La comunidad: tesoro de la vida monástica ¿Qué comunidad ofrece como un tesoro la vida monástica? ¿Es acaso la del salmo 132: “ved qué dulzura, qué delicia…”? ¿Es acaso la de los Hechos de los Apóstoles: “tenían un solo corazón y una sola alma, lo poseían todo en común…”? ¿No será acaso la de Jesús, donde hay Pedros y Mateos, Felipes y Tomases, Andrés y Judas, discípulos amados e hijos del trueno? ¿Donde hay bolsa de dinero y negaciones, recostarse en el pecho y meter los dedos en las llagas, tirarse al agua y dormirse? ¿Donde hay tesoro y polilla, higuera seca y lirios, trigo y cizaña? La comunidad que ofrece la vida monástica como un tesoro es el proyecto de humanización que Jesús esbozó en sus años de actividad pública: estos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan y cumplen la voluntad de mi Padre. La comunidad que él fue constituyendo y trabajando más estrechamente: un Maestro con sus discípulos. Creo que así lo intuyó N.P.S. Benito cuando recogió la mejor tradición cenobítica (Pacomio, Basilio, Agustín) para ponerla al servicio de este proyecto utópico de humanización: recuperar la verdadera libertad a través de la obediencia y la humildad (volviendo por el camino de la obediencia a Aquel de quien se había apartado por el ejercicio de la desobediencia). Para lo cual Benito va a abrir una escuela-taller. Es pública, por lo que puede entrar todo el que quiera: siervos y libres, grandes y niños, soberbios y timoratos, risueños y taciturnos, iracundos y mansos. Sólo es necesario rellenar un impreso: querer aprender, querer escuchar. Reconocer que no se sabe para saber correctamente. Y sólo hay una lección que aprender y que entra para el examen: el Evangelio; que bajando se sube, que perdiendo se gana, que muriendo se vive, que siendo pequeño se es grande, que al decir “mío” todo se pudre, que al murmurar se roe el corazón, que al estar triste el enemigo se alegra. El material escolar necesario se compone de dos instrumentos: la paciencia y el buen celo. No dejo de sorprenderme cuando encuentro las palabras de Benito: “díganle de antemano las cosas duras y ásperas por las cuales se va a Dios”. Y me digo: ¡Vaya propaganda vocacional! Por eso Benito insiste, en los momentos claves de su “ideario escolar”, que es necesario abrazarse con la paciencia junto a los sufrimientos del Maestro para compartir la gloria de su resurrección. Y ya sabemos, como lo sabía el Maestro, que si quiere que el discípulo aprenda, no sólo se necesitan clases magisteriales (“si el grano de trigo no cae en tierra y muere…”), sino también el testimonio de la vida. El segundo material escolar es desarrollo del primero y su concreción, ya que el buen celo es la cosa dura y áspera por la que se va a Dios y a la vida eterna. Y no porque los otros 1 condiscípulos sean “duros de pelar”, sino porque cuesta Dios y ayuda dejar de alimentar el ego, dejar de ser el centro, dejar de ser el primero de la clase. La pedagogía de esta escuela-taller se condensa en este capítulo: pasar de lo propio a lo común, del egoísmo al amor fraterno: honrarse, soportarse, obedecerse, ser desinteresados en la caridad, sinceros y humildes con su abad, temerosos de Dios, no anteponiendo nada a Cristo. Un momento. ¿Entonces? ¿Es que todo esto no se supone? ¿Es que no es lo más natural? ¿Es que la comunidad que la vida monástica ofrece como un tesoro no es ya un “Paradisus claustralis”, no es un “pedacito de cielo en la tierra”? ¿No son los monjes ya perfectos, santos, sin mancha ni arruga? Cuántas veces no habremos oído a los candidatos a la vida monástica decir que no eran dignos de la vocación monástica porque se sentían tan imperfectos y pecadores. Pero éstos mismos, cuando ven la imperfección en los hermanos, se irritan profundamente al ver que la realidad amenaza sus ideales. No estaría mal repasar de vez en cuando algunos capítulos del ideario escolar de Benito para familiarizarse con el tipo de discípulos que él aceptaba en su escuela, al que llama “rebaño inquieto y desobediente”: los hay indisciplinados y turbulentos, pero también obedientes, pacíficos y sufridos; negligentes, despectivos y delincuentes junto con los de espíritu delicado e inteligentes; obstinados, duros de corazón, insolentes y desobedientes; los que no quieren enmendarse, soberbios, contrarios a la Regla y menospreciadores. Y los más “queridos” y guays del cole: los murmuradores. ¡Menudas joyitas! ¡Vaya tesoro!... Y lo más gordo es que el mismo “Padre de monjes” se mete a sí mismo en el saco: “nosotros, perezosos, de mala conducta y negligentes” (RB 73). Pero, ¿es que nos diferenciamos mucho de ellos? Repasemos nuestras comunidades… bueno… Efectivamente, el tesoro está en que la vida comunitaria tiene capacidad para generar procesos de conversión a Dios. Para lo cual se requiere tiempo, paciencia, hacer camino. Por eso, en la escuela-taller también hay que ir pasando de etapa en etapa, muchas veces arrastrando asignaturas pendientes o rozando el cinquillo, que el Señor, en su misericordia, sabe suplir con su gracia lo que falta a nuestra naturaleza. El proceso se inicia en Primaria, (suponiendo que hayamos pasado el preescolar) bajo el lema: “el trabajo de la humildad” (labor humilitatis)1. Es decir, la vida fraterna se presenta como el espejo provocativo y molesto de nuestras propias imperfecciones. La vida comunitaria tiene la habilidad de sacar a la luz la debilidad y el pecado del discípulo. Imposible vivir entre los hermanos sin que ellos nos despierten nuestros defectos. Hasta la misma comunidad se convierte en espacio de tentación: injusticias, favoritismos, comparaciones, envidias. Esta situación puede prolongarse varios cursos hasta que el corazón se quebranta y nos encontramos, entre lágrimas, con la mirada misericordiosa de Dios, que nos ha sostenido con su amor. Si él nos ama tal como somos, ¿por qué no amarnos a nosotros mismos de la misma forma, sin falsas vergüenzas y sin culpabilidades pueriles? 1 Para toda esta sección cfr. LOUF,A. Vida común, escuela de caridad, en La comunidad: escuela de caridad. Pistas y Documentos de trabajo para ayudar a las comunidades en la preparación del informe de su casa para el Capítulo General de 1996 2 La siguiente etapa es la ESO, y lleva por lema: “el corazón compasivo” (affectus compassionis). Es a partir de lo que uno mismo ha sufrido cuando compartimos el sufrimiento de los demás, sólo el que ha suspendido puede comprender y compadecerse de otro suspendido. Un maestro como Balduino de Ford era capaz de atreverse a escribir: “conscientes de nuestra debilidad común, hemos de humillarnos mutuamente, apiadándonos unos de otros, con el temor de que la elevación orgullosa de unos no divida a los que iguala la condición de ser débiles” (De vita comuni, FL 204, 551 C). Y es que, unido a la compasión, está la realidad del pecado y el perdón, que forman parte del camino monástico, y como tal, es normal que los débiles y pecadores encuentren un lugar en la comunidad. Allí se les espera. Una comunidad que excluye a los pecadores, dejará de ser cristiana. Porque donde se niega el pecado no se deja lugar a la gracia. Porque la misericordia es curativa, terapéutica, puede resucitar al hermano que yace espiritualmente muerto en su tumba2. Necesitamos la misericordia fraterna, y nadie se parece más a Dios que el que es misericordioso con sus hermanos… “Anda, y haz tú lo mismo”. Una consecuencia práctica inmediata que se me viene a la cabeza es la de la “práctica de las observancias”, lo que requiere un discernimiento continuo entre “cortar los vicios apenas nazcan” y “no raer demasiado la herrumbre”. Sólo por este camino podemos llegar a la tercera etapa el Bachillerato, bajo el lema “un solo corazón, una sola alma” (cor unum et anima una). Y es que la misericordia perseverante convierte a la comunidad en imagen e icono de la Trinidad, es fuente y luz de la vida eterna. Incluso cuando los carismas son diversos y complementarios, es Dios quien garantiza la unidad y la unanimidad; ya no serán ni consensos humanos, ni respetos, ni tolerancias, ni cada uno a su bola, sino en la medida en que se ame a Uno solo, se busque a Uno sólo, se adhiera a Uno sólo. Todo lo que pase de aquí pertenece al terreno de la PAU, bajo el lema “arrebato contemplativo” (excessus contemplationis). Un maestro de nuestros días se atrevió a preguntar: “¿no habrá llegado el momento de abocarnos a nuestra realidad cenobita como fundamento, verificación y manifestación de nuestra contemplación?”3. Es decir, nuestro modo de vivir cenobítico es el que nos da la identidad contemplativa. Y, curiosamente, se retroalimentan. Más allá de la comunión fraterna, sólo Dios es capaz de regalar un encuentro, sólo él arrebata y eleva. Pero esto no constituye el final del curso, sino que rehace con mayor conciencia la experiencia de su debilidad. El maestro Bernardo dirá: “Dichosa y deseable debilidad, que nos proyecta de nuevo hacia la gracia y la fuerza de Dios”4. Sólo el hermano con el corazón destrozado, consciente de su pobreza, pero confiando locamente en la misericordia de Dios y de los hermanos, puede esperar llegar un día donde Dios le espera. El mismo maestro Bernardo, nos deja a las puertas de la Universidad: “apoyándome fuertemente sobre los pies de la gracia y arrastrando suavemente la mía que está enferma, subiré con seguridad por la escala de la humildad, hasta que, adherido a la verdad (Dios), pase a los amplios espacios de la caridad, así voy progresando prudentemente, como a escondidas, 2 BERNARDO, 2 Sermón de Pascua OLIVERA, B., citado por LWANGA, CH., La comunidad como escuela de caridad (en el contexto Africano Malgache) en La comunidad: escuela de caridad. Pistas y Documentos de trabajo para ayudar a las comunidades en la preparación del informe de su casa para el Capítulo General de 1996. 4 GrH 24 3 3 por un sendero estrecho, que sube seguro. De esta manera asombrosa se accede a la verdad (Dios), con pereza, pero con decisión: renqueando”5. 5 GrH 26 4