Homilía en la celebración de Santa Teresa de Jesús en el Carmelo

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“Lo que más os despertare a amar, eso haced”
(Moradas IV, 1,7)
Homilía en la fiesta de Santa Teresa de Jesús
Carmelo de Ntra. Sra. del Monte Carmelo y San José
Mar del Plata, 15 de octubre de 2011
I. Santa Teresa ayer y hoy
Queridas Hermanas carmelitas, queridos hermanos en el Señor:
Santa Teresa de Jesús sobresale entre los santos que mayor influjo han ejercido en la
historia de la Iglesia y en la historia de la espiritualidad. Pertenece a un siglo en el cual,
ante una de las mayores crisis de su historia, la Iglesia ve emerger desde su interior,
suscitados por la gracia, frutos de santidad incomparable. Por limitarnos sólo a España,
pensemos en la talla espiritual de figuras con carismas bien distintos como San Ignacio
de Loyola, San Juan de la Cruz, San Francisco Javier, San Juan de Dios, San Pedro de
Alcántara, San Juan de Ávila, Santo Tomás de Villanueva …, y la lista podría alargarse.
Si extendiéramos la mirada hacia otras naciones de Europa, en ese mismo siglo
veríamos el mismo fenómeno. Bastará mencionar en Italia los nombres de San Felipe
Neri y San Carlos Borromeo. Y si nos animamos a una mirada más abarcadora hacia
otros momentos de grandes crisis de la Iglesia a lo largo de los siglos, se impone la
conclusión de que ante las más temibles crisis, provocadas sea por ataque exterior o
bien por debilidad interna, la Iglesia logra resurgir purificada gracias a una verdadera
eclosión de santidad. Siempre ha sido así, y esto nos interpela de modo especial en este
verdadero cambio de época, que en palabras del Beato Papa Juan Pablo II parece
caracterizarse por “la silenciosa apostasía de occidente”.
En las circunstancias históricas del siglo XVI, Teresa de Cepeda y Ahumada recibió
del cielo una misión a la que dedicó su vida con verdadera pasión. Pero, sin lugar a
dudas, la doctrina y la obra de la santa fundadora del Carmelo Descalzo mantienen su
vigencia hasta nuestros días, más allá de la época en la cual vivió.
Desde antiguo llamada “doctora mística” por el común sentir de los sabios y de los
fieles, título que el papa Pablo VI ha querido formalizar en el año 1970, proclamándola
“doctora de la Iglesia”.
Unas palabras del gran Papa Juan Pablo II, redactadas con ocasión del cuarto
centenario de la muerte de la Santa (1582-1982), pueden servirnos de guía para nuestra
meditación de hoy: “Este es el mensaje de Santa Teresa, proclamado con la autoridad
de quien lo ha experimentado en su vida: la convicción de que no hay amor a Cristo
que no se convierta en entrega generosa a su Iglesia, y que no hay verdadero afecto
filial a la Iglesia si no se traduce en ardor y trabajo apostólico, alimentados y
fortalecidos por la oración” (Carta al prep. de los carm. desc., 14-X-1981).
II. La humanidad de Cristo
El amor a Cristo, en primer lugar. Uno de los rasgos más salientes que descubrimos
en la lectura de sus obras, consiste en la referencia permanente a Jesucristo, Dios hecho
hombre, cuya humanidad santísima es objeto de su incansable contemplación y amor,
aun en los grados más altos de la vida espiritual. Todo en ella deriva de esta
contemplación; hasta su manera de hablar del mismo misterio trinitario, del cual la
humanidad del Salvador es la puerta. No sólo el célebre capítulo 22 del libro de la Vida,
sino a lo largo de sus escritos, todo en ella huele al Cristo Esposo, muerto y resucitado,
fuente inagotable que alimenta el despliegue de sus energías.
Conviene escucharla en el libro de las Moradas, donde vuelve a exponer su
conocida doctrina, contrapuesta a la equivocada concepción que en su época tendía a
hacerse moda de autores espirituales: aun en los grados supremos de la unión con Dios,
la representación sensible de la humanidad de Cristo, nunca impide la perfecta unión
con él por el amor. Leemos en las Moradas sextas, capítulo 7 (nn.5-6): “También os
parecerá que quien goza de cosas tan altas no tendrá meditación en los misterios de la
sacratísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo, porque se ejercitará ya toda en
amor (…) a mí no me harán confesar que es buen camino (…); y así estoy tan
escarmentada, que pienso –aunque lo haya dicho más veces- decíroslo otra vez aquí,
por que vayáis aquí con mucha advertencia (…). Al menos, yo les aseguro que no
entren a estas dos moradas postreras; porque si pierden la guía –que es el buen Jesús-,
no acertarán el camino (…); porque el mismo Señor dice que es camino (Jn 14,6);
también dice el Señor que es luz (Jn 8,12), y que no puede ninguno ir al Padre sino por
Él (Jn 14,6), y quien me ve a mí, ve a mi Padre (Jn 14,9). Dirán que se da otro sentido a
estas palabras. Yo no sé esos otros sentidos; con éste, que siempre siente mi alma ser
verdad, me ha ido muy bien”.
No sabemos qué admirar más en estas palabras, si la hondura profundísima de su
intuición, teológica y espiritual a la vez, o la sobreabundante sensatez que allí se
manifiesta. Celebramos ambas cosas en conjunto. Lo primero, bastaría para justificar
sobradamente su merecido título de doctora de la Iglesia y maestra de vida espiritual. Lo
segundo, nos muestra uno de los rasgos más encantadores de su personalidad: el triunfo
de un desbordante sentido común, por el que sabe liberarse de las complicaciones que
enredaron a los doctos, mientras ella se mantiene en la pura simplicidad de la verdad del
Evangelio.
III. Hija de la Iglesia
El amor apasionado a Jesucristo, estaba en ella inseparablemente unido al amor a la
Iglesia. Vive en tiempos convulsionados por la necesidad de la reforma interna de la
Iglesia, y por el desgarro de la unidad del Cuerpo Místico, producido por la Reforma
protestante. Por ello invita a sus hijas a la incesante oración e inmolación de sus vidas
por la Esposa de Cristo: “Dichosas vidas que en esto se acabaren”, exclama en el libro
de la Vida (40, 15).
¿No es acaso el amor a la Iglesia el motivo fundamental de su reforma del
Carmelo?: “Toda mi ansia era (…) pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que
éstos fueran buenos; determiné hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los
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consejos evangélicos con toda perfección que yo pudiere, y procurar que estas poquitas
que están aquí hiciesen lo mismo” (Camino 1, 2).
La autoridad doctrinal de la Iglesia jerárquica, es para ella guía segura a la cual
somete todas sus palabras y escritos surgidos de la obediencia (Camino, pról.; ib., 30,4).
Por esto dirá de sí misma: “Siempre jamás estaba sujeta y lo está a todo lo que tiene la
santa fe católica, y toda su oración y de las casas que ha fundado es porque vaya en
aumento” (Relación IV, 6).
Conocemos bien con qué empeño y sentimientos acompañaba, desde su desierto
carmelitano, la aventura misional de la evangelización de América, y cómo
encomendaba a todas la comunión espiritual con esta gesta.
Vivir para la Iglesia, orar por su jerarquía y ofrecer obras de amor por las
necesidades del Cuerpo Místico, es el ideal que pone ante los ojos de sus monjas:
“Cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen en esto
que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor”
(Camino 3, 10).
Quien desea seguir a Cristo, debe salir de sí mismo y abandonar sus propios gustos,
para abrirse a la santa voluntad divina, en lo cual se juega el crecimiento de la santa
Iglesia. Así nos lo dice en las Moradas: “El amor no está en el mayor gusto, sino en la
mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar en cuanto
pudiéremos no le ofender, y rogarle que vaya siempre adelante la honra y gloria de su
Hijo y el aumento de la Iglesia católica” (IV, 1, 7).
En su última enfermedad gustaba repetir: “En fin, Señor, soy hija de la Iglesia”.
VI. La oración,
Si el amor a la Iglesia es la consecuencia fundamental del amor a Jesucristo, la
oración es el secreto manantial de donde ese amor extrae toda su fuerza y vitalidad.
¡Con qué acierto y simplicidad la define al hacer de ella un trato de amistad! Oigamos a
la Santa en el libro de la Vida: “no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino
tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”
(V, 8, 5).
Sabe Santa Teresa, en su propia experiencia, que el camino de la oración está lleno
de dificultades. Pero ella aprendió la sabiduría de simplificarse y ayudar a otros: “No
todos son hábiles para pensar, todos lo son para amar” (Fundaciones 5, 2). Se trata de
amar, de tener trato de amistad, de perseverar en la búsqueda, de querer estar, aun
cuando nuestro ánimo no ayude: “Aquellos ratos que estamos en la oración, sea cuan
flojamente quisiereis, tiénelos Dios en mucho” (Moradas II, 1,3). “Sólo quiero
advertiros que para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que
deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así lo que más os
despertare a amar, eso haced” (Moradas IV, 1,7).
Santa Teresa afirma de la oración lo que el texto sagrado de la Misa de hoy dice de
la Sabiduría divina: “con ella me vinieron todos los bienes” (Sab 7, 11). Y también
decía: “quien huye de la oración huye de todos los bienes”.
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Lejos de encerrarnos en nosotros mismos, o de evadirnos del realismo de esta vida
temporal, la oración contemplativa que gasta el tiempo en el amor a Cristo, y se detiene
ante todo en el Reino de Dios, es ejercicio de amor que mueve a socorrer al prójimo en
sus necesidades. Escuchemos a la Santa en los Conceptos de Amor de Dios: “mientras
más adelante están en la oración y regalos de nuestro Señor, más acuden a las
necesidades de los prójimos, en especial a las almas, que por sacar una de pecado
mortal, parece darían muchas vidas” (7, 8).
***
Queridas Hermanas carmelitas:
Lo fundamental de la vida carmelitana queda oculto a los ojos del mundo y a
nuestros propios ojos, pues se trata de una historia de amor personal conocida sólo por
Cristo, el Esposo y confidente a quien nada se le escapa. Él sólo espera una siembra de
amor fecundo y escondido.
La tarea es ardua, pues sabemos que las luchas por el Reino de Cristo no cesarán
jamás. Bien lo vemos en nuestros días, ante la creciente mentalidad neopagana y la
sistemática campaña de destrucción de todo rastro de cultura cristiana y católica a través
de la promoción de leyes contrarias a la ley divina y natural y a los mensajes adversos y
constantes de los medios de comunicación social.
Como obispo vengo a decirles que la Iglesia espera mucho de la silenciosa historia
de amor que cada una de ustedes va escribiendo con Cristo en los enredos de las cosas
ordinarias de cada día.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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