Este es el orden del aprendizaje. Ya que toda enseñanza utiliza la elocuencia, primero debemos ser instruidos en la elocuencia. Pero hay tres partes en ella: escribir correctamente y pronunciar correctamente lo que se ha escrito; probar lo que necesita ser probado, lo cual se enseña en la dialéctica; adornar palabras y frases, y esto lo enseña la retórica. Por lo tanto, se nos debe enseñar primero la gramática, después la dialéctica, y después la retórica. Armados con éstas, debemos proceder al estudio de la filosofía. El orden que ha de ser seguido aquí es tal que primero debemos ser instruidos en el quadrivium, y, en él, primero en aritmética, en segundo lugar, en música, tercero, en geometría, y finalmente, en astronomía, y entonces en Sagrada Escritura de tal forma que podamos, desde el conocimiento de las criaturas, llegar al conocimiento del creador. [Guillermo de Conches, Philosophia Mundi (La Filosofía Del Mundo, año c.1141)] En qué lugar debe ser establecido el estudio y cómo deben estar seguros los maestros y los estudiantes que ahí van a aprender. De buen aire y de hermosos paseos debe ser la villa donde se establezcan los estudios, para que los maestros que enseñen los saberes y los estudiantes que los aprenden vivan sanos, y en él puedan descansar y recibir placer cuando se levanten cansados del estudio; y además debe ser abundante el pan y vino y buenas posadas en que puedan morar y pasar su tiempo sin gran costo. Y además decimos que los ciudadanos de aquel lugar donde fuere hecho el estudio deben honrar mucho y cuidar a los maestros y a los estudiantes y a todas sus cosas. Alfonso X, Las Siete Partidas (s. XIII). Cruzadas El año de la Encarnación de 1095, se reunió en la Galia un gran concilio en la provincia de Auvernia y en la ciudad llamada Clermont. Fue presidido por el Papa Urbano II, cardenales y obispos; ese concilio fue muy célebre por la gran concurrencia de franceses y alemanes, tanto obispos como príncipes. (…) Entonces, con la dulzura de una elocuencia persuasiva, se dirigió a todos: "Hombres franceses, hombres de allende las montañas, naciones, que vemos brillar en vuestras obras, elegidos y queridos de Dios, y separados de otros pueblos del universo… es hacia vosotros que se dirigen nuestras exhortaciones: (…) De los confines de Jerusalén y de la ciudad de Constantinopla nos han llegado tristes noticias; frecuentemente nuestros oídos están siendo golpeados; pueblos del reino de los persas, nación maldita, nación completamente extraña a Dios, raza que de ninguna manera ha vuelto su corazón hacia Él, ni ha confiado nunca su espíritu al Señor, ha invadido en esos lugares las tierras de los cristianos, devastándolas por el hierro, el pillaje, el fuego, se ha llevado una parte de los cautivos a su país, y a otros ha dado una muerte miserable (…)