LA TIA JULIA Y EL ESCRIBIDOR (1)

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A fines de mayo de 1955 llegó a Lima, para pasar unas semanas de
vacaciones en casa del tío Lucho, Julia, una hermana menor de la
tía Olga. Se había divorciado no hacía mucho de su marido
boliviano, con quien había vivido algunos años en una hacienda del
altiplano (…) El tío Lucho y la tía Olga vivían en un departamento
de la avenida Armendáriz, en Miraflores (…)Iba yo allí a almorzar
o a comer muy a menudo y recuerdo haber caído por su casa, un
mediodía, a la salida de la universidad, cuando Julia acababa de
llegar y estaba aún desempacando. Reconocí su voz ronca y su risa
fuerte, su esbelta silueta de largas piernas. Hizo algunas bromas
al saludarme — «¡Cómo! ¿Tú eres el hijito de Dorita, ese chiquito
llorón de Cochabamba?»—, me preguntó qué hacía y se sorprendió
cuando el tío Lucho le contó que además de estudiante de Letras y
Derecho, escribía en los periódicos y hasta había ganado un
premio literario. «¿Pero qué edad tienes ya?» «Diecinueve años.»
Ella tenía treinta y dos pero no los aparentaba pues se la veía
joven y guapa.
El pez en el agua
LA TIA JULIA Y EL ESCRIBIDOR (1)
-¿Y tú? -me dijo, doblando y guardando la mantilla en el
ropero-. ¿Es cierto que estás con la Julita? ¿No te da vergüenza?
¿Con la hermana de la tía Olga?
Le dije que era cierto, que no me daba vergüenza y sentí que
me ardía la cara. Ella también se confundió un poco, pero su
curiosidad miraflorina fue más fuerte y disparó hacia el blanco:
-Si te casas con ella, dentro de veinte años serás todavía joven y
ella una abuelita. –Me tomó del brazo y me despeñó por las
escaleras hacia la sala-. Ven, vamos a oír música y allá me cuentas
tu enamoramiento de pe a pa.
Seleccionó un alto de discos -Nat King Cole, Harry Belafonte,
Frank Sinatra, Xavier Cugat-, mientras me confesaba que, desde
que Javier le contó, se le ponían los pelos de punta pensando en lo
que pasaría si se enteraba la familia. ¿Acaso nuestros parientes no
eran tan metetes que el día que ella salía con un muchacho
distinto diez tíos, ocho tías y cinco primas llamaban a su mamá a
contárselo? ¡Yo enamorado con la tía Julia! ¡Qué tal escándalo,
Marito! Y me recordó que la familia se hacía ilusiones, que yo era
la esperanza de la tribu. Era verdad: mi cancerosa parentela
esperaba de mí que fuera algún día millonario, o, en el peor de los
casos, Presidente de la República. (Nunca comprendí por qué se
había formado una opinión tan alta de mí. En todo caso, no por mis
notas del colegio, que nunca fueron brillantes. Tal vez porque,
desde chico, les escribía poemas a todas mis tías o porque fui, al
parecer, un niño revejido que opinaba de todo.) Le hice jurar a la
flaca Nancy que sería una tumba. Ella se moría por saber detalles
del romance:
-¿La Julita sólo te gusta o estás templado de ella?
Alguna vez le había hecho confidencias sentimentales y
ahora, puesto que ya sabía, se las hice también. La historia había
comenzado como un juego, pero, de repente, exactamente el día
en que sentí celos por un endocrinólogo, me di cuenta que me
había enamorado. Sin embargo, mientras más vueltas le daba, más
me convencía que el romance era un rompecabezas. No sólo por la
diferencia de edad. Me faltaban tres años para terminar abogacía y
sospechaba que nunca ejercería esa profesión, porque lo único que
me gustaba era escribir. Pero los escritores se morían de hambre.
Por ahora, sólo ganaba para comprar cigarros, unos cuantos libros
e ir al cine. ¿Me iba a esperar la tía Julia hasta que fuera un
hombre solvente, si alguna vez llegaba a serlo? Mi prima Nancy
era tan buena que, en vez de contradecirme, me daba la razón:
-Claro, sin contar que para entonces a lo mejor la Julita ya
no te gusta y la dejas –me decía, con realismo-. Y la pobre habrá
perdido su tiempo miserablemente. Pero, dime, ¿ella está
enamorada de ti o sólo juega?
Le dije que la tía Julia no era una veleta frívola como ella (lo
que realmente le encantó). Pero la misma pregunta me la había
hecho yo varias veces. Se la hice también a la tía Julia, unos días
después. Habíamos ido a sentarnos frente al mar, en un bello
parquecito de nombre impronunciable (Domodossola o algo así) y
allí, abrazados, besándonos sin tregua, tuvimos nuestra primera
conversación sobre el futuro.
-Me lo sé con lujo de detalles, lo he visto en una bola de
cristal -me dijo la tía Julia, sin la menor amargura---. En el mejor
de los casos, lo nuestro duraría tres, tal vez unos cuatro años, es
decir hasta que encuentres a la mocosita que será la mamá de tus
hijos. Entonces me botarás y tendré que seducir a otro caballero. Y
aparece la palabra fin.
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