Num022 013

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Libro del trimestre
Orígenes de la Francia actual: del
II Imperio a 1918
Juan del Agua
François Carón: «Le France des patriotes (1851-1918)». Tomo V de la Histoire de
France, dirigida por J. Favier.
La France des patrióles (1851 -1918) de
Francois Carón es un grueso volumen de
665 páginas de considerable interés para el
lector español, como se verá más adelante1. El período estudiado empieza, pues,
con el golpe de Estado del 2 de diciembre
de 1851 dado por Luis Napoleón, pronto
Napoleón 111, y termina el 11 de noviembre de 1918, día que acaba la I Guerra
Mundial. Estas dos fechas constituyen los
límites de una época de la historia de
Francia, época que se articula en dos periodos y cuyo gozne es 1870. La época anterior había sido la romántica, que había
embarrancado en la Revolución de 1848.
Sin embargo, muchos de los miembros de
la última generación romántica, la de
1811, dan lo mejor de sus biografías durante el 11 Imperio; el propio Emperador
(1809-1873), el barón Haussmann
(1809-1891), Falloux (1811-1886), Ferdinand de Lesseps (1805-1894), el Padre
Gratry (1805-1872), uno de los filósofos y
teólogos más importantes del siglo XIX,
del que Carón no habla, ni nombra, pero
de cuyo pensamiento innovador escribió
Marías un precioso libro en 1941.
El Imperio vino del hartazgo y del rechazo de la botaratería que había traído la
'Tomo V de la «Histoire de France» dirigida
por J. Favier. París. 1985.
Cítenla v Rü~ón. núm. 22
Enero-Abri] 1986
Revolución del 48 y llevado a la inmensa
mayoría de los franceses donde no quería
ir. Pero nació con la tara de la ilegitimidad, que el plebiscito no logró borrar y
era, además, hijo de la discordia. Desde los
primeros párrafos Carón lo subraya muy
claramente: «La aventura vivida por los
franceses del 2-XII-1851 al ll-X-1918es
de orden espiritual. Vivieron envueltos
unos contra otros en un combate cuyo objetivo principal era saber qué sentido dar a
su compromiso patriótico. La «cuestión
religiosa» es inseparable de la cuestión patriótica: los dos partidos pretenden encarnar el «alma» de Francia... El partido católico ve en la unión de la Iglesia y del Estado el medio de instaurar, en la tierra elegida que es Francia, una ciudad cristiana.
En frente, la fidelidad a la Francia revolu-.cionaria da sentido e ideal a la lucha republicana... El combate por la separación del
Estado y de la Iglesia no posee carácter
institucional más que para una mínima
parte de los que la han emprendido, la más
ilustrada. Para los demás, la cuestión es
religiosa: del mismo modo que el clericalismo es una empresa misionera, de reconquista de almas, el anticlericalismo es una
empresa destinada a destruir la religión en
cuanto tal. Su raíz es el odio secular a Cristo y a sus adoradores. Así es como hay que
entender la empresa de Combes, que echó
mano del pretexto del affaire Dreyfus para
perseguir al «Infame».
La cuestión patriótica y la religiosa están, en efecto, íntimamente unidas. Y
plantean el problema del nacimiento del
nacionalismo, que no hay que confundir
con el natural amor a la patria. El tópico
proclama que el nacionalismo decimonónico es una reacción al cosmopolitismo
uniformizador racionalista del siglo
XVIII. Algo de verdad hay en ello, pero
hay que integrarlo en una interpretación
más honda. El siglo XVIII no es principalmente racionalista, sino el tiempo de la última forma de vida integral que viven, según modalidades propias, los distintos
pueblos de Europa. Las fachadas barrocas
y luego las más severas neoclásicas, junto
con las de los otros estilos anteriores -no
se olvide la continuidad vivida-, crean los
escenarios en los que la sociedad comvive y
reconoce sus ideales y sus anhelos. Que en
esta forma de vida \a-razon constituya uno
de sus ingredientes más importantes y que
ocupe buena parte de la que correspondía
en el siglo XVII a las creencias -y eso dentro de las minorías, no en el pueblo-, no es
dudoso. Mas la imagen y realidad del siglo
XVIII no se reduce a la que nos han transmitido los philosophes franceses. A partir
de 1765-1770 numerosos signos muestran
que se está buscando un nuevo equilibrio
entre los diferentes planos constitutivos de
la vida humana. Así sin renegar de lo escrito anteriormente, en la postrer etapa de
su vida, Rousseau reafirma la importancia
de los sentimientos y de la religión en la
economía de la vida2; el célebre arquitecto
Soufflot intenta en Sainte-Geneviéve de
París -hoy el Panteón- sintetizar el estilo
gótico y el clásico; por todas partes se empieza a rehabilitar la cultura popular; esto
lleva, a su vez, al redescubrimiento de la
singularidad nacional, de la irreductibilidad de sus formas de vida, de su importancia en la necesaria pluralidad que constituye a Europa, y que ¡as guerras napoleónicas avivarán años después; y Kant, al
dar la primacía a la «razón práctica» sobre
2Pueden verse algunas precisiones en mi «Introducción» a Las Confesiones. «Selecciones
Austral». Espasa-Calpe. Madrid, 1979.
la «razón pura», restablece -aunque a otro
nivel y no exento de problemas graves- la
importancia de lo que los philosophes han
querido derribar. La Revolución francesa
es la que a posteriori ha dado a éstos una
relevancia que nunca hubieran tenido, si
el destino francés no se hubiera precipitado por aquel abismo.
La onda de choque de la Revolución repercutió en toda Europa resquebrajándola.
Francia había sido el modelo -durante
buena parte de la Edad Media, desde la segunda parte del siglo XVII-, en el que el
resto de las naciones, sin perder su idiosincrasia, se reconocía con gusto. Después de
Napoleón hubo que reconstruir, y como el
«modelo» había desaparecido, cada nación tuvo que replegarse sobre sí, vivir de
su propia sustancia. Pues bien, cuando el
poder espiritual de la Iglesia se hace cada
vez más tenue y cada nación, olvidando
que es parte de un todo, pretende ser autónoma -lo que es un contrasentido, ya que
para ella vivir es convivir con las demás
naciones-, aparece el nacionalismo, un
morbo histórico. Consiste en la hipertrofia
de una parte que se considera como un
todo; sin raíces y sin savia nutricia, las
convulsiones no tardan en hacer presa de
ella. Es un soldado quien, en la batalla de
Valmy, en 1792, grita por primera vez:
Vive la nation! El nacionalismo es, pues,
de origen revolucionario. Si ciertos grupos
reaccionarios se convierten más tarde a tal
sentimiento es, justamente, por reacción
contra el internacionalismo revolucionario
de que se revisten el socialismo y otras
utopías sociales.
Lo que se discute, pues, con virulencia
en la época que nos ocupa, es sobre la necesidad e importancia del plano religioso
de la vida. La cuestión además se complica
por el hecho de que la idea de la razón vigente entonces es incapaz de dar razón de
lo individual ni de lo que no es reductible
o demostrable matemáticamente. Todo el
drama y los límites de la modernidad se
concentran en este punto. Toda inteligencia fina distinguía, como Pascal, entre les
raisons du coeur y el esprit de géométrie,
pero como él mismo dijo, «el corazón tiene razones que la razón desconoce». Son,
pues, dos ámbitos aislados, sin más pasa-
reía entre uno y otro que la voluntad del
individuo, el sentimiento de su necesidad,
que el parí pascaliano. Un embotamiento
de los sentimientos, un cambio de la sensibilidad, de la atención vital, y la pérdida
de ese plano de la realidad puede perderse,
convertirse en asunto polémico, dejar de
interesar a las almas más bastas que ya no
ven sus vidas informadas por las formas
tradicionales. Se comprende que, por uno
de sus lados fundamentales, el barroco
fuera una inmensa gesticulación para hacer visible lo invisible para integrar visualmente todos los planos de la realidad, para
mostrar que el espíritu de Dios es el que
sostiene y anima la vida del hombre, las
cosas, el mundo. Del Dios creador y misericordioso.
Después del huracán revolucionario, el
sentimiento religioso vuelve a surgir con
fuerza entre las almas más sensibles. Abre
el camino Chateaubriand, al comienzo del
siglo (1802) con su El Genio del cristianismo. Se ha reprochado mucho el talante literario de esta defensa e ilustración de la
religión cristiana. Pero, ¿qué otra cosa podía hacerse entonces, sino recordar literariamente la raíz más fundamental de la
vida de cada cual, de la vida social, de la
cultura, de las naciones? ¿Qué cosa sino
mostrar en un estilo jugoso, preciso, refulgente, dramático, lleno de colorido el valor
-el «genio»— del cristianismo? Algunos se
han mofado de la insinceridad o de la inconsistencia de los motivos de su conversión. El vizconde, después de ver morir a
su madre, había declarado: «j'ai pleuré et
j'ai cru». En realidad se trata de pretextos
descalificadores sin fundamento, pues
¿quién puede ser juez de los sentimientos
ajenos y de la administración de la Gracia?
Por lo demás, Chateaubriand no pretendió
con su libro «demostrar» nada: simplemente hacer ver lo bueno, bello, fecundo,
sublime, necesario que encierra el cristianismo a los que saben abrirse a él con los
ojos abiertos y el corazón limpio. Actitud
que no excluye la teología, sino todo lo
contrario: crea el «ámbito cordial» en que
ésta puede enraizarse, profundizar intelectualmente en la fe.
Pues bien, después de medio siglo de
diversas experiencias fallidas -I Imperio,
Restauración borbónica, Monarquía de
Julio, II República- se había llegado a la
convicción casi general de que sólo el terreno trascendente de la religión podía servir de fundamento a la restauración de la
concordia3. Sólo grupos minoritarios,
aunque muy activos y con poder social ciertos intelectuales, algunos burgueses,
los revolucionarios- proclamaban que
esto era «opresivo» y que la razón -lo que
entendían ellos por tal- debía ser el solo
cimiento social. Napoleón III pertenece como la inmersa mayoría de los francesesal primer grupo, aunque su posición no es
la de un retrógado, sino la del que quiere
realizar la síntesis entre la razón moderna
y el cristianismo. No ha sido el
Emperador -ni su mujer Eugenia de Montijo- el personaje miserable que la historiografía republicana ha difundido, y que
Carón denuncia por confundir la realidad
histórica con la propaganda política. Napoleón III vivió preocupado por «comprender la nación, con el fin de dirigirla
por la vía del progreso y de la gloria, evitando el desorden». Imaginó para ello un
programa de reconciliación nacional
«fundado en el mantenimiento de la paz,
la reconquista religiosa y la prosperidad.»
El mismo había declarado: «tenemos que
levantar las ruinas de muchos lugares, desterrar los falsos dioses, hacer triunfar ciertas verdades.» La inmensa mayoría de los
franceses aceptó el programa con entusiasmo, como lo prueba, sin posible duda, el
plebiscito de noviembre de 1852 realizado
para confirmar la proclamación del Imperio: 7.825.000 votos favorables y 253.000
en contra. Y dieciocho años más tarde, en
1870, en el otro plebiscito que hubo para
ratificar la evolución liberal del régimen y
para restablecer la legitimidad imperial
puesta en entredicho por el clima prerevolucionario reinante en París, Napoleón III
obtuvo aún 7.350.000 de sí contra
1.500.000 de no, es decir, 83 % de votos
favorables. Esto demuestra que quien acabó con el Imperio no fue la opinión públi3
De la Cristiana u otra nueva. El filósofo A.
Comte «fundó» la de «la Humanidad», con sus
santos y sus días festivos.
ca, sino la derrota ante Prusia y el desorden que propagó la guerra, desorden aprovechado por algunos para imponer sus
puntos de vista, y que tuvieron como consecuencia una revolución -la Comuna- y
una contra-revolución atroces, que abrieron aún más la llaga de la discordia y las
puertas a los extremismos.
Dentro de los recursos tecnológicos y
económicos de la segunda mitad del siglo
XIX, hay que subrayar que la prosperidad
alcanzó a todas las clases sociales, salvo al
numeroso batallón de proletarios y miserables que las resacas de las crisis económicas lanzaban a la costa de «las pérdidas
y desperdicios» de la industrialización.
Pero se echaron las bases de la Francia actual: industria, agricultura, transportes,
investigación científica. El paternalismo
de muchos patronos, a veces lleno de buenas intenciones, no fue, sin embargo, un
factor de distensión social. En un mundo
cada día más ávido de bienestar material,
la predicación de la resignación y la manifestación ostentosa de la desigualdad tenía
algo de cinismo corrosivo, y no era un ingrediente adecuado para ayudar a restablecer la concordia. Para ello, más aún
que con la economía, el programa imperial contaba con el prestigio cultural de
Francia -los últimos cincuenta años
(1800-1850) habían sido uno de los períodos más extraordinarios de la literatura y
de la pintura francesas-, es decir, con el
restablecimiento del modelo francés en
Europa y, con él, de cierto poder espiritual. En este sentido, Roma jugó a fondo la
«carta» del II Imperio, con consecuencias
no siempre positivas para el catolicismo
francés y que se harán sentir hasta casi hoy
mismo.
Esta pretensión de hegemonía cultural
se manifiesta en la decisión de embellecer
las ciudades -el escenario de la vida civilizada por excelencia-, de hacer de París la
ciudad más bella del mundo. Los inmensos trabajos de urbanística y edificación
emprendidos en ella bajo la dirección de
Haussmann constituyen una obra magnífica. No obstante, la mala prensa de que ha
sido objeto el II Imperio ha silenciado o
tergiversado este hecho. «La historiografía
-escribe Carón- que trata de la obra de
Haussmann produce consternación; basándose en textos aislados, se ha reducido
el proyecto imperial a la voluntad de dar a
la capital una configuración que permita
reprimir los motines más fácilmente. En
realidad las obras respondían a necesidades urgentes. París se había convertido en
una ciudad inhabitable y las tasas de mortalidad están ahí para probarlo. La solución es inteligente y grandiosa; la obra de
Haussmann es de una estética y una coherencia indiscutibles: reorganiza el sistema
de circulación con avenidas anchas y rectas, y amplias aceras bordeadas de edificios armoniosos y llenos de empaque, que
encajan, además, admirablemente en el
patrimonio arquitectónico parisino. Los
logros arquitectónicos «individuales» son,
en cambio, mucho menores. Salvo la obra
de restauración de Viollet-le-Duc, a quien
los franceses deben gratitud ilimitada a pesar de sus errores cometidos, y al que hay
que poner aparte, el desalmado estilo
«ecléctico» reina en edificios civiles y eclesiásticos. Únicamente se salvan obras
como la sala de lectura de la Biblioteca
Nacional de Labrouste, el Louvre de Lefuel y la Opera de Garnier. Detalle éste característico del clima espiritual, en el fondo de inautenticidad.
El gran pilar del proyecto de Napoleón
III era la colaboración de la Iglesia y del
Estado. La Iglesia francesa había salido
malherida de la Revolución y tardó varios
decenios en recuperarse, aunque nunca alcanzó «la forma» que le hubiera permitido
tener mayor éxito. Le faltó, además, tiempo. Los molinos de la historia muelen muy
despacio, pero la vida se embala a menudo, sobre todo cuando no está encauzada
por sólidas, coherentes hormas, y carece,
por tanto, de formas estables. La Iglesia se
hizo cargo de la enseñanza y emprendió,
por todo el país, la «reconquista de las almas». El resultado más visible fue el programa constructor de iglesias en un estilo
«neo-gótico» lleno de eclectismos muy
poco agraciado. Dos de cada cinco iglesias
existentes fueron reconstruidas y una tercera transformada. Programa, pues, no
muy afortunado. Del mismo «telar» salió
la devoción al Sagrado Corazón, la espiritualidad del cura d'Ars, las apariciones
milagrosas de la Virgen (la de Lourdes es
de 1858), la utilización constante de un
sentimentalismo no siempre refrenado, el
rechazo polémico de la modernidad sin
demasiados distingos, el carácter un tanto
triste -como el de las iglesias nuevas- de la
religiosidad de este tiempo. No era el mejor método para restaurar el poder espiritual de la Iglesia. No faltaba la labor innovadora, inteligente, fecunda: la de un
Montalembert, de un Lacordaire, un Tocqueville, la del Padre Migne -editor de la
todavía imprescindible Patrología griega y
latina en mil volúmenes-, la filosofía del
Padre Gratry, por citar unos pocos nombres; mas no consiguieron influir suficientemente en la sociedad. Los ataques frenéticos de los anticlericales produjeron un
fanatismo clerical que alimentó la confusión y las disputas. El resultado fue que en
vez del pensamiento de un Gratry, por
ejemplo, predominó la actitud .mental de
Louis Veuillot, el panfletario ultramontanista. El Concilio Vaticano I, para remate
de los males, llevó, con su repudio total de
la modernidad, las cosas a un callejón sin
salida. Quizá, el hombre que el tiempo estaba forjando, incapaz de interioridad y de
ensimismamiento, con una fuerte aversión
por la responsabilidad moral, era antitético con las exigencias constitutivas del cristianismo, pero esto no excusa los errores
de la Iglesia.
Esto explicaría a su vez el fracaso en que
desemboca el II Imperio. Los franceses
adoptaron con entusiasmo el proyecto que
les presentaba, pero no es seguro que quisieran todas las condiciones de una realización lograda. Esperaron todo del Imperio -de la organización imperial-mientras
muchos de ellos recluían sus pretensiones
dentro del mezquino horizonte de un bienestar hedonista. De ahí ese carácter de
«impuesta desde arriba», sin raíces en la
sociedad, como exterior y yuxtapuesta, extremadamente friable, que tiene la empresa imperial. Por otro lado, la pretensión de
hacerse con el liderazgo europeo topó con
idéntico deseo por parte de Alemania, que
Bismark iba a unificar en 1870. También
Alemania quería ser el modelo de Europa,
un modelo que imaginaba configurado por
la filosofía y la ciencia. Pero que para
mayor «seguridad» se encarnó en una Kulturkampfmás imperialista que filosófica,
bastante anticatólica, expresión de una
forma de vida de no muchas sutilezas psicológicas. El Ortega joven nos ha dejado
interesantes observaciones sobre la vida
alemana, más bien criticas, hechas durante su estancia allí como estudiante. Lo que
sí era innovador y de mayor enjundia eran
el pensamiento filosófico y la ciencia alemanas. La cultura francesa en su conjunto
se mantuvo, sin embargo, en forma hasta
1850/60. A partir de esa fecha fue ganando al arte y a la literatura un pesimismo y
un nihilismo que un formalismo primoroso, y a veces inventivo, no consiguió dar
mayor entidad.
Aparece entonces el artista «rebelde» o
«maldito» contra una sociedad que ya no
considera en el fondo el arte como algo
esencial de la vida, sino como un adorno.
El arte, la literatura ya no surge del anhelo
de dar perfección formal, plenitud, a la
vida, de mostrar la fecundidad de su ideal
configurador; parece éste agotado y los
tintes con que el artista y el escritor interpretan la vida -cuando su preocupación
exclusiva no es la forma o la originalidadson más bien grises o negros. Lo subconsciente, lo brutal, lo turbio, lo feo, el fracaso, el spleen: tales son los temas de Flaubert, Zola, Baudelaire, Maupassant. En el
dominio del pensamiento todo se achica y
se reduce, la metafísica es considerada
como algo inútil, cuando no pernicioso, y
Dios como un obstáculo al progreso. Los
autores más interesantes, Ravaisson, Renouvier, Taine, Claude Bernard, Renán
no pasan de una discreta medianía. Durante el último decenio se inicia una reacción renovadora, se vuelve a dar a la realidad mayor holgura, posibilidades, dimensiones. Blondel. Bergson, Huysmans, Verlaine, Mallarmé, Claudel, Barres anuncian un renacimiento que la guerra va a
perturbar y los años de la posguerra a marchitar. En realidad se trata de síntomas de
renacimiento más que de renacimiento
propiamente dicho, pues la vida continua
estando éclatée, rota, sin orientación precisa, dividida socialmente, con dos palabras -«progreso» y «originalidad»- como
talismanes. Las almas más alertas perci-
ben la deriva, que el partidismo ciego y estéril procura ocultar con su gesticulación y
su bullanga. En el «Prólogo» de su monumental Histoire de la Langue Franyaise no es más que un ejemplo- escribía Ferdinand Brunot en 1905: «Existe una gran e
importante tarea que sería la de poner en
claro, fríamente, sin falso entusiasmo, por
qué nuestra lengua, tanto por el ascendiente de su propio genio como por la autoridad de las obras y de la civilización expresadas en ella, ha llegado a compartir
con el latín la monarquía universal, y por
qué causas la ha ido poco a poco perdiendo.» Tarea que, es claro, no se ha emprendido todavía, aunque han existido algunos
intentos por salir del atolladero. Y la nación siguió por la misma pendiente. Después de la derrota frente a Alemania y de
la pérdida de Alsacia y Lorena que Bismark se anexionó sin demasiados escrúpulos, Francia entró en una fase aguda de nacionalismo reñiré y revanchista.
Los republicanos, que acabaron imponiendo la República frente a los monárquicos divididos y sin fe en sí mismos, continuaron la política económica del II Imperio y su lucha antirreligiosa. Poco a
poco va surgiendo el «radicalismo», la
fuerza política más representativa de la III
República -laica, tolerante y liberal con
los demás, salvo con el cristianismo-; se
reorganiza la enseñanza (Ferry) y, con la
benevolencia de Inglaterra, atenta siempre
a un «equilibrio de poder en Europa» que
le sea favorable, se crea un formidable Imperio colonial en África e Indochina. Se sigue, por tanto, las trayectorias iniciadas ya
por Napoleón III, salvo en el dominio religioso. En este aspecto se llega a una verdadera «implosión» espiritual: el negativismo anticlerical se convierte en el motor
del proyecto histórico de Francia. Aprovechando el affaire Dreyfus, y la actitud indigna de buena parte de la derecha y de la
prensa clerical ante el oficial judío acusado injustamente, el «radicalismo», ayudado por Jaurés y los socialistas, se lanza a la
empresa de descalabrar la Iglesia y convertir su nihilismo en meta de la Historia Humana (con H mayúscula). La lucha contra
la Iglesia es el único programa. «No he venido al poder más que a eso» contestaba
Emile Combes -el que expulsó a las congregaciones, confiscó sus bienes y decretó
la separación de la Iglesia y del Estado en
1905- al que le reprochaba que «no se
puede reducir la política de un gran país a
la lucha contra los curas.» Política aprobada por sólo 52 % de los votantes y siguiendo métodos que, escribe Carón, «con
el pretexto de salvar la República, destruía
sus principios».
¿Cómo se pudo llegar ahí? Por el olvido
de lo esencial, el plano de las ultimidades,
que se suplanta por la creencia en un progreso indefinido -sucedáneo de la Divinidad-; y por la inflación de la importancia
de los «medios o recursos» y de la «nación» que se convierte en el otro «talismán». Así, cuando en 1874 se funda el
Club Alpino Francés se le estampa la divisa: «Pour la patrie par la montagne». Este
misticismo racionalista que uniformiza el
país -¿o lo acartona?- utiliza como instrumento a la escuela laica: «El elemento
principal de la unificación- de la cultura
popular -precisa Carón- fue la escuela
primaria: fundó la República en el corazón de las masas. Fue también la creadora
de una visión del mundo fundada en la
creencia en el progreso indefinido de la
humanidad y de Francia, país de síntesis y
de equilibrio, portador de los valores supremos de la humanidad, gracias a la gran
revolución destructora del oscurantismo
religioso.» Fárrago verbal más que valores, como las declaraciones del primer Ministro de Trabajo existente, Rene Viviani,
quien en 1910 presentaba su labor como la
continuación natural de la política anticlerical, ya que, decía, «hemos apagado en
el cielo unas luces que no volverán a encenderse jamás»; y era preciso ofrecer algo
de reemplazo «a quien hemos dicho que el
cielo estaba vacío», y que busca «la justicia aquí en la tierra». No se olvide que esta
jerga inverosímil, que pretende suplantar
a Dios por un Ministerio, consiguió movilizar a millones de hombres. Sólo quien ha
decidido vivir prescindiendo del sentido
común y de la verdad es capaz de adherir
semejantes despropósitos. En realidad, ya
lo he indicado más arriba, hacía algún
tiempo que había aparecido un tipo de
hombre fácilmente manipulable, sin inte-
rioridad, montado sobre unos pocos mecanismos, y que Ortega definirá años después con el concepto de «hombre-masa».
En 1908 un historiador, Laroy-Beaulieu,
describía el fenómeno en estos términos:
«Francia tiende a convertirse cada vez más
en un pueblo de pequeños y medianos rentistas, de funcionarios mediocres y rutinarios. El cebo de la función pública domina
los anhelos de las familias francesas. Esta
población de rentistas mezquinos, de pequeños y medianos funcionarios caseros,
de agricultores poco progresivos y de obreros que prefieren los trabajos de lujo y semi-lujo al trabajo duro.» Y añade Carón:
«El análisis es severo, pero no carece de
fundamento. Leroy-Beaulieu asocia el
maltusianismo demográfico con el económico, como lo hará más tarde Alfred Sauvy».
En efecto, a comienzos de siglo Francia
no renueva sus generaciones. El ligero aumento de la población proviene de la fuerte
emigración de italianos, polacos, pronto
españoles. Lo más grave, sin embargo, es
el partidismo, el «estado de erroro en que
se va hundiendo la sociedad. Es obvio que
una nación de la riqueza cultural de Francia va decayendo lentamente, en medio de
toda clase de invenciones, de hallazgos, de
finura intelectual y artística. Mas cuando
se trata de las formas de vida, los cauces en
que se está instalado y desde los que se
proyecta la vida, y, por tanto, de la placenta que la protege, la suma de individuos
geniales puede muy poco. La historia está
llena de ejemplos, desde la Grecia antigua
hasta nuestros mismos días. La deriva de
Francia se fue acentuando al concluir la
primera década del siglo. Como lo subraya
Carón, no sin cierta ironía maliciosa, no
han sido las contradicciones del capitalismo las que han llevado a la guerra, sino el
estado de la nación -o el resultado de su
manipulación- que se encarna en una política. La economía llevaba a una interdependencia entre las naciones de Europa,
que los políticos frenaron e impidieron a
causa de su neurosis nacionalista -o de
una irresponsabilidad congénita que el nacionalismo pretendió ocultar-. Irresponsabilidad, además, no de uno, sino de todos los beligerantes. Hoy, todos los histo-
riadores imparciales admiten que a franceses e ingleses, alemanes y austríacos se les
fue la mano -la cabeza-al declarar la guerra. Los actos de heroísmo que se produjeron fueron grandes, y los de los franceses
no menores que los de los demás. Pero fue
un heroísmo malgastado y por eso afectó
duramente la moral de los pueblos de Europa. La matanza fue espantosa -millones
de hombres en la flor de la edad- y en 1917
el cansancio apareció en los campos de batalla; Europa se estaba destruyendo y desangrando inútilmente y los soldados tuvieron oscura conciencia de ello. La entrada de los Estados Unidos en la guerra aceleró el desenlace, pero no hubo la victoria
de la «civilización» sobre la «barbarie»,
sino el enconamiento de los problemas de
Europa y la victoria del bolchevismo en
Rusia. Mas esto ya es otro capítulo de la
historia de nuestro tiempo que Carón no
trata.
He dicho al empezar estas líneas que
este libro sobre la historia de Francia que
va de 1851 a 1918 era de considerable interés para el lector español. Creo, en efecto, que después de haberlo leído no puede
quedar ya ninguna duda acerca de las malentendidas recomendaciones que Ortega
hacía a los españoles en 1911. Decía Ortega que teníamos que empaparnos de pensamiento alemán, porque la cultura francesa, que tanta influencia había tenido en
los últimos siglos entre nosotros, no podía
servirnos de momento, ya que se había
convertido en algo «adjetivo» y «formalista», incapaz de ayudarnos a lo que era,
para nosotros, una exigencia histórica ineludible: introducirnos en la vida esencial,
es decir, llevarnos al redescubrimiento de
las raíces de la cultura occidental; pero
añadía que ese redescubrimiento no bastaba; que era preciso ir más allá, repristinarlas para poder renovar la vida; sin exclusivismos nacionalistas, ni la supresión arbitraria de ningún plano constitutivo de la
realidad; en nombre del pluralismo que es
Europa y que significa libertad, riqueza de
posibilidades históricas, común convivencia.
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