Alcance educativo… No es posible enseñar valores en la educación formal. La forma en que se ha intentado está destinada al fracaso, si no se vive una revolución interna. Humberto Macías Hmacias@tij.uia.mx Profesor de la Universidad Iberoamericana Tijuana. Los recientes casos en nuestra ciudad de jóvenes aparentemente ejemplares que delinquen, evidencia que la educación tradicional no puede responder ante todo lo que se espera de ella. A cualquier ciudad, universidad, o familia, le puede suceder. Si bien es cierto que la institución educativa no puede responder por los actos deliberados por sus alumnos, bien puede ocasionar parte de la situación, si plantea erróneamente su oferta formativa. Que no haya ingenuos para que no haya desencantados. Sermonear masivamente a los alumnos con una hora semanal de pasajes moralizantes, terminará bloqueándolos a ellos y desgastando las palabras hasta que queden inservibles. La escuela se lavará las manos, pero el problema seguirá presente. El enfoque actual está desorientado. Es falso repetir y repetir que “ya no hay valores”. Mientras haya seres humanos habrá valores. No los mismos, ni en el mismo orden que los priorizamos nosotros, pero siempre se dará valor a lo que se desea más profundamente. El orden de los factores sí altera el producto. Ojo: No se desea lo que se valora, sino se valora lo que se desea. No uso abrigo por que éste sea “bueno”, sino que el deseo de huir del frío me motiva a cargar y cuidar mi prenda todo el día. La valoro. Cada situación particular, que cuestiona mi existencia, despierta mi deseo más profundo (sobrevivir) y ello deriva en valorar los medios que me prometen realizar ese anhelo. Pero la fibra de lana que me salvó la vida en la Rumorosa, puede ser mortal si la uso enmedio del desierto del Vizcaíno, bajo un sol a plomo. El valor resulta relativo, pero no es relativista, porque lo que no es negociable en el ser humano es el deseo primario de vivir, y de vivir feliz. No se puede culpar a los jóvenes delincuentes (universitarios o no) de no desear vivir. A lo sumo podemos afirmar que los medios que buscaron para realizar su deseo fueron diametralmente equivocados. Ello porque su conducta ha atraído la infelicidad, real y efectiva, a sus víctimas, a sus familiares y a ellos mismos. Valoraron un medio que no podía prometerles el fin que deseaban. ¿Pero dónde aprendieron eso? No de las palabras, sino de los hechos. La misma sociedad que los acusa, vive efectivamente lo que no se atreve a confesar. Si se predica socialmente la justicia y se constata la impunidad por doquier, la confusión no es de los muchachos. Y es que en nuestra sociedad la incongruencia es endémica. Entre los deseos efectivos y lo que discursivamente se valora hay mucho trecho. Una hora semanal de consejos escolares no puede desmentir el inconsciente colectivo. Ellos siguieron un espejismo y se extraviaron. Apostaron con datos falsos y perdieron. ¿Quién se los pudo haber dado? Nosotros mismos. Pero el análisis no puede ser simplista. Tampoco se puede explicar el fenómeno con culpar a una supuesta crisis de valores del presente. Al pasado, por ser ya inalcanzable, se le suele ver con indulgencia. Pero los valores egoístas y las situaciones insolidarias han existido siempre. Quizás ahora las mediaciones son más potentes, debido al progreso tecnológico, pero no se puede satanizar al presente gratuitamente. Conforme avanza la historia humana la situación que se vive cambia constantemente. Lo que antes era valor, ahora puede ser lo contrario y viceversa. Pero siempre ha habido una fuente orientadora para discernir los medios que realmente alcancen los fines buscados: el deseo de vivir y de vivir en auténtica abundancia (con los demás, con con todos los más que se pueda, y si se tiene fe, con Dios). ¿Pero, cómo se aprende ese olfato primordial? ¿Cómo se desarrolla esa inteligencia existencial? No se trata de inyectar valores, sino de dejar salir la fuerza vital por los cauces adecuados. Hasta el villano más terrible no va a dar un alacrán de comer a su hijito amado. El hombre es fundamentalmente bueno y desea la vida. Por ello la universidad no debe proveer discursos moralizantes, sino aportar la ecología personal que permita salir de cada uno de sus alumnos el deseo más genuino de vida. Y debe también capacitarlos con la cultura crítica que le permita implementar 1 adecuadamente ese deseo motriz. Ese magnífico propósito universitario no es resultado de suerte o de magia. Es cuestión de enamoramiento, no de mera disciplina externa. Sobre lo valores no hay que hablar, sino hay que actuar. Diez años después de haber cursado una materia en el aula, la que sea, muy posiblemente el alumno no recuerde las palabras del profesor, ni el contenido de su examen final. Pero muy posiblemente estén muy presentes todavía, su sonrisa, sus ganas de vivir, su formalidad académica, su respeto por los otros (aunque estuviera de pormedio su propia persona o prestigio). Un profesor que valora la vida y lo hace congruentemente con el deseo de vivir con los demás, no enseña valores, hace que sus alumnos los descubran y se enamoren de ellos. La universidad no puede renunciar a compartir los valores en lo que cree. Pero no los enseña, los debe vivir y ofrecer callada y libremente en toda su estructura. Es decir, el modelaje de deseos auténticos de vida y los valores que se deriven de ellos, no se puede dejar solamente en el ámbito personal. Ese ejemplo fundamental, humano, debe potenciarse por la institución. No con discursos, con hechos. La ciencia que cultiva la universidad, sondea la naturaleza para descubrir los medios de reproducir la vida para todos (no el lucro exclusivo del profesionista). La estructura académica no debe fomentar la competencia desencarnada, la ley de la selva que excluye al débil. El servicio social debe serlo hacia los más desprotegidos de nuestro entorno. Los programas académicos deben cultivar al ser humano integral, no sólo su productividad económica. Sin enunciar siquiera una moraleja, la universidad puede favorecer que aquellos alumnos que libremente lo deseen, cultiven sus más genuinos deseos de vida y generosidad. No se puede enseñar valores. El fracaso está garantizado. La promesa está en vivir a fondo el enamoramiento personal e institucional por todo lo profundamente humano. El saber, la generosidad, la práctica constructiva y crítica, deben ser esencialmente (no discursivamente) a favor de la vida de todos y para todos. Si la palabra vacía mata, la fe en el proceso humanizante, seduce. El profesor feliz contagia su felicidad. La universidad inspirada por un genuino humanismo puede mostrar alternativas a la incongruencia social endémica. Por ello la Universidad Iberoamericana, orientada por su inspiración fundamentalmente cristiana, intenta vivir un loco deseo de vida, e invita a sus alumnos a una locura tremenda, pero seductora: la locura de enseñar a leer a niños que han fracasado en muchas escuelas, la lunática necedad de orientar a sus investigadores para buscar las causas de la pobreza en un mundo globalizado y excluyente, la extravagancia en buscar el desarrollo de métodos didácticos humanistas en medio de la moda hipertecnologizada en educación, la excéntrica invitación a la sociedad civil para suspender el deseo salvaje de lucro, invitándola a patrocinar los estudios de jóvenes que de otra manera no pueden costearse una formación académica. Quizás esa locura no sea más que eso. Pero muy posiblemente sea más contagiosa y real que la incongruencia social cotidiana que deslumbra y engaña fatalmente a jóvenes (y viejos...) 2