9. La religión expresa algo real Emile Durkheim LAS FORMAS ELEMENTALES DE LA VIDA RELIGIOSA (1912) La religión deja de ser no se sabe qué inexplicable alucinación para arraigarse en la realidad. Estamos, en efecto, en situación de decir que el fiel no se engaña cuando cree en la existencia de un poder moral del que depende y del que obtiene lo mejor de sí mismo: este poder existe, es la sociedad. Cuando el australiano es arrastrado por encima de sí mismo, cuando siente afluir en él una vida cuya intensidad le sorprende, no es víctima de una ilusión; esta exaltación es real y es realmente el producto de fuerzas externas y superiores al individuo. Se equivoca sin duda cuando cree que este incremento de vitalidad es obra de un poder con forma de animal o de planta. Pero el error afecta únicamente a la letra del símbolo por medio del cual los espíritus se representan ese ser, al aspecto de su existencia. Tras esas figuras y esas metáforas, más rudimentarias o más refinadas, hay una realidad concreta y viva. La religión adquiere así un sentido y una razón que ni siquiera el más intransigente de los racionalistas puede desconocer. Su objeto principal no consiste en dar al hombre una representación de] universo físico; pues si tal fuera su tarea esencial, no se comprenderla cómo ha podido mantenerse ya que, bajo ese punto de vista no es más que una maraña de errores. Pero la religión es antes que nada un sistema de nociones por medio de las cuales los individuos se representan la sociedad, de la que son miembros, y las relaciones, oscuras pero íntimas, que sostienen con ella. Tal es su papel primordial; y, aun siendo metafóiica y simbólica, esta representación no carece sin embargo de fidelidad. Por el contrario, traduce lo esencial de las relaciones que se trata de expresar, pues es cierto, y de una verdad eterna, que fuera de nosotros existe algo más grande que nosotros, con lo que nos comunicamos. Es ésta la razón por la que se puede estar, en principio, seguro de que las prácticas del culto, sean las que sean, son algo distinto que movimientos sin sentido y gestos sin eficacia. Por el solo hecho de que tienen por función aparente estrechar los lazos que ligan al fiel con su dios, a la vez, estrechan realmente los lazos que unen al individuo con la sociedad de que es miembro, porque el dios no es más que la expresión figurada de la sociedad. Incluso se concibe que la verdad fundamental que de esta manera contenía la religión haya podido bastar para compensar los errores secundarios que casi necesariamente implicaba, y que, por consiguiente, los fieles se hayan negado a desligarse de ella, a pesar de los desengaños que debían originar tales errores. Es bien cierto que la vida religiosa no puede alcanzar un cierto grado de intensidad sin implicar una exaltación psíquica que no carece de relaciones con el delirio... Hay que agregar que este delirio, caso de que tenga las causas que le hemos atribuido, está bien fundado. Las imágenes de que consta no son puras ilusiones, como las que naturalistas y animistas ponen en las raíces de la religión; corresponden a algo real. Es propio, sin duda, de la naturaleza de las fuerzas morales que expresan no poder afectar con alguna energía al espíritu humano sin ponerle fuera de sí mismo, sin sumirlo en un estado que se puede calificar de extático, con tal de que se comprenda la palabra en su sentido etimológico (ékstasis): pero no resulta en absoluto que sean imaginarias. Muy por el contrario, la agitación mental que provocan testimonia su realidad. Se trata simplemente de una prueba adicional de que una vida social muy intensa ejerce siempre sobre el organismo, como sobre la conciencia del individuo, una especie de violencia que desarregla su funcionamiento normal. Por lo mismo, no puede durar más allá de un tiempo muy limitado. Por demás, si se llama delirio a todo estado en el que el espíritu añade a los datos inmediatos de la intuición sensible y proyecta sus sentimientos e impresiones sobre las cosas, no existe, quizá, ninguna representación colectiva que en este sentido no sea delirante; las creencias religiosas no son más que un caso particular de una ley muy general. Todo el medio social nos aparece como poblado por fuerzas que, en realidad, no existen más que en nuestro espíritu. Pero las representaciones colectivas atribuyen, con mucha frecuencia, a las cosas de las que se predican propiedades que en éstas no existen en forma ni grado alguno. Del objeto más vulgar pueden hacer un ser sagrado y muy poderoso. Y con todo, aunque ciertamente puramente ideales, los poderes que así le son conferidos actúan como si fueran reales; determinan la conducta de los hombres con la misma necesidad que las fuerzas fisicas. El Arunta que se ha frotado correctamente con su churinga se siente más fuerte; es más fuerte. Si ha comido carne de un animal que, aun estando perfectamente sano, le está prohibido, se sentirá enfermo y podrá morir por esa razón, El soldado que cae defendiendo su bandera no cree ciertamente haberse sacrificado por un trozo de tela. Y es que el pensamiento social, a causa de la autoridad imperativa que en él reside, está dotado de una eficacia que el pensamiento individual sería incapaz de tener; por la acción que ejerce sobre nuestro espíritu, es capaz de hacernos ver las cosas desde el punto de vista que le conviene; agrega o desgaja algo de la realidad, según las circunstancias. Hay así un dominio de la naturaleza en el que las tesis del idealismo se aplican casi literalmente: es el dominio social. En él la idea es constructora de realidad mucho más que en cualquier otro. Está fuera de duda que, incluso en tal caso, el idealismo no carece, en realidad, de límites. Nunca podemos escapar a la dualidad de nuestra naturaleza y liberarnos completamente de las necesidades fisicas: para expresar nuestras propias ideas necesitamos, como mostraremos en su momento, fijarlas en cosas materiales que las simbolicen. Pero en tal caso, la parte de la materia queda reducida al mínimo. Podemos ahora comprender por qué el principio totémico y, de manera más general, toda fuerza religiosa, es exterior a las cosas en las que reside, Es por el hecho de que la noción no se construye en absoluto a partir de las impresiones que la cosa produce directamente en nuestros sentidos y en nuestro espíritu. La fuerza religiosa no es otra cosa que el sentimiento que la colectividad inspira a sus miembros, pero proyectado fuera de las conciencias que lo experimentan y objetivado. Para objetivarse, se fija en un objeto que así se convierte en sagrado, pero no todo objeto puede jugar ese papel. No existe, en principio, ningún objeto que, con exclusión de los otros, esté predestina do por su naturaleza a tal cometido; por la misma razón no existe ninguno que sea necesariamente refractario. Todo depende de circunstancias que hacen que el sentimiento genera dor se pose aquí o allá, en un determinado punto más bien que en otro. El carácter sagrado que reviste una cosa no está, pues, implicado en las propiedades intrínsecas de ésta: está sobrepuesto. El mundo religioso no es un aspecto particular de la naturaleza empírica; está sobrepuesto a ésta. Esta concepción de lo religioso permite, por último, explicar un importante principio que se encuentra en la base de una gran cantidad de mitos y de ritos y que se puede enunciar de la manera siguiente: cuando un ser sagrado se subdivide permanece por completo idéntico a sí mismo en cada una de sus partes. En otras palabras, para el pensamiento religioso, la parte vale lo que el todo; tiene sus mismos poderes, su misma eficacia. Una brizna de reliquia tiene las mismas virtudes que la reliquia completa.