Amor y necesidad ENRIQUE GÓNZALEZ FERNÁNDEZ * o no puedo ser, como opinaba Descartes, una cosa que piensa. Fría definición del hombre. No soy, como sostienen tanto el realismo como el idealismo, una mera sustancia, una cosa aislada, un yo cosificado, algo, sino alguien cuya realidad es circunstancial: estoy constituido por mi circunstancia y, por tanto, la necesito para ser y vivir. Como enseña Julián Marías, no se entienda “necesidad” como sinónimo de “faltarme”: yo necesito también lo que tengo, que se me presenta biográfica y circunstancialmente. Y ¿Qué clase de circunstancia es esa? Principalmente la convivencia. Necesito de los demás. En Antropología metafísica escribe Marías que “mi propia realidad se refleja en los espejos que son los demás; en ellos encuentro mi expresión, me reconozco y así me proyecto. Por eso la vida personal es esencialmente * Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. convivencia”. Yo no me encuentro completamente solo, abandonado en la existencia; mi vida no es única, ni soy un ser aislado, ni un objeto manipulado por distintos seres, sino que me considero primariamente conviviendo con otros. Para intentar saber quién soy yo necesito también tratar de averiguar quién eres tú, y viceversa. Esta convivencia puede tener distintos grados, y se manifiesta sobre todo en las formas del amor y la amistad. Aquí aparece, según Marías, “la condición amorosa del hombre, que casi nunca se ha tomado en serio, que se ha pasado por alto en la mayor parte de la historia del pensamiento. Siempre se ha buscado la peculiaridad del hombre, se ha hablado de su carácter inteligente, racional; todo esto es cierto, se dice que el hombre es animal rationale, pero nunca se dice que es animal amorosum. En esto reside, creo yo, la raíz de la condición humana” (La felicidad humana). De la circunstancialidad se deriva, piensa Marías, “la menesterosidad de la vida humana: necesito la circunstancia para ser y vivir. Frente a la suficiencia atribuida tradicionalmente a la sustancia, nos encontramos con la indigencia como condición del hombre” (Breve tratado de la ilusión). La menesterosidad del hombre es “permanente e intrínseca, y no se reduce en modo alguno al interminable catálogo de sus privaciones: envuelve también sus posesiones, porque la posesión humana no es un simple tener, sino un estar teniendo” (Antropología metafísica). Necesitamos aquello que tenemos, que en cada momento nos es menester. Esta palabra, menester, viene de ministerium: oficio, tarea, quehacer. Las realidades que necesito, incluso teniéndolas, me son menester, constituyen mi ministerio, mi quehacer. Necesito a las personas. La manera como yo necesito a alguien difiere de cuando necesito algo: necesito alimentos, aire, objetos, cosas que “están ahí”, que “están dadas”. Por el contrario, cuando necesito a alguien, este sujeto “está viniendo”, “está dándose”. La necesidad que una persona tiene de otra persona es una realidad que acontece, es argumental o biográfica. El carácter menesteroso o necesitante del amor es activo, ministerio o menester. Pero el amor no es un sentimiento. Hay, eso sí, sentimientos amorosos, que acompañan al amor, que es una realidad de la vida biográfica, una instalación en la cual se está, un estado que acontece. Tampoco el amor consiste en una fusión, concepto que está pensado para las cosas. Quienes se aman no quieren nunca fusionarse entre ellos, como si fueran cosas, perdiendo su respectiva personalidad: el que ama desea, por el contrario, que exista íntegramente la persona amada, tal y como es ella, respetándola, dejándola ser ella misma. Para ser feliz, el que ama necesita la entera realidad amada, unirse a ella, no fundirse con ella como se alean los metales o como un cuerpo pierde su consistencia, con el fuego, pasando del estado sólido al líquido. Marías señala cómo en las grandes enciclopedias no suele figurar el artículo “amor”, que parece indigno o imposible de ser tratado. Esto obedece, en el fondo, a que persiste una convicción tácita, no expresada pero muy arraigada, de que la realidad son cosas. Para entender el amor hace falta otro tipo de planteamiento: hay que renovar los conceptos y categorías de la vieja ontología, pensada para comprender las cosas o sustancias. Se debe pasar del arcaísmo a la innovación. ¿Cómo definir auténticamente el amor? ¿Afección, hacer el bien al otro? Parece que no se ha encontrado la definición apropiada. Creo que puede ser esta: el amor es Dios. Si en su primera carta, San Juan afirma que “Dios es amor” (ho Theòs agápe estín), podrá decirse también a la inversa: el amor es Dios. Cuando alguien tiene amor, tiene a Dios. Cuando alguien ama, este amor procede de Dios, es Dios mismo, el cual habita en cada criatura suya. El hombre es imagen de Dios, imago Dei. ¿En qué consiste esa imagen? La tradición intelectual ha insistido especialmente en la racionalidad. Piensa Marías que si Dios es amor, su imagen humana sería una “criatura amorosa”. “Creo —escribe en La perspectiva cristiana— que la infidelidad radical al cristianismo es no verse como criatura amorosa”. Sin las criaturas a quienes amo, no soy yo. Las necesito para ser y vivir. Al amarlas soy verdaderamente quien soy, en mi plena autenticidad. Cada uno necesita amar y ser amado. Y cuando amo, me estoy pareciendo a Dios, imito a Dios, el cual habita en mí, justamente, por el amor que es suyo, que procede de él, que es él mismo. El amor es, por ello, la mayor y más importante prueba o, mejor dicho, razón de la existencia de Dios. Por eso San Juan escribe: “En esto conocemos que en él estamos... Nosotros sabemos que nos hemos trasladado de la muerte a la vida, pues amamos a los hermanos. El que no ama, permanece en la muerte. Todo el que odia a su hermano es homicida, y sabéis que todo homicida no tiene vida eterna en él permanente... El amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoció a Dios, pues Dios es amor... Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor está perfeccionado en nosotros... Dios es amor, y el que permanece en el amor, en Dios permanece, y Dios permanece en él”. Según ello, podríamos hacer la experiencia de sustituir, en la Carta a los Corintios de San Pablo, el término “amor” por “Dios”: Dios es comprensivo, es servicial y no tiene envidia; Dios no presume ni se engríe, no es mal educado ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. Dios no pasa nunca. Como el amor es efusivo, Dios quiso crear realidades nuevas para ser amadas; fue movido por su bondad a crear libremente el mundo; por amor, dio existencia a seres finitos para hacerlos participar de su hermosura, para verter sobre ellos sus beneficios, para que fueran felices. El motivo de la creación no ha sido en ningún modo el provecho de Dios, sino únicamente su infinita bondad, su generosidad sin límites. Al afirmar que Dios es amor, esto debe llevarnos a extraer todas sus consecuencias. Se trata de darse cuenta de que Dios necesita a sus criaturas. Repitamos aquí que no hay que entender “necesita” como sinónimo de “faltarle”: él necesita cuanto tiene, todo lo que ha creado, porque lo ama. Frente a la suficiencia atribuida tradicionalmente, por la teología escolástica, a la sustancia divina, o a la cosa infinita de la que hablaba Descartes, nos encontramos con la necesidad que Dios tiene de sus criaturas, de que existan, de que no se le pierdan o aniquilen. Cabe hablar de la menesterosidad de Dios: no respecto a sus privaciones, porque no las tiene, sino respecto de sus posesiones, de cada criatura, a quien deja ser, existir como ella es, que no se impone arrogantemente sobre ella, a quien respeta, a quien deja libre, con la que no se funde, sino a la que se une y busca unirse. Dios necesita cuanto ha creado; le es menester, le somos menester. Es amor activo, siempre actuante. Su ejercicio es amar. Pide amor correspondido. El oficio, la tarea, el quehacer, el menester de Dios es amar, es amarnos. Consiste en amor. Las realidades que necesita, incluso teniéndolas, le son menester, constituyen su ministerio, su quehacer. Este carácter menesteroso o necesitante de Dios es un concepto nuevo que habría que incorporarlo a la teología. Esta menesterosidad de Dios permite hablar de su humildad. El amor siempre se humilla. El amante se abaja ante el amado. Por eso Dios se hizo hombre, se hizo pobre, desvalido, necesitante y menesteroso en este mundo. ¿En qué consiste la omnipotencia divina? Dios es todopoderoso principalmente porque puede amar a cada criatura, haciéndola única, insustituible, irrepetible para él. Afirma Marías que “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza, por amor efusivo. Es inconcebible que lo ame solamente un rato y consienta su destrucción. El amor de Dios tiene que ser para siempre” (Tratado de lo mejor). “Acaso la escasez de amor es un factor que entibia el deseo, la necesidad, de otra vida: si no se ama, ¿para qué?... Esta situación, la idea de que no hay más que esta vida, reduce a Dios a una mera referencia nominal en la que apenas se piensa. Aunque no se renuncie al cristianismo, se lo vacía de contenido... Amor meus pondus meum, eo feror quocumque feror, decía San Agustín. Si ese amor deja de ser el peso que orienta y conduce la vida, ésta transcurre por cauces que no son cristianos” (La perspectiva cristiana). Los que niegan la inmortalidad personal no parecen excesivamente preocupados por su escepticismo. Marías sí: “Esto me parece lo peor, porque además de perder el horizonte han perdido la conciencia de lo que es vivir, esto es, necesitar seguir viviendo siempre; y, lo que es más, necesitar que sigan viviendo siempre las personas amadas, cuya aniquilación, si verdaderamente son amadas, resulta insoportable” (Problemas del cristianismo). El amor y el anhelo de inmortalidad aparecen juntos. En la medida en que uno ama necesita seguir viviendo más allá de la muerte. El anhelo de tener una vida perdurable es ante todo el reconocimiento del amor a otras vidas. Por eso “el afán de inmortalidad es primariamente necesidad de la inmortalidad ajena” (La felicidad humana). Y “la razón más profunda del desinterés de tantos hombres de nuestra época por la perduración de la vida tras la muerte es la pobreza de su amor, el desconocimiento de lo que es amor en el sentido radical de la palabra, que no admite la posibilidad de que se extinga, y por tanto reclama la pervivencia de las personas que lo realizan” (La educación sentimental). Se trata, entonces, no tanto de lo que ocurre conmigo sino con los demás. Por eso sigue diciendo Marías: “Nos encontramos con que el afán de inmortalidad es primariamente necesidad de la inmortalidad ajena. Se ha pensado obstinadamente que el hombre con afán de inmortalidad tiene una especie de endiosamiento, de amor a sí mismo, de afán desmedido de conservar su realidad; es el reproche que se ha hecho mil veces a Unamuno; pero no es esto lo primario: lo que parece intolerable e insufrible es que no existan las personas amadas, y secundariamente yo... La necesidad de pervivencia se refiere en primer término a las otras personas en cuanto amadas; la mía es secundaria, el supuesto necesario para que las demás puedan seguir siendo amadas”. En el otro mundo, el “amor a Dios intensificará nuestra realidad de tal manera que se multiplicará el amor a las criaturas, más amadas y más interesantes que antes, precisamente porque estaríamos rebosantes del amor de Dios y de nuestro amor a él, en presencia... Desde Dios amaríamos más que nunca, en forma de posesión plena, a las personas amadas” (La felicidad humana). Dios no sería infinitamente feliz si esas personas amadas por él se le perdieran con la muerte. Lo mismo cabe decir del resto de los animales, amados por nosotros, amados mucho más por su Creador, que ha depositado también en ellos el amor, con el cual aman ellos mismos. La teología escolástica ha afirmado abusiva, lapidariamente, de forma que me parece intolerable, la corruptibilidad de los animales no racionales, la extinción de sus “almas sensitivas” tras su muerte. Creo que esto es atribuir a Dios cualidades mezquinas, no divinas. “Dios es Dios”, como dice Calderón en El gran teatro del mundo. Dios no es algo soberbio o cruel, que necesite víctimas expiatorias o sacrificios. Si Dios es Dios, esto quiere decir que es alguien que ama eternamente, de manera infinita y todopoderosa a todas sus criaturas, que las necesita dejando que sean, haciendo que perduren, respetándolas, dándoles libertad, vivificándolas (no mortificándolas), a quienes se da y se entrega, por quienes se ha sacrificado, igual que nosotros necesitamos a las criaturas amadas para ser felices. Yo no sería feliz en el otro mundo si no gozara allí de la convivencia de todas las criaturas a quienes amo y que me aman. Lo mismo ocurre con Dios. Si nosotros amamos a las criaturas, mucho más, infinitamente más las ama Dios, el mismo amor, de quien procede todo amor, su fuente, su origen, su causa. Si nosotros deseamos su resurrección, mucho más, infinitamente más la desea, la consigue, la efectúa su Creador, el autor de la vida, la misma Vida, que necesita, porque ama, a quienes ha dado la vida y el amor, que siempre es menesteroso y necesitante. Dios no sería Dios sin nosotros. Puede hacer suya la frase: “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.