LA NARRATIVA DE POSGUERRA En el extenso período que va de la inmediata posguerra a la actualidad, la narrativa presenta diversas etapas que se pueden agrupar por décadas. La década de los cuarenta es una etapa de búsqueda de nuevas fórmulas narrativas marcada por dos fechas clave: una, 1942, en la que se publica La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, que, con su agria visión de la realidad, inaugura la corriente del tremendismo, debido al mundo amargo y truculento que narra y a la violencia en que nos sumerge Cela; la otra fecha clave es 1945, en la que se publica Nada, de Carmen Laforet, ganadora del Premio Nadal y que presentaba la irrespirable realidad cotidiana del momento. Estas dos obras abren la puerta al enfoque existencial y el reflejo amargo de la vida cotidiana. Es por ello que se habla a menudo, para referirse a la narrativa durante esta década, de “realismo existencial”. La década de los cincuenta está dominada por la novela social, que pretende denunciar las desigualdades e injusticias sociales y que asimiló de La colmena de Cela (publicada en 1951) tres notas estructurales importantes: la concentración del tiempo, la reducción del espacio y el protagonista colectivo. A partir de 1954, se produce la explosión de esta corriente, con dos actitudes o enfoques fundamentales: el realismo objetivo y el crítico. En el primero, el narrador se limita a reproducir la conducta externa de individuos o grupos, y a recoger sus palabras, sin comentarios ni interpretaciones, de manera que sea el lector el que saque sus conclusiones (El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio); en el crítico, en cambio, los autores no se limitan sólo a reflejar la realidad, sino que ponen de manifiesto su compromiso ideológico denunciando las causas y los efectos de las injusticias sociales (La noria, de Luis Romero). En estos años, en fin, se produce también un extraordinario auge del relato corto (no necesariamente social), con maestros del género como Ignacio Aldecoa; igualmente hay que considerar a otros autores que no practican la novela social, como Miguel Delibes (con obras como El camino), Torrente Ballester (con la trilogía de Los gozos y las sombras) o Álvarez Cunqueiro, con obras como Las mocedades de Ulises (1960), impregnadas de mitos, elementos mágicos y una deslumbrante maestría estilística en las antípodas de la novela social. La década de los sesenta trae consigo el agotamiento de la novela social, certificado por la aparición, en 1962, de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, que inaugura la narrativa experimental y que generaliza entre los novelistas españoles el uso de una serie de recursos técnicos y expresivos tales como: escasa acción y, en ocasiones, desaparición del argumento; sustitución de los tradicionales capítulos por secuencias, distribuidas aparentemente de forma caprichosa; introducción del perspectivismo, con el que los acontecimientos se presentan desde el punto de vista de distintos personajes; ruptura del espacio y del tiempo, cambios en las personas del relato (aparece el “tú” narrativo, los monólogos interiores caóticos, la mezcla del estilo directo e indirecto…); ruptura del párrafo como unidad textual, dando lugar a inacabables discursos sin puntos y aparte o a brevísimas secuencias de una sola frase; y ruptura también de la sintaxis. Autores destacables serían, por un lado, los más veteranos, como Cela (con San Camilo 1936), Delibes (con Cinco horas con Mario) o Torrente Ballester (con La saga/fuga de JB, que más bien es una parodia de tanta novela experimental); por otro, nuevos autores como Juan Benet (Volverás a Región, 1967), Juan Goytisolo (Señas de identidad, 1966) o Juan Marsé (con Últimas tardes con Teresa, obra a caballo entre la denuncia social y la experimentación narrativa). Los excesos experimentales que llevaron a prescindir casi por completo de contar una historia condujeron, en la década de los setenta, a un hartazgo de este tipo de novela. Sería Eduardo Mendoza quien, ya en la década de los setenta, encabezaría la recuperación de la narratividad, de la intriga, con La verdad sobre el caso Savolta (1975). Tras él llegarían nuevos novelistas (José María Merino, Luis Mateo Díez, Juan José Millás, Javier Marías, Luis Landero, Antonio Muñoz Molina…) que a día de hoy siguen representando lo mejor de la narrativa de los últimos años. No podemos olvidarnos de los narradores en el exilio, cuya obra fue conocida en España muy tardíamente. Destacan Ramón J. Sender, con obras como Réquiem por un campesino español, en la que se narra la vida y el fusilamiento de un joven de un pueblo aragonés que lucha por los derechos de los campesinos, Crónica del alba (autobiografía ficticia del autor) o La tesis de Nancy (sobre las vicisitudes de una joven hispanista norteamericana). Max Aub destaca por la extensión de su obra, que incluye novelas y relatos cortos y por su diversidad estética (vanguardismo, realismo tradicional o testimonial, experimentalismo). Su producción más considerada es la serie sobre la Guerra Civil, entre las que destacan Campo cerrado (1943), Campo abierto (1951) o Campo de sangre (1945)… Francisco Ayala en fin, se distingue por una narrativa reflexiva en la que prevalece una visión crítica, satírica y pesimista del ser humano. Destacan sus libros de relatos (La cabeza del cordero, 1949) y novelas como Muertes de perro (1958).