EL DERECHO DE LOS PADRES A LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS

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EL DERECHO DE LOS PADRES A LA EDUCACIÓN DE LOS
HIJOS DESDE LA PERSPECTIVA DEL BIEN COMÚN POLÍTICO
Sergio Raúl Castaño
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas (CONICET)
El bien común político
El valor de la vida política depende del valor del bien común político, primera
causa de la existencia de la sociedad política y de la legitimidad de los mandatos de sus
órganos de conducción. Se trata de un un bien que no está al alcance de los individuos;
ni tan siquiera de las familias actuando aisladamente. En efecto, el orden de los bienes
humanos requiere de la acción consociada de las familias, los gremios, la Universidad,
y, por supuesto, de los individuos (ya que, en última instancia, son siempre los
individuos quienes obran) en función de un fin que no está al alcance de las puras partes
aisladas. En ese sentido podemos decir que el bien común político es completo: no es el
fin solamente de un gremio, sino de ese gremio, y de todos los gremios; no es el fin de
esa Universidad, sino también de las otras Universidades y de todos los demás grupos
aparte de las Universidades; por lo mismo no es el fin de una sola familia, sino de esa
familia y de todas las familias presentes, y de todas las futuras familias que habitarán en
esa patria (porque el bien común es participable hacia el futuro: transmisible). Por otra
parte –y en estrecha relación con lo dicho- el bien común político no atiende a una sola
potencialidad humana perfeccionable (corpóreas, afectivas o cognoscitivas) sino a todas
las dimensiones mundanales de la persona llamadas a su actualización. Se trata de un
bien que potencia -a la vez que cobija- a los bienes infrapolíticos, individuales y
sociales. Y ello en razón de que la sociedad política es capaz de perseguir, como “una
unidad de acción (Wirkungseinheit)” –al decir de Hermann Heller 1-, un orden de fines
que está fuera del alcance de aquellos grupos aislados 2. De allí que quepa afirmar,
1
Staatslehre, Tübingen, 1983, pp. 259 y ss..
Si en su sentido estrictísimo (referida a los puros individuos), la tesis individualista es falsa, en su
sentido más lato (referida a las familias o los grupos económicos), ella tampoco logra explicar la realidad
2
2
según la lograda expresión de un fallo de la CSJ de la República Argentina, que el bien
común “es de todos porque es del todo” 3. Tal la completitud del bien común político 4.
Educación y bien común
La educación (en su objeto y en su fin) constituye una parte integrante del ápice
del bien común. Éste, como bien humano, está integrado por bienes materiales y
espirituales. Pero son los bienes espirituales los que exigen, explican y justifican la
sociedad política. En efecto, los hombres no se congregarían en ella si no tuviesen
potencialidades espirituales que actualizar. El bien común no es per prius proveedor de
bienes materiales, ni tampoco custodio de la seguridad. Luego las dos grandes
dimensiones espirituales del hombre, i. e., el conocimiento y la formación del carácter,
forman parte del ápice y cima del bien común político, a la vez que constituyen el
contenido u objeto de la educación. Al hablar de “formación del carácter” nos referimos
a la moral en el plano natural, así como al allanamiento del camino de los hombres
hacia Dios –aunque, huelga decirlo, la sociedad directa y formalmente encargada de la
consecución del bien común sobrenatural sea la Iglesia-.
La aporía
Se plantea entonces una duda. Si los contenidos de la educación, i.e. el
conocimiento y la virtud de los ciudadanos, forman parte del núcleo más peraltado del
bien común político, ¿no deberían acaso ser los órganos de conducción de la comunidad
política los primariamente investidos del derecho a impartirla en su totalidad?
La respuesta es negativa.
La comunidad política
Como ha mostrado magistralmente Julio Meinvielle 5, si bien hay relación de
parte a todo entre el ciudadano y el Estado, la comunidad política no consiste en un todo
política, y los bienes que la convocan. Pensemos, por ejemplo, en la tarea de la Universidad: algo tan
valioso como la vida académica -comprehensiva del esfuerzo eficaz por la búsqueda de la verdad, la
investigación y la formación superior- no estaría al alcance de un mero agregado de familias. La vida
académica necesita del suelo nutricio de la vida política. No obstante, esto no implica que la gestión
universitaria sea de exclusivo resorte del poder público. Pues la noción de bien común politico no se
identifica con la de acción del poder político, ni en su naturaleza ni en sus propiedades.
3
C.S.J.N., Fallos (300:836).
4
Sergio R. Castaño, Principios políticos para una teoría de la constitución, Buenos Aires, 2006, cap. VI,
passim.
5
“El problema de la persona y la ciudad”, en Actas del Ier. Congreso Nacional de Filosofía, Mendoza,
1950, t. III. pp. 1898-1907; reproducido como apéndice en la reedición de su clásico Crítica de la
concepción de Maritain sobre la persona humana (Buenos Aires, Éfeta, 1994).
3
continuo (como lo sería una substancia), en el cual cada operación de la parte debe
atribuirse al todo: en el caso del compuesto substancial humano no es el ojo el que ve,
sino Pedro. Por el contrario, la comunidad política es un todo práctico de orden, cuya
forma no es la de una substancia (como el alma racional es forma substancial del
compuesto humano), sino el orden teleológico que vincula a las partes. Luego, habrá
operaciones de la parte que no se atribuirán al todo (pasear con los hijos no constituye,
de suyo, una acción formalmente política). Ahora bien, ese todo de orden, en el
específico caso del Estado, es sociedad de sociedades. De suerte que el individuo (sujeto
radical de los actos humanos, pues “actiones sunt suppositorum”) cumplirá ciertas
acciones en tanto padre de familia, otras en tanto empleado de la empresa, otras en tanto
miembro de la Universidad, otras en tanto asociado a un club. Pero la autonomía
operativa y causal de cada grupo social integrado en la pólis no niega la subordinación
del fin de cada grupo infrapolítico al fin de la pólis, al cual se ordena y del cual
participa. Ocurre que, con todo, la ordenación de la parte al todo no se da de acuerdo
con una relación instrumental, en la que la acción de la parte no existe sino como acción
del todo -ya que el instrumento obra por virtud ajena (la de la causa principal)-. Por el
contrario -de resultas de la peculiar estructura ontológica de la comunidad política en
tanto realidad accidental-, la operación y el fin de la parte constituyen verdaderas causas
(es decir, causas totales en su orden), por más que sean causas subordinadas. Por ello
esta especie de causa produce su efecto propio como verdadera causa principal, y sólo
se subordina a la causa supraordenada en cuanto su órbita de competencia se halla bajo
la órbita de la superior. Así pues, en el caso de la instrumentalidad se tiene una única
órbita de operaciones con una única eficiencia y un único fin. Mas, por el contrario, en
el caso de la subordinación se dan dos órbitas de operaciones con otras tantas eficiencias
y otros tantos fines, no homogéneamente disueltos pero sí jerárquicamente ordenados.
Entre la familia, por un lado, y la comunidad política, por otro, hay distinción entre
diversas especies de causas totales: particular la una, universal –en el plano mundanalla otra. Existe subordinación, ya que la órbita de la familia gira dentro de la de la pólis,
pero sin que ello implique la resolución de la específica naturaleza de la familia, de su
acción y de su fin en la formalidad política. Y lo mismo vale para la empresa, el gremio
y la Universidad: no se trata de dependendencias administrativas del Estado, sino de
grupos sociales integrados en una sociedad superior (en el sentido de supraordenada
por la completitud de su fin). Un fin (hoy hay que reiterarlo), constituido por bienes
humanos participables fundados en las exigencias teleológico-perfectivas de la
4
naturaleza de las personas nucleadas en comunidad. Es decir, el bien común es un bien
personal –si no, no sería bien humano-; y es un bien participable por muchos –si no, no
sería común- 6.
El principio de subsidiariedad
Es en este contexto donde cobra cabal sentido el denominado principio de
subsidiariedad. En la sociedad política, los fines particulares, por sí mismos -y aunque
su rectitud y necesidad no sea cuestionable-, no revisten un carácter cohesivo respecto
de la integridad del todo. Sin embargo, eso no los constituye en una suerte de lastre de
la vida política. Muy por el contrario, en la categoría de fin particular entran los
(verdaderos) bienes individuales y sociales de las sociedades infrapolíticas. Cada
sociedad posee una esfera propia de competencia señalada por el fin al que tiende. Así
pues, toda sociedad está investida de una facultad de conducción conmensurada al bien
común respectivo, lo cual supone su capacidad para alcanzarlo y funda su derecho a no
ser avasallada ni suplantada en su función por una sociedad superior. Pero es deber de la
sociedad superior el promover el desenvolvimiento de la inferior y, en la eventualidad
de que ésta no pueda alcanzar por sí sola su fin, suplirla adecuadamente a ese efecto.
Por ello la comunidad política, promotora del bien común perfecto a nivel natural, debe
preservar, alentar y, llegado el caso, tomar a su cargo, la consecución de los bienes
comunes de las sociedades integradas en la pólis -familia, gremio, sociedad comercial,
Universidad, etc-, ordenándolos arquitectónicamente al bien común político, pero
respetando siempre la actividad específica de esas sociedades subordinadas y la
autonomía relativa de sus fines propios. La sociedad política es sociedad de sociedades,
en la que se armonizan y reclaman recíprocamente la primacía del bien común y la
existencia y pleno desarrollo de los cuerpos intermedios, y sobre todo de las familias en
ella integradas 7. Ello porque la familia, al igual que la comunidad política, también es
natural -en el sentido de universal y necesariamente exigida por la naturaleza humana
misma para la perfección de las personas- 8.
6
Sergio R. Castaño, Sobre la esencia y las principales propiedades del poder político en la tradición del
aristotelismo clásico, pro manuscripto, Parte II, cap. III, parte C.
7
Sergio R. Castaño, El Estado como realidad permanente, Buenos Aires, 2003 y 2005, cap. II, apéndice
8
Sobre la familia cfr. Juan Alfredo Casaubon, “Filosofía de la familia”, en Sergio R. Castaño-Eduardo
Soto Kloss (ed.), El derecho natural en la realidad social y jurídica, Santiago de Chile, Academia de
Derecho - Universidad Sto. Tomás, 2005, pp. 869-903.
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La ley natural y la educación de los hijos
Precisamente, la familia se funda en dos preceptos primarísimos de la ley
natural: la unión de los sexos en amistad matrimonial y el cuidado de la prole a esa
unión sobreviniente.
Ello implica que la ley natural prescribe a los padres la educación de sus hijos.
En efecto, por el hecho de que les está encomendado un fin específico y grave, por esa
misma razón los padres tienen el derecho a la educación de los hijos bajo su potestad.
Ahora bien, ¿se trata de un derecho de ejercicio facultativo, como cuando digo tener el
derecho de pasear (o no) los domingos por el parque? De ninguna manera: es un
derecho que se funda en un fin de cumplimiento necesario, y que por lo tanto hace a los
padres titulares de una facultad de ejercicio obligatorio. Se trata de un deber originario,
primario e inalienable 9, que se integra protagónicamente dentro del plexo de deberes
de una potestad legitimada por el bien de los hijos que debe promover.
Sin embargo hay ámbitos de la educación, sobre todo aquéllos relacionados con
la información científica, que en muchos casos escapan a las capacidades de los padres
–aun cuando se trate, incluso, de la formación de niños y adolescentes-. Tales ámbitos,
lícitamente, son delegados a los maestros. Pero hay una dimensión decisiva, que
formalmente no se refiere a los datos o las conclusiones de las ciencias y al
conocimiento teórico, sino a qué uso se hará de los datos y conclusiones del
conocimiento, es decir a cuáles son los bienes humanos, cuál es el sentido de la vida
individual y social, cuál es el fin del hombre. Aquí la función de los padres es en
principio indelegable, y en cualquier caso –como derecho- inalienable. Por ello ámbitos
tales como la educación sexual, la formación política y la educación religiosa hacen a la
competencia de los padres, que no debe, en especial en tales materias, ser ignorada,
suplantada o avasallada por la acción de agentes de poderes públicos o privados –
Cfr. Beatriz Reyes Oribe, “El derecho de la familia a la educación”, en
http://contemplataaliistradere.blogspot.com. Sobre los derechos de la familia en general cfr. Eduardo Soto
Kloss, “Los derechos fundamentales de la familia”, en Sergio R. Castaño-Eduardo Soto Kloss (ed.), El
derecho natural en la realidad social y jurídica, Santiago de Chile, Academia de Derecho - Universidad
Sto. Tomás, 2005, esp. pp. 919-923.
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6
concretamente: por instancias que no cuenten con autorización libre y específica de los
padres para colaborar, bajo contralor de los mismos padres, en la formación de los hijos.
El bien común político es el fin propio y específico de la comunidad política;
pero como la comunidad política es sociedad de sociedades, luego serán causas del bien
común político no sólo los órganos definitoriamente consagrados a su tutela y
promoción (i.e., los poderes del Estado) –como agentes inmediatos-, sino que,
asimismo, también lo serán los cuerpos intermedios, y en particular los padres de las
familias nucleadas en la comunidad política –ya como agentes mediatos, a través del
cumplimiento de sus fines propios-. En efecto, al educar a los hijos bajo su cuidado los
padres hacen una contribución de primer orden al bien común político, precisamente en
una de las dimensiones que mejor identifican el carácter personal de ese bien: la
actualización (educción) de las potencialidades del hombre en tanto ser llamado a la
perfección en las virtudes, privadas y públicas.
Así pues, se imponen dos corolarios. El primero, en el plano de los principios
(universales). Los investidos con el derecho a la educación de los hijos; aquéllos en los
que primariamente recae la obligación de velar por la perfección de su carácter y de su
inteligencia, son los padres. Más específicamente: ellos son titulares por derecho natural
del derecho a elegir libremente maestros y escuelas; a asociarse con otros para crear
escuelas; a supervisar la enseñanza de la escuela; a elegir educación diferenciada por
sexo; a instruir a sus hijos por sí mismos, si lo considerasen necesario; a reservarse la
educación sexual y la formación política; y a educar en la fe
10
. El envés negativo de
este corolario expresa que en esta tarea los órganos de conducción políticos tienen una
función subsidiaria, de aliento, promoción y tutela, la cual tutela tiene como fin y
medida el bien humano objetivo. Cuando los órganos de poder del Estado pretenden
arrogarse el derecho a la educación integral de los niños, se tiene un defecto ex auctore
en la validez, para decirlo con Sto. Tomas 11.
Pero hoy lamentablemente se impone enunciar un segundo corolario, referido
también al significado negativo del principio del derecho de los padres a la educación de
sus hijos. Y se impone porque hoy los órganos de poder del Estado no sólo se
extralimitan invadiendo la legítima jurisdicción de los padres, sino que a veces lo hacen
10
11
Beatriz Reyes Oribe, art. cit.
Cfr. Summa Theologiae, I-IIae., 96, 4.
7
para imponer valores contradictorios con el bien humano objetivo (invalidez ex fine, a
veces bajo la forma de la más plena injusticia). Es decir, el poder del Estado, además de
exceder sus competencias, ya no promueve el bien y evita el mal, sino que fomenta el
mal y obstaculiza el bien. Es allí cuando la imprescriptibilidad y obligatoriedad de la
función paterna revelan todo su valor y sentido; es allí cuando la misión de padre puede
y debe traducirse en resistencia, teniendo en mira la concreta persona de los hijos y, por
ello mismo, el bien común familiar, el bien común político y el bien común
sobrenatural.
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