Colombia_por_FAciolince

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COLOMBIA ME PARECE UN BUEN RESUMEN DEL MUNDO
Por: Héctor Abad Faciolince
Una revista mexicana les pidió a varios escritores del mundo que hicieran un breve
retrato de su país. Héctor Abad Faciolince hizo uno sobre Colombia.
Colombia me parece un buen resumen del mundo. Una élite prevalentemente blanca
en el color de la piel, que constituye un poco menos del 10% de la población total, que
vive en los climas más fríos y ocupa las tierras más fértiles, es dueña del 80% de la
riqueza general (las minas, la agricultura, el ganado, los bancos, las industrias) y
controla el poder político. Otro 40% de la población, un poco más oscura en su
aspecto exterior, trabaja duramente, más que para llegar a ser élite, para no caer en la
pobreza del otro 50% de la población, que vive en las tierras más cálidas y menos
fértiles o en las partes más duras de las ciudades, que es negra, india, mulata o
mestiza, y que nunca está del todo segura de poder comer o de tener agua limpia al
día siguiente.
El primer mundo desarrollado (espejo de Europa, Estados Unidos y algunas partes del
Lejano Oriente) está representado por esa élite de piel clara, que se aprovecha de las
materias primas y de la mano de obra barata del resto del país. Viven bien, comen
bien, estudian en los mejores centros, tienen excelentes hospitales y se mueren de
viejos. La clase media, los pequeños empleados, algunos obreros con buenos
contratos, son el espejo de los países emergentes como México o Brasil. El 50% de
los pobres que apenas sobreviven, se parecen a África, a las regiones y naciones más
pobres de Oriente, y también, por supuesto, a la misma América Latina menos
desarrollada. Así es el mundo, y Colombia se parece mucho al mundo, en tamaño
pequeño.
Recorrer Colombia es una bonita experiencia sociológica: si uno empieza por el Norte,
en el desierto de La Guajira, podrá visitar la mezquita de Maicao, comer quibbes como
los del Líbano, ver mujeres de origen árabe con velo musulmán y hasta deleitarse al
postre con las waclavas de miel y frutos secos. Si atraviesa las fértiles llanuras de
Córdoba, Bolívar y Sucre, encontrará inmensos hatos de ganado Brahman, traído de
la India hace más de un siglo, con sus morros henchidos de grasa y carne, y con la
parsimonia envidiable de las vacas sagradas. Si se trepa por la cordillera de los Andes
encontrará valles alpinos con ganado Holstein o Jersey, como en Suiza, Inglaterra o
Canadá, e incluso campesinos de ojos azules que ordeñan las vacas y hacen queso
en las montañas de Antioquia. Si se hunde en las selvas del Chocó podrá sentirse en
África de repente, con unos negros grandes y dulces que llevan la música por dentro y
la pobreza por fuera, aunque con gran dignidad. Si se atreve a internarse en las selvas
amazónicas, se sentirá en partes del Brasil, con ríos inmensos y parsimoniosos,
árboles innumerables, calor intenso y bichos raros. Si va a los departamentos del
Cauca y Nariño, en el sur, podrá figurarse que está en Bolivia o en Perú, con indios
que vienen de ramas remotas de la familia quechua, cuyo imperio se extendió hasta
allí, pero que hablan lenguas locales que Evo Morales no entendería.
Y en este viaje imaginario encontrará también, por supuesto, aquello que se considera
más típicamente colombiano: plátanos y yuca en tierra caliente, cafetales y pájaros en
tierra templada, campos petroleros y minas de oro y carbón explotadas en general por
inmensas transnacionales europeas o norteamericanas, plantaciones de mata de coca
con mafiosos que matan por defender las rutas de su cocaína, guerrilleros salvajes
que secuestran y extorsionan, paramilitares sanguinarios como nazis, un Ejército que
no pocas veces comete crímenes tan horrendos como los de los grupos ilegales, y un
Estado que, según se acerque o se aleje de las grandes capitales, es capaz de
controlar o no el territorio de la nación.
¿Qué nos falta en esta rápida descripción geográfica del país? Dos largas costas, la
del mar Caribe y la del océano Pacífico, entre delfines y playas coralinas, hasta tibias
bahías escogidas por las ballenas que van y vienen de los polos para hacer ahí, en el
centro de su recorrido, esos ruidosos y salvajes apareamientos que los humanos
llaman el amor. Algún puerto industrial, como Barranquilla, donde judíos y árabes
conviven y compiten por el comercio; una ciudad de belleza legendaria, Cartagena de
Indias, en donde el centro se parece a Andalucía y la periferia a Bangladesh; y por
último el puerto más feo de todo el océano Pacífico, Buenaventura, en donde la
ventura está siempre al borde de convertirse en desventura.
Colombia es también, como el mundo, un país de ciudades en el que la mayoría de la
gente vive en humeantes conglomerados urbanos acromegálicos y no en el campo. Lo
distinto estriba en que, a diferencia de la mayoría de los países de Hispanoamérica, la
capital del país, Bogotá, no se roba la casi totalidad de la población urbana, sino que
pululan las ciudades con más de un millón de habitantes: Medellín, Cali, Barranquilla,
Pereira, Cartagena, Manizales. Salvo los puertos, la mayoría de estas ciudades (y por
ende de la población del país) está en las cordilleras, en altos valles o en altísimos
altiplanos. El motivo es muy simple: el clima duro del trópico, la humedad y los
insectos de las tierras bajas se soporta mucho mejor en la altitud de las montañas. Por
eso tenemos un país muy extenso, pero al mismo tiempo muy densamente poblado en
la cordillera y casi desierto en las llanuras y en las selvas.
El 98% de los colombianos hablamos en castellano. Las variedades de nuestro
español dependen de si estamos cerca del mar, de cara al mundo, o aislados en las
montañas, pero en general podría decirse que, quizá por estar nuestro país a mitad de
camino entre el Río Grande del norte y el Río de la Plata, nuestro castellano tiene una
cadencia bastante comprensible para casi todos los que viven en el ámbito de la
lengua. A esta aparente neutralidad de nuestra variedad lingüística se debe tal vez ese
lugar común que dice que hablamos el español más hermoso y correcto de América.
La política nos apasiona, como a los ciudadanos de cualquier parte del mundo, y
también tenemos la ilusión de que la vida depende del cambio ritual de los
gobernantes. Desde hace más de seis años nos gobierna un terrateniente antioqueño
de baja estatura, ojos claros y buenos modales (aunque los pierde con facilidad
cuando se enoja, y se enoja mucho). Un requisito tácito para pertenecer a su gabinete
es haber padecido secuestros o asesinatos a manos de la guerrilla. Muchos de sus
ministros han tenido esa trágica experiencia, en la propia piel o en la de familiares y
amigos muy cercanos. Eso los hace odiar, con razón, a las FARC, empezando por el
primer mandatario, cuyo padre fue asesinado por esta banda de narcotraficantes que
se hace pasar por guerrilla revolucionaria.
Bueno, es ambas cosas, una guerrilla degradada a mafia que no deja por eso de ser a
ratos una guerrilla con ideales rebasados por la historia. Uribe fue elegido por la
mayoría de los colombianos para derrotar a ese grupo, las FARC, del cual el 95% de
la población estaba harto. Lo ha logrado en parte, pero a costa de perdonar
demasiado a los paramilitares y a costa de gastarse la mejor tajada del presupuesto
en fortalecer al Ejército.
Casi nadie, ni yo mismo, se opone a que derrote a la guerrilla. El problema es que al
hacerlo se descuida lo más grave para nuestro desarrollo: la desigualdad y la miseria.
Del 50% de la población pobre, de su condición inhumana, sale cada año apenas un
porcentaje ínfimo, aunque constante. El agua sigue siendo impotable incluso en
algunas de las regiones más lluviosas del mundo. No tenemos ni una sola autopista en
todo el país. La educación pública es de muy mala calidad y no es universal. La gente
desplazada del campo por la guerra se hacina en las ciudades en condiciones de
vivienda y de vida intolerables. El Presidente reza rosarios en público y no está muy
interesado en el control de los nacimientos. Pero aquello para lo que fue elegido,
aquello que prometió —derrotar a las FARC—, lo está cumpliendo, y por eso la mayor
parte de la población lo apoya todavía con un fervor religioso.
Escribimos libros, hacemos unas cuantas películas al año, ganamos una o dos
medallas de bronce en los Juegos Olímpicos, somos buenos escaladores en ciclismo y
tenemos una selección de fútbol que teme mucho hacer goles. Tenemos dos o tres
cantantes populares que el mundo adora, aunque a mí no me entusiasmen. Nuestros
tres escritores más grandes, en todos los sentidos de la palabra grande, viven en
México (García Márquez, Mutis y Fernando Vallejo), como si el aire impuro del D.F.
fuera fecundo para su prosa. Tenemos unos cuantos museos no muy buenos, pero de
vez en cuando surgen grandes talentos aislados en la ciencia o en el arte. Somos
unos 44 millones los que seguimos viviendo aquí, y otros 4 viven repartidos por el
mundo, sobre todo en Venezuela, Europa y Estados Unidos. El país es muy verde y su
naturaleza no es nada pobre. Medellín, la ciudad en la que vivo, no es la peor de
América Latina ni tampoco la más violenta, por mucho que en años anteriores haya
sido la capital mundial de la mafia. Pasamos de 6.500 asesinatos al año a 650, y por
eso nuestra tasa de homicidios es inferior a la de Caracas, a la de México e incluso a
la de Washington.
No somos ni el infierno ni el paraíso. Somos un purgatorio que intenta arrancar almas
de la perdición y aspira a seguir, aunque muy despacio, a un paso desesperantemente
lento, el camino del progreso que otros llaman cielo.
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