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EL PESO (IN)SOPORTABLE DEL «TENER QUE SER». UNA MIRADA
HACIA LAS ENCRUCIJADAS DE LA SOCIALIZACIÓN DESDE LOS
AVANCES DE LA TEORÍA DE ROLES
Autoría
Dra. Edurne Jabat Torres (edurne.jabat@unavarra.es)*
Dr. Rubén Lasheras Ruiz (ruben.lasheras@unavarra.es)**
Dra. Madalena d’Oliveira-Martins (madalenaom@gmail.com)***
Dr. Ignacio Sánchez de la Yncera (isy@unavarra.es)*
Departamentos de Sociología* y Trabajo social**. Grupos de Investigación ALTER** y Cambios Sociales*.
UPNA. Instituto Cultura y Sociedad. UN***
————————————————————————
Abstract
¿Somos capaces de vernos como seres sociales vivos en movimiento? Se trata de un
problema capital para las ciencias sociales [y el saber común] porque enfrenta el desafío
directo de la identidad, la socialización y el cambio. Utilizando el «peso insoportable del
tener que ser» podremos comprenderlas mejor y explicarlas de nuevo.
Nuestra hipótesis: algunos de los graves desajustes de los contextos ambientales de nuestra
época, con hondo impacto subjetivo, proceden de ciertas —y arbitrarias— «invitaciones a
ser», que localizamos —de entrada y entre otros ámbitos— en el sistema educativo de las
otrora llamadas sociedades del bienestar.
Así, por ejemplo, nuestra organización educativa aparece como un cauce incandescente,
una encrucijada en llamas —con fuerte dimensión emocional— de exigencias, invitaciones
al esfuerzo y quiméricas promesas [universales] de acceso a escenarios que se muestran
reiteradamente imposibles: se trata de una de esas formas arbitrarias, bastardas, de
«invitaciones a ser» a las que nos referimos.
En esta entrega queremos poner en tensión ciertas contradicciones y falsificaciones que
ante tales «invitaciones» (arrojadas en el sistema educativo, p. e., pero también infiltradas
por doquier en los páramos de la socialidad), se detectan en una concepción habitual [y
distorsionada] de la socialización cuando sacamos partido y luz, al respecto, de la
concepción más depurada de la teoría de roles, que al incidir —como advertencia mayor—
1
en la apertura situacional, nos incita a replantear esas «invitaciones a vivir» de los procesos
de socialización.
Aunque el trabajo incida en esta dimensión concreta —y aún poco atendida— del malestar
cultural contemporáneo, nuestro esfuerzo se concentra en depurar el concepto de
socialización y nuestro objetivo es, por tanto, abordar este malestar provocado por tales
arbitrarias «invitaciones a vivir» haciendo de ese «peso insoportable del “tener que ser”» —
que titula el trabajo— un nudo problemático del que afloren dilemas de primer orden.
Para ello, reparamos en experiencias emergentes típicas —para replantearlas como
situaciones sociales [con sus roles]— pero en una estricta clave de apertura que exige dar
razón del continuo resurgir, no ya sólo de las posibilidades de la identidad, sino de los
frecuentes condicionamientos, silenciamientos e incomprensiones con los que lucha y se
pone en juego.
El resultado que pretendemos es mejorar —con algunos ajustes relevantes, susceptibles de
aplicación radial y reveladores de realidades emergentes invisibilizadas— la matriz
conceptual referida a la socialización.
En suma: nuestra propuesta parte de la detección —en algunos contextos ambientales de la
sociedad actual— de ciertas «invitaciones arbitrarias a ser» que la más depurada teoría de
roles nos permite abordar como un insoportable lastre aporético de primer orden a la hora
de vivir y capacitar para vivir en sociedad.
Palabras clave
Presión social; emergencia; cambio social; identidad; reconocimiento; invisibilidad;
comunicación; educación
2
I. Introducción. Ese peso [in]soportable de «tener que ser» con que cargamos. La
socialización y otras socializaciones espurias1
Partimos de que no se da una isomorfía entre lo que [normalmente] llamamos sociedad y la
socialidad, que es nuestro objeto —el de la sociología: lo social—, y es también el
referente [inequívoco] de la socialización y de su depurada concepción que necesitamos.
A lo que se suele aludir cuando hablamos de sociedad es al plexo de relaciones mediales
pragmáticas, mientras que lo social [la socialidad] es el estatuto indefectible de la
manifestación de la convivencia humana. Un estatuto que conviene priorizar porque en él
está afincada, sin matices, nuestra condición solidaria: nuestra solidaria condición social.
No hay que confundirla con esa concepción más convencional e insuficiente: la angosta
socialidad en cuanto normativamente trazada o canalizada (aunque a eso también hay quien
lo llame «mundo», robándole a lo social todo lo que tiene de frescura intacta y de naciente).
Es verdad que en sociología necesitamos referirnos tanto a esta «realidad» institucional («la
sociedad B») como a la concepción que aquí pretendemos estudiar («la sociedad A»): la
que se apunta siempre que la sociología se entiende (bien) con referencia a su objeto propio
(la socialidad: lo social). Y que será necesario andar pasando de uno a otro uso para abordar
el (problemático) tener que ser —que es el tema central— desde la perspectiva que nos
interesa.
Lo social instituido de la sociedad B puede verse como el ámbito de los intereses prácticos
—el lugar o ámbito de lo interesante—, con su preorganización normativo-dispositiva del
enlazar con el plexo de los medios. Suponemos que eso es a lo que Parsons en su
formidable esfuerzo conceptualizador apuntaba al distinguir analíticamente el «sistema
social», arrastrando mucha atención de la sociología. Con frecuencia menoscabamos
espuriamente los conceptos de socialización y de rol al malentenderlos como un encajar en
lo interesante.
1
Este trabajo se beneficia de los recursos y del trabajo cooperativo que estamos llevando a cabo en los
proyectos DER 2013-47425-R «La guerra y sus justificaciones. Tendencias y problemas actuales», dirigido
por Roger Campione, CSO 2014-51901-P «Políticas de inclusión en las CCAA. Ubicación en el contexto
europeo y respuesta a las nuevas situaciones» y «Cultura Emocional e Identidad» (UN).
3
Cabe perder el interés o desinteresarse —y así quedar fuera del plexo— según lo que se
llama tedio; cabe ser expulsado del plexo según lo que se llama terror. Lo social (o la
sociedad cuando se entiende bien como socialidad) es indefectible como estatuto de la
manifestación: el ser humano es manifiestamente social.
Cabría ocuparse de los modos personales —o personalizados— del tener que ser, y de sus
modalidades trascendentes —si cabe distinguirlas de las personales—, pero no vamos a
hacerlo aquí. Con todo, no será fácil deslindarlos por completo de los modos que nos
incumben.
Tener que ser comporta una exigencia, un deber, una obligación, aunque con frecuencia no
lo «experimentamos» como imposición directa: algunos, bastantes o muchos de los modos
de tener que ser poseen una naturaleza atmosférica o climática que pone sus huevos en
nosotros a lo largo de la infancia —sobre todo: en realidad, a lo largo de toda nuestra
vida—. O se nos presentan como connaturales, y los aprendemos como aprendemos a
hablar o a andar. O se nos van inoculando lentamente con el roce y la convivencia. O se nos
presentan en tecnicolor, como adquisiciones deseables que adquirimos con deseo. A veces
son piedras que caen o que alguien tira al lago de nuestro corazón; otras veces son sólo
telarañas colgadas de allí por donde respiramos. Aunque nos las trasmitan personas, tantas
veces lo hacen de una manera impersonal, y también puede que las recibamos en nuestras
zonas impersonales.2
El tener que ser puede que se nos instale a través de métodos o estrategias institucionales:
en tales casos, suele ser identificable —por lo menos en algunos de sus componentes—.
Cuando los más importantes modos del tener que ser viven en nosotros como lentos
animales profundos, o encierran nuestra entera imaginación en sus pasillos, o han sembrado
nuestros campos interiores de frutos extraños que no reconocemos, es posible que ya
2
Incluso alguien a quien amamos y que nos ama puede transmitirnos, con ceguera, con esa ceguera de fuente
voluntarista que asociamos al paternalismo, una impersonal exigencia de tener que ser. Porque el tener que ser
predefinido, recetario, incluso en sus versiones desiderativas idealizadas por sueños ajenos o recalcitrantes
tradiciones ilusas no puede ser otra cosa que impersonal: falseador, ajeno, alienante: desfuturizador de la vida
que viene y abre un mundo. Efectivamente por eso: porque no es un simple respaldo, confiado y generador de
autoconfianza al inédito brotar personal, una invitación a ser (más persona), sino que es invitación a
despersonalizarte en el tener que ser. Porque, si los tener que ser viven en nosotros como animales profundos
y dan frutos extraños, entonces, son aliens que nos colonizan. Pero se puede creer en ellos vehementemente,
como ese individuo de Boltanski, en De la crítica, que se da contra el muro de la realidad, cuando las pruebas
de la realidad manifiestan las incongruencias y las disonancias, las contradicciones. Creía en ese camino. Lo
sembró y cuidó. Pero no fructificó como la realidad social anunció que lo haría.
4
seamos autónomos, con criterios propios y una vida que, en apariencia, es la nuestra, nos
pertenece y hasta la defendemos con todo.
En este sentido, la propuesta del trabajo es doble: por una parte, aludiremos a las
modalidades más abarcantes, incisivas o pregnantes del tener que ser (que conviene tratar
como «invitaciones a ser»), y por otra parte, elucidaremos —en la medida de lo posible—
si se trata de modalidades facilitadoras o entorpecedoras del continuo reversible —y, por
ello, con carácter ético— del sí mismo/yo/persona (Spitz, 1978; Winnicott, 1972; Mitchell,
1993),3 que, más adelante, en otros trabajos, utilizaremos como una posible tipología de
indicadores del grado de crecimiento hacia el polo de la personalización que permite el
salto al «además» de la autonomía; un recurso adverbial clave para notar la noción de lo
personal que la sociología viene necesitando para no cortocircuitarse, una y otra vez, en la
confusa recursividad explicativa que es habitual, al tratar lo social y la individualización,
cuando se trabaja con nociones de la socialización no concomitantes con la socialidad.4
Interesará ya —en esta fase inicial— apuntar algunas modalidades del tener que ser, que
conducen a una pseudopersonalización (con las consiguientes socializaciones conculcadas
y represoras), y ver en qué medida esa derivación a una zona pseudo tiene salida o se
convierte en obligada, aunque bien sepamos que, en principio, el brotar único de lo
personal no esté más que envarado en esos laberintos petrificadores.
3
Lo que entendemos de las enseñanzas de los psiquiatras es que el concepto de self, que se ha difundido
parcial y fecundamente en sociología, hay que tomarlo con alguna precaución. O bien entramos a él
desplegando una tipología donde habría un «self 1» (resultante de las interacciones identificativas
simbióticas), y otros sentidos sucesivos de la mismidad conquistada en la apertura a la alteridad, o bien habría
que conferir mucha relevancia a la conquista de un yo distinguible del self preliminar, simbiótico (que no es el
«I» de Mead). En ese planteamiento, «persona» sería, entonces, el nombre para el «además» del yo, para el
brotar personal en su condición irrepetible e inédita, fontal y crecedera. Se apunta así a un desarrollo donde no
hablamos simplemente de un yo, como centro que establece su (insustituible) perspectiva subjetiva del
mundo, con cierto grado de autonomía, sino que apunta horizontes de autonomía crecientes en el disponer de
sí en su apertura multimodal a lo otro. Sobre el concepto de self (sí mismo) véase Ricoeur, 1996; Sánchez de
la Yncera, 2007bis. En lo que concierne a la tradición psiquiátrica pensamos especialmente en Spitz (1978).
Es sustancioso el fresco general de las tradiciones postfreudianas que ofrece Mitchell (1993). Y fertilísima la
sensibilidad por el sentido primordial de la socialidad con que Winnicott ataca el desarrollo de la psique
infantil. Por otra parte, no resulta acertada la dilución de fértiles influencias entre nosotros, como la de Erik
Erikson (1970, 1990).
4
Aunque para justificar de verdad este punto sería preciso explicar los términos crecimiento,
persona/personalización, que se insinuaban en la nota anterior. Si bien estos son indispensables para la
congruencia del discurso y de la propuesta, no cabe explicarlos con justificación suficiente en el marco de esta
entrega y sólo podemos aludir a ellos como lanzaderas expresivas, por vía de sugerencia, apuntando a un
gradiente de crecimiento. Los estudiosos del desarrollo de la personalidad nos enseñan los desfiladeros y los
abismos de salida hacia y de encuentro con lo otro que debemos cruzar los seres humanos para configurar un
yo, y las aventuras donales que configuran la personalización. Se harán varias catas, con ese mismo sentido de
sugestividad expresiva, en el curso de este trabajo.
5
II. La socialización: limitaciones de la concepción convencional. Apuntes para un
concepto pleno
Esta primera ventana dibuja el desafío entremezclando la idea confusa y recargada de
socialización de andar por casa (en la que nos tememos que habitamos todos casi siempre)
y otra, más nítida, de marchamo conceptual que trabajamos y que quiere apuntar el ser
social que somos mucho más allá de nuestras estrechas modalidades de habitar y de
representar lo social. El choque intencionado que buscamos es una jugada de partida. Lleva
mucho juego.
Nos preocupa: que el repertorio de expectativas que se tiende ante la vida joven aplane su
horizonte personal —el que cada una tiene el poder de abrir y reabrir multidimensional y
profundamente, en su florecimiento secuencial—, con simples modalidades de interés
abocadas a lo interesante que [ya, o nunca] no les interesen —que de antemano les resulten
tediosas— o que convierta su incertidumbre en terrorífica expulsándolos. Nos preocupa que
su horizonte no sea horizonte alguno a base de desfuturizarlo con fórmulas mostrencas que
no puedan personalizar. La ventana que abrimos muestra un panorama de desafíos que
presentamos en esta entrega apoyándonos en sugerencias de Hochschild y Gomá (2003;
2011; 2015), entre otros, y que nos ayudan —por el momento y a falta de las aventuras de
largo alcance que tenemos pendientes en las zonas del psicoanálisis y de la psicología
profunda que reclaman esa atención hacia el crecimiento personal que la sociología
necesita—5 a completar las visiones usuales de la socialización y a la toma de distancia al
respecto que buscamos.
Hay que distinguir entre lo que la gente querría (desearía, lo que quieren invocando
deseos), lo que la gente cree que debería ser (tal vez acomodando sus deseos genuinos al
sentido del deber adquirido), y lo que han interiorizado como referencias y motivaciones
básicas, que se ciernen sobre su vida personal como un dibujo de canales o carriles de lo
que hay que hacer, en lo interesante (de la socialización B, con sus diversos juegos), para
volver posible lo que uno quiere ser y hacer.
5
En nuestro grupo de investigación ya se ha producido un primer acercamiento sociológico a la honda y
procelosa cuestión del desarrollo humano, en diálogo crítico con la relevante aportación de Amartya Sen y
Martha Nussbaum (véase Guillermo Otano Jiménez, 2015); pero este asunto no ha hecho más que empezar.
De hecho, el profesor venezolano, Rubén Velisario, retoma ese mismo asunto ahora, con una investigación
concentrada en el hecho religioso como factor en el desarrollo de las capacidades.
6
Este aspecto sobresaliente del vivir y del vivir [con] otros que se actualiza en las secuencias
de apertura y confluencia de las experiencias sociales se hace particularmente notorio
atendiendo al enlace de las experiencias con sus emociones, que poco a poco se han ido
situando en la atención analítica y heurística de la sociología. Las emociones, como diría
Arlie R. Hochschild, además de estar dirigidas a la acción, informan sobre la situación del
individuo en contextos sociales concretos, es decir, sobre su posición en el mundo. Tienen
una «función de señalar» y, por ello, están orientadas también, y de forma determinante, a
la cognición —de uno mismo, de otros, de las dinámicas interrelacionales, de los contextos,
etcétera—. 6 En este sentido, además de funcionar como elementos fundamentales en la
«aprehensión» de —y asimilación a— la realidad social, también dan «voz» a los procesos
de gestión emocional —a veces muy exigentes— que se ponen en marcha y que tienen un
reflejo en la configuración de la vida personal. Hacia esto alerta Hochschild cuando, al
insistir en el carácter esencialmente social de las emociones,7 plantea la hipótesis de que las
emociones funcionan como «mensajeras del yo, como agentes que nos dan un informe
instantáneo sobre los vínculos entre lo que estamos viendo y aquello que esperábamos ver,
y nos comunican lo que nos sentimos dispuestos a hacer al respecto» (2003: x).
Siguiendo las intuiciones de la socióloga, es precisamente esta función de «mensajeras del
yo» lo que lleva a situar las emociones en el núcleo de la vida colectiva. En su obra se
peralta la interrelación entre lo social y lo psicológico. 8 Aunque, ciertamente, mejor le
vendría hablar de la mutua correspondencia y dependencia entre lo social y lo personal, que
está en constante (re)configuración o (re)alimentación. Al informar sobre la posición del
individuo en situaciones concretas, las emociones apuntan a las conexiones que se
establecen entre diferentes dimensiones de la realidad. Es decir, en la medida en que
informan (y este mecanismo informativo sería una manifestación clara del sustrato
biológico de las emociones, que la perspectiva/definición intermedia que Hochschild no
ignora), el enlace personal con las emociones procura una vía de acceso a los significados
aprehendidos por, y a la vez significativos para, el sujeto. A su vez, a través de ese enlace
también se puede percibir la influencia de tales significados en la configuración de
6
Hochschild da una mayor amplitud a esta «función de señalar» que, originariamente, fue planteada por
Freud con respecto a la ansiedad. Véase Hochschild, 2003: 17.
7
Véase d’Oliveira-Martins, 2012: 238-41.
8
«Signal function achieves the integration of the social and the psychological dimensions by being a
manifestation of the innate self that is profoundly contingent upon socially constructed prior expectations»
(Paul Brook, 2009: 13).
7
expectativas y deseos. Por ejemplo, cuando ante determinado acontecimiento o situación se
siente tristeza o alegría, miedo o confianza, vergüenza u orgullo, etcétera, uno responde a
un conjunto de significados que se articulan entre el mundo subjetivo y objetivo y es, a la
vez, receptor del mismo. Además, en este proceso cada individuo contribuye —muchas
veces sin percatarse de ello— a la formación y a la reconstrucción de dichos significados.
En este sentido, la dimensión emocional de la experiencia humana —personal y colectiva—
constituye un importante ámbito de investigación sociológica.
La fórmula de un «peso (in)soportable del “tener que ser”» tiene su correlato en el ámbito
de la dimensión emocional. En la medida en que se producen incoherencias entre lo que
una siente, lo que quiere sentir y lo que cree que es el sentir apropiado cabe adentrarse en la
confluencia de significados que generan disonancia emocional y que requieren «gestión
emocional» (emotion management) de las personas. Es decir, cuando no hay una
correspondencia entre lo que una siente —o quiere sentir— y lo cree que debe sentir se
produce una «incomodidad», una «disonancia» que habitualmente intentamos solventar con
«elaboración emocional».9 Por un lado, el individuo puede gestionar la impresión externa
de sus emociones para que estas coincidan con lo que cree adecuado a las circunstancias y,
por otro, puede gestionar sus emociones con miras a lo adecuado —ya sea impuesto
explícitamente a través de reglas y códigos o bien interpretado por la persona como
necesario para estar a la altura de ciertas expectativas—. Partiendo del trabajo de Goffman
(1994), Hochschild denomina a la primera, actuación superficial (surface acting) y, a la
segunda, con Constantin Stanislavsky (1970), actuación profunda (deep acting). Una parte
determinante del peso (in)soportable del tener que ser encuentra clara expresión en la
dificultad de modular la propia actuación, ya sea en su modo superficial o profundo. Y,
9
«Mantener a largo plazo la diferencia entre sentir y fingir provoca tensión. Intentamos reducir esta tensión
tirando de los dos [del sentir y del fingir] para acercarlos, ya sea cambiando aquello que sentimos o
cambiando aquello que fingimos» (Hochschild, 2003: 90). Conviene aclarar también que, para Hochschild,
«gestión emocional» y «elaboración emocional» son sinónimos. Véase Ibidem, 7. En su colaboración con
nuestro equipo, Narciso de Alfonso nos advertía, tenaz, frente a cierto apresuramiento descuidado de
Hochschild, que ella, aparentemente sin saberlo, estaba atribuyendo directamente a la dimensión emocional
de la psique funciones informativas. Éstas, en la tradición filosófica de vertiente más clásica se atribuían, en
cambio, a un segundo nivel operativo —de integración sensitiva—, al que se llamó la cogitativa.
Precisamente, en el apuntar de la cogitativa a las emociones (la vieja pareja de apetitos: concupiscible e
irascible), es donde se daría la más potente sensación de contrariedad. Y de paso nos recordaba que de aquí
surgen las neurosis freudianas que se ven en la clínica. Por otra parte, no conviene dejar de lado alguna aguda
observación de Narciso a Hochschild, quien debería aclararnos, por ejemplo, qué quiere decir con fingir. No
se puede considerar que el fingimiento o la hipocresía sean ineludibles. De nuevo habría que acudir, aquí, a la
personalización de la representación, del rol, de la actuación propia frente, e incluso contra la ajena, sobre las
que volveremos después. En otro caso, la vida con los otros sería insoportable.
8
sobre todo, en este último caso, algo que las personas viven con especial nitidez en la
tesitura de querer cambiar de sentimientos. 10 Llegar a ser/sentir aquello que se quiere o
espera ser/sentir es uno de nuestros más exigentes y continuos desafíos. Pero también,
cómo no, debemos añadir y advertir, es una implacable razón para el conflicto, la noción
freudiana por antonomasia, cuya virulencia en lo psíquico se multiplica en los cruces de las
perspectivas personales con sus (múltiples) contingencias que repletan los ámbitos de la
socialidad (García Blanco, 2007).
Con todo, lo que Hochschild amaga debemos situarlo en el contexto de una cuestión
crucial: la de la «entrada personal en situación» (si podemos llamarla así), que nos viene
ocupando en nuestras discusiones. En efecto: las diferentes dimensiones de la realidad que
se advierten (en la situación) y las posibles conexiones personales con ellas, incluidos los
flujos retroalimentadores de la emotividad, convendría alojarlas en ese «ponerse
personalmente en situación» tomado en su conjunto. Es en un tanteo con dichas
dimensiones como se configuraría la propia compostura personal en la situación (incluso
cuando «uno entra con todo» en el buen decir de Rubén Lasheras), una composición
acompañada de emociones en su papel de fuentes de informaciones para el yo. Pero sin
perder de vista que entrar muy adentro en una situación «compartida» nos pide tanta
apertura a la alteridad de lo pendiente de compartir allí que no viene nada mal advertir que
ese entrar con todo o «del todo» (que sería siempre el desafío: el estar en lo que hacemos)
tiene mucho de abrirse, perceptiva y emocionalmente, a lo que todavía nos es ajeno. Y de
seguirse abriendo. La sociología, obviamente, debe contemplar esto desde una perspectiva
abierta, en general y en concreto, a todos los actores presentes en las situaciones y no
puede permitirse entender las situaciones sin ese toma y daca entre la apertura singular de
cada perspectiva a la alteridad y de todas ellas, a su vez, en conjunto, en cada situación.11
10
Cuando se hace actuación profunda «la presentación es un resultado natural de la elaboración emocional; el
actor no intenta parecer feliz o triste sino más bien expresa espontáneamente, como insistió el director ruso
Constantin Stanislavsky, un sentimiento real que fue auto-inducido» (Hochschild, 2011: 35).
11
Es en este sentido en el que se puede decir que George Herbert Mead cobró una buena pieza para las
ciencias sociales con su «otro generalizado», aunque desde luego el concepto hayamos de apropiárnoslo y
pulirlo o encontrar otro alternativo que lo mejore (véase Sánchez de la Yncera, 2007). Es claro que el uso de
la palabra «generalizar» puede y casi debe inquietar a quien conciba (bien) las individuaciones y
personalizaciones singulares como perspectivas inéditas e insólitas de la realidad entera, como la obra de
Mead exhibe que él las concebía. En todo caso, esa idea debe aludir a la universalidad de la condición social
de cada persona: debemos y queremos evitar, indispensablemente, cualquier tentación de homogeneizar o
embutir lo personal en un todo ensopado. En cambio, si no se capta rotundamente ese carácter de perspectivas
inéditas de la realidad enteriza, que es la propia de las personalizaciones, la fórmula de la «generalización de
lo otro» se vuelve una peligrosa tentación de confusión en la que la teoría social encalla. Como nos indicaba
9
La mirada y la escucha serenas, la esponjosidad de la imaginación, la viveza estricta del
recuerdo en vivo de aquello sucintamente pertinente que aprendimos y tal vez convertimos
en virtud, en fuerza del ánimo, en disposición; todo ese arrojo y valentía para irse sin nada,
sin nada más que con la atención activada y solo sujeta a lo estrictamente pertinente de la
vida del yo vivaz.
Ahora bien, al decir esto no deberíamos formular demasiado deprisa ninguna vertiente
concreta de la ilimitada diversidad de formas de estar y de ser pluralísimas de los seres
humanos. El entrar con todo al que nos referíamos anteriormente exige perfectamente
incluir la gama de infinita gradación del pianísimo de los seres tímidos, cuyo entrar es pura
invisibilización; el vértigo inimaginable de los máximos de atención serena de algunos
seres humanos capaces de estar allí casi solo como una esponja. Conviene aquí que las
imaginaciones lectoras, todas, se desmelenen en busca del etcétera; de la caja de pandora
entera de la humanidad diversa entrando en situaciones (y haciéndolas y haciéndose en
ellas). Y, en nuestro empeño, por [des]tapar las capacidades responsivas de lo humano
inédito y de su crecer, tampoco podemos dejar en absoluto de lado la pesada recurrencia de
la reiteración («creativa») de las reproducciones, incluso en forma de cierres y de
encadenamientos. Pero, además, conviene una mirada enhiesta hacia la figura de la
constante búsqueda personal de otro (de otro que yo, de otro que nosotros). Una búsqueda
sin fin. Mirar hacia esa permanente condición de buscadores de la alteridad que expresa
muy bien la idea de dualización (sin nada de dualismo, cartesiano u otro cualquiera). Se
trata de nuestra (constante) dimensión extática: estar aquí pero siempre estirados (o
descoyuntados), en un sin vivir en mí[-mismo], al querer/tener-que estar con, en el otro.
Como si en la sangre lleváramos, aún sin saberlo, la marca bien sellada de que él ha de ser
para mí más importante que yo.12 Tal vez ahora quepa entender mejor lo que queríamos
Narciso de Alfonso (el viernes 3 de mayo), ese expediente, en su vertiente escapista, le recuerda el dilema
médico, que plantea exactamente cómo evitar que el paciente sea un caso. Y añadía que se suele salir por
peteneras diciendo que no hay enfermedades sino enfermos. Es ese, precisamente, el tipo de inadvertencia que
entraña una sociología que no emboca un concepto de socialización pletórico, como el que se propone aquí,
que atiende, en su propio brotar, la constante entrada en danza de las perspectivas inéditas en los ámbitos
sociales.
12
Todo este lucernario escapa inmensamente del alcance del libro de Strauss, Espejos sin máscaras. Sin
embargo, ese pequeño compendio de los hallazgos de los interaccionistas explicando la construcción de la
identidad en las situaciones es una excelente guía introductoria para iniciarse en la sociología del «entrar en
situación». En esa sociología del entrar en situación que es la que conviene hacer para entender [bien] la
socialización. No obstante, la multidimensionalidad de la apertura humana a los contextos del convivir pide
imaginaciones sociológicas mucho más feraces y fecundas. Nuestra tarea es el océano inmenso de estar dentro
10
decir antes, al hablar de disponerse del todo, ponerlo todo, en la nueva búsqueda; en el
entrar con todo y con todos.
Hay signos de que la coyuntura históricosocial puede hacer que las circunstancias en las
que se despliegan las experiencias juveniles —en especial las transicionales— se vengan
dando con aquella virulencia especialmente aguda —una suerte de encrucijada crítica—, en
la que Mannheim localizaba las condiciones para que la experiencia generacional de
determinadas cohortes de coetáneos se torne un relevante factor de cambio o de conmoción
social a gran escala. Si esto fuese así, poca duda cabría de que de esas experiencias se
pueden extraer enseñanzas importantes para entender (reaprender) y transmitir mejor las
claves de los procesos de socialización. Y si fuera válida la hipótesis de que la virulencia
típica de esas experiencias se habría adensado especialmente en nuestra situación,
tendríamos una clave para reforzar el sentido de urgencia acerca de la necesidad de revisar
radicalmente nuestra educación, volviéndola de cara hacia la severa zozobra con que
proyectan y amagan su futuro contingente nuestras generaciones jóvenes: podría ser un
contagio general nacido de esa experiencia de contingencia recrudecida que viven en
comandita y a millones nuestros jóvenes. Pero ese asunto, el dilema, parecía bien atado en
el ideal educativo moderno de la ilustración.
Javier Gomá lo ha recogido a su modo: tanto el gran dilema crítico, como el ademán ufano
de que la educación moderna había de resolverlo o era ella misma la solución. Valgámonos
de su palabra:
[e]sa época dieciochesca imbuida en optimismo pedagógico encontrará la
panacea para la escisión del yo moderno en la educación. Nunca antes se había
sentido la agonía de una tal división interna, pero nunca se había confiado tanto
en el seguro éxito de la salvación del yo si éste se dejaba someter a un proceso
de formación desarrollado bajo la guía apropiada y con arreglo a unos
principios educativos bien meditados. La esperanza en un progreso del hombre
no es menos firme en el terreno moral–individual que en el social, político o
económico. Se concibe una imagen ideal del hombre (Bildung) y se encomienda
a la educación la tarea de tutelar el proceso de autorrealización del sujeto
autónomo desde el comienzo hasta un grado más o menos próximo a la plenitud,
y quedarse orillado: la socialidad. Nuestro taller, en estas sus primeras entregas, solo trata de ser un primer
paso en esa senda.
11
en el que el yo consigue la ansiada armonía consigo mismo y con el mundo. Por
tanto, la educación toma así una posición central en el proyecto moderno para
evitar que éste se fracture (2015: 180).
La continuación de la cita recalca, precisamente, la versión moderna del papel
socializador de la educación:
[s]u cometido admite ser resumido así: concordar la desavenencia abierta entre
los dos momentos de la vida para asegurar, por un lado, la formación de la
personalidad del yo a la luz del ideal humanista y, por otro, que ese mismo yo
sea y merezca ser, al final del proceso formativo, un respetable ciudadano y
miembro de pleno derecho de la comunidad a la que pertenece (2015: 180).13
Lo que nos interesa aquí es recoger el motivo de la confianza plena en la educación. Parece
claro que las sutilezas de la Bildung hace mucho tiempo que quedaron atrás, aunque no
puede caber duda de que conservamos una inercia de la credulidad. Sin que quepa aquí
argumentarlo, el tratamiento que, en sustancia, se hace de la educación en un libro tan
destacado como La construcción social de la realidad nos parece claramente expresivo, a la
vez, de dicha inercia crédula, tan moderna, como de un rudísimo modo de atacar el dilema
educativo. La clave, como vamos a ver, está en la confusión de lo social con lo
institucional. Pero lo que importa es que no se pierda de vista la peligrosa tentación que la
literalidad del texto rezuma de concebir a las personas como piezas de encaje.
Aprovechemos este texto destacando estas dos ideas: hablan de «la internalización de la
sociedad en cuanto tal y de la realidad objetiva en ella establecida» y, al mismo tiempo, del
«establecimiento subjetivo de una identidad coherente y continua» (Berger y Luckmann,
2001: 169) como fase decisiva de la socialización, identificando así su versión de la
capacitación personal para disponer la propia acción con referencia al otro generalizado.
Por otra parte, esto permite ver la rudeza con la que los prestigiosos autores del libro
recogen ese espléndido lugar de la teoría de la socialización meadiana, que es el otro
generalizado. En cualquier caso, conviene leer el pasaje completo.
13
La cursiva es nuestra. Bien conocida es la fisura moderna entre la cultura y la civilización (la versión
anglofrancesa y la alemana), que Gomá no distingue en ese pasaje, aunque esté bien presente en el conjunto
de su obra. Seguramente nadie lo trató con el refinamiento de Thomas Mann, como nadie lo denunció con la
contundencia de Friedrich Nietzsche. Véase Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico, Capitán Swing,
Madrid, 2011, especialmente «Examen de conciencia» y «Burguesidad», pp. 79 ss. y 107 ss. respectivamente.
12
La formación, dentro de la conciencia, del otro generalizado señala una fase
decisiva en la socialización. Implica la internalización de la sociedad en cuanto
tal y de la realidad objetiva en ella establecida y, al mismo tiempo, el
establecimiento subjetivo de una identidad coherente y continua. La sociedad, la
identidad y la realidad se cristalizan subjetivamente en el mismo proceso de
internalización. Esta internalización se corresponde con la internalización del
lenguaje… éste constituye, por cierto, el contenido más importante y el
instrumento más importante de la socialización (Berger y Luckmann, 2001:
169).14
Este caldo de cultivo encontrado incluso en los libros que tenemos por más refinados es
muy coherente con nuestra idea de que ese modelo de orientación y de la instrucción
correspondiente, pautada de tal modo, pueden llegar a tener un peso enorme en las vidas de
la gente. Toda apuesta supone represión: deja fuera muchas facetas de la vida personal y de
los estilos de vida conjuntos. Considera unas cosas y deja otras fuera del modelo de vida.
Por una parte, no cabe duda de que lo que trata de buscar son activaciones en el desarrollo
de las personalidades y en la productividad social, pero, por otra parte, lo que predomina es
un refuerzo injustificado de las vigencias sociales, que se truecan —a costa de la pérdida de
centralidad del brotar de las vidas— por la realidad íntegra de lo social y como referencia
única de nuestras vidas nacientes.
El achaque que hacemos al uso más estandarizado o habitual del concepto de socialización
es que, incluso en sus versiones más conspicuas, se parece bastante a ese lenguaje «de
madera» al que alude Boltanski (2013) cuando afirma que el hecho de «insistir únicamente
en la dimensión colectiva de los procesos que condicionan a los actores encierra otro
riesgo, el de la “lengua de madera”». Él mismo aclara, a continuación, que con esa
caracterización se refiere a «un discurso completamente hecho, que se supone válido para
todas las situaciones, cualesquiera que sean, al precio de un aplastamiento o una negación
de las condiciones y de las experiencias singulares».15 Ni más, ni menos. Pero no se nos
14
En el mismo sentido pueden citarse múltiples pasajes. Por ejemplo: «Cuando el otro generalizado se ha
cristalizado en la conciencia, se establece una relación simétrica entre la realidad objetiva y la subjetiva. Lo
que es real “por fuera” se corresponde con lo que es real “por dentro”. La realidad “objetiva” puede
“traducirse” fácilmente en realidad subjetiva, y viceversa» (Ibidem, 2001:169-70).
15
Luc Boltanski, «¿Por qué no hay revueltas? ¿Por qué hay revueltas?», en
https://vientosur.info/spip.php?article8489. Miércoles 13 de noviembre de 2013. Viento Sur aclara que el
texto que traduce fue publicado en el número 15 (2012) de la revista Contretemps (es la trascripción de una
conferencia de Boltanski en la universidad de verano del NPA, el 26 de agosto de 2011), y que es una versión
13
debe escapar que en los medios educativos ese lenguaje de madera se viene a compensar
con planteamientos singularizadores como los que también menciona Boltanski (2013):
«[c]onsiderar sólo singularidades individuales se agota en el psicologismo y en la ayuda
social personalizada».
Todo esto nos da pie para tratar la idea de la socialización de Berger y Luckmann como una
aproximación sugerente pero insuficiente: tosca. A nuestro modo de ver, esta obra canónica
también lo es en esa perversa dualización que realiza de una manera excesivamente fácil y
reduccionista de los referentes conceptuales básicos de la sociología, al contraponer la
socialización y la institucionalización, en un doble malentendido. Se identifica lo social (su
construcción) con la institucionalización y se distingue de la socialización. Este débil y
tosco acercamiento en que incidimos está presente en sociólogos tan influyentes en la
sociología actual como Bourdieu. 16 Nuestra propuesta es que el concepto idóneo de
socialización la refiere al juego social en su conjunto. Por lo tanto, la socialización no sería
«la internalización de la sociedad en cuanto tal» ni de «la realidad objetiva en ella
establecida»; como tampoco es «el establecimiento subjetivo de una identidad coherente y
continua» (Berger y Luckmann, 2001: 169). Es decir: hay que huir de la propensión a
identificar la socialización con ese «proceso ontogenético» del que hablan Berger y
Luckmann, con una inmensa mayor parte de la sociología tras ellos, y que reduce y
vulgariza la idea de socialización al definirla como «la inducción amplia y coherente de un
individuo en el mundo objetivo de una sociedad o en un sector de él» (Ibidem: 166) y al
redondearla con una sentencia concluyente: «solamente cuando el individuo ha llegado a
este grado de internalización se le puede considerar miembro de la sociedad» (Ibidem:
166).17
ligeramente reducida, en la que se han eliminado algunos breves comentarios sin importancia para el
contenido fundamental del texto y difíciles de entender fuera de Francia. Consultado el sábado 23 de abril
2016.
16
«El principio de la acción histórica, ya sea del artista, del científico o del gobernante, ya sea del obrero o del
funcionario subalterno, no es un sujeto que se enfrente a la sociedad como a un objeto constituido en la
exterioridad. No reside en la conciencia ni en las cosas, sino en una relación entre dos estados de lo social, es
decir entre la historia objetivada en las cosas, bajo forma de instituciones, y la historia encarnada en los
cuerpos, bajo la forma de este sistema de disposiciones duraderas que yo llamo habitus. El cuerpo está en el
mundo social, pero el mundo social está en el cuerpo. Y la incorporación de lo social que lleva a cabo el
aprendizaje es el fundamento de la presencia en el mundo social que suponen la acción socialmente ejecutada
con éxito y la experiencia corriente de este mundo como evidente» (Bourdieu 2002: 41).
17
Boltanski no recae en aquella dualización entre un individualismo biologista y una colectivización
socioculturalista presente en la obra temprana de Durkheim, tan tentadora para la sociología posterior, y bien
14
El sentido de nuestra crítica casa con las advertencias de Boltanski, quien singulariza su
idea de un «mundo» indefinido y cambiante, cuajado, que abarca múltiples acontecimientos
y experiencias, y que trasciende por completo nuestras escuálidas «realidades» socialmente
construidas. 18 Un mundo afluente y ubérrimo, no totalizable, al que los sociólogos
deberíamos reservar siempre nuestra atención más selecta y cuidadora. No hay construcción
social que valga para la realidad pletórica de ese mundo. Como dice Boltanski:
aunque se pueda trazar el proyecto de hacer un cuadro de la realidad en una determinada
sociedad y en un determinado momento de su historia, sería vano querer delimitar los
contornos del mundo, que es, por esencia, no totalizable. La realidad está construida, pero
al precio de una selección en la multiplicidad de los procesos, de las experiencias y de los
acontecimientos que encuentran su origen en el mundo. Algunos son reconocidos,
cualificados, nombrados, organizados de forma que ocupen lugar en el orden de la realidad.
Se desprende de ello que cada uno de nosotros vive experiencias y participa en
acontecimientos que se enraízan en el mundo, aunque no sean objeto de una inscripción en
el marco de la realidad tal como está construida (Ibidem).
Nuestra confluencia con el planteamiento del sociólogo francés no se limita a esto. Su
sociología de la crítica abre dimensiones de maduración de la actitud sociológica que
resultan imprescindibles. No entraremos en eso aquí. Ahora deberíamos hacer sitio, aunque
sea de una forma singular, a evidencias empíricas. Lo haremos por vía testimonial,
agarrándonos a nuestras propias experiencias.
III. Para hacerlo elocuente: una vía testimonial
Lo que —en suma— hemos querido decir es que convertir en sociológica la idea central de
socialización no es simplemente una opción disciplinar: es atajar una pavorosa
mentalización que hace encallar el despertar solidario de la modernidad.
alejada de su etapa madura, en los que el dreyfusard, identificaba la legitimidad del Estado democrático con el
nuevo culto al valor sagrado de la persona humana, un nuevo individualismo en el que se basaría Parsons para
acuñar su célebre concepto «individualismo institucionalizado». Lo trata ejemplarmente Ramos en el primer
capítulo de su monografía sobre Durkheim (Ramos Torre, 1999: 72-75) y en las páginas finales de su
«Prefacio» a los Escritos políticos (Ramos Torre, 2011: 3-39). También Joas, en su genealogía de los
derechos humanos, ofrece una estampa espléndida de ese descubrimiento tardío de Durkheim de la sacralidad
de la persona individual como referente axiológico de la república. (Joas, 2015: 76 y ss).
«El mundo —en el sentido con que utilizo el término— es un recurso indefinido y cambiante en el que se
enraízan multiplicidades de acontecimientos y de experiencias» (Boltanski, 2013).
18
15
No hablamos de un problema de términos, sino de un problema de realidades construidas y
sufridas: la nuestra es una objeción a una constante: que las llamadas y recomendaciones y
presiones que hemos experimentado en nuestros procesos —formales e informales— de ser
invitados a la socialización, tienen de característico que nos invitaban a ser sociales —como
si no lo fuésemos o como si solo hubiera un puñado angosto de vericuetos para serlo—
pero poco tenían que ver con una invitación radical a que entrásemos en juego —como
seres nativos que brotamos con nuestra propia novedad, aportando lo propio al juego del ser
sociales—.
No. En vez de eso, nuestro testimonio —diverso pero unánime—, el de los miembros de
este equipo de trabajo, nos exige que hagamos reclamaciones continuas, reiteradas,
permanentemente prolongadas en el tiempo, de autoexigencia y esfuerzo para salir
adelante, cumpliendo expectativas sociales de adecuación y de productividad —o, al
menos, de provecho: ¿para qué, por qué, desde la perspectiva u horizonte de expectativa de
quién?, ¿y fundada, legitimada, sobre qué base?—.
Contundente y apodícticamente proclamadas: con una proclama impostada, con ecos-velos
de inveterada sabiduría en las voces de quienes nos lo dicen con una seguridad redentorista
tan asombrosa como infundada.
El continuo desafío de mejora y de autosuperación: convertido en el tirante de la angustia
de nuestra juventud y —para alguno— de toda la seriación de las edades.
La educación sentimental de la que podemos hablar —la nuestra— es un océano perpetuo
de empujones a oleadas para que nos hiciésemos capaces de «asumir» nuestro rol. Y pocas
veces nos ha parecido que aquellas voces que nos lo recuerdan piensen en absoluto —con,
desde, para— esa persona distinta, única, que cada uno somos y que es para la que se dice
ese «nuestro/tuyo» del rol —cuyo eco casi siempre suena cadavérico, pétreo y hueco—.
Sobre todo, hueco: nada de nuestra persona.19
19
Y seguramente no haya remedio. Narciso, al leernos, apunta al porqué en otra carta: «eso de la madurez
humana parecía una pobre ocurrencia, algo como para generar —sin argumentos válidos— tipos sociales
según la necesidad y la moda. Lo digo porque —salvando distancias, sólo defiendo la inmadurez en este
estrictísimo sentido— Polo repite y repite aquello de que el hombre no es, sino que será, siempre: no en el
cielo, sino siempre —sé que me habéis entendido, pero no sé si me he explicado—. Fin del excurso».
«Excurso: siempre —es un decir— he odiado a los maduros según esta acepción, y supongo que, ahora,
puedo saber mi modalidad de odio contra ellos, contra el tipo que representan: exactamente el de una moda ya
16
Traían un espectral desempeño de rol, invitado a proyecciones fantasmales, que se
inventaban,
con
malhadado
capricho,
como
pseudoexpectativas
nuestras,
pura
desfuturización de lo nuestro: enajenado, hurtado y a la vez apadrinado con toda esa buena
[o perversa] intención, tan peligrosa; autoconvencida, de pura impotencia, contra todo
fundamento.
IV.
Una pieza teórica clave para el refuerzo de la teoría de la socialización
Deberíamos zafarnos de la tentación —inequívocamente empobrecedora de la perspectiva
de análisis— de imaginar una socialización (la B) de individuos «producidos» por
estructuras o roles fijos —que originan sus comportamientos y decisiones— y optar, en
cambio, por una socialización (A) donde las normativas y el desempeño de roles en las
interacciones concretas —incluso aunque puedan vivirse coercitivamente— nunca
«causan» los comportamientos: estos surgen, una y otra vez, en la interacción o en su
ausencia. Solamente en el ejercicio de la acción social, y en el curso de las acciones
sucesivas podremos percibir la forma que van tomando. Este replanteamiento —que sigue
de cerca a Joas— no da la espalda, de ningún modo, a la reproducción de situaciones de
desigualdad y a la importancia de explicarlas, ni a los factores —combinados— de ese tipo
de perversión de los escenarios convivenciales.
Se trata, más bien, de una sugerencia normativa que postula que —para comprenderlas
mejor— no podemos olvidar que es fundamental la conexión, relativamente intensa, de
cada nueva situación interaccional con la cadena de experiencias previas y modos de
interacción, aun con lo que todo ello tenga de inane pretensión de que la vida ya vivida
sirva para lo inédito por vivir.20 Porque la capacidad de afirmación ritual de cada nueva
situación —y de la consiguiente construcción o refuerzo de su sentido de realidad—
reactiva (o no) esas cadenas de encuentros anteriores cuyas normas de interpretación y
articulación de la situación pueden actuar como vinculantes (Collins, 2009).21 Así pues, la
pasada que quiere seguir estando de moda. Por eso apestan a rancio. Fin del excurso». Vie, 23 de Agosto de
2013. El énfasis, nuestro.
20
Se puede aplicar aquí, como nos recuerda Narciso, aquello que se dice con mucha mordiente de la amistad:
es el prejuicio de la experiencia compartida.
21
Pero nos desembarazamos de la tentación mecanicista de una explicación apoyada en «encadenamientos»:
destruyen la luz de la vita in motu con la que Aristóteles abriera el mirar a la vida. La activación de esa
17
invocación de los encuentros anteriores, con sus desencadenamientos, facilita la
articulación entre las múltiples y diversas asunciones de roles que van configurando la
acción social, sin poder determinarla nunca enteramente.22
No quiere decir que no quepa —cabe mucho— que los encadenamientos de experiencias —
lejos de dotarnos de una soltura con alas— nos aherrojen y den paso a comportamientos
reproductivos, encadenados al errequeerre, facilón y desierto, de lo pasado ya visto y
sabido, en nuevas entregas de civilización decadente —y de sus modos de razonar y
orientarse, timoratos, vueltos y maniatados a lo ficticiamente seguro del pasado, que
Nietzsche amartilló en la aguda vertiente desenmascaradora de su obra—.23
Hay, en cambio, algo drástico, muy relevante, en partir, como se hace aquí, de la
advertencia de que la configuración que adopte la interacción siempre se da cada vez, y
siempre en contextos situacionales abiertos: no es nunca predeterminable. No deberíamos
dar por hecho que exista siempre conformidad de cada persona con las expectativas
normativas compartidas en una situación. Y, aun cuando exista esta conformidad, puede
serlo —transversal e intermitentemente— en varios niveles: a) su conformidad con el rol
anticipado en los otros; b) su conformidad con lo que interpreta que los otros esperan de
ella; c) la conformidad con su propio rol. Cada uno de estos constituye una posibilidad
entre muchas [en un curso de interacción que es siempre abierto].
capacidad ritual sucede al encarar la nueva situación en ese «ahora» del disponerse en la interacción —aunque
sea con la invocación compartida o compartible de las experiencias adquiridas que nutrieron la disposición—.
22
Entre nosotros, se ha insistido, con una variante de lo que Joas extrae de Mead, en que conviene tomar la
perversa reproducción de modelos, con la que los seres humanos despilfarramos la inmensa capacidad
creativa para abordar situaciones, que bombea nuestro posible distanciamiento con respecto a cualquier
expectativa. Incluso sugeríamos que es bueno saber y decir que la reproducción de modos de conducta y
estilos de vida que nos encadenan es una condenada, perversa forma de despilfarro de nuestra creatividad.
(Sánchez de la Yncera, 1999; 2008). A eso alude Narciso de Alfonso, con su luminosa expresión, en este
fragmento de una carta personal a Ignacio de 1996: «[p]orque a veces uno dice basta, hasta aquí he llegado,
punto, y se propone comenzar de nuevo, de cero, quitándose de encima prejuicios y falsos aprendizajes,
especializaciones y complejos, respetos humanos y algunas hipócritas costumbres sociales. Pero a los pocos
pasos, a los minutos, horas o pocos días, todo lo que uno había querido quitarse de encima vuelve a caer sobre
él con renovada crudeza, como si fuera víctima de una adicción inconsciente, y tal vez es así, tal vez existen
fuertes mecanismos adictivos que nos impiden una limpia y deseada conversión o, incluso, un simple
saneamiento, un sencillo alivio o una leve descarga. Los propósitos de la enmienda pocas veces nos
enmiendan».
23
Ver, por ejemplo, el fragmento de La gaya ciencia sobre el egoísmo desenfrenado del productivismo,
Nietzsche (1996: 128-129). El eco y la voz de Nietzsche los recoge, espléndidos, Gianni Vattimo en su
monografía sobre la máscara: El Sujeto y la Máscara. Nietzsche y el problema de la liberación. Asombra la
limpia luz con la que Vattimo ensarta en ese eje la coherencia de Nietzsche de cabo a rabo (Vattimo, 2003).
Para el tema concreto que destacamos, véanse las páginas 116-117.
18
Tampoco podemos ignorar lo que las cadenas previas de interacción tienen de rituales para
los sujetos: su capacidad de orientar la interpretación de la situación en clave de única
alternativa o posibilidad insoslayable; pero, al mismo tiempo, no podemos olvidar que —en
tanto que históricamente son siempre únicas [por la irrepetibilidad de las personas]— las
situaciones de interacción no pueden reducirse a ser categorías-tipo de acción —y menos
aún ser «tintadas» con una valoración social específica y fija—: contienen complejidad y
condiciones de posibilidad [para resolverse de formas heterogéneas y nunca del todo
previsibles].
Joas, en su revisión de la teoría de roles —recogiendo el pensamiento de Mead y los
aportes posteriores más refinados al respecto de la tradición de la sociología empírica del
interaccionismo— nos brinda una herramienta enormemente rica para evitar los
reduccionismos explicativos o la despersonalización de los actores sociales y del sentido de
sus vidas (Joas, 1998: 255; véase Strauss, 1977).24
Su primera advertencia es que, en cualquier interacción, a los sujetos se les hace necesaria
la asunción de rol: la —cierta, alguna— anticipación del comportamiento específico del
otro en la situación. Es de capital importancia recordar que la idea de «anticipación» nos
avisa de que la asunción del rol no supone [necesariamente] identificarse con las
intenciones o identidades de los otros. Además, ocurra esto o no, tampoco apunta a una
disposición [automática o estocástica] a comportarse en conformidad con su
comportamiento. En segundo lugar, otra característica [fundamental] de las situaciones de
interacción: «lo normativo» (ibidem) —cuya concepción resulta radicalmente revisada en
estrecha polémica contra la centralidad explicativa del normativismo—.25 Circunscribir la
interacción al marco de una situación [tras otra] es el primer paso para dar cuenta de lo
normativo: nos remite a una situación que debe ser descodificada: para abordarla —incluso
en el caso de una improbable obediencia literal, sea o no neurótica— es necesario
interpretar las normas [relativas a esa específica situación].
24
Aunque no alcance la finura del autor alemán, el trabajo de síntesis de su dilata experiencia como
investigador de los procesos de configuración de la identidad ofrecido por Anselm Strauss en Espejos y
máscaras, con su limpia sugerencia de la configuración de las personalidades en los juegos interactivos, es un
estupendo preámbulo preparatorio. Ayuda a caer en la cuenta de que la intimidad que las personas ganamos
(si y cuando la ganamos) en los juegos de alteridad que exigen las situaciones vividas, es, de algún modo, una
intimidad segunda: se abre «hacia adentro» del propio círculo interior de la socialidad (Strauss, 1977).
25
No olvidemos que la de Joas es explícitamente una sociología de la acción colectiva, enfoque que, por otra
parte, él reivindica como el originario e idóneo de la sociología. Joas (2013: 59 ss); al respecto Sánchez de la
Yncera, 2013: 20-37).
19
Así, los roles serían expectativas normativas, anticipaciones del comportamiento de los
otros, en el marco de un horizonte de lo esperable, lo deseable o lo exigible, que es
relativamente compartido o que se abre al juego recíproco en la situación concreta.26 De
este modo —precisa Joas— los «roles son [expectativas normativas de los sujetos] respecto
de un [comportamiento significativo específico en una situación]» (1998: 257). Los sujetos,
siempre en el marco de situaciones concretas, necesitan interpretar los códigos de cada
situación [con arreglo a experiencias anteriores de encuentros semejantes, o a los
dispositivos reguladores que hayan podido derivarse de ellos], que les ayudan a darle
sentido.27 Los actores anticipan el comportamiento de los otros con unidades significativas
de comportamiento. Pero las relaciones sociales no son patrones de expectativas
estabilizados que devienen definitivamente válidos, y el desempeño del rol tampoco es, ni
mucho menos, la simple materialización en la práctica de las prescripciones.28 Porque, en
tanto que situación nueva y única, la interacción exige un esfuerzo activo y creativo de
definición e interpretación conjunta de la relación, o de la acción.
Lo más interesante de esta perspectiva es la advertencia: a) de que los actores suscitan
[pueden hacerlo] significados comunes en su interacción, y b) de que ese proceso de
interacción es flexible. Es decir: cada situación entraña la posibilidad de transformar los
comportamientos estereotipados. ¿Qué condiciones de posibilidad serían necesarias para
ello?
Siguiendo a Joas, que lo toma a su vez de Lauer y Boardman (1970-1971) cabe considerar
tres dimensiones. En primer lugar, que la asunción de rol se haga reflexiva para el sujeto,
abriéndose así en vertientes diversas: a) que sea capaz de definir la situación desde su
perspectiva; b) que lo haga —en alguna medida— desde la perspectiva del otro actor
[intentando preverla sobre la base de diversos dispositivos de experiencia]; y, a la vez,
26
Lo que ahora sigue recoge la sustancia de la redefinición de Joas. Lo anterior repasaba su minuciosa
recolección de hallazgos de la tradición que enriquecieron la teoría de roles. Véase para todo ello, Joas, «Las
teorías de roles y de la interacción en el estudio de la socialización» (Joas, 1998: 242-70).
27
Por ejemplo, el sentido, espléndidamente esclarecido por la mano maestra de Paolo Grossi, el actual
Presidente del Tribunal Constitucional de Italia, en su explicación del derecho sobre la base de la
«observancia» de las reglas que nos damos a la hora de organizarnos en los juegos de socialidad que se
producen en cualquier ámbito, para entendernos y organizarnos (Grossi, 2001).
28
Como dice Joas se trataría, entonces, «de una situación de originación interactiva de significados comunes
y de un proceso de interacción flexible. No es un caso límite de inestabilidad extrema, sino un rasgo básico de
toda interacción ordinaria que nunca desaparece completamente, ni aun de las organizaciones sociales más
formalizadas e institucionalizadas» (Joas, 1998: 251).
20
también podría c) reconstruir el contexto común a ambos actores e interpretar la situación
desde ese punto de referencia, que sería el del meadiano «otro generalizado». Pero también
puede ser que la asunción de rol no se haga reflexiva.
En segundo lugar, la asunción de rol puede ser apropiativa o no serlo: la apropiación de la
perspectiva del otro no supone [necesariamente] imitación, identificación o conformidad
con su pauta de comportamiento o intención. [No hay por qué concebirla así a priori].
Además, los sujetos podrían también ser conscientes de la diferencia entre ellos y las
expectativas de rol asumidas: pueden distanciarse de la identidad o de las exigencias de rol
por razones relativas a la naturaleza de ciertos roles —que facilitan el distanciamiento— o
como un logro del propio actor.
Por último, la asunción de rol puede ser sinésica, o no. Conviene advertir que el verbo
griego synesin alude al correr o fluir juntos (Joas, 1994: 258). De este modo, Lauer y
Boardman apuntaban hacia las formas estética, terapéutica y expresiva de las emociones,
recuerda Joas.
Nos interesa recalcar que la interiorización de las orientaciones de valor relativas a un rol
no se traduce en una conformidad —no consciente— con las expectativas de rol. Aunque
también es posible que los sujetos actúen como si estuviesen bajo una presión intensamente
coactiva sobre su intención en el marco normativo de valores y pautas altamente
formalizados —sea esta real y comprobable o no—. Como dice Joas citando a Shibutani,
«[e]l simple hecho de que la desviación sea posible indica que tales modelos [de
comportamiento] no “causan” la conducta» (1998: 258).29
Hemos tratado de insistir —profundizando— en la dimensión formidable de la apertura de
las situaciones, que es la insistencia que más se echa en falta en el hacer sociológico. Lo
cual no quiere decir —en absoluto— que haya que soslayar la atención a la misteriosa
propensión a los cierres en banda, a las tremendas y tercas evidencias de nuestra
conflictividad y de la continua generación de subordinaciones, dependencias, negaciones e
invisibilizaciones. Sin embargo, las formas de cierre presionante de las situaciones han sido
29
Nuestro interés por esa realidad abierta y llamada a abrirse, y que, sin embargo, suele cerrarse, es añejo: la
mirada de Rubén Lasheras, p.e., se sorprende con las extrañas recaídas en comportamientos sometidos y
reiterantes de los seres de futuro que somos (Lasheras, 2006; 2014); Edurne Jabat pesquisa la inesquivable
fluidez de las orientaciones de género al brotar (en el despertar del amor, por ejemplo) y sus conspicuas
maneras de cristalizar (Jabat, 2007). Sobre la fluidez y la fluidificación de las modelizaciones, véase García
Selgas (2002; 2007).
21
muy lúcidamente abordadas por el estudio de la dinámica de grupos, que nos recuerda que
la asunción de rol, con todas sus dimensiones en juego, no puede tomarse separada de otras
distribuciones vertiginosas propias de cada situación grupal. Es un enorme cúmulo de
evidencias empíricas que ponen de relieve que, en cada situación con varios actores, en
unos pocos segundos (no minutos), en un grupo de 30 desconocidos, todos hemos elegido a
«los nuestros»; que, en los grupos, desde el primer instante hay inevitablemente un líder,
opcionalmente un contralíder, y un chivo expiatorio; que otro reparto instantáneo de tipos
se da en la actitud: el que mueve impulsos —psicopático—, el que mueve sentimientos —
histriónico—, el mudo. Wilfred Ruprecht Bion y Enrique Pichon-Rivière son referencias
indiscutibles al respecto (Bion, 1994; Pichon-Rivière, 1999).
V.
Algunas fuentes de luz que volteen la educación y nos lo hagan menos
insoportable
Esa concepción con tanta forja que acabamos de exponer, y que Joas rescata de la historia
en su fórmula más abierta de la teoría de roles, es una pieza maestra para enfocar la
socialización en vivo. Entre nosotros, Javier Gomá ha abordado el problema enterizo de la
responsabilidad —la apuesta de asumir nuestro rol en la vida y nuestra auténtica condición
mortal— retomando el motivo clásico de la objetividad ética (2015: 24). A nuestro juicio,
lo más valioso de tal empeño, en lo que nos concierne aquí, es su enlace con la radical
referencia existencial de la persona a lo social, a nuestra condición solidaria. Sin embargo,
Gomá cree que, un ensimismamiento exacerbado 30 nos estaría volviendo incapaces de
abrirnos a esa realidad: su advertencia se vincula con el dilema de la motivación y la
activación, núcleo de los dilemas educativos y de la socialización en general.31
Aunque nos apoyemos aquí en la obra de Gomá, tal vez con injusticia, como estribo de
nuestra argumentación, aprovechemos su juicio peyorativo hacia los ensimismamientos y
30
De quien nos asesora en estos ámbitos de extrema delicadeza laberíntica, que tanto excede, hemos
aprendido a imaginar su alcance para asuntos que afectan —en mucho— a nuestras organizaciones del
habitar: por ejemplo, la posibilidad de que los ámbitos de convivencia permanente y densa, como los hogares
que compartimos, requirieran, en realidad, un ciento de metros cuadrados disponibles para las soledades de
cada persona.
31
«La experiencia de la objetividad ética, que introduce en la objetividad del mundo, alimenta en el yo una
sostenida emoción existencial (...) ¿Qué se entiende aquí por emoción existencial? Un estado de ánimo
poético del yo finito hacia la objetividad del mundo en su conjunto. Los elementos esenciales de la emoción
son, pues, dos: la objetividad y la finitud. Nuestra época, de un subjetivismo exacerbado, ha perdido el sentido
para la cosa-en-sí y, por ello, también la capacidad para la emoción pura» (Gomá, 2015: 24).
22
aislamientos para advertir, por contra, que un planteamiento riguroso del crecimiento
personal no permite tomarlos solo y siempre en tono negativo; sobre todo, claro, en etapas
tempranas. La dimensión que de esa manera se abre podría formularse como el derecho a
ser no sociable, a no compartir ni manifestar. Algo que, bien mirado, sería del todo
respetable (e imprescindible) en determinadas etapas, coyunturas y en situaciones múltiples
de nuestra socialidad, que (todos vivimos) continuamente, aunque solo parezcan recaídas
en el estadio estético del que Joas habla partiendo de la famosa distinción kierkegaardiana.
Y, junto a eso, las necesarias motivaciones y activaciones socializadoras del educar: a
nuestro juicio, se trata de la promoción de actividades expresivas auténticas, susceptibles de
ser vividas: a) como portadoras de su propio sentido [el que generan cuando uno se recrea
en ellas como facetas de la actividad vital]; b) sobre todo, como fuentes o afluentes que
aportan esa riqueza de sentido a la vida, —o que pueden aportarla— [susceptibles de
acrecerse —y fortificarse— en su fontalidad vivificante, como un vivir capaz de recrearse
en la belleza de los juegos donales], que se abren a la alteridad y se entregan por entero a
su reconocimiento.32
El reconocimiento es asimismo fontal: su encuentro recíproco multiplica la capacidad de
crecer en un puro obrar cuya dimensión nuclear sea el puro vivir-con y el vivir-hacia.
Este aspecto del dilema podría ser nuclear contra la tremenda contumacia de aquellas
enredaderas de la instrucción que, encauzadas con dudosos criterios de eficiencia, de
incontestable matriz productivista, arroja y sumerge las vivencias en mareantes laberintos
de actividad instrumental enajenadora, hostil para el enriquecimiento de las vidas en esa
dimensión de la intimidad; que venimos aprendiendo a reconocer como un efecto reflejo de
nuestro salir en busca de la alteridad, aprendiendo a quererla como nuestra, descubriéndola
y redescubriéndola como una inequívoca dimensión (intimísima) de lo propio.
Aunque lo presente, en un efecto de estilo, como una opción biográfica personal suya,
Gomá barrunta esa dimensión, dotándola de un sentido de estatuto de realidad mundana
universal que no debe desperdiciarse. En este sentido su Aquiles en gineceo es una
aportación aprovechable:
32
Este es el sentido de fondo de la sociología de la creatividad de Joas (2013; Sánchez de la Yncera, 2013).
Pero esos motivos capitales los intuye atinadamente Sennett, en una obra lograda: El artesano (2009).
23
[c]ada uno puede interesarse por los aspectos exclusivos de su biografía, por lo único o
inusitado de su vida, o puede, por el contrario, prestar atención sólo a aquello que, dentro de
la propia experiencia, participe de la común experiencia humana, de lo que, siendo mi
experiencia, sea una experiencia de la objetividad general del mundo. Este segundo es mi
caso (2015: 25).
Gomá, que no es sociólogo, llama objetividad general del mundo a la nuclearidad de
nuestra condición solidaria [en la que vivimos y que somos, aunque no acabemos nunca de
caer en la cuenta de ella]: es parte inequívoca de lo que somos y condición, base de lo que
podemos ser.
Eso mismo es lo que distinguimos en esta épica de la grandeza del recuerdo, que Madalena
recolectaba a continuación, y que vuelve a ser, en el fondo, un canto al ámbito interior
único de la socialidad general —solidaria— de los seres humanos. Sólo que el autor vuelve
a poner el acento en lo grande, con tono heroicista que puede llamar a engaño, porque
Gomá —bien leído— apunta en limpio a la magnanimidad, la aristotélica virtud de
virtudes, que redondearía el pulso sociológico y político de la ética del autor bilbaíno,
puesto que de lo que se habla es de que uno crece, de verdad y en sentido estricto, cuando
lo entrega todo al servicio de la realidad de todos, a la que pertenece y se debe:
[l]a gloria prometida es el recuerdo del ejemplo de su virtud en la conciencia de los demás
hombres, transmitido de una generación a la siguiente. Toda ejemplaridad y toda virtud se
resumen en la aceptación del designio relativo que la comunidad señala a cada sujeto, a
quien se premia con la exaltación pública de su acción ejemplar (Ibidem, 64).
Ese discurso [hermoso] pierde quilates por cuanto el autor lo «hermosea» con un tenor
épico que opaca en circuitos cortos —de corto alcance y de efecto aislante— el sentido
hondo de todo esto, al antropomorfizar la dimensión conjunta de la experiencia humana —
somos sociales, y nuestra dimensión más íntima es solidaria: socialidad vinculada—
dotándola de un formato soterrado de macrosujeto con esa alusión a designios y otros
mandatos, que son, si lo vemos bien, meras metáforas para aludir a la indispensable
vinculación —inequívoca— con la realidad-mundo entera; incluida, por supuesto, la
presencia, normalmente callada, silente —aunque de vez en cuando se deje sentir alguna
vocecilla quejosa, como un «ejem, que estoy también aquí, no creas»— de la infinidad de
perspectivas otras, únicas, con las que vivimos misteriosamente enlazados.
24
También en esa vertiente, sublimadora pero que se refiere a la experiencia en que el sujeto
se olvida de sí, magnánimo, para poner toda su persona al servicio de todos, encuentra en el
núcleo de la socialidad su máxima expresión.33
Apunta a esa apertura al mundo de la que todos somos capaces y que, de realizarse
personalmente y con el corazón accesible al otro y lo otro, es una formidable fuente de vida
—propia y común—.
Y esta ponencia quiere dejar abierta la pregunta: ¿no es la invitación a esa manera de ser la
que se hurta con un enfoque romo, de la socialización y del proceso educativo, que enseña
un tener que ser flexible y homogeneizador para encajar en un mundo ya lanzado y que se
da por bueno sin abrirlo con decisión a la fontalidad inédita de los que vienen con su
novedad fontal —que es la que habría que acrecer y fortificar con todas sus
consecuencias—, sin desfuturizar un futuro que son ellos quienes lo han de crear por
caminos nunca hollados y para cuyos pasos inéditos no valen ya los caminos viejos?
Cuando, en La gaya ciencia, Friedrich Nietzsche (1996: 194) sentenció que «hay que saber
perderse alguna vez si queremos averiguar algo de los seres que son diferentes de nosotros,
que no son nosotros», su aforismo se dirigía, nada menos, que contra el tan consagrado
valor del dominio de sí, que es lo que reza el título y que, como Nietzsche dirá, los
normativistas maestros de la moral obsequian, como consejo, al ser humano, inoculándole
así: «una singular enfermedad»: «una excitabilidad permanente» [ … ], «una especie de
comezón».
De esa manera, «cualquier cosa que le ocurra, interior o externa, hace que ese hombre
excitado se figure que está en peligro su dominio sobre sí mismo, no puede fiarse de ningún
instinto, de ningún aleteo libre, está siempre a la defensiva, armado contra sí mismo, con
los ojos muy abiertos y desconfiados, constituido en guarda perpetuo de su torre. Sí: solo
Hay quien, entre nosotros, arriesga y dice, además —no sabemos si llevándonos del todo a los demás con
él— que, a su vez, en esa dimensión magnánima de lo agible de cada persona y de todas las personas
vinculadas en trama (que es lo que propiamente las entramaría en equipos de acción en común) habría que
localizar el núcleo vivo de la intimidad de lo social, su dimensión solidaria en llamas; el que daría un sentido
nada mostrenco —su luz más íntima— a la penetrante idea de Mead de un organismo [en ciernes] de
personalidades [en ciernes]. La fuente más luminosa del tipo de reobrar que podría reafirmar lo social (lo
solidario) de lo social (como vita communis in motu) con los reajustes de la organización del vivir en común
que vendrían reclamados por las aperturas magnánimas a la generalidad de lo otro (de los otros in motu) con
sus demandas. Una especie de gran órdago a los agudísimos barruntos de abismal asocialidad (u opacidad)
multicontingente en los que insisten los [admirables] enfoques sistémicos más potentes. Una vía para
remontarlos. Para la contingencia, véase Parsons, 1979; García Blanco, 2007.
25
33
así puede ser grande. Pero ¡qué insoportable y difícil de manejar se vuelve para los demás y
para sí mismo, cómo se empobrece y se aleja de los azares del alma y de todo experimento
futuro!» (Nietzsche, 1996: 194-5).
Decimos: lo más social de lo social es la propia afirmación de la pluralidad diversa del
juego de la socialidad —en juego— en los que participan en él; o la afirmación del
convivir, con su efecto configurador.
El efecto autoconfigurador de la vida social es la propia socialización. La estructuración de
lo social como ámbito convivencial que acoge, potencia e integra o armoniza es su
quintaesencia.
Y la cosa puede sonar casi a lo mismo con este otro planteamiento que sugerimos. Se trata
de otra perspectiva, que quiere atajar falsas representaciones. Que la nuclearidad de lo
social —la que entre nosotros nos atrevíamos a denominar su «intimidad»—34 haya que
entenderla: no solo como intimación y posibilidad de intimación creciente de lo otro,
generalizado, como algo propio en la singular vivencia personal —que sí, porque se trata
precisamente de eso, de nuestra apropiación personal de lo demás como mío, el
anidamiento de lo otro en mí, haciéndolo mío y convirtiéndolo en fuente impulsora de mi
propia activación/orientación—, sino como ese fenómeno de nuclearización de lo social
tomado en su integridad general, concebido [él mismo] como un fenómeno social total, el
de la socialidad —tomada como el sentido pleno de la socialización, como un concepto que
habría que rescatar y preservar, al amparo de los constantes empleos espurios del término,
34
Las primeras pistas de esta idea de la «intimidad de lo social» se encuentran en el artículo «La intimidad de
lo social. Avistando el carácter global de la solidaridad» (Sánchez de la Yncera, 2005: 89-112). Como ya
entonces se explicaba: «[l]a apuesta por esa “intimidad de lo social” va más allá de entenderla como una
dimensión intrínseca de los ámbitos de la convivencia, que es preciso tematizar con las otras para evitar las
reducciones de la realidad social. Y es que la convivencia se muestra como socialidad íntima en su propio
carácter intrínseco de actividad reflexivamente curvada por su repercusión sobre sí misma, y por su propio
sentimiento y continua (o discontinua) representación de sí misma, es decir, por el hecho mismo de poder
saber (y poder intentar controlar) su continua re-“percusión” sobre sí; y en el consiguiente efecto de
autotensado y de autodistanciamiento reflexivo. Y su “intimidad” —lo que llamamos la “intimidad de lo
social”— comparece, entonces, como la intimidad humana por excelencia. Así es como se entendería mejor, y
de entrada, la socialidad humana, como un juego de convivencia cuya clave, cuyo reto, está en la efectiva
acogida de la realización conjunta de la diversidad de lo humano» (Ibidem: 102). De esa idea se ha hecho eco
Henry Kerger (2014: 119-120), quien encuentra consonancia con motivos capitales de la obra de Nietzsche.
26
en su generalizada diversidad múltiple de perspectivas únicas —enracimadas y potenciadas
en infinidad de entrecruzamientos que las fecundan y refractan—.35
Es la nuclearización de lo social —de la socialidad/socialización— de múltiples vivenciasperspectivas únicas de lo conjunto y del mundo que se produce en la pluralidad entramada
de las vidas vividas en tales perspectivas únicas y múltiples (hechas de entrecruzamientos y
de respuestas a ellos) de lo conjunto y del mundo, en la medida en que están hechas del
encuentro con y de la apertura y respuesta a [todo] lo otro, aunque desde ahí, las vidasvivencias entramadas se constituyen en una formidable fuente de nuclearización entramada,
de perspectivas múltiples y únicas, y permiten, sugerimos, entender mucho mejor lo social
y la socialización. Es este un apunte apresurado que habrá que precisar, problematizar y
explicitar.36
Un contexto sociocultural muy marcado por una imagen del tránsito a la vida adulta muy
normalizado —basado en unos referentes de valor concretos: productivista, eficientista y
meritocrático— tiene que tener un efecto configurador del uso del tiempo y de las prácticas
de vida juveniles muy marcado.
Pero a la vez —y esto es lo más importante— puede tener un efecto formidable de
invisibilización y de secundarización, preterido o desplazado —pasar a ser segundón— de
todos los aspectos del despliegue de las vidas personales que queden fuera de los acentos
mayores de los logros aplaudidos o buscados.
Este efecto de invisibilización o preterición puede afectar [decisivamente] a todos los
despliegues de personalidad de aquellas personas cuyas características personales son
menos propicias para aquel tipo de despliegue normalizado por el que —consciente o
inconscientemente— el conjunto social está apostando. 37 Y aún hay que aludir a la
35
Reconocemos que la nuestra es una interpretación desbordante no sólo de los mejores motivos meadianos,
sino de su potente relanzamiento en la sociología de la creatividad de la acción colectiva de Joas.
36
Bien sabemos que es esta una (otra) aventurada entrega preliminar de un brote de sociología naciente que
nos compromete a amplios desarrollos monográficos, que deberán desplegarse en múltiples vertientes y
dimensiones, acompañadas de toda su justificación argumental.
Narciso nos ha hecho reparar en los «intemperie»: quienes «andan buscando… instintiva, rotundamente una
réplica; quienes, a su modo singularísmo, necesitan de lo social más que el comer y el respirar... Pero no caen
en la trampa: cuando algo los posee, se toman su distancia para que la búsqueda no pierda el filo». Se sacuden
ese peso insoportable de los tener que ser y hacer que no son los suyos. Aunque pueda parecer que la
37
27
represión de todo lo que no está siendo objeto de apuesta sociocultural: lo reprimido, [que
tendrá que ver con la mayor parte de la casuística de tipos]. Todo lo que no encaja [bien] en
el sistema que continuamente se configura con el plexo de las apuestas efectivas, en la
inmensa trama de sus efectos no intencionados y del apabullante río de la costumbre: sin
perder de vista que las apuestas efectivas —las de efectos reales— no son las soñadas o las
declaradas sino las que se ocultan en las intensidades efectivas en las que ahincamos la vida
en los escenarios de la socialidad (Frankfurt, 2004; 2006; 2008).
[Junto a ello, ahí quedan quienes de entrada no encajan, en ese ni en ningún sistema —si es
que no lo somos en gran medida todos en nuestra condición fontal, que siempre es un
«además»—; y junto al inacabable, infinito potencial de todos los despliegues potenciales
—que pueden verse incluidos en el punto anterior—que no deja de convenir que refiramos
aquí, en homenaje a ese «además»].
sociología trata con ellos, como en el texto de Pierre Bourdieu que citaremos, sin embargo, no es infrecuente
la evidencia palmaria de una indisfrazable actitud condescendiente —y hasta petulante— que nos arrogamos
los sociólogos. Es la mejor (o peor) evidencia de que, incluso en sus versiones más consagradas, la disciplina
no se hace cargo de que las realidades auténticas, vivísimas se le escapan o no le conciernen. Veámoslo: «Los
sociólogos […] se sienten socialmente comisionados (...) para dar sentido, dar razón, incluso para poner orden
y asignar fines. O sea que no son los mejor situados para comprender la miseria de los hombres sin atributos
sociales, trátese de la trágica resignación de los ancianos abandonados a la muerte social de los hospitales y de
los hospicios, de la silenciosa sumisión de los desempleados o de la violencia desesperada de los adolescentes
que buscan en la acción reducida a la infracción un medio de acceso a una forma reconocida de existencia
social. Y sin duda porque tienen una necesidad demasiado profunda, como todo el mundo, de la ilusión de la
misión social para confesarse cuál es el principio por el que se rige, les cuesta descubrir el verdadero
fundamento del poder desorbitado que ejercen todas las sanciones sociales de la importancia, todos los
sonajeros simbólicos, condecoraciones, cruces, medallas, laureles o bandas, pero también todos los soportes
sociales de la illusio vital, misiones, funciones y vocaciones, mandatos, ministerios y magisterios» (Bourdieu,
2002: 56). Es otra muestra más de ese limitadísmo lenguaje de madera del que habla, sagaz, Boltanski,
discípulo de Bourdieu: se atasca en las representaciones y convierte al sociólogo en un «representante» de sus
propias representaciones, que no se abre —saltando tales limitaciones mentales— a la realidad viva [in motu].
28
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