PHYKEAS GLOUCESTER PABLO DAMIANI Conocí a Phyleas Gloucester cuando comencéa cursar la carrera de Química. Yo recién había terminado el colegio, tenía 25 años, y el mundo se estaba descubriendo ante mí por primera vez. El positivismo, las viejas ideas de la iluminación estaban en su auge, y todos creíamos que la ciencia cumpliría todos nuestros sueños, hasta nuestros más excéntricos e impensados objetivos. No había límites para nosotros, no existía lo imposible. El hombre era un ser todopoderoso capaz de manipular a la naturaleza misma. No existía nada que escapase a la razón humana, que se había convertido en la nueva religión y en un objeto de devoción. Los profesores que tuve durante mi etapa escolar imprimieron esta manera de pensar en mí, y la Química parecía la posibilidad perfecta, para todos nosotros, de descubrir la rueda nuevamente. Pasé mis primeros años dedicándome exclusivamente al estudio. Había encontrado mi elemento. Me fascinaban las clases, y mis profesores eran para mí ídolos extraordinarios que dictaban clases para un alumnado inepto que jamás llegaría a comprenderlos. Sentía que solo yo podía llegar a apreciar y entender sus clases, y que el resto de la clase jamás podría llegar a comprender el mensaje que ellos nos (me) transmitían. Por esto me dedicaba a mis estudios con devoción, no hacía más que leer permanentemente y elaborar proyectos que siempre acababan en nada. Dormía poco y el ritmo de mis comidas empezó, lentamente, a perder constancia. Me hice de un nivel cultural del que pocos en la institución gozaban, aunque comencéa ser tildado de huraño y perturbado por el resto de mi clase. La gente trataba de evitarme, me gritaba en los pasillos y esto no hacía más que adentrarme aún más en mis estudios y en mis lecturas. Una noche, yo salía de mi última clase del día cuando, en un pasillo, se me acercó un muchacho. Era del último año de la carrera, tendría 5 o 6 años más que yo. Era bastante conocido en el colegio, ya que era el mejor promedio, y se hablaba mucho de él por su interés hacia ramas como el alquimismo, y otras disciplinas "gitanas y supersticiosas", por lo cual, por supuesto, no era muy bien visto por la gente, y tampoco por mí. Se presentó: su nombre era Phyleas Gloucester. Se había acercado a mí, aparentemente, porque me había estado observando y yo no parecía ser como el resto del "burdo alumnado". Me contó que detestaba al resto de las personas del colegio, que eran "bacterias hipócritas que creen y pretenden ser una elite intelectual cuando, en realidad no tienen ni una mínima noción de la realidad. Se pavonean ante los profesores, cuando en el fondo no tienen ni un mínimo interés por lo que ellos predican, ni lo comprenden." Esto hizo que me sintiera un poco más cómodo durante la corta conversación de esa noche, ya que compartía mi visión del colegio y de las personas que concurrían a él, aunque, claro, lo expresaba de una manera mucho más agresiva que la mía. Me invitó a tomar unos vasos de vino en una taberna que quedaba cerca del colegio. Terminó arrastrándome hasta allí, a pesar de mis reiteradas negativas. El lugar era un antro de mala muerte, lleno de olor a orín y a alcohol. Estaba repleto de estudiantes y gente del pueblo ebria, algunas durmiendo sobre la mesa arriba de un gran charco de vómito. Nos sentamos en un lugar apartado y él pidió dos vasos de vino. La bebida produjo en mí, ya que nunca había tomado antes, un efecto rápido y abrumador. Pronto me encontrécompletamente aturdido pero alegre, y se apoderó de mí un clima febril. No sabía donde estaba, sólo que me encontraba envuelto en un torbellino de luces que daban vueltas ante mí. El calor del lugar subió hasta mi cabeza y comencéa transpirar. Cuando me quise dar cuenta, me encontréa mi mismo discutiendo calurosamente con Phyleas sobre la ciencia y montones de otros temas. Cuando, de alguna manera, surgió el tema del alquimismo y el comenzó a expresar su opinión, yo exploté. Estaba excitado, gritaba y escupía mientras me expresaba, las palabras se me quedaban el la lengua y mi dicción se volvió lamentable. Me paréy empecéa gritar en su contra mientras golpeaba la mesa. Estaba eufórico, absolutamente fuera de mí. Escuchaba, como si viniese de algún lugar lejano mi voz, cegada, que gritaba todo tipo de injurias. Me sentía realmente mal, me ardía la cara y el cuerpo del calor. Vomité. Me despertéen mi cama. Phyleas me había traído y se había ido. Me levantéy me cambiérápido para ir a clases. Cuando estaba buscando mis libros encontréuno que nunca antes había estado allí. Era un ejemplar bastante arruinado, de un tiempo considerable. El título estaba en un idioma que desconozco. Era, por supuesto, de Phyleas. Algún libro estúpido que contendría en su interior recetas de conjuros o pociones de alquimia. Como es de esperarse, lo abrí en una página cualquiera por la mitad. Sentí un calor general en todo mi cuerpo. Estaba en blanco. Todo el libro. Durante el resto del día padecí un dolor de cabeza que no me permitió concentrarme en absoluto en las clases o en cualquier tipo de lectura. Busquéa Phyleas por todas partes, pero no lo encontré. Como el dolor de cabeza me estaba haciendo insoportable el día, me fui a mi casa. Durante el camino, el dolor se fue acrecentando hasta convertirse en una molestia que me dificultaba el caminar. Tenía que entrecerrar los ojos, la luz me los estaba lastimando. Cuando abrí la puerta de mi habitación, apenas podía mantenerme de pie. Soñécon la taberna de la noche anterior. Estaba atiborrada de gente, y la atmósfera que reinaba en ella entonces era más sofocante y nauseabunda aún que la vez anterior. El olor a orín, vómitos, alcohol y transpiración humana era inaguantable. Pronto comencéa sentirme mareado y a tener nauseas. Todo comenzó a verse borroso. Un calor insoportable recorría cada fibra de mi cuerpo, entumeciéndome hasta casi perder la sensibilidad y la noción del exterior. Las personas se agolpaban a mi alrededor. Estaba allí la peor escoria del pueblo, gente de las masas más bajas y marginales de todas. Todo había empezado a darme vueltas, y notéque habían empezado a reírse de mí. Sus risas eran difusas, y pronto se convirtieron en alaridos y chillidos insoportables. Empezó a hacer cada vez más calor. El lugar parecía achicarse, la gente estaba apretándose contra mí, podía notar el sudor, cómo se me dilataban las fosas nasales. El hedor ácido de la carne me estaba sofocando la nariz. Se me empañaron los ojos. El efecto que producía el ambiente, el olor y el interminable ruido estaba haciendo colapsar a mi sistema nervioso. Comencéa sentir manos, manos mojadas en mi rostro, en todo mi cuerpo. Las paredes se achicaban, y la multitud se cerraba hacia mí. Podía sentir su suciedad penetrando por cada uno de mis poros. No podía respirar. Me despertémojado y envuelto en un hedor espantoso. Podía notar mi carne floja, dilatada sobre la cama. Estaba pudriéndome.