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SENDERO: LA JUSTICIA COMO HORROR
Eduardo Toche
Sendero Luminoso no fue el único actor subversivo en el mundo que utilizó el
término de «justicia popular» para catalogar algunas acciones cuyo objetivo era
ejercer un control directo sobre la sociedad. Lo utilizaron los jacobinos de la
Francia revolucionaria, los bolcheviques en Rusia, los maoístas en China y
dejemos allí la lista para no correr el riesgo de hacerla innecesariamente larga.
En este sentido, siempre resulta útil deslindar entre lo que es la «justicia
popular» ejercida por organizaciones subversivas de aquélla que emana desde
la sociedad como complemento, contraposición o alternativa de la justicia
ejercida por el Estado. Según Hans-Jüergen Brandt(1), la justicia popular es la
justicia informal que subsiste arraigada en la tradición y los valores étnicoculturales, cuya eficacia reside en el respaldo consensual de su propia base
social. Por ello, es una justicia legítima e incuestionable, frente al discutible
derecho estatal y su escasa capacidad de protección ante la delincuencia.
Entonces, siguiendo a Brandt, la justicia popular adquiere una connotación
específica en función del ámbito cultural donde es aplicada y, de esa manera,
por ejemplo, en las comunidades campesinas buscaría solucionar los conflictos
apuntando a la paz social, más que a la resolución y ejecución de sanciones.
Así, si el sistema judicial formal es la expresión más firme de la eficacia que
tiene el Estado en el control de la sociedad, la presencia de «bolsones» donde
esta normatividad no es aplicada es un fiel indicador de su debilidad. Una
muestra de la baja juricidad del Estado peruano está dada por la incertidumbre
que se cierne sobre las propiedades campesinas. Por ejemplo, en Ayacucho el
67% de las comunidades campesinas no tienen seguridad jurídica. Guillermo
Varela(2) afirma que de las 454 comunidades reconocidas en ese
departamento, el 59% (268) estarían tituladas, mientras que el 41% restante
estarían aún por titular. Por otro lado, del total de comunidades tituladas, sólo el
56% (150 comunidades) tendrían su título de propiedad inscrito en Registros
Públicos, mientras que el 44% (118 comunidades) aún no ha formalizado su
situación. Según los datos del Directorio de Comunidades Campesinas del
PETT, del año 1998, el total de comunidades campesinas reconocidas en el
departamento de Ayacucho sería de 346, distribuyéndose de acuerdo a
provincias según el cuadro 1.
Cuadro 1
Comunidades Campesinas con título de propiedad de acuerdo a
provincias
Provincia Nº de CC tituladas
Cangallo 36
Huamanga 103
Huancasancos 3
Huanta 55
La Mar 32
Lucanas 29
Parinacochas 14
Paúcar del Sara Sara 10
Sucre 10
Victor Fajardo 23
Vilcashuamán 31
Total departamental 346
Fuente: Directorio de Comunidades Campesinas del Perú, PETT, 1998
LA JUSTICIA SENDERISTA
Habíamos dicho que no debía confundirse «justicia popular» como la
normatividad que se genera en la sociedad ante la ausencia del Estado, de
aquélla que era impuesta por los grupos subversivos. Pero es innegable que
ambas se tocan en más de un punto. Veamos.
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Sendero Luminoso utilizó los asesinatos –en muchos casos masivos- para
eliminar a sus adversarios políticos y, de esa manera, «despejar» el espacio
social con la finalidad de ejercer el control absoluto sobre éste. Asimismo, la
«justicia popular» fue el argumento utilizado para realizar literales masacres –
como en Lucanamarca en 1983- en las que el motivo fue dar «un golpe
contundente» a quienes habían osado retar su impuesta autoridad. Es decir, un
acto dirigido a inhibir cualquier cuestionamiento vía el horror. Pero sería una
media verdad afirmar que Sendero imperó ganando espacios a fuerzas que
supuestamente se le contraponían o amenazaban su autoridad allí donde tenía
influencia. Una explicación más pertinente a la rápida expansión de esta
organización terrorista tendría que incorporar también la ausencia de los
aparatos estatales que debían ofrecer vías de solución a los conflictos, así
como la debilidad del propio tejido social que ante la inoperancia estatal
tampoco pudo construir sus mecanismos alternativos. Es así como en un
primer momento, el ejercicio de la justicia senderista pudo de alguna manera
legitimarse pues actuaba sobre un vacío que debía ser cubierto de alguna
manera.
Recordemos, como lo hace Henri Favre(3), que en el Ayacucho de los 80
«los poderes públicos ya casi no se ejercían». Sendero implantó su orden no
sólo en el campo sino también en la ciudad de Huamanga, actuando como juez
en los pleitos, percibiendo impuestos e, incluso, haciendo labores de policía.
Allí, como también sucedería en otros lugares en años posteriores, Sendero
perseguía y castigaba a supuestos delincuentes, «batía» drogadictos,
hostigaba a los homosexuales y amenazaba a los bígamos. Si el escenario era
rural, se hacía lo mismo con aquéllos que Sendero señalaba como
«gamonales» o «terratenientes». Pero, la «justicia senderista» no radicó
esencialmente en este tipo de funciones. Como dijimos líneas arriba, fue sobre
todo una herramienta que tenía finalidad política. Por ello, los documentos que
difundían
por
aquellos
años
siempre
recalcaban
cuestiones
como
«aniquilamientos selectivos» perpetrados contra los que denominaban
«soplones, enemigos recalcitrantes de la clase y del pueblo y elementos con
deudas de sangre», además, claro está, de todos aquellos que desempeñaban
alguna función pública en el «Estado burgués». De igual manera, recordaban
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siempre que todo cuestionamiento a este proceder no era sino «el lamento
hipócrita de algunos, que no es por el justamente aniquilado, sino simplemente
la conciencia culpable de grandes burócratas opresores sobre cuyas cabezas
pende la implacable justicia popular, que puede tardar pero llega».
UN PUNTO DE INFLEXIÓN
Existe otro vértice desde el cual la aplicación de la «justicia popular» por
parte de Sendero puede ser analizada. También respondió a la estrategia
contrainsurgente militarista del Estado peruano. Luego del retiro de las fuerzas
policiales de la lucha contrasubversiva en diciembre de 1982, y su reemplazo
por las fuerzas armadas, quedó en evidencia que el fracaso de la estrategia
antisubversiva se debía a una práctica que terminaba por poner a la población
al lado de los subversivos. Es decir, Sendero fue creando en el campo
ayacuchano su denominado «Nuevo Poder» sin necesidad de haber derrotado
previamente a grandes fuerzas armadas, como preconizaba su estrategia
maoísta, pues estas fuerzas no habían ingresado al escenario de guerra.
La presencia de las fuerzas armadas fue crucial en el proceso de violencia
política que vivió el país. Sus secuelas aún son materia de investigación y los
costos producidos en términos de violaciones de derechos humanos está
pendiente de evaluación. Sin embargo, una cuestión que resulta importante
para nuestro análisis es que en la base misma de su estrategia
contrainsurgente estuvo la organización de la sociedad para combatir a los
grupos subversivos.
Desde fechas tempranas, como 1983, se vio la disposición de cooptar los
comités de defensa civil, luego llamados comités de autodefensa o, de manera
más genérica, rondas, que habían surgido espontáneamente cuando los
campesinos asumieron que Sendero no aportaba ninguna solución sino, por el
contrario, había empezado a ser parte de sus problemas. Tales grupos estaban
pobremente armados con lanzas, cuchillos, piedras, hondas, etc., y eran
lanzados al combate cuerpo a cuerpo. Los obligaban a combatir utilizándolos
como escudos humanos del ejército, enfrentando campesinos contra
campesinos. Esta estrategia buscaba reducir al mínimo las bajas militares,
haciendo reposar en la población civil los costos de la guerra. Además, con los
comités se buscaba no tanto ganar a los campesinos sino neutralizarlos,
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impidiendo su contacto con la insurgencia. Eran un medio para ocupar el
territorio.
Los comités empezaron a proliferar rápidamente y, como era de esperar, se
convirtieron en el blanco principal de los senderistas. Esto inauguró la etapa del
«endurecimiento» de las huestes de Abimael Guzmán en el campo y, como
sabemos ahora, el inicio de su derrota estratégica. Al pasivo acumulado por las
fuerzas del orden respecto a violaciones de derechos humanos ahora se
agregaba el provocado por las acciones senderistas.
Los integrantes de estas organizaciones fueron vistos por los senderistas
como quinta columnas del orden imperante enquistados en «el pueblo» y, por
lo mismo, prioritarios enemigos que había que «aniquilar». Como puede
suponerse, el cumplimiento de esta directiva emanada de su Comité Central
sólo podía realizarse de manera indiscriminada, asumiendo que era un «acto
justo» el asesinato de todo aquél que alteraba de alguna manera sus planes
políticos.
De
esta
manera,
como
los
propios
senderistas
evaluaron
posteriormente, su derrota se produjo en una situación de total aislamiento
social y habiendo perdido la legitimidad relativa que obtuvieron al inicio de su
aventura.
(*) Profesor. Maestría de Historia UNMSM
1. Justicia Popular. Lima: Fundación Friedrich Naumann, 1987.
2. Las comunidades en el Perú. S/D, 1998
3. «La
insurgencia
como
escape
a
la
desesperación.
Ayacucho
y
el
narcosendero». En Nexos 20, febrero de 1990.
desco / Revista Quehacer Nro. 135 / Mar. – Abr. 2002
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