En el período que va de la inmediata posguerra a 1975, la narrativa presenta diversas etapas que se pueden agrupar por décadas. La década de los cuarenta es una etapa de búsqueda de nuevos cauces narrativos. La dictadura y su censura mantienen la novela española al margen de la narrativa europea y americana y prohíbe la obra de los autores exiliados (Ramón J. Sender, Francisco Ayala, Max Aub, Arturo Barea… sus obras se conocerán muy tardíamente en España). El reflejo amargo de la vida cotidiana se convertirá finalmente en la nota dominante. Es sintomática la abundancia de personajes marginales y desarraigados, o desorientados y angustiados, enfrentados a una sociedad indiferente u hostil; de ahí que se hable a menudo, de “realismo existencial”, en el que destacan dos obras: La familia de Pascual Duarte, de Camilo J. Cela, caracterizada por el tremendismo, la violencia y lo truculento; y Nada, de Carmen Laforet. A ellos habría que añadir dos autores dos autores que darían mucho que hablar en décadas posteriores: Miguel Delibes (La sombra del ciprés es alargada) y Torrente Ballester (Javier Mariño). De la angustia existencial de la década de los cuarenta pasamos, en la década de los cincuenta, a la novela social. Destacan aquí autores como Sánchez Ferlosio (El Jarama), Luis Romero (La noria) o García Hortelano (Nuevas amistades), que pretendían denunciar las desigualdades e injusticias sociales y que el lector tomara conciencia y actuara. La mayoría huyó de cualquier complicación formal, y todos utilizaron en sus novelas la concentración del tiempo, la reducción del espacio y el protagonista colectivo (tres características estructurales tomadas de La colmena de Cela, publicada en 1951, que, si bien presenta una despiadada visión de la sociedad madrileña de posguerra, no se suele considerar una novela social). En estos años, se produce también un extraordinario auge del relato corto, con maestros del género como Ignacio Aldecoa; y hay autores ajenos a la novela social: Miguel Delibes (El camino), Torrente Ballester (con la trilogía de Los gozos y las sombras) o Álvarez Cunqueiro, con Las mocedades de Ulises (1960), llena de mitos, elementos mágicos y una maestría estilística en las antípodas de la novela social. La década de los sesenta trae consigo el agotamiento de la novela social. La apertura de España al exterior permite a los novelistas contactar con la narrativa hispanoamericana (Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar…) y con los grandes renovadores de la novela contemporánea (Proust, Kafka, Joyce, Faulkner…). En 1962 se publica Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, que inaugura la narrativa experimental y el interés por nuevos recursos técnicos y expresivos: escasa acción (incluso ausencia total de argumento), perspectivismo, mezcla de personas verbales en un mismo discurso, monólogos interiores, ausencia de signos de puntuación, saltos temporales y espaciales hacia atrás y hacia delante… Entre los autores destacables, por un lado, los veteranos, como Cela (San Camilo 1936), Delibes (Cinco horas con Mario) o Torrente Ballester (La saga/fuga de JB, parodia de la novela experimental); por otro, nuevos autores como Juan Benet (Volverás a Región), Juan Goytisolo (Señas de identidad) o Juan Marsé (Últimas tardes con Teresa). Los excesos experimentales condujeron, en los setenta, al hartazgo. Eduardo Mendoza, con La verdad sobre el caso Savolta (1975), encabezará la recuperación de la narratividad, del interés por contar una historia. Tras él llegarán nuevos novelistas (José María Merino, Luis Mateo Díez, Juan José Millás, Javier Marías, Luis Landero, Antonio Muñoz Molina…) que a día de hoy siguen representando lo mejor de la narrativa de los últimos años.