“Panapo nia, pana njia”

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“Panapo nia, pana njia”
Se hacía tarde y pronto oscurecería. En la aldea nadie sabía nada. Pero yo tenía que
hacer algo, no aguantaba la idea de vivir allí parado viendo morir a mi gente de hambre.
Esa noche me dirigí hacia la costa, sabía que era arriesgado, pero ¿qué otra cosa podía
hacer? Apenas tenía elección. Miré el cielo por si esa fuera la última vez que lo
observaba desde aquí, desde el sitio donde nací. No había nada, tan solo oscuridad
extrema. Ni una sola señal que me indicara algo desde el cielo, pero yo continué. No
quería quedarme allí.
Mi madre yacía en su cama cuando partí. Le había dejado un diente que había guardado
desde pequeño. Era el primer diente que se me había caído y que aún conservaba. Ella
entendía lo importante que era para mí. En mi pueblo, cuando hacíamos un regalo de
algo personal, era interpretado como una despedida hacia un mundo mejor. Era nuestra
manera de despedirnos sin decir adiós.
Me mojé hasta la cintura y empecé a subir a aquella barca de madera. No veía las caras
de los demás. Tampoco hicieron preguntas, sólo estaban unidos los unos a los otros sin
apenas emitir un sonido. Estaba asustado, pero a la vez emocionado pensando en lo que
me esperaba al otro lado. Fue entonces cuando me dieron un palo largo y astillado y me
pidieron que remase. Tan sólo había seis especies de lo que parecían remos para repartir.
Sin mediar palabra, me puse a remar. No tardé mucho en darme cuenta de que ya
llevaría unas dos horas remando y apenas sentía cansancio. Me dejé llevar por la
emoción, pero me sentía un poco incómodo. Empecé a extrañar a mi madre, a mi aldea,
y comencé a darme cuenta de la gente que tenía a mi alrededor. Comencé a escuchar
llantos de bebé y me asusté un poco. No me dejé llevar mucho por mi miedo y seguí
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remando. Al cabo de unas cinco horas un señor mayor, como de unos 75 años, me pidió
el palo para seguir remando él y dejarme descansar a mí. Su mirada parecía ya
desgastada por el tiempo y apagada por la vida que había llevado. No se es consciente
de lo dura que es la vida hasta que la sufres, y yo eso lo veía cada día de mi vida. A mi
alrededor había visto mucha miseria y como la gente moría con sus hijos en los brazos
dándoles su último trozo de pan porque ya no había más alimento. Me dejé llevar por el
ruido de las olas y comencé a sumirme en un sueño profundo… Antes de cerrar mis ojos
pude ver cómo me encontraba entre unas 35 personas en apenas 7 metros de espacio.
Éramos muchos los que queríamos llegar a lo que llamábamos “Tierra de los Sueños”.
La llamábamos así porque decían que cuando llegabas allí y lograbas pisar la arena,
todo lo que deseabas se hacía realidad. Me desperté manchado de sangre. El señor que
me había pedido el remo había vomitado sangre, tenía los ojos blancos y no se movía.
Intenté animarlo, lo agité de alante hacia atrás pero no respondió. Un chico no muy
agradable le puso la mano en el cuello, y tras tomarle con sus delgados dedos el pulso,
lo tiró al mar. Me quedé petrificado. No supe qué hacer. Tan sólo miré al cielo y
comencé a rezar. Los primeros rayos del sol comenzaron a salir y pude ver algunas
caras. Todos estaban callados y nadie parecía estar tranquilo. Una mujer embarazada
empezaba a mostrar signos de debilidad. No había casi nada de comer. Antes de salir
había cogido dos trozos de pan y una manzana. Le ofrecí la mitad de la manzana y ella
accedió a comérsela como si un milagro del cielo hubiera caído en sus manos. No
tardamos en percatarnos que el frío había dejado a dos personas más exhaustas. Cuando
hablaban de esos viajes a la “Tierra de los Sueños” solían contar historias en las que
sólo unos pocos llegaban. Tenía la esperanza de ser uno de ellos, pero cada día que
pasaba veía más y más lejos ese anhelo de llegar. Incluso me llegué a cuestionar la
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existencia de esa “Tierra”. No había casi nada de lo que alimentarse. Una joven daba de
comer a casi todas las personas que quedábamos en la barca. De sus pechos salía leche
pero cada vez quedaba menos de ella. Agotada y con signos de deshidratación miró al
cielo dejando clavada su mirada en el horizonte. Yo le dí mi mano y noté como sus
dedos se fueron deslizando suavemente hasta caer inertes al agrietado suelo de ébano.
No sé cuantos días habían pasado ya desde nuestra partida, pero cada día que pasaba
notaba como disminuía el número de personas. No dejaba de mirar al cielo pidiendo por
favor un milagro. Sólo quería llegar y poder cumplir mis deseos. Cada vez me sentía
más y más débil. Los remos casi ni se movían. La barca avanzaba arrastrada por las
fuertes corrientes marinas hacia quien sabe si el lugar ansiado o el lugar equivocado. De
repente, oí un quejido, un lamento. Era el de una famélica mujer en su lecho de muerte
pidiéndome con su quebrada voz que no le abandonara…Se refería al niño que llevaba
en su regazo. Yo asentí, lo tomé entre mis brazos y una suave sonrisa se dibujó en su
apagado rostro. Contaba unas seis personas solamente, entre ellas yo y el bebé que
ahora yacía en mis brazos. Los ojos comenzaban a secárseme, los labios a agrietarse y
mis articulaciones a sentir calambres que cada vez eran más fuertes. No podía
mantenerme casi despierto. Cuando miré a mi alrededor sólo vi caras de desánimo y ya
nadie remaba. Tan sólo nos dejábamos llevar por el vaivén de las olas sobre el que
navegaban nuestros destinos. No sé cuantas veces había oído el desagradable ruido del
mar al caer un cuerpo. Me preguntaba si yo sería el próximo. No tardé en percatarme
que mientras más tiempo pasaba, más solo estaba. Ya sólo veía tres personas que me
acompañaban. Yo me las arreglaba para que antes de que tiraran los cuerpos al agua
pudiera coger lo poco que tenían de comida para poder alimentarme. No podía aguantar
mucho más tiempo así. El niño lloraba y no tenía más que un trozo de pan, era lo último
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que tenía. No me quedaba nada más. Ya no me quedaba más tiempo. Habían caído ante
mí los dos últimos jóvenes que miraban en busca de un mundo mejor. Ya sólo
quedábamos el bebé que prometí no abandonar y yo. Grité de la desesperación y alcé
mis brazos al cielo, no podía más, mi voz se quebró y mis rodillas se flexionaron
haciéndome caer hacia delante y dejándome boca abajo con la cara desfigurada por el
paso de los días y el hambre. Me había dejado vencer por el mar que tantas vidas se
llevó en este viaje hacia la “Tierra de los Sueños”. Mis ojos se cerraban casi dejando
entrever sólo la luz que penetraba entre los remaches de la vieja barca. En dichas
situaciones, se dice que estando ya casi en el lecho de muerte, ves como flashes de tu
vida pasar en unos segundos, fue entonces cuando recordé una frase que mi madre
siempre me decía: “El océano es infinito, pero tu corazón es el único que puede
superarlo” Fue entonces cuando una mano tocó mi espalda y comencé a sentir el calor.
Pensé que era mi madre pero cuando logré ver con más nitidez, esa imagen borrosa se
tornó en una cálida sonrisa. Me dijo: “Tranquilo, ya estás en tierra. Te daré algo de
comer, y te taparé con una manta” Aquello debía de ser el cielo. Miré a mí alrededor y
pude notar como muchas luces rojas me rodeaban. Me senté en el suelo y la persona que
me tendió la mano me dijo: “Esta es la Tierra de los Sueños”.
Conocí esta historia porque yo fui quien le dio la mano a Nyugwa, que así se llamaba el
protagonista de esta historia. Desde entonces vivo ayudando a la gente y eso me ayuda a
vivir cada día.
“Panapo nia, pana njia”
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(Donde hay un deseo, hay un camino), Refrán suajili.
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