1 Editorial ¿Pueden la encíclica “Spe Salvi” y una reflexión a partir de ella abrir a una mirada interdisciplinar? Sí, aunque en un sentido amplio. Hablar de esperanza es hablar de algo profundamente humano –y quizá constitutivamente humano–, capaz de actualizarse de maneras muy diversas, y no meramente contrapuestas. Así, se puede rastrear la esperanza humana en los individuos y en las comunidades, y en todas las esferas de la actividad humana.. De este modo, la esperanza queda al alcance del estudio de varias disciplinas: psicología, sociología, política, sociología del conocimiento… Pero, en todo caso, en su dimensión trascendental, esto es, como aquello que se halla en la base y como nutriente de todas las particulares esperanzas, trascendiéndolas a todas, vale decir, como dimensión antropológica, es objeto de estudio para la filosofía. Hablar de esperanza cristiana es ya reconocerle a la esperanza la posibilidad –al menos– de configurarse humanamente según una medida divina, que le viene donada, sin por ello anularla en su humanidad. En esta instancia entonces la palabra es de fe teologal y, de manera consecuente, de reflexión teológica. Ambas dimensiones, la filosófica y la teológica, se encuentran en diálogo en “Spe Salvi”; y se encuentran desplegadas más allá de la encíclica, a partir de su impulso. Hablar de la esperanza, entonces, como aquello “ubi divina et humana iunguntur”, exige reflexionar sobre la continuidad-discontinuidad –y la rupturas históricas dadas en la reflexión y el actuar humanos– entre tiempoeternidad, acción humana-acción divina, presente-futuro –para cifrar la cuestión en una terminología que exigiría una revisión profunda–. Y todo ello afecta tanto al pensar filosófico como a la reflexión teológica. ¿Dónde encontrar el punto del equilibrio entre esos términos y de modo tal que no los anule en lo suyo propio ni los reduzca en un hábil construcción conceptual –tanto en la vida vivida como en la reflexión? La reflexión de Fernando Ortega que hoy presentamos se articula según momentos acompasados por el pensamiento papal. En el momento en que arriesga un más allá de la encíclica, con el oído atento a ella, se trata de escudriñar el posible lugar de encuentro, hoy, entre lo que hay de esperanza humana en los logros y los horrores del obrar humano pasado y presente, y la esperanza cristiana que viene de lo Alto. La experiencia de ser infinitamente amado por Dios tal como se es, en todo momento, en toda circunstancia – buena, mala, horrible–, transforma el presente, nos lo re-dona como ya asumido y transfigurado –las llagas permanecen en el Crucificado–, aunque no lo veamos aún en esa nueva y ya presente figura que, sin embargo, ya intuimos –como en cada momento, sumidos en una sinfonía, “adivinamos”, sin oirlo aún, el momento que sigue: una suerte de presente “ensanchado”. La confianza en la melodía del Amor eficaz es la substancia que soporta y une fe y esperanza. Sólo el “aún no” manifestarse de lo ya presente hace el futuro de este presente; futuro que será manifiesto y así presente definitivo (eterno) en el día del juicio. Quizás sea éste el centro de la reflexión papal y de la prolongación de la misma que arriesga Fernando Ortega. * 2 La esperanza y la historia. En diálogo con “Spe salvi” Fernando Ortega1 “Hay silencios que preservan el misterio, hay otros que lo esquivan. Dado que nuestra sociedad se siente fuerte en su maestría operatoria sobre el mundo, y desarmada ante lo que no depende de ella, tiene tendencia a "olvidar" el más allá, y un cristianismo que no quiere ser sospechoso de retraso cultural conserva a menudo en este tema una reserva defensiva. Resulta tentador entonces situar a la esperanza teologal sobre el solo horizonte de la historia y llenar de objetos de este mundo el gran espacio misterioso que ella nos abre, o también pedirle una seguridad para el mañana incierto y un suplemento de alma para los combates políticos del momento. Me temo que ella pierde así su especificidad "teologal" y se alinea entonces sobre un "principio esperanza" puramente inmanente a la historia.” (Marguerite Léna, Espérance et confession de foi) 1- Introducción: breve enfoque teológico del tema Podemos resumir en breves afirmaciones los aspectos esenciales de nuestro tema desde un punto de vista teológico, diciendo que: -La historia no es la meta sino el tiempo de la esperanza. El fin –meta– de la historia es la plenitud metahistórica: resurrección, tierra nueva y cielos nuevos, Dios todo en todos. -Dios viene a la historia (adviento). La historia se hace salvífica. El presente está preñado de lo definitivo. -El sentido salvífico de la historia se manifiesta en Israel y, de manera eminente, en el desenlace pascual de la existencia terrena de Jesús de Nazaret. -Ese sentido, al anticiparse, busca configurar el peregrinar histórico de la humanidad como itinerario performativo de filiación y fraternidad. -Dios como futuro absoluto atrae en la esperanza por su Espíritu, que anticipa el gusto de la gloria y gime en nosotros por ella. Explicito estos puntos con Alfaro,2 que asume en su reflexión toda la riqueza de la doctrina del Concilio Vaticano II. Como en todos los grandes temas cristianos, su carácter paradojal pide una palabra abierta, que respete y celebre lo excesivo del misterio. (1) La resurrección de Cristo ha hecho de la historia el tiempo de la esperanza y ha puesto al hombre en marcha hacia la “tierra nueva y cielo nuevo” (Ap 21,1), hacia el encuentro con Dios en sí mismo. 1 Este artículo debe mucho al Seminario de posgrado que ofrecí en la Facultad de Teología en el primer cuatrimestre del presente año, en el que participaron los licenciandos Acuña, de Melo e Silva Albim, Montero, Sales Chaves y Tabossi, a quienes expreso mi agradecimiento. 2 J.ALFARO, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Herder 1972, 171-195. Juan Alfaro s.j. fue un importante teólogo que dictó durante muchos años –entre otros– el tratado de virtudes teologales en la Universidad Gregoriana (Roma). 3 (2) La resurrección de Cristo no es el resultado del devenir de la historia, sino don absoluto e imprevisible del poder creador de Dios (Rm 4,17; Heb 11,19). Por otra parte, entre la resurrección de Cristo y su plenitud futura (Parusía) no se da la conexión de un proceso necesario, accesible a la razón humana. La garantía última del retorno de Cristo es la fidelidad de Dios que ha obrado la resurrección de Jesús y que no se negará a sí mismo. (3) En la resurrección de Jesús se anticipa el cumplimiento de la salvación futura del hombre y del mundo, en ella se promete el cumplimiento de la libre autodonación definitiva de Dios, misterio que trasciende todas nuestras representaciones, es decir que está más allá de todo lo que el hombre puede prever o disponer mediante su razón y su poder sobre el mundo. Es el futuro de Dios, el futuro que el hombre no puede crear sino únicamente esperar, fundando su espera en la promesa y en la presente comunión de vida con Dios, suscitada por el Espíritu como anticipo de la vida futura. (4) Pero se deforma el sentido de la esperanza cristiana si se la concibe como seguridad humana de la salvación futura (presunción), o como espera pasiva de lo que está ya previamente decidido y que llegará a cumplirse inevitablemente. La esperanza no implica ni la exclusión ni la disminución de nuestra responsabilidad ante el futuro de la historia. (5) Dios ya está viniendo a nosotros mediante el don del Espíritu. Es la autodonación anticipada, absolutamente libre, de Dios por Cristo en el Espíritu; tan libre como su futura y plena autodonación, cuando Dios será todo en todos (1 Co 15,28). El Espíritu de Cristo abre el corazón del hombre a la libertad y a la esperanza de los hijos de Dios; al diálogo del amor y de la confianza con Dios; hace al hombre responsable ante el Dios de la Alianza nueva y definitiva. El hombre debe responder con el “sí” a la llamada de Dios. El diálogo entre la libertad absoluta de Dios y la libertad creatural del hombre constituye el nivel más profundo de la historia, como acontecer abierto siempre al futuro y creativo de lo nuevo. La marcha de la historia es tarea de todos y cada uno de nosotros, cada uno es el autor de un fragmento de historia, un fragmento cuyo sentido positivo o negativo repercute en la totalidad de la historia. (6) En Cristo, un fragmento de la historia (la historia de Jesús de Nazaret) entra en el misterio de Dios. El Hijo de Dios se hizo hombre en la historia, haciendo su propia historia. Su existencia humana se ha plasmado en la historia y ha quedado marcada para siempre por ella. En el resucitado, la historia de Jesús ha sido integrada en su existencia gloriosa, no anulada. La salvación de este fragmento de la historia (la historia de Jesús), que precisamente como fragmento tiene su significado total en su vinculación a la historia universal, decide el sentido último de la historia de la humanidad como historia de salvación. La historia queda destinada, en Cristo resucitado, a su plenitud definitiva. (7) La salvación integral del hombre comienza ya a realizarse anticipadamente durante su existencia en el mundo, como tensión latente hacia el futuro de la resurrección. En la historia misma de la humanidad (y no fuera de ella o en contraposición a ella) está teniendo lugar la historia de la salvación, orientada a la plenitud metahistórica de la historia. Pero este sentido último de la historia no se hace visible plenamente en la 4 marcha misma de la historia. Lo que hay son signos. En la historia, aún como totalidad, Dios permanece el Deus absconditus. Pero es ese Dios el que atrae al hombre, y en él, a la historia, hacia su plenitud futura, a la participación en la gloria de Cristo. (8) La esperanza cristiana salva al hombre de la pretensión utópica de llegar en el mundo al “novum ultimum”, y, al mismo tiempo, salva al devenir histórico de quedar definitivamente paralizado en la monotonía de lo “siempre igual”. Porque mira hacia el porvenir absoluto, la esperanza cristiana relativiza en la perspectiva de lo provisorio todas las metas logradas por el hombre, descubre en ellas la dimensión insuperable de lo penúltimo, y avanza siempre hacia adelante en busca de lo nuevo y mejor; está siempre en éxodo hacia el cumplimiento futuro de la promesa. (9) Lejos de oponerse a las esperanzas del hombre en el mundo o de destruirlas, la esperanza cristiana las integra (purificándolas) en el sentido de su propio movimiento hacia lo nuevo y último. La escatología cristiana no es exclusivamente trascendente, sino indivisiblemente inmanente y trascendente: el cristiano no espera únicamente en el “más allá”, sino también en el “más acá”, en el que Dios está viniendo. Nada de lo que el hombre ha hecho en el mundo como concreción y expresión de la fe, esperanza y caridad, será destruido, sino integrado en la existencia nueva inmortal con Cristo. (10) El Dios cristiano es indivisiblemente el Dios que está viniendo, el Dios que ya está con nosotros, y el Dios que vendrá, el Dios del futuro absoluto, inefable, que supera todo pensamiento y palabra del hombre, el futuro del que ignoramos no solamente el cuando y el cómo, sino también el qué, porque no se identifica con ningun proyecto o porvenir concreto de la humanidad y de la historia en el mundo, porque no deriva de ningun pasado histórico ni de la totalidad de la historia. Es el Por-venir, que vendrá como iniciativa absoluta de la libertad de Dios en el acto soberano de la donación-revelación inmediata de sí mismo (visión de Dios). Si la humanidad y la historia caminan hacia su futuro absoluto, es porque Dios mismo está anticipando su venida en el don del Espíritu: no es el hombre y su historia los que traen el futuro absoluto, sino el mismo futuro, Dios, el que atrae a la humanidad y la historia hacia sí. Los atrae en la esperanza, única actitud posible del hombre respecto al futuro que no puede venir sino como don absoluto de Dios, y que es Dios mismo. * 2-“Spe salvi” ¿qué contexto? Desde estas coordenadas, abordemos ahora un posible ejercicio de diálogo con la segunda encíclica de Benedicto XVI, “Spe salvi”. En “Deus Caritas est” el papa introducía la encíclica dirigiendo una mirada al contexto mundial actual y encontraba allí motivos para abordar el tema de la misma: “En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste [el amor] es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi primera encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás” (DCE n° 1). Es decir que la dramática y paradojal situación generada en el mundo actual –vincular el nombre de Dios con el odio 5 y la violencia– hizo sentir a Benedicto XVI la urgencia pastoral de escribir acerca del amor –eros y agape– en todas sus dimensiones, tanto humanas como divinas. Con “Spe salvi” no ocurre, aparentemente, lo mismo. La contextualización actual de la temática de la segunda carta encíclica es evocada de manera rápida y general, sin mayores precisiones. Basta leer el nº 1 para percibirlo. En el nº 2 se dice: “Antes de ocuparnos de estas preguntas que nos hemos hecho,3 y que hoy son percibidas de un modo particularmente intenso, hemos de escuchar todavía con un poco más de atención el testimonio de la Biblia sobre la esperanza.” Sin embargo, la perspectiva histórica no está ausente de la encíclica, por el contrario subyace a la casi totalidad del texto papal. En efecto, “Spe salvi” empieza (nº 1-9) en el Nuevo Testamento, incluyendo alguna referencia al cristianismo primitivo (n° 4), luego hay una evocación de la Edad Media (n° 15), para pasar luego a un detenido análisis de la Modernidad (n° 16-23), citando a Horkheimer y Adorno en la sección dedicada al Juicio (n° 42). En casi todas estas etapas históricas se destaca, por contraste, la originalidad de la esperanza cristiana, ya sea frente a la ausencia de esperanza en los paganos, o la esperanza de una liberación socio-revolucionaria en la antigüedad (Espartaco), o la esperanza secularizada (burguesa o marxista) de los tiempos modernos, o la ausencia de esperanza en una justicia última por la imposibilidad de aceptar la resurrección de los muertos (Adorno). Esta mirada histórica deja planteado un esbozo de la evolución de la esperanza cristiana en Occidente, y es quizás a través de ese planteo que podemos abordar la cuestión de la esperanza en la actualidad, actualidad que es evocada en la encíclica por ejemplo, en el n° 15, que finaliza con esta pregunta: “¿Acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo?” No es el único texto.4 A saber: “¿De qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata?” 4 En el n° 20 se dice que el marxismo, “gracias a la agudeza de sus análisis y a la clara indicación de los instrumentos para el cambio radical, fascinó y fascina todavía hoy de nuevo.” En el n° 22: “Todos nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso, en manos equivocadas, puede convertirse, y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal.” En el n° 25: “La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre y al mundo si no está orientada por fuerzas externas a ella misma.” En el n° 36: “Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una presencia terrible, incluso para el futuro.” En el n° 42: “En la época moderna, la idea del Juicio final se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso. Pero el contenido fundamental de la espera del Juicio no es que haya simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente. El ateísmo de los siglos XIX y XX, por sus raíces y finalidad, es un moralismo, una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal.” En el n° 43: “Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos.” 3 6 Ahora bien, considerando este conjunto de referencias más o menos explícitas al presente, puede decirse que el principal interlocutor de Benedicto XVI en “Spe salvi” es el mundo moderno. Pero no aquel mundo moderno que tenía frente a sí el Concilio Vaticano II. Recordemos el inicio de Gaudium et spes: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (n°1). La encíclica no refleja ese pathos conciliar. Hay un tono diferente. ¿Cómo interpretarlo? Si bien la modernidad es el referente principal de toda la parte central de la encíclica –la que va del n° 13 al 31– la mirada del papa parece dirigirse a ella desde la situación crítica actual. Así, en el n° 17 – por poner un ejemplo– parece ir más allá de la modernidad, dado que habla de “la crisis actual de la fe que, en sus aspectos concretos, es sobre todo una crisis de la esperanza cristiana.” Podemos ver allí, quizás, una referencia velada a la época contemporánea que, a falta de mejor calificativo, denominamos posmodernidad, la cual, en lo que se refiere a la esperanza, se ubica casi en las antípodas de la época moderna, ya que la falta de esperanza –la crisis de la esperanza– ha llegado a ser, según parece, uno de los componentes esenciales del ánimo epocal actual. En síntesis, dialogando con la modernidad, el papa parece dirigirse, en realidad, a la situación crítica de la esperanza en la posmodernidad. Es una hipótesis de lectura. Tratemos de desarrollarla. * 3- Esperanza y posmodernidad: Ese estado crítico actual en lo que respecta a la esperanza se percibe claramente en la convergencia de interpretaciones de la situación actual del mundo y la historia. Cito algunos ejemplos. Pierre de Charentenay, en la nota editorial –intitulada “Pesimismos y ambiciones”– de la revista Études en su número de enero de este año, afirma: “Un viento de pesimismo sopla sobre… Occidente. No se trata de una de esas pequeñas depresiones debidas a circunstancias adversas o a una dificultad pasajera, sino de un pesimismo profundo, que afecta nuestra capacidad de vivir juntos en nuestras sociedades democráticas modernas. Hemos perdido la capacidad de gobernarnos. El futuro nos causa terror. La perspectiva de los grandes proyectos parecería disiparse. Nos encontramos enredados en situaciones políticas, sociales, económicas intrincadas, cuya solución no es por cierto previsible…Estamos sumergidos en un océano de pesimismo, con un planeta que nos prometen será inhabitable dentro de cien años si no obramos una revolución completa en nuestro modo de vivir.”5 Así, pues, según esta visión, nuestro hoy está cargado de desafíos, pero sobre todo de pesimismo. “El futuro nos causa terror”. Ese número de Études plantea la necesidad de recuperar la noción de “ambición” en un sentido positivo, incluso cristiano, para volver a darle a la esperanza teologal un sustrato antropológico vital. Otra nota característica del mundo actual, junto al pesimismo, es la resignación, como lo señalaba Guillermo Jaim Etcheverry hace unos años, haciéndose eco del libro “El gusto 5 PIERRE DE CHARENTENAY, Pessimismes et ambitions, Études n° 4081, janvier 2008. 7 por el porvenir” de Jean-Claude Guillebaud:6 “En la sociedad actual se extiende una tendencia alarmante: la resignación. Se manifiesta en una suerte de renunciamiento a actuar sobre el mundo que encuentra su justificación en razones tales como el curso autónomo que parecen seguir la técnica, las características del mundo globalizado o el fracaso de las antiguas utopías responsables de verdaderos desastres durante el siglo XX. Nos desentendemos del futuro, abrumados por señales que nos impulsan al gozo del instante inmediato y nos conducen, insensiblemente, a un inevitable desencanto. Encerrados en nosotros mismos, protagonizamos un nuevo individualismo que refleja nuestro retiro progresivo del mundo, abandonando resignados la voluntad de civilizarlo o corregirlo […] aceptamos la perspectiva de la desaparición de la política y, por lo tanto, de la democracia, que no son otra cosa que apuestas al porvenir […] Si renunciamos a los proyectos, a la voluntad de cambiar ese curso de la historia, en suma, a la esperanza, enajenamos nuestra humanidad.”7 Este abandono de la política, del gusto por un proyecto común capaz de mirar hacia el futuro con la esperanza de construir un mundo mejor parece ser, sin lugar a dudas, uno de los signos más inquietantes de nuestro tiempo. Pesimismo, resignación –“nos desentendemos del futuro”– y también individualismo. Hace pocos días decía el padre Calvez en una conferencia: “En el campo político tambien los sistemas de valores se hacen individualistas, es decir que las metas son de tipo individualista: todo debe servir a la realización de mis deseos personales, a la expansión de mi personalidad. Y se puede así hablar de una crisis de lo político con la explosión de un liberalismo individualista en lo político mismo.[…] A pesar de reacciones “comunitarias” o comunitaristas de las que se habla en nuestro tiempo […] el rasgo principal de la mentalidad actual, el valor principal es […] la libertad, la libertad en el sentido inmediato de “lo que me gusta”, en vez de la “razón” o de la “historia” que habían podido dominar en el siglo XIX, en el XX igualmente (en su primera parte por lo menos).”8 Santiago Kovadloff, en una entrevista reciente,9 habla de “la conversión del ciudadano en consumidor”, y de “la conversión de la tierra en objeto extenuado”. En su libro “La lógica de la esperanza” –y en sintonía con el planteo de “Spe salvi”– Bernard Perret10 –ingeniero, economista y sociólogo– nos ayuda a pensar la articulación entre esta situación posmoderna y la etapa histórica anterior, la modernidad. Comienza refiriéndose a esta última: “Lo que denominamos modernidad se caracteriza por una visión fundamentalmente optimista de la historia humana. Historia a menudo trágica, pero de todos modos tendida hacia un futuro necesariamente mejor. En el curso de los últimos siglos esta creencia tomó la forma de una fe a veces ingenua en el progreso técnico. Más recientemente, cristalizó en la idea de un crecimiento económico exponencial e indefinido. Es bajo esta forma como se ha mundializado y como se impone ahora como horizonte de sentido universalmente compartido.[…] A pesar de incontables dramas, las cosas parecen evolucionar más bien en el buen sentido.” J.C.GUILLEBAUD, Le goût de l’avenir, Seuil, 2003. GUILLERMO JAIM ECHEVERRY, Esperanza, Revista La Nación, diciembre 2004. 8 JEAN-YVES CALVEZ, Individualismo y comunidad política, UCA 2008. 9 En Cultura económica, Centro de Estudios en Economía y Cultura, UCA, mayo 2008, n° 71, 49. 10 BERNARD PERRET, La logique de l’espérance, Presses de la Renaissance, Paris, 2006, 192-195. 6 7 8 Entrando más en la actualidad posmoderna afirma nuestro autor: “Sin embargo, nos hemos vuelto más circunspectos. El fin del comunismo y la desaparición casi completa del marxismo en tanto ideología de caracter mesiánico, han cambiado radicalmente el clima intelectual. Desde hace algunos decenios, el futuro es más una amenaza que una promesa segura de felicidad. Incluso creyendo todavía en el progreso tecnológico, hemos aprendido a desconfiar de él, sobre todo después de Hiroshima. A medida que se precisa la perspectiva de una crisis ecológica mayor, la inquietud tiende a imponerse sobre las certezas progresistas. De ahora en adelante estamos unidos más por el temor a las catástrofes (militar, sanitaria, ambiental…) que por la esperanza de un mundo nuevo.” “Saludable en ciertos aspectos, la crisis de la idea de progreso debilita todos nuestros emprendimientos políticos. Mina su sentido y desanima energías. En este vacío, la racionalidad económica se impone como el sentido englobante de la vida social. El dinero estructura nuestra relación con el tiempo y se transforma en un equivalente funcional de lo divino. La política ha perdido su dimensión utópica y nuestros dirigentes tienen la mirada fija en los índices económicos, como si éstos contuviesen en germen todo nuestro futuro. Resulta de esto una dramática pérdida de sentido. Estoy convencido de que esta crisis no podrá ser superada sin volver a la raíz religiosa de la esperanza. No podemos renunciar a reconciliar el sentido y el fin, pero no conoceremos jamás la fórmula de esa reconciliación. No podemos pues sino esperarla, confiarla a la luz de acontecimientos futuros.” Es decir que el tránsito de la modernidad a la posmodernidad va acompañado de una actitud negativa hacia el futuro: “el futuro es más una amenaza que una promesa segura de felicidad.” Afirmación que coincide con las expresiones citadas hace un momento: “el futuro nos causa terror”, “nos desentendemos del futuro”. Agrego un autor más, dada la importancia del tema que nos ocupa. Con mirada lúcida y profunda, Maurice Bellet11 –filósofo, teólogo y psicoanalista– tipifica dramáticamente la situación actual como “crisis mayor”, entendida como aquella crisis que ningun orden puede asumir o superar, y que supone la aparición de un último límite, cuyo franqueamiento provoca un desastre absoluto, irreversible e irreparable. Se trata de un fin de mundo. Bellet pone como ejemplo los campos nazis: lugar de horror no sólo por la presencia del crimen, sino además porque ese crimen fue tal que dejó mudos a los que pudieron volver de allí, que no tenían palabras para decir la muerte que habían vivido. Piensa que ese acontecimiento ha sido, y es todavía, para Occidente, la crisis mayor como vértigo de destrucción que hace dudar del orden humano; como si ese orden se hubiese revelado incapaz de mantener los límites dentro de los cuales lo humano es todavía posible. La crisis mayor sería el caos, terror supremo de los hombres. Lo que está en juego en la crisis mayor –continúa diciendo Bellet– es la destrucción (el hebreo dice Shoah), una destrucción tan radical que escapa a todo pensamiento. Surge aquí una de las cuestiones mayores de nuestro tema: este abismo de destrucción que se ha abierto en la historia con las atrocidades sin nombre de los grandes totalitarismos, ¿puede ser incluido racionalmente en alguna lógica o filosofía de la 11 MAURICE BELLET, Le Dieu sauvage. Pour une foi critique, Bayard 2007. 9 historia? No sólo la razón sino que incluso la misma fe se ve enfrentada a un enorme desafío. “¿Cómo puede la luz de la fe absorber una oscuridad tan profunda como la que envuelve a los grandes crímenes y crueldades del siglo XX?”, es la pregunta que se hace Carlos Hoevel en un artículo sobre los filósofos judíos del siglo XX. Allí afirma que “la historia real ha demostrado con creces que esto no es posible a no ser sacrificando la racionalidad de la verdad en el altar de una historia abundante en irracionalidades o, lo que es lo mismo, suavizando románticamente los contornos reales de la historia para hacerla portadora de una racionalidad que en el fondo se sabe insostenible.” 12 En el mismo sentido dice Perret: “La expresión más acabada de la visión moderna de la Historia se la encuentra en la filosofía de Hegel: todo puede ser pensado bajo el modo del devenir. Todo es movimiento, dinámica orientada hacia la emergencia del Espíritu absoluto. Hegel ve la Historia como un proceso del cual conoce a la vez el sentido y el fin. Instruidos por los dramas del s.XX, medimos mejor los peligros de una tal pretensión. La consecuencia lógica de la filosofía de la Historia es efectivamente la de reducir el sentido de la acción humana a lo que pueda apresurar el fin esperado. Este riesgo se concretizó de manera particularmente aterradora en las experiencias totalitarias del s.XX. Como lo han mostrado muchos autores, uno de los resortes comunes a todos los totalitarismos es la idea de que existe un sentido objetivo de la Historia, una meta final – sociedad sin clases o Gran Reich de mil años– que será necesariamente alcanzado y al cual todo debe ser sacrificado. Millones de hombres y mujeres han sido despiadadamente triturados en el altar de un porvenir radiante. Pero los efectos y los perjuicios de la concepción moderna de la historia desbordan ampliamente el sólo fenómeno totalitario. Todas las grandes ideas que han hecho mover a los hombres, todos los progresismos de los últimos siglos, son fuertemente teleológicos, incluido el liberalismo. El gran relato del crecimiento económico no escapa a las críticas que se le pueden hacer a la filosofía de la Historia. ¿Cómo no señalar la ligereza con la cual se justifican los sufrimientos sociales ocasionados por la brutalidad de los cambios económicos, en nombre de ese bien supremo que es el crecimiento?”13 En su último libro,14 René Girard plantea una crítica semejante a ésta, al sostener que Hegel no habría visto la profundidad última, abismal, de la violencia extrema que puede desencadenar el hombre, de allí que pudo incluir, en su lectura racional de la historia, el momento de la reconciliación. “El pensamiento hegeliano –dice Girard– tiene aspectos trágicos, pero no es catastrófico. Pasa de la dialéctica a la reconciliación, de la reciprocidad [violenta] a la relación [pacífica] de manera muy confiada, dando a menudo la impresión de olvidar de dónde viene. Y viene de lo religioso, del sacrificio, de la muerte y resurrección de Cristo […] Habiendo partido de la antropología cristiana, Hegel la abandona en el camino.”15 12 Cf.CARLOS HOEVEL, Filosofía de la historia y Reino de Dios: un diálogo con la filosofía judía del siglo XX, Communio, marzo 2007. 13 PERRET, o.c., 194-195. 14 RENÉ GIRARD, Achever Clausewitz. Entretiens avec Benoît Chantre, Carnets Nord, 2007. 15 GIRARD, o.c., 70. 10 Retomo el texto de Bellet, que se pregunta cómo se las arregló el hombre, a lo largo de la historia, para superar el estallido de la crisis mayor. Responde considerando lo que él llama las tres edades críticas. En la edad antigua (primera edad crítica), la crisis mayor era vista como acontecimiento monstruoso (como irrupción del Maligno), que debía ser evitada a todo precio (sacrificio, quemar al hereje…). En los tiempos modernos (segunda edad crítica) se produjo una inversión de perspectiva: la crisis mayor se transformó en el tránsito hacia el nuevo orden, como posibilidad del advenimiento de un hombre nuevo. Época de revoluciones políticas y revoluciones del pensamiento, que condujeron al formidable desarrollo de las ciencias, junto con la técnica: fue un cambio de universo, crítico del mundo antiguo. Fin –así se pensaba– del peligro de la crisis mayor, ya que el progreso permitiría superar todo. La tercera edad crítica, dice Bellet, podría ser la nuestra, y se caracteriza por el desmoronamiento de la esperanza de los tiempos modernos. Todo comienza en 1914, con la primera guerra mundial. Pero el acontecimiento más grave, según Bellet, es la manera en que ha evolucionado la tecnociencia. Cada vez más desvinculada de su filosofía-madre –que le daba incialmente la amplitud de una reflexión que incluía también a Dios y al hombre–, librada a lo incontrolable, la tecnociencia es un fenómeno ambiguo. Si bien constituye por una parte un proceso prodigioso de desarrollo, crecimiento y poder, por otro lado parece morir la idea de que en ella –la tecnociencia– se esté operando el paso al orden nuevo, desligado para siempre de las crisis mayores. De ahí en más, la crisis mayor parecería caracterizar la condición humana, sería la misma condición humana. La crítica se dirige ahora contra la edad moderna y su ambición misma. Lo peor es que la revolución produce –o puede producir– el anti-orden, u orden inverso. No es por casualidad, piensa Bellet, que Hitler pudo fascinar, o que la revolución bolchevique pudo suscitar tantos sacrificios. Es que verdaderamente aparecía “el orden nuevo”… pero que se reveló, después, como un hundimiento atroz en la mismísima crisis mayor. En nombre del gran Poder “todo está permitido”, la destrucción más abyecta se vuelve organizada, sistematizada, científicamente conducida. Eso es lo que constituyó el horror de los campos nazis. Perversión mayor. Significa entonces que no existe ninguna hermosa necesidad histórica y lógica que, en la muerte de los viejos mundos, daría nacimiento a la humanidad radiante y feliz. Hasta aquí la descripción de Bellet. Quisiera detenerme en esta última frase, ya que ella apunta hacia el corazón mismo de nuestro tema: la esperanza y la historia. Cito nuevamente a Hoevel: “La realidad horrible del Holocausto en el que millones de personas inocentes han experimentado sufrimientos inimaginables, se ha convertido sin dudas en el acontecimiento paradigmático del desafío que plantea para los teólogos de nuestro tiempo la imagen del Reino de Dios como una realidad efectivamente presente en la historia… La pregunta que este tipo de teología procura en el fondo contestar es: ¿cómo puede la luz de la fe absorber una oscuridad tan profunda como la que envuelve a los grandes crímenes y crueldades del siglo XX?”16 Resulta interesante citar, en este contexto, a Joseph Ratzinger en su libro “Ser cristiano”: “La idea de que los años posteriores a Cristo, comparados con los precedentes, son de salvación nos parecerá una 16 CARLOS HOEVEL, Filosofía de la historia y Reino de Dios: un diálogo con la filosofía judía del siglo XX, Communio, marzo 2007. 11 cruel ironía si recordamos fechas como 1914, 1918, 1933, 1945; fechas que indican los períodos de guerras mundiales, en las que millones de hombres perdieron sus vidas, a menudo en circunstancias espantosas; fechas que reviven el recuerdo de atrocidades en las que la humanidad no se vio nunca anteriormente. [...] Si pensamos estas cosas, no nos resultará fácil dividir la historia en un período de salvación y otro de condenación. [...] Si somos sinceros, no volveremos a construir una teoría que distribuya la historia en zonas de salvación y zonas de condenación. Más bien, nos aparecerá toda la historia como una masa gris, en la que siempre es posible vislumbrar los resplandores de una bondad que no ha desaparecido por completo, en la que siempre se encuentran en los hombres anhelos de hacer el bien, pero en la que también siempre se producen fracasos que conducen a las atrocidades del mal.” 17 Habiendo visitado estas descripciones de lo que podemos llamar la posmodernidad, volvamos a “Spe salvi”. El tema de los horrores abismales sembrados por el hombre a lo largo de la historia, quedará evocado en la encíclica desde la perspectiva de una justicia última, la de Dios en el Juicio final, acontecimiento que se transforma así en fuente de esperanza: “Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva”, dirá el papa en el n° 43.18 Pero ahora nos interesa preguntarnos de qué manera la encíclica aporta elementos para salir al encuentro de la problemática contemporánea –posmoderna– problemática que, como acabamos de visualizar, hiere el corazón mismo de la esperanza, tal como se afirma en el n° 17: “la crisis actual de la fe que, en sus aspectos concretos, es sobre todo una crisis de la esperanza cristiana.” Esta afirmación se encuentra en la sección de la encíclica donde el papa analiza la transformación de la esperanza durante la modernidad. Por lo tanto, un inicio de respuesta a nuestra pregunta sería, a modo de hipótesis, pensar 17 J.RATZINGER, Ser cristiano, Sígueme, Salamanca, 1967, 14. Cf. CARLOS GALLI, Dar razón de nuestra esperanza, en Consonancias n° 24, UCA, junio 2008: “El Pueblo de Dios peregrino tiene una dimensión escatológica porque el Reino de Dios ya está presente en la historia aunque se consumará en la eternidad. La Iglesia realiza esa comunión en la esperanza que trasciende el límite de la muerte. Todas las utopías chocan contra ese muro mortal, no pueden hacer justicia a los muertos del pasado, sobre todo a tantas víctimas inocentes de la injusticia y, por eso, no fundan una esperanza real para todos los hombres de todos los tiempos. Porque la esperanza tiene que acreditarse en la vida, transformándola, y ante la muerte, trascendiéndola. […] Nuestra fe se centra en Jesucristo Crucificado y Resucitado, y nuestra esperanza se orienta hacia la resurrección de los muertos para la vida en el mundo futuro. En diálogo con Th. Adorno, que postuló cierta “resurrección de los muertos” para revocar la injusticia sufrida en el pasado, el Papa retoma dos temas constantes de su teología: la asunción del sufrimiento inocente por el Crucificado, y el nexo de la esperanza de la Justicia con la fe en la Vida eterna.” 18 12 que es a través del análisis del conflicto con la modernidad, a través de un esfuerzo de comprensión teológica de dicho conflicto, como el papa nos pone en perspectiva para abordar hoy sus consecuencias negativas. Es ese conflicto –el de la modernidad– el que ocupa el centro de la argumentación de “Spe salvi”, no el análisis de la posmodernidad. Por lo tanto es hacia esa sección de la encíclica –entre los números 13 y 31– que dirigiremos nuestra atención. Pero dado que el papa nos introduce en esa temática –la del conflicto entre esperanza cristiana y mundo moderno– luego de haber presentado algunos aspectos esenciales de la segunda virtud teologal, debemos comenzar por el análisis de la primera parte de la encíclica. Sin duda no es la finalidad del papa una presentación exhaustiva de la doctrina de la esperanza cristiana. Benedicto XVI ha seleccionado aquellos aspectos que responden al objetivo que se propuso al presentar a la Iglesia una reflexión sobre la segunda virtud teologal. Trataremos de percibir dichos aspectos recorriendo el texto para plantearnos luego algunos interrogantes, en diálogo con otros autores. * 4- Dimensión liberadora de la esperanza cristiana Los números 1 a 12 de la encíclica plantean, a mi juicio, lo que podría denominarse la dimensión liberadora de la esperanza cristiana. Dimensión liberadora que se explicita y culmina en términos de Vida eterna como futuro, un futuro que a su vez incide en la experiencia del presente. El hecho de saber que la vida no termina en la nada sino en una plenitud inimaginable cambia el presente: el mensaje cristiano no es solamente informativo, sino ante todo performativo. “Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (nº 2). El ejemplo de Josefina Bakhita es elocuente: “En este momento tuvo ‘esperanza’; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue ‘redimida’, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios” (nº 3). El nº 4 aporta un elemento importante para la comprensión de la dimensión liberadora de la esperanza cristiana. Se trata de la afirmación del carácter interior de la renovación que produce la novedad evangélica: “El cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco que, con luchas cruentas, fracasó. Jesús no era Espartaco, no era un combatiente por una liberación política como Barrabás o Bar-Kokebá. Lo que Jesús había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente diverso: el encuentro con el Señor de todos los señores, el encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transformaba desde dentro la vida y el mundo.” Y, refiriéndose a la Carta a Filemón, afirma: “Aunque las estructuras externas permanecieran igual, esto cambiaba la sociedad desde dentro.” Este acento puesto en la interioridad introduce la tensión entre exterior e interior que se prolongará en la tensión entre la ciudad terrena y ciudad celeste en la Carta a los Hebreos y será un factor importante para el análisis de la esperanza en la modernidad. 13 Los números 5 y 6 dan a la dimensión liberadora su contenido cristológico: la vida humana no está regida por ciegas y anónimas leyes cósmicas y materiales, sino por el Señor de dichas leyes, que es una Persona con la cual podemos vincularnos y así quedar liberados de la esclavitud del universo y sus leyes. La figura de Cristo es presentada como filósofo y como pastor que conoce verdaderamente la vida que anhelamos y que puede guiarnos hacia ella a través de la oscuridad. “Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su ‘vara y su cayado me sosiega’, de modo que ‘nada temo’ (cf. Sal 23 [22],4), era la nueva ‘esperanza’ que brotaba en la vida de los creyentes.” (nº 6). Los números 7 al 9 abordan el tema bíblico, privilegiando el texto de Hebreos 11,1. En este pasaje “se encuentra una especie de definición de la fe que une estrechamente esta virtud a la esperanza” (n° 7). Ya en el n° 2 el papa había señalado que en muchos pasajes de la Biblia “las palabras fe y esperanza parecen intercambiables.” Leyendo el n° 7, es fácil percibir el interés por la palabra “hypostasis” dentro de dicha definición: “La fe es hypostasis de lo que se espera y prueba de lo que no se ve” (Heb 11,1). Pasando del griego al latín, la palabra substantia, dirá Benedicto XVI, se explicita en Tomás de Aquino como habitus, “es decir –agrega– una constante disposición del ánimo, gracias a la cual comienza en nosotros la vida eterna y la razón se siente inclinada a aceptar lo que ella misma no ve. Así pues, el concepto de ‘sustancia’ queda modificado en el sentido de que por la fe, de manera incipiente, podríamos decir ‘en germen’ –por tanto según la ‘sustancia’– ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta ‘realidad’ que ha de venir no es visible aún en el mundo externo (no ‘aparece’), pero debido a que, como realidad inicial y dinámica, la llevamos dentro de nosotros, nace ya ahora una cierta percepción de la misma.” Hago notar la reaparición de la tensión interno/externo que subrayé anteriormente. El papa insiste, frente a la antigua interpretación protestante, en el sentido objetivo de las palabras “sustancia” y “prueba” (argumentum), para concluir que la fe nos da “ya ahora algo de la realidad esperada… el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras.” (n° 7). La mirada bíblica sobre la esperanza se completa en los números 8 y 9 con otros textos de la misma carta (Heb10,34.36.39) que sirven para introducir el tema de la certeza de la esperanza, tema de interés para el papa, ya que lo menciona desde el inicio de la encíclica: “¿de qué tipo de certeza se trata?” (n° 1). Son dos las ideas fundamentales. La primera, centrada en la palabra hyparchonta, insiste en el contraste entre “dos especies de «sustancia», entre sustento o base material y la afirmación de la fe como «base», como «sustancia» que perdura. La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente el fundamento habitual, la confianza en la renta material, queda relativizado” (n° 8). La segunda idea se relaciona con la palabra hypomone (Heb 10,36), la cual, se afirma en el n° 9, “se traduce normalmente por «paciencia», perseverancia, constancia. El creyente 14 necesita saber esperar soportando pacientemente las pruebas para poder «alcanzar la promesa» (cf.10,36). En la religiosidad del antiguo judaísmo, esta palabra se usó expresamente para designar la espera de Dios característica de Israel: su perseverar en la fidelidad a Dios basándose en la certeza de la Alianza, en medio de un mundo que contradice a Dios. Así, la palabra indica una esperanza vivida, una existencia basada en la certeza de la esperanza. En el Nuevo Testamento, esta espera de Dios, este estar de parte de Dios, asume un nuevo significado: Dios se ha manifestado en Cristo. Nos ha comunicado ya la «sustancia» de las realidades futuras y, de este modo, la espera de Dios adquiere una nueva certeza. Se esperan las realidades futuras a partir de un presente ya entregado. Es la espera, ante la presencia de Cristo, con Cristo presente, de que su Cuerpo se complete, con vistas a su llegada definitiva.” Los números 10 a 12 culminan esta primera parte de la encíclica –que he titulado la dimensión liberadora de la esperanza cristiana– con el tema de la Vida eterna, que el papa introduce a partir del rito del Bautismo. “Pero entonces –dice– surge la cuestión: ¿De verdad queremos esto: vivir eternamente?” No se trata de “seguir viviendo para siempre”, lo cual “sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable”. Pero tampoco queremos morir. “Por un lado, no queremos morir; los que nos aman, sobre todo, no quieren que muramos. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente, y tampoco la tierra ha sido creada con esta perspectiva. Entonces, ¿qué es realmente lo que queremos?” (n°10). La respuesta es la siguiente: “Hay momentos en que de repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera «vida», así debería ser. En contraste con ello, lo que cotidianamente llamamos «vida», en verdad no lo es.” (n° 11). El san Agustín de la Carta a Proba ofrece al papa la descripción de la paradojal situación que vive el hombre con respecto al objeto último de su deseo: “pensándolo bien, no sabemos en absoluto lo que deseamos, lo que quisiéramos concretamente. Desconocemos del todo esta realidad… Sin embargo, en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir… No sabemos lo que queremos realmente…y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados.” Y agrega el papa: “La expresión «vida eterna» trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida.” (n° 12). Y concluye: “Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría» (16,22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender aquello hacia lo que tiende [el objetivo de] la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestra vida con Cristo.” (“In hanc enim partem cogitare debemus si comprehendere concupiscimus quo tandem christiana tendat spes, ex fide quid exspectemus atque nostra ex vita cum Christo”). * 15 5- La dimensión socio-temporal de la esperanza cristiana Hasta aquí una presentación de los primeros doce números de la encíclica, que me he permitido interpretar como la dimensión liberadora de la esperanza cristiana. Esa liberación se refiere esencialmente al don de la Vida eterna que no es sólo una realidad futura sino que la fe “nos da ya ahora algo de la realidad esperada” (n° 7). Ese anticipo da a la esperanza “una nueva certeza” (n° 9), que plenifica la “certeza de la Alianza” (n° 9), y hace nacer una experiencia de redención, de liberación (cf.n° 3). Una vez afirmada con claridad –desde los textos de la Carta a los Hebreos hasta el tema de la Vida eterna– la dimensión liberadora teologal y espiritual-interior de la esperanza cristiana, el papa introduce –de los números 13 a 31– lo que puede entenderse como dimensión socio-temporal de la segunda virtud teologal. Son dos aspectos que servirán de tránsito para ingresar en la problemática de la evolución sufrida por la esperanza durante la modernidad, tema que, como hemos dicho, es de capital importancia. Dichas dimensiones se presentan diciendo, en primer lugar, que la esperanza cristiana no es individualista (n° 13) sino comunitaria: “Esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente en un «pueblo» y sólo puede realizarse para cada persona dentro de este «nosotros». Precisamente por eso presupone dejar de estar encerrados en el propio «yo», porque sólo la apertura a este sujeto universal abre también la mirada hacia la fuente de la alegría, hacia el amor mismo, hacia Dios.” (n° 14). En segundo lugar, la esperanza cristiana no se desentiende de la construcción de la ciudad terrena, de la edificación del mundo: “Esta concepción de la «vida bienaventurada» orientada hacia la comunidad se refiere a algo que está ciertamente más allá del mundo presente, pero precisamente por eso tiene que ver también con la edificación del mundo, de maneras muy diferentes según el contexto histórico y las posibilidades que éste ofrece o excluye.” (n° 15). En este segundo aspecto, “Spe salvi” sintoniza con “Gaudium et Spes” 39: “Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios.”19 La afirmación de estas dos dimensiones –social y temporal– busca responder a la crítica hecha a la esperanza cristiana en la edad moderna: “En los tiempos modernos se ha desencadenado una crítica cada vez más dura contra este tipo de esperanza: consistiría en Cf.CARLOS GALLI, Dar razón de nuestra esperanza, en Consonancias n° 24, UCA, junio 2008,14: “La esperanza teologal, anclada en Dios (Hb 6,19), compromete al cristiano con las esperanzas históricas que animan la lucha por un mundo más justo y digno para todos, especialmente para los pobres y olvidados que Dios, en su memoria, no olvida.[…]El Pueblo de Dios acompaña, discierne y recrea las esperanzas históricas de los pueblos mientras da testimonio de la esperanza fundamental que guía al peregrino hacia “la ciudad futura” (Hb 13,14). La esperanza del Reino de Dios consumado es contemplativa y activa: eleva los ojos para mirar el cielo pero lleva a poner las manos para transformar la tierra. En la tensión interior a la esperanza se confirma la relación compleja, paradojal y dialéctica entre la Iglesia y el Mundo.” 19 16 puro individualismo, que habría abandonado el mundo a su miseria y se habría amparado en una salvación eterna exclusivamente privada.” Así decía el n° 13, al inicio de esta segunda parte de la encíclica. Vamos entrando así en la transformación de la esperanza en los tiempos modernos. La encíclica señala los dos momentos principales en el desarrollo de esta nueva esperanza: el momento burgués, liberal (simbolizado por los nombres de Bacon y Kant, y por la Revolución francesa, n° 16-19) y el momento marxista (simbolizado en los nombres de Engels-Marx-Lenin, y en la revolución socialista, n° 20-23). Del primero de ellos dice el papa que “hay dos categorías que ocupan cada vez más el centro de la idea de progreso: razón y libertad. El progreso es sobre todo un progreso del dominio creciente de la razón, y esta razón es considerada obviamente un poder del bien y para el bien. El progreso es la superación de todas las dependencias, es progreso hacia la libertad perfecta. También la libertad es considerada sólo como promesa, en la cual el hombre llega a su plenitud. En ambos conceptos –libertad y razón– hay un aspecto político. En efecto, se espera el reino de la razón como la nueva condición de la humanidad que llega a ser totalmente libre.[…] Pero en ambos conceptos clave, «razón» y «libertad», el pensamiento está siempre, tácitamente, en contraste también con los vínculos de la fe y de la Iglesia, así como con los vínculos de los ordenamientos estatales de entonces. Ambos conceptos llevan en sí mismos, pues, un potencial revolucionario de enorme fuerza explosiva.” (n° 18) El papa distingue en Kant dos valoraciones –separadas por muy pocos años, 1792 y 1795–de esta nueva fe, una –la primera– mucho más optimista que la segunda, en la que avizora la posibilidad de que ocurra, “bajo el aspecto moral, el final (perverso) de todas las cosas” (n° 19).20 El segundo momento es presentado así: “Después de la revolución burguesa de 1789 había llegado la hora de una nueva revolución, la proletaria: el progreso no podía avanzar simplemente de modo lineal a pequeños pasos. Hacía falta el salto revolucionario. Karl Marx recogió esta llamada del momento y, con vigor de lenguaje y pensamiento, trató de encauzar este nuevo y, como él pensaba, definitivo gran paso de la historia hacia la salvación, hacia lo que Kant había calificado como el «reino de Dios». Al haber desaparecido la verdad del más allá, se trataría ahora de establecer la verdad del más acá. La crítica del cielo se transforma en la crítica de la tierra, la crítica de la teología en la crítica de la política” (n° 20). Ahora bien, tanto uno como otro momento –pero especialmente el segundo– han olvidado, nos dice el papa, la realidad de la libertad histórica del hombre, con su posibilidad de elegir el mal y la consiguiente necesidad de renovar continuamente su compromiso ético: ni la ciencia, ni la política, ni las estructuras son capaces de redimir al hombre, que no es naturalmente bueno. “El error de Marx no consiste sólo en no haber ideado los ordenamientos necesarios para el nuevo mundo; en éste, en efecto, ya no habría necesidad de ellos. Que no diga nada de eso es una consecuencia lógica de su Según José Pablo Martín, “el papa sustituye por puntos suspensivos una frase de Kant: “Lo que bien podría ocurrir cuando (el cristianismo) tomara las armas de la autoridad absoluta en lugar de su espíritu pacífico”. J.P.MARTÍN, Ratzinger versus Kant, en Le Monde diplomatique, Febrero 2008, 7. 20 17 planteamiento. Su error está más al fondo. Ha olvidado que el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad. Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es sólo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo sólo desde fuera, creando condiciones económicas favorables” (n° 21). Podría pensarse, más allá del texto papal, que las dos Guerras mundiales –entre otros hechos– ilustran dramáticamente esta persistencia de la complicidad del hombre con el mal. Recordemos en este sentido el texto de Ratzinger ya citado. Actualmente se estaría entonces en presencia de una comprobación del “fracaso” de la ideología iluminista (en sus dos momentos, burgués y marxista) en su intento de crear una humanidad nueva, reconciliada, a partir de la razón, de la ciencia, y de la política. ¿Significará esto que estamos entonces ante la posibilidad –una vez despertados brutalmente del “sueño” moderno– de que la esperanza cristiana pueda volver a presentarse como alternativa válida para el mundo actual? El papa, a partir de su análisis sobre Marx, concluye: “Así, pues, nos encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces.” (n° 22). En el n° 23 encontramos una síntesis del pensamiento del papa sobre el tema que nos ocupa: “Por tanto, no cabe duda de que un «reino de Dios» instaurado sin Dios –un reino, pues, sólo del hombre– desemboca inevitablemente en «el final perverso» de todas las cosas descrito por Kant: lo hemos visto y lo seguimos viendo siempre una y otra vez. Pero tampoco cabe duda de que Dios entra realmente en las cosas humanas a condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que Él mismo salga a nuestro encuentro y nos hable. Por eso la razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella misma: razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y su misión.” Esta última frase –en la que hay tal vez una alusión implícita a “Fides et Ratio”– es, a mi juicio, importante para pensar la relación entre posmodernidad y esperanza. Así como la fe y la razón se necesitan mutuamente, de un modo análogo podría pensarse que la o las esperanzas humanas y la esperanza cristiana (la gran esperanza, como la llama el papa) también se necesitan mutuamente. Pero antes de reflexionar acerca de esa posible relación, es importante señalar dos cosas: la primera es que las esperanzas humanas, en la posmodernidad, están, como sabemos, en crisis; la segunda es que la esperanza cristiana que ha “sobrevivido” a los tiempos modernos es, como se ha visto, una esperanza disminuida, reducida –en y por la modernidad– a la dimensión individual, y excluida de la construcción-transformación del mundo. Volver a plantear hoy la necesidad y conveniencia de una tal esperanza cristiana implicará entonces volver a darle toda su amplitud, ayudarla a recuperar su verdadera fisonomía. 18 A eso dedica el papa los números 24 a 31 de “Spe salvi”, que culminan en una síntesis donde Benedicto XVI quiere dejar claramente establecida la relación entre las esperanzas y la gran esperanza. Conviene leer atentamente los números 30 y 31. “Resumamos –dice el papa– lo que hasta ahora ha aflorado en el desarrollo de nuestras reflexiones. A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida.[…] Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. En este sentido, la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero «reino de Dios». Esta esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande y realista, la que el hombre necesita. Ésta sería capaz de movilizar –por algún tiempo– todas las energías del hombre; este gran objetivo parecía merecer todo tipo de esfuerzos. Pero a lo largo del tiempo se vio claramente que esta esperanza se va alejando cada vez más. Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza para los hombres del mañana, pero no una esperanza para mí. Y aunque el «para todos» forme parte de la gran esperanza –no puedo ciertamente llegar a ser feliz contra o sin los otros–, es verdad que una esperanza que no se refiera a mí personalmente, ni siquiera es una verdadera esperanza. También resultó evidente que ésta era una esperanza contra la libertad, porque la situación de las realidades humanas depende en cada generación de la libre decisión de los hombres que pertenecen a ella. […] Así, aunque sea necesario un empeño constante para mejorar el mundo, el mundo mejor del mañana no puede ser el contenido propio y suficiente de nuestra esperanza. A este propósito se plantea siempre la pregunta: ¿Cuándo es «mejor» el mundo? ¿Qué es lo que lo hace bueno? ¿Según qué criterio se puede valorar si es bueno? ¿Y por qué vías se puede alcanzar esta «bondad»? (n° 30) En el n° 31 se afirma la necesidad de las esperanzas humanas, y la necesidad aún mayor de la gran esperanza. “Más aún: nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar.[…] Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es «realmente» vida.” (n° 31) * 6- En diálogo con “Spe salvi” (I) Algunas cuestiones: 19 A partir de esta presentación –sin duda parcial– de la encíclica, y pensando en un posible encuentro/diálogo de la esperanza cristiana con la posmodernidad, retomo algunas cuestiones que ya fui planteando y agrego otras nuevas. En esta última parte de mi reflexión haré algunas referencias a la sección de la encíclica que se desarrolla entre los números 32 al 48, y que el papa denomina “Lugares de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza”. Después de presentar la dimensión liberadora de la esperanza cristiana y su dimensión socio-temporal, ahora el tema es el de la dimensión moral de la esperanza, dado que se aborda la cuestión de nuestra participación libre y responsable en el ejercicio de la segunda virtud teologal, ya sea en la oración (n° 32-34), o en la acción y en el sufrimiento (n° 35-40), o en la mirada hacia adelante (n°41-48), “hacia la hora de la justicia que el Señor había preanunciado repetidamente” (n°41). Teniendo presente entonces esta tercera parte de la encíclica, vuelvo a las cuestiones propuestas para intentar encontrar algunos atisbos de respuestas, sabiendo que ellas implicarán para la esperanza cristiana, sobreviviente aunque debilitada, la posibilidad de aprender a ser plenamente sí misma. Formulo tres cuestiones, inspirándome en el final del nº 34: “la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás. Y es esperanza activa, con la cual luchamos para que las cosas no acaben en un «final perverso». Es también esperanza activa en el sentido de que mantenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza verdaderamente humana.” (a) ¿Con qué esperanzas humanas se encontraría hoy la esperanza cristiana? ¿No es acaso verdad que el mundo posmoderno se caracteriza, como hemos visto, por haber perdido “el gusto por el futuro” y con él todo proyecto común serio y de verdadera hondura humana? La globalización actual, dominada por el mercado, no es un soporte suficiente para vehiculizar una esperanza humana digna de ese nombre. La salvación del desastre ecológico amenazante va un poco más lejos pero tampoco es suficiente. La violencia terrorista y antiterrorista complica aún más el panorama. ¿Sobre qué “anclar” o articular la esperanza cristiana en lo que se refiere a un aspecto de su objeto, no el primero y principal, que denominamos Vida eterna, sino, para decirlo con lenguaje conciliar, “la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana” (GS 39)? (b) Otro aspecto, inseparable del anterior, sería el de plantearse las condiciones de un posible “llamado” hecho desde la esperanza cristiana a las debilitadas esperanzas humanas a no desfallecer en su búsqueda de un mundo mejor, un poco a la manera en la que, en Fides et Ratio, la fe llamaba a la razón a ir más lejos en cuanto razón. ¿Podrá la esperanza cristiana suscitar ella esperanzas humanas y sostenerlas, purificándolas cuando sea necesario? Lograr esto sería salir completamente del conflicto propio del planteo de la modernidad, donde la esperanza humana –en cuanto progreso y afirmación de la autonomía del hombre– eliminó del espacio cultural a la esperanza cristiana. Ahora la situación sería prácticamente la inversa: la esperanza cristiana llamaría casi “ex nihilo” a las esperanzas humanas a volver al ámbito de la cultura, que abarca todos los aspectos de la vida humana: política, social, económica, artística, etc. Sería quizás el ámbito propio de la Doctrina Social de la Iglesia, donde se plantea de modo concreto la articulación 20 entre el esfuerzo humano y el don divino, unidos en “la edificación del mundo” (Spe salvi n° 15). (c) Para hacer este llamado la Iglesia se deberá sentir, como afirma en Gaudium et Spes, solidaria de las esperanzas y aspiraciones del hombre contemporáneo. Considero que esto puede implicar una conversión de la mirada eclesial en cuanto al discernimiento del mundo actual, posmoderno. (II) Intentos de respuesta a estas cuestiones Para avanzar en la búsqueda de posibles respuestas a estos interrogantes propongo tomar como criterio lo expresado en el n° 22, a saber, la necesidad de “una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces”. Asumamos esta indicación del papa dirigiendo nuestra mirada hacia las raíces veterotestamentarias de la esperanza cristiana, siguiendo el ejemplo de los apóstoles: “Pablo no orientó los corazones hacia Cristo mostrando que llevaba a plenitud la esperanza de los filósofos […] sino mostrando que llevaba a plenitud y universalizaba la esperanza de Israel. "Dar razón de la esperanza" consiste, para el pagano convertido al cual Pedro se dirige, en manifestarse como heredero, en Cristo, de la promesa hecha a Israel […] Dar razón de esta esperanza, para el cristiano salido del judaísmo […] es manifestar a Cristo como el cumplimiento de todas las promesas de Dios. Es necesario pues encontrar el enraizamiento bíblico de la esperanza teologal, ese lento trabajo de la Promesa, en todo el Antiguo testamento, para despertar la espera de Israel a su objeto y su dimensión verdaderos.”21 (a) En la primera de esas cuestiones nos preguntábamos: ¿Sobre qué “anclar” o articular la esperanza cristiana en lo que se refiere a un aspecto de su objeto, no el primero y principal, que denominamos Vida eterna, sino, para decirlo con lenguaje de la encíclica, “la edificación del mundo” (n°15), “para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro” (n°35)? En este sentido, lo primero que la esperanza debe reaprender es, precisamente, su extraordinaria fuerza perfeccionadora moral, que imprime en la historia un antes y un después. ¿De qué perfección moral se trata? En su libro “¿Qué es Occidente?”22 Philippe Nemo hace la siguiente reflexión: “Ninguna civilización no occidental parece haber querido deliberadamente el progreso. El mundo greco-romano, si bien aportó de facto a la historia de las civilizaciones cambios importantes, no deseó deliberadamente el cambio en cuanto tal, ni pensó el progreso indefinido como algo que debía constituir la marcha normal de la humanidad. Por lo tanto, si se admite que la civilización occidental integra esta dimensión, debe suponerse que debe su aporte a un nuevo elemento. Mi hipótesis es que este elemento es el judeo-cristianismo. A mi entender es la moral judeo-cristiana del amor o de la compasión la que, aportando una sensibilidad inédita ante el sufrimiento humano, un espíritu –sin equivalente en la historia anterior conocida– de rebelión contra la idea de la normalidad del mal, dio el primer impulso a la dinámica del progreso 21 22 MARGUERITE LÉNA, Espérance et confession de foi. PH.NEMO, ¿Qué es Occidente?, PUF 2004, Capítulo 3: La ética y la escatología bíblicas. 21 histórico. […] La moral bíblica es esencialmente una moral de la compasión, que condujo a una percepción del sufrimiento humano más aguda que jamás anteriormente, e incitó a considerar por lo tanto como anormales e insoportables los males que la humanidad, hasta entonces, juzgaba como parte del orden eterno de las cosas.” Volvamos a Spe salvi. Después de haber ubicado el actuar humano esperanzado en el orden de una colaboración con Dios (n° 35), la encíclica, en el n° 36, aborda la delicada cuestión de la necesidad y a la vez de los límites de dicho actuar ante la realidad del sufrimiento: “Conviene ciertamente hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que –lo vemos– es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella” (n°36). Vamos así ingresando en el corazón del tema del sufrimiento como lugar mayor de aprendizaje y ejercicio de la esperanza. Nos vamos acercando a la posible respuesta – respuesta paradojal, como veremos– a nuestra cuestión. En el n° 38 se afirma que “la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. […] aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de un otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor. La palabra latina consolatio, consolación, lo expresa de manera muy bella, sugiriendo un «ser-con» en la soledad, que entonces ya no es soledad” (n° 38). Puede ser que estemos ante el “objeto” que estamos buscando, a saber, esa realidad que puede servir hoy de soporte para el encuentro entre la esperanza cristiana y el mundo posmoderno. Tal “objeto” –en realidad más que de objeto habría que hablar de acontecimiento– sería el encuentro con el otro, y de manera privilegiada, el encuentro con el otro sufriente. Es lo que nos enseñan, según el texto de Hoevel ya citado, los filósofos judíos del siglo XX 23 : “La experiencia de sufrimiento en común de todos estos autores, vivida en contacto, cercano o lejano, con la tradición judía, les ha permitido sobrepasar el historicismo de sus orígenes ideológicos ya sea kantianos, hegelianos o marxistas y realizar un aporte clave para una nueva comprensión de la historia de cara al siglo XX. […] Todos estos pensadores rechazaron el historicismo pero no cayeron en la Hoevel se refiere a “filósofos aparentemente tan disímiles como el neokantiano Hermann Cohen, el neohegeliano Franz Rosenzweig, el cabalista Gershom Scholem y los neomarxistas Walter Benjamin, Theodor Adorno, Max Horkheimer, Ernst Bloch o Bertolt Brecht.” A los que se suman Martin Buber, Abraham Joshua Heschel o Emmanuel Levinas. 23 22 irracionalidad ni en el nihilismo. En cambio, ensayaron una nueva filosofía capaz de realizar la crítica de una lógica racionalista del tiempo descubriendo, de un modo extraño y original, un nuevo tipo de logos en la historia.” ¿Cuál? “El camino elegido por los pensadores judíos ha sido ciertamente el de una “desconstrucción” de un tipo de logos de la historia entendido como el despliegue dialéctico de una categoría genérica cualquiera (Progreso, Espíritu, Proletariado, Nación, Cultura, etc.) […] En tal sentido “la idea de progreso y de perfeccionamiento continuo que proclamaba el triunfo de lo positivo será confrontada con la realidad irreductible del sufrimiento humano.[…] El acontecimiento del encuentro con el otro será, en mi opinión, la clave central que distinguirá la concepción de la historia de los pensadores judíos del pasado siglo […], que les permitirá, además, superar los planteos historicistas de otros autores.” “De modo análogo a Buber, Benjamin, Adorno o Heschel, Rosenzweig y Levinas creen así que ya no es posible interpretar los terribles males de la historia contemporánea en su contexto, ya que todo contexto ha saltado por los aires. Sólo en el reconocimiento y el hacerse cargo del rostro doliente de cada una de las víctimas de la historia, es donde irrumpe un sentido posible para la historia, más allá de toda hermenéutica. El logos de la historia, no se halla pues únicamente ni sobre todo en los grandes sucesos de la política, el arte o la cultura –en definitiva categorías genéricas in-existentes– sino que debe buscarse en los encuentros “cara a cara” de unos hombres con otros, muchas veces ocultos a la mirada de la historia. De esta manera, no sólo no vale para los representantes de la filosofía judía, un logos construido a través del sacrificio de los individuos en aras de una totalidad, sino que más bien será hurgando en los intersticios, muchas veces oscuros y aparentemente demasiado pequeños de la historia, donde será posible hallar las puntas de su tejido oculto.” Se podría vincular estas ideas con un pasaje de la encíclica que prolonga y lleva a su plenitud lo afirmado por esta filosofía: “Dios mismo se ha dado una «imagen»: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado, se lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe”(n° 43). Entonces la esperanza es posible, cuando entre los humanos circula la palabra verdadera, en el encuentro con el otro: “Escuchar esa palabra hace nacer una esperanza inmensa. Porque uno de nosotros bajó hasta el fondo del abismo para dar testimonio de una vida que ninguna muerte puede destruir. Entonces ese que desciende tan abajo lo ensancha todo: todo lo humano y todos los humanos quedan reunidos en este impulso de amor, arrancados por fin al espíritu de muerte y de destrucción. ¡Oh luz gozosa! Un niño nos ha nacido, ese niño que somos todos cuando nos alejamos del placer de la muerte. ¿Y dónde está? Está allí donde “dos o tres se reúnen en su nombre”, que es el nombre del Hombre, del Hijo del Hombre, en quien adviene esta nueva humanidad que se separa desde la raíz 23 del espíritu de muerte y de destrucción, y que quiere el amor, todo el amor, en la libertad y la paz. Es mi acto de nacimiento, con otros.”24 (b) Decíamos que otro aspecto, inseparable del anterior, sería el de plantearse las condiciones de un posible “llamado” hecho desde la esperanza cristiana a las debilitadas esperanzas humanas a no desfallecer en su búsqueda de un mundo mejor, y que lograr esto significaría salir completamente del conflicto propio del planteo iluminista, donde la esperanza humana –en cuanto progreso y afirmación de la autonomía y el poder del hombre– eliminó del espacio cultural a la esperanza cristiana. Las condiciones a las que me refiero ponen en juego entonces una manera no antagónica de considerar lo humano y lo divino. Es el tema bíblico por excelencia: allí aprende la esperanza a navegar “velis remisque”, con las velas y los remos, como lo recuerda Carlos Galli, al explicar que “sólo es posible alcanzar un bien arduo por la unión del esfuerzo del hombre con la fuerza de Dios”.25 Propongo dos temas que ayudan a pensar dichas condiciones. 1) Lo humano y lo divino en el tema del Reino de Dios: El concepto de Reino de Dios es nombrado varias veces en esta segunda parte de “Spe salvi”, como por ejemplo en el nº 30, que ya he citado. Según Kasper, para el judío contemporáneo de Jesús, “el reino de Dios era la personificación de la esperanza en orden a la realización del ideal de un soberano justo jamás cumplido sobre la tierra... La llegada del reino de Dios se aguardaba como liberación de injusto señorío, imponiéndose la justicia de Dios en el mundo. El reino de Dios era la personificación de la esperanza de salvación. En definitiva, su llegada coincidía con la realización del shalom escatológico, de la paz entre los pueblos, entre los hombres, en el hombre y en todo el cosmos... El mensaje de Jesús sobre la llegada del reino de Dios tiene, pues, que entenderse en el horizonte de la pregunta de la humanidad por la paz, la libertad, la justicia y la vida”. Como se ve, humano –humano más que humano, podría decirse– en su contenido, el reino de Dios es divino en su causa, es “de Dios”. Allí está el carácter teológico del Reino. Sigue afirmando Kasper: “Para entender esta relación entre la esperanza originaria de la humanidad y la promesa de la llegada del reino de Dios, hay que partir de la concepción común a la Biblia de que el hombre no posee sin más por sí mismo paz, justicia, libertad y vida. La vida está continuamente amenazada, la libertad oprimida y perdida, la justicia pisoteada. Este encontrarse perdido llega tan profundo, que el hombre no puede liberarse por su propia fuerza. No puede sacarse a sí mismo del atolladero... Sólo con este trasfondo se hace totalmente comprensible que se necesita un comienzo nuevo, totalmente indeducible, que únicamente Dios como señor de la vida y de la historia puede dar. Esto nuevo, que hasta ahora no se tuvo, esto inimaginable, inderivable y, sobre todo, no factible, que sólo Dios puede dar y que en definitiva es Dios mismo, eso es lo que se quiere decir con el concepto de reino de Dios. Se trata del ser Dios de Dios y de su ser 24 25 M.BELLET, Le Dieu sauvage…. CARLOS GALLI, Dar razón de nuestra esperanza, en Consonancias n° 24, UCA, junio 2008, 17. 24 señor, que significa al mismo tiempo la humanidad del hombre y la salvación del mundo...”26 Puede decirse que, cuando su objeto es la Vida eterna, no cabe otra esperanza sino la esperanza teologal, ya que esa Vida resulta inalcanzable para el sólo esfuerzo humano. Este “objeto material” (o causa final, como dirá Santo Tomás), la Vida eterna, habría sido lo esperado explícitamente –y por lo tanto teologalmente– desde los inicios del cristianismo hasta la Edad Media. Pero en la modernidad, aparentemente, se produjo una mutación en cuanto a lo esperado: se trataría no ya de la Vida eterna, sino del mundo, de “un mundo mejor” que se identifica con el “reino del hombre”, sustituto terrenal y secularizado del “Reino de Dios”. El objeto de la esperanza, de espiritual parece volverse terrenal, como si se tratara de una “regresión” desde la esperanza cristiana hacia el tipo de esperanza propia del Antiguo Testamento. Sólo que, a diferencia del Antiguo Testamento, en la modernidad, lo terreno como objeto de la esperanza se concibe como una meta para cuya consecución parecerían ser suficientes las fuerzas humanas, sin necesidad de recurrir al don de Dios, al apoyo en su omnipotencia auxiliadora. El problema se desplaza, entonces, del ámbito del objeto (material) de la esperanza –lo que se espera– al de su motivo (su objeto formal o causa eficiente). De este modo, progresivamente, la esperanza dejará de ser teologal y se transformará en la ideología del progreso, progreso cuyo motor es el sólo hombre moderno, prometeico, creador de la ciencia, la técnica, la política, etc. 2) La tensión terrenal/espiritual; fuerza humana/ fuerza de Dios: El tema del motivo –causa eficiente– de la esperanza es abordado por la encíclica en el n°35, donde habla acerca del valor del actuar humano: “Ciertamente, no «podemos construir» el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. […] No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la « plusvalía » del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien.” Servais Pinckaers, en su libro “La renovación de la moral”,27 se pregunta si la esperanza del Antiguo Testamento es la misma que la nuestra. Retengo dos momentos de su reflexión, en los que articula objeto y motivo de la esperanza. El primero dice así: “A primera vista, parece que la esperanza espiritual del cristiano tiene pocas cosas comunes con la esperanza terrena del pueblo hebreo. Nosotros esperamos la vida eterna, una felicidad consistente principalmente en la visión de Dios, en su posesión por el amor y el gozo que proporciona la Verdad (gaudium de veritate), del que ha hablado san Agustín. Esta felicidad puede exigir el sacrificio de nuestras 26 27 W.KASPER, Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca 1978, 87-89. S.PINCKAERS, La renovación de la moral, Editorial Verbo Divino, Navarra, 1971, 249-268. 25 esperanza humanas. ¿Qué puede haber de más espiritual?” […] “La esperanza del pueblo hebreo parece, por el contrario, profundamente terrena.[…] Tal es el problema en toda su crudeza: ¿Son homogéneas la esperanza aparentemente terrena que orienta la vida religiosa del pueblo judío y la nuestra?” El autor responde así a estos interrogantes: “Observemos, en primer lugar, que los objetos terrenos de su esperanza, la Tierra prometida, la abundancia de bienes, etc. fueron presentados a los judíos por el mismo Dios [...] ¿Vamos a pensar que existen dos dioses en la Escritura, uno terreno, el del Antiguo Testamento, y otro espiritual, en el Nuevo Testamento? Así habría que hacerlo quizá si no tuviésemos en cuenta un factor esencial ligado siempre a las promesas divinas y a la esperanza que suscitan: la obediencia a la palabra y a las órdenes de Dios.[...] El servicio de Dios consiste en la fe y en la obediencia a su palabra, que penetra hasta el corazón del hombre, para realizar en él una obra que rebasa lo terrenal.” Es decir que lo que diferencia una esperanza humana de una esperanza teologal no es (tanto) su objeto material cuanto su objeto formal, es decir, no (sólo) qué se espera sino cómo o de quién se lo espera, es decir, el motivo de la esperanza (su objeto formal o causa eficiente). El Reino de Dios y el pan de cada día son pedidos, ambos, con esperanza teologal. Ambos son objeto de la esperanza, y ambos se le piden al Padre providente que está en los cielos. Referido a la modernidad, podría entonces decirse que el problema no es tanto que lo que se espera ahora sea un mundo mejor, sino cómo se lo espera, de quién se lo espera. Es el punto que señala el papa en los n° 16 y 17, donde comienza la crítica a la modernidad: “Quien lee estas afirmaciones,28 y reflexiona con atención, reconoce en ellas un paso desconcertante: hasta aquel momento la recuperación de lo que el hombre había perdido al ser expulsado del paraíso terrenal se esperaba de la fe en Jesucristo, y en esto se veía la «redención». Ahora, esta «redención», el restablecimiento del «paraíso» perdido, ya no se espera de la fe, sino de la correlación apenas descubierta entre ciencia y praxis” (n°17).29 Esta articulación de lo humano y lo divino en la causa eficiente de la esperanza aparece en el segundo pasaje del texto de Pinckaers que quiero citar. Al referirse a la esperanza de Abraham, y como conclusión de su análisis, afirma Pinckaers: “Conviene introducir aquí una observación útil para evitar un concepto de la esperanza que lleva consigo consecuencias perniciosas: la fuerza divina y la fuerza humana no se oponen como dos elementos irreductiblemente contrarios.[…] Dios no se complace en destruir la fuerza que ha dado al hombre, lo que Dios reprueba es que el hombre confíe únicamente en el sentimiento que tiene de su poder, que, limitando su esperanza en proporción, cierre su El papa se refiere a las ideas de Bacon expuestas en el n° 17: “La novedad – según la visión de Bacon– consiste en una nueva correlación entre ciencia y praxis. De esto se hace después una aplicación en clave teológica: esta nueva correlación entre ciencia y praxis significaría que se restablecería el dominio sobre la creación, que Dios había dado al hombre y que se perdió por el pecado original.” 29 Cabe quizá hacerse la pregunta de por qué la encíclica habla aquí de paraíso (terrenal, perdido) y no de Reino de Dios, que, como sabemos, es la categoría central en la síntesis que de esta problemática hace el papa: “la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero «reino de Dios»…” (n°30). 28 26 corazón a la llamada de un más allá que lo invita a superar poco a poco el deseo y el amor de los bienes terrenos para aproximarse a Dios. Pero, si el hombre pone en Dios su confianza y reconoce en su corazón que toda fuerza le pertenece y debe estarle sometida, se encontrará con la disposición de sus propias fuerzas...” Como conclusión señala Pinckaers un riesgo de la esperanza cristiana, riesgo que convendrá tener presente a la hora de presentar la esperanza cristiana al mundo posmoderno: “La esperanza del Antiguo Testamento era espiritual por la fuerza que la sostenía y el ímpetu que la producía. [...] La esperanza de los cristianos, por el hecho de que se propone un objeto espiritual, corre el riesgo de debilitarse al pretender, de buenas a primeras, rebasar lo sensible. Nuestro conocimiento debe pasar por lo sensible y nuestra esperanza por lo que afecta el sentimiento. Lo espiritual, a pesar de nuestra buena voluntad, se pierde muy pronto en lo vago e indeciso. La esperanza en bienes tan débilmente representados corre el riesgo de tener muy poco arraigo en nuestras acciones. Es preciso que Dios invada nuestra conciencia [...] para que pasemos de la espera de un objeto espiritual de valor dudoso a la conquista amorosa del verdadero objeto espiritual de toda esperanza nacida de Dios. […] El mismo deseo y la misma esperanza conducían al pueblo hebreo hacia la Tierra prometida, cuando estaba sometido a la dirección de Dios, y encaminan al cristiano hacia el reino. Y Dios se sirve del ejemplo de la marcha de un pueblo errante en busca de un país donde establecerse, para hacer entender al cristiano que debe aplicarse a la búsqueda del reino de Dios con la misma avidez.” (c) Por último, nos plantemos la cuestión de una conversión de la mirada eclesial en cuanto al discernimiento del mundo contemporáneo, posmoderno. Un texto reciente del cardenal Martini nos ayudará a concluir nuestra reflexión con una mirada renovada sobre la posmodernidad, encontrando ahora en ella no sólo la inquietud ante el futuro, sino sobre todo una feliz posibilidad para el anuncio del Evangelio y entonces, por consiguiente, una posibilidad para la esperanza, una “esperanza para la esperanza” en nuestra época posmoderna.30 “Si considero la situación presente de la Iglesia con los ojos de la fe, veo sobre todo dos cosas: primero, no ha existido nunca en la historia de la Iglesia un período tan feliz como el nuestro. Nuestra Iglesia conoce su mayor difusión geográfica y cultural, y se encuentra unida en la fe, con excepción de los tradicionalistas de Lefebvre. Segundo: en la historia de la teología no hubo nunca un período tan rico como éste. Aún en el siglo IV, el período de los grandes Padres capadocios de la Iglesia oriental y de los grandes padres de la Iglesia occidental, como san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín, no había un tan grande florecimiento teológico.” 31 C.M.MARTINI ¿Qué cristianismo en el mundo posmoderno?, en “Avvenire”, domingo 27 de julio de 2008. Texto original en “America” de mayo de 2008, tomado de una conferencia del 3 de mayo de 2007 en el XIVL capítulo general del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Roma. 31 “Basta recordar los nombre de Henri de Lubac, de Yves Congar, Hugo y Karl Rahner, de Hans Urs von Balthasar y su maestro Erich Przywara, de Oscar Cullman, Martín Dibelius, Rudolf Bultmann, Karl Barth y de los grandes teólogos americanos como Reinhold Niebuhr, para no hablar de los teólogos de la liberación [...] y de muchos otros todavía vivos. Recordemos también a los grandes teólogos de la Iglesia oriental, de los que conocemos tan poco, como Pavel Florenskij y Sergei Bulgakov. Las opiniones sobre estos teólogos 30 27 Luego de señalar algunos problemas civiles y eclesiales actuales, continúa Martini: “Para buscar un diálogo provechoso entre la gente de este mundo y el Evangelio y para renovar nuestra pedagogía a la luz del ejemplo de Jesús, es importante observar atentamente el así llamado mundo posmoderno, que constituye el contexto de fondo de muchos de estos problemas y que condiciona las soluciones.” Habiendo realizado esa atenta y lúcida observación, concluye Martini: “No quiero ahora abrir juicios. Sería necesario mucho discernimiento para distinguir lo verdadero de lo falso, qué cosas se dicen por aproximación de lo que se dice con precisión, qué es simplemente una tendencia o una moda de lo que es una declaración importante y significativa. Lo que quiero subrayar es que esta mentalidad32 está ahora en todas partes, sobre todo en los jóvenes, y es necesario tenerlo en cuenta.” pueden ser muy diversas y variopintas, pero representan un increíble grupo, como no existió nunca en la Iglesia en tiempos pasados.” 32 Martini se refiere a lo que acaba de afirmar con respecto a esta mentalidad: “Una mentalidad posmoderna podría ser definida en términos de oposición: una atmósfera y un movimiento de pensamiento que se opone al mundo tal como hasta ahora lo hemos conocido. Es una mentalidad que se desliga espontáneamente de la metafísica, del aristotelismo, de la tradición agustiniana y de Roma, considerada como la sede de la Iglesia, y de muchas otras cosas. El pensamiento posmoderno está lejos del precedente mundo cristiano platónico, en el que se daban por descontados la supremacía de la verdad y de los valores por sobre los sentimientos, de la inteligencia sobre la voluntad, del espíritu sobre la carne, de la unidad sobre el pluralismo, del ascetismo sobre la vitalidad, de la eternidad sobre la temporalidad. En nuestro mundo actual se da de hecho una instintiva una instintiva preferencia de los sentimientos por sobre la voluntad, de las impresiones sobre la inteligencia, de una lógica arbitraria y de la búsqueda de placer sobre una moralidad ascética y coercitiva. El nuestro es un mundo en el que son prioritarios la sensibilidad, la emoción y el instante presente. La existencia humana se transforma en un ámbito de libertad sin frenos en el que una persona ejercita, o cree poder ejercitar, su personal arbitrio y la propria creatividad. El tiempo actual es también tiempo de reacción contra una mentalidad excesivamente racional. La literatura, el arte, la música y las nuevas ciencias humanas (en particular el psicoanálisis) revelan cómo muchas personas ya no creen estar viviendo en un mundo guiado por leyes racionales, en el que la civilización occidental sea el modelo a ser imitado en todo el mundo. Lo que se acepta, en cambio, es que todas las civilizaciones son iguales, mientras que antes se insistía en la así llamada tradición clásica. Hoy en día todo se pone en el mismo plano, porque ya no existen criterios con los cuales verificar qué es una civilización verdadera y auténtica. Hay oposición a la racionalidad vista también como fuente de violencia porque las personas consideran que la racionalidad puede ser impuesta en cuanto verdadera. Se prefiere toda forma de diálogo y de intercambio por el deseo de estar siempre abiertos a los otros y a lo que es diverso, se duda también de sí mismo y no se confía en quien quiere afirmar por la fuerza la propia identidad. Este el motivo por el cual el cristianismo no es acogido fácilmente cuando se presenta como la ‘verdadera’ religión. Recuerdo a un joven que me decía recientemente: “Sobre todo, no me diga que el cristianismo es verdad. Eso me da fastidio. Es distinto que decir que el cristianismo es bello...” La belleza es preferible a la verdad. En este clima, la tecnología ya no es considerada como un instrumento al servicio de la humanidad, sino como un ambiente en el que se dan las nuevas reglas para interpretar el mundo: no existe más la esencia de las cosas, sino sólo la utilización de las mismas para un cierto fin determinado por la voluntad y el deseo de cada uno. En este clima es consecuente el rechazo del pecado y de la redención. Se dice: “Todos son iguales, pero cada persona es única.” Existe el derecho absoluto de ser únicos y de afirmarse a sí mismo. Cualquier regla moral es obsoleta. No existe más ni el pecado, ni el perdón, ni la redención, ni mucho menos el “negarse a sí mismo”. La vida no puede ser vista como un sacrificio o un sufrimiento. Una última característica de la posmodernidad es el rechazo a aceptar cualquier cosa que suene a centralismo o a voluntad de dirigir las cosas desde arriba. En este modo de pensar hay un “complejo anti-romano”. Estamos fuera del contexto en el que lo universal, lo escrito, general y sin tiempo, valía más; en que lo que era durable e inmutable se prefería con respecto a lo que era particular, local y fechado. Hoy se da una preferencia por un conocimiento más local, pluralista, adaptable a circunstancias y a tiempos diversos.” 28 “Pero quiero agregar algo. Quizás esta situación es mejor que la que existía antes. Porque el cristianismo tiene la posibilidad de mostrar mejor su carácter de desafío, de objetividad, de realismo, de ejercicio de la verdadera libertad, de religión ligada a la vida del cuerpo y no sólo de la mente. En un mundo como aquel en que vivimos hoy, el misterio de un Dios no disponible y siempre sorprendente adquiere mayor belleza; la fe comprendida como un riesgo se vuelve más atrayente. El cristianismo aparece más bello, más cercano a la gente, más verdadero. El misterio de la Trinidad como fuente de significado para la vida es una ayuda para comprender el misterio de la existencia humana.” Concluyamos, entonces, retomando el n° 34 de la encíclica, sintetizando los tres puntos que he propuesto para el diálogo con ella: (a) “La esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza para los demás…” Hemos planteado la importancia del encuentro con el otro sufriente como lugar mayor de aprendizaje y ejercicio de la esperanza en el mundo posmoderno. (b) “…Y es esperanza activa, con la cual luchamos para que las cosas no acaben en un «final perverso»….” Hemos reflexionado acerca de la posible superación del conflicto Iglesia-modernidad a través de una renovada articulación –teórica y práctica– entre lo temporal y lo eterno, entre lo humano y lo divino, como condición para un posible llamado hecho desde la esperanza cristiana a las esperanzas humanas para llevar adelante la tarea de perfeccionar esta tierra, “para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro” (n°35). (c) “…Es también esperanza activa en el sentido de que mantenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como esperanza verdaderamente humana.” Hemos hablado de “autocrítica”, de “conversión”, como actitud eclesial necesaria para percibir, en nuestro hoy posmoderno, el paso del Espíritu de la esperanza –que sopla donde quiere (cf. Jn 3,8)–, y escuchar allí, con emoción, la promesa incomparable: “Yo hago un mundo nuevo” (Ap 21,5). *** Septiembre 2008