El Regalo del Roscón de Reyes Gema Candelas Peña Para Olaya Habían topado con el “regalo” del Roscón de Reyes. Eso pensé cuando me enteré de la noticia. Es exactamente la misma sensación, eso de hurgar y hurgar en el roscón, primero la capa de bizcocho de arriba, más tarde buceando en la nata con el dedo… hasta que das con él. Todos –creo– que lo hemos hecho de niños. Evidentemente no es algo que esté bien, pues el roscón es de más gente, haciendo esto se estropea, hay que comerlo por orden, sin destrozarlo. Aparecieron donde menos lo podíamos esperar, a unos cuarenta centímetros de la superficie, en un lugar por el que todos los días transitaba con los visitantes mil veces. En esos momentos no me encontraba trabajando y supuso un fuerte impacto para mí. Acudí a verlos una calurosa mañana de finales de agosto. Y después de todo, allí estaban, los restos óseos de dos hombres jóvenes –lo supuse por las suturas craneales y la mandíbula– que habían vivido hacía más de dos mil cuatrocientos años. Allí estaban. Justamente al pie de la muralla del siglo IV a.n.e., asociados al hallazgo de dos amasijos de hierro que, a priori, habían sido interpretados como dos espadas. Los esqueletos se hallaban en un estado de conservación excepcional. Daba la impresión de que habían sido arrojados; no estaban en posición anatómica, sino más bien forzada y uno de ellos estaba decapitado, su cabeza se localizó un metro y medio más allá del cuerpo. Cubriendo los dos restos humanos, unas magníficas cornamentas de ciervo adulto, como culminando algún tipo de ritual de enterramiento o deposición. Allí todo era revuelo, se había montado una carpa para proteger los restos de la luz del sol, las visitas de curiosos eran constantes, y esa misma tarde se esperaba a los políticos para dar la consabida rueda de prensa anunciando el hallazgo. Y es que, evidentemente, era algo inaudito. En los yacimientos de época ibérica no suelen aparecer restos humanos enteros, sobre todo porque los iberos practicaban el ritual de la cremación. Por otra parte, este tipo de hallazgos, ubicados dentro de la ciudad, responden a lo que A. Oliver (2004) denomina como “mala muerte” (han muerto fuera de la ley o las Boletín de Interpretación número 25 – Octubre de 2011 normas sociales establecidas en ese momento histórico). La versión que se dio en los medios de comunicación fue que se trataba de un enterramiento “apotropaico” (esto es, con una clara intencionalidad ritual, benefactora). Se dijo que los dos jóvenes fueron enterrados al pie de la muralla, dentro de la fosa de cimentación después de una lucha entre ellos que no quedaba muy bien explicada. El carácter ritual del hallazgo vendría dado por las cornamentas de ciervo depositadas. Durante todo el tiempo mi cerebro “interpretativo” estaba ya puesto en funcionamiento, pensando cómo iba a explicar el hallazgo a los visitantes, cómo hacer digerible al público contenidos que podían rayar lo “morboso”: no era la primera vez que me enfrentaba a algo así. Pero entonces, todavía puede complicarse aún más la cuestión. Porque puede ocurrir que lo que te ha salido en el Roscón de Reyes no sea el regalito, sino una oscura y dura haba que te indica que has de pagar el próximo… Repasando con mi compañero la estratigrafía de la zona, una vez que ya había acabado todo; las cámaras se habían largado, los jerifaltes habían vuelto a sus despachos y los restos óseos yacían en sendas cajas de madera, comprendimos, estupefactos, que algo fallaba. Los cuerpos de los dos jóvenes no se hallaban, en modo alguno, enterrados en ninguna fosa de cimentación. Habían sido arrojados, muertos y decapitado uno de ellos a las afueras de la ciudad, en un lugar cercano al río. Lo que semejaban espadas, después de la restauración, resultaron ser una serie de hierros retorcidos que parecían provenir del engranaje de la rueda de un carro (tal vez el carro en el cual transportaron los cuerpos de estos dos hombres antes de ser arrojados a las murallas). Estos héroes sacrificados (teóricamente) en un ceremonial que rendiría tributo a la edificación de las murallas ibéricas resultaron ser dos jóvenes muertos por alguna implicación bélica, alguna rencilla familiar o incluso personal. Murieron y fueron arrojados a las afueras de la ciudad. La aparición de las cornamentas nos indica que alguna mano querida cumplimentó un precipitado ritual fúnebre o sagrado. Y hasta aquí puedo leer. De momento. Puede que cuando 11 recibamos los resultados del laboratorio donde serán analizados los restos sepamos más. Puede que jamás averigüemos qué fue lo que ocurrió. Y ahora empieza a llegar gente y más gente preguntando por “los muertos”. Todo el mundo quiere posar con ellos, hacerse la foto, ver o tocar las espadas. Pero los muertos ya no están. Sus cuerpos están guardados en dos cajas de madera que esperan un dinero que no llega –que no llegará–, para ser mandados al laboratorio. Pero los visitantes se multiplican cada fin de semana… y algo hay que explicar. No quiero culpabilizar a nadie. En esto de la arqueología suele suceder que lo que hoy es una letrina, mañana podrá ser interpretado como “espacio cultural donde se arrojaban ofrendas”. Tal vez nos mata esa prisa por hacernos la foto, por colgarnos la medalla, tal vez es eso lo que nos mata. Y seguía en mi cabeza el problema de qué contar y cómo contarlo. He pasado horas enteras, este otoño de nieblas, paseando por las murallas de la ciudad pensando en estas cuestiones, pero no tenía la solución… hasta esta mañana. He llevado a un ruidoso grupo de jubiladas y jubilados hasta el lugar del hallazgo de los esqueletos íberos. Todos ellos habían oído hablar del tema y querían ver “los huesos”. Ante ellos ha aparecido la fría y húmeda tierra rojiza del cerro, justo el lugar donde estaban, donde ya no están, donde un día los arrojaron, ya muertos, o moribundos. Es posible que en ese mismo lugar le cortaran la cabeza al más joven. Los visitantes protestaban, allí no había nada… ¿Cómo interpretar una superficie dura, fría, vacía? Yo me estaba enfadando, irritando, y aguantaba mi genio arrugando un papelillo que llevaba en el abrigo. Me di la vuelta y saqué el papel del bolsillo, como para ganar tiempo y no sacar mi ceño fruncido frente a la gente. ¡Ahora lo recordaba!, era un mensajito de cariño que me había dado un amigo en Navidad, honrando mi reciente maternidad. comentarios y protestas de la gente, que fueron cesando hasta sumirse en un profundo silencio… “(…) Hay gente que piensa que los hijos son cosa de un día. Pero se tarda mucho, mucho, por eso es tan terrible ver la sangre de un hijo derramada por el suelo. Una fuente que corre durante un minuto y a nosotras nos ha costado años. Cuando yo descubrí a mi hijo, estaba tumbado en mitad de la calle. Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua, porque era mía. Los animales los lamen de verdad. A mí no me da asco de mi hijo. En una custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por su sangre”. F. García Lorca. Yerma. 1934 A partir de ahora, jamás dudaré qué debo explicar al pasar por este lugar. No me debatiré entre dudas de carácter técnico o teórico. Ni el mejor de los arqueólogos sabrá jamás qué ocurrió, cómo murieron. Pero yo si tengo una certeza: Esta tierra sobre la que hallaron el regalo del Roscón de Reyes, un día quedó empapada por la sangre de dos muchachos jóvenes. Y sé que hubo dos madres que les lloraron. Y eso es lo que voy a contarle a la gente. Bibliografía Arturo Oliver Foix (2004): “Sacrificios y Mala Muerte en el Registro Arqueológico de los Yacimientos Ibéricos”, en Espacio, Tiempo y Forma, Serie I Prehistoria y Arqueología, pp. 391-417. Era un texto duro. En un instante lo decidí. Lo leí en voz alta y mi voz se fue abriendo paso entre los Boletín de Interpretación número 25 – Octubre de 2011 12