CINE Terror y lujo JORGE BERLANGA * P arece existir una clara tendencia en el último cine de oscilar entre la afectación o el efecto, la efectividad reducida a lo impecable del envoltorio, la obsesión por fabricar el perfecto continente supeditando a él el contenido. Lo que importa ante todo es que la cosa reluzca, dejar boquiabierto al espectador, deslumhrar con el lujo de detalles, la exuberancia y el despilfarro, aunque sea a base de mostrar horrores. Un ejemplo de voluntad esteti-cista según la moda «light» para los noventa es la película de Ro-bert Towne Conexión Tequila. El cine negro se transforma en cine de colorines luminosos, diseño textil y aire de anuncio televisivo de imágenes sofisticadas. Podría ser un episodio de la serie «Mia-mi Vice», sólo que mucho más costoso y destinado a la pantalla grande. Lo cual no quiere decir que no sea un producto entretenido e incluso en algún momento sólido. La historia es la de un traficante de drogas dispuesto a redimirse y a abandonar el negocio, cuyo mejor amigo desde los tiempos de la infancia es un policía que recibe el encargo por parte de sus superiores de detenerlo. Antes * Madrid, 1958. Licencíalo de dejar definitivamente las actien Filosofía y Letras. Crí-ico vidades delictivas, el traficante debe de cine. hacer un favor a un antiguo compañero de presidio, empeñando en que le ayude a realizar Mel Gibson. una importante operación de contrabando. Comienza así un juego del gato y el ratón, en un laberinto de lealtades, amistades, engaños e intrigas subterráneas, aderezado por el triángulo amoroso que surge con la aparición de una hermosa mujer, dueña de un restaurante, por la que ambos protagonistas se sienten atraídos. El desenlace se arregla de un plumazo para conseguir el apropiado final feliz, para que el público salga de la sala con la sensación de haberse tragado un cóctel de tequila, que sin ser ni chicha ni limonada, entona lo suficiente como para dejar un buen sabor de boca que se olvida rápidamente nada más doblar la esquina. Entre sus virtudes, lo aparente de su reparto, tan jugoso para los señores como para las señoras, con una bellísima Michelle Pfeiffer y dos galanes en sazón, como Mel Gibson y Kurt Russell. Elemental, querido Holmes A UNQUE para temas policiacos, siempre tienen más encanto los clásicos. Sherlock Holmes, sin ir más lejos. Aunque la película dirigida por Thom Eberhardt, Sin pistas, nos ofrezca una visión absolutamente insólita del célebre detective de Baker Street. Aquí es el Dr. Watson el hombre dotado de un prodigioso talento para resolver crímenes, quien por no quebrantar la ética médica inventa el personaje de Holmes en las historias que publica en el diario «Strand». Pero la popularidad del hombre de la pipa y el gorro a cuadros crece de tal forma que Watson se ve obligado a contratar a un actor para interpretar el papel del detective. Todo se complica cuando la mismísima Reina Victoria le encarga que resuelva un caso de falsificación de billetes y al descubrir el doctor que el hombre que ha contratado es un borrachín, jugador y mujeriego, todo lo contrario a la imagen del sofisticado y cerebral Holmes. La película, rica en intriga, tiene sin embargo su mejor baza en su estupendo ritmo de comedia, sostenido por sus brillantes intérpretes, Michael Caine como el falso Holmes y Ben Kingsley en el papel de Watson. Pero frente al sofisticado sentido de la vida, también sigue habiendo películas dedicadas a la estética sucia del perdedor. Es el caso de Homeboy, dirigida por el debutante Michael Seresin, donde Mickey Rourke interpreta a un tosco boxeador que no consigue salir de la miseria ni del fracaso. El único oficio que conoce es el de los puños, y pese a su veteranía en la derrota intenta vivir una segunda oportunidad profesional. Es la historia de la soledad de un hombre desorientado, intentando salvarse en una redención por medio de la descarga de rabia y agresividad que envenena la sangre, entre ambientes sórdidos de un universo lumpen poblado por seres tan fracasados como él. Rourke, autor del guión, se entrega en cuerpo y alma para dar intensidad a un muy querido proyecto personal, lo que a veces le hace caer en sus más habituales tics de histrionismo de método. Sin embargo, es cine hecho con sinceridad y pasión, lo que le hace ganar en autenticidad vibrante y credibilidad narrativa. Seresin, antiguo director de fotografía, consigue dar una oscura belleza plástica a la historia, manteniendo además un pulso aceptable en la acción, ayudado por la presencia de actores de mérito, como el estupendo Christopher Walken, que interpreta a un ladrón de poca monta dispuesto a llevar por el mal camino a nuestro antihéroe. La marginalidad sigue inspirando a algunos autores, y por ejemplo en España vemos como Fernando Colomo ha decidido pasar al cine la obra teatral de Alonso de Santos Bajarse al moro. Sus personajes son pasólas del barrio de Malasaña que malviven sacando la peseta de allá donde pueden, traficando también con hachís sin excesiva suerte. El costumbrismo de barrio madrileño de un Arniches se traslada a esta gente que en vez de azucarillos y aguardiante le dan al porro, con sus conflictos entre la desesperanza del rebelde y la rendición hacia un hipotético placer burgués. Es una comedia agridulce que Colomo resuelve con su habitual habilidad para el chiste cotidiano, sin que el origen teatral de la historia le impida romper con su conocida querencia al juego de interiores, para sacar buena cantidad de escenas callejeras salpicadas de humor de vecindario castizo. En ambiente de pobreza, pero esta vez en plena posguerra española, también discurre Si te dicen que caí, de Vicente Aranda. En esta ocasión, el ser la adaptación Mickey Rourke. de la estupenda novela de Juan Marsé le da un valor especial que la hace destacarse por encima del criticado hábito de algunos de nuestros cineastas por hacer películas de posguerra. Aranda es un realizador con gran sentido del ritmo que sabe superar la premiosidad en la que a menudo caen las adaptaciones literarias, y las aventuras del adolescente en la Barcelona de los cuarenta, junto a personajes que tratan como pueden de escapar del hambre y la miseria generalizada, están contadas de forma brillante, con sentido poético y fuerza en las imágenes, con una excelente dirección de actores entre los que destaca Jorge Sanz y una increíble Victoria Abril haciendo quizá el mejor trabajo de su vida. Moscas y pesadillas C ON los avances de la tecnología y los efectos especiales, el cine de terror entra en una etapa dorada de creación de monstruos a cual más perfecto en su repugnante condición física. Así si la versión moderna de La mosca parecía el no va más en lo que respecta al efectismo de carnes derretidas, mutaciones visco- sas y bichejos asquerosos, su continuación, La mosca II, la supera con creces en monstruosidad, en apariencia tan real como la vida misma. El protagonista en esta ocasión es el hijo del fallecido mulante, que había dejado embarazada a su novia antes de caer frito. El chico, como es de esperar, hereda las peores cualidades de su progenitor, la de convertirse en peligroso hombre-díptero, entre otras. El conflicto entre el bien y el mal, entre los sentimientos humanitarios del chico y los criminales del insecto, se acaban arreglando en una supuesta redención con una bien llevada dinámica y tensión conducida al climax terrorífico. Bien cargada también de efectos especiales está Pesadilla en Elm Street 4, dirigida por Renny Harlin, nueva entrega de las siniestras peripecias del asesino de sueños creado por Wes Graven: el infanticida Freddy Krueger. La mecánica terrorífica es parecida a las anteriores. El asesino vive en los sueños de los adolescentes de la calle Elm, y en cuanto estos se quedan traspuestos, hace de las suyas. El personaje, con la cara deformada y derretida por el fuego, con su sombrero, su suéter a rayas y el guante de cuchillas, forma parte ya de la mitología juvenil de medio mundo, así que aunque vuelve a morir, son de esperar nuevas reapariciones.