Discurso de Gustavo Rodríguez en la clausura de la Maestría a Distancia del Instituto Universitario de Postgrado (Universidades de Alicante, Autónoma de Barcelona y Carlos III de Madrid - Santillana Formación) Queridos todos, Cuando leí la invitación formal que nos reúne a todos esta noche quedé temporalmente inmovilizado, no tanto por el tamaño de las letras que mostraban mi nombre en el programa, sino por el anuncio de que debía dictar algo pomposamente descrito como conferencia de clausura. Me dije: vas a estar delante de una treintena de profesionales que han remontado las alturas de una maestría y tú, rigurosamente hablando, no pasas de ser un tipo que estudió en un colegio mediocre y memorista, y que siguió una carrera corta sin haberse recibido con una tesis. ¿Qué tipo de broche de oro puedes darles? Con el riesgo de que el oro sea de lata, más que conferencia les dejaré una reflexión sobre la relación entre mi grado y este evento académico. Desde que empecé a estudiar en mis años de párvulo, fui testigo de cómo mi generación se fue llenando de mitos o creencias que, lamentablemente, incluso hoy nos acompañan. Escuchamos la versión simplista de que quinientos españoles conquistaron a diez millones de indios dejándonos la sensación de que torpes por goleada no lo hemos sido solo en el fútbol, cuando la realidad es que aquel espacio sobrevalorado que llamamos imperio incaico se levantaba sobre precarias alianzas con otros reinos que vieron en los españoles una oportunidad para cambiar de condición. A esa temprana edad nos quedamos con la idea, además, de que esos mismos conquistadores mataron cruelmente a nueve de cada diez indios cuando, en realidad, el grueso de ese trabajo lo realizaron los gérmenes que trajeron. Crecimos con la idea de que nuestro himno nacional es el segundo más hermoso del mundo después de la Marsellesa, ignorando que a otros tontos les estaban diciendo lo mismo en Ecuador, Colombia y Chile. Nos inculcaron la idílica imagen de que somos un país agrícola, cuando nuestra tierra cultivable no llega ni al 3 % de nuestro territorio y, en cambio, deberíamos reconocernos como país minero debido a que nuestras entrañas guardan el 19 % del potencial mineral del planeta. Pasamos años con la ilusión de que el fútbol peruano regresara a ocupar el lugar privilegiado que alguna vez tuvo, cuando en verdad jamás logró algo importante a nivel mundial, salvo un séptimo puesto alguna vez, y un par de goleadas vergonzosas transmitidas por vía satélite. Por último, crecimos escuchando una frase de Antonio Raymondi que el sabio jamás dijo en realidad, y la vivimos repitiendo y repitiendo hasta hacerla verdad: que somos un mendigo sentado en un banco de oro. Creer esto de verdad, equivale a pensar que la gran oportunidad de nuestra nación descansa bajo las nalgas del mendigo, cuando en realidad, nuestra riqueza por explotar está en el cerebro que descansa sobre sus hombros. Cuando pienso en esa tierra inhóspita que es Finlandia e imagino esos celulares Nokia que la mayoría de ustedes llevan en los bolsos y bolsillos me da la rabia de pensar de que quizá tener tanta riqueza en un solo país, más que bendición, ha sido una maldición: nos distrajo en la tarea fácil de explotarlos y no en la de exprimir nuestros cerebros para crearles un valor agregado. Como les decía, mi generación, en suma, creció escuchando aquellos mitos estúpidos que no nos dejaron ver nuestra real posición en el mundo y la forma de aprovechar aquello que en verdad somos. Sin embargo, algunos de nosotros decidimos no dejarnos llevar tan fácilmente por lo que la mayoría repetía dócilmente. Algunos inconformes empezamos a leer más allá de los textos universitarios y a cuestionar lo que la gente repetía por cansancio. Algunos empezamos a cruzar información y pudimos vislumbrar, en epifanía rutilante, que los textos que leemos no nos hacen grandes. Lo que nos hace grandes es lo que podemos inventar a partir de ellos. La cultura de la inventiva no nace aceptando a rajatabla lo que te dan servido: nace de dudar, de cuestionar, de querer transformar lo que se piensa que es inalterable. Suiza es un pequeño país de siete millones de habitantes que no tiene un recurso natural importante pero que sí tiene una sociedad con cultura científica. Tal es la razón por la que tiene más exportaciones que Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay juntos, es decir, todo el Mercosur. Suiza, de la misma forma que esos países asiáticos que eran junglas hace solo cuarenta años, alienta la investigación científica, la innovación tecnológica y la ingeniería en todos sus aspectos, es decir, todos aquellos procesos creativos que son capaces de transformar una materia prima en una experiencia de vida. Mientras tanto, ¿qué estamos enseñando en nuestros colegios? Hace una semana dicté en una gran unidad escolar un taller dirigido a profesores de colegios públicos, y me fui de allí con una tristeza que me acompaña hasta hoy al enterarme de los exámenes que algunos pobres deformadores, deformados a su vez por sus deformadores, toman para saber si un niño ha leído un libro dejado como tarea. Luego de haber obligado a los chicos a pensar que leer un libro es una carga afín al castigo, y no un espacio de hermosa evasión, suelen hacerles preguntas como “haga una lista de los personajes que aparecen en la trama”. 0 “de qué ciudad era el personaje fulano de tal”. Me pregunto: ¿de qué sirve enumerar una lista de personajes? ¿Qué carajos importa saber en qué ciudad nació un personaje? ¿Por qué en lugar de guardar datos que sólo servirán para llenar un crucigrama -y nunca para inventar un pasatiempo que pueda ser vendido en otros mercados- esos pobres profesores no se dedican a alentar debates y a cuestionar al autor? ¿Por qué no les piden a los chicos que inventen un final alternativo? ¿Por qué no los motivan a crear una pieza de teatro basada en la obra leída que recaude fondos y, junto con la plata, la certeza de que inventar siempre nos dará dinero? Cuestionar- investigar-buscar nuevos caminos. Cuestionar-investigar-buscar nuevos caminos. Cuestionar-investigar-buscar nuevos caminos. ¿Qué país seríamos ahora si hubiéramos seguido esta cantaleta, en lugar de aquella triste de extraer- vendercomprar lo que otros inventan, extraer-vender- comprar lo que otros inventan? Sin embargo, soy optimista con respecto a nuestro futuro. O, como dijo nuestro querido Alfredo Bryce, quizá sea un pesimista que quiere que las cosas salgan bien. Mi generación ha podido vivir cambios dramáticos que la de mis padres apenas empezó a asimilar. Mi generación ha visto, casi sin darse cuenta, cómo nuestro país está en el proceso de dejar de ser una sociedad post-colonial de jerarquías según la raza y hoy parece ser una jarra de agua turbulenta que tarde o temprano se aclarará para sedimentarse y mostrarnos una nueva forma de percibirnos y, por lo tanto, de reconocernos. Un ejemplo de esto está en esas realidades que han empezado a tumbarse lo que antes era de sentido común: si hace solo quince años se pensaba que una familia de cholos ayacuchanos jamás podría fruncir la frente de Coca-Cola en el mundo, hoy se ha demostrado que se estaba equivocado. Si antes se presumía que el principal centro comercial del país debía estar junto al aristocrático hipódromo de Lima, hoy se sabe que está donde antes jamás había llegado un caballo. Si hasta hoy se piensa de manera tradicional que Lima es la región que más crece todos los años en el país, me place decirles que en los últimos años ya han sido nueve las regiones que la han superado en los indicadores. De eso se trata el crecimiento de las personas y de las naciones: de transformar lo que se creía inmutable. De eso se están encargando algunos representantes de mi generación. Y es aquí donde me provoca explicar por qué he repetido la palabra “generación” tantas veces en este discurso: ustedes son parte de ella. Ustedes, también, están entre aquellos que han retado a las creencias instaladas que la gente suele repetir. Han estudiado en universidades españolas sin haber comprado un pasaje ni haber pasado por migraciones. Han vencido el prejuicio de que no se puede aprender de un profesor a menos que se esté frente a él y a su pizarra. Han consentido que una persona que tiene menos nivel académico que ustedes les ofrezca nada menos que el discurso de graduación en su maestría. Frente a esto no me queda más que decirles: Gracias por haberme invitado. Gracias por ser de mi generación.