Domingo de la 4ª semana de Cuaresma. Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido (Lc 15,1-3.11-32) ANTÍFONA DE ENTRADA (Is 66,10-11) Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto. No se dice «Gloria» ORACIÓN COLECTA Señor, que reconcilias a los hombres contigo por tu Palabra hecha carne, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales. PRIMERA LECTURA (Jos 5, 9a. 10-12) El pueblo de Dios celebra la Pascua, después de entrar en la tierra prometida Lectura del libro de Josué En aquellos días, el Señor dijo a Josué: «Hoy os he despojado del oprobio de Egipto. Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. El día siguiente a la Pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ázimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.» SALMO RESPONSORIAL (Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7) R/. Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloria en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. R/. Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias. R/. Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. R/. SEGUNDA LECTURA (Co 5,17-21) Dios, por medio de Cristo, nos reconcilió consigo Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios Hermanos: El que es de Cristo es una criatura nueva lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de la reconciliar. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios. ACLAMACIÓN (Lc 15,18) R/. Gloria y honor a ti, Señor Jesús. Me pondré en camino a donde esta mi padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.» R/. Gloria y honor a ti, Señor Jesús. EVANGELIO (Lc 15, 1-3. 11-32) Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido Lectura del santo evangelio según san Lucas En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos.» Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna." El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre.” Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros." Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado." Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud." Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mi nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado." El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."» ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa del domingo, los dones que nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes a celebrar estos santos misterios con fe verdadera y a saber y a saber ofrecértelos por la salvación del mundo. ANTÍFONA DE COMUNIÓN (Lc 15,32) Deberías alegrarte, hijo, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado. LECTIO En este Domingo nos encontramos en el corazón de la Cuaresma, y de alguna manera, en el corazón del evangelio de Lucas, que es la lectura determinante del Ciclo C del año litúrgico. En el corazón, porque Lc 15, siempre se ha considerado el centro de esta obra, más por lo que dice y enseña en su catequesis, que porque corresponda exactamente a ese momento de la narración sobre Jesús. La otras lecturas de hoy simplemente acompañan a la grandeza y radicalidad de lo que hoy se nos comunica en el evangelio. Por eso, el misterio de la reconciliación, diríamos que se expresa maravillosamente en el evangelio de este día: Lc 15,11-32. Jesús, ante las acusaciones de los que le reprochan que le da oportunidades a los publicanos y pecadores, cosa que no entra en los cálculos de las tradiciones más exigentes del judaísmo, contesta con esta parábola para dejar bien claro que eso es lo que quiere Dios y eso es lo que hace Dios por medio de él. La actitud del padre de está parábola en este Domingo la Liturgia nos contagia un tono festivo y gozoso. Hoy es Domingo “ LETARAE”, y nos invita a la alegría Pascual. No hemos de perder de vista que el “ejercicio cuaresmal” lo hacemos con la perspectiva de la alegría que nos espera al final del camino que no es otra que la Alegría Pascual. La parábola que hoy nos ofrece la Iglesia para nuestra oración, conocida por el “Hijo Pródigo”, hemos de mirarla en el contexto de Lucas; Jesús está entre los fariseos y los escribas “ los buenos”, y ellos, se escandalizan de él, por su cercanía y trato con los pecadores, lo acusan de ser “amigo de publicanos y pecadores” ( Lc. 7. 34 ) y también, “éste acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc. 15, 2 ; Mt. 9, 11). Jesús expone la parábola del Hijo Pródigo o mejor la del “Padre que perdona”. El Hijo menor quiere independizarse y se aleja de la casa del padre; quiere vivir su vida; busca paraísos perdidos; y toda clase de experiencias placenteras. Huye del Padre que “le condiciona”, sin darse cuenta que huye de sí mismo; busca cosas y sufre la insatisfacción hasta quedar degradado y esclavizado. La conversión está descrita en el proceso de este hijo; primero se da cuenta de su situación de vacío, de frustración, e inmediatamente se produce el cambio, entra en sí; se siente culpable, se da cuenta que buscaba lejos lo que tenía cerca; buscaba fuera lo que tenía dentro. ¡Qué hermosamente lo describe San Agustín!: “Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y así, por fuera te buscaba; y, deforme como era me lanzaba a las cosas hermosas que Tú creaste…” Empezó a sentir añoranza de la casa paterna, sentía hambre, pero no sólo de pan, sino de cobijo, amistad y ternura. Estaba tan solo, añoraba sobre todo al Padre, funcionaban las correas de amor, “con cuerdas humanas te atraía” (Os. 11,4). Conocía bien al Padre y, atraído por el imán paterno, se puso a desandar el camino. Es el milagro del amor. La pedagogía de la misericordia de Dios es la de la alegría, el gozo del padre que encuentra al hijo, y el gozo del hijo que participa de la alegría del padre; es el padre quien corre al encuentro, quien se emociona con la vuelta del hijo, quien devuelve la dignidad de la persona que había pisoteado y que los demás le habían negado. Dice a los criados: “sacad enseguida el mejor traje y vestidlo”. Esto nos hace recordar a San Pablo cuando dice: “Despojaos del hombre viejo y revestíos del hombre nuevo” ( Col. 3, 9-10). El cambio operado por el perdón del padre es tan radical, que insiste; dos veces: Este hijo mío – este hermano tuyo – estaba muerto y ha resucitado. El que es de Cristo, es una criatura nueva, lo viejo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. (2ª Cor. 5,17). Así, se nos invita a participar de la alegría del banquete del Reino. La Parábola concluye con el hijo mayor, que nunca se fue de casa y que cuando regresó el hermano menor, estaba trabajando en los campos del Padre. Éste representa a los escribas y fariseos “los buenos”, se resiste a entrar a la casa para celebrar. No conoce al Padre; interpreta su relación en términos de retribución y justicia. El Padre salió, trataba de de convencerlo; como había salido a esperar al menor. El Padre ama a todos sus hijos, pero respeta su libertad, y como no obligó al menor irse de casa, tampoco obliga al mayor a entrar y participar de la fiesta. No se sabe si el hijo menor se quedó para siempre en casa. Tampoco si el mayor decidió entrar a compartir la alegría del Padre. Son preguntas que cada uno, al leer el Evangelio, ha de responder con su propia vida. Apéndice Del Catecismo de la Iglesia Católica 1426 La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos e inmaculados ante Él" (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es "santa e inmaculada ante Él" (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS 1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos (cf DS 1545; LG 40). 1432 El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos convertiremos" (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10). «Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4). 1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en lo referente al pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 27-48). I. La misericordia y el pecado 1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28). 1847 Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9). 1848 Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, [...] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado: «La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).