DOMINGO DE RAMOS, 13/4/2014 Isaías 50, 4-7; Salmo 21; Filipenses 2, 6-11; Mateo 26, 14 – 27, 66. Ya hemos llegado al Domingo de Ramos, al fin de la Cuaresma y al inicio de la Semana Santa, hoy escucharemos la proclamación de la Pasión según el Evangelio de Mateo, los capítulos 26 y 27 de Mateo, el próximo domingo escucharemos el relato de la Resurrección. Lo cierto es que, al menos para mí, compartir una idea de algo tan amplio se me hace difícil, pero lo intentaré, ya que como se nos dice en la lectura del profeta Isaías es el Señor el que me ha puesto aquí para ayudar a hacer una reflexión sobre la Palabra de Dios de este día. Contemplar la Pasión de Jesús en medio de tantas pasiones como hoy se presentan a nuestro alrededor: enfermos de cáncer, parados de larga duración a los que se les acaba el subsidio, familias que pierden sus hogares, y están agradecidas pues al menos han conseguido la dación en pago, inmigrantes que tras unos años de prosperidad y de casi conseguirlo todo ahora ven dificultades para renovar la residencia, pierden la tarjeta sanitaria,... Son tantas las situaciones de sufrimiento y de pasión que la Pasión de Jesús corre el riesgo de pasar por una pasión más, aunque esto sería una muestra de cómo Dios comparte nuestra suerte, la suerte de los que sufren. Pero el sufrimiento, la Pasión de Cristo, es algo que nos ilumina, que no nos puede dejar indiferentes, que nos llama a dejar de ser espectadores para tomar también un papel protagonista. En Mateo, el relato de la Pasión comienza con la propuesta de Judas a los sumos sacerdotes de entregarles a Jesús a cambio de dinero. Dios o el dinero. Hoy vemos como a cambio de dinero, por intereses financieros, se ha vendido todo o casi todo. Si en algo todos están de acuerdo es en la perdida de valores y en la corrupción del mundo político. Se recorta en Sanidad, Educación, en prestaciones sociales; se deja a familias sin hogar, a enfermos crónicos sin asistencia, pero los políticos siguen con sus dietas, sus pagas, sus beneficios, y los recortes en su mundo, si los hubo, han quedado reducidos a la mínima expresión. ¿Cuánto costó la vida de Jesús? Treinta monedas ¿Cuánto vale la vida de un africano que este al otro lado de la valla de Melilla o Ceuta? ¿Cuánto vale traer a una chica de Europa del Este para prostituirla? ¿Cuánto valemos? ¿Quién pagaría por mí si fracaso, caigo en el juego, la droga, lo pierdo todo y me quedo sin casa, sin coche, sin familia? Luego, permitirme subrayar, la falta de solidaridad de los propios discípulos. En la oración del huerto, Jesús les reprocha que no han podido estar una hora con él. Sería fácil preguntar si cada uno de nosotros somos capaces de dedicarle a Jesús una hora al día. Jesús, como se nos ha dicho en la segunda lectura, en el himno cristólogico de la carta a los filipenses es el que deja de ser Dios para hacerse como nosotros, el que comparte nuestra suerte, y nosotros, sus apóstoles no somos capaces de velar una hora con él; en Mateo, Jesús crucificado entre dos ladrones aparece como un ladrón más, comparte su suerte, pero en Mateo, los dos ladrones le insultan, le desprecian. Jesús es el Dios con nosotros, pero nosotros no queremos estar con él. Tenemos la oportunidad de estar con él cuando somos capaces de estar con el pequeño, el débil, el que sufre, pero, preferimos nuestra mediocre comodidad, a la que, no estamos dispuestos a renunciar. Aún, así, Él si sigue dispuesto a estar con nosotros, a sufrir por nosotros hasta el final. Y, por último, permitirme subrayar el final del Evangelio, cuando José de Arimatea pide el cuerpo de Jesús, lo envuelve y lo entierra, lo coloca en su propia sepultura. Es una imagen que refleja la impotencia del discípulo ante la muerte del Maestro, pero es una imagen llena de esperanza. Ante tanta realidad de muerte, yo, ¿qué puedo hacer? Nada, como las mujeres que lo habían seguido, como otros personajes de la pasión, simplemente mirar, contemplar. Pero, sí, incluso muerto, Jesús nos da la posibilidad de hacer algo, de seguirle: podemos enterrarle, podemos vencer la vergüenza para ir a reclamar ante el poder el Cuerpo de Jesús, que no es otra cosa que los pobres, podemos limpiarlos, compartiendo con ellos nuestra sábana, y podemos, si nos atrevemos a no quedarnos con nada, a compartirlo todo, incluso lo que reservamos para nuestro funeral, nuestra propia sepultura, dar el primer paso hacia la esperanza de la Resurrección. Si José de Arimatea no renuncia a su sepulcro y no entierra en él a Jesús, las mujeres no hubiesen encontrado tres días después el sepulcro vacío. Ni siquiera ahora es tarde para cambiar de vida, para convertirnos, para volvernos a Dios, a Jesús y ser coherentes con nuestra fe en un Dios que se abaja para compartir nuestra humanidad.