Españoles en Rusia VSEVOLOD BAGNO * no de los primeros españoles que pasaron por “la gran diagonal europea” (como lo denominó José Ortega y Gasset), de un extremo a otro, fue el viajero andaluz, Abu Hamid, el Granadino (1080-1170), que residió cerca de veinte años en Saisín, hoy Astraján. Viajó mucho por tierras rusas, describiendo los ríos Volga y Oka y las costumbres de sus habitantes. Pasados varios siglos, en el año 1680, Pedro Cubero (1640-1696), un sacerdote y viajero incansable, atravesó Rusia. Pero sin duda alguna, a lo largo de la historia, hubo pocos españoles en Rusia. Tampoco cabe duda de que algunos de ellos dejaran profundas huellas en la cultura rusa. U Cierto es que no existió en San Petersburgo una colonia española como lo fueron la alemana, la sueca, la inglesa, la francesa, la italiana o la suiza; pero en cualquier caso, su aportación a la vida rusa ha sido bastante patente. * Director del Departamento de Literatura Comparada del Instituto de Literatura Rusa (La Casa Pushkin) de la Academia de Ciencia de Rusia.* Ingeniero de Telec La figura del Almirante Josep de Ribas (1749-1800), destacado militar y político, junto con Vicente Martín y Soler y Agustín Betancourt y Molina, es uno de los puntos clave de la historia de las relaciones culturales entre España y Rusia. Procedía de unos padres que llegaron a Nápoles desde Barcelona. Con el paso del tiempo su padre llegó a ocupar altos cargos en el Gobierno del Reino de Nápoles. A los veinte años de edad, Josep de Ribas se alistó en la marina rusa que estuvo en el Mediterráneo y participó en las importantes batallas contra los turcos. Con las cartas de recomendación se vino a San Petersburgo donde en pocos años hizo una brillante carrera. Josep de Ribas se incorporó al servicio de Rusia en 1772. La zarina Catalina II, la Grande, fue madrina de sus hijos, y según ciertos rumores, también su amante. Incorporándose a las Fuerzas Armadas rusas, Josep de Rivas resultó ser un gran estratega militar en la victoria definitiva de Rusia sobre Turquía en la costa del Mar Negro durante la guerra (1787 y 1791). Para la historia de Rusia y la de la Ucrania actual, se le considerará siempre como fundador y primer gobernador del estratégico puerto de Odesa, que construyó en el mismo lugar donde se había situado antes la fortaleza turca Hadgibey (que tomó con su flotilla), una de las ciudades mas importantes del mar Negro, en el litoral mediterráneo que tanto añoraba, deseando pasar allí el resto de su vida. Pablo I, el nuevo zar ruso, le llamó a San Petersburgo en el año 1796; le nombró Almirante y le dejó en la corte en lugar de castigarlo como a otras personas de relieve, favoritas como él de su fallecida madre, a los que dicho zar odiaba. Ribas fue uno de los autores del complot contra Pablo I, y probablemente también muriera envenenado por sus propios compañeros que consideraron que estuvo demasiado vinculado a Pablo I pocas semanas antes del asesinato del zar. Está enterrado en San Petersburgo, en el cementerio Smolénskoie. Otra persona de gran relieve en la cultura rusa fue Vicente Martín y Soler (1754-1806), gran músico y compositor valenciano, rival de Mozart, que llegó a San Petersburgo en el año 1788. El éxito de sus óperas durante su estancia en Viena, determinó que fuera invitado a Rusia. Según el contrato, debía “componer música para las nuevas óperas rusas e italianas, cantatas y coros para la corte, conciertos y música de sobremesa”. Entre las óperas de Martín y Soler, está la ópera de El tristemente famoso paladín Kosometovich, inspirada en el libreto escrito por la propia Catalina II. Al igual que Josep de Rivas, está enterrado en San Petersburgo en el cementerio Smolénskoie. Pablo I, el Don Quijote del conservadurismo, según Napoleón, declaró en 1799 la guerra a España, basándose en el hecho de que España apoyaba a la Francia revolucionaria; una guerra que sólo quedó reducida a manifiesto. Su utópica mentalidad le sugirió la idea de buscar una candidatura para el futuro rey de España. Para esta misión eligió a Castel de la Cerda, oficial español que hacía años se había incorporado al servicio de Rusia. Con el fin de ayudar a este modesto oficial, Pablo I le regaló una propiedad con numerosos siervos para que pudiera acostumbrarse a una vida que correspondía a una persona con un futuro tan brillante. El más famoso de todos los españoles que vivió una larga temporada en Rusia, falleciendo también allí, sin duda alguna fue Agustín Betancourt y Molina (1758-1824); un canario de gran talento y uno de los pocos españoles que ha dejado su huella en la historia de la tecnología. Eligió Rusia como país de residencia, por haber sido llamado por el Gobierno ruso en 1807 para que se trasladase a San Petersburgo. Según Julio Caro Baroja, “en última instancia, el ingeniero canario llegó a llevar a efecto en Rusia grandes obras que aquí, en España, no hubiera podido ni soñar. Tal era la miseria de los tiempos”. De no menor importancia ha sido la gran influencia liberal que Betancourt ejerció en la vida política rusa en un período clave de la historia europea —las guerras napoleónicas, gracias a su amistad con el zar Alejandro I. A sus adversarios, su poder les parecía muy peligroso y pocos años antes de su muerte, consiguieron despojarle de todos sus altos cargos. A causa de las gestiones de Betancourt, también ha pasado en Rusia algunos años de su vida aventurera, Juan Van Halen (1778-18640), nombrado Mayor de un regimiento de Dragones del Cáucaso, a las órdenes del famoso General Yermilov. En las Memorias de Van Halen, que se refieren a la guerra del Cáucaso, se describen en parte algunas de las raíces del problema checheno actual. Otro militar que, al igual que Van Halen, pasó gran parte de su vida en el imperio ruso fue José Antonio Saravia (1790-1871). En 1815 el joven extremeño se alistó en un regimiento ruso de las tropas aliadas que asediaban a una de las ciudades de Francia. En el mismo año entró en Rusia con su regimiento. Ya en el año 1843 asciende a General de los ejércitos del zar y es nombrado inspector general de las Academias Militares. En cuanto a los viajeros, políticos, militares, sacerdotes, escritores o periodistas españoles que vivieron en Rusia, diplomáticos, exiliados o los soldados de la Divisiún Azul, algunos de los cuales han pasado en Rusia muchos años, se puede decir que igual que los viajeros rusos en España, en más de una ocasión subrayaron la semejanza entre los caracteres nacionales de ambos pueblos. Según Juan Valera, que residió seis meses en Rusia (18561857) como miembro de la misión diplomática española, los cocheros, los lacayos y los pilletes, en fin, todo hombre del pueblo, parecían mil veces más listos, más ágiles, despiertos y divertidos que los de Alemania, Inglaterra o Francia. Él consideraba que, para encontrar algo de esta viveza, había de ir uno a Italia o a España. Al mismo tiempo Juan Valera subrayó alguno de los aspectos más importantes e incluso dramáticos de la situación euroasiática de Rusia, a pesar del proceso de europeización emprendido por el zar Pedro I, el Grande: “La cuestión está en saber si estas ideas extrañas y esa civilización forastera, expresada casi siempre, hasta ahora, en otras lenguas, también han de implantarse de firme en la Santa Rusia y han de popularizarse y difundirse”. Uno de los motivos permanentes de los diarios de los españoles durante sus estancias en Rusia, que se conocen gracias a la estupenda antología del gran conocedor de Rusia, Pablo Sanz Guitián, Viajeros españoles en Rusia, publicada por la editorial madrileña La compañía Literaria en 1995, han sido las impresiones “orientales” entre las que describe la iglesia de San Basilio, situada en la plaza Roja de Moscú, como una iglesia “gótica oriental”; un elemento oriental éste que se refleja en la arquitectura del Kremlin en su semejanza con los cuentos de Las mil y una noches en las descripciones de las iglesias moscovitas. De vez en cuando los españoles recordaban su tierra natal comparando lo exótico del Norte de Europa con lo apreciado desde su infancia en su tierra natal. En más de una ocasión, los viajeros españoles compararon el Kremlin con la Alhambra, confirmando de ese modo que dos culturas limítrofes entre Oriente y Occidente se situaban, en los “dos extremos de la gran diagonal europea”. Las ideas españolas sobre el destino “fronterizo” de Rusia son sumamente interesantes, porque en tales opiniones se reflejó el propio destino “fronterizo” de España; su posición marginal y periférica respecto al resto de Europa, por supuesto en menor grado que Rusia, su relación multisecular con el “Oriente”, concretamente con África y América, si se la compara con Rusia y su convivencia con Asia. A pesar de que el gran poeta y sacerdote catalán Jasint Verdaguer haya pasado en San Petersburgo (1884) sólo unos días, sus poco favorables impresiones respecto a Rusia, en las cuales rechaza todo —la arquitectura, el clima, la vida religiosa y el carácter nacional—, han sido sumamente interesantes, porque paradójicamente se parecían mucho a las filípicas de los eslavófilos moscovitas contra la capital cosmopolita. Por eso no es de extrañar que en sus anotaciones del viaje aparezcan los elementos fundamentales del mito de San Petersburgo. Muy impresionantes, y en muchos casos trágicas, han sido en Rusia las estancias de los voluntarios de la División Azul, quienes pasaron muchos meses en las cercanías de Leningrado examinando desde las trincheras y con los prismáticos sus calles, plazas y monumentos, sin que pudieran entrar en la ciudad, excepto siendo prisioneros, algunos de los cuales pasaron después muchos años en los horribles campos de concentración estalinistas junto a los rusos. Una página muy especial del destino de los españoles en la tierra rusa fue la vida de los niños de la guerra, convirtiéndose así Rusia en su segunda patria. De máximo relieve al respecto vienen a ser las Memorias de un niño de Moscú, de José Fernández Sánchez, bibliógrafo, traductor y escritor evacuado en 1937, a los doce años de edad, a la Unión Soviética, regresando después a España en 1971. Para concluir, me gustaría citar una frase emblemática, llena de esperanza, amargura y dignidad, de las memorias de José Fernández, en vísperas de su regreso a la patria, tras treinta y cuatro años de su vida transcurridos en Rusia: “Acababa el frío y el miedo. Comenzaba la libertad, la incertidumbre y los nuevos miedos. Seguía la vida”.