03-16 Cuarto Dom. Cuaresma - C

Anuncio
03-16 Cuarto Dom. Cuaresma – C
Jos.5.9-12 // II Cor.5.17-21 // Lc.15.1-3 y 11-32
La Parábola del Padre y sus TRES Hijos
Érase una vez un padre, propietario de una grande finca y otros negocios. Éste no tenía dos, sino
tres hijos. El mayor de los tres lo acompañaba siempre para inspeccionar sus propiedades y el trabajo de
los peones, y era su mano derecha en la administración y los negocios. – El segundo era un muchacho
menos emprendedor, que se limitaba a cuidar bien el ganado. – El tercero era tipo inquieto e irresponsable: fiestero, derrochador, desorganizado, que rehuía el trabajo. Siempre tenía que volver a su padre a
pedirle más dinero, para saldar sus deudas. - Bastante tiempo se aguantaba, esperando con impaciencia
el día que papá muriera, y le tocara a él su parte de la herencia. Pero la salud de papá era como de un
roble. Por fin el joven se cansó, se plantó ante el padre, y le espetó en la cara: “¡Muérete de una vez, y
déjanos la herencia!” – Y en efecto, el padre, en lugar de enojarse y desheredarlo, ¡le entregó la parte
que le tocaría!
El joven recogió su parte y, con un portazo, salió de la casa paterna, para lanzarse a una vida
‘alegre’ con gente de mala laya en el extranjero. Pero al fin se vio ‘pelao’, y abandonado por sus ‘amigos’. Para sobrevivir tuvo que emplearse como cuidador de cerdos, y vivir en medio del fango y de la
basura. Largo tiempo estuvo allí llorando sus estupideces. – Mientras tanto el papá, ansioso, estaba
esperando noticias de él. Por mucho tiempo no oye nada, pero por fin le llegan rumores sobre la situación real de su hijo. Entonces ya no se aguanta más: envía a su primer hijo a que lo vaya a buscar.
Cuando éste por fin lo encuentra, trata de convencerlo a que regrese con él a casa. Pero el joven
se muere de vergüenza, y se resiste. Entonces, para persuadirlo, el hermano se mete junto con él en
aquel lodazal de los puercos, con toda su fetidez y peste, para compartir con su hermano esa misma perdición e inmundicia: a ver si así lo convence de la buena voluntad del padre. – Por fin logra animarlo, y
juntos regresan al padre, que los acoge con abrazos y lágrimas de alegría, - y luego ¡un gran banquete!
El Padre como Protagonista
Se ha discutido sobre quién es el real protagonista en esta historia. Tradicionalmente se piensa
que es el hijo menor. De ahí que suele llamarse: “La Parábola del Hijo Pródigo” (= derrochador). Sin embargo, muchos proponen que la enseñanza de Jesús se centra más bien en la figura del padre. Su sentido
de responsabilidad por la formación de su hijo, - su reacción de calma cuando el hijo menor le ofende
tan gravemente: no se enoja, no pierde la paciencia y, ante todo, no abandona la esperanza. Cuando ya
no puede mantenerlo tranquilo en casa, no lo obliga, sino permite al hijo menor escoger libremente y
recorrer su propio camino, - aunque el padre, conociendo el carácter de su hijo, bien sabe que va a
malgastar la oportunidad y su fortuna. Luego, con paciencia aguarda largamente el momento en que su
hijo comience a recapacitar.
Por fin (en la variante de la parábola que propongo arriba) toma la iniciativa de mandar al hijo
mayor a buscarlo en el nadir de su perdición. Y luego, su alegría desbordante cuando por fin puede
apretar en sus brazos al hijo pródigo: le corta el ‘discursito’ que éste había preparado, y en seguida
organiza una gran fiesta para todos, con música y baile. Una sola palabra de arrepentimiento del hijo
pródigo, - y esta palabra todavía sólo medianamente sincera, - basta para que el padre le calle y le
apriete al corazón. - Así lo dice el Evangelio: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me
había perdido. Os digo que, de igual modo, hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc.15.6-7). Y ¿por qué este afán del
Señor por buscarnos? En el fondo porque fuimos creados por Dios mismo a su imagen y semejanza: durante toda la vida somos como un bebé en el seno de Él como Madre. Así, el ‘cordón umbilical’ a través
del cual recibimos vida de Dios mismo, nunca queda definitivamente roto durante toda nuestra vida en
la tierra, - a no ser en aquél que se corte voluntariamente este cordón, y muera de espaldas a Dios. -
Cristo: el Primero de los Tres Hijos
Pero, ¿cuál fue el precio para que el padre lograra volver a apretar en sus brazos al hijo pródigo?
Es que envió a su propio Hijo mayor a nuestra perdición: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a
su Hijo único: para que todo el que crea en Él no perezca, sino tenga vida eterna. Porque Dios no ha envíado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él” (Jn.3. 1617). Pero esto no se limitó meramente a que el Hijo de Dios viniera a este mundo y nos invitara con su
palabra. Sino Dios lo hizo participar en toda nuestra experiencia humana: lo hizo “en todo igual a nosotros, excepto en el pecado” (Hbr.4.15). Más aún, Él tomó sobre sus propios hombros el lastre de nuestros pecados, como lo dice el Bautista: “He aquí el Cordero de Dios que lleva el pecado del mundo” (Jn.1.
29). O, como San Pablo, en la 2ª lectura, lo expresa con fuerza aún mayor: “A Quien no conocía pecado,
Dios lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en Él” (II Cor.5.2021)1. No sólo bajó con nosotros al lodazal, reduciendo sus vestidos a trapos sucios e inmundos, sino se
hizo clavar desnudo en el madero de vergüenza: todo esto para convencernos a nosotros de la seriedad
de su invitación.
¿Y Qué del Segundo Hijo que Cuidaba el Ganado (v.25-32)?
El segundo hijo parece ser algo mezquino y hasta rencoroso: rehúsa participar en la alegría del
padre. Insiste en que “hace tantos años te sirvo”. Aquí emplea la palabra griega (‘douleuo’) que, de por
sí, se usa para el trabajo de los esclavos (‘douloi’). Luego, su relación para con su padre no es de real
amor filial, sino más bien de temor o, como lo llama nuestra teología: no le tiene ‘temor filial’, sino
‘temor servil’, según dice San Juan: “En el amor no hay temor, pues el amor perfecto expulsa el temor,
porque el temor mira el castigo; quien teme, no ha llegado a la plenitud del amor” (I Jn.4.18).
Pero el padre le indica en qué consiste realmente su mayor privilegio y felicidad: “Hijo mío, tú
siempre estás conmigo, y todo lo mío hace tiempo es tuyo”. En realidad, legalmente ya ha heredado
toda la hacienda material del padre. Pero desgraciadamente todavía no ha aprendido de su padre
aquella otra cosa, mucho más importante que la herencia material: aquella anchura del corazón, como
sólo Dios la puede dar a quien se la pide: “El Señor concedió a Salomón un corazón tan ancho como la
arena en la playa del mar” (I Rey.5.9). Pero en vez de dejarse contagiar por la generosidad en el perdón y
la alegría por haber recobrado al hermano perdido, se encona en su propia ‘justicia’: “jamás dejé de
cumplir una orden tuya”. Y luego, igual que el hijo menor, ahora él le espeta a su padre en la cara: “Y
ahora que viene ese hijo tuyo que ha devorado tu hacienda con prostitutas, ¡has matado para él el
novillo cebado!” Al decir a propósito “ese hijo tuyo” casi pretende incluir al propio padre en la irresponsabilidad de su hermano menor.
Pero el padre le devuelve sus palabras: “Debemos celebrar esta fiesta, porque este hermano
tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida”: todo el énfasis está en aquella palabra “tuyo”. Es un apelo
apremiante del padre al corazón de su hijo: a ver si cae en la cuenta de que, él mismo, está hecho del
mismo barro que su hermano y que, por tanto, lleva en sí el mismo potencial de pecar, aunque sea en
formas distintas. Por esto, si persiste en su negación de juntarse a la general alegría, cometerá un pecado aún mayor que el de su hermano ‘pródigo’: pues sería falta de caridad. - Por esto, a propósito Jesús
ha dejado la parábola en suspenso: no dice si el muchacho cedió a la invitación del padre, o si se endureció en su auto-exclusión del banquete. – Y ésta es la pregunta que Jesús dirige a todos nosotros: te reconoces pecador como tu hermano aunque a tu manera, - o te quedas fuera para siempre….
1
La traducción litúrgica dice: “Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados”. Así soslaya y desvirtúa la fuerza chocante de la expresión que usa San Pablo. Además, introduce una palabra y un elemento
(‘expiación’) que no está en el original. Pues el texto griego dice claramente: “Al que no conocía pecado, por nosotros lo hizo pecado” (en griego: ‘hyper hemon hamartian epoiesen’). Pero parece que hay traductores que creen
poder corregir al Espíritu Santo, o al menos a San Pablo…
Descargar