www.monografias.com Reflexiones de un estado en guerra y su camino hacia la convivencia pacífica Indice 1. Introducción 2. La singular complejidad del caso colombiano 3. De la teoría de la revolución al paradigma del conflicto. 4. Una paz esquiva 5. La resolución pacífica de los conflictos. 6. El proceso de paz. 7. Una paz contradictoria. 8. Una paz descompuesta. 9. Nuevas posibilidades. 10. La Necesaria repolitización del conflicto. 11. Los Límites y Complejidades de la Negociación Política 12. Conclusiones 13. Bibliografía 1. Introducción Desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, como punto álgido de nuestra historia, la trayectoria de nuestro país ha transcurrido bajo el signo de la violencia. Una violencia percibida a menudo como repetición, pero que de hecho ha significado una invasión progresiva de más y más espacios de la esfera pública y privada, a tal punto que no es un sin sentido afirmar que ella es el factor ordenador y desordenador de la política, la sociedad y la economía.. Y esto en tiempos de globalización tiene desde luego efectos internacionales muy distintos a los de la Violencia de los años cincuenta que el país vivió en su eterna soledad. En efecto, justificada o injustificadamente, Colombia, un país tradicionalmente ensimismado, ha sufrido en la última década una súbita internacionalización en las agendas políticas y en los temas estratégicos del mundo contemporáneo. Pero esta internacionalización ha resultado ser una internacionalización negativa. Se condena a Colombia por la producción, el procesamiento y la comercialización de sustancias que son no solo nocivas para la salud, sino además promotoras de la creciente criminalidad más allá de sus fronteras. Además es acusada y rechazada por la constante violación a los derechos humanos y por la degradación que está sufriendo el medio ambiente al estar provocando la dilapidación de uno de los más grandes patrimonios de la humanidad, la Amazonía, tanto con la expansión de los cultivos ilícitos (coca y amapola) como con los mecanismos aceptados -o que le imponen- para destruirlos (glifosato). Y lo más grave es que ante esta súbita forma de internacionalización de nuestras crisis acumuladas, el país no cuenta ni con instituciones, ni con política, ni con tradición, ni con pensamiento sistemático para reaccionar coherentemente frente a tales mutaciones. Como se hace necesario cambiar esta situación internacional para poder avanzar en todos los niveles, adaptándose a las circunstancias contemporáneas como la globalización, es importante revisar y cuestionar las características del caso colombiano referentes a su proceso político, histórico y social, a través de trabajos e investigaciones (como se pretende con este ensayo) que dibujen un poco cómo ha sido el fenómeno de la violencia y las posibles soluciones o salidas que se le pueden dar al conflicto, sin olvidar que la paz no es un hecho sino un proceso continuo de convivencia pacífica y de diálogo constante sin a intervención de las armas. Colombia tiene que repensar seriamente cómo puede crear un nuevo consenso social para definir un proyecto social productivo, no a través del estado como máquina omnipoderosa, sino a través de un proceso público-colectivo que permita canalizar esfuerzos de la sociedad para la modernización y reestructuración productiva. El estado debe erigirse como institución social legitima, representativa, sólida, eficaz y funcional, bajo una nueva lógica económica y política, sujeta a un activo escrutinio por parte de la sociedad. 2. La singular complejidad del caso colombiano. El rasgo característico del espectro político colombiano desde por lo menos la década del ochenta es esa multiplicidad de violencias (por sus orígenes, objetivos, modus operandi) que hace que en los mismos escenarios se puedan encontrar , diferenciados pero también muchas veces entrelazados, el crimen organizado, la lucha guerrillera, la guerra sucia y la violencia social difusa. Se trata desde luego de una multiplicidad sobredeterminada o atravesada por la economía y las organizaciones comerciales y criminales del narcotráfico en los ámbitos regional e internacional. Mercado, violencia y fragmentación, tres signos tan característicos del tiempo presente, se anudaron aquí con particular intensidad. Asistimos, en efecto, a una explosión de violencias, a la cual se suma, desde luego, la heterogeneidad de sus contenidos regionales. Algunas ilustraciones: * Problemas seculares como el de la monopolización de la tierra que se habían mantenido dentro de límites regulables, se desbordaron y buscaron salidas masivas en la colonización. No es un fenómeno enteramente nuevo, como lo podría revelar una rápida mirada a la historia rural del siglo XX en este país. Si se vuelve a destacar hoy es porque sus dimensiones resultan comparables, en muchos aspectos, a la colonización que desde fines del siglo pasado empezó a dar forma al país cafetero del siglo XX, la llamada colonización antioqueña . Pero esta vez con un agravante , quizás, y es que en la medida en que a esta fiebre colonizadora contemporánea se suman los cultivos "ilícitos" y la presencia guerrillera, no sólo se ha producido una verdadera reconfiguración social y política del país, sino incluso , podría decirse, que la emergencia de un nuevo país sin Estado. Se trata por lo demás de procesos que contrario a una supuesta correlación automática entre violencia y pobreza( sin desconocer que se puede dar en algunos casos, como en las comunas que rodean la periferia de las grandes ciudades), lo que muestran es que la violencia se ha focalizado en las zonas de gran dinamismo y expansión económica: la zona cafetera antaño(La Violencia de los años 50), y las relativamente prósperas zonas de colonización hoy. Más que de regiones de escasa movilidad social, la violencia se alimenta predominantemente de las zonas de mayor movilidad, a las cuales fluyen capitales nuevos, migrantes nuevos y nuevas formas de autoridad. Finalmente, podría argumentarse que serían los desequilibrios internos de esas regiones, más que su pobreza global, la coexistencia irritante de la prosperidad con la pobreza, la sensación de injusticia, las que pueden operar como detonante de la violencia. El país mismo en su conjunto no deja de sorprendernos con esa paradoja: en este mar de violencias ha sido el de la más alta tasa de crecimiento medio (3.7 %) en América Latina desde 1980 , aunque esta confortable estadística para los hombres de negocios , que permitía suponer una cierta autonomía entre economía y política, ha comenzado a desvanecerse en los últimos meses. * Por otro lado, conflictos estrictamente laborales en sus orígenes (salarios, condiciones de trabajo), en zonas de colonización, fueron sometidos dentro de los nuevos contextos, a la ley de los más fuertes en términos de recursos, poder o armas. La zona bananera de Urabá, colindante con Panamá, es el más dramático y sangriento testimonio de esta guerra múltiple que involucra de diferentes maneras a agentes estatales, paramilitares, sindicatos, empresarios y grupos guerrilleros . * Bajo otras modalidades de violencia, las zonas mineras (esmeraldas, en Boyacá; oro en Antioquia; carbón en el nordeste del país) y sobretodo las petroleras, empotradas la mayoría de las veces en zonas de colonización, se han ido convirtiendo en puntos estratégicos de confrontación entre el Estado, las compañías petroleras y la guerrilla a costa de la sociedad. Estado, guerrilla y multinacionales petroleras arreglan sus ganancias , sus pérdidas y sus demostraciones de fuerza a costa de terceros. Inclusive se sospecha que hay multinacionales especulando con la inseguridad en Colombia, es decir que la han convertido en factor de rentabilidad, dando lugar a lo que N. Richani define como un sistema de autoperpetuación de la violencia. * Esta guerra multidimensional por los recursos, por los apoyos sociales y por los territorios es, adicionalmente, la mayor amenaza hoy a las poblaciones indígenas y a las poblaciones afrocolombianas (Chocó), en un doble sentido: como amenaza a las identidades comunitarias, y como amenaza a la estabilidad de los nichos ecológicos de los cuales dichas comunidades han sido guardianes desde tiempos inmemoriales. La violencia colombiana, en este sentido, está cumpliendo en muchas zonas esparcidas por la geografía nacional un papel similar al de la guerra contemporánea en las tierras mayas de Guatemala, o a la violencia senderista en la región de Ayacucho en el Perú, el papel de máquina de demolición de dichas identidades étnicas y comunitarias. Dolorosa experiencia, pues, la de este país que se ha ido descubriendo a sí mismo ( sus fronteras y sus aborígenes) a través de las rutas de la violencia. * Lo dicho no puede dejar la impresión de que la violencia de hoy es sólo un asunto de zonas marginales. De hecho, la saturación de violencia en las viejas zonas de colonización, surgidas como huída a todas las violencias anteriores, ha provocado una reversión de todas sus modalidades , entre otras, a la deprimida zona cafetera, que no ha logrado transformar sus obsoletas estructuras productivas. El proceso se ha invertido. Desde las periferias la violencia reconquista ahora el centro, pero no imponiendo un nuevo orden, como lo hubiera podido soñar un maoísta hace 20 años, sino como una fuerza desorganizada y desorganizadora. Significativa y paradójicamente, en estas zonas del interior, la guerrilla colombiana, que es una guerrilla pudiente económicamente (no es el guatemalteco "Ejército de los Pobres"), puede llegar incluso a pagar a los campesinos, cuando lo requiere su movilización masiva, jornales superiores a los que podría ofrecer cualquier propietario agrícola medio ( así mantuvo en parte una huelga cafetera, y también en parte la movilización de colonos del sur del país a mediados de 1996). Como dato característico hay que anotar que esta expansión guerrillera es no sólo indiferente al florecimiento de la criminalidad común por fuera de sus propios territorios, sino que no hace mayores esfuerzos de diferenciación con ella en tanto siga siendo funcional a su crecimiento. Más aún, frecuentemente la subordina a sus propias estrategias , así sea a un costo ético y político que sólo con los años se podrá apreciar. * La violencia ha dejado igualmente de ser un fenómeno exclusivamente rural. Sus rostros citadinos son también muy variados: impacto del narcoterrorismo , y del sicariato como brazo armado de una especie de "industria de la muerte" en ciudades como Medellín; implantación de la guerrilla en comunidades barriales de capitales, como la propia Bogotá, y ciudades intermedias como Barrancabermeja; operaciones de "limpieza social" contra mendigos, prostitutas y delincuentes callejeros, en Cali, Medellín, Pereira o Barranquilla, para citar sólo los casos más salientes de esta perspectiva neo-nazi de la miseria y la violencia en los centros urbanos. Dentro de esta complejidad incluso un mismo fenómeno puede tener opuestas expresiones regionales: * El narcotráfico se arraiga al lado de altos índices de violencia en Antioquia, especialmente en su capital , Medellín, sacudida hace unos años por las bombas y el terrorismo, y en donde se mezclaron de manera peculiar delincuencia, asistencialismo y ostentación; en contraste, los índices de violencia asociados al narcotráfico en Cali son relativamente bajos ( las operaciones de `limpieza" están asociadas más bien a las organizaciones policiales) y su cartel es un cartel que se mimetiza, y que hasta intenta negociar. Más que confrontar , el cartel de Cali logra comprometer a la clase política y arrastrarla en su propia suerte. Dentro de este panorama, el espacio para la acción racional, para el cálculo y la planificación es cada vez más reducido. La vida cotidiana y las relaciones interpersonales han entrado al dominio de lo no regulable, de lo no predecible o simplemente del azar. * Diferencia de ciclos, diversidades regionales, multiplicidad de actores y de escenarios...es la constatación más visible del Informe-diagnóstico presentado por un grupo de académicos al gobierno del Presidente Virgilio Barco, hace precisamente diez años. El texto, conocido como el informe de los "violentólogos" tuvo una amplia recepción académica y en los círculos de asesores y consejeros de las administraciones de Virgilio Barco (1986-1990) y César Gaviria (1990_1994). Con todo, dentro de los múltiples reparos que se le hicieron al Informe quizás sea útil señalar dos, que ulteriormente nos permitirán resaltar algunos de los desarrollos más recientes: el primero fue el haber contribuido, con su insistencia en la diversidad, a la fragmentación en la perspectiva de análisis, a la pérdida de una visión holística de la violencia y a una tal vez exagerada minimización de las dimensiones políticas de la misma; el segundo reparo fue el de no haber mantenido una relación consecuente entre diagnóstico y recomendaciones, puesto que no obstante la contundente demostración de la heterogeneidad, el peso de las propuestas se lo llevaba a la hora de la verdad la violencia política. No es del caso avanzar aquí en ese simultáneo cuestionamiento a la fragmentación y a la centralidad, pero el hecho es que en la construcción de la compleja pirámide de violencias parecía hacer falta un orden jerárquico o de prioridades, aunque no necesariamente la búsqueda de una matriz de la cual todas las demás modalidades fueran simples epifenómenos. 3. De la teoría de la revolución al paradigma del conflicto. Durante dos siglos de vida independiente Colombia no ha experimentado aún una etapa en donde su devenir este determinado básicamente por su propia sociedad. La experiencia latinoamericana de los populismos que como intento de las burguesías locales por construir un "consenso nacional" capaz de derrotar las fuerzas de los propietarios de la tierra para desarrollar así un capitalismo nacional, equilibrado como el del occidente, no solo fracasó en Latinoamérica, sino que en Colombia nunca se presentó. Esta ausencia de populismos en el poder político de Colombia que observamos en la renuncia del Presidente López Pumarejo en 1937 y sobretodo en el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, marca la ausencia definitiva de un proceso de construcción de modernidad, visto como aprehensión de la sociedad sobre su progreso en el país. Incluso la debilidad misma del Estado-Nación en Colombia hunde sus raíces en este amedrantamiento de la burguesía nacional, transformada en oligarquía. El proceso de desintegración social y política que se observa en Colombia desde mediados de siglo no es más que la expresión del fracaso y la incapacidad de estas élites modernizadoras por cumplir sus propias responsabilidades históricas. Las élites dirigentes del país son así, estrictamente élites modernizadoras, en el sentido más autoritario del término, en la medida que han introducido en el país lógicas y procesos de modernización occidental sin ninguna articulación con la sociedad misma a la que han ahogado bajo los esquemas de un clientelismo político exhacerbado y bajo la violencia que ha producido en la última mitad del siglo más de medio millón de asesinados. La reacción al proceso de modernización autoritario, no vino de movimientos masivos de la sociedad en defensa y resistencia de su propia historia, como puede observarse por ejemplo en el crecimiento de los movimientos islámicos o en la insurgencia del movimiento obrero europeo; sino de élites revolucionarias que en lugar de adoptar la forma de partidos de clase o de masas por la existencia del mismo régimen político, adoptaron la forma de guerrillas revolucionarios que desde mediados del siglo deambulan por los campos de Colombia. Medio millón de asesinatos políticos y sociales en medio siglo nos lleva a pensar que en Colombia no solo se intentó extirpar una élite revolucionaria, sino que se intentó eliminar definitivamente cualquier intento de participación autónoma de la sociedad en la vida del país. La guerrilla colombiana es la forma, quizás la única, que pudo ser construida para actuar contra el modelo de la modernización impuesta, pero trasladó también como la oligarquía, esquemas construidos en el occidente para hacer la revolución en Colombia. En el horizonte ideológico de las FARC , el ELN, incluso del maoísta EPL, no se concebía otro tipo de sociedad para Colombia que el construido en la Unión Soviética y más exactamente en su espejo latinoamericano: la revolución cubana. Solamente en el M-19, se intentó confusa y espontáneamente pensar en un camino propio de corte latinoamericano, recuperando la historia y la cultura para pensar en una democracia también propia, de ahí que los intelectuales europeos al unísono del resto de la guerrilla colombiana hayan siempre observado el movimiento 19 de Abril como una especie de "populismo armado", por algo el populismo es un precursor de la modernidad latinoamericana y por algo el M-19, es en realidad un precursor de la modernidad colombiana, en vías de fracaso. Sin embargo el enorme impacto que el M-19, logró en la sociedad colombiana, que sobrepasó en mucho su propia capacidad militar y luego política, abrió un periodo de la historia de nuestro país en donde a través de la discusión de la paz y el fin de la guerra se pudo dibujar los trazos aún débiles de salida de los procesos trasladados mecánicamente de modernización y de revolución y construir un paradigma del conflicto que provocase la construcción de una verdadera modernidad en el país. Nos movemos bajo un paradigma del conflicto, en donde pensamos que el sistema político y económico colombiano debe ser moldeado por las fuerzas de la sociedad misma, por sus movimientos sociales, pudiendo producir una entrada definitiva en los caminos de la construcción de la modernidad latinoamericana, y de una edificación de la razón sobre bases diferentes a la racionalidad instrumental El paradigma del conflicto que observa la evolución de la sociedad como obra y presión permanente de los movimientos sociales, y que por tanto acentúa el peso de la sociedad civil sobre el Estado, pero construyendo nuevos tipos de solidaridad y de desarrollo ajenos al paradigma de la competición que intentó importar de nuevo Gaviria en su modelo de apertura económica en 1990-1994; Que intenta inclusive construir otro tipo de desarrollo que el que hemos observado bajo la forma de crecimiento económico bajo el capital o bajo el Estado; aún está por definirse en el país. Los procesos de paz iniciados por el M-19, dibujaron esta posibilidad en Colombia, pero la reacción de los actores afincados en los paradigmas de la alienación y de la integración autoritarias y el mismo fracaso del M-19 por profundizar su apuesta a una modernidad propia deslizándose hacia los terrenos del modelo liberal de desarrollo, han colocado en serio peligro su establecimiento. El paradigma del conflicto está atado a la resolución de la guerra, pero también a la nueva Constitución de 1991, que como verdadero tratado de paz es en realidad la concreción jurídica del paradigma. La contrarreforma constitucional que avanza hoy y la permanencia misma de la lucha armada son las manifestaciones del pasado que cada vez con más fuerza proponen la continuación de la guerra y el predominio de una de las dos teorías en que hasta ahora nos hemos movido maniqueamente, la de la modernización autoritaria o la de la revolución sobre las hogueras de centenares de miles de cadáveres y de ruinas. 4. Una paz esquiva Es muy difícil pensar y analizar las posibilidades de la paz en Colombia. Esta como las ilusiones, se hace imaginaria, deformada, difusa; casi un objetivo inalcanzable, un objetivo de antemano distorsionado. El estallido de la violencia que ocurre en Colombia desde hace décadas, transforma la rutina de la muerte en algo normal para cualquier ciudadano de nuestro país y convierte en un hecho rutinario el que el asesinato sea el mayor factor de muerte de la juventud, y que en el último año desaparezca una población similar a la que murió en el conflicto de Bosnia durante toda su existencia. Esa violencia hace también, que nuestra propia concepción colectiva sobre la paz se distorsione. La población y la élites dirigentes del país han construido una imagen mítica de lo que significa la paz en Colombia. En ese imaginario colectivo afectado por una permanente y profunda violencia, aparece la idea y el deseo de la paz como la construcción de una sociedad idílica, apaciguada, sin problemas, sin ningún tipo de conflicto. Al conflicto social y político, exacerbado por el uso de las armas, se le opone una visión de la negación del conflicto que nada tiene que ver con la realidad del mundo y la esencia misma de las sociedades. Porque una sociedad dinámica es,"per se", una sociedad conflictiva; es más, el conflicto en sí mismo es un motor del desarrollo, de transformación, de superación. El conflicto social y político abre nuevos caminos, critica las viejas estructuras ya anquilosadas, propone soluciones para antiguos problemas y crea nuevos problemas quizás de mayor magnitud. Problemas nuevos a los que la discusión social le proporciona nuevas soluciones. El conflicto es sinónimo de historia y de desarrollo; sin el conflicto una nación se estancaría, el ser humano y su pensamiento morirían. Por eso, pensar la paz de Colombia implica correr el velo deformado de esa concepción que tenemos sobre ella como remanso, como tranquilidad social perpetua, porque una búsqueda así, sólo sería una búsqueda de la muerte definitiva. No, la paz en Colombia es el encuentro de las diferencias que se mantienen, es el encuentro de los instrumentos que permiten resolver los conflictos, o mantener, o agudizar los conflictos sociales, pero de manera no violenta, o por lo menos de una violencia que no implique el exterminio del contrincante. La paz en sí misma es un conflicto y crea más conflictos pero no intermediados por las armas y la muerte. Ninguna guerra es eterna, todas finalmente se tramitan o a través de la victoria militar, o a través del pacto concertado; las victorias militares a veces simplemente lo único que hacen es engendrar de nuevo el conflicto armado, aplazado solo por algún tiempo, los pactos permiten resoluciones más sólidas y permanentes en sociedades que deciden abordar otros caminos, darle cara a nuevos conflictos más fructíferos para el desarrollo humano. 5. La resolución pacífica de los conflictos. El conflicto en la sociedad permanece, los conflictos se desarrollan, cambian y trascienden. Todo conflicto termina por resolverse, pero su resolución conlleva el nacimiento de nuevos conflictos, con otros actores sociales, en otros términos. En ese movimiento conflictivo de la sociedad, se desarrolla la evolución del hombre, nos superamos como nación y como especie. Hasta ahora, en general, ha sido así; pero en particular, existieron pueblos y naciones que no encontraron medios para superar determinado conflicto y desaparecieron en él. La historia es pródiga en ejemplos: nuestros pueblos originarios en gran parte dejaron de existir porque la conquista como conflicto violento entre dos pueblos, el español y el nuestro, los acabó; no encontraron instrumentos adecuados para resolver el conflicto que padecían; el conflicto se resolvió en la muerte. El "irracionalismo" como corriente filosófica piensa el conflicto como irresoluble, eterno e incognoscible. Creo que por ahora, los colombianos tenemos el reto de resolver nuestro conflicto sin que él nos implique la muerte como nación y como pueblo; en saberlo hacer está la clave de nuestro desarrollo y de nuestro lugar en la evolución humana. Una sociedad tan joven como la nuestra, cuyas fuerzas dirigentes originales se apropiaron de antemano de todas las formas originarias del poder público y se dedicaron a construir un sistema, un estado y una economía cerrados, excluyentes para su propio pueblo; tenía que generar no sólo desigualdad social y política, sino además una multiplicidad de conflictos que terminaron por desarrollarse violentamente a través de la muerte y de la ilegalidad. En Colombia esta apropiación privada y temprana de un estado aún por construir no permitió el surgimiento de un verdadero poder público, de una conciencia exacta de lo público, de lo de todos, en esferas así fuese pequeñas de la sociedad y de la economía. A diferencia de los procesos europeos, las fuerzas sociales no actuaron durante buena parte de la historia nacional sino que fueron objeto de la construcción de una nación que no los incluía, en donde sus intereses ni su palabra ni su pensamiento contaban. Una nación realmente artificial que solo hasta este siglo puede observar y sentir el resurgir de sus verdaderas fuentes, un surgimiento acelerado y violento. Una nación moldeada "desde arriba" y "desde afuera", modernizada a la fuerza, sin el consentimiento de sus gentes, sin la apropiación social de esa modernización, no podía construir una concepción colectiva de "lo público", del manejo colectivo y concertado de las decisiones fundamentales, del ejercicio permanente del pacto como instrumento privilegiado para la resolución del conflicto. De tal manera que Colombia no construyó un verdadero estado, como poder público, ni los esbozos de un pacto que la unificara como nación. Sólo poderes privatizados en conflicto que fueron, sobre la base de la exclusión, construyendo una cultura de la intolerancia y de la violencia. La exclusión en Colombia ayer podía significar servilismo, servidumbre, relaciones feudales entre los señores de la tierra y los campesinos hasta entonces mansos; entre los dueños de los votos y "sus" electores hasta entonces también mansos; después pudo significar industrias con muy altas tasas de ganancia, bancos inflados artificialmente en la especulación, orgías del dinero; hoy significa simplemente violencia. Son los diversos tipos de exclusión los que nos han conducido a matarnos entre sí. El problema de la exclusión es un problema eminentemente político, así sus efectos finales sean económicos y sociales. Los excluidos al margen de un estado que no era el de ellos y de una legalidad no hecha por ellos, construyeron sus propias leyes, su propio mundo y su propio poder. son dos las historias de Colombia, una sorda al principio fue edificando unas relaciones culturales muy ricas y muy fuertes, muy propias de las gentes rechazadas por la otra historia. Esos mundos casi nunca se tocaban antes, eran como compartimentos estancos hasta cuando los poderes y las culturas construidas en la ilegalidad, o más bien con otra legalidad, fueron deslegitimando el estado y las relaciones de poder establecidas tan artificialmente en el devenir del país. El encuentro entre los excluidos y los exclusores demanda un verdadero pacto social que por no verificarse ha hundido los dos mundos en una violencia sin límites. El narcotráfico actual, por ejemplo, nace en el mundo de los excluidos y es una actividad esencialmente económica que se rige por las leyes y la dinámica del mercado, como lo hace "Coca-Cola" o los vinos franceses, pero no hubiera surgido en Colombia si en ese país los beneficios económicos no hubieran sido propiedad exclusiva de diez o veinte familias; si los pequeños campesinos de las zonas productoras de narcóticos hubieran sentido a su tiempo el efecto de una reforma agraria integral y la asistencia económica de un Estado tangible para ellos; si centenares de miles de jóvenes de las barriadas hubieran podido pensar que es posible el futuro; si un "Gacha", o un Pablo Escobar, antiguos conductores de bus, muchachos que robaban autos para vivir, hubieran podido dejar de serlo y dejar de sentir su pobreza sin necesidad de acudir al espacio de los excluidos, el de la violencia y la ilegalidad. Los excluidos construyeron por fuera del Estado, de su legalidad y de sus instituciones, su propio espacio, y lo hicieron en medio de la violencia y del fuego. Resolver pacíficamente muchos de los actuales conflictos, implica solucionar en términos reales el problema de la exclusión de la mayor parte del pueblo colombiano, de su Estado y de su economía. La democracia es la receta; la negociación de la paz es la negociación del fin de las exclusiones. Si la presión social por acceder a la economía nacional y mundial y a la participación en el Estado es reprimida, si no se permite; el resultado será una profundización indudable de la violencia. Si el Estado es permeable a la reforma, si es posible transformar las estructuras del sistema económico, los conflictos actuales y futuros podrán ser debatidos y desarrollados sin el uso de la violencia armada. El comienzo de un proceso de esta naturaleza, un proceso de transformación del Estado y de desmonte de la violencia, es lo que se llama: Un proceso de paz. 6. El proceso de paz. Un proceso de paz tiene diferentes fases. Es imposible concebir un momento instantáneo de desarme de los factores de violencia, como es ingenuo pensar en la transformación de un Estado y de su economía en cuestión de días. La primera fase de nuestro proceso de paz, de la que aún no hemos salido, es una fase eminentemente política, una fase de negociación de los factores armados y fundamentalmente una negociación con la "sociedad civil". Una negociación que en sí misma es un conflicto y que expresa, en forma condensada, las mayores contradicciones de nuestra sociedad: sus fuerzas en pugna. Muy esquemáticamente, podríamos analizar el proceso de negociación como el encuentro de dos fuerzas: la una, desde la ilegalidad armada intentará la transformación más profunda del estado que tiene ante sí; la otra, la estatal, intentará la cooptación más completa posible de la fuerza insurgente sin mayores cambios institucionales. La primera intentará ganar legitimidad y poder, buscando la sintonía de los sectores sociales excluidos, la segunda lo hará con la fuerza y el poder de la institucionalidad. En ambas el volumen de la capacidad militar será siempre un factor de presión. Toda negociación de paz es una negociación político-militar. Durante el proceso de paz ocurrirá que unos momentos estarán mayormente marcados por la capacidad de transformación del Estado por parte de la fuerza insurgente, y otros por la acción de cooptación del Estado. El resultado final, si el proceso se desarrolla efectiva y positivamente, será un punto intermedio de transformación institucional del Estado y de reformas económicas; una mayor democratización real e integral del país; y un desarme y la legalización de las antiguas fuerzas insurgentes y de un sector de la sociedad civil excluida hasta entonces. El paso de una parte de la sociedad del mundo de los excluidos al pacto con los exclusores. El punto central del proceso, para asegurar que sea de verdad un proceso de pacificación efectivo consistirá en que los factores y fuerzas enfrentados en la negociación puedan encontrar y concertar los instrumentos para resolver sin el uso de las armas, los conflictos futuros que se desarrollarán en la sociedad. Se trata de un verdadero pacto para la democratización real del país. Si en Colombia el proceso de negociaciones políticas para solucionar el conflicto armado se transformase en un pacto entre la sociedad misma, en un pacto de la sociedad civil para rediseñar las relaciones políticas, sociales y económicas, de tal forma que el proceso de exclusiones fuera seriamente restringido, podría generar una refundación de la nación sobre bases mucho más coherentes y sólidas. Estaríamos presenciando el fin de la guerra y el comienzo de un episodio de la historia del país mucho más rico y saludable. La construcción de una verdadera sociedad moderna desde un punto de vista latinoamericano y no el apéndice, el objeto de unos procesos de modernización impuestos y que solo han generado este desgarramiento social que hoy se traduce en las innumerables guerras que padecemos. Qué tanto se reforma el Estado y la economía en el proceso de las negociaciones será un problema no sólo de la fuerza propia de los insurgentes, sino de la presión que logre desarrollar el conjunto de la sociedad; por eso será siempre imperativa la participación más amplia de todos los sectores de la nación. Es posible que esos sectores ajenos en alguna medida a la guerra terminen definiendo los desarrollos futuros de la conflictividad colombiana; lo importante es alejar el instrumento de las armas y de la muerte como eje de la solución de las confrontaciones. Sin ese eje eminentemente militar, excluyente y antidemocrático, la sociedad civil tendrá una oportunidad para fortalecerse y así tendrá una mayor opción para apropiarse del Estado, objetivo real de la democracia. Es un error pensar que el desarme de los actuales factores de violencia política acabará de inmediato la violencia en Colombia. No; lo que permite ese desarme, y el proceso de democratización que conlleva, es permitir el encuentro de instrumentos no armados para dirimir conflictos, sólo así, comenzará un proceso de desvertebramiento paulatino de la cultura de la violencia que impregna todos los poros y los actores de la sociedad, un proceso que durará lustros, como la formación o deformación de toda cultura, y que debe posibilitar, con la insistencia de todos los voceros de la paz, la conformación de una cultura de la tolerancia, de la interlocución no violenta del conflicto; una cultura de la paz y de la democracia. La historia del proceso de paz colombiano se mueve en medio de las contradicciones arriba señaladas. 7. Una paz contradictoria. Durante la última década se pueden distinguir dos períodos muy bien diferenciados del proceso de paz en Colombia. El primero, (1982-1985), tiene como protagonistas de un lado a las FARC, el M-19, y el EPL , y del otro, al Gobierno Nacional. En aquel entonces estábamos en una sociedad y en una violencia mucho menos complejas que la actual; no existía un desarrollo armado del narcotráfico, ni del paramilitarismo que representa una expresión militar de poderes regionales: de jefes políticos tradicionales, o de dueños de la riqueza, o de jefes militares regionales, o del narcotráfico, o combinaciones de todos ellos. Pero la sociedad, el Estado y la guerrilla eran menos maduros para afrontar el reto de la paz y de la negociación. Las fuerzas insurgentes jamás pensaron ni lejanamente en dejar de serlo, es decir que no llegaron a examinar la posibilidad del desarme y de acceder a un espacio político institucionalizado. El Estado, por su parte, influido poderosamente por su eje militar, no estaba tampoco dispuesto a acceder a la reforma, a iniciar un proceso de democratización serio del país; la sociedad civil no logró la autonomía suficiente para presionar por sí sola una negociación y el fin de la guerra. El proceso de negociación, su conflictividad innata, no pudo desarrollarse positivamente y el resultado finalmente dejó una frustración que arrojó a toda la sociedad en un estadio mucho más profundo de violencia. La masacre en el Palacio de Justicia y luego más de treinta mil muertos y desaparecidos en el país, son su consecuencia inmediata. La experiencia del período 1982-1985 demuestra que el simple diálogo, el contacto verbal entre los oponentes, no es suficiente para abordar la tarea de la pacificación; que además, es imprescindible la negociación, es decir, la transacción entre los intereses de las partes, y que para ello es imperativa una voluntad política para aceptar que en el diálogo se puede presentar una cesión de los intereses propios o de los intereses que se representan. Ni la guerrilla del M-19 y de las FARC, embriagada por la posibilidad, finalmente irreal, de conquistar el poder mediante un triunfo militar; ni el Estado y sus fuerzas armadas que finalmente pensaban lo mismo y no estaban dispuestos para la reforma democrática; podían garantizar un proceso de paz exitoso. La frustración nos implicó un tiempo perdido contabilizado en miles de víctimas humanas. Nuestra conflictividad social, por no ser manejada acertadamente, en lugar de ser la fuente y el motor de un desarrollo progresivo de nuestra nación, se transformó en involución, en carrera apresurada hacia la destrucción y la desintegración del tejido mismo de la sociedad; es más, el furor mismo de la violencia, su dinámica intrínseca, descompuso progresivamente todos los factores y fuerzas que en ella intervinieron. La insurgencia, el narcotráfico, las fuerzas del Estado, los partidos políticos, las milicias, los cuerpos armados de los dueños de la riqueza poco a poco perdieron sus nortes originales y convirtieron el ejercicio de la violencia en un objetivo per se. Se trata de la conformación de una cultura de la violencia, fundamento casi exclusivo de las relaciones de poder en el país. Los medios se transformaron en fines en sí mismos; la guerrilla, las armas, dejaron de ser instrumentos, utilizables o no, del cambio social y pasaron a ser el objetivo mismo de la acción política. El cambio social como objetivo último, al ser desplazado por sus instrumentos, se perdió en el horizonte de la mentalidad guerrillera. Fue el M-19, hay que reconocerlo, el que con su nueva iniciativa de paz, posibilitó un segundo periodo mucho más rico y positivo, que aún hoy estamos viviendo. El M-19, el 10 de Enero de 1989, convocó con el gobierno una nueva negociación de paz en Colombia y cerró con ello el círculo vicioso de una violencia sin soluciones. En este segundo periodo, las fuerzas sociales habían madurado; todo el país había sido víctima y testigo del estallido de la guerra sucia, de la violencia narcotraficante, del incremento militar de la guerrilla, del uso armado de instrumentos de diferentes cuerpos de la sociedad para resolver sus conflictos, de descomposición de diferentes cuerpos de inteligencia armada del Estado. El valor de la paz es reconocido por la nación misma. El proceso de negociaciones entre el M-19 y el Gobierno Nacional, más tarde lo integraron el EPL, el PRT y el Quintín Lame, como organizaciones guerrilleras , es esencialmente diferente al periodo anterior. La guerrilla sabe y acepta de antemano que del proceso saldrá desarmada, es decir, que dejará de ser guerrilla y que transformará su accionar en actividad política legal , y en la perspectiva de posibilitar que existan nuevos protagonistas fuertes no armados en el escenario político del país, la guerrilla buscará en el proceso mismo de la negociación, una transformación profunda del Estado y sus políticas que permitan una ampliación de la Democracia. El Gobierno Nacional y sus partidos tradicionales aceptan por su parte la perspectiva de la autotransformación. El proceso de dejación de armas de más de cuatro mil guerrilleros y la Asamblea Nacional Constituyente, en la que el antiguo movimiento guerrillero transformado en partido político - la AD-M19 es mayoría - marcan los hechos fundamentales del proceso de negociación: el desarme insurgente y la transformación del Estado. Hasta la Asamblea Nacional Constituyente, la antigua fuerza insurgente, logra su mayor capacidad de transformación de la institucionalidad, se trata de una fuerza dinámica y revolucionaria que predomina sobre la fuerza inercial y cooptante del estado, es decir que determina el desarrollo mismo del proceso de paz hasta un poco antes del final de la Asamblea. Su impacto es histórico en las estructuras jurídicas e institucionales del país: crea una nueva Constitución Política, moderna desde todo punto de vista, y, como tal, democrática. Una sociedad es moderna cuando es dueña de su destino, cuando es dueña de su Estado, es decir, cuando el poder del Estado es en verdad y literalmente un Poder Público, cuando el ciudadano común y corriente es propietario real del Estado y su poder, y esa es precisamente la descripción básica de la Democracia. Es indudable que la guerrilla puede ser un factor de democratización y por tanto de modernización en Colombia, tal posibilidad eminentemente revolucionaria, la ejerce efectivamente cuando negocia su fuerza militar con su contrincante; es decir cuando comienza su proceso de autodestrucción como guerrilla. Paradojas de la historia: después de treinta años de activar una guerra supuestamente revolucionaria, terminamos por descubrir que en las especificidades colombianas es la paz la revolucionaria. La nueva Constitución y el proceso de paz del M-19 muestran, o mejor, demuestran claramente la posibilidad democratizadora y modernizante de la Paz. El proceso, sin embargo, tiene su fase de declive. Cobra mucho más fuerza el poder institucionalizante y cooptante del Estado sobre las antiguas fuerzas insurgentes; el mismo efecto inercial que despliega la cultura política tradicional del país y sus voceros le hace perder dinámica al proceso de democratización. El nuevo proyecto político legal de la antigua guerrilla pierde desgraciadamente su norte y se descompone como posibilidad de cambio en el país. Esta caída vergonzosa de las fuerzas que debían transformar a Colombia, dejan sin soporte político la nueva Constitución que empieza a ser minada en su aplicación misma por las fuerzas tradicionales; el impulso de la transformación democrática del país se frena. Nuevos conflictos aparecen en la escena, y los viejos, se profundizan, pero su resolución sigue siendo violenta y armada, el proceso de paz en Colombia titubea. La Constitución es el esbozo de un pacto social aún no realizado en Colombia, digamos que el proceso de paz de 1990 se queda corto precisamente aquí, cuando tenía que generar un movimiento social de tal magnitud que pudiese garantizar el desarrollo, hoy cuestionado, de la nueva Constitución sobre la base de un verdadero encuentro y desarrollo de la sociedad civil. El Pacto Social no se agota en la Asamblea Nacional Constituyente, apenas allí se esboza; pero la apropiación ciudadana del desarrollo constitucional que tenía que ser promovida por las nuevas fuerzas surgidas de esta oleada democrática, no se viabiliza realmente. Estas fuerzas deciden seguir el camino de la intermediación política tradicional en contravía de su propio discurso constitucional y pierden no solo el respaldo popular, sino la misma posibilidad de configurar un nuevo tipo de pacto que abarcara por primera vez al conjunto de la sociedad: un pacto sin exclusiones; así, colocaron en peligro de muerte su mayor obra histórica: la nueva Constitución. 8. Una paz descompuesta. Los dos últimos años del gobierno de César Gaviria marcan el declive : Es evidente la descomposición de la paz como política pública. La AD-M19 como expresión legal de la guerrilla desarmada no encuentra un espacio propio, ni un nuevo estilo de práctica política que la aleje de sus antiguas prácticas armadas, pero también, y sustancialmente, de las tradicionales prácticas de la política legal colombiana; la AD-M19 no construye un espacio inédito en Colombia, el de una política civil y ciudadana alternativa a las viejas prácticas desgastadas e impopulares del clientelismo y la política comprada del país. El gobierno por su parte, convierte la política de paz en un esquema, trata de amoldar la negociación con otros grupos armados: las FARC, el ELN, los paramilitares, dentro del mismo estilo y el mismo tipo de cronograma del utilizado por el M-19, cuando los protagonistas y la realidad misma del país son diferentes. Una política de paz esquematizada, acartonada, sólo podía conducir a fracasos. La descomposición de la política de paz del Estado, muestra el agotamiento de un gobierno, unos partidos y unos gremios privados a los que no les interesa continuar el proceso de reformas y de democratización iniciado en la Asamblea Nacional Constituyente. El gobierno pierde iniciativa en el terreno de la negociación y transforma su concepción del proceso en una simple negociación mercantil, por temor, por la inercia tradicional de la dirigencia del país para transformar estructuras y ampliar los espacios de la democracia. La paz se transforma en una paz de mercado. La insurgencia armada por su lado, las FARC y el ELN, que han perdido la oportunidad histórica de afianzar y profundizar el proceso constituyente por considerar que la propuesta armada tiene vigencia, se separa de la posibilidad de la negociación. La insurgencia padece en su seno una enfermedad que he denominado "micro-culturas guerrilleras" históricas y que hacen que hombres y regiones enteras perciban la actividad armada como un fin en sí mismo y que les hace perder la perspectiva del Poder en general trastocado en un micro-poder regional muy influenciable por agentes como el narcotráfico que descomponen el movimiento guerrillero, se trata de unas micro-culturas guerrilleras que les hace perder la visión nacional y la concepción centralizada de su propia organización y se convierten en la base de un proceso de radicalización de las posturas insurgentes. La descomposición del proceso de paz, la pérdida de energía transformadora del proceso mismo en la sociedad colombiana es patente en los dos últimos años del gobierno de César Gaviria. Procesos de negociación parciales como el de la Corriente de Renovación Socialista y el de un pequeño frente del EPL, muestran con saciedad esta descomposición. Las negociaciones con pequeños grupos guerrilleros en proceso de disolución ya no versan sobre el problema de profundizar la democracia en el país, sino que la negociación misma se convierte en un proceso de intercambio cuasi-mercantil de fusiles por recursos económicos o fusiles por curules en algunas corporaciones públicas del país. Esta es una fase peligrosa de un periodo de negociaciones para la paz que se puede perder definitivamente para Colombia lo que nos significaría un incremento aún mayor de nuestra violencia en medio de un Estado, unos partidos y una guerrilla en descomposición. Es indudable que un proceso de negociaciones tan marcado por el poder cooptante del Estado sin que produzca transformaciones serias de las estructuras del poder oficial, no sólo es un simple proceso de rendición, sino que además, por las circunstancias históricas del país, es un sabotaje contra las mismas posibilidades serias de encontrar los caminos de la paz en Colombia. Sin reformas permanentes y democratizantes de las estructuras de poder colombianas, las negociaciones son simplemente un artificio que a la postre desnuda espacios más complejos y profundos de violencia armada en toda la sociedad. 9. Nuevas posibilidades. Hoy en Colombia es muy posible que al interior de la insurgencia armada, aquejada por micro-culturas guerrilleras muy conservadoras, por la descomposición que ejercen otros factores de violencia armada, por la impopularidad misma de la violencia y por un proceso de desvertebramiento del mando militar, pueda generarse una iniciativa para la paz. La voz de todo un pueblo hastiado de la muerte y la violencia de todos los colores, presiona indudablemente el pensar del movimiento guerrillero, y es indudable que la convicción de la inutilidad del uso de las armas para acceder al poder y a la transformación democrática del país hoy, abre discusiones internas en la guerrilla y crea conflictos en el seno mismo de las organizaciones armadas. El debate es siempre democrático, y si la guerrilla debate internamente, abre dentro de sí misma caminos de democracia que les pueden permitir de nuevo generar "la audacia de la acción revolucionaria", la revolucionarización de su propia concepción de las cosas y de la inercia de su accionar armado; el famoso "salto al vacío" del que hermosamente hablaba el asesinado dirigente del M-19, Afranio Parra, y que es el medio mágicamente americano de encontrar soluciones a nuestro laberíntico acertijo. Existirá, muy seguramente, un importante sector de las FARC y del ELN, que en la perspectiva de la democratización del país, piense que la negociación del desarme y de la paz es un mecanismo inevitable; y que sobre esta posibilidad se podrá retomar el proceso hasta ahora adelantado para inyectarle así, más dinamismo a la inmensa tarea de acabar con las exclusiones en Colombia. La fuerza militar indudable de las FARC y del ELN, su permanencia durante décadas en el país, colocadas en una mesa de negociación, podrían crear las condiciones para una mayor democratización de la nación, para el renacer del espíritu transformador de la nueva Constitución y su aplicación, para la creación de nuevas opciones políticas, sociales y ciudadanas que adelanten la tarea de la construcción de una sociedad civil fuerte, dueña de su Estado y de su destino: la construcción de la democracia y de una sociedad moderna. Un nuevo y poderoso escenario para la Paz podrá edificarse si la actual insurgencia armada puede mirar sin sectarismo en el espejo de las pasadas negociaciones, en las experiencias que dejaron y en sus éxitos y sus fracasos. Pero además, en el seno del Estado y en los diversos y poderosos gremios privados del país, se intensifica cada vez más la necesidad de acabar con la guerra en Colombia, por el único camino hasta ahora históricamente posible en el país: la negociación. La guerra, per se, destruye los Derechos del Hombre, es el ejercicio cotidiano de las armas, el oficio de la guerra, el que termina arrasando con los derechos civiles de la gente. En una guerra de treinta años, cada vez más descompuesta, pero cada vez más violenta, el Estado como factor armado en el conflicto no garantiza la vigencia de los Derechos Humanos en el país, no lo puede hacer, ni lo puede hacer la guerrilla, ni ningún otro factor armado. La denuncia internacional, y sobretodo, el proceso previsible de articulación entre políticas de respeto a los derechos civiles y la comercialización internacional de los productos , provoca en las esferas del gobierno y, sobretodo, en los gremios privados, desazón, desconcierto y la conciencia cada vez más clara que la continuación de la guerra implica el cierre de los espacios de sus propios intereses. La caída del muro de Berlín, en lugar de afectar a la guerrilla como preveía el gobierno de Gaviria, terminó por afectar al mismo gobierno en la medida que ya no pudo ocultar las causas eminentemente nacionales y sociales del conflicto interno. En la sociedad civil, hoy mucho más fuerte después del proceso constituyente, el ánimo por poner fin a la guerra es unánime. Las condiciones nacionales e internacionales posibilitan en grado sumo un espacio de legitimidad para negociar la pacificación de Colombia, otros procesos de violencia como el paramilitar, o el del narcotráfico, podrían ser desactivados a partir de este proceso de negociación política, pero éste ya es otro tema. Una negociación de paz configurada como la culminación del pacto nacional esbozado en la Asamblea Constituyente y que por tanto exige como protagonistas y actores no solo a los factores armados del conflicto, sino al conjunto de la sociedad colombiana, podría originar el salto democrático indispensable para constituirnos como una nación sólida de cara al futuro. Colombia es una nación en construcción, volcánica, dolorosa pero viva, apasionada y trágica; la posibilidad de avanzar en su edificación sigue latente y enamora. Nosotros, los colombianos, tenemos la percepción de nuestro posible aporte, algo importante tenemos aún por hacer en el mundo; triste sería que ya no percibiéramos el futuro y que, como muchas sociedades viejas inscritas en los nuevos paradigmas culturales del consumo, del placer banal del mercado, y del individualismo exhacerbado no experimentaríamos el vértigo de la búsqueda. 10. La Necesaria repolitización del conflicto. Se requieren esfuerzos continuos de repolitización del conflicto, no sólo de parte de la sociedad civil, sino del propio gobierno , una de cuyas armas cotidianas de combate suele ser, paradójicamente y por la naturaleza misma de la confrontación, la deslegitimación. Y para ello no debe perderse de vista que en Colombia el tiempo marcha contra los intereses de una negociación global. La contradicción, ya señalada, entre la expansión territorial de la guerrilla y su pérdida de espacios políticos en algunas zonas; la desarticulación organizativa e ideológica de muchos frentes guerrilleros; e incluso las palpables muestras de bandolerización en otros, son signos perturbadores. Ni a la guerrilla ni al país les conviene que en lugar de 10.000 guerrilleros, tengamos mañana 20.000 bandoleros, sumados a narcos, paramilitares y delincuentes comunes. Mil o dos mil bandoleros fueron ya un trauma suficientemente grande para el país a principios de los años sesenta, como para que nos olvidemos de él al examinar el curso de los acontecimientos presentes. Aunque fuera de sus propias zonas (como sucedía también en las violencias pasadas) las guerrillas colombianas recurren cada vez más frecuentemente a prácticas que contradicen su discurso, como las operaciones terroristas y las masacres contra las bases sociales de sus presuntos o reales adversarios, hacia adentro , en cambio, dentro de una especie de racionalización espacial del ejercicio de la violencia y así sea por lógica puramente defensiva y con métodos abiertamente autocráticos, tienen códigos que imponen severos límites a la delincuencia común, en tanto puede competir con sus aspiraciones de depositarios exclusivos de la fuerza. Las guerrillas son de hecho el Gran Leviatán de muchas zonas de colonización. Más aún, en las zonas cocaleras conservan la capacidad de definir condiciones de producción, de distribución de beneficios y hasta de cierto desarrollo empresarial. Es una dinámica que parecería responder a la consigna de: "guerra punitiva en las fronteras, paz en el interior", como versión adaptada de la que esgrimiera a raíz de la guerra con el Perú a comienzos de los años treinta el líder político conservador Laureano Gómez. Dentro de este contexto, las llamadas marchas cocaleras, una convergencia de cultivadores, procesadores e intermediarios, que a mediados de 1996 irrumpieron en el sur del país, pueden tener lecturas ambivalentes: si bien muestran una alianza tácita o expresa de la guerrilla con los intereses objetivos de productores y comerciantes de coca, también fueron una muestra palpable de relegitimación política de la guerrilla, de capacidad de movilización y de reinserción en las luchas sociales. Revelan, además, que las zonas de colonización dejaron de ser sólo la Tierra Prometida (del petróleo, el oro, la coca y la amapola) para convertirse en detonante de los más agudos conflictos en el inmediato futuro. Si se quiere llegar a las mesas de diálogo y así poder obtener de alguna manera la convivencia pacífica, se requieren por lo menos las siguientes condiciones: 1. Reconocimiento del carácter político de la guerrilla, imposibilidad o inutilidad de la victoria militar y necesidad de la salida negociada. Colombia que tiene entre sus guerrillas actuales tantos sobrevivientes de la vieja Violencia sabe algo que en cierta manera constituye ya una hipótesis de trabajo de los analistas internacionales: la convicción de que en los conflictos internos la derrota de la rebelión a lo que puede llevar es no a la supresión sino a la simple clandestinización de sus causas que habrán de reaparecer más tarde. Repolitizar significa entonces aceptar en todas sus implicaciones que se está frente a un actor complejo, resultante de la articulación de por lo menos, una ideología, un movimiento, unos recursos específicos para la guerra (las armas) y unos objetivos en contravía del poder establecido. Cabe anotar, empero, dentro de los alcances de este tópico, que las Autodefensas también se atribuyen orígenes político-sociales idénticos a los de sus contrapartes: "Las Autodefensas Unidas de Colombia -se dice en el primer editorial de su periódico- constituyen una organización civil defensiva en armas, surgida como consecuencia de las contradicciones de carácter político, económico, social y cultural de la sociedad colombiana; las cuales progresivamente se han ido agravando a causa de la conducta omisiva del Estado en el cumplimiento de claras normas constitucionales que le ordenan garantizar la vida, el orden social, la paz ciudadana, el patrimonio económico, la seguridad pública, etc.; factores éstos que han originado el surgimiento de las expresiones armadas, de cuya existencia sólo es responsable el mismo Estado, mientras que de sus actuaciones violentas son destinatarios una inmensa mayoría de colombianos indefensos, ubicados en vastas regiones del país en las que el Gobierno no alcanza a cumplir con sus obligaciones constitucionales".Y a renglón seguido se precisa: "El abandono secular del Estado, en los campos económico, social y cultural constituyeron la vértebra dorsal del discurso político de la insurgencia armada, de la misma manera como el abandono de los deberes de tutelar la vida, patrimonio y libertad de los ciudadanos, le dio origen político y militar al Movimiento de Autodefensa. Las dos expresiones armadas comparten el mismo origen en cuanto a las causas objetivas de su surgimiento...". Peculiar dinámica esta de la guerra en Colombia: guerrilla y Autodefensas, dos adversarios armados que se proclaman en rebelión contra un enemigo ausente: el Estado Colombiano. 2. Aplicación efectiva del Derecho Internacional Humanitario, que permite simultáneamente "civilizar" la guerra y ponerla bajo la mirada de la comunidad internacional y eventualmente bajo la perspectiva de la mediación (de Naciones Unidas, de otros gobiernos, de ONGs internacionales...). De hecho, la temática del Derecho Internacional Humanitario define no sólo mecanismos de conducción de la guerra sino también temas y contenidos nuevos a las negociaciones, como el secuestro y la desaparición forzada, tan cruciales en el caso colombiano; el reclutamiento de menores de lado y lado de la confrontación; el trato a los prisioneros. O sea que mientras para los conflictos internos a los cuales se suman componentes regionales importantes , tales como identidades culturales o religiosas que trascienden fronteras formales o políticas, el esfuerzo se dirige a la "domesticación" del conflicto(en Afganistán, por ejemplo), para los conflictos exclusiva o dominantemente internos , como es el caso de Colombia, resulta saludable por el contrario un cierto nivel de internacionalización con miras a la negociación. Las Autodefensas, otra vez ganándole en iniciativa política a la guerrilla en el tema de la "humanización", invitaron a responder positivamente al Mandato Ciudadano por la Paz, la Vida y la Libertad, en las elecciones del 26 de octubre de 1997, marcando el "SI" en un tarjetón que exigía al Estado, a la Guerrilla y a las propias Autodefensas cumplir con las siguientes normas del Derecho Internacional Humanitario: no vincular a menores de 18 años a la guerra; no desplazar población civil de su territorio; no secuestrar ciudadanos; no desaparecer ciudadanos; no vincular civiles a la guerra; y resolver pacíficamente el conflicto armado. 3. Negociación en medio de la guerra. Este principio que parecería normal en cualquiera otro contexto, se ha dificultado enormemente en Colombia por el esquema de negociaciones escalonadas del cual se habló antes. En efecto, las expectativas de la tregua con los que estaban en proceso de negociación se ha visto alterada por las simultáneas escaladas de los que han querido distanciarse por el momento, de los que ven la tregua de otros como oportunidad de reacomodo propio, o de los actores armados que simplemente andan en lógicas distintas, como lo mostró el narcoterrorismo del cartel de Medellín en 1989 y 1990. En todo caso, se trata simplemente de reconocer la dinámica entre guerra y política, y aceptar que incluso la escalada militar puede caber dentro de una estrategia de negociación. La última versión de este complicadísimo juego ha sido doble: por un lado, y en medio de una escalada jamás vista de sabotaje de la guerrilla a las elecciones, reteniendo y declarando objetivo militar a muchos candidatos en las más diversas zonas, al estilo del terrorista Sendero Luminoso de 1988-89, se presenta la oferta de paz del Presidente (primeros días de septiembre 1997), contenida en el informe de los comisionados encargados de explorar posibilidades de negociación, tras la liberación del casi centenar de soldados retenidos por la guerrilla en el asalto humillante a las Delicias,; y , por otro lado, simultáneamente, la iniciación de la ofensiva militar gubernamental en los llanos de Yarí, sede del comando superior de las FARC . 4. Participación activa de la sociedad civil. Los escenarios cotidianos de muerte no logran liquidar la vitalidad latente de este país, y el gobierno en su aislamiento también requiere, muchas veces a regañadientes, de una diversificación de las fuerzas y mecanismos de intermediación con la insurgencia. Es así como desde diferentes sectores se hacen esfuerzos explícitos por multilateralizar el proceso de paz, aliviar las tensiones y mantener una opinión pública favorable a los acuerdos, lo cual se hace tanto más necesario si se tiene en cuenta que el país lleva, a partir de la administración de Belisario Betancur (1982-86) hasta hoy, más de una década de negociaciones intermitentes, sin un proceso consolidado. Importante papel al respecto han cumplido redes nacionales, de muy amplio espectro, como la Red Nacional de Iniciativas por la Paz, el Comité de Búsqueda de la Paz, la Comisión Nacional de Conciliación, la Iglesia Católica, y numerosos organismos regionales. Esta insistencia en la necesidad de estimular el papel protagónico de la sociedad civil es también la perspectiva de quienes en general privilegian la función consensual del Estado, su papel de productor de legitimidad (visión hegemónica gramsciana), en contraste con quienes lamentan la incapacidad del Estado para defender su monopolio de la fuerza y extender sus mecanismos de coacción a todo el territorio nacional (visión weberiana, si se quiere). Es la convicción de quienes piensan que a Colombia le hace falta desde luego acatamiento a la autoridad, imperio de la ley, eficacia de la justicia , pero también , contra lo que se supone, le falta ante todo democracia, es decir, razones que hagan sentir a todos los ciudadanos forjadores del orden que los rige. La batalla entre los actores armados por la conquista de la sociedad civil, o la capacidad de autonomía de ésta como depositaria de las fuerzas de recomposición, van a ser factores determinantes en el curso del conflicto en el inmediato futuro. El choque entre iniciativas como el Mandato por la Paz, que se formalizó expresamente en las urnas, junto con la elección de alcaldes , diputados y concejales el 26 de octubre de 1997, y la renuncia forzosa de candidatos , o la abstención de comunidades enteras, coactivamente inducida por la guerrilla, son un preludio de estos desencuentros. Dentro de ese mismo juego de apuestas a la sociedad civil podrían verse muchas de las iniciativas recientes surgidas al calor de la campaña presidencial que culminará en mayo del 98: la abortada ("electoralizada") propuesta de paz del candidato presidencial Juan Manuel Santos, secundado por importantes sectores de la clase dirigente, y que por fuera de los canales formales logró un nivel de interlocución con la insurgencia, que nunca tuvieron un mes atrás los emisarios gubernamentales; la aún más reciente propuesta de una Convención Nacional lanzada inmediatamente después de las elecciones por el ELN, en la cual el gobierno sería un interlocutor más, no el principal; y todo el mercado de fórmulas, sin propuestas realmente, que se abrió desde las elecciones regionales de octubre. En los meses venideros habrá un agitado forcejeo por la apropiación del discurso de la paz, y una subordinación de ésta a la contienda electoral. Muchos gestos sin sustancia. 11. Los Límites y Complejidades de la Negociación Política. Pero aún en medio de condiciones normativas favorables hay dos elementos que seguirán dificultando la consolidación de la paz en Colombia: uno referente a los actores y el otro al contenido de los eventuales acuerdos. En cuanto a lo primero habría que destacar que con la terminación de la Guerra Fría y la consiguiente pérdida , o al menos reducción sustancial de los apoyos logísticos y doctrinarios internacionales, los actores armados entran en un rápido proceso de regionalización interna, y de fragmentación, no en el sentido cronológico y de sucesión ya señalado, sino en el sentido de multiplicación de interlocutores eventuales. Es así como en los hechos es posible distinguir en el primer plano a las guerrillas ( y subráyese su diversidad) aprovechando a menudo los espacios que les abren los procesos de descentralización (acceso a recursos, elección de autoridades, control del poder local); pero también se ven afanosos jefes militares apostándole a la dinámica clientelista en sus alianzas con los gamonales y las fuerzas "vivas", locales y regionales. En los intersticios de ambos, los narcos comprando tierras, conciencias y autoridades, y los paramilitares construyendo su proyecto político-militar, con un discurso contrainsurgente que busca articular defensa de la propiedad (su carácter antiextorsivo) y defensa de la libertad personal (antisecuestro), así sea, al igual que sus adversarios, llevándose por delante la vida . Este mosaico de actores ha hecho que en la situación presente el proceso de paz sea mucho más intrincado que en las guerras anteriores. Hoy no estamos frente a un proceso dual sino frente a un conjunto de procesos simultáneos de guerra y eventualmente de paz. En cuanto a lo segundo -la sustancia de la negociación y las consiguientes amnistías- vale la pena recordar que desde las guerras civiles del siglo pasado Colombia ha tenido una inigualable trayectoria. Y en la mayoría de las veces los acuerdos posbélicos han adoptado un contenido eminentemente político, cuya máxima expresión ha sido la expedición de una nueva Constitución. El pacto del Frente Nacional, que surgió de las cenizas de La Violencia, no introdujo una nueva Constitución, pero sí un nuevo diseño de la política al establecer una nueva jerarquía entre lucha partidista y el desarrollo económico, subordinando la primera al segundo. De nuevo la Constitución de 1991, que es la vigente, quedó con el sello de pacto posbélico, de Tratado de Paz, dado el papel protagónico que en su elaboración jugó el M19 (el 35% de los constituyentes), el recién reincorporado movimiento insurgente. Pero en el plano simbólico, y en un contexto de negociaciones escalonadas como el colombiano, la nueva Constitución hacia el futuro redujo paradójicamente los espacios de negociación con los movimientos guerrilleros que se marginaron o nunca entraron a considerar su trasmutación en movimientos políticos. Porque..., después de una nueva Constitución Nacional como contrapartida a la reincorporación de un sector de la insurgencia, qué más ofrecer a los que quedan? Es probable entonces, y más si se tiene en cuenta la naturaleza de los dos grandes movimientos en armas, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que las negociaciones futuras se desplacen hacia contenidos fundamentalmente económico-sociales, tales como expropiación de tierras a los narcos para su distribución a los campesinos pobres, inversión social en zonas de bonanza petrolera, reconversión económica en las zonas cocaleras, redefinición de términos de negociación con las multinacionales petroleras. Pero el nudo gordiano va a estar en otra parte. El encuentro de los temas del narcotráfico con los de la guerrilla va a ser , sin duda, fuente de enormes dificultades, en la perspectiva de una negociación futura, máxime si a todo lo dicho se le suma el recorte de los márgenes normativos a la repolitización, cosa que ha acontecido, parcialmente en contravía o en tensión con las iniciativas del Ejecutivo, a raíz de un fallo reciente de la Corte Constitucional que le suprime el carácter privilegiado a priori al delito político y lo vuelve un resultado condicional de la negociación exitosa o el sometimiento. Las dificultades se pueden reforzar y multiplicar en la medida en que coincidan, como parece ser el caso, el discurso internacional e interno en la dirección de una igualación de todas las violencias, es decir, en la medida en que se reafirme la reducción del rebelde al terrorista, y una visión de la guerra exclusivamente como negación de la política. Cómo contrarrestar estas tendencias? Cómo negociar nacionalmente asuntos cada vez más internacionalizados o criminalizados internacionalmente? Va a ser mirado el tema de los cultivos ilícitos -indescartable hoy en una mesa de negociaciones- bajo el prisma del narcotráfico o de las urgencias sociales de los campesinos? Cómo unificar demandas y encontrar recursos para satisfacer las expectativas de tan heterogéneos actores y regiones? Cómo poner simultáneamente en el plano internacional , y dentro de una perspectiva no punitiva sino de cooperación, los temas de la paz con la guerrilla, y las soluciones macro al narcotráfico? Ciertamente una tarea muy ardua para esta Colombia que se ha desgastado en tantas guerras y que como diría David Bushnell sigue siendo una nación a pesar de si misma. 12. Conclusiones El problema de la violencia en Colombia no es reciente sino por el contrario tiene grandes raíces en la historia de nuestro pueblo y en el desarrollo que ha tenido la población a través del tiempo. El escenario conflictivo de nuestro país presente diversos matices delictivos, los problemas no radican en un solo punto sino que existe variadas fuentes de discusiones en nuestro país, como son: la tenencia de la tierra, la pobreza, la tenencia del poder, la discriminación de la clase burguesa entre otras. La situación interna de nuestro país está afectando el ámbito internacional atrasando muchas veces, procesos integracionistas que nos convienen económicamente dificultando el desarrollo. La paz no es un hecho es un proceso. Para poder distinguir las salidas necesitamos distinguir las diferentes causas que generan la violencia, por tanto, se deben estudiar los factores reales de poder que protagonizan el conflicto. 13. Bibliografía Fisas, Vicenç. Cultura de Paz y Gestión de Conflictos. Ediciones UNESCO, Barcelona. 1998. Gómez Buendía, Hernández. ¿Para dónde va Colombia?. Tm Editores, Colombia. 1999. Leal Buitrago, Francisco. Tras las Huellas de la Crisis Política. Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1996. Malcolm Deas y Fernando Gaitán. Dos Ensayos Especulativos sobre la Violencia en Colombia. FONADE, Bogotá, 1995. Jaramillo, Ana María. Criminalidad y violencias en Medellín, 1948-1990", en Historia de Medellín, Jorge Orlando Melo (Editor) Suramericana, 1996. Comisión de Estudios sobre la Violencia, Colombia: violencia y democracia, Universidad Nacional de Colombia, 1a ed. Bogotá, 1987; 4a ed, 1995. Trabajo enviado por: Mónica María Palacio Mesa moni_palacio@yahoo.com Facultad de Economía y Desarrollo Universidad Pontificia Bolivariana Medellín – 1999