Grandes y pequeñas historias José María Macarulla Me ha llegado una historia verídica, vía Internet, que – resumida - querría compartir con mis lectores por su valor constructivo y aleccionador y porque me ha recordado otra pequeña historia personal de mi primera juventud. La historia grande Un granjero escocés, pobre en recursos económicos, trabajaba cerca de un pantano cuando oyó los gritos apurados, pidiendo auxilio, de un muchacho atrapado en el cieno del fondo, hasta la cintura, de modo que no podía salir y a quien le esperaba una muerte lenta y penosa. El granjero consiguió liberarlo y salvarle la vida. Al día siguiente se presentó en su granja un aristócrata, padre del chico salvado, dispuesto, en agradecimiento, a pagarle lo que fuese. El granjero, delante de su propio hijo, dijo no aceptar recompensa económica alguna por su acto natural de humanidad. Entonces el aristócrata propuso educar al hijo del granjero como a su propio hijo, de modo que ambos estudiarían en la Universidad, cursando las carreras que eligiesen. El buen hombre aceptó la propuesta. Desenlace Pasaron los años y el hijo del granjero – Sir Alexander Fleming – descubrió la penicilina. Tiempo después el hijo del aristócrata sufrió una grave pulmonía de la que se salvó precisamente gracias a que la trataron con penicilina. Este muchacho fue después Sir Winston Churchill, el famoso Primer Ministro británico. La historia pequeña Tiene un comienzo parecido a la grande y me sucedió a mí cuando tendría unos 12 o 13 años. Todos los veranos los pasaba con los abuelos en la masía ubicada a unos cien metros del Estany d´Ivars, lago parecido al pantano escocés, con muchísimo limo negruzco en el fondo. Tenía permiso para subir a la barca, anclada en el embarcadero, bajo un frondoso sauce llorón, pero sin soltarla o moverla de su sitio. Yo me subía a ella para cazar las ranas que se asomaban cerca de sus costados. En otros momentos tenía la costumbre de cuidar a los pájaros que habían caído del nido y los alimentaba hasta que se independizaban o morían por el camino. Entre ellos había una lechuza liberada que mantenía una relación amistosa conmigo, su alimentador esporádico o habitual. Percance inesperado Cuando una rana grandota se asomó en las proximidades de la barca amarrada, calculé que podría alcanzarla de un rápido zarpazo, aunque tenía que sacar gran parte del cuerpo fuera de la seguridad de la embarcación. Lo conseguí pero, con la rana atrapada en mi mano derecha, perdí el equilibrio y fui de cabeza al lago. Me incorporé enseguida, sin embargo mis pies se quedaron anclados en el cieno hasta las rodillas, mientras el agua de aquel lago me llegaba hasta el pecho. Intentos de salvación Al intentar levantar un pie vi que no lo conseguía y a la vez el otro pie se hundía más en el fondo del embarcadero. No alcanzaba tocar la barca ni las ramas del sauce llorón, que, aunque estaban colgando, no llegaban hasta mi cabeza o mis manos. Intenté gritar pidiendo auxilio pero no me oía nadie. Confieso que lloré al pensar que no descubrirían mi ausencia hasta la hora de la cena y que solo entonces me buscarían preocupados. De repente me acordé del Ángel de la Guarda – al mío le llamo Ramón - cuya estampa había visto en mi libro de Catecismo. En mi congoja le hice una súplica y promesa solemnes, le dije: - ¡Ramón, no me abandones! Si me sacas de ésta prometo acatar todas tus sugerencias; seguiré con devoción el rosario familiar que dirige el abuelo, cuidaré con paciencia de mi hermana pequeña, jugando a los juegos que ella elija, obedeceré sin rechistar lo que me mande la abuela,… Terminada esa oración confiada y espontánea, cuando ya estaba anocheciendo, vi que un ave rapaz revoloteaba por encima de mi cabeza. Por su aproximación a mi persona deduje que se trataba de la lechuza que tal vez venía a recoger su cena. Cuando se posó en la rama del sauce, las hojas del mismo azotaron mi cara. Bastó el leve peso del ave para curvarlas y hacerlas alcanzables. Solución definitiva Agarré la rama con toda el alma - la rapaz voló asustada - y fui tirando del árbol hasta que se convirtió en el soporte necesario para levantar las piernas atrapadas en el cieno. Cuando llegaron corriendo los abuelos yo estaba exhausto y sucio tumbado en la orilla. Sin pudor alguno, entonces me arrodillé y recé en voz alta: - ¡Gracias Ramón, por haber dirigido el vuelo de mi lechuza; prometo contar algún día cuán eficaz ha sido tu ayuda. Conclusiones En la primera historia vemos que hacer el bien al prójimo suele tener recompensa, incluso humana y en la segunda que el Cielo atiende siempre nuestros rezos. Procuremos acordarnos de elevar la mente a Dios en todo momento y con espacial intensidad en las situaciones de apuro.