Homilía del 20 de febrero de 2015 Misa de bienvenida en la Arquidiócesis de Morelia El sábado pasado, día 14 de febrero, el papa Francisco me entregó este nuevo anillo diciéndome: “recibe el anillo de las manos de Pedro y ten en cuenta que tu amor a la Iglesia se hace más fuerte por el amor del Príncipe de los Apóstoles”. Este anillo es de oro fundido en el crisol y es un signo de la alianza que Cristo mantiene con su pueblo por su amor siempre fiel y su gran misericordia. Pedro sigue siendo testigo, a través de los tiempos, de la fidelidad de Jesús que resplandece precisamente al sostener con su gracia al Apóstol, hombre frágil y pecador. “Pedro, ¿me amas?” le preguntó tres veces el Señor al Apóstol y éste reconociendo con sincero arrepentimiento las tres negaciones no supo responder de otra manera sino confesando: “Señor, tú sabes todas las cosas, tú sabes que te amo”. Ser cardenal no tiene otro significado más que ser llamado por el Sucesor de Pedro a ser junto con él testigo del amor y del perdón. La Iglesia, en particular esta Arquidiócesis de Morelia, se ha regocijado con júbilo por este acontecimiento de gracia que, a través de mi pobre persona, hace presente el cariño y la ternura del papa Francisco, testigo de la fidelidad inquebrantable de Cristo, el Esposo a quien también me corresponde representar. Es el Divino Salvador al que invocaba Vasco de Quiroga, el titular de esta Iglesia Catedral, Aquel que nos redimió pagando el rescate de su sangre preciosa, es el que hoy y siempre nos redime, nos libera, nos dignifica, nos reconcilia. Así lo asegura San Pedro en una de sus cartas: "no fueron rescatados ustedes a precio de plata u oro, sino con la sangre preciosa del Señor”. Ser cardenal, nos lo explicó el Santo Padre, no es algo accesorio o simplemente decorativo. La púrpura es emblema y prenda de algo fundamental: la disposición a derramar la sangre, a dar la vida. El regreso a Roma en esta ocasión ha sido para mí dirigir mis pasos a la Urbe renovando la obediencia de aquel Apóstol que al encontrar a Jesús le preguntó: “¿Quo vadis Domine?” y escuchando de labios de Jesús: “voy a Roma para ser crucificado de nuevo” se sintió comprometido a no huir, a no escaparse. En forma coloquial un día el papa Francisco me dijo: “sé que se nos quiere escapar, le pido que aguante”. Pedro es la roca, la piedra sólida sobre la cual el Señor edifica su Iglesia, es el hombre arrepentido que lloró amargamente y no se consideró digno de morir igual que su maestro, por ello pidió a sus verdugos que lo 1 crucificaran puesto de cabeza. Si ustedes observan la pintura del martirio de Pedro que está colocada sobre la puerta oriental de nuestra catedral, podrán ver junto a la cruz a un perrito, símbolo del amigo humilde y fiel. Estamos celebrando hoy anticipadamente la liturgia de la Cátedra de San Pedro que, en el tiempo ordinario, se conmemora el 22 de febrero; que nos perdonen los liturgistas porque hoy es el primer viernes de cuaresma. La cátedra de Pedro, en los planes providenciales de Dios, se estableció en Roma, la ciudad imperial, donde se perseguía cruelmente y se quería exterminar a los cristianos, los seguidores de Jesús, el Cristo. Desde la cátedra de Roma, hace 479 años, el papa Paulo III estableció esta Iglesia particular de Michoacán y puso en ella, como maestro y pastor, al siervo de Dios Vasco de Quiroga. Me llena de emoción el poder llevar hoy en mis manos el báculo de aquel hombre sabio y virtuoso, nuestro Tata Vasco, y ser llamado a dar testimonio del Evangelio de Jesús desde esta cátedra que está en profunda comunión con la sede de Pedro. Proclamar el Evangelio es comunicar el gozo y la esperanza, Jesús en su persona es Él mismo la Buena Noticia. Al urgirnos: “conviértanse y crean en el Evangelio”, nos invita el Señor a confiar plenamente en Él y dejarnos transformar por su gracia. Iniciando esta cuaresma singular les digo a todos y les repito: “crean en el Evangelio”, porque la misión de su obispo, ahora creado cardenal de la Santa Iglesia Romana, consiste en ser heraldo y transmisor de este anuncio. Ha llegado el tiempo de gracia, el Señor se compadece de nosotros, abran el corazón a su Palabra. Después de casi cinco siglos, esta Iglesia particular tiene de manera efectiva a un obispo cardenal, pero estamos seguros de que, desde siempre y para siempre el amor del Señor ha sido y será fiel, ese es el verdadero “cardo”, el eje, el gozne, sobre el que gira y en el que tiene consistencia nuestra fe. Motivo de alegría y de gratitud es que el papa Francisco me haya asignado como título cardenalicio la parroquia romana de San Policarpo, obispo y mártir. Su memoria litúrgica se celebra el 23 de febrero. Policarpo era entonces un obispo anciano que desde Esmirna fue a Roma a visitar al Papa y con ese motivo expuso su vida y de hecho la entregó voluntariamente, antes de renegar de su fe. Al ser llevado a la hoguera, cuando querían amarrarlo a un poste, antes de que encendieran el fuego, dijo aquel santo varón a los verdugos: “no hace falta que me aten; el Señor me dará la fuerza necesaria para soportar la lumbre”. 2 Al entregarme el pergamino del título, el papa Francisco me dijo: “pídale a San Policarpo le ayude a ser testigo del Señor en esa tierra tan caliente”. Ciertamente aquí vivimos el fuego del amor, ése que arde en el corazón de Cristo, el fuego que alienta y anima la bondad, la nobleza y el espíritu de sacrificio de gente tan buena que habita estas tierras de Michoacán y Guanajuato. Pero el fuego se entiende en dos diferentes sentidos: además del amor que se manifiesta en el servicio, también implica la purificación del dolor, el sufrimiento y el heroísmo, la paciencia y la fortaleza con que tenemos que afrontar las adversidades. Como también nos explicó el Obispo de Roma en el Ángelus del domingo pasado: no sólo la maldad es contagiosa, también el bien ha de transmitirse, más aún, estamos llamados a vencer al mal con el bien. Muy queridos hermanos Obispos, respetables Autoridades Civiles, queridos hijos de esta Iglesia amada de Morelia, amigos que han venido de otras partes, les agradezco de corazón su amistad y su presencia tan significativa. Como hace ya casi treinta años, al final de mi ordenación episcopal en Tacámbaro, hablaba yo del simbolismo del anillo como prenda de la alianza, quiero ahora resaltar que en este anillo nuevo, además de los Apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia, luce en relieve una estrella que representa a la Virgen María. Esto me hace recordar el escudo y el lema episcopal del muy querido monseñor Luis María Altamirano, quinto Arzobispo de Morelia, quien me ordenó sacerdote. En su escudo, por encima de una barca que surca las olas se ve la estrella y, en el lema, se leen las palabras de san Bernardo: “respice Stellam, voca Mariam”, “contempla a la Estrella e invoca a María”. Los invito a que dirijamos nuestra mirada llena de confianza a nuestra Madre y recordemos que la Iglesia es una navecilla que navega en medio de las tempestades, pero se mantiene firmemente asentada en la Roca, en Aquel que nunca defrauda. “El amor del Señor es eterno y su fidelidad permanece para siempre”. + Alberto Cardenal Suárez Inda VIII Arzobispo de Morelia 3