LA ESCULTURA MISTICA DE NAVARRO GABALDON. de Pedro Rocamora (De la Revista ARBOR, Julio-Agosto, 1976. MADRID) En el arte, como en la vida, la inmovilidad denuncia la decrepitud y con ella el riesgo de la muerte. La madurez de un pueblo, de su quehacer artístico, cultural e histórico, se trasluce en la inquietud creadora con que busca, para todo, nuevos caminos. El hombre -el poeta, el filósofo, el político- se interroga sobre el mundo y la vida, tratando de hallar respuesta al incitador repertorio de enigmas que le cercan. Tal acontece con el artista contemporáneo. Navegante en un tempestuoso océano de misterios, su horizonte no puede ser más dramático y estremecedor.- el naufragio o la isla de oro con que los dioses antiguos premiaban el esfuerzo de los héroes. En este camino de aventura se encuentra el escultor José Navarro Gabaldón, imaginero cristiano, que reza con el cincel y con el buril ¿Qué lección estética puede brindar al observador esta obra en la que se conjugan de modo sorprendente el fervor religioso con un afán de audacia y libertad? Navarro Gabaldón contradice el antagonismo tradicional entre el espíritu y la forma. La infinitud que aquel reclama es opuesta a la limitación de contornos, medidas y proporciones que la forma supone. Y mientras esta afirma su imperio en el presente -en ese «estar ahí» de lo objetivo circundante- el espíritu vuela por encima del momento actual, concordando el pasado con el futuro. El secreto de Navarro Gabaldón radica en haber logrado vencer -conciliándola- esa irreductible polarización de lo plástico y lo espiritual Sus esculturas están inscritas en ese tiempo «ahistórico» de la belleza clásica y son a la vez profundamente actuales. En ellas la sujeción al rigor del puro esteticismo, aparece desbordada por el aliento natural que las anima. En las manos del artista la piedra imagen quiere eternizarse. Para lograrlo busca la transfiguración de lo humano en religiosidad y lirismo. El arte contemporáneo arranca del pensamiento. Y éste es el gran problema de la escultura de hoy. Todo lo que ésta puede tener de «creación», tras la ruptura con cualquier clase de fórmulas preexistentes, en el plano de lo religioso, encuentran un límite inexorable. La abstracción pictórica, como culminación de un proceso «espiritualista» -a lo Kandiski- de superación de la realidad puede llevar al espectador a grados de emoción religiosa que la materia escultórica informal no puede conseguir. De ahí el condicionamiento del artista de hoy que pretenda hacer «escultura religiosas. Su limitación esencial -por el destino catequético del llamado «arte sacro»- radica en el imperativo de hacer, ante todo, «imaginería». Y ello no puede lograrlo sino partiendo de un antropomorfismo que ha de construir el supuesto inicial de toda sii obra. Navarro Gabaldón ha comprendido esa exigencia. Pero al servirla no ha sujetado su oficio al rigor de lo radicalmente humano. Su principal virtud estriba en la sublimación, con que trate de librarse de aquella esclavitud física y anatómica para dar a sus figuras una dimensión trascendente. Para lograrlo, realiza en la escultura fenómeno parecido al que re- lata Teillard de Charclín, evocando uno de sus éxtasis o visiones. Ante un cuadro que representaba la imagen del Redentor, el jesuita francés descubrió que los contornos se borraban, hasta fundir la figura de Cristo con el espacio de su contorno. No puede haber escultura mística si no se alcanza ese difícil «sfumato» del límite corpóreo que consiguió magistralmente la pintura renacentista. Y éste es el carácter de la obra de Navarro Gabaldón. Sus piedras tienen algo de vedijas de humo sorprendidas fugazmente en el espacio. Así, ante la figura de la Virgen niña, el espectador siente la angustia indecible de pensar que si a la mañana siguiente intentase volver a contemplarla, «aquello» habría desaparecido, borrado del espacio como cosa etérea e impalpable. Es que el escultor místico tiene que ser un cincelador de nubes. Sus Santos, sus Cristos, y sus Vírgenes, han de estar hechos de sueño y de niebla. Porque su misión consiste en captar lo más débil, lo más frágil e ingrávido de la belleza. En Navarro Gabaldón la piedra no pesa. El artista le da una extraña fuerza ascensional. Sus imágenes se escapan hacia el cielo y él las sorprende en su fuga hacia la altura. Es la Invitación del arte. El ha descubierto para la piedra dos imposibles metafísicos: la ingravidez y el vuelo. Sus Vírgenes -sin proponérselo- nos evocan a cada instante el milagro de Loreto. Imaginería llevada en volandas por ángeles invisibles. Así, esa postura de la Anunciación en el retablo de Motilla del Palancar (la tierra del artista), o la de la Inmaculada Concepción en la iglesia de los Jesuitas de Pamplona. Un delicioso encanto extraterreno fluye de sus líneas. El lenguaje del arte utiliza aquí voces hasta ahora desconocidas, pero cuyo significado cala en lo más profundo del corazón. Hay una invitación a la paz, a la ternura, a la piedad infinita, por contraste con lo divino, ante el espectáculo de la triste condición humana. El escultor ha logrado algo insólito. Un rayo fulgurante -que viene del otro lado del misterioda a la imagen un entrañable latido vital Del sentido apolíneo del mundo clásico a la estética de la fealdad que inaugura el barroco cristiano, la escultura no ha cesado de perseguir la realización de su propio sino. El de la «idealización» de la realidad -exigencia del arte religioso contemporáneo- cuenta hoy a su servicio con un nuevo y ejemplar cincel