Tres superproducciones estadounidenses en cartelera CINE MARY G. SANTA EULALIA L a Pasión de Cristo, de Mel Gibson, de entrada, es una empresa a la que no se puede tildar de superficial ni vulgar, ya que, por insertarse lo más posible en el tiempo que reproduce, Poncio Pilato y su entorno, como romanos, hablan en latín, mientras los miembros del Sanedrín, demás dignidades y masa de convecinos, como judíos, se expresan en arameo. En ese sentido, es la primera versión, entre las muchas sobre la vida de Cristo (antes de 1898, Luis Lumière y, en 1905, Pathé Cinema, ya incorporaron el personaje a sus catálogos); es la primera versión, insisto, en que se ha recurrido a las lenguas, para construir el ambiente. Un aspecto que han acusado los públicos de todo el mundo, con estupor, es la intensificación en los gestos de violencia y de enojo. Los columnistas de prensa italianos, con la autoridad que les confiere la producción de tres de sus grandes realizadores, sobre la materia, la compararon inmediatamente con el Jesús de Nazaret, de Franco Zefirelli, para la TV, en 1977; El Mesías, de Roberto Rossellini, 1976, y El Evangelio según Mateo, 1964, de Pier Paolo Pasolini, y juzgan que Gibson hace espectáculo con la sangre y con efectos especiales. Los comentarios que en España precedieron al estreno impulsaron, al menos, dos corrientes de opinión. Una, de gente piadosa, dispuesta a no perdérsela, aunque supus i e r a“ u n calvario persona l ” ,p orl a dur a exposición, anunciada, del hecho; y otras gentes, particularmente sensibles, que se negaban de antemano a asistir a tanto tormento. Los espectadores más habituados a la visión de lesiones de guerras y homicidios minuciosamente descritos en las pantallas, lo aceptaron como algo que está en voga. La originalidad, en un tema divulgado hasta la saciedad, en todo tipo de marco artístico, resulta dificilísima. Por parte de Gibson, ha consistido en concentrarse en el Vía Crucis — con limitadísimas referencias al pasado— y subrayar las incidencias en el castigo corporal impuesto a Cristo, de tal modo, que el total resulta un fresco impresionante, por su gravedad. Por supuesto, recalcando el encarnizamiento del episodio de la crucifixión. A mí, particularmente, me extraña que haga inesperadamente una concesión, contraponiendo el riguroso tratamiento general a unas estampas anacrónicas de María, madre de Jesús (María Morgenstern) y María Magdalena (Mónica Belucci), como producto estético de un instituto de belleza del 2004. Lo que aporta de crueldad y tremendismo, lo funde c onu nai ma g i n e r í a“ s u ig e ne r i s ” de las Santas Mujeres. Una combinación rara, por lo menos. El intérprete, James Caviezel, está a la altura de las circunstancias y se corresponde físicamente con la iconografía tradicional católica. La película, estrenada el 2 de abril, se sitúa en el 6º puesto entre las más taquilleras de Madrid. No ha habido en nuestro país agitación o reacciones agresivas durante sus proyecciones; sí, comentarios de alabanza o discrepantes. Pero no se ha detectado un escándalo singular en esta tierra, donde secularmente se rememora el cruel suceso, sin regatear, durante la Semana Santa, la salida en procesión de tallas de imagineros que transmi- ten, con verismo, todo el dolor y la angustia de aquel momento. La joven de la perla se insinúa tentadoramente. Promete un plato especial, atractivo, de inmediato, para los aficionados a las Bellas Artes. Quien más quien menos, conoce la existencia de un cuadro famoso, del que se hace propaganda en el propio cartel publicitario del film, aunque su nombre auténtico aluda al turbante y no a la joya. La fórmula a que sometió el director Peter Webber el argumento de la novela de Tracy Chevalier, para transformarlo en película, es deudora del libro y de la pintura, al mismo tiempo. La joven de la perla se ordena como un episodio importante dentro de una supuesta biografía del pintor Jan Vermeer, autor del retrato. Y, en aras de la profesión del protagonista, se adentra en el ejercicio de su oficio y muestra la devoción singular que siente por él. Devoción por la que sacrifica parte de la naturaleza dinámica del cine, para rendir honor a los esplendores del color y sus contrastes, la iluminación y las líneas y sombras del arte pictórico. Es decir, somete la marcha de la película a las pausas, la ralentización, casi quietud contemplativa que reclaman el lienzo, el caballete y el marco. La fotografía se entroniza como sujeto principal, sin que sea de lamentar, el resultado. Eso sí, relega el drama a un puesto secundario, más o menos al que el imaginado pintor Vermeer le hace retirarse con su comportamiento: conceder predominio a la inspiración sobre los sentimientos. Interpreta a la joven modelo accidental Scarlett Johansson —a quien hemos visto en Lost in translation— acompañada por Colin Firth y Tom Wilkinson, prestando correctamente sus correspondientes servicios; en el caso de ella, un rostro adecuado, a mayor gloria de la obra pictórica del Vermeer auténtico. The Cooler (El gafe). Nadie se ha encargado de traducir este mote. Se pone entre paréntesis. A veces, ocurre. El hombre gris, huraño y marginado que encarna William H. Macey, con la máxima propiedad, como acostumbra, está empleado en un casino de Los Ángeles, y se le ha adjudicado la más insólita de las ocupaciones. Se aprovecha su eficacia como “ g a f e ”p a r a perjudicar a los clientes que tienen buena racha en la ruleta y pueden hacerse ricos a costa de la empresa. Vive sin problemas, acechando a los jugadores que apuestan y aciertan, acumulando dinero sobre el tapete. Sólo situándose al lado de estos afortunados, da un giro contrario a su suerte: pierden de golpe las sumas de dólares que han apilado. A tan incómodo individuo, sólo le falla el raro don que posee cuando una amable camarera se le cruza en la vida. Wayne Kramer,un director surafricano, inicia su carrera como tal, sobre el eje del ya mencionado Macey, y con María Bello y Alec Baldwin, en esta trama, en dos fases. Una descriptiva y contenida, seguida de otra complicada y turbulenta en la que se descubre que hasta los casinos están abocados a una transformación de gerencia mafiosa en académica, más conforme con la modernidad administrativa. Esto, sobre una tésis que parece abogar por el amor, como palanca para despegarse de la pasividad y la desesperanza. Memories of Murder o Memorias de asesinato cuenta una historia asimilable a las consideradas de cine negro. Se ha producido en un país del que no teníamos referencias en la comunidad cinematográfica mundial. Procede de Corea del Sur y el Festival de Cine de San Sebastián, del año pasado, concedió a su director, Bong Joon-ho, la Concha de Plata, y también obtuvo otro galardón similar, por parte de Fipresci. Como crónica de sucesos, en los que se implica a la policía coreana, basándose en hechos reales y en la concreta persecución de un asesino en serie, Joon-ho consigue composiciones y diálogos que matizan amenamente el film, por cierta frescura novedosa que imprime en ellos. Alguna secuencia está resuelta con donaire de enredo casi shakesperiano o lopevedesco. Combina la ambivalencia comúnmente manifestada en las cintas del género. Desde un ángulo, se aprecia la estrategia para averiguar un crimen, cuyo origen y autor escapan a los sabuesos de la policía; desde otro, presenta las sacrificadas vidas de los servidores de investigación del Estado. No carece de crítica hacia la práctica de la profesión policial. El regreso, además de servir de título a una película con muchos premios, entre otros, el de descubrimiento europeo-2003, significa la vuelta del cine ruso a nuestras salas. Su director, Andrey Zvyagintsev, nació en Novosibirsk y tuvo una vida azarosa hasta conseguir rodar films publicitarios y esta película, con guión de Vladimir Moiseenko y Alexander Novototsky, que es su estreno en el largometraje. El tema, muy simple; los personajes, prácticamente, tres; el espacio, vacío; el presupuesto, muy reducido, pero la narración avanza desde el interior de los personajes, con temple dramático CINE creciente. No necesitaba más condimentos para emocionar. Esto es lo que obtiene Zvyagintsev respaldado por un reparto de dos niños: Vladimir Garin (Andrey) e Ivan Dobronravov (Ivan), de los que apenas tenemos antecedentes, y un adulto, Konstantin Lavronenko (el padre), del cual aún sabemos menos. Unos y otro van suministrando noticias muy expresivas de sí mismos, en la convivencia de 109 minutos que les concede la película. En El 7º día su más reciente rodaje, Carlos Saura revive una tragedia auténtica, pavorosa, y lo menos que se puede adelantar, con lástima, es que no parece venida oportunamente. Esto, habida cuenta de la persistente duración de inquietud, de temor y de desconcierto, incluso, en que la sociedad española se ha visto sumida por los últimos atentados del terrorismo. La exhibición de cadáveres y de ataúdes pesa demasiado en el recuerdo. Se aplica, inconscientemente, como un punto de desventaja para la obra, por la ingrata circunstancia dicha, por lo que tiene de verdad el suceso, por su aspereza, por contemporáneo y en localidad conocida. Se sabe que la tragedia atañe a personas y circunstancias del dominio público. El haber tomado el muy penoso ataque de unos vecinos de un pueblo extremeño a una familia de otro, y las muertes de inocentes que se siguieron, no ha permitido restañar todavía aquella herida. Si la película no logra popularidad, no es culpable el arte de la interpretación, pues están a cargo de ella los pesos pesados: Juan Diego, José Luis Gómez, Victoria Abril, Ana Wagner, Ramón Fontseré, Eulalia Ramón, José García y Elia Galera. Tan fuertes ellos como los ingredientes de rencor y venganza que constituyeron el drama. Españolas, además de la de Saura, se ha estrenado Nubes de verano, del leonés Felipe Vega, quien recurre a un tema de seducción amorosa que está abierta y cuidadosamente planteado. No están despejadas todas las nubes. Que- da alguna que otra, o fases menos convincentes, en el desarrollo. Pues se retrata a conspiradores: un hombre que presume de conquistador de mujeres casadas, que negocia una participación cómplice con una pariente suya. Ésta rechaza ayudarle, en principio. Pero, sin aparente coherencia o explicación, lo hace para, acto seguido, ir a confesar su culpa. Mejora la terminación, al dejar a medias en el espectador y en la mente del posible engañado, la duda sobre la fidelidad o infidelidad de la esposa que, por otro lado, parecía desconfiar por adelantado y, sin embargo, olvida repentinamente esa reserva cuando su particular actitud preventiva era más que justificada. En el enredo participan, igualándose en caracterización: Roberto Enríquez, Natalia Millán, David Selvas, Irene Montalá y Roger Casamajor. Y la cuarta de Gracia Querejeta, Héctor, avalada por el premio más importante del Festival Cinematográfico de Málaga-2004, viene a enriquecer la filmografía de la joven realizadora Gracia Querejeta. En ella, pinta una situación que se presta a examinar diferentes personalidades. Cosa que sabe hacer. Como autora bastante experimentada, se le podía pedir más introducción al caso del matrimonio Adriana Ozores y Joaquín Climent (matrimonio en la vida real). Guardan una especie de disensión oculta, que apenas se vislumbra o capta; nunca aflora, ni se aclara ni define. El héroe, portador del nombre del título, Nilo Mur, anda indeciso, comprensiblemente, sin que se exponga diáfanamente su complejo pasado, ni el de su madre. Se va contando, en intervalos de conversaciones diversas. Se escucha, más que se ve. No obstante, sí hay una pareja que borda sus tipos, la hija y el pretendiente-novio-jefe. Ambos realizan lo más definitivamente cinematográfico del producto total. Los demás están a un nivel menos convincente en el trazado de sus personajes. Quizá porque no tuvieran apoyo en la ficha escrita, sobre dichas individualidades, que por falta de empeño de los actores, por darles vida. Porque éstos lo llevan a cabo con verdadera entrega. No deja de parecer un guiño a los jóvenes la simpatía hacia el muchacho que interpreta Unax Ugalde y la rendición del padre que, de no admitir al poco recomendable “ c hi c ode lba r r i o ”c omonov i ode su hija, pasa hasta pedirle cigarrillos. El día de mañana transmite un mensaje futurista de pavor. Lo nunca visto, en términos climáticos, a base de un surtido de excelentes planos desde el aire, sobre el hielo polar y, a renglón seguido, un cambio de rumbo en la moral de los Estados Unidos. Los técnicos dedicados al estudio de las temperaturas terrestres, las trombas de agua y los huracanes, según esta gigantesca producción de Fox Film, son testigos, en puntos clave de observación, del deshielo del casquete polar. De ahí, deducen la naturaleza de la catástrofe que se avecina, por los trastornos de los vientos y de las corrientes marinas. Los acontecimientos que esos fenómenos desatan alcanzan velocidades superiores a las estimadas en una primera constatación. Se teme que van a generar una nueva era glacial en el mundo y, por consecuencia, en una amplia zona de Estados Unidos. Antes de que las autoridades admitan los consejos de los científicos sobre la necesidad urgente de desalojar a las poblaciones del norte del país, se empiezan a producir unas congelaciones generalizadas que causan millones de víctimas. Mientras los habitantes del centro y del sur huyen despavoridos hacia Méjico, en busca de refugio, unos pocos protegidos en la gran biblioteca nacional de Nueva York, quemando libros en la chimenea para calentarse, esperan la llegada protectora del primer metereólogo, el profesor Jack Hall (Dennis Quaid) que anunció el desastre. En la frontera de Méjico, ocurre un reverso de la medalla actual. La policía levanta barreras. Impide la invasión de los estadounidenses a través del río Grande o por tierra. Por fin, se negocia un acuerdo. El Gobierno del norte perdonará su deuda a Méjico y, éste, a cambio, dejará a sus vecinos que se instalen en campamentos de acogida. Abatido por un enemigo inasible, la anomalía climatológica, Estados Unidos se permite probar sentimientos de humildad. La fama secular de la poderosa ciudad de Troya, trágicamente obtenida, se presta a la conversión en brillante, soberbio espectáculo épico, característico material de las grandes producciones del cine de Estados Unidos. Se presenta bajo la dirección titánica de Wolfang Petersen, en un alarde de lo más espléndido en su género. El eco ciertamente romántico que ha resonado a través de los tiempos con su nombre, la leyenda que inmortalizó a sus habitantes, su incendio y destrucción, ofrecen la oportunidad para un nuevo proyecto con el que mostrar las dimensiones de poder y la magnificencia del mundo helénico y mediterráneo del siglo XIII a.C., y la abundancia de medios, técnica y provisiones de masas humanas que, desde los comienzos del cine, se significaron como propias de la industria de los Estados Unidos. El argumento, inspirado fundamentalmente en la célebre Iliada, de CINE Homero, aunque eludiendo su carácter poético, funciona sin dañarlo integrado en un esquema serio y respetuoso, no obstante ser inconfundiblemente hollywoodiense. Se basa en la guerra que sostuvieron los reyes griegos, Agamenon (Brian Cox) y su hermano, Menelao (Brendan Gleeson), con el bravo Aquiles (Brad Pitt), de su parte, contra Pr í a mo ( Pe t e rO’ Tool e ) ,r e y de Troya, y sus hijos, el valiente Héctor (Eric Bana) y Paris (Orlando Bloom), el joven enamorado, raptor de Helena (Diane Kruger), esposa de Menelao. La fantástica fotografía, de Roger Pratt, pone de relieve el espléndido vestuario, el calzado, armaduras, cascos, escudos y armas, las estancias palaciegas y los exteriores costeros y el mar, las murallas, los navíos, los sistemas de asalto y defensa, las normas de los desafíos personales, las peripecias de los combates, la audacia y el respeto al valor, las venganzas y las honras fúnebres a los héroes. Culminando la campaña bélica, con el engaño de los griegos a los troyanos, en forma de aparentemente inocuo caballo de madera, abandonado en la playa. El extraño juguete, repleto de soldados, puso fin a la resistencia numantina de la ciudad y a su existencia. Es digno de mención el reparto de actores y la solvente realización de estos, singularmente el de Aquiles, por un hercúleo Brad Pitt, y el de Héctor, por un intrépido Eric Bana, cuyo enfrentamiento, diestramente rodado, transmite la tensión de un encuentro a vida o muerte, de verdad. La productora Warner Bros. Pictures, consciente de la artística pieza fílmica que ha tallado con colaboraciones de excelentes especialistas de todo género, celebró una presentación a la prensa aplicando las medidas más severas de reserva y seguridad en vigor. Lo hacía para impedir reproducciones ilegales de obra tan costosa, portentosa y exclusiva como es esta Troya.