pocos días, todo lo que uno había querido quitarse de encima vuelve a caer sobre él con renovada crudeza, como si fuera víctima de una adicción inconsciente, y tal vez es así, tal vez existen fuertes mecanismos adictivos que nos impiden una limpia y deseada conversión o, incluso, un simple saneamiento, un sencillo alivio o una leve descarga. Los propósitos de la enmienda pocas veces nos enmiendan». 23 Ver, por ejemplo, el fragmento de La gaya ciencia sobre el egoísmo desenfrenado del productivismo, Nietzsche (1996: 128-129). El eco y la voz de Nietzsche los recoge, espléndidos, Gianni Vattimo en su monografía sobre la máscara: El Sujeto y la Máscara. Nietzsche y el problema de la liberación. Asombra la limpia luz con la que Vattimo ensarta en ese eje la coherencia de Nietzsche de cabo a rabo (Vattimo, 2003). Para el tema concreto que destacamos, véanse las páginas 116-117. 18 Tampoco podemos ignorar lo que las cadenas previas de interacción tienen de rituales para los sujetos: su capacidad de orientar la interpretación de la situación en clave de única alternativa o posibilidad insoslayable; pero, al mismo tiempo, no podemos olvidar que —en tanto que históricamente son siempre únicas [por la irrepetibilidad de las personas]— las situaciones de interacción no pueden reducirse a ser categorías-tipo de acción —y menos aún ser «tintadas» con una valoración social específica y fija—: contienen complejidad y condiciones de posibilidad [para resolverse de formas heterogéneas y nunca del todo previsibles]. Joas, en su revisión de la teoría de roles —recogiendo el pensamiento de Mead y los aportes posteriores más refinados al respecto de la tradición de la sociología empírica del interaccionismo— nos brinda una herramienta enormemente rica para evitar los reduccionismos explicativos o la despersonalización de los actores sociales y del sentido de sus vidas (Joas, 1998: 255; véase Strauss, 1977).24 Su primera advertencia es que, en cualquier interacción, a los sujetos se les hace necesaria la asunción de rol: la —cierta, alguna— anticipación del comportamiento específico del otro en la situación. Es de capital importancia recordar que la idea de «anticipación» nos avisa de que la asunción del rol no supone [necesariamente] identificarse con las intenciones o identidades de los otros. Además, ocurra esto o no, tampoco apunta a una disposición [automática o estocástica] a comportarse en conformidad con su comportamiento. En segundo lugar, otra característica [fundamental] de las situaciones de interacción: «lo normativo» (ibidem) —cuya concepción resulta radicalmente revisada en estrecha polémica contra la centralidad explicativa del normativismo—.25 Circunscribir la interacción al marco de una situación [tras otra] es el primer paso para dar cuenta de lo normativo: nos remite a una situación que debe ser descodificada: para abordarla —incluso en el caso de una improbable obediencia literal, sea o no neurótica— es necesario interpretar las normas [relativas a esa específica situación]. 24 Aunque no alcance la finura del autor alemán, el trabajo de síntesis de su dilata experiencia como investigador de los procesos de configuración de la identidad ofrecido por Anselm Strauss en Espejos y máscaras, con su limpia sugerencia de la configuración de las personalidades en los juegos interactivos, es un estupendo preámbulo preparatorio. Ayuda a caer en la cuenta de que la intimidad que las personas ganamos (si y cuando la ganamos) en los juegos de alteridad que exigen las situaciones vividas, es, de algún modo, una intimidad segunda: se abre «hacia adentro» del propio círculo interior de la socialidad (Strauss, 1977). 25 No olvidemos que la de Joas es explícitamente una sociología de la acción colectiva, enfoque que, por otra parte, él reivindica como el originario e idóneo de la sociología. Joas (2013: 59 ss); al respecto Sánchez de la Yncera, 2013: 20-37). 19 Así, los roles serían expectativas normativas, anticipaciones del comportamiento de los otros, en el marco de un horizonte de lo esperable, lo deseable o lo exigible, que es relativamente compartido o que se abre al juego recíproco en la situación concreta.26 De este modo —precisa Joas— los «roles son [expectativas normativas de los sujetos] respecto de un [comportamiento significativo específico en una situación]» (1998: 257). Los sujetos, siempre en el marco de situaciones concretas, necesitan interpretar los códigos de cada situación [con arreglo a experiencias anteriores de encuentros semejantes, o a los dispositivos reguladores que hayan podido derivarse de ellos], que les ayudan a darle sentido.27 Los actores anticipan el comportamiento de los otros con unidades significativas de comportamiento. Pero las relaciones sociales no son patrones de expectativas estabilizados que devienen definitivamente válidos, y el desempeño del rol tampoco es, ni mucho menos, la simple materialización en la práctica de las prescripciones.28 Porque, en tanto que situación nueva y única, la interacción exige un esfuerzo activo y creativo de definición e interpretación conjunta de la relación, o de la acción. Lo más interesante de esta perspectiva es la advertencia: a) de que los actores suscitan [pueden hacerlo] significados comunes en su interacción, y b) de que ese proceso de interacción es flexible. Es decir: cada situación entraña la posibilidad de transformar los comportamientos estereotipados. ¿Qué condiciones de posibilidad serían necesarias para ello? Siguiendo a Joas, que lo toma a su vez de Lauer y Boardman (1970-1971) cabe considerar tres dimensiones. En primer lugar, que la asunción de rol se haga reflexiva para el sujeto, abriéndose así en vertientes diversas: a) que sea capaz de definir la situación desde su perspectiva; b) que lo haga —en alguna medida— desde la perspectiva del otro actor [intentando preverla sobre la base de diversos dispositivos de experiencia]; y, a la vez, 26 Lo que ahora sigue recoge la sustancia de la redefinición de Joas. Lo anterior repasaba su minuciosa recolección de hallazgos de la tradición que enriquecieron la teoría de roles. Véase para todo ello, Joas, «Las teorías de roles y de la interacción en el estudio de la socialización» (Joas, 1998: 242-70). 27 Por ejemplo, el sentido, espléndidamente esclarecido por la mano maestra de Paolo Grossi, el actual Presidente del Tribunal Constitucional de Italia, en su explicación del derecho sobre la base de la «observancia» de las reglas que nos damos a la hora de organizarnos en los juegos de socialidad que se producen en cualquier ámbito, para entendernos y organizarnos (Grossi, 2001). 28 Como dice Joas se trataría, entonces, «de una situación de originación interactiva de significados comunes y de un proceso de interacción flexible. No es un caso límite de inestabilidad extrema, sino un rasgo básico de toda interacción ordinaria que nunca desaparece completamente, ni aun de las organizaciones sociales más formalizadas e institucionalizadas» (Joas, 1998: 251). 20 también podría c) reconstruir el contexto común a ambos actores e interpretar la situación desde ese punto de referencia, que sería el del meadiano «otro generalizado». Pero también puede ser que la asunción de rol no se haga reflexiva. En segundo lugar, la asunción de rol puede ser apropiativa o no serlo: la apropiación de la perspectiva del otro no supone [necesariamente] imitación, identificación o conformidad con su pauta de comportamiento o intención. [No hay por qué concebirla así a priori]. Además, los sujetos podrían también ser conscientes de la diferencia entre ellos y las expectativas de rol asumidas: pueden distanciarse de la identidad o de las exigencias de rol por razones relativas a la naturaleza de ciertos roles —que facilitan el distanciamiento— o como un logro del propio actor. Por último, la asunción de rol puede ser sinésica, o no. Conviene advertir que el verbo griego synesin alude al correr o fluir juntos (Joas, 1994: 258). De este modo, Lauer y Boardman apuntaban hacia las formas estética, terapéutica y expresiva de las emociones, recuerda Joas. Nos interesa recalcar que la interiorización de las orientaciones de valor relativas a un rol no se traduce en una conformidad —no consciente— con las expectativas de rol. Aunque también es posible que los sujetos actúen como si estuviesen bajo una presión intensamente coactiva sobre su intención en el marco normativo de valores y pautas altamente formalizados —sea esta real y comprobable o no—. Como dice Joas citando a Shibutani, «[e]l simple hecho de que la desviación sea posible indica que tales modelos [de comportamiento] no “causan” la conducta» (1998: 258).29 Hemos tratado de insistir —profundizando— en la dimensión formidable de la apertura de las situaciones, que es la insistencia que más se echa en falta en el hacer sociológico. Lo cual no quiere decir —en absoluto— que haya que soslayar la atención a la misteriosa propensión a los cierres en banda, a las tremendas y tercas evidencias de nuestra conflictividad y de la continua generación de subordinaciones, dependencias, negaciones e invisibilizaciones. Sin embargo, las formas de cierre presionante de las situaciones han sido 29 Nuestro interés por esa realidad abierta y llamada a abrirse, y que, sin embargo, suele cerrarse, es añejo: la mirada de Rubén Lasheras, p.e., se sorprende con las extrañas recaídas en comportamientos sometidos y reiterantes de los seres de futuro que somos (Lasheras, 2006; 2014); Edurne Jabat pesquisa la inesquivable fluidez de las orientaciones de género al brotar (en el despertar del amor, por ejemplo) y sus conspicuas maneras de cristalizar (Jabat, 2007). Sobre la fluidez y la fluidificación de las modelizaciones, véase García Selgas (2002; 2007). 21 muy lúcidamente abordadas por el estudio de la dinámica de grupos, que nos recuerda que la asunción de rol, con todas sus dimensiones en juego, no puede tomarse separada de otras distribuciones vertiginosas propias de cada situación grupal. Es un enorme cúmulo de evidencias empíricas que ponen de relieve que, en cada situación con varios actores, en unos pocos segundos (no minutos), en un grupo de 30 desconocidos, todos hemos elegido a «los nuestros»; que, en los grupos, desde el primer instante hay inevitablemente un líder, opcionalmente un contralíder, y un chivo expiatorio; que otro reparto instantáneo de tipos se da en la actitud: el que mueve impulsos —psicopático—, el que mueve sentimientos — histriónico—, el mudo. Wilfred Ruprecht Bion y Enrique Pichon-Rivière son referencias indiscutibles al respecto (Bion, 1994; Pichon-Rivière, 1999). V. Algunas fuentes de luz que volteen la educación y nos lo hagan menos insoportable Esa concepción con tanta forja que acabamos de exponer, y que Joas rescata de la historia en su fórmula más abierta de la teoría de roles, es una pieza maestra para enfocar la socialización en vivo. Entre nosotros, Javier Gomá ha abordado el problema enterizo de la responsabilidad —la apuesta de asumir nuestro rol en la vida y nuestra auténtica condición mortal— retomando el motivo clásico de la objetividad ética (2015: 24). A nuestro juicio, lo más valioso de tal empeño, en lo que nos concierne aquí, es su enlace con la radical referencia existencial de la persona a lo social, a nuestra condición solidaria. Sin embargo, Gomá cree que, un ensimismamiento exacerbado 30 nos estaría volviendo incapaces de abrirnos a esa realidad: su advertencia se vincula con el dilema de la motivación y la activación, núcleo de los dilemas educativos y de la socialización en general.31 Aunque nos apoyemos aquí en la obra de Gomá, tal vez con injusticia, como estribo de nuestra argumentación, aprovechemos su juicio peyorativo hacia los ensimismamientos y 30 De quien nos asesora en estos ámbitos de extrema delicadeza laberíntica, que tanto excede, hemos aprendido a imaginar su alcance para asuntos que afectan —en mucho— a nuestras organizaciones del habitar: por ejemplo, la posibilidad de que los ámbitos de convivencia permanente y densa, como los hogares que compartimos, requirieran, en realidad, un ciento de metros cuadrados disponibles para las soledades de cada persona. 31 «La experiencia de la objetividad ética, que introduce en la objetividad del mundo, alimenta en el yo una sostenida emoción existencial (...) ¿Qué se entiende aquí por emoción existencial? Un estado de ánimo poético del yo finito hacia la objetividad del mundo en su conjunto. Los elementos esenciales de la emoción son, pues, dos: la objetividad y la finitud. Nuestra época, de un subjetivismo exacerbado, ha perdido el sentido para la cosa-en-sí y, por ello, también la capacidad para la emoción pura» (Gomá, 2015: 24). 22 aislamientos para advertir, por contra, que un planteamiento riguroso del crecimiento personal no permite tomarlos solo y siempre en tono negativo; sobre todo, claro, en etapas tempranas. La dimensión que de esa manera se abre podría formularse como el derecho a ser no sociable, a no compartir ni manifestar. Algo que, bien mirado, sería del todo respetable (e imprescindible) en determinadas etapas, coyunturas y en situaciones múltiples de nuestra socialidad, que (todos vivimos) continuamente, aunque solo parezcan recaídas en el estadio estético del que Joas habla partiendo de la famosa distinción kierkegaardiana. Y, junto a eso, las necesarias motivaciones y activaciones socializadoras del educar: a nuestro juicio, se trata de la promoción de actividades expresivas auténticas, susceptibles de ser vividas: a) como portadoras de su propio sentido [el que generan cuando uno se recrea en ellas como facetas de la actividad vital]; b) sobre todo, como fuentes o afluentes que aportan esa riqueza de sentido a la vida, —o que pueden aportarla— [susceptibles de acrecerse —y fortificarse— en su fontalidad vivificante, como un vivir capaz de recrearse en la belleza de los juegos donales], que se abren a la alteridad y se entregan por entero a su reconocimiento.32 El reconocimiento es asimismo fontal: su encuentro recíproco multiplica la capacidad de crecer en un puro obrar cuya dimensión nuclear sea el puro vivir-con y el vivir-hacia. Este aspecto del dilema podría ser nuclear contra la tremenda contumacia de aquellas enredaderas de la instrucción que, encauzadas con dudosos criterios de eficiencia, de incontestable matriz productivista, arroja y sumerge las vivencias en mareantes laberintos de actividad instrumental enajenadora, hostil para el enriquecimiento de las vidas en esa dimensión de la intimidad; que venimos aprendiendo a reconocer como un efecto reflejo de nuestro salir en busca de la alteridad, aprendiendo a quererla como nuestra, descubriéndola y redescubriéndola como una inequívoca dimensión (intimísima) de lo propio. Aunque lo presente, en un efecto de estilo, como una opción biográfica personal suya, Gomá barrunta esa dimensión, dotándola de un sentido de estatuto de realidad mundana universal que no debe desperdiciarse. En este sentido su Aquiles en gineceo es una aportación aprovechable: 32 Este es el sentido de fondo de la sociología de la creatividad de Joas (2013; Sánchez de la Yncera, 2013). Pero esos motivos capitales los intuye atinadamente Sennett, en una obra lograda: El artesano (2009). 23 [c]ada uno puede interesarse por los aspectos exclusivos de su biografía, por lo único o inusitado de su vida, o puede, por el contrario, prestar atención sólo a aquello que, dentro de la propia experiencia, participe de la común experiencia humana, de lo que, siendo mi experiencia, sea una experiencia de la objetividad general del mundo. Este segundo es mi caso (2015: 25). Gomá, que no es sociólogo, llama objetividad general del mundo a la nuclearidad de nuestra condición solidaria [en la que vivimos y que somos, aunque no acabemos nunca de caer en la cuenta de ella]: es parte inequívoca de lo que somos y condición, base de lo que podemos ser. Eso mismo es lo que distinguimos en esta épica de la grandeza del recuerdo, que Madalena recolectaba a continuación, y que vuelve a ser, en el fondo, un canto al ámbito interior único de la socialidad general —solidaria— de los seres humanos. Sólo que el autor vuelve a poner el acento en lo grande, con tono heroicista que puede llamar a engaño, porque Gomá —bien leído— apunta en limpio a la magnanimidad, la aristotélica virtud de virtudes, que redondearía el pulso sociológico y político de la ética del autor bilbaíno, puesto que de lo que se habla es de que uno crece, de verdad y en sentido estricto, cuando lo entrega todo al servicio de la realidad de todos, a la que pertenece y se debe: [l]a gloria prometida es el recuerdo del ejemplo de su virtud en la conciencia de los demás hombres, transmitido de una generación a la siguiente. Toda ejemplaridad y toda virtud se resumen en la aceptación del designio relativo que la comunidad señala a cada sujeto, a quien se premia con la exaltación pública de su acción ejemplar (Ibidem, 64). Ese discurso [hermoso] pierde quilates por cuanto el autor lo «hermosea» con un tenor épico que opaca en circuitos cortos —de corto alcance y de efecto aislante— el sentido hondo de todo esto, al antropomorfizar la dimensión conjunta de la experiencia humana — somos sociales, y nuestra dimensión más íntima es solidaria: socialidad vinculada— dotándola de un formato soterrado de macrosujeto con esa alusión a designios y otros mandatos, que son, si lo vemos bien, meras metáforas para aludir a la indispensable vinculación —inequívoca— con la realidad-mundo entera; incluida, por supuesto, la presencia, normalmente callada, silente —aunque de vez en cuando se deje sentir alguna vocecilla quejosa, como un «ejem, que estoy también aquí, no creas»— de la infinidad de perspectivas otras, únicas, con las que vivimos misteriosamente enlazados. 24 También en esa vertiente, sublimadora pero que se refiere a la experiencia en que el sujeto se olvida de sí, magnánimo, para poner toda su persona al servicio de todos, encuentra en el núcleo de la socialidad su máxima expresión.33 Apunta a esa apertura al mundo de la que todos somos capaces y que, de realizarse personalmente y con el corazón accesible al otro y lo otro, es una formidable fuente de vida —propia y común—. Y esta ponencia quiere dejar abierta la pregunta: ¿no es la invitación a esa manera de ser la que se hurta con un enfoque romo, de la socialización y del proceso educativo, que enseña un tener que ser flexible y homogeneizador para encajar en un mundo ya lanzado y que se da por bueno sin abrirlo con decisión a la fontalidad inédita de los que vienen con su novedad fontal —que es la que habría que acrecer y fortificar con todas sus consecuencias—, sin desfuturizar un futuro que son ellos quienes lo han de crear por caminos nunca hollados y para cuyos pasos inéditos no valen ya los caminos viejos? Cuando, en La gaya ciencia, Friedrich Nietzsche (1996: 194) sentenció que «hay que saber perderse alguna vez si queremos averiguar algo de los seres que son diferentes de nosotros, que no son nosotros», su aforismo se dirigía, nada menos, que contra el tan consagrado valor del dominio de sí, que es lo que reza el título y que, como Nietzsche dirá, los normativistas maestros de la moral obsequian, como consejo, al ser humano, inoculándole así: «una singular enfermedad»: «una excitabilidad permanente» [ … ], «una especie de comezón». De esa manera, «cualquier cosa que le ocurra, interior o externa, hace que ese hombre excitado se figure que está en peligro su dominio sobre sí mismo, no puede fiarse de ningún instinto, de ningún aleteo libre, está siempre a la defensiva, armado contra sí mismo, con los ojos muy abiertos y desconfiados, constituido en guarda perpetuo de su torre. Sí: solo Hay quien, entre nosotros, arriesga y dice, además —no sabemos si llevándonos del todo a los demás con él— que, a su vez, en esa dimensión magnánima de lo agible de cada persona y de todas las personas vinculadas en trama (que es lo que propiamente las entramaría en equipos de acción en común) habría que localizar el núcleo vivo de la intimidad de lo social, su dimensión solidaria en llamas; el que daría un sentido nada mostrenco —su luz más íntima— a la penetrante idea de Mead de un organismo [en ciernes] de personalidades [en ciernes]. La fuente más luminosa del tipo de reobrar que podría reafirmar lo social (lo solidario) de lo social (como vita communis in motu) con los reajustes de la organización del vivir en común que vendrían reclamados por las aperturas magnánimas a la generalidad de lo otro (de los otros in motu) con sus demandas. Una especie de gran órdago a los agudísimos barruntos de abismal asocialidad (u opacidad) multicontingente en los que insisten los [admirables] enfoques sistémicos más potentes. Una vía para remontarlos. Para la contingencia, véase Parsons, 1979; García Blanco, 2007. 25 33 así puede ser grande. Pero ¡qué insoportable y difícil de manejar se vuelve para los demás y para sí mismo, cómo se empobrece y se aleja de los azares del alma y de todo experimento futuro!» (Nietzsche, 1996: 194-5). Decimos: lo más social de lo social es la propia afirmación de la pluralidad diversa del juego de la socialidad —en juego— en los que participan en él; o la afirmación del convivir, con su efecto configurador. El efecto autoconfigurador de la vida social es la propia socialización. La estructuración de lo social como ámbito convivencial que acoge, potencia e integra o armoniza es su quintaesencia. Y la cosa puede sonar casi a lo mismo con este otro planteamiento que sugerimos. Se trata de otra perspectiva, que quiere atajar falsas representaciones. Que la nuclearidad de lo social —la que entre nosotros nos atrevíamos a denominar su «intimidad»—34 haya que entenderla: no solo como intimación y posibilidad de intimación creciente de lo otro, generalizado, como algo propio en la singular vivencia personal —que sí, porque se trata precisamente de eso, de nuestra apropiación personal de lo demás como mío, el anidamiento de lo otro en mí, haciéndolo mío y convirtiéndolo en fuente impulsora de mi propia activación/orientación—, sino como ese fenómeno de nuclearización de lo social tomado en su integridad general, concebido [él mismo] como un fenómeno social total, el de la socialidad —tomada como el sentido pleno de la socialización, como un concepto que habría que rescatar y preservar, al amparo de los constantes empleos espurios del término, 34 Las primeras pistas de esta idea de la «intimidad de lo social» se encuentran en el artículo «La intimidad de lo social. Avistando el carácter global de la solidaridad» (Sánchez de la Yncera, 2005: 89-112). Como ya entonces se explicaba: «[l]a apuesta por esa “intimidad de lo social” va más allá de entenderla como una dimensión intrínseca de los ámbitos de la convivencia, que es preciso tematizar con las otras para evitar las reducciones de la realidad social. Y es que la convivencia se muestra como socialidad íntima en su propio carácter intrínseco de actividad reflexivamente curvada por su repercusión sobre sí misma, y por su propio sentimiento y continua (o discontinua) representación de sí misma, es decir, por el hecho mismo de poder saber (y poder intentar controlar) su continua re-“percusión” sobre sí; y en el consiguiente efecto de autotensado y de autodistanciamiento reflexivo. Y su “intimidad” —lo que llamamos la “intimidad de lo social”— comparece, entonces, como la intimidad humana por excelencia. Así es como se entendería mejor, y de entrada, la socialidad humana, como un juego de convivencia cuya clave, cuyo reto, está en la efectiva acogida de la realización conjunta de la diversidad de lo humano» (Ibidem: 102). De esa idea se ha hecho eco Henry Kerger (2014: 119-120), quien encuentra consonancia con motivos capitales de la obra de Nietzsche. 26 en su generalizada diversidad múltiple de perspectivas únicas —enracimadas y potenciadas en infinidad de entrecruzamientos que las fecundan y refractan—.35 Es la nuclearización de lo social —de la socialidad/socialización— de múltiples vivenciasperspectivas únicas de lo conjunto y del mundo que se produce en la pluralidad entramada de las vidas vividas en tales perspectivas únicas y múltiples (hechas de entrecruzamientos y de respuestas a ellos) de lo conjunto y del mundo, en la medida en que están hechas del encuentro con y de la apertura y respuesta a [todo] lo otro, aunque desde ahí, las vidasvivencias entramadas se constituyen en una formidable fuente de nuclearización entramada, de perspectivas múltiples y únicas, y permiten, sugerimos, entender mucho mejor lo social y la socialización. Es este un apunte apresurado que habrá que precisar, problematizar y explicitar.36 Un contexto sociocultural muy marcado por una imagen del tránsito a la vida adulta muy normalizado —basado en unos referentes de valor concretos: productivista, eficientista y meritocrático— tiene que tener un efecto configurador del uso del tiempo y de las prácticas de vida juveniles muy marcado. Pero a la vez —y esto es lo más importante— puede tener un efecto formidable de invisibilización y de secundarización, preterido o desplazado —pasar a ser segundón— de todos los aspectos del despliegue de las vidas personales que queden fuera de los acentos mayores de los logros aplaudidos o buscados. Este efecto de invisibilización o preterición puede afectar [decisivamente] a todos los despliegues de personalidad de aquellas personas cuyas características personales son menos propicias para aquel tipo de despliegue normalizado por el que —consciente o inconscientemente— el conjunto social está apostando. 37 Y aún hay que aludir a la 35 Reconocemos que la nuestra es una interpretación desbordante no sólo de los mejores motivos meadianos, sino de su potente relanzamiento en la sociología de la creatividad de la acción colectiva de Joas. 36 Bien sabemos que es esta una (otra) aventurada entrega preliminar de un brote de sociología naciente que nos compromete a amplios desarrollos monográficos, que deberán desplegarse en múltiples vertientes y dimensiones, acompañadas de toda su justificación argumental. Narciso nos ha hecho reparar en los «intemperie»: quienes «andan buscando… instintiva, rotundamente una réplica; quienes, a su modo singularísmo, necesitan de lo social más que el comer y el respirar... Pero no caen en la trampa: cuando algo los posee, se toman su distancia para que la búsqueda no pierda el filo». Se sacuden ese peso insoportable de los tener que ser y hacer que no son los suyos. Aunque pueda parecer que la 37 27 represión de todo lo que no está siendo objeto de apuesta sociocultural: lo reprimido, [que tendrá que ver con la mayor parte de la casuística de tipos]. Todo lo que no encaja [bien] en el sistema que continuamente se configura con el plexo de las apuestas efectivas, en la inmensa trama de sus efectos no intencionados y del apabullante río de la costumbre: sin perder de vista que las apuestas efectivas —las de efectos reales— no son las soñadas o las declaradas sino las que se ocultan en las intensidades efectivas en las que ahincamos la vida en los escenarios de la socialidad (Frankfurt, 2004; 2006; 2008). [Junto a ello, ahí quedan quienes de entrada no encajan, en ese ni en ningún sistema —si es que no lo somos en gran medida todos en nuestra condición fontal, que siempre es un «además»—; y junto al inacabable, infinito potencial de todos los despliegues potenciales —que pueden verse incluidos en el punto anterior—que no deja de convenir que refiramos aquí, en homenaje a ese «además»]. sociología trata con ellos, como en el texto de Pierre Bourdieu que citaremos, sin embargo, no es infrecuente la evidencia palmaria de una indisfrazable actitud condescendiente —y hasta petulante— que nos arrogamos los sociólogos. Es la mejor (o peor) evidencia de que, incluso en sus versiones más consagradas, la disciplina no se hace cargo de que las realidades auténticas, vivísimas se le escapan o no le conciernen. Veámoslo: «Los sociólogos […] se sienten socialmente comisionados (...) para dar sentido, dar razón, incluso para poner orden y asignar fines. O sea que no son los mejor situados para comprender la miseria de los hombres sin atributos sociales, trátese de la trágica resignación de los ancianos abandonados a la muerte social de los hospitales y de los hospicios, de la silenciosa sumisión de los desempleados o de la violencia desesperada de los adolescentes que buscan en la acción reducida a la infracción un medio de acceso a una forma reconocida de existencia social. Y sin duda porque tienen una necesidad demasiado profunda, como todo el mundo, de la ilusión de la misión social para confesarse cuál es el principio por el que se rige, les cuesta descubrir el verdadero fundamento del poder desorbitado que ejercen todas las sanciones sociales de la importancia, todos los sonajeros simbólicos, condecoraciones, cruces, medallas, laureles o bandas, pero también todos los soportes sociales de la illusio vital, misiones, funciones y vocaciones, mandatos, ministerios y magisterios» (Bourdieu, 2002: 56). Es otra muestra más de ese limitadísmo lenguaje de madera del que habla, sagaz, Boltanski, discípulo de Bourdieu: se atasca en las representaciones y convierte al sociólogo en un «representante» de sus propias representaciones, que no se abre —saltando tales limitaciones mentales— a la realidad viva [in motu]. 28 Bibliografía Alexander, J. (1985). The individualist dilemma in phenomenology and interactionism. En S. N. Eisenstadt y H. J. Helle (Eds.), Macro-sociological theory: perspectives on sociological theory (Volumen I) (pp. 2557). Londres: Sage. Alonso, L. E. y Fernández, C. J. (2013). El individualismo contemporáneo y el espacio de lo social. En L. E. Alonso y C. J. Fernández (Eds.), Los discursos del presente. Un análisis de los imaginarios sociales contemporáneos (pp. 245-291). Madrid: Akal. Berger, P. L., Luckmann, T. (2001). La construcción social de la realidad. Buenos Aires: Amorrortu. Bion, W. R. (1994). Experiencias en grupos. Traducción de Ángel Nebbia. 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