Juan del Agua Prejuicios recíprocos franco-españoles El conocimiento histórico como antídoto Antes de entrar en el tema conviene precisar el significado de prejuicio, porque suele venir lastrado de no pocos pegotes y confusiones que impiden toda claridad sobre tan decisivo asunto. En primer lugar, no hay que confundir «error», «equivocación», con prejuicio. Cierto, el prejuicio contiene «error», pero es otra cosa. Tampoco se puede reducirlo al conocimiento que no esté configurado por el espíritu «crítico», pues éste no es más que una —de las más gloriosas— maneras de acercarse a lo real y de interpretarlo. Sólo el conocimiento histórico de los significados que ha ido teniendo la palabra, que se refiere a una realidad tan humana, permite circunscribir el contenido de su significación. Si se consulta el Diccionario etimológico de Coraminas, se ve que la palabra es de uso antiguo, pero de significación algo distinta a la actual. Alonso de Falencia la define ya en su Universal vocabulario en latín y romance (1490): «Infernus es ceguedad del alma o prejuycio.» Y en otro lugar: «Prejuicio es condenar antes que se judgue por derecho y embarazar la causa.» Es curioso observar que, si bien la palabra se sigue usando (El Quijote, etc.), no aparece en el Diccionario de la Academia hasta la edición de 1884. Quizá porque se ha preferido usar el sinónimo «juicio temerario», que el Diccionario de Autoridades define así: «El que se forma con levísimo, o sin algún fundamento, por sola la aprehensión y malicia del que juzga. ... Por juicios temerarios empieza ya a contar el Catecismo los falsos testimonios.» En francés, según Le Robert, préjugé está documentado más tarde, en 1584, con un sentido distinto al que tenía en castellano: «Opinión qu'on se forme au sujet d'un événement futur.» Pero muy pronto se carga de sentido peyorativo: «Croyance, opinión précongue souvent imposée par le milieu, l'époque, l'éducation; partí pris.» Así, Descartes opondrá «les évidences de la raison» a los «préjugés», y desde entonces la palabra prejuicio en francés viene definida como juicio carente de racionalidad. El ejemplo, una frase de Balzac, que trae Le Roben es contundente: «Ses préjugés d'enfance s'opposérent á la complete émancipation de son intelligence.» Si acudimos al Dictionnaire Etymologique de la Langue Latine, de Ernout y Meillet, vemos que prejuicio viene de praeiudicium, palabra compuesta que Cuenta y Razón, n.° 5 Invierno 1982 quiere decir «juicio anticipado» y que, además de «prejuicio», ha dado perjuicio, ludidum viene &Q..ÍUS, «en su origen fórmula religiosa que tenía fuerza de ley», y su sentido religioso se conserva en indo-persa en fórmulas fijas como yod («¡salve!») o cam ca yod ca («purifica»), lus en su origen es, por tanto, aquello por lo que las cosas son en verdad, lo que las salva o purifica, las devuelve a su verdadero ser; en una palabra: tus es la norma, la condición de la realidad. Prejuicio, por consiguiente, es lo que ocupa el lugar del juicio: que hace brillar o desvela, es decir, lo que oculta y oscurece. Lo que se pone en lugar del «juicio» per-judica, es injusto. Hay, pues, en el prejuicio un elemento de falsificación, de trampa que implica negligencia, desinterés, indiferencia, desafección o, lo que es más grave, voluntad de dañar, de perjudicar. Todo esto era necesario decir para mostrar las raíces «líricas», cordiales del prejuicio, apenas perceptibles en la definición actual del Diccionario: «Juzgar de las cosas antes del tiempo oportuno y sin tener de ellas cabal conocimiento.» Que la existencia en nuestro tiempo de prejuicios entre las naciones o algunas naciones sea un hecho generalizado, que el desconocimiento mutuo sea un factor de tensión entre los países, y ello desde hace más tiempo del que se presume, no significa que esa ignorancia y esos prejuicios hayan existido siempre. Aparte de las fluctuaciones y grados existentes según las épocas, los prejuicios aparecen con fuerza y vigor, por lo menos en lo que se refiere a los francoespañoles, con la modernidad, en el siglo xvi, más exactamente entre el último tercio del xvi y el primero del xvii. Durante la Edad Media no se da semejante fenómeno entre Francia y España. Existe, claro es, un sentimiento diferencial y una autovaloración de seguro excesiva por ambas partes, pero los sentimientos comunes, el sentido de la hermandad, son mucho más fuertes que las diferencias que puedan percibirse. Esto no quita para que el sentimiento diferencial aparezca relativamente temprano. Hacia 1170, Chrétien de Troyes dice en su Cliges: Les livres nous Tont appris 1 que la Gréce eut de chevalerie, d'abord le prix, et de clergie Puis la chevalerie vint a Rome et de clergie la somme, qui maintenant en France est verme. Esta idea de que Francia es la principal heredera del legado grecorromano se ha mantenido incólume en el país vecino a lo largo de toda su historia. Los españoles ponen el acento en otro dominio. Defensores desde hace tantos siglos de la frontera occidental de la cristiandad, prefieren autovalorarse desde el punto de vista religioso —y no es esta sólo la única diferencia entre los dos pueblos—, y así, el autor del Poema de Fernán González canta en el siglo xm: Fuertemient quiso Dios a España honrar, cuando al santo apóstol quiso í enviar, d'Inglatierra e Francia quiso la mejorar, sabet, non yaz apóstol en tod aquel logar. 1 Chrétien de Troyes era un gran lector de Crónicas francesas. Estas declaraciones de primacía o de elección divina no deben malinterpretarse: constituyen la condición psicológica de la emulación que ha existido siempre entre las naciones europeas y que es la base de la pluralidad de modulaciones, de la riqueza de posibilidades, de la civilización común. Durante toda la Edad Media, pues, las relaciones franco-españolas son ejemplares. Hombres, ideas, formas artísticas y literarias, mercancías circulan ininterrumpidamente entre los dos países y en los dos sentidos. A manera de ejemplos, y de España a Francia, baste recordar la influencia de las obras de San Isidoro durante buena parte del Medioevo, el papel jugado por las miniaturas mozárabes en la escultura romana allende el Pirineo, la función de intermediarios de los monasterios mozárabes entre la civilización hispano-musulmana y la cristiandad latina y más tarde la función capital de la Escuela de Traductores de Toledo en la formación de la escolástica europea; pero quizá, lo más importante de todo, la aportación decisiva española a la cristiandad occidental —y, por tanto y en primerísimo lugar, a Francia— sea la simple existencia de los reinos cristianos en la península y la tarea de la Reconquista mantenida tenazmente durante tantas centurias: el esfuerzo guerrero de catalanes, aragoneses, navarros y castellano-leoneses sirvió de escudo protector a los pueblos occidentales de Europa, que pudieron así liberar una buena parte de sus energías para dedicarlas a otras tareas más pacíficas y cuyo resultado fue el magnífico renacimiento románico-gótico de los siglos xi, xn y xm. En esta empresa de la Reconquista y defensa de las fronteras occidentales contra el Islam, España recibió ayuda de los otros pueblos cristianos, principalmente de Francia. Si la ayuda militar no fue nunca decisiva, la ayuda espiritual fue, en cambio, muy importante. Por el camino de la peregrinación a Santiago, «el camino francés», no sólo vinieron a España juglares, artistas, artesanos que en algunas ciudades ocupaban barrios enteros —¿qué ciudad española de alguna importancia no tiene su «calle de los Francos»?—, sino monjes de Cluny y Citeaux, cluniacenses y cistercienses, que llenaron la mitad de la península de monasterios, que levantaron iglesias y catedrales, que ocuparon puestos relevantes en la jerarquía eclesiástica española y organizaron los reinos cristianos, que abrieron las puertas hispánicas de par en par a la ascendente civilización europea medieval. No por ello perdió España su originalidad —en literatura, en arte, en pensamiento—, sino todo lo contrario: con los aires nuevos que aportaron los buenos monjes franceses se repristinó el alma española, se hizo verdaderamente europea. Y es justo decirlo, han sido los propios historiadores franceses —Emile Male, George Gaillard, Rene Crozet, Henri Terrasse, Marcel Durliat, Paul Guinard, Jacques Fontaine— los que, por ejemplo, han insistido más sobre la originalidad del arte medieval español. A este rapidísimo esbozo de las relaciones franco-españolas durante los siglos medios habría que añadir otro sobre las relaciones políticas, matrimonios reales —la madre de San Luis de Francia fue Blanca de Castilla—, de las relaciones económicas, universitarias, etc. Las relaciones franco-españolas empiezan a deteriorarse a fines del siglo xv, cuando franceses y españoles luchan por lo mismo: quedarse con el reino de Ñapóles, bastión estratégico de primera importancia para intervenir en los asuntos de Italia, controlar el comercio del Mediterráneo y hacer frente con eficacia al peligro turco. La guerra de Italia no hubiera pasado a mayores si, al mismo tiempo que el Gran Capitán expulsaba a los franceses de Ñapóles, Cristóbal Colón no hubiera descubierto las Antillas y España no hubiera emprendido el descubrimiento y conquista del continente americano. No es cuestión aquí de relatar los acontecimientos de este tiempo decisivo, pero conviene subrayar que de 1480 a 1520, en un -período menor que el que cubren tres generaciones, España recupera su unidad y se constituye como nación moderna, se instala de modo durable en Italia, emprende la gran epopeya americana, inicia la primera gran Weltpolitik de la historia occidental, recibe el cetro del Imperio Germánico, se establece en Flandes, corazón de Europa... y pone todas sus fuerzas en el empeño de mantener una a la Cristiandad. Es claro que los anteriores equilibrios de poder europeo, que las antiguas pretensiones hegemónicas de Francia, el reino más poblado y rico de Europa, saltaron hechas añicos, que el sorprendente, inverosímil encumbramiento español produjo una mezcla de asombro, deslumbramiento, admiración, terror y envidia. No se olvide, por otra parte, lo más esencial. Estos años son tiempo de crisis profundísima en todos los órdenes: crisis religiosa, multiplicación repentina de la magnitud del mundo, nueva sensibilidad (renacimiento artístico y literario), aparición de esos grandes cuerpos sociales que son las naciones, aumento rapidísimo de los recursos y de las posibilidades humanas, etc. Crisis, por un lado, de crecimiento, pero también, por otro, crisis en su sentido estricto, es decir, tiempo de duda, de desorientación, de desconcierto. España puso su destino a la carta de la unidad religiosa, fundamento último de la civilización, pero se encontró con la oposición encarnizada de los que ponían en primer plano la creación de riquezas o el dominio de la naturaleza y preferían el desarrollo de la propia personalidad nacional, reivindicando así la multiplicidad constitutiva de Europa. No es que España se opusiera a la diversidad ni los demás países abandonaran el dominio religioso —esto ocurrirá más tarde—, sino que se trata de la adopción de una jerarquía de valores diferente. Esta diferencia es fundamental, pues representa el transfondo de donde en última instancia van a brotar los prejuicios recíprocos. El riguroso conocimiento histórico, imparcial, esmerado de estas decisivas cuestiones resulta, por consiguiente, evidente e insoslayable si se pretende entender para poder ir más allá, superar los antagonismos pasados y las limitaciones recíprocas. Mientras estos necesarios estudios aparecen, nada nos impide decir una palabra acerca de ese fondo último de donde brotan, como decimos, los prejuicios mutuos entre españoles y franceses. La civilización europea está constituida por un ámbito geográfico no determinado, sino extensible, que está configurado por una triple herencia espiritual: Grecia, Roma e Israel. De Grecia proviene la teoría filosófica como método de conocimiento de la realidad o, dicho con otras palabras, como visión responsable. De Roma, el mando según derecho, esto es, la organización de la vida social y política en un sistema de libertades concretas, la primera de las cuales consiste en poder reclamar las que hagan falta en cada momento. De Israel nos viene la nueva de un Dios creador, Padre común de todos los hombres que envió a su Hijo para la salvación de la aventura humana. A este Dios nos envía el plano del sentido último de la vida, plano de las postrimerías al que nos lleva inexorablemente la muerte. Pues bien: estas tres raíces espirituales de la civilización europea se realizan de modo concreto a través de los múltiples pueblos que viven en su ámbito. La civilización europea está constituida, por tanto, por las diversas modulaciones culturales, únicas e irreductibles, que la integran. Europa es, pues, una y múltiple, y en ello se encuentra precisamente su riqueza y su fecundidad inagotable. Esto significa que cada pueblo, cada nación europea vive de y con las demás, que el olvido del otro o de alguna de las raíces constitutivas comunes es olvidarse de sí mismo y que ello, como podemos verlo en la actualidad, conduce a la decadencia, la dislocación y al callejón sin salida. Decía que el súbito encumbramiento español causó una extraña mezcla sentimental, de admiración, miedo y repulsión, que se encuentra a la base de todos los medios, lícitos e ilícitos, que se pusieron en obra para contrarrestar su poderío. El resultado de todo ello fue la elaboración de la Leyenda Negra —en la que participan también algunos españoles—, conjunto de interpretaciones parcialísimas o simplemente falsas de la realidad histórica de España, manantial profuso de donde se han nutrido todos los prejuicios antiespañoles, y entre ellos, claro es, los franceses. En la hora de la invención de la imprenta, la propaganda masiva va a ser el medio más utilizado para lograr su consolidación. Como auxiliar de los tratados que no piensa cumplir, de las alianzas injustificables o de declaraciones de guerra sin exceso de motivos, Francisco I va a utilizarla a menudo, Luis Vives percibe bien claramente desde Brujas estos ataques propagandísticos, y así lo hace constar en una carta que envía en 1526 a un amigo flamenco: «Pienso que habrás visto la Apología del tratado de Madrid a favor del rey de Francia. Es lo más descarado y lo más desatinado que se puede decir. Me maravilla que semejante engendro sea producto de tan gran número de sabios y que tan torpe discurso haya merecido la aprobación de la regia majestad» 2. Lo más importante de estos párrafos es el hecho de que Vives indique en fecha tan temprana lo que va a ser con el tiempo una de las grandes tentaciones del escritor «moderno»: el abandono o el olvido de las condiciones de la verdad, y en primerísimo lugar de la veracidad, y su puesta a disposición de una facción o partido. De esta tentación gravísima no escapan a veces los escritores de mayor renombre. Ejemplo temprano de ello es Montaigne, el inteligente y pacífico escéptico bórdeles, quien en uno de los capítulos de sus Ensayos, «Des coches», en nombre de los estragos ocasionados en su patria por las guerras de religión de los que ha sido testigo y de la justificada aversión que le produce la violencia que desatan las guerras, arremete contra la conquista de América sin ningún matiz ni distingo, tomando de los cronistas españoles sólo los hechos Luis Vives, Epistolario, Ed. de José Jiménez Delgado, Madrid, 1978, pág. 438. negativos, como se puede ver confrontando su texto con sus fuentes, principalmente la Historia de las Indias, de López de Gomara. Así, después de enumerar una serie de crueldades espeluznantes, Montaigne comenta: «Nous tenons d'eux-mesmes ees narrations, car ils ne les advouent pas seulement, ils s'en vantent et les preschent. Seroit-ce pour temoigner de leur justice? ou zele envers la religión? Certes, ce sont voyes trop diverses et ennemies d'une si saincte fin. S'ils se fussent proposés d'estendre nostre foy, ils eussent consideré que ce n'est pas en possession de terres qu'elle s'amplifie, mais en possession d'hommes, et se fussent trop contentez des meurtres que la necessité de la guerre apporte, sans y mesler indifferemment une boucherie, comme sur des testes sauvages, universelle, autant que le fer et le feu y ont peu attaindre, n'en ayant conservé par leur dessein qu'autant qu'ils en ont voulu faire de miserables esclaves pour ouvrage et service de leur minieres; si que plusieurs des chefs ont esté punis á mort, sur les lieux de leur conqueste, par ordennance des Rois de Castille, justement offencez de l'horreur de leurs deportements et quasi tous desestimez et mal-voulus. Dieu a meritoirement permis que ees grands pillages ce soient absorbez par la mer en les transportant, ou par les guerres intestines dequoy ils se sont entremangez entre eux, et la plus part s'enterrerent sur les lieux, sans aucun fruict de leur victoire» 3. Creemos que de un escritor de la categoría de Montaigne se podía esperar un juicio más ecuánime y matizado de la conquista y colonización de América. En López de Gomara, su fuente principal, tenía un cuadro bastante completo, con suficientes claros y sombras, para dar una imagen suficientemente compleja de la realidad de la conquista americana. Prefirió presentarla como una espantosa carnicería monocolor. Imagen que se perpetuará con más astucia y templanza en el Voltaire del Ensayo sobre las costumbres4 y con tanta o mayor virulencia 3 4 Montaigne, Oeuvres completes, La Pléiade, París, 1962, págs. 891-892. Véase capítulos CXLV al CLIV de su Ensayo sobre las costumbres. La manera de proceder de Voltaire es muy curiosa y altamente instructiva. Voltaire que sabía perfectamente lo que hacía en una sociedad inteligente y culta, utiliza —cuando le conviene, claro está— el procedimiento de «la buena educación» para hacer pasar su matute. Así, sabiendo que el padre Las Casas no era una fuente demasiado de fiar para conocer lo ocurrido en América, pero no queriendo tampoco renunciar a él de ninguna manera, sale del paso haciendo una pirueta verbal: «Je crois le récit de Las Casas exageré en plus d'un endroit; mais, supposé qu'il en dise dix fois trop, il reste de quoi étre saisi d'horreur», tomo II, Ed. Garnier, París, 1963, pág. 339. Naturalmente, la «supo sición» se convierte pronto en «convicción» y usa a conciencia los libros del Buen Padre. Otro procedimiento es el de comenzar dando importancia a lo que trata, por ser cosa conocida y esti mada del público, y acabar diciendo que aquello no tuvo la menor consecuencia. P or ejemplo, Voltaire inicia el capítulo sobre el descubrimiento de América casi con las palabras con que Ló pez de Gomara dedica su obra a Carlos V: «C'est ici le plus grand événement sans doute de no tre globe...» «La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias», para acabar varios capítulos más adelante: «C'est un grand probléme de sávoir si l'Europe a gané en se portant en Amérique...» El final del capí tulo que trata sobre la batalla de Lepanto tiene todavía mucha más miga: «Mais quel fut le fruit de la bataille de Lepante et de la conquete de Tunis? (que fue tres años después y que además no salió bien; se trata, pues, de una amalgama hecha adrede, para meter los dos acontecimientos en un mismo saco). Les Vénitiens ne gagnérent aucun terrain sur les Tures, et l'amiral de Sélim II reprit sans peine le royaume de Tunis: tous les chrétiens y furent égorgés. II semblait que les Tures eussent gagné la bataille de Lepante», p. 424. (Los subrayados son míos.) El comentario se lo dejo al lector. en l'Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes del inefable Abbé Reynal (1713-1796), por no hablar de las interpretaciones posteriores y del «secuestro» histórico que significa la denominación de Amérique Latine para el mundo hispánico o iberoamericano. No hay que dar, sin embargo, a estas conductas más importancia que la que tienen. La empresa americana de España es una de las grandes azañas de la Humanidad y es lógico que los que no han sentido, pensado y vivido como nosotros nos escatimen los méritos. Más importancia, quizá, tenga la influencia que sobre los propios franceses han acabado teniendo los prejuicios antiespañolés creados por ellos con finalidad bien distinta. En primer lugar, los prejuicios no aparecen bruscamente, sino que necesitan cierto tiempo para ir cristalizando en la mente de las gentes. Entre otras cosas, porque mientras España continúa venciendo en los campos de batalla, los hechos desmienten las palabras. Además, la influencia cultural española siguió siendo importante en Francia hasta 1630-16505. Como anécdota significativa baste indicar que Descartes solía vestir de negro, a la española. Pero la muerte del cardenal Bérulle en 1630 constituye una inflexión decisiva. Bérulle, fundador del Oratorio e introductor de las carmelitas en Francia con la ayuda de una compañera de Santa Teresa, Ana de Jesús, era partidario de una alianza con España y personaje importante en la Corte, pero perdió la partida frente al cardenal Richelieu, más preocupado del porvenir de Francia que del futuro de la Cristiandad. Cuando el poderío español comenzó a declinar, la propaganda se fue convirtiendo en «información» y como aquello «funcionaba» la gente acabó creyendo sus propias falacias. Claro que hizo falta toda la perseverancia del siglo xvm, de los famosos libros de Viaje a España, sobre los que el gran hispanista Jean Sarrailh nos ha dejado un estudio definitivo6. Madame d'Aulnoy (1650-1705), si no lo inventó, fue la que dio forma definitiva a este género literario. El Voy age en Espagne se escribía principalmente para concluir con una pequeña disertación acerca de la indiscutible superioridad de Francia respecto de España. Como si fuera preciso recordárselo a los compatriotas de vez en cuando. Pero dejemos que sobre este especialísimo género literario —que no hay que confundir con el gusto por los libros de viaje que existe en Europa desde la primera mitad del siglo xvn— concluya Tean Sarrailh: Nous remarquerons —dice—- que pour composer un 'voyage en Espagne', on peut fort bien ne pas quitter son cabinet de travail, et ne pas s'exposer aux íncommodités des voitures et des ventas. La, on dépouille et on recopie, a peine modifiés, certains passages d'ouvrages antérieurs du méme genre. Ensuite, on imagine une affabulation plus ou moins romanesque... On concluí modestement 5 Las traducciones de libros españoles hechas al francés pueden verse en dos bibliografías, una antigua y otra reciente. La primera de Foulché-Delbosc, que contiene además las obras portugue sas, va de 1540 a 1700. Bibliographie hispano-]ran^aise, Nueva York, 1912. La segunda de Cionarescu va de 1600 a 1715: Bibliografía franco-española, Anejo del Boletín de la Real Academia Española, tomo XXXVI, Madrid, 1977. 6 «Voyageurs franjáis au XVIIP siécle», en Bulletin Hispanique, tomo XXXVI, 1934, pági nas 68-70. á la supériorité de la France sur l'Espagne, malgré des belles déclarations d'impartialité. Excellente méthode, on le voit, pour répéter sans cesse les mémes topiques et les acclimater en France... Tous ees livres révélent, modeste exemple, le mécanisme de la transmission des *connaissances'. Des erreurs s'installent officiellement. Elles acquiérent le prestige de la tradition. La paresse des écrivains, leur manque d'esprit critique les confirment chaqué jours davantage dans la créance publique. D'oú le méme jugement sur l'Espagne... et d'oü aussi la méme incompréhension de nos deux pays7. Nada podemos añadir al análisis preciso y melancólico de Jean Sarrailh. Después de conocerlo extrañará menos la carta persa de Montesquieu y que los enciclopedistas franceses puedan lanzar un feroz ataque contra España por boca de Monsieur de Morvillier sin que sus compatriotas se inmuten. Lo malo es que, como decíamos, a fuerza de repetir las mismas cosas, los prejuicios se solidifican y acaban por desteñir sobre la interpretación de la propia realidad histórica, que se convierte, por lo menos en lo que se refiere a las relaciones con España, en una auténtica historia-ficción. Un texto del historiador Michelet que trata del siglo xvi es a este respecto ejemplar. Hablando de las alianzas entre Francisco I y Solimán el Turco, en un momento en que Europa volvía a estar seriamente amenazada por el Islam, Michelet escribe: Sauf Venise et quelques Francais, personne en Europe ne comprit ríen a la question d'Orient... Venise défaillant, elle legua a la France son role de mediateur entre les deux religions, d'initiateur des deux mondes, disons le mot, de sauveur de l'Europe. Acceptons hautement, au nom de la Renaissance, le nom injurieux que Charles V et Philippe II nous lancérent tant de fois. La France aprés Venise, fut le grand renégat qui le Ture aidant, défendit la Chrétienté contre elle-méme, la garda de l'Espagne et de l'Inquisition. Saluons les hommes hardis, les esprits courageux et libres qui... se tendírent la main par-dessus l'Europe, et, maudits d'elle, la sauvérent. La terre eut beau frémir, le ciel eut beau tonner... lis en firent d'une audace impie l'oeuvre sainte qui, par la réconciliation de l'Europe et de l'Asie, crea le nouvel equilibre, l'ordre agrandi des temps modernes, a l'harmonie chrétienne substituant 1'harmonie humaine 8. Este texto de Michelet es paradigmático en muchos sentidos. La impresión que se desprende de él es que la realidad, los hechos, le importa muy poco, apenas son un mero pretexto para afirmar sus desiderata: la superioridad de la armonía humana sobre la armonía cristiana. Podríamos seguir llenando páginas con ejemplos de prejuicios franceses acerca de España y de su realidad histórica, pero, como muestra, los ya mencionados son más que suficientes. Por lo demás, hay que subrayar con igual energía que ni todos los franceses han pensado así de España, ni todas las épocas han sentido la misma hostilidad hacia los españoles. La época romántica y el período que va de 1885 a 1930-40 estuvieron positivamente abiertos al arte y a la literatura españolas. En pintura puede decirse que desde los gra7 Hasta tal punto es así que Théophile Gautier en su espléndido Voy age enEspagne, el primer Viaje hecho con la intención de ver, cuenta lo que le respondió el poeta alemán Heine cuando le contó su propósito de viajar a España: «Comment ferezvous pour parler de l'Espagne quand vous y serez alié?» (Final cap. II). 8 Histoire de France, Le XVIe siecle, tomo II, pág. 15. bados de Goya, descubiertos por los franceses a finales del segundo decenio del siglo xix, hasta Picasso, la escuela española ha estado siempre presente en las orillas del Sena. Ya he citado a los historiadores franceses que han estudiado nuestro arte con competencia, entusiasmo, finura en los análisis, pasión por España. Aunque más afectada por la ideología, el estudio de nuestra literatura por los hispanistas franceses ha sido también importante para el conocimiento de nuestras letras. De Morel-Fatio y Mérimée a Jean Sarrailh y Marcel Bataillon, por no hablar más que de los ya desaparecidos, debemos al hispanismo francés honda gratitud y tenemos contraída con Francia una gran deuda. Pues, ¿dónde están los estudios españoles sobre la historia, el arte, la geografía, la literatura francesas? Toca ahora hablar de los prejuicios antifranceses en España. Lo primero que hay que decir es que son de un carácter bien distinto de los franceses: tienen un origen más popular y no afectan en absoluto al meollo del sentimiento de identidad francés. Así, la denominación de «gabacho», término despectivo con que se ha designado desde la Edad Media al francés, no es recogido con este sentido por el Diccionario de Autoridades, que cita como utilización literaria del vocablo sólo unos versos satíricos de Quevedo: «Gobernando están el mundo / cogidos con queso añejo / en la trampa de lo caro / tres gabachos y un gallego.» En realidad, los prejuicios antifranceses en España han desempeñado un papel más importante en las disputas internas nacionales —me refiero al tremendo «problema de España» 9— que en tratar de perjudicar a los franceses; más que prejuicios, son insultos, a menudo, groseros 10. De una manera general puede afirmarse que los españoles se dividen en tres grupos, desiguales en número, respecto a sus sentimientos hacia lo francés. El primero, que empezó siendo el abrumadoramente mayoritario, no veía con buenos ojos lo francés por considerarlo anticristiano y enemigo de España. Este grupo se radicalizó a finales del siglo xvín y su actitud ha durado buena parte del xix como consecuencia de la Revolución francesa y de la invasión napoleónica. Hoy en día ese grupo ha desaparecido prácticamente y sólo la actitud de los Gobiernos franceses hacia España, no siempre cordial, puede remover aún ese viejo antagonismo. El segundo, mucho menos numeroso, aunque su número haya aumentado bastante en este siglo, se parece al primero, pero con signo contrario: para él todo lo francés es excelente, incomparablemente superior a lo español, Pertenecen a este grupo los denominados «eruditos a la violeta» por Cadalso y suelen reclutarse entre gentes que suelen tener perturbado o confuso el sentimiento de identidad nacional. En fin, el tercero, numéricamente inferior y que corresponde a la minoría más inteligente, es aquel que admira la cultura francesa, pero se para a distinguir las voces de los ecos. Rara vez se encuentran en este grupo intelectuales que juz9 Sobre esta cuestión puede verse la admirable Antología que recopiló y comentó Dolores Franco bajo el título España como preocupación, 3.a edición, Barcelona, 1980. 10 A veces son también doloridos reproches. He excluido deliberadamente de los prejuicios antifranceses en España, las peroratas archirreaccionarias de algunos frailes zafios, pues no se trata de literatura de primer orden, como en el caso francés, sino de chafarrinones groseros y sin ningún valor que nunca tuvieron la mínima repercusión en la vida francesa. guen negativamente la literatura francesa de su tiempo, como Giner de los Ríos o Unamuno, pero más que de «galofobia» se trata de incompatibilidad de sus sensibilidades con el genio francés; no se olvide que, a pesar de la proximidad y de las comunicaciones constantes y densas entre ambos países, la cultura francesa y española ocupan posiciones más bien divergentes en el espectro europeo, lo cual no es emitir un juicio de valor, sino indicar el espacio que corresponde a cada una de ellas en la rosa de la civilización común. La «latinidad» o «los países de cultura latina» no son más que expresiones políticas que no designan ninguna realidad controlable, precisa, clara y concreta. Quizá el mayor prejuicio de los españoles respecto a Francia haya sido, y sea, no preocuparnos de verdad por saber cómo es y en qué consiste esa inmensa realidad histórica que tenemos al lado y que tanto ha influido en nuestra propia historia. Se me dirá que la ignorancia en la que viven las naciones europeas las unas de las otras es hoy general, pero ello no significa otra cosa sino que vivimos en período de una asfixiante epidemia espiritual, que tiene paralizados la curiosklad, el entusiasmo y demás potencias del alma. Es demasiado evidente que esto no consuela nada y, lo que es peor, que tiene consecuencias graves para España. En primer lugar, porque sólo el conocimiento del otro, del vecino, permite contrastar adecuadamente la propia identidad. Sólo el conocimiento de Europa nos salvará del extranjero, solía repetir Ortega frente al papanatismo de los «europeizantes» y el convulsionismo estéril de los misoneístas. Porque, no le demos vueltas: las dos grandes tentaciones españolas desde el siglo xvn han sido, o la cerrazón total a cualquier aire que viniera de fuera o la imitación servil y canija de lo extranjero. ¡Cuántas posibilidades españolas —y esto quiere decir europeas— se han perdido por haber predominado en los momentos decisivos una de estas dos actitudes, tan toscas, tan simplistas, en el fondo tan inauténticas y tan poco españolas! Pero la advertencia de Ortega quiere decir algo más. No se trata únicamente de que el conocimiento de lo extranjero nos es necesario para contrastar nuestra propia personalidad, sino de que nos es indispensable para ser lo que verdaderamente somos. Europa, repito, es una y plural. Cada nación vive en el ámbito y de la sustancia de la civilización común. Ahora bien, esa sustancia vive, como el romancero, en «variantes», se crea a través de las diferentes e irreductibles culturas nacionales. Vivir para una nación europea es convivir con las demás. De ahí que sin conocer a las demás, ninguna pueda llegar a conocerse a sí misma, porque todas están hechas, de modo diferente, pero con la misma sustancia común. La consecuencia es clara. Si los españoles quieren vivir con plenitud su propio destino no van a tener más remedio que conocer a fondo la realidad histórica de las naciones europeas. Por lo demás, sólo así, estarán en forma para impedir que los prejuicios foráneos puedan perturbar su trayectoria histórica. Para ello no hay más que un medio: el conocimiento histórico de lo propio y de lo ajeno. J. DEL A.* * 1941. Profesor de Filosofía.