1 Sobre la reedición de Tama, de María Teresa Andruetto Hace diez años María Teresa Andruetto publicaba su primer libro. Ya en el título, Tama, se prefiguraban las iniciales de su nombre -hoy un nombre propio en nuestro campo literario-, y en sus páginas los trazos centrales de su literatura. Una literatura de búsqueda personal y a la vez comprometida. Un fino y arduo y honesto trabajo con la palabra. Diez años después, la lectura de Tama vuelve a poner en escena voces que no quieren apagarse. Andruetto escribe la voz de la mujer. En su poesía, en sus cuentos y en sus novelas las mujeres tienen un lugar central. Martirio es la protagonista de Tama. En La mujer en cuestión, su próxima novela (que acaba de recibir el premio del Fondo Nacional de las Artes), la mujer es Eva, es decir, la primera mujer. Rencomio, jume, majadas: en las palabras de Tama hay música, una música triste que pervive en alguna esquina de nuestra memoria. Hay de fondo una baguala que arrulla la lectura, una cadencia hecha de jarillas y terebintos, de chaya y huairamuyos. Tama, el pueblo de esta novela, está en el medio de la nada, o en la nada que hay en el medio de un país que dejó de serlo, si es que un país es un sueño proyectado por personas que sueñan vivir mejor. Tama, anagrama de mata: el que se queda está condenado a morir, a sobrevivir, a malvivir con lo que sobre de las sobras de la mina, a respirar lo que apenas entre por los pulmones de minero, a gozar lo que apenas pueda transmitirse por la piel siempre y para siempre anestesiada de las yemas de minero, sin saber o sabiendo u olvidando que con una sola de esas perlas diminutas de la droga primera de los hombres, el oro, con una sola de esas perlas puede comprarse toda una vida de mazamorra, lo que dibuja perfectamente el mapa de los sueños acotados de ese medio de la nada, de esa nada, la riqueza como mazamorra para toda una vida, una vida entera de mazamorra, apenas lo necesario para malvivir, para sobrevivir. Es que la mazamorra se hace con granos, con granos duros, como enseña Andruetto en Palabras al rescoldo, su poemario personal de cocina: Deja los granos de maíz en remojo toda la noche. Les llevará tiempo hacerse tiernos. Pero demasiado tiempo les llevará, como encontrar oro para sí en Tama, una quimera, huellas en la arena, como la joya que buscaba El hombre que venía de lejos, en un viejo cuento de Andruetto. Tanto tiempo como el que ha pasado para Cira, una de las hijas de Martirio, a quien reencontramos en un cuento del último libro de Andruetto, Todo movimiento es cacería. Tanto tiempo ha pasado desde que Cira, que ahora dice llamarse Mimí, o Rosita, ha ido a llevar el pan al Doctor allá en Tama, a llevarle el pan y perderlo todo, casi todo lo que tiene mientras tiene trece años, tanto tiempo ha pasado que ahora no encuentra en las manchas de la pared ninguna que tenga la forma de un hombre que la quiera. Si un escritor checo puede sentir que la vida está en otra parte, en Tama se puede descubrir que la vida, la vida seca que allí está, sabe a jugo de raíz amarga. Por eso de Tama hay que irse, aunque la angustia clave en el estómago la certeza de que se pierde más de lo que va a ganarse. Hay que irse, aunque apenas pueda encontrarse un colchón húmedo en la pieza de servicio de un chalet de capital de provincia, hay que irse, aunque sea para derivar en la derrota hacia un quilombo de Buenos Aires, dando el cuerpo, dando el cuerpo en alquiler por la nueva mazamorra, vida de mazmorra de los que nacen pobres y sin más referencias que las deudas, las deudas que se comerán lo que no es sobra de las sobras por los tiempos de los tiempos, las deudas que fueron y serán la única herencia posible. Pero no sólo de Tama hay que irse: -Ella preguntó: ¿Regresarás? -Y él contestó: En diez años. Así comienza Stefano, la segunda novela de Andruetto. Parece que estuvieran en los llanos secos de Tama, pero están cerca del puerto de Génova: ¡A ver si mandan algo, que de aquí todos se van y de nosotros ni se acuerdan! En Génova, como en Tama, el destino parece Buenos Aires: -¿Y mañana? -Dios dirá. Pero Dios nunca dice nada, o apenas dice lo que el cura dice que dice. Una vida de mazamorra en Tama, como una vida de guerra en Génova. Las opciones terribles: amarillo o blanco, y esa opción no es ideológica, no, y sin embargo, mirada otra vez, sí lo es, pero en todo caso es la negra opción entre una ínfima comida y una comida ínfima, lo amarillo o lo blanco, para hoy la yema, la clara para mañana. 2 Dice Stefano después de irse, y ya en otra parte: Pero nada cambió y yo me fui. Es que uno apenas puede, apenas, cambiar e irse a buscar la vida, que siempre está en otra parte, como el cielo. Escribe Andruetto en Teoría sobre el cielo, un poema de ese librito casi cuadrado, negro y doloroso que es Kodak: -¿Quién pasa? -Un niño. -¿A dónde va? -Al cielo. -¿Y por dónde sube? -Por una escalera larga / que está allá lejos, / al final del pueblo. Pero al final del pueblo no hay una escalera que sube al cielo sino una mina que se come el aire de los hombres y la luz de los ojos y también el cielo. Mañana Dios dirá, pero nadie regresará para contarlo, a menos que suceda un milagro, a menos que Milagro, la hija de Luzmira, la hija de Martirio, anude las tripas de la memoria y suelte, y se suelte: Mi abuela llegó del Oeste... Sólo la memoria, aparte de unos perros con los ojos quebrados por los terremotos, estará acompañándole a Martirio la soledad. La memoria, que tiene al corazón dividido entre el pasado y los sueños, pero que permite que Pavese descubra, luego de volver y no encontrar ya nada, que cuando se vuelve se encuentra todo nuevo, todo de nuevo, en la memoria. A Martirio la acompañan unos perros, esos mismos que arrastran a Pavese junto a esa tristeza que no ha vencido nadie. Unos perros que corren como un anticipo de la muerte, sobre una tierra seca y pobre, un pueblo pobre tirado a los pies de una mina de oro. El hombre sólo escucha la voz antigua que sus padres, en el tiempo, han oído, clara, se lee en el comienzo de Pavese y otros poemas: el hombre busca la voz clara, como Stefano busca, sin saber bien por qué, a Chiara, o Clara, la amiga de su madre, tantos años después, sólo para decirle que su madre ha muerto, pues a alguien necesita decírselo, a alguien que comprenda, como Chiara, o Clara, aunque también la busca -pero a eso no lo sabe todavía- para llamar con sus nudillos a su puerta, para que detrás de esa puerta aparezca Ema, o el amor, que siempre está en otra parte, como la vida en Tama. Poder contar lo que pasó es un milagro necesario. Sí: el milagro es el relato. Milagro, la narradora de Tama, lo sabe. Gastón Sironi.