Los retos de la libertad de expresión Por Jaime Vintimilla Saldaña * Conforme lo dispone la Carta Democrática Interamericana (2001), la democracia se transforma en un derecho fundamental que presenta como componentes fundamentales de su ejercicio a la libertad de expresión y de prensa. El tema resulta altamente oportuno, pues en los últimos meses hemos advertido algunos casos que demuestran que esta libertad se encuentra en entredicho, verificando, de este modo, que aún nos encontramos lejos de alcanzarla plenamente y que enfrentamos retos para, de forma cabal, respetarla. Paralelamente, nos hallamos en el importante debate de la Ley de Comunicación, habiéndose deslizado algunos criterios contrarios a las normas del sistema interamericano del cual el Ecuador es miembro, pues la Convención Americana es una verdadera, aunque ignorada, Carta Magna de los Derechos Humanos, de allí que resulte crucial conocer la trayectoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que le ha dedicado, a este derecho, un espacio importante y privilegiado, mediante sus opiniones y sentencias. Antes de nada debe conocerse que la protección de la libertad de expresión dentro del sistema presenta tres elementos: el normativo, el jurisprudencial y el doctrinario. El primero lo componen la Carta de la OEA, la Declaración y la Convención Americanas, y la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la Relatoría Especial. Lo segundo se conforma por las decisiones de la Comisión y de la Corte interamericanas; y el tercero incorpora comunicados de prensa y los informes de la Comisión Interamericana y de la Relatoría Especial, la Declaración de Chapultepec y las obras de destacados autores y organizaciones defensoras. No se puede olvidar que la “libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática. Es indispensable para la formación de la opinión pública y para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones, esté suficientemente informada”, pues “es posible afirmar que una sociedad que no está bien informada no es plenamente libre”. Por lo expuesto, resulta trascendental conocer los mecanismos específicos de protección de este derecho amenazado, ya que se hace necesario conocer las dimensiones que presenta para defenderlo cabalmente. En este aspecto, conforme lo dispone el artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos, debidamente interpretado por la Corte Interamericana, la libertad de pensamiento y expresión “comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole”. Es decir, se advierte una doble dimensión: individual y colectiva. Por una parte, se encuentra el derecho y la libertad individual de expresar el propio pensamiento, pues nadie puede ser menoscabado o impedido arbitrariamente de manifestarlo, existiendo además, de manera complementaria, el derecho colectivo de la ciudadanía a recibir cualquier información y a conocer la expresión del pensamiento ajeno. La misma Corte ha indicado que la democracia “no es concebible sin el debate libre y sin que la disidencia tenga pleno derecho de manifestarse”, por ello su orden público reclama “que se respete, escrupulosamente, el derecho de cada ser humano de expresarse libremente y el de la sociedad en su conjunto de recibir información”. Ecuador ha seguido la tendencia de separar la libertad de pensamiento y expresión del llamado derecho a la información o comunicación, especialmente para sujetar a este último derecho a la exigencia de la veracidad por suponérsele apoyado en hechos objetivos. Considero que se trata, por más norma constitucional que sea, de una suerte de censura previa indirecta, ya que la información es también una especie de la expresión del pensamiento donde se esgrimen no solamente hechos sino también opiniones y hasta juicios de valor. La Jurisprudencia española ha sido clara y nos indica que “la asepsia u objetividad informativa no puede implicar la comunicación escueta de hechos o noticias que no se da siempre en un estado químicamente puro, con lo que sería un límite constitucionalmente inaceptable para la libertad de prensa el impedir formular conjeturas, opiniones y juicios de valor, por cuanto la comunicación periodística supone no sólo ejercicio del derecho de información, sino del derecho más amplio de expresión y de opinión a partir de unos datos fácticos veraces”. El caso Samán vs. Palacio, marca un antecedente preocupante. La Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) remitió un comunicado de prensa donde exhortaba a las autoridades ecuatorianas a aplicar los estándares interamericanos en materia de libertad de expresión, en particular, en cuanto se refieren a evitar el uso del derecho penal para sancionar las expresiones críticas relativas a la actuación de las autoridades en asuntos de interés público. El órgano de promoción y defensa “considera que la decisión judicial referida representa un retroceso en el proceso regional impulsado por varios Estados que han reformado sus marcos jurídicos con la finalidad de no usar el derecho penal para sancionar a quienes emiten opiniones personales o formulan denuncias contra funcionarios públicos, incluso si las mismas son ofensivas, perturbadoras o infundadas”. Por otra parte, es pertinente recordar que la jueza competente olvidó por completo el régimen neo constitucionalista garantista que se encuentra en vigor, pues omitió, en su decisión, la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión. No es posible ignorar el principio 11 que expresa que “los funcionarios públicos están sujetos a un mayor escrutinio por parte de la sociedad” así como el hecho cierto que “las leyes que penalizan la expresión ofensiva dirigida a funcionarios públicos generalmente conocidas como leyes de desacato atentan contra la libertad de expresión y el derecho a la información”. Tampoco es factible descartar el principio 10 en el sentido que “la protección a la reputación debe estar garantizada sólo a través de sanciones civiles, en los casos en que la persona ofendida sea un funcionario público o persona pública o particular que se haya involucrado voluntariamente en asuntos de interés público”. Finalmente la jurisprudencia interamericana ha expresado que “la opinión sobre la actuación de funcionarios públicos, en tanto juicio de valor, no puede ser sancionada, por más ofensiva, chocante o perturbadora que la misma resulte”. Este breve esbozo nos conduce a pensar en la generación de nuevos modelos de liderazgos que nos ayuden a encontrar pautas para una gobernabilidad adecuada así como en la imperiosa necesidad de jueces probos que sean el nexo preciso entre las normas y la realidad socio-económica y política sujeta a tensiones cotidianas. No olvidemos que el magistrado debe estar adornado de grandes dosis de conocimiento jurídico, pero éstas tendrán mayor realce si están acompañadas de virtudes éticas y morales que permitan vencer la tentación del dinero fácil, el fatuo poder y la pasajera fama. Necesitamos jueces talentosos que piensen con libertad y que actúen con prudencia, caso contrario, el cambio de nomenclatura institucional habrá sido vano y sin ninguna trascendencia, porque la sociedad no habrá sido capaz de obtener uno de los aspectos más valiosos: la justicia. Además debemos escoger aquellos liderazgos que van a ayudarnos a ser mejores, pues en esencia se orientan a influenciar a sus seguidores, de allí que si las personas líderes profesan criterios constructivos tendremos ciudadanos propositivos, pero, al contrario, si aparecen ideas que promueven la división y la confrontación, el resultado, indeseable, será contar con personas fundamentalistas que no acepten la diferencia ni el respeto. * Profesor – Escuela de Gobierno, IDE, y Colegio de Jurisprudencia, USFQ